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SARA KARLIK
  EFECTOS ESPECIALES - Autora:SARA KARLIC - Año 1989


EFECTOS ESPECIALES - Autora:SARA KARLIC - Año 1989

EFECTOS ESPECIALES


Autora:SARA KARLIC


 GRUPO EDITOR LATINOAMERICANO

Año: 1989



ÍNDICE

- I -

Lugar de ánimas extrañas

Ojo con dos caras

Por descuido

Con la tierra en la boca

Sodoma y Gomorra

El nuevo señor Filártiga

Ganar altura


- II -

Cántaros de aguas estancadas

Lo de adentro y lo de afuera

De costado

Entre flores y luces

Las 5 es buena hora

Después de clases

De falanges rectas y torcidas


- III -

¿De qué verdad me hablas?

Esa noche hizo frío

Historia de aparecidos y desaparecidos

De un solo espanto

«El orden de los faroles...»

Con el perdón de las sanguijuelas

Todo sera en silencio


- IV -

Gardel

Historia de mochilas

Sueños de sillón

El tío Federico

Efectos especiales

Vencimientos

Aguaceros impúdicos



- I -

Lugar de ánimas extrañas

Tenía un modo peculiar de escupir, como preparado para cada ocasión, con ruidos y largos especiales, de forma más cargada o liviana según la impresión que quisiera hacer.

«Es cuestión de dar a cada cosa su importancia y su tiempo», se decía. Mascaba cigarro de «no más de tres vueltas», explicando que después de ese ejercicio el escupitajo estaba listo para ser lanzado.

No era hombre mal parecido. Más bien mal construido, es decir, no todo en él era derecho o bien puesto. Manos demasiado anchas o grandes, el cabello protegiendo grasosamente la nuca, venas enormes jugando en la garganta mientras hablaba o movía el cigarro, las orejas de alas anchas que impedían el calce de un sombrero normal y, el resto, bastante desaprovechado. Sobre todo los ojos, que nada tenían que ver con él, pues Modesto Obligado no era hombre para hablar o escribir con ellos, unos ojos alertas como si los hubieran extraído de una adivina o fueran herencia de algún familiar con delirio de vidente.

Era hombre de noches anudadas, de esas que se estancan sin ganas de continuar, o era su actitud de retardo la que cansaba al tiempo, su caminar también tardío como si temiera encontrarse con tropezones imprevistos.

En ese lugar las cosas eran arregladas con escupitajos y, quien más quien menos, se preciaba de su dominio.

Las lenguas tenían hendiduras extrañas, canales de salida o aberturas de fuegos consumidos.

Modesto Obligado se presentó, con antecedentes indiscutibles, a la espera de que Filomeno Ovelar reconociera, de una vez por todas, su superioridad y maestría.

Pero algo le estaba pasando últimamente a Modesto Obligado. Tal vez la quebrazón de la lengua se volvía demasiado profunda por tanto esfuerzo, reteniendo restos que hacían pobre el desalojo.

Aun así, a sabiendas de esa anomalía, Filomeno Ovelar traía temor encima. Los últimos días los había pasado entrenando la lengua, bebiendo infusiones de hierbas frescas que sólo crecen a orillas de los arroyos, preparadas por Presentación Leal, medio india medio maga, quien conocía el arreglo para cada cosa.

Pero Presentación Leal andaba con escapes de memoria desde la última regla ocurrida años atrás y Filomeno Ovelar temió que la mezcla de hierbas sufriera engaños de agregados o mermas y la mujer equivocara el arreglo. Tuvo una hinchazón pasajera de lengua que lo obligó a estar un día entero sin poder lanzar «la bala», como decía.

Modesto Obligado estaba en su mejor momento, a pesar del fuego en un costado del labio, «pura tensión de estómago nervioso», que no le permitió, esa mañana, el lanzamiento recto del escupitajo.

Consideró innecesario recurrir a Presentación Leal, optando por aplicarse hojas de plátano para aliviar el calor.

El poblado seguía de cerca la situación.

Después de la riña de gallos, la competencia de escupitajos era otra parte importante de las actividades de días festivos.

El anuncio estaba puesto en puntos visibles de modo que los viandantes pudieran ver y desviar sus rutas para asistir al evento. La lluvia del día anterior había desteñido algunos carteles, pero bastaban los restos del anuncio para conocer el programa.

Daba la impresión de que la misma tierra iba poniéndose a punto -igual que carne de cocimiento lento- para la competencia. Algo había en el aire, choque de corrientes o corrientes persiguiéndose, algo extraño sólo envuelto en percepciones de difícil encuadre.

El asueto de los gallos tensaba la noche.

Las lenguas estarían remando boca arriba y boca abajo para formar río.

El desafío recorría árboles y portones -murallas alineadas en posición de espera- mientras la noche aspiraba su término para que la cosa se inicie. Uno a uno los interiores de las casas se apagaron y los ruidos fueron mordidos por la quietud.

Modesto Obligado no encontraba espacio para su cuerpo, flotaba más bien dentro de él, sin animarse a fijarlo, a detenerse y frenar la circulación excesiva de su sangre.

Presentación Leal le aseguró que no guardaba resentimiento ni había tomado partido a pesar de haber sido ignorada por Modesto la bondad de sus virtudes. Aun así, Modesto no podía controlarse. Era la primera vez que era puesta en duda su calidad de escupidor.

Modesto Obligado durmió un resto de noche con la ventana abierta en cierto ángulo para recibir un tajo de luna, lo necesario para paliar las sombras. Sus sobresaltos cambiaron de lugar el tajo, asustándolo con su juego perseguidor.

Filomeno Ovelar, cargado de tisanas, las aguas del mundo produciéndole un cansancio de cuerpo e hinchazón de vientre sin que las paredes de su boca salivaran de más. La espera estropeaba la agilidad de la lengua. La revolvía en círculo, recorriendo dientes,   abriendo la cavidad para estirarla y recogerla, chasquearla igual que un látigo buscando al animal indefenso.

Tomando la tijera, se cortó parte del largo bigote, orgullo de años de crecimiento despacioso, para facilitar el salivazo.

Le preocupaba la pesadez de su cuerpo. Se levantó apenas la luz de afuera formó línea con el fondo del espejo de sobremesa, un espejo manchado donde afeitaba su cara por partes, buscándose en distintas posiciones para no equivocarse.

Creyó que había dormido más noches que las dormidas, por más que la barba era la misma de cada amanecer.

Sintió el «hacha en la espalda», como decía cuando su cuerpo despertaba con dolores de cama.

Ya no había restos de luna y el cielo, con su brazo convexo, ahuecaba miradas que no podían ir más allá.

Vislumbró el comienzo de la batalla con cada golpeteo de su corazón, el combate tensando las cuerdas de su ancestro guerrero. Ya no era él, Filomeno Ovelar, conocido de sí mismo a cualquier hora. Le hubiera gustado que ese día fuera como cualquier otro, sin que los lobos aullaran vientos o los buitres probaran alas para enlazar al perdedor. Un cuchillo de hielo derretido le bajó por el interior, primero por las vértebras de la columna para luego punzarle el centro del estómago. No pudo saber si eso ocurría porque estaba listo para la asamblea de buitres o era al revés.

Se vistió lentamente para no olvidar el lugar de cada cosa, para no dejar prenda sin presa. Envolvió el vientre en la faja negra, un poco corta en relación con otras veces. El día estaba fraguando. Cerró con fuerza la puerta para no tentarse y volver a entrar y  se puso en camino, mascando lengua y tabaco para alistarse.

Modesto Obligado llevaba cansancio encima.

Al contrario de Filomeno Ovelar, la noche había sido poca, una lanza rápida, desmembrándola, aligerando tiempo.

Miró el serpenteo del maíz, el campo ajeno a lo que iba a acontecer, la tierra sin techo, los animales deshaciendo cuadrados de heno, y tuvo ganas de seguir pasando días iguales a los que habían pasado.

Pero era hombre de palabra, sin necesidad de firma.

Salió, dejando la puerta abierta, porque no era mucho lo que iba a demorar.

Modesto Obligado y Filomeno Ovelar se vieron de lejos, caminando en la misma dirección.

Fueron acercando distancia sin animarse a seguir viéndose, sabiéndose cerca mientras el camino compartido se escurría con cada paso, se entregaba para que apuraran el asunto.

Cuando llegaron, la marca había sido puesta: una línea hundida en la tierra con un fierro. Al fondo, a una distancia de algunos metros, un paredón salpicado con escupitajos antiguos de épocas de campeones desaparecidos.

El pueblo no había formado bandos ni caído en apuestas desgastantes. Era la tradición limpia de tintes la aglutinadora de gente. Era el mantenimiento de un deporte en vías de extinción.

Modesto Obligado concentró fuerzas para anular pensamientos debilitadores, hinchó el pecho, preparó la boca y lanzó como bala la escupida que rebotó en el muro con un ruido sordo.

El vientre de Filomeno Ovelar estaba demasiado hinchado o la faja muy ceñida. Antes de llenar su turno tuvo que correr a cercanías apropiadas en busca de alivio. Parte de sus fuerzas se le fue en las cercanías. Aun así remeció el muro con el golpe.

Los veedores dieron fe del empate.

Se impuso una segunda vuelta.

Siguió una tercera, luego una cuarta.

Cuando llegaron a la 13ª, Modesto Obligado dijo que con ese número no tenía tratos.

Filomeno Ovelar insistió en que no era de hombre apoyarse en supersticiones cuando fallaban las fuerzas.

Para entonces, los buitres paseaban, olfateando el aire.

No podía haber saliva que durara tanto.

Filomeno carraspeó, la cara se le puso roja, después morada y, con sonido de desgarre, como catapulta lanzó un charco de sangre, barriendo marcas anteriores.

No quedó ganador para recordar.

Modesto Obligado se retiró sin conseguir la consagración.

El nombre de Filomeno Ovelar no volvió a ser mencionado: no tenía derecho de cambiar la esencia del evento. El pueblo entero condenó el desarrollo inaudito. «Reemplazar escupitajo por sangre», murmuraron.

El paredón siguió en pie porque nadie se animó a insinuar que lo demolieran.

«Es lugar de ánimas extrañas», se justificaban.

Algunos niños aprovechan el manchón de sangre para probar puntería con sus hondas.

Lo raro es que, de tanto insistir, del manchón caen plumas.



 



Ojo con dos caras

Tenía una mirada de perfil, de esas que llegan de un solo golpe y cortan de puro miedo.

Tal vez era un hombre acabado desde el comienzo, un espía equipado de ese modo para desorientar la normalidad imperante.

Pero, mirándolo detenidamente por un momento, dejaba de sorprender y el ojo se introducía en los que observaban y las caras perdían su exceso.

Llegó, como llegan los que detienen pasos igual que tiros certeros, apareciendo de improviso, poniéndose en evidencia por su calidad de extraño, extranjero, extra... No, nadie habló de eso, nadie tenía modo de comparar con conocimientos de primera mano o fuente confiable.

Se pensó en formar un vacío a su alrededor y que el mismo vacío lo impulsara a retomar el paso en el punto del camino que cortó para entrar en el pueblo. Quedaron las marcas, como si se hubiera sacado los zapatos para confundir. Pero no hubo quien quisiera hacer viento, formar el remolino que lo llevara.

Tal vez eran dos hombres obligados a andar juntos, castigo de serpiente sorprendida en algún paraíso.

Tal vez sobraban caras y los ojos eran escasos en el momento de formarlo, o era un cíclope llevado a su máxima expresión como experimento de su pueblo.

Fue peor que inundaciones o sequías, que truenos conocidos de nacimiento, que temblores de tierra ocasionales para remover estados de conciencia sin actualizar.

Todo eso estaba inscrito en la memoria, así como las pestes de varios colores, la muerte temporal de los campos, la angustia del hambre, la huelga del ganado, la resistencia de los árboles a buscar alturas, el sabotaje del sol, la corrupción de la luna. Todo, menos la mirada de un ojo con el apoyo de dos caras.

«Hay que consultarlo con el general», coincidieron como solución.

Pero había un problema: el general estaba invisible.

Algunos afirmaban haberlo visto bordeando vidrios oscuros en el asiento posterior de un vehículo también oscuro.

El general tampoco tenía memoria, o su memoria no era la misma que la de individuos corrientes. Tenía su propio sol, su luna personal, ganado adiestrado, desconociendo angustias de mentes ociosas que fustigan el recuerdo y lo convierten en enfermedad de herencia impuesta.

Y esos anteojos que cambiaban la forma y color de objetos y hombres, y el olfato que permitía la entrada de fragancias especiales, y los oídos, internos y externos, sin preocupación por deudas inventadas por la malicia ancestral de gente ingrata y desconsiderada, y el gusto insertado en la boca gruesa de órdenes dadas sin manoseo de intermediarios, verdaderas salvas de festejo constante con niñas púberes que continuaban púberes por manejo excesivo de sus pertrechos por tiempo extenso. El desgaste ya lo había trepado, produciendo un escozor que daba que hablar.

No, no era posible molestar al general.

Se pensó en el tonto del lugar. Pero tampoco era confiable por ser tonto para uno y otro lado en su llevar y traer vientos nuevos y usados, tonto en el descuido de dejar caer restos a medio camino.

La mujer del general, quizás.

Pero, ¿quién podría acercarse a ella en su encierro penitente por desborde descomunal de carnes que la obligaban a estar colgada de una hamaca suspendida del techo (suficientemente resistente) para evitar el roce de sillas que le producían escaras pestilentes?

Además, era difícil que desde esas alturas pudiera dar crédito a enajenaciones de gente simple.

Alguien mencionó al ciego, quien tenía los oídos y otras cualidades tan afinadas que era difícil que algo se le escapara. Pero el ciego dijo que en su oráculo no aparecía personaje semejante al que se nombraba y que él tenía su prestigio intacto para «riesgos sin partida conocida».

Había que actuar con rapidez antes de que el hombre del ojo con dos caras tuviera tiempo de reproducirse, cambiando caracteres fáciles de reconocer en fotografías de registros fichados.

Se contaba (por fortuna) con un loro encargado de dar el pronóstico del tiempo, de total confianza del general, el cual, orondo en su balancín sobre la única antena del lugar puesta sobre la oficina de entradas y salidas, presencias y ausencias, remesas y recibos, despachos urgentes y de los otros, enviados especiales y obligados, juicios en tabla y por entablar, pasajeros en tránsito y transitados y otros rubros, el único loro conocido sin cara y con ojos verticales y horizontales, capaz de enviar recados en clave Morse al general con sólo picotear la antena, hacía las veces de bufón para entretenerlo.

Pero, de tanto estar alerta y al acecho, así como a cualquiera se le duerme la pierna, al loro se le durmió un ojo y, por aproximación, el otro. El tercero   no tuvo más remedio que hacer causa común. El ala de un helicóptero de control interno y permanente lo había despojado del cuarto ojo en un acercamiento imprevisto.

El pueblo quedó en la oscuridad de la noticia.

Por órdenes irrebatibles, el loro fue censurado sin aviso previo, lo que no cambió la expresión de caras acostumbradas a la aceptación de hechos de consumo corriente.

El miedo engendró nuevas pesadillas.

La falta de control hizo temer desórdenes no conocidos.

La hamaca de la mujer del general fue reforzada para evitar atentados. El mismo general tomó precauciones, aumentando la oscuridad de los vidrios de su automóvil, haciéndose más invisible.

El paso de ganso se reemplazó (temporalmente) por el trote, por ser de más fácil manejo.

Los cambios exigieron un incremento del gasto público que fue, automáticamente, compensado con el aumento de «aportes voluntarios» para estabilizar la situación.

Pero seguía inquietando la presencia del extraño en calles y paseos, quien aumentaba progresivamente las horas de su desplazamiento. Caminaba sin perder hombre o mujer en quien apoyar el ojo, en observación que iba prolongándose aun en su ausencia. Se cerraban puertas de calle para aislar vecinos y habitaciones y separar parentescos.

Se huyó de la palabra por la peligrosidad de su significado. En un acto de adhesión al orden, por iniciativa del general -con la bandera flameando la libertad de vientos inalcanzables- se quemaron frases consideradas de doble significado por los resquicios que formaban al pasar por bocas desdentadas, por las  cuales era posible insertar más letras y nuevas acepciones.

Un manto de silencio cubrió las cenizas.

Después del acto, con los últimos acordes del himno nacional que escapaban de un disco activado en forma manual por el loro, la procesión de cabezas bajas, como después de recibir la ostia, regresó a sus casas.

Todo pareció haber vuelto a su cauce normal.

Fue entonces cuando empezó a inquietarse el tonto del pueblo.

Corrió el rumor de que sus desplazamientos nocturnos (bastante sospechosos) hacían competencia al del ojo con dos caras, insistiéndose, sin embargo, en que el deambular de cada cual era diferente y no se habrían producido encuentros.

Se habló de un renacimiento clandestino de la palabra (de responsabilidad total del tonto) por medio de una prensa manual en la privacidad de un sótano.

Fuerzas, también invisibles, recorrieron sótanos registrados para verificar rumores.

Pero el sótano del tonto era tan clandestino como su tontera.

Las calles empezaron a llenarse de leyendas que parecían un enloquecimiento de palabras, originando una persecución del tonto de parte de fuerzas activas y pasivas para salvaguardar situaciones enraizadas.

Se produjo una confusión sólo comparable con los síntomas de difícil diagnóstico, la que movió al único médico del lugar a extirpar apéndices a la mitad de la población como medida de saneamiento.

Las bocas volvieron a pronunciarse, teniendo que recurrir a ejercicios para reubicar expresiones caídas en el olvido.

Un verdadero caos se apoderó de la población.

Preocupaba la ausencia del tonto, causante del desbande de cuerpos, del abandono del silencio, de cuanto ocurría.

Pero el asunto estaba muy avanzado para nuevos retrocesos.

En un acto de extrema rebelión, la mujer del general fue puesta a media asta. Luego, un voluntario, cortó las cuerdas de donde colgaba la hamaca, con machete de filo en su punto, en espera del momento.

No hubo interés en observar el desparramo.

El desbande se hizo inatajable.

En ese instante, con ayuda de vientos, se conoció la noticia: el tonto había logrado introducirse en los terrenos del general. En medio del recinto principal, oscurecido por cristales sombreados, en total abandono de sus fuerzas de seguridad que ya habían huido buscando la propia, estaba sentado el hombre del ojo y dos caras.

No parecía el de siempre, con el cuerpo empobrecido por un empequeñecimiento repentino, jibarizado por sus mismos desbordes.

No podía ser el mismo.

El tonto no se atrevió a tocarlo, temiendo que fuera a deshacerse con el contacto.

Se acercó, sin embargo, para verlo de cerca y constatar su estado: extendiendo la mano, retiró la careta monstruosa. Debajo apareció un hombre, o quizás ni siquiera eso; estaba harto acabado para parecer hombre, pero no había duda de que era el general. Conservaba aún la mirada de águila, o tal vez era sólo acumulación de locura. Después, con el brazo en alto, el tonto salió a mostrar el disfraz añoso.

Afuera, empezaba a aclarar.


 



Por descuido

La boca se le abrió en un grito y el brazo libre corrió hacia cualquier parte del cuerpo de Teófila mientras Modesto, inclinándose, remecía la silla apoyada en la pared y con apuro chupaba el exceso del mate, abriéndose a un tiempo la camisa para sobar la piel enrojecida por el agua hirviendo.

Ella no se dio cuenta ni supo qué le había pasado.

No era momento de disculpas, sino de desaparecer con los pies descalzos, como un susurro en el viento, como le habían enseñado, como era necesario para no contradecir la costumbre.

En su camino liviano recordó la frase de la abuela «no todos los ojos abiertos ven ni los cerrados duermen» que decía, en su actitud de estatua, en el diario contemplar del tiempo. Se le cruzó en su mente con la suavidad de pies desnudos, por descuido, por necesidad, como advertencia.

Con la tetera cargada se acercó de nuevo. Modesto le entregó el mate. Él no estaba hecho para «segundas partes», como decía.

Teófila dejó la tetera en el suelo y estuvo de vuelta casi con la misma acción, con el revuelto de agua y almidón que empezó a poner sobre el vientre de Modesto con la suavidad de la culpa.

«Te va a pesar, india inútil», dijo, porque debía hacerlo «para separar terrenos», como le gustaba concluir.

Después llamó al caballo por su nombre, el que se acercó con el cuerpo estirando la rienda.

Montó con un solo movimiento, hincando las espuelas, volviéndose sombra.

Teófila observaba detrás de un pilar de madera del corredor.

El miedo se le hacía ansiedad, montando sin caballo por su interior hasta cerrarle la garganta.

Le gustaba Modesto, ese patrón joven que le hacía temblar el mate hasta el punto de quemarlo por descuido, o buscando quemarle para después bajar los ojos en arrepentimiento hasta cerrarlos e imaginar cosas, sólo imaginarlas, porque cómo se iba a fijar él en sus ojos abiertos o cerrados, aunque algo debía de tener la frase para que la abuela la repitiera tanto, a cualquier hora, como un rezo, moviendo las manos para repartirla en el viento.

Pero la abuela no estaba para preguntarle. Con ella se había criado después de que a su madre la mandaron a otro lado, otra estancia, «porque se le había ocurrido llenar el vientre con semilla de otro costal». Y ella no entiende, porque no hubo explicación. Cuando quiso preguntar, la abuela ya no estaba.

Se había ido con los ojos abiertos, así no más, dejándola con noches sin sueño y sueños que se encabritaban cuando por fin los ojos podían cerrarse por fuera y por dentro, como cortina doble.

Y siente celos hasta del caballo de Modesto, pero ¡a quién puede importarle!

«Nacieron casi juntos», escuchó una vez decir, pero a Modesto le dejaron la madre.

A veces Teófila la mira con rabia, con los ojos bien abiertos, hasta que deja de verla.

Dicen que la van a aparcar para que siga habiendo gente que ayude en la estancia. Pero eso de aparear le parece de animales, o por lo menos así escucha cuando ocurre; y piensa, por pensar, que a lo mejor Modesto no va a dejar que le hagan una cosa así, por eso de haber crecido juntos.

Quizás le ocurra lo que a su madre, pero entonces también la mandarán lejos y dejará de verlo.

Que sea cualquier cosa, con tal de quedarse.

El caballo llegó pesado, con dos cuerpos encima: Modesto y alguien más, una mujer; y Teófila empezó a fijar la mirada, como lo hacía la abuela.

Fue cayendo en un ensimismamiento que a nadie preocupó, porque eran «cosas de la herencia».

Esa noche hubo fiesta y todos estaban contentos.

Teófila se acostó tarde.

Cuando sintió abrirse la puerta pensó que por fin Modesto, que el trago, que la necesidad, y se olvidó de la otra mujer, de todo, y ya no hubo tiempo de cerrar los ojos sin dormir cuando sus manos reconocieron al hombre gastado.

Despertó con dolor en el alma.

Afuera todo estaba igual.

Gritó con fuerza para sacarse la rabia de adentro.

Un gallo a lo lejos le hizo eco, rasgando el día.

Fue a la cocina y preparó el mate.

El agua estaba muy caliente...


 



Con la tierra en la boca

No es una frase tomada así no más, al vuelo, entre otras que también estaban volando... Tampoco una imagen para dar idea de un suceso ni hambre repentina sin derecho a discernimiento.

Es solamente la historia de Zoilo Cabrera, el que tuvo nombre antes de abrir los ojos porque la artesana sabía cuál iba a ser el día exacto y lo marcó con un recuadro en esos calendarios que traen el santoral.

Lo registraron como nacido varios años antes porque el calendario era antiguo...

Y así pisó la vida Zoilo, con esa edad traída de otros lares por decisión acertada de Fermina -creyente en los días y sus nombres o en los nombres de los días-, viejo por error y por nombre, por creencia, por olvido, en ese lugar llamado Fondo del Mundo, quizás puesto por sus habitantes o traído de alguna excursión sin recuerdo.

Zoilo se levantó del suelo como un resorte vencido, haciendo varios intentos como probando el acto de nacer, manteniendo la cara arrugada bastante tiempo sin que fuera necesario o posible medirlo, hasta que vino la gran lluvia, de ésas que parecen paradas en la tierra, y lavó su cara hasta dejarla lisa.

Nadie se extrañó de que así fuera.

Las cosas se aprendían por convencimiento, porque así debían ser, y no era preciso buscar una explicación porque no se conocían dudas que pudieran imaginar preguntas...

El rumor era aceptado como parte de esa forma de ser y, si decían que Zoilo se alimentaba de tierra,   algo de cierto iba moviendo las lenguas pues no en balde Fermina trabajaba día y noche en el horno de barro, formando toda clase de figuras extrañas, revolviendo la mezcla en el hoyo profundo que había cavado, con la sospecha en los ojos buscando al culpable de la merma mientras «es la tierra que chupa su parte», decían; y la pérdida quedó así, con esa explicación a medias que era aceptada pues la otra mitad «se la lleva el cielo», concluía el razonamiento. Y no dejaba de ser verdad pues los vientos descendían en escalera, haciéndose más fuertes en los últimos peldaños, hurtando lo que encontraban a su paso, en forma invisible, como si fueran fantasmas.

En Fondo del Mundo los nacimientos no eran frecuentes; por lo general se anunciaban de alguna manera.

Decían que era debido a que las lluvias tampoco venían a menudo y no todos los rostros podían ser alisados, y se convertían en viejos y era difícil que los viejos tuvieran hijos y fueron tomando esa costumbre, la de ser viejos.

Cuando el cansancio de las arrugas iguales en caras repetidas se hacía intolerable, nacía algún Zoilo Cabrera, asegurando así la supervivencia de Fondo del Mundo.

Fermina vivía sola, con recuerdos esparcidos a lo largo de su cuerpo y con nombres que eran parte de ellos, por más que algunas letras se las habían llevado las ánimas, ésas que viven con la gente de campo; pero, haciendo un esfuerzo, conquistaba la memoria.

Pero ni los nombres o los hombres correspondientes pudieron hacer brotar su tierra estéril.

Por eso fabricó el horno y metió adentro restos de esos empeños silenciosos, para que no dijeran que era incapaz de dejar descendencia ni que los sueños iban reblandeciendo su cabeza, o se burlaban de ella con esas afirmaciones de que ella misma no era más que un ánima.

Las figuras de Fermina eran puestas en la puerta de la choza al lado del camino para llamar la atención de algún paseante, aunque el solo nombre del lugar parecía ahuyentarlos.

Pero la espera también era costumbre para Fermina, Zoilo y el pueblo.

No faltó un gringo, de esos que recorren el mundo buscando cosas raras que las llaman «exóticas», quien en un descuido de ojos atentos al camino, se fijara en esas representaciones oscuras, sonrientes o arrugadas, daba igual.

Se llevó la de la cara lisa porque Fermina le dijo que era especial.

El gringo se enganchó de nuevo en el camino, con Zoilo en la mochila, ajustando la amarra para que no pudiera caerse.

El recorrido fue largo, por más que Zoilo no pudo recordar cuánto duró porque el recuerdo no era costumbre en el lugar.

Se dio cuenta, eso sí, de que habían llegado.

También reconoció que, después de muchas pruebas, fue puesto «en un lugar especial», porque eso oyó decir al gringo, aunque la luz directa y brillante se le hizo insoportable.

Cuando quedó solo empezó a arrugársele la cara, lo que no era de extrañar, metido en una vitrina a la que ni por casualidad podía llegar la lluvia.

Fue lo primero que impresionó al gringo, obligándolo a poner una cara distinta y arrugar la frente, lo que a su vez dejó impactado a Zoilo, quien no podía arrugarse por partes.

El gringo cerró y abrió varias veces los ojos, pero Zoilo seguía igual, y terminó pensando que Fermina lo había engañado, entregándole una de las tantas figuras arrugadas.

Cuando quiso mostrar su adquisición a otros gringos, Zoilo no estaba en la vitrina, por lo menos en la que lo había puesto. Lejos de las luces, se le ocurrió cerrar los ojos para evitar el lagrimeo, pero fue demasiado tarde y el torrente, casi como lluvia, alisó la cara.

Con los ojos cerrados y la cara lisa no impresionó a los amigos del gringo, quien, en el colmo de la desesperación y la rabia, se tiñó de un rojo parecido al de Zoilo, pero nunca igual.

Al día siguiente la figura no se encontraba en vitrina alguna, pero sí restos de un polvillo rojo encima de los muebles y en algunas partes del piso.

En el colmo de la furia you, son of a bitch, escuchó Zoilo desde el dormitorio donde se había instalado cómodamente, al tiempo que el gringo irrumpía enardecido y lo tomaba de la misma manera para volverlo a meter en la mochila y amarrarlo entre enough is enough que Zoilo no pudo entender porque no le dio tiempo de aprender, por más que hubiera sido igual porque tampoco el tiempo le era conocido.

El gringo retomó el camino para volver a Fondo del Mundo.

Le pareció que hundía los pies en las marcas de sus mismas pisadas, pero al revés, y también que el camino se alargaba o que él marchaba sin avanzar.

Las pisadas repercutían en el aire, pero no era eco, sino un sonido que acentuaba su soledad, desprendiendo el miedo de la piel.

Llegó al lugar, así creyó, pero no estaba el cartel, el inmenso cartel que, junto con las figuras raras, había desviado su mirada del camino.

Tampoco estaba la choza de Fermina y el silencio se desprendía de árboles viejos, arrugados, secos por la falta de lluvia.

El gringo no pudo continuar porque no había camino para seguir.

Buscó con la mano la mochila y a Zoilo en ella, pero sólo sintió el dolor fuerte en el pecho y nada más.

Nadie pudo explicar, cuando por fin lo encontraron, qué hacía un gringo en esos parajes con una mochila llena de tierra roja.

Algunos tuvieron tema para hablar del «espía americano», y las historias siguieron aumentando hasta convertirlo en «doble espía».

Después de todo, nada era tan simple como parecía ser y ellos, los de Fondo del Mundo, nada tontos como para creerlo.



 


Sodoma y Gomorra

Era una soledad tal que podría decirse era muda. No daba para más, ni siquiera para hacer comparaciones o hablar de ella para aliviar el peso.

No se decía que la gente era «de carne y hueso», sino «gente de tierra».

Los movimientos reemplazaban al idioma y se podía llegar a verdaderos acuerdos con un bajar o subir de ojos que indicaba lo mismo en la cantidad a transar.

Si las cejas se volvían oblicuas y los ojos tomaban la misma forma, había que buscar otro camino para concretar el asunto; y ahí empezaban a poner las manos detrás de las espaldas para sacarlas con fuerza de efecto, de rabia, de querer terminar y no seguir con el cansancio arrastrado.

Delfina pensó que ella iba a incentivar inclinaciones enunciadas quizás en qué época sin necesidad de expertos en la materia.

Le había ido bien.

Era el momento de ampliar el negocio, buscar «nuevos mercados» -como leía en la prensa- pues lo suyo era de consumo fácil, necesario, un adelanto para cualquier lugar «en vías de desarrollo».

Le gustaba usar frases, especialmente ésas. Una forma de elevar su vocabulario, causar impresión, manifestar conocimiento.

Tener una sucursal era el camino hacia la importancia y a Delfina no le molestaba que este camino fuera seco, fantasmal o vertiginoso.

«Las necesidades no tienen clima ni suelo», decía con esa voz de dos cajetillas de cigarrillos al día. El problema iba a ser cómo repartirse para estar en dos lugares porque «no hay forma de reemplazar el ojo del dueño», era bien sabido, y ella acostumbraba a calar fino y profundo; lo había aprendido entre humo y humo.

Delfina partió a «reconocer terreno».

Ninguna aventura estaba totalmente acabada para ella y, si bien su figura -hecha de revoques de ajuste, con arreglos adecuados en algunas partes para dialogar con el tiempo- era más apropiada para el romanticismo de la diligencia, ella había enterrado el romanticismo, con diligencia y todo, hacía ya bastante tiempo.

Su andar comenzó temprano, con un titubeo de tacos altos, hasta que supo sacar partido de los tacos y equilibrarse con la mirada bien puesta, decidida a desarmar fuerzas trajeadas.

Cuando comenzaron a llamarla «señora», sus ajetreos le hicieron descartar los tacos y decidirse por «algo más cómodo» en su puesto de observación detrás de la mesa de entrada, desde donde repartía números para que esperaran turno.

«Por orden y sin apuro», decía, como para sofocar algunas efervescencias impacientes.

«Esta es una mancha borrada», dijo al recoger el pueblo en un parpadear de asombro; y así fue conocido por su obra y gracia.

La miraron como miraban al circo cuando equivocaba el camino y hacía un alto en el pueblo, porque nadie iba porque sí.

Pero Delfina tenía ojos por doquier, y eso la hacía ver todo, olfateando con ese instinto innato para detectar lo provechoso.

Le quedaban restos de glorias pasadas y secretos escondidos en varones respetablemente acomodados.

El pueblo empezó a «desmancharse».

«Si Delfina se instala para siempre, hará llover», a firmaban, pero como a negocio en marcha, le pica la competencia, no tardó Melba -con nombre apropiado de elección- en prender también luces rojas. Y le llevaba ventaja, con ese cuerpo ondulado por muchas manos pero firme y joven aún.

Se instalaron con poca diferencia de tiempo.

Delfina se quedó hasta que el negocio pudo funcionar a tintineo continuo de caja.

No fue fácil pues hubo que ceder en algunos aspectos a regañadientes, pero también con buen ojo.

Cada negocio se especializó en lo suyo, en una separación imposible de evitar.

Delfina quedó con los casos más difíciles, por edad y presencia, mientras Melba, corriendo a la par de sus protegidas, era una atracción incluso para poblados colindantes.

Se afirmaba que con ella no sería difícil hacer feriado de todo el calendario.

Se corrían y descorrían cortinas en ambos lugares a un tiempo, en un acuerdo tácito, y cada cual hacía de este modo el cálculo de las ganancias de la otra.

La sequedad de la tierra fue haciendo más profundos los declives y subidas del rostro de Delfina, tomando partes del cuello, de los brazos, quizás por contagio.

Se quedó en el lugar después de idas y venidas agotadoras. Fue la primera en instalar un ventilador de techo con aspas que daban vueltas arrastradas por una corriente pobre, y miraron con recelo el aparato que secaba el sudor y quién sabe qué otra cosa...

Algunos clientes asiduos desertaron, diciendo que algo raro les ocurría.

Melba no daba abasto.

Fue cuando, de lejos, pudo verse un remolino de polvo envuelto en viento que se acercaba al pueblo, agrandándose hasta reventar en tormenta y cubrir todo con tierra.

Después vino la lluvia, imposible de imaginar en esos lugares, y se quedó lavando costumbres asentadas.

Una especie de modorra tomó a las casas que permanecieron cerradas para no ver tanta agua.

Algunas carretas quedaron a medio camino con los bueyes hundidos en el barro hasta encontrar lenta sepultura.

«Sodoma y Gomorra», dijo alguien, a modo de exclamación, impresionado por esa desolación mojada.

Se tuvo la sospecha de que, en adelante, el descenso sería cosa normal hasta quedar igual que los bueyes, como castigo del cielo por el desenfreno que les había durado tan poco.

Muchas caras cambiaron por culpa de estaciones aguadas que se sucedieron sin cambio.

Delfina no era capaz de sacar la cara.

«Todo iba bien hasta que ella llegó», se dijo.

La culpa no podía ser igual para Melba «porque llegó después», murmuraban.

Delfina fue tragando miedo hasta que, en un atardecer más oscuro, por la parte trasera de la casa cargó sus cosas y se llevó al grupo en silencio, sorteando la tierra ablandada para no detenerse ni voltear la cabeza hasta que nada le quedara de ese pueblo en la espalda.

Nadie supo después qué fue de ella.

Nadie quiso preguntar, por las dudas.

Melba abrió la puerta en el momento que salió el sol como si hubieran pactado el acuerdo.

 Esa fue una buena señal.

Casi tomaron la casa por asalto cuando terminó de caer la última gota, lo que coincidió con la partida de Delfina.

Propusieron marcar la fecha con algo memorable.

Alguien sugirió que «Santa Melba» era lo justo, y el acuerdo se firmó con aplausos mientras el recuadro del calendario era bordeado de rojo.

Melba tuvo su edad de oro, llenando la caja de manivela que cada vez era accionada con mayor rapidez.

Duró muchos años así, sin hacer mejoras en la casa, a media luz para evitar despilfarros, acortando los encuentros, provocando un verdadero agotamiento de las niñas en lo que ella llamaba «el hogar».

El incendio fue espectacular y requirió de todas las manos del pueblo, pero el agua, en baldes acarreados con apuro, se perdía en el trayecto. Al final, de brazos caídos, completamente entregados, observaron el derrumbe crepitante.

Cuando sólo quedó el humo saliendo de restos irreconocibles, una especie de altar con la imagen de Delfina, atravesada por alfileres, milagrosamente intacta, sonreía ante el asombro general.

El lugar fue cercado para evitar filtraciones de espíritus no convencidos.

Hasta las miradas tomaban otro rumbo, pero siempre hacia adelante, cuando la casualidad paseaba algún cuerpo cargado de coraje, porque lo de Sodoma y Gomorra seguía inquietando esas pieles curtidas donde las historias debían ser enterradas para que no volvieran a repetirse.



 


El nuevo señor Filártiga

Casiano Filártiga tenía caras diferentes para momentos distintos. «Prestaba la cara», sin que se pudiera saber con exactitud el contenido de ella. Iba fijando la mirada en su interlocutor, con gran seriedad, asintiendo a cuanto decía sin articular palabra, yéndose por vías propias para arreglar su mundo personal.

Dicen que así hizo fortuna, a boca silenciosa, aprovechando lo aprovechable de cada uno de esos discursos de encuentros callejeros.

Era soltero, una situación que se extendía más allá de edades establecidas por la costumbre, por más que la codicia de algunos ojos femeninos -que veían en Casiano la seguridad de una vida ya realizada- de pronto lo ponían en peligro aparente, agregando rumores que no lograban desarticular su estudiado rostro inexpresivo.

Muchos hubieran querido saber qué pasaba detrás de esa cara y, en la ignorancia de respuestas, la sospecha urdía toda clase de suposiciones: que había estado casado, que la mujer desapareció en forma extraña, que dejó un hijo, que en cualquier momento terminaría con esa cara de ausente, resultado de un problema muscular que no tiene arreglo, y otros comentarios de igual tenor con aparente falta de asidero. Por último, era su cara.

Su rostro no podía calificarse de atractivo: las líneas seguían por trayectos precisos formando la nariz -quizás demasiado corta para tanto hombre-, frente angosta, orejas desplegadas como para frenar cualquier corriente de aire, los ojos sin clasificación   específica, el cabello raleado y la boca escondida bajo un bigote exuberante.

Toda una estampa hecha de agregados y descuentos propios del uso diario.

Parecía estar conforme consigo mismo, lo cual era una característica más que aumentaba el caudal de las suposiciones, ya bastante abultado.

A nadie se le ocurrió que la reserva de Casiano pudiera deberse a asuntos de justicia, a compromisos de silencio, a culpas indebidas, a proteger y protegerse adoptando esa actitud que hacía hablar a los demás.

A nadie.

¿Qué podía suceder de extraño o fuera de lo usual en ese lugar tan conocido, de propiedad común, de caras corrientes, de gente de todos los días, de eventos programados por conductas tradicionales?

No faltó, sin embargo, quien se molestara con ese hombre tan medido. «Debe de haber algo fuera de lugar, un tornillo que desarme el mecanismo», se le dio por pensar a Elpidio Ponce, dándole vuelta el pensamiento como remolino de tormenta.

«A Elpidio las cosas le resultan, de puro terco, decían. Y con esa mirada de medio campo que abarcaba cuerpos y distancias, empezó a rondar a Casiano, tropezándose con él en su camino, apareciendo por casualidad en los mismos lugares, saludándole a voz arrastrada «buenos sean sus días, don Casiano», buscando el efecto, entorpeciendo su paso con el suyo en el acercamiento adelantado o retenido para tomar el mismo ritmo.

Elpidio tenía la ventaja de la edad, la fuerza en su apogeo, la calma del que quiere cercar, acusar, la superioridad del que persigue; alguna envidia quizás.

Era diferente de Casiano. Hablaba a boca llena, con modales desencajados, suelto de sentimiento, débil  de corazón, «listo para lo que venga» en su propio decir.

Casiano empezó a desviar sus pasos cuando la silueta de Elpidio cerraba el fondo de una calle o el cruce de una esquina, a palpitar con todo el cuerpo al verlo salir de pronto de la oscuridad de algún zaguán, a traspirar llevándose el pañuelo a los ojos para evitar verlo, a apurar el paso tan controlado, a caer en un desconocimiento de su propia persona por ese malestar en aumento que lo iba desubicando y le hacía perder pie o cabeza.

Disminuyó salidas, dando lugar a interrogantes que buscaron solución de boca en boca.

Casiano pensó en ausentarse, en cambiar de lugar. «Después de todo, no firmé contrato por vida», pensó en silencio, y agregó, también en silencio: «uno no se cambia de lugar como de traje». Pensó en los días por venir pero, para los de adelante, «había que llegar primero».

Era Elpidio el que se ausentaba de tanto en tanto, por esa necesidad inquieta de cambio, de caras distintas, de lugares puestos para conocer», como decía.

Regresaba con la «cuerda gastada», demorando días en recuperarse, sin precisar cuánto había durado su ausencia. Pero Casiano sí llevaba cuenta de sus presencias y ausencias.

Herminia Ortigoza murió de un día para otro, sin enfermedad o edad que lo justificara. Tuvo, eso sí, un sacudón fuerte en pleno sueño que la dejó encogida en medio de la cama revuelta.

Decían que Elpidio era hijo suyo, por más que ella aseguraba que era de una hermana mal nacida   y mal muerta, herencia aceptada cuando las explicaciones se hacían difíciles.

Elpidio la llamaba por su nombre, aunque la sentía por nacimiento.

Nada estaba claro en la relación entre ellos ni había razón para aclararlo, una forma de vivir la vida sin ahondar en sus profundidades, un acomodo para cada gusto.

El día que murió Herminia, Elpidio pasaba por una de sus ausencias, sin forma de ubicarlo.

Casiano llegó a la casa pues las muertes, más que los nacimientos, eran de preocupación común, como si un acuerdo obligara a atestiguar el viaje inapelable; una forma de acompañar el miedo del que partía o de disminuir el temor de otras esperas.

Quizás por ese mismo miedo Casiano no se sentó. Erguido, pasó por la habitación en que era velada, sin mirarla, saliendo de igual modo.

En el codo de la esquina tropezó con Elpidio. Estaba seco, sin residuos colgantes, sin humaredas de aliento traicionero. Se miraron, o quizás se midieron para observarse mejor.

«Tu madre ha muerto», le dijo en plena calle, a plena luz, casi una ofensa para ese comienzo de día, para el cielo sin paños encubridores.

Era la primera vez que Casiano lo interpelaba, y era muy duro para ser la primera vez.

«Y usted, ¿qué tiene que ver con ella?», devolvió la palabra Elpidio, como para igualarse.

Quedaron mirándose. Luego, cada cual tomó su rumbo.

Casiano Filártiga se casó poco después.

Los rumores abanicaron lenguas; algunas iban más allá de suposiciones, enlazando fechas, sumando cifras, haciendo toda clase de gimnasia cerebral para asociar a Casiano, Herminia y Elpidio.

La menos enterada, por comodidad de la ignorancia, fue la esposa. Lloró los meses que alcanzaron a estar casados y siguió llorando al escuchar al juez, enfundado en su traje de ocasión, quien la puso al tanto de la escuálida suma a la que el difunto la hacía acreedora.

«Una venganza», dijeron. «Nunca le gustaron las mujeres».

El resto fue para Elpidio quien, sin entender a fondo las rarezas de Casiano, se mudó a la casa de éste por su expresa voluntad y no tardó en pasearse del mismo modo, volviéndose tan huraño como aquél, escuchando el «cada vez se le parece más», irónico y casual, que dejaban caer a su paso.

No hubo gran sorpresa cuando Elpidio agregó el apellido Filártiga al suyo «porque las cosas hay que saber agradecerlas», explicó, pero sí confusión y más de un mal rato para Elpidio porque a algunos se les dio por llamarlo, no muy de frente, claro, «el nuevo señor Filártiga».

Esos mismos afirmaron que era otra de las rarezas de Casiano, que él nunca se las pudo, que se casó para tapar la olla antes de que subiera el hervor, que de la guerra volvió cojeando de partes innombrables, que fue pura suerte la de Elpidio, un premiado por error, un hijo de... Y de nuevo las suposiciones llenaron bocas, lo único posible de llenar en ese lugar presunto dado a las conjeturas, condicionado gratuitamente por descuidos voluntarios o de los otros, donde los atributos eran desconocidos, pasto de ganado, insuficientes para saciar a ociosos de profesión.



 


Ganar altura

Sí, era cosa de locos: subidos a lo alto de un peñasco dos de ellos, los más jóvenes.

Habían conquistado las alturas en el atropello de la sangre, en la alucinación de su empuje, y lanzaron la cuerda; eso fue lo peor.

Lo azuzaron como a un animal sin ganas, a picarlo con palabras hechas espuelas, a cambiarle el nombre, en fin, a joderlo, como bien se dice a veces.

El día iba metiéndose en el cansancio del cuerpo y los restos del asado seguían humeando, retorcidos, sin recibir el interés de nadie, como condenado sin rostro.

Teodoro probaba el equilibrio de sus piernas. Parecían azotadas, soportando un gran peso. «Siempre dije que mucho asado entorpece el gusto del vino. ¡Denme otra botella!», grita, balanceándose como trapo, como muñeco, como idiota.

La mujer le habla a los ojos, buscando el fondo del entendimiento; pero hay viento y gritos, otros gritos, y los de encima del peñasco -a cinco metros por lo menos-, aunque igualmente llenos de modorra roja, se las pueden e incitan a los demás para que también lleguen a probarse, midiendo fuerzas en receso.

Teodoro acomoda el poncho, lo recoge y sube una pierna tomado de la cuerda.

Resbala la piedra en la suela y cae el pie.

Intenta con el otro.

«Se han combinado, los muy idiotas».

Enrosca la soga en la mano encaprichada, afirma un pie por fin y el otro lo sigue y se cuelga del aire,  pesándolo, hiriendo la transparencia con su desmolde, porque es eso, nada que ver con figura de hombre, sólo un corte vertical. «Si repruebas es mejor que no vuelvas a casa», recuerda, y el vino pesa, carga cada miembro, y arriba gritan, le tocan la hombría, lo más sagrado, y él está en la mitad y la mujer levanta los brazos para atajarlo, pero no lo alcanzan, y el corazón fuerza el paso corriendo locuras jóvenes con la resistencia gastada.

Teodoro rebota los ojos en el suelo, alza la cabeza, mira las risas amigas pero no ve caras; sólo risas sostenidas como notas que alteran los nervios.

La mujer se desgañita y el hombre se columpia entre risas, voces desgarradas, aire imposible de aprehender, sudor de esfuerzo. Le corre y no tiene manos para detener el hormigueo.

«Siempre te quedas en la mitad de todo; esta vez no, esta vez no», piensa, porque le galopa el cansancio y la voz se estanca en la boca seca, reseca, «un poco más, un poco más», obliga al cuerpo y éste a la piedra, maldiciéndola, piedra resbaladiza que se empecina en no ayudar. «No te quedes en medias aguas, cruza el río», es una voz sin boca, sin recuerdo; «el menor esfuerzo», lo llaman, mientras pasea su aislamiento blanco en la escuela blanca, inmaculada, río fangoso de arrastre.

Sin pensar, o pensar pensando, se desliza, golpea la piedra con el cuerpo blando, se aparta, vuelve a trepar. «Si es sólo un palo enjabonado, los premios cuelgan arriba, ya falta poco».

Levanta la cabeza y los ve inclinados, esperando, y el miedo desata el vino y corre descolorido entre sus piernas. «Siempre esperan, esperan, y uno tiene que cumplir antes de que se venza el plazo, antes que lo venza a uno, siempre antes...»; y pega el brinco,  pateando la piedra, consumiéndola a trancos de siete leguas, y llega, arrastrándose, abriendo los brazos, estirándolos para cubrir ese reposo duro, plano, sin sentido, sintiendo aún el círculo de una danza insana, máscaras bárbaras, amigos bárbaros; y él, siguiendo el juego como única actitud acostumbrada, desciende sin cuerda, caracol interminable que hipnotiza, que drena el oído hasta dejarlo limpio de sonidos.



- II -


Cántaros de aguas estancadas

Estoy en ese campo que creo conocer.

Pensé que iría a chocar con las ánimas que tanto torturaron mis sueños.

La verdad es que fui a buscarlas.

Estuvo mal desde un comienzo, porque nadie va para entrevistarse con los espíritus si no es a caballo, en carreta o, por último, a pie, pues a ellos no les gustan las intromisiones prepotentes de ánimas aún no bien asentadas, como si ya tuvieran oficio.

Desandar el camino se hace más fácil que formarlo, me parece, y se llega antes de tiempo, por capricho.

Rumilda revuelve armarios como antes. Saca olores transformados. Busca el preciso.

No se da cuenta de la luz que se abre y cierra en la pieza. No quiero asustarla en ese lugar donde los sustos encuentran sitio en cada movimiento, en cada esquina, en cada repliegue de tierra.

«Soy yo», quiero decir en tono de campo, tono de excusa.

Rumilda endereza el cuerpo y se da vuelta. Algo le llega y es su forma de saludar, el escudo de ese volcán interno siempre a punto de estallar que queda retenido en la cara, volviéndola ancha, casi achatada.

Detrás de esa cara esconde lo que no debe decir.

Rumilda parece hecha de restos, un agregado de otras Rumildas que habitan la misma pieza y dejan esos olores que ahora busca.

 «La última vez que te vi estabas jugando carrera con una lagartija; te perdiste con ella», parece decirme.

«Es que la tierra es grande y a veces los ojos buscan ir más allá», quiero decir.

«Te hubieras quedado por esos lugares porque las lagartijas acá abundan», hubiera dicho, estoy seguro.

Le falta otro diente; nunca creyó en los hechos a medida. «Lo que se va por algún motivo debe ser», había dicho convencida la primera vez.

Se acepta y sigue en esos recortes de mapa que desconoce la ciudad, y para cada cosa la palabra justa, como cuando ella vio el bebé recién nacido y se le ocurrió que era un bebé «con poco uso».

Rumilda no ha tenido propios.

Quizás fue culpa mía, un olvido como de los que me dejaban varios días alojando en otros lugares, acurrucando otros cuerpos.

Es que parecía plaga esa lluvia y ella atrayendo el agua con eso de que «cuando no llueve mucho llueve demasiado» y, parada en la puerta, parecía despojo de algo y hasta le salía humo por la boca de algún cigarro fumado cuando aún fumaba.

Lo dejó cuando se le cayó el diente que lo solía afirmar.

Era difícil soportar el tiempo a su lado, un tiempo con olor a tiempo como todas las cosas de por allá. No tuve ocasión de pescarlo. Los hombres somos más difíciles para eso, como si tuviéramos un acuerdo o privilegio del Hacedor para sus iguales.

La miro en ese ir y venir de manos gastadas, toda ella un ánima vieja.

De vez en cuando se le da por buscar cosas que nunca las tuvo o que ya no existen.

Dice que es para acallar llamados que buscan cualquier ventana para apoyar la carga.

Quizás ese gruñir el sueño, o reventarlo con palabras que no son palabras para después afirmar que no duerme, es otra forma de esos llamados.

Quizás por eso era difícil entenderse con ella, siempre preocupada por lo que ya no tenía.

Es probable que me esté buscando en ese revoltijo con resortes propios.

Me fui como se van casi todos, con ganas de sentir tierra nueva bajo los pies.

Pero Rumilda debió saber que era una cuestión de necesidad, ella que dice saber tanto.

Uno se sacude el tiempo cuando no molesta, cuando pasa casi sin ser visto. Porque esa es otra cosa que ella nunca entendió.

Y se fue juntando.

Dice que completé los tres años, que el campo lo desconoce a uno cuando se acumula así.

No dejó que metiera mano o pala y me fui secando, sentado horas frente a la casa mientras ella le contaba a los sembradíos quién sabe qué historias para ponerlos en mi contra.

Hasta armó cama aparte porque dijo que «ella no sería cántaro de aguas estancadas».

Y no era fácil estar sin estar totalmente, como remiendo de algo, como de paso en la propia casa.

Vino un acostumbramiento con olor a rancio, como el que van dejando las hormigas rojas en su última presencia, de esas grandes que por viejas se retiran a cuevas de donde no vuelven a salir.

Y ella empezó con esos signos de brujería que no eran tales sino la misma locura encarnada en toda ella, no sólo en la mente.

Los ojos se le dispararon y corría «para encontrarlos», dando vueltas a su alrededor como animales buscándose la cola hasta caer rendidos.

Después abría el armario para buscar al hijo, un muñeco de trapo al que mecía y mecía en el sillón hasta quedarse dormida.

A veces amarraba el muñeco a su vientre, caminando con las piernas abiertas, sentándose igual, probando su estado para sentirlo.

Pero el día que corrió al campo y cavó el hoyo, «porque había llegado el momento», su locura destapó mi miedo, dejándolo al aire. Mis ojos se negaron a dormir, pero luego se entregaron cuando el aguante colmó su propia medida.

Me di cuenta de que no volvería a verme con los ojos abiertos, que ya iba camino de ser presa atrapada, que era así como Rumilda cobraría mis faltas, porque las fuerzas escondidas detrás de ella «la estaban obligando».

Me enterraron en el mismo agujero que ella había iniciado en esos raptos de madre a punto de parir.

Quizás fue una más de las formas de seguir controlando mi andar.

Pero Rumilda no es capaz de hacer diferencias entre ánimas vivas o arrumbadas en forma eterna.

Esa es la ventaja que le llevo. Ahora la tengo más enloquecida que nunca con mi presencia que no puede ver, con mis encuentros nada silenciosos con otros espíritus, en esas visitas que ahora puedo hacer pasándola por alto, jugando con su locura hasta que su recuerdo enloquezca y no pueda encontrarme después para seguir siendo como siempre fue, Rumilda cuadrada entera, y me persiga para tener el hijo, para atormentarme con lo que no pude, porque bien se había dado por enterada de que esas ausencias buscando nuevo corral no eran más que tapujos para esconderme, porque eso de ser medio hombre es más bien medio nada y lo de los «cántaros de aguas estancadas» un armado suyo, una locura más, y que los espíritus conscientes la rechacen, la aíslen y vague sola, sin protección, sin que le lleven el apunte hasta que ni siquiera ánima pueda ser.



 


Lo de adentro y lo de afuera

Hay que caminar largo para llegar al viejo convento, en esa elevación visible a gran distancia que se desdobla con cada paso en un juego aparente de alejarlo.

Con la lluvia de la víspera las marcas de los zapatos se extienden, dando la impresión de huella de gigantes.

Blanca ríe.

Ya no está en edad de juegos, pero le queda esa alegría inquieta que marca los extremos de los ojos con rayas profundas. «Con algún transporte hubiera sido más fácil», dice para sí misma, y no importa si es en voz alta o a gritos porque sólo el silencio responde, cayendo en la vertiente opuesta al convento, y los gritos se deshacen como piedras lijadas por el agua y ruedan igual hasta perderse en el torrente.

«Es necesario hacerlo a pie», piensa, «para alargar o acortar a gusto la llegada».

Algunas gotas tardías siguen cayendo de las hojas.

Blanca lleva un chaleco atado alrededor de la cintura, ajustando sus caderas anchas. No siempre fueron así. Es una cuestión de tiempo, de su insistencia con ciertas partes.

No recuerda cuándo fue la última vez que hizo el mismo trayecto. Cree que en esa ocasión todo estaba más seco. Se le hace difícil el cálculo. Además, nunca fue buena para eso -ni para otras cosas, quizás-, un ir y venir cambiando sus formas y, en el momento del recuento, es como si se tratara de arena escapando de su mano abierta, porque siempre estuvo abierta a  todo pero no se las pudo con eso de cuestionar esas mismas aberturas.

El camino es desnivelado, como si la dificultad diera más valor a lo que al final fuera a obtenerse; y ¿qué hay al final? Sólo esa inmensa abadía que asusta con cada una de sus torres, verdaderos dedos apuntando al cielo, recordando que allá se decidirá por fin lo que no pudo hacerse de otro modo.

Se detiene y se sienta sobre una piedra.

No hay mucho para ver. Solamente es posible escuchar, y Blanca conversa con lo que escucha, acostumbrada a esa comunicación sorda, única, personal, íntima, sin eco, que lleva los vientos y publica historias en el aire hasta que todo el mundo se entera.

«Cuidado con las corrientes de aire», aún recuerda.

Ríe con el recuerdo, porque a veces dan para la risa.

Antes lo hacía con el espejo, consigo misma, para probar eso de «tiene belleza para dar y prestar»; pero nunca se le fueron los humos, menos aún cuando conoció a Bernardo, con quien practicó esa «bondad de santa», como decían, sin que ella lo supiera.

Tampoco le advirtieron sobre él, un abandonado de aguas turbias que apareció de estampa llena aflojando corazones; y ella fue la elegida y se dejó elegir, como si bastase una sola voluntad para formar un acuerdo; y luego ramos de palabras de todos los colores y ella llenándose de palabras, resbalando en ese tobogán hasta caer horizontalmente con manos y dedos señalando el resbalón.

Después, Bernardo se refugió en el ahorro de palabras, de su presencia, en el goteo ocasional hasta desaparecer con la misma magia con la que había aparecido. Y quedó ella ya no tan Blanca, más bien blanquecina,   y había que esconderla, sacarla de bocas prontas a degustar penas ajenas; y el convento se alzó como solución, como cárcel, como cortadero de alas para pájaros alborotados; y ella recorrió ese mismo camino que no ha sufrido cambios.

Allá la llevaron. Sintió un descenso del corazón cuando la puerta de hierro juntó sus hojas, cayendo trancas, y lo demás quedó afuera.

Fue ahí donde entendió diferencias en las que nunca había pensado: «lo de afuera y lo de adentro». Tuvo que acostumbrarse a penumbras constantes, a encierros olorosos, al ejercicio diario para aplacar esa revolución interna que hacía terrible el encierro. ¿Tenía cuántos? Sí, 18 años que bullían su natural efervescencia. Vistió de blanco, de negro, sin esas treguas prohibidas. Vistió colores de duelo sin estarlo. Se volvió opaca como esos mismos tonos, endurecida casi, en el proceso de formar una nueva piel... Después, fue cosa de no pensar en otro acontecer, de ir cayendo en la aceptación sin salida, agudizando los sentidos para dar trabajo a la imaginación, vivir hilvanándola hasta que, como cualquier pena, le anunciaran que ya estaba cumplida.

Pero nadie vino ni se preocupó más por ella, porque estaba a resguardo de preocupaciones, segura en ese lugar, asegurando la tranquilidad de los otros...

Y, cuando no dio más, cuando la vieron desprenderse de esas ropas en plena meditación, en pleno retiro, gritar donde el susurro era práctica, invocar a los dioses para terminar con el exilio obligado, ya no había mucho que perder o ganar, ya no volvería a soslayar tentaciones mundanas, ya se había consumido el peligro.

Blanca salió de la abadía.

Llevaba un traje gris que le quedaba estrecho, extraído de los excesos que almas caritativas envuelven en paquetes y envían al convento para necesidades que golpean sus puertas. No necesitó espejo para cálculos obtusos. Llevaba su cuenta de rabia y rebeldía sin posibilidad de poder cobrarla.

Ahora regresa porque lo de afuera ya no le pertenece. Ha estado demasiado tiempo guardada. Es como si le hubieran puesto un cerebro manso, sin altibajos, reducido por falta de estímulos. Viste el mismo traje gris porque es extraña a otros colores.

Llega al convento y golpea.

No siente el remezón cuando cierran la puerta. Mantiene la sonrisa que iguala a muchas caras de adentro. Deja lo de afuera porque es más lo que ha acumulado adentro.



 


De costado

«Sí», dijo cuando le ofrecí la taza de café, y le alcancé el azúcar.

Se hubiera facilitado el movimiento de la mano entre el azucarero y la taza de haber tenido terrones. Siempre me faltan las cosas justas en el momento preciso.

Con desesperación, vi caer el exceso por el camino y alrededor de la taza. Tomó el café sin haberlo revuelto.

Era así.

Tenía algo de extraño metido entre los ojos celestes que parecían calar las profundidades más recatadas de uno, sin permiso, sin preámbulo, casi sin intentarlo.

Me levanté con gesto de ayuda, retorciendo en el piso unos granos que empezaron a subir por algunos nervios, pero su mano derecha ya se había levantado, interrumpiendo mi acción.

Volví a sentarme.

Venía de lejos, de haber atravesado cielos distintos en donde estuvo con gente diferente, envuelto en un olor extranjero.

Tuve miedo de que preguntara lo que todos preguntan cuando el tiempo se balancea como una hamaca y cuelga en el centro, miedo de que quisiera llegar a ese centro fláccido, pesado, desconocido por la distancia, por la separación.

No habló de derechos.

No era necesario.

De todos modos imponía, se imponía con esa forma de ser, costumbre de ser, y me pareció de pronto que no son los granos de azúcar los que saben pulsar mejor los nervios, esas clavijas que saltan por uso frecuente o mal uso.

Pensé que no debí haberme levantado.

Era como volver atrás con actitudes que siempre quise cambiar.

Pero ahí estaban, frescas, difíciles de vencer.

Sonrió de costado.

También era costumbre.

«La risa entera descontrola el alma», solía decir.

Creo que sólo lo tuve de costado.

Así comenzaba el día, en la mesa estrecha de la cocina angosta donde dos cuerpos apenas cabían.

Y se puso de perfil y lo pude ver, sólo en esa dimensión, como siempre, sin que se debiera a una cuestión de espacio.

Muchas veces me volvía y revolvía en la silla o cambiaba los anteojos para modificar lo que estaba viendo.

Una sensación de que espíritus extraños iban plegando las cosas, los muebles, para que fuera visible un solo lado, para que todo se viera en un ajuste perfecto con su risa, con la parte de su cuerpo...

Pero no, no podía ser, no se puede llegar a extremos de esa naturaleza en el trajín diario.

Era yo, debía ser yo la de las medidas alteradas.

Se me ocurrió pensar de pronto qué hubiera pasado si el momento mágico de la suma de dos seres llegara a tres...

Por más que la sola ocurrencia hacía difícil ese vivir de reojo, al acecho, en guardia.

Entonces, como animal también de costumbre o de imitación, empecé a comportarme del mismo modo,  a formar ángulos cortantes con las partes de mi cuerpo, a ocultarme, a seguir el juego sin quererlo -porque ya parecía un juego-, a olvidar que un cuerpo, tiene cuatro partes, a mirarme en el espejo y creer normal lo que estaba viendo, a caminar del mismo, modo...

Entonces chocaron nuestros ángulos, dolientes, filosos, y salieron chispas y el golpe fue tan fuerte que quedamos frente a frente, como hacía tiempo no nos habíamos visto.

Tuvo vergüenza. Yo también, pero él se puso de costado, saliendo por la puerta como un papel, con una maleta fina, casi una raya que le hacía juego. Siempre le dio importancia al juego.

Ahora está sentado frente a mí.

Le queda la sonrisa de costado.

«Es lo último que desaparece, pienso.

No tiene objeto que me siga mostrando un lado nada más.

Me cuenta cosas raras, moviendo brazos y ojos.

Yo le sigo con los ojos porque no me sale lo demás, porque lo estoy viendo entero, de frente y de costado, de largo y de ancho, y comprendo que no he perdido gran cosa.

Quizás un poco de memoria.



 


Entre flores y luces

Cayó la imagen y la sonrisa, fija en el rostro se estrelló contra el suelo. Se había estado meciendo, inquieta, indecisa, pero sonriente.

Inclinada, haciendo una reverencia parecida a las tantas realizadas en el escenario, resbaló de su pedestal.

El nombre, aún adherido en la base, temblaba con el frío nocturno. Era sólo un nombre. El contorno firme de la mujer de cartón que había sido aplaudida empezó a ablandarse con la lluvia. Antes de convertirse en una masa pegajosa, el hombre la tiró con fuerza en la parte trasera del camión recolector. La imagen se lanzó en una danza, en medio de las aspas trituradoras, hasta desaparecer junto con el resto de los desperdicios. Con el agua y el movimiento se le había borrado un ojo. La sonrisa, disminuida, se volvió extraña, sorprendida. Y eso fue todo.

Malena está parada en el borde de la vereda, mirando cómo una nueva figura es colocada. Reemplaza a la suya. Es más joven, no más bonita pero con rostro insinuante y la boca hecha un punto fruncido, roja, ofreciéndose como ella lo había hecho.

Creyó siempre que las reglas funcionaban de la misma manera en todas las profesiones: «a mayor experiencia, mejor sueldo».

Ella tenía la experiencia, pero las luces, dirigidas para resaltar recodos que electrizaban al público, sólo la hacían pestañear incómoda, tratando de hundir con  fuerza el estómago. ¡Si no existieran las primeras filas!

Solían aplaudir hasta que, condescendiendo, Malena retomaba su puesto en escena entre flores que caían a sus pies. Y al salir, después del abrazo del dueño del cabaret, abriéndose paso entre los admiradores de quienes nunca supo sus nombres, en el camarín era ayudada a desvestirse y volver a vestir.

Creyó que siempre sería así.

Llegaba a último momento, cuando el director de escena, con las manos enrojecidas de tanto restregárselas, ya había anunciado varias veces que «dentro de algunos instantes Malena estará con ustedes». La esperaban con las partes del vestuario listas para que ella se deslizara zigzagueando dentro de ellas. Todo su cuerpo mantenía una ondulación inquietante que aseguraba la sala llena.

Eran como coletazos de sirena que, tras la cadencia del sonido, fijaban los ojos sin afectar los oídos.

Y los Ulises se dejaban llevar...

No fue un ataque de gordura el que tuvo. No, todo lo contrario. Empezó a secarse, a sentir que su cobertura le sobraba, como una almohada vieja con el relleno apelmazado. Hasta los sueños empezaron a perturbarla y veía, con los ojos cerrados, cómo medían su piel sobrante y luego formaban, con ella a su alrededor, verdaderos vestidos con drapeados que colgaban de su barriga y pechos fofos.

Pero también estaba la florista en sus sueños... Y ella no podía unir esos extremos de pesadillas dispares. Terminaba envolviendo flores mustias en trozos  de piel vieja. En ese momento despertaba, con la angustia corriendo en sudor escarchado por su cuerpo.

«Te aguantamos al máximo», le dijo el dueño del cabaret, el que fue su amigo, mucho más que amigo... quien, a medida que ella reducía su figura, iba engrosando el vientre, un vientre enorme que se marcaba a través del pantalón y que, con la fuerza del crecimiento, hacía desaparecer las nalgas. Hombre de nalgas flacas y pura panza. Pero hombre.

Malena empezó a tener miedo cuando el hombre dejó de impulsarla a escena con la palmada de rigor en el lugar de rigor, cuando las visitas de fin de función en la oscuridad del camarín empezaron a espaciarse, cuando le dijo que se vería mejor en la segunda fila del coro, cuando en el silencio del local vacío, sin luces, se filtró un forcejeo ahogado detrás de los trajes suspendidos de los colgadores, entre promesas desmesuradas y negativas a medias, cuando reconoció la voz de boca de corazón en esos trajines y la cambiaron de camarín...

Malena llega como todas las noches, como siempre lo hizo. Casi se puede decir que respeta un horario. Ahora no viene sola. Trae una pequeña silla plegable y un canasto con flores que no son frescas. Se sienta, sin hacer ruido, al lado de la figura firme de cartón, y la mira. Se olvida de las flores.

Cuando la retiran, poco antes del cierre, sabe que es tarde y ella también se va.

Cada noche las flores están menos frescas.



 


Las 5 es buena hora

Francisca le susurró al oído, susurro de migas del sandwich que estaba masticando con la boca bien cerrada; pero el susurro supone también acumulación de aire y obliga a que algunas consonantes no sean tan respetuosas de las reglas de urbanidad, por más que se es urbano y las cosas hay que decirlas. Después de todo, es derecho en vigencia.

Francisca le dejó el lóbulo con la marca del lápiz indeleble comprado en la última sesión de maquillaje -de esas itinerantes, como algunos conciertos y muestras de libros, pero más íntima- en donde, por gracia de otros susurros igual de sibilantes pero en voz más alta, prometedora de grandes cambios, se pueden comprar todos esos productos de marcas creadas que ni siquiera existen en el comercio.

Así son esas cosas «exclusivas».

Se había acercado tanto que María de la Paz no comprendió con el primer sandwich, pero no era posible hacerlo tan notorio. Así que tomó otro de la bandeja plateada -«¡qué va ser de plata, mujer!»- y, antes de hacerlo desaparecer entero en la boca sin estropear el rouge, lo abrió, constatando la calamidad que hacía obligatoria otra aproximación y en una de esas identificar el perfume de María de la Paz, quien dijo no recordar la marca -«francés, por supuesto»-, con ojos caídos y vueltos a levantar, con esa superioridad que aniquila cualquier reacción siguiente, con todo en la punta de la lengua, la marca y los restos de sandwich, tocando con el índice y el pulgar el cuadrado de 10 por 10 de lino puro -«para esa medida   bien puede ser lino»-, llevándolo a las comisuras para luego cubrirse la boca en pantalla y por fin soltar: «no son de pollo; sólo un paté corriente» ante la mirada atónita de María de la Paz, de esas que Francisca reconocía como propias. La cara se le llenó de un «no te creo», confirmado por la cabeza en descenso de Francisca al tiempo que la dueña de casa hacía sonar la campanilla, tras lo cual apareció un delantal blanco con puños negros -igual que esos cisnes tan raros y codiciados- quien, en actitud de «zombie» de años de entrenamiento involuntario, «¿se sirve?», ofreció; pero Francisca, contando con los dedos, confirmó los seis que ya había comido, llevándose las manos para tocarse la cintura y las caderas para al final decir «gracias» con el desinterés propio de la saturación.

Entonces se dieron cuenta, dejando de lado el problema del relleno inadecuado, de que a Marcela, la dueña de casa, le sobraba un lado del hombro o le faltaba en el otro, o era probable que tuviera escoliosis, no se puede saber. Pero con escoliosis y todo a nadie podrá hacer creer que es una hechura de Armand, a no ser que se trate de esos prêt-à-porter que se están haciendo en serie «para gente en serie», como suele decir María de la Paz, quien no habla mucho para no perder palabra del desborde de Francisca, el que no es ocasional, sino preparado con anticipación más bien, «con el relleno que corresponde»; de esa forma ella está al tanto de todo sin necesidad de gastar dinero semanalmente para comprar «Viva Joven» pues, con los tiempos que corren, hasta los pantys están en esa onda y por lo menos para un par -no muy bueno, claro- alcanza, «y no digan después que somos frívolas...»

«¿Cómo está Celeste?», pregunta en medio de un hueco silencioso a Marcela. «Lástima que se haya ido  de la casa con todo esto a su alrededor», continúa al tiempo que hace un ademán con los brazos, abarcando muebles, paredes, lámparas, todo, sin esperar respuesta, dándose vuelta hacia María de la Paz para exclamar, en el colmo de la sorpresa: «¿sabes qué hora es?»

María de la Paz entabla una lucha con el zorro disecado que conserva la cabeza e insiste en resbalar por el vestido de seda hasta que por fin, con un movimiento «ya está bueno», lo enrosca, quedando el cabello apenas sobresaliendo alrededor de la cara semi-oculta.

Los tacos resuenan por turno. «Cuidado con los flecos», alcanza a decir alguien, pero uno, el taco más fino, se engancha y varios brazos se extienden para impedir la caída casi inevitable.

«¿Es una alfombra típica?», pregunta Francisca con la ironía pintada hasta en las cejas. Marcela queda con un plato en la mano, aún ofreciendo. Las mejillas se le llenan de marcas y formas de distintos colores de moda.

Cierra la puerta y separa el bullicio andante que se aleja.

Adentro, en la cocina, el cisne se desprende de sus plumas blancas y negras, preparándose para iniciar un monólogo alterado con la pileta llena.



Después de clases

El piano estaba siendo elevado con cuerdas.

Era un piano azul.

Desde abajo daba la impresión de ser una enorme nube en ascenso, una nube gruesa de temporal no anunciado.

Protegida por la sombra del portal de la entrada del edificio, con la cabeza hacia atrás, Verónica observa. No era dada a esos espectáculos, a esas puestas en escena que necesita la gente de la calle para detenerse: basta que alguien levante la cabeza al cielo para que, de inmediato, por agregados solitarios, se forme un grupo. Como si no tuvieran qué hacer. Le hizo pensar en lo fácil que resulta arrear una multitud. No sorprende que, con la atracción de un dulce, un depravado pueda llevarse a un niño. Pero, ¿qué le pasa? Debe de estar loca para sortear tantos pensamientos como si no fueran más que naipes desparramados por un golpe de corriente.

No es eso: es el piano elevándose, aireando sus intimidades, porque cada tecla sabe algo de ella. Y ahora está suspendido de unas cuerdas, colgando a vista y paciencia de ocios detenidos.

No hubo otra solución que elevarlo de ese modo.

Las entradas de los edificios son cada vez más angostas, las escaleras igual, y los ascensores, un cuadrado con límite de peso para pasear rostros que no se miran, ojos que temen involucrarse si descuidan una sonrisa.

Y las salidas, ¿dónde están las salidas que se esconden, que buscan recodos, que inventan laberintos, que simplemente no están o no existen? El piano. ¡Dios mío!, el piano está caminando en el aire. Parece una enorme araña subiendo por sus propias cuerdas. Pero, no puede ser, Verónica no tocaría una araña; ella toca el piano, o el piano baja las teclas para hacerle creer que toca, como la tocaban a ella cuando bajaba la guardia.

Esos hombres lo dejarán caer. El instrumento está alto y el viento es fuerte, un viento súbito. Lo penetra y los sonidos se quejan. Es una escala de lamentos. Ella no quiso que la tocaran como a un piano, pero era alumna.

Tenía voz de gacela, de gacela asustada. Quería correr pero el miedo, el peligro de perder la zapatilla de cristal y no ser más gacela, la dejó donde estaba mientras sentía el cambio en la voz, y el temor del cambio, el inicio de deseos, la angustia de que la profesora no la llamara: «Verónica, ven, tú serás la solista con tu voz de gacela». Y ella, levantando el manto de alas albas de su delantal almidonado, dejaba su asiento para dirigirse a la sala de música con sus largas piernas silenciosas, casi levitando en medio de las miradas de envidia.

El instrumento va dejando mensajes verticales de altura. Verónica casi puede leerlos: «Gacela virgen cae en manos de fauno sin escrúpulos».

«Verónica llegará lejos. Los ojos le vuelan igual que el cabello», decía la profesora de música. La dejó en clase después de hora para «seguir afinando su voz de gacela». Quedaron solas en la sala de música,  con el reloj de pared empujando el tiempo, golpeándolo hasta hacerlo galopar, o deteniéndolo, no se dio cuenta, pero su corazón lo imitaba del mismo modo. La profesora le soltó el cabello atajado con una cinta, hablándole con muchas «eses». Verónica no sabía si eran susurros o seseos o sofocaciones provocadas por los cuellos cerrados y las mangas largas que usaba sin cambio de estación. La desvistió, envolviéndola en «eses», y la hizo sentar a su lado en el banquillo del piano. Luego empezó a tocar. «Canta», le dijo, y con el sonido aún resonando la recorrió entera, palpando todos sus nacimientos, sus entradas y salidas, como si fuera un edificio. Ella guardó obediencia de alumna. Después siguió siendo alumna, sin interés en el aprendizaje, no estaba segura. Llegó a descomponerse durante esas «clases extras», como decía la profesora. Empezó a perder la voz, la palabra, a regocijarse con el silencio, a vomitar silencios, quedándose vacía para volver a acumularlos.

Verónica enfermó.

«Son esas exigencias después de hora, un exceso», dijo una tía de larga soltería.

Dejó de tener la voz nueva. Le aparecieron los desgastes del uso, las grietas oscuras, verdaderos precipicios del alma y, dentro de los precipicios, el piano; despierta o dormida, el piano, el temor de volver a tocarlo, de abrirlo, de desatar sonidos con el nombre de la profesora y, al mismo tiempo, el deseo de tocar hasta agotarlo y agotarse hasta que quede mudo y su deseo encerrado en el secreto de la mudez.

Verónica sigue observando desde donde no la pueden ver. Tiene que volver a abrirlo para matar el temor, matar a la profesora, enfrentar al fauno... Pero para eso hay que abrir el piano antes de que llegue arriba y no pueda hacerlo frente a los demás. Tiene que abrirlo. Todo está adentro. Tal vez recupere la voz y olvide el recuerdo, el martillo del recuerdo, todo al mismo tiempo.

Pero también la profesora está adentro, y Verónica sólo es alumna. Ella puede volver a decirle «canta», y no podrá hacerlo delante de la gente, y la nota, le bajará la nota, Margarita será la primera y ella siempre segunda a pesar de su voz de gacela.

Verónica queda paralizada por la memoria.

Se frota la cabeza con ambas manos para alejarla, suelta un grito largo, desafiante, y sale del escondite, corre, empuja a los hombres que izan el piano, la gente se desparrama, también corre y el piano cae al pavimento, salta la tapa, saltan las teclas, queda zumbando algo inentendible, desafinado, vuelan cuellos altos y mangas largas y ella, Verónica, queda libre de sonoridades ajenas, apagada de mechas equivocadas.



 



De falanges rectas y torcidas

A la «dama de hierro» se le está torciendo un dedo. Es un problema que preocupa, asusta, pone en peligro a izquierdas y derechas.

Es como si de pronto la Estatua de la Libertad estuviera con ciática, inclinada sobre sí misma, sin poder ser vista en la ilusión de la distancia por barcos que se acercan con cabezas peleando el primer vistazo o apuntada por dedos en señal de reconocimiento.

No puede ser.

¿Es un chiste?, ¿un malentendido?, ¿una palabra descuidada?, ¿una insinuación?, ¿un intento alevoso?

Pero, tantas cosas se pueden hacer con un dedo doblado que no hay razón para que los titulares se agranden, la opinión frunza el ceño, los augures se inquieten o los otros enarbolen esperanzas.

Pero ocurre.

Cuando me rompí la pierna, caída en el anonimato de un suelo rugoso, un chofer sin nombre me levanta. Espero paciente, queriendo ser de hierro, que alguien repare en las lágrimas dolorosas cubiertas con una sonrisa. Resbalan. Hay que ocultarlas. El sufrimiento es de todos, después de todo. Nada personal. Uno más en la maraña de sufrientes.

Puedo manejar el automóvil con la pierna derecha. Para eso se han hecho los cambios sin cambio. Bajo del auto. No está la alfombra roja pero sí los dos bastones. Me equilibro como todo el mundo. Una mujer estacionada delante de mí me hace gestos con la mano recogida hacia arriba. Es para que me apure.

En estos tiempos se anda a menudo con la mano recogida, que no es el problema de la «dama de hierro».

Levanto un bastón, pero no... No es de las que entienden.

A saltos cruzo la calle entre microbuses de dedos pegados a la bocina.

«¿Le ayudo?», me pregunta un extraterrestre.

Lo miro enojada. «¡No me importune!»

El dedo de la «dama de hierro» es inspeccionado.

Un atrevido trata de enderezarlo.

Es una cuestión de estado. La corona se inquieta, aunque no tanto, en medio de un pestañeo malicioso.

Es una afección zurda que enarbola con firmeza el derecho de la otra.

El hombre de la escalera no reparó en mi pequeñez andante, andante con moto, no, sin ella, sólo andante, más bien con falta de atención, perdida en la ciudadela fantástica de sueños que no se realizan.

La escalera atraviesa los sueños y deja un chichón nada imaginario.

«El tropezón con la realidad es siempre estrepitoso», pienso ahora. «La realidad pesa».

Me espera mi madre. Vuelve a sacudir mi fantasía y me baja de la luna culpable de tantos males, con golpes que hieren más que la escalera, «para que aprenda»; y la verdad es que se aprende, se aprende a pisar más fuerte para que los demás lo oigan. Los barcos de papel se hunden como cualquier fantasía.

«No le habrá pasado por deshojar margaritas», me digo: «me quieres, no me quieres, mucho, poquito, nada»; zas, al llegar a «nada» se le dobla el dedo.

«En resumen: el miedo es internacional, no conoce de segregaciones», afirma el hombre, queriendo ser internacional para impresionar localmente. «Llega por donde quiere. Ni siquiera hay una preselección. Forma ojos colgantes de los lugares más insólitos», dice con gran conocimiento, por más que el mal de ojo es de culturas sin cultura. Pero, ¡quién entiende la dirección de los vientos! Soplan como malos de la cabeza, olvidados de cualquier orden, y sin orden no hay dirección, y el laberinto gira, consumiendo sentidos que caen sin querer, que se cuecen en su salsa...

Con la cartera colgando me doy la última mirada en el espejo. Abro la puerta. Timbre. Miro la puerta, la muevo, pero no, es el timbre a las diez de la mañana de un domingo, un atropello insano. Me inclino en el espacio. Dos mujeres están detrás del portón. «¿Le podemos molestar?» Ya lo han hecho, pero me acerco. «¿Va saliendo? ¡Qué mundo el que vivimos! Todos hablan de la paz, pero si verdaderamente no empezamos a hacer algo... ¿no cree?» «¿Dónde podemos encontrar la paz?», continúa la mujer que habla mientras la del cabello recogido y los lentes sonríe. «¿Usted se ha preguntado dónde?» Sonrisa sin respuesta. «Dio su vida por la humanidad. No es fácil dar la vida de uno», prosigue. Humaredas negras de cifras negras me vienen a la mente. Se lo digo. Me mira con desconfianza. Le agradezco su interés, su dedicación, pero ya no escucha. Se aleja, convencida de mi no convencimiento. No lo puedo evitar. De repente me vuelvo erizo. Es una cualidad adquirida.

«Elefante muere por acoso sexual. Seis elefantas declaradas culpables. Espécimen tenía récor registrado en el Guinness».

«Todos los récores se rompen en algún momento», pienso. «Es el cansancio por mantener el estandarte para que los demás lo vean».

Entonces vienen otros que esperan su turno, acechando el desgaste. Se dobla la voluntad, el dedo, cualquier cosa. Se esconde para no ser anotado en el libro, falta o superación, lo increíble y lo que no lo es, todo en el mismo saco con tintas diferentes.

En otro extremo del mundo, en un concurso, una falange, independizada de su mano, señalando el cielo, gana competencia. Podrá medirse a nivel internacional.

¡Se leen tantas cosas!

Tuerce la boca hacia un lado para confirmar la voluntad de hierro haciendo juego con el dedo. Es alguien que quiere torcerle la mano y ha comenzado por el dedo; pero el hierro resiste.

Se invocan fuerzas para que cambien temperaturas, mucho calor al rojo vivo para derretirla. Se funden corrientes en chispazos enceguecedores, se levantan y bajan palabras, gestos. Todo cae, pedazo a pedazo, pero el dedo sigue doblado, flotando su capricho; y no queda más que levantarlo, hacerlo visible como bastón de mando en un monumento a ojos vista, a historia escrita, antes de que la ciencia lo enderece.





 


- III -

¿De qué verdad me hablas?

Creo que fue un atrevimiento el tuyo, Aristóteles. La pena es que lo dijiste tú, dejándolo como legado espinoso que es necesario tomar con cautela para que los dardos no nos alcancen

Te lo reconozco, era otra época; pero, aún así, escribir que «la menor desviación de la verdad es luego multiplicada por mil» fue una mala jugada, quizás un estado de ánimo alterado, unas ganas de jodernos para todo el resto de vida terrenal porque, a decir verdad, la verdad misma da para mucho, y es fibra plástica, elástica, amoldable, transformable, común de dos o de menos pero nunca más, una pelota arrastrada por un cordel que se suelta, cargamento de armas, armas cargadas para silenciar verdades, verdades que explotan en silencio, monasterio de prohibición de palabra, sublimación del gesto, encierro de verdades para que no se filtren, en fin, tantas cosas que, claro, cómo podías saberlo en esas lejanías de togas barriendo el suelo, sentado sobre alguna roca parlante con la que te enredabas en lucubraciones que sólo eran monólogos.

No comprendo en qué parte tenías alojada la conciencia, o si eso existía en su forma primaria y lo de la verdad no fue más que un desprendimiento natural. ¡Quién sabe! Es fácil el acomodo en el tiempo de uno para lanzar afirmaciones que se convierten en ojo que lo ve todo. Desconfío de la gente que se toma esas atribuciones, erigiéndose en jueces. ¡Si para ser procesado y recibir la pena siempre falta tanto! Además, ¿a quién puede molestar alguna alteración de las  seis letras que en cualquier momento pueden ser escritas con mano firme sin que el cielo se desplome o se incomoden los ángeles? ¿A quién?

Reconozco que pudiste haberlo hecho con buena intención. Pero, ¿cómo saberlo? ¿Y si sólo fue una trampa tirar la piedra y luego esconder la mano? ¿Ah? Si la verdad no es más que una progresión de mentiras aceptadas por la evolución natural y lógica de los significados. Eso no lo sabías; no lo podías saber. No podemos quedarnos en el olvido de épocas que sólo sirven para rescatar uno que otro hecho y hacer posible la división de la historia para luego obligar a la lengua a un tartamudeo de la memoria.

La verdad, Ari, me sorprendes. Puedo llamarte así, ¿verdad?

Tenía siete años cuando, perdida en alguna ensoñación, dejé caer el kilo de harina que traía del almacén por encargo de mi madre. Junté hasta el último polvo. Mi madre tomó el paquete en la mano, pesándolo a pulso, y «por fin el italiano dio el peso justo», dijo. ¿Me desvié de la verdad en ese momento, Ari? La verdad es que me parece más acertada la teoría de la relatividad. Claro que con Albert no tengo tanta confianza, por una cuestión de cercanía, ¿sabes? Suena raro, pero es así.

Hoy en día no existen más que verdades, Ari, teñidas de verde, rojo, azul, un arco iris de verdades; y todas son válidas de uno u otro modo porque, quienes afirman la bondad de sus verdades, están convencidos. ¿Qué me dices de eso? No es suficiente que hagas gestos que la distancia distorsiona. Necesito tu pronunciamiento actualizado. No, no es desvarío mío, todo hay que actualizarlo. No puedo en estas épocas pasearme con una toga como lo hacías tú. Ni modo. Me pondrían a buen resguardo.

¿Sabías que la verdad forma bandos, conexiones, enlaces, desmembramientos de territorios, alteraciones de fronteras, enrejados de ventanas, superpuestas en las que verdades lloradas, defendidas, ciertas o inciertas, quedan encerradas en verdaderos atropellos hasta que un entendido en verdades a medias juega el placer de su decisión? No sé cómo hacer para traerte de donde estás y puedas así revisar tu enunciado, acomodarlo a las calculadoras que son demasiado rápidas y quizás no haya necesidad de multiplicar por mil esas desviaciones de las que hablas.

«Yo acuso», dijo el escritor al desmantelar falsas afirmaciones; pero éstas tenían muchos nombres y había que acallar la verdad de uno solo para beneficio de tantos. Fue una cuestión de cantidad.

Los cabellos del hombre se volvieron grises en la defensa de su razón.

No tolero la acumulación, el consumo descontrolado ni el autoabastecimiento, por exceso de convicciones que llegan al colmo de ser enunciadas como emulación del verbo y aplaudidas por una masa que no tiene idea de la multiplicación de esas «mínimas alteraciones».

Me voy llenando de dudas con esa balanza con la que trato de detectar filtraciones que van formando los grandes temores.

«La mentira llevada a la perfección se convierte en la mejor verdad». Te estoy dando algunas pautas para tus correcciones futuras.

«¿Me quieres de verdad?», se pregunta.

¿Ves, Ari? También se puede querer de mentira.

Y el acusado traga y traga su verdad sin derecho, con todos los ojos clavados en él, mientras el fiscal, con la ira eructando en todo su cuerpo, hace llorar al libro que contiene la frase: «es culpable hasta que  pruebe lo contrario». Pero, ¿cómo lo va a probar el hombre si todo lo que dice lo consideran falso, y de tan falsas que parecen las palabras en boca de un inculpado se condena solo, sin necesidad de ayuda?

Hoy día sólo funcionan los reveses de la verdad y, a los que se animan a emplear la palabra en toda su magnitud, a llamarla desde sus orígenes dormidos, ya sabes como los llaman. ¿Qué? ¿Que sea más preciso? ¿Te has vuelto loco? Cáptate, Ari. Dime, entre una verdad con apellido y otra huérfana o no reconocida, ¿por cuál optarías? Responde con cautela, tómate tu tiempo. No, tu tiempo ya no corre.

Entonces, ¿dónde estamos y para qué hacer tanta historia de lo que dijiste? Mira, Ari, quédate donde estás. Ya veré el modo de sortear esta cuestión que está comenzando a sacarme de mis casillas.

Y todo el mundo se cuelga del árbol de la verdad teniendo cuidado de prenderse de la mejor rama, y las ramas acostumbradas al forcejeo, ya ni se sueltan.

Después de todo, eso de «la verdad os hará libres» sirve únicamente para molestar a los que siguen penando detrás de rejas por haber tenido la osadía de recordarlo.

Perdona, Ari, pero todo es cuestión del bando en que uno se encuentre y de lo que está en juego. Acá, entre nosotros, sabemos que algunos no titubean en tirarse a la trinchera contraria como salvación.

¿Y lo de casarse «hasta que la muerte os separe», jurado y sacramentado ante jueces severos en medio de recogimiento casto?

Creo que Calderón la acertó con lo del «Gran Teatro del Mundo». Es lo que hacemos con la conciencia más pura: representar, ajustando el acontecer que nos rodea a nuestro deseo, ni siquiera necesidad, y la verdad se acomoda en sus diversas acepciones hasta que es aceptada -porque todos están en el mismo juego, a pesar de las muletas que tratan de disimular el cojeo evidente- y se vuelve una mera cuestión visual. No pongas cara de inquisidor ni te sorprendas. Calcula con tu regla todo lo que ha pasado en este tiempo. No, no lo hagas; morirías de nuevo y eso aún no es aceptado por verdades de ningún tipo.

Sigue con tu monólogo. Quizás se te ocurra algo mejor.

Oye, ¿hiciste algún gesto con la mano, de esos que indignan hasta los poros, o es tu forma de despedirte?

Nos estamos hablando, ¿verdad?



 


Esa noche hizo frío

Esa noche hizo frío, un frío sin salida, un frío de callejón.

«Caminar sin pisar las rayas de la vereda, cantar marcando el paso, coincidir el paso con el canto, respirando sólo por la nariz para no soltar ni cinco de calor. En boca cerrada no entra frío».

Méndez traía el pensamiento adiestrado. Era como alardear de militar, a pesar de que su relación no había pasado del servicio, y eso porque no pudieron encontrar una excusa visible o de las otras para que lo declararan «inapto», aunque como carta de presentación llegaba a ser igual que certificado de enfermedad contagiosa, de esas que sólo se escriben porque da asco pronunciarlas.

Después le atrajo esa medida cuadrada de vértices sellados.

Pero es el frío el que lo devora con lamidas de ida y vuelta, con estirones de boca, anticipo de mueca de fantasma.

Pero no es militar. Sólo Méndez, nochero de maestranza, indicador certero de que lo que cuida, vale.

«No hay que incentivar el apetito de los que no pueden comer».

La noche hace ruidos de susto y las sombras dibujan caras.

«Si la noche no tuviera ese color», piensa Méndez.

Las piernas no se estiran del todo. Quedan retrasadas en una flexión de rodilla, la gota, retención de agua, el tiempo quizás jugando turnos con las partes  del cuerpo, adueñándose, corriendo telones de forma, acercando el fondo...

«Te sacaremos el alma», resuena en el aire, o el oído, en la razón, y el frío no se diferencia del miedo.

Méndez hizo lo que tenía que hacer.

Es la noche la que resbala como babosa, pegándose, palpando su resistencia.

«De noche se hacen las cosas, se ajustan cuentas, se engaña para afuera y para adentro», piensa en ese recorrido de vuelta y revuelta -cincuenta metros deben ser-, corto para tanto repaso mental, de nunca acabar cuando las sombras mismas se quejan...

«El pan nuestro de cada día». Mira hacia el interior donde algunas luces marcan trabajos nocturnos para que cunda el orden por ese temor generalizado de que «estalle la paz» y no haya costumbre para utilizarla.

Los diarios aparecerán con grandes trozos de titulares en blanco.

Hay altas rejas y alambradas de púa para que cualquier intruso osado pierda el instinto junto con lo otro. Pero las rejas dejan entrar miradas, retardan el paso, observan, y de ahí para adelante es un trampolín enjabonado para la imaginación.

Van a levantar muros.

«Mejor así», piensa Méndez, pero quedará más solo que nunca, cortado de cuajo de esas luces que rajan la penumbra y pasean siluetas de hombres.

«Uno no ve caras en esos trances. Tampoco pone nombres. Son listas desconocidas y uno cumple, lo entrenan para que cumpla», se defiende hablando solo, acto de contrición sin interlocutor, conciencia puesta a prueba, desgastada por mal uso.

Era también de noche entonces, en esa extensión ancha y larga, casi deshabitada, con suficiente lugar    para que el aire crujiera hasta romperse con ese sonido resbaladizo que huye, rebotando hasta que se pierde como si no quisiera ver lo que deja atrás, marionetas desarmándose mientras caen en el mismo pozo.

«Usted, Méndez, estará a cargo», y él, orgulloso por la confianza, afinó la voz para que la orden fuera firme, fuerte, y no diera lugar a dudas o debilidades.

«El débil es el que ha perdido la oportunidad de ser fuerte», le enseñan, y él no se encoge cuando no debe.

Pero nada tenía contra esos infelices de barba crecida por días de espera, porque ya no valía la pena afeitarse...

«A las ocho en punto, Méndez, cuando los lobos tapan ruidos», le dijeron, riendo, y él «sí, señor», porque así debía ser.

«Es responsable este Méndez», escuchó en un escape de puerta y viento.

Levantó la cabeza y enderezó el resto para alejar susurros que pueblan el sentido, antepasados que no reposan del todo, «por el camino del bien, hijo, sin pisar límites que lleven al otro lado»; pero es sólo recuerdo borroneado por tintas de otra calidad y «sólo lo de hoy importa», pensó, queriendo que ya fuera pasado y también quedara difuso, pero últimamente cree irse para atrás, como si no caminara más que en esa dirección.

Por eso trabaja de noche y después duerme sin que tantas manchas recorran el aire igual que duendes perseguidos. Pero no eran duendes. Ya no sabe qué eran con ese fondo iluminado contra el que los pusieron.

Es peor cuando la obstinación pone caras; y pueden ser cercanas.

«Usted, Méndez, resérvese para el final».

«Sí, señor», respondió por costumbre.

Agacha la cabeza para olvidarse que es Méndez, sobre todo para que los demás no sepan; pero si es cosa de olfatearlo para darse cuenta que arrastra olor a cartucho con fecha de vencimiento, porque está en ese vencimiento y se le hace poca la cabeza para tantas direcciones, «porque de cualquier lado pueden venir, especialmente de noche, Méndez, para que sepa lo que es hundirse sin verse a uno mismo».

Cada noche es otra espera, cada año un adversario sin desafío, cada ruido el último, y él, esperando, sabiendo, aniquilándose de a poco, porque fue el que levantó la mano y dio la orden y todos descargaron el arma hasta el final, pero él, Méndez, fue el último, el del tiro de gracia.

Esa noche hizo frío, frío sin salida, proyectil que busca resguardo, y él no era más que un resto de noche sin posibilidad de avance, un punto muerto sin ayuda de su arma como alguna vez pensó, porque siempre le tuvo miedo.

Fue el frío que lo invadió, fue el temor agregado al frío, fueron sombras nuevas con caras cubiertas por el resplandor de adentro, quizás ésas que habitaban sus pesadillas soñadas en mantos de traspiración, aproximándose y alejándose en un juego de espejos de circo.

No se ocultaron para que el miedo le llegara a Méndez a niveles de cagazo y se diera cuenta de que el hombre puede alcanzar condiciones de mierda por voluntad de otros hombres.

Fue una ráfaga silenciosa que «nadie escuchó» en el vecindario, cansado de presencias de tantos Méndez.



 


Historia de aparecidos y desaparecidos

Era la época en que los desaparecidos se eclipsaban, solos, por propia voluntad, cuando las ganas de seguir, deambulando por terrenos demasiado abonados se hacía difícil, casi insostenible. Entonces se apretaba el gatillo, no del arma, sino el detonante nada más, una especie de interruptor muy adecuado, de esos que se cargan con baterías especiales que se tienen siempre a mano para salir de apuros y que a veces resulta. Si resulta que se está en ese «a veces», con el correr de las murmuraciones -acompañadas por cualidades especiales del sujeto- se convierte en aparecido. Y eso es algo serio.

Los vieron bajando de la última lomada, donde una mancha de sombra descubre la inoperancia de algunos rayos de sol.

Reían con esa risa verde que asusta porque está desparramada por todo el cuerpo.

Venían a buscarlo y eran tres, porque era mejor contar con cierta fuerza hasta conocer la verdadera del desaparecido, la que decían era mucha y que también la llevaba desparramada, aunque no estaba muy claro cómo o en qué partes; pero eso era justamente lo que los ponía nerviosos.

No estaban acostumbrados a dudas.

Apenas los vieron sobre el terreno plano, ya sin sombra que los prolongara de cuerpo entero imposible de evitar, supieron que venían a buscarlo.

Los del pueblo sabían, pero dejaron de saberlo cuando empezaron a preguntar.

Era una forma de costumbre anidada en años de imitar a sus ancestros que eran sabios y dejaban la cara dura «para dar trabajo al que quiera esculpirla», según decían.

«Saben lo que quieren saber», dijeron ya sin risa, al tiempo que lo revolvían todo porque «si lo niegan debe estar», iban diciendo las manos detectoras.

«Lo han visto por el camino», dijo una voz de niño salida de alguna parte sin que se viera al niño. «¿De cuál?», espetaron todos. «Del camino no más», se oyó de nuevo.

«Modesto Brizuela. Tenemos nombre y todo».

«No», dijo el brujo viejo, «ese prójimo se fue junto con la última subida del río, cuando las aguas no dejaban de caer y todos lloramos porque no querían detenerse, y fue peor. Sí, recuerdo bien».

«Está muy viejo, hasta para recordar», dijo otro. «Ayer no más lo vimos rondando el lugar de las ánimas inquietas, como buscando un asiento propio».

«Esas son puras zonceras», le rebatieron, «suele venir cuando la luna chorrea hasta que no queda más que un hilo». Y, al final, todos lo habían visto después de no saber nada de Modesto Brizuela, «aunque el cuerpo, eso sí que no, nunca de cuerpo, señor, porque él tiene su forma de hacerse ver y sólo con los que quiere».

Y se sentaron a esperar los tres hombres, «porque entre tanto que se dice saltará de repente eso que se guarda», dijeron; y la paciencia de recién llegados los hizo dormir.

No les dieron comida, «porque usted sabe, señor, Modesto se lo lleva todo cuando aparece».

Al otro día no despertaron por culpa del cielo cubierto. Hubo que decirles que era la amanecida, que los relojes no engañan, y tenían uno -para consultas importantes- que fue de alguien que no era del pueblo y había pasado a preguntar también. «Pero, usted sabe, cuando uno no puede responder se le aceleran los nervios, sí señor».

Junto con abrir los ojos, se pusieron firmes y alisaron sus ropas, levantando cabezas para acomodarlas bien en su lugar.

Los dedos hacen circular en las manos el sombrero de paja. Salen palabras que no llevan sentido, insistiendo en que quieren ayudar, pero «usted entiende, uno es ignorante por tradición».

Y con la cabeza baja, para que no desconfíen, se van a lo suyo.

El hambre fue poniendo más verdes a los tres hombres.

«No hay forma de llegar a sus mentes», se quejan.

Los canales parecían chocar en el aire y las caras duras entendían, «pero el campo está verde también, señor; no es tiempo de cosecha. Nosotros no necesitamos tanto, por la tradición, usted sabe».

Fueron pasando lunas chorreadas y aguas cayendo sin intención de parar.

Los tres hombres cada vez preguntaban menos. Era difícil levantarse de esas sillas que les habían dado, como si estuvieran untadas con pegamento.

Los del pueblo iban a verlos todos los días, «porque uno se preocupa, señor, y por aca tratamos bien a los que llegan, pero las épocas son malas, voluntad no falta, eso no, pero respetamos a los aparecidos, por   tradición, y uno nunca sabe cuándo va a dar una vuelta ese Modesto Brizuela, el que ustedes buscan».

Pero los tres hombres escuchaban cada vez menos, hasta que la lengua empezó a hinchárseles «por falta de ejercicio», dijeron los que sabían, y quedaron con las bocas abiertas.

No fue difícil transportarlos al lugar donde guardaban a los desaparecidos, esa pira siempre humeante de cuerpos sin ánimas, «porque de ellos no queda nada», dice alguien, «ni siquiera el color».

«¿Modesto Brizuela? No señor, nunca hemos escuchado ese nombre. No, no sabemos nada». «¿Desaparecidos? No señor. Sólo aparecidos, y muy de cuando en cuando. Pasen no más, sí señor, asiento no más. A veces se columpian de ese árbol grande; hay que tener paciencia».

Y los visitantes se acomodan en las sillas untadas y miran el árbol, hasta que los ojos quedan fijos.

«Siempre vienen de a tres», dice el brujo viejo, y se sienta a esperar.



De un solo espanto

Nada tenía que ver el encono antiguo de Edelmiro, aplacado a intervalos -oscurecido, se podría decir sin que por eso fuera posible olvidar, porque son esas cosas que quedan metidas como cuñas y empiezan a molestar con el menor movimiento, con una mirada de escape involuntario y se posa en el bigote del delegado, bigote satisfecho en línea recta, con la panza llena de alimentos propios y ajenos.

El lugar es chico, con una sola calle principal, principal testigo de ocurrencias sordas y ciegas cuando se quiere, porque para eso basta una orden, sólo una. Y Edelmiro no está para esas cosas.

Le gustan los asuntos que tienen un solo lado, el que se pueda ver, y no entiende de distintas formas para ver un mismo lado.

Hay cosas que sencillamente no entiende.

Primitiva tenía quince años, edad de pueblo que se acomoda a lo que sea, que transcurre siguiendo destinos sabidos de antemano, cuando el delegado la mandó llamar y Edelmiro la dejó ir porque hay llamados que no se discuten.

Estaba aún en edad de jugar con figuras, esas láminas que se esconden en los libros para engañar los ojos y dar vuelta la imaginación, en edad de trepar alturas llevándose la tierra misma sin importar las caídas que se puedan tener.

Se puso el vestido más almidonado para alejar el calor y las sandalias blancas de plástico, regalo de su madrina, a las que llamaban «charol» porque tenían brillo.

Caminó lentamente una distancia sin medida, sin pavimento, hasta subir por la calle empedrada.

Las sandalias iban resbalando sobre los cantos redondos o puntiagudos.

Primitiva jugaba con las salientes de ventanas, repasándolas con la punta de los dedos.

Ese día se lo vio al delegado con los bigotes tiesos y la barriga más pronunciada que de costumbre.

Nadie reparó en Primitiva cuando regresó con la lengua muerta y los ojos más oscuros. Se volvió taciturna, como otras del pueblo.

Cumplió el delegado, eso sí, y dejó a Edelmiro trabajar tranquilo; consiguió también ese alimento especial para engordar animales que le llegaba directamente para ser distribuido.

Eso lo reconoce.

Desde un comienzo se preocupó de alimentar mejor al ternero negro, una especie de manía según su mujer.

Se le dio también por cepillarle el lomo, limar sus pezuñas y trenzarle la cola -terminada con un gran lazo negro- que espantaba con gracia más moscas que ningún otro ternero.

Eran logros considerados «de su propia hechura» por el delegado. Además, formaban parte del «ensayo, sobre el progreso», resumen de los frecuentes discursos al aire libre «aunque llueva», según los anuncios, un agregado interminable de palabras y frases que eran luego pasadas en limpio en tinta china y letra gótica por el ayudante de turno e iban oscureciendo el rostro y la misma actitud de Edelmiro.

Primitiva siguió yendo a la escuela hasta que la barriga se le hizo muy grande.

Temprano se presentó Edelmiro esa mañana ante el delegado para dar cuenta de la desaparición del ternero negro, sin mayor emoción, con esa cara limpia de sentido, sumisa de norte a sur, recitando palabras sueltas, buscando el resto en la memoria iletrada.

Pero Doroteo llegó antes, con su rostro de encargado del cementerio, tiritando aún el miedo del recipiente de barro con restos ensangrentados del ternero negro, todavía humeantes, frente al panteón de la familia del delegado entre cuatro velas; una, encendida, puesta sobre la cabeza del ternero.

Doroteo contó, con culpa, el macabro suceso ocurrido en su misma jurisdicción.

Le chorreaba un sudor prematuro para esa hora y el pañuelo lo iba secando para después recorrer el borde del sombrero -que temblaba de puro respeto en la mano- y sacarle el polvo del camino.

«Parece cosa de payé», dijo Doroteo con el rostro desencajado, como queriendo purgar la culpa con la confesión.

«Es ternero joven, de los más peligrosos, bien cuidado. No había más nada, señor, ni fotos clavadas boca abajo, ni tierra de otras tumbas, nada señor, como payé a medias de gente sin conocimiento», insistió Doroteo para disminuir el peligro.

Pero el delegado ya estaba corriendo su sudor propio tempranero.

Hizo llamar de inmediato al cura párroco y ordenó una serie de oraciones a distintas horas del día y de la noche, por si acaso, mandando poner dos ángeles más en el mausoleo y flores frescas alrededor.

Pero ya el revuelo era general y hablaron de «gente muy mala» o, por último, «importada» según el  delegado, «porque esos ritos extraños son desconocidos en estas tierras», «que nadie le va a hacer correr», al que la conciencia la tiene como el mismo arroyo».

Pidió intervención policial, para lo que hubiere lugar, y las noches las dormía con el ojo izquierdo.

A pesar de puertas cerradas y guardias sin derecho a sueño, un charco de sangre apareció misteriosamente bajo su cama antes de la hora de levantarse, emanando vapores calientes que llegaron casi a quemarle.

Aseguraba que un ejército de sanguijuelas se ensañaba cada noche con él, obligándolo a usar uñas de metal para rascarse, apareciendo de mañana con rasguños repartidos.

Lanzó un pelotón para recorrer el pueblo, obligando respuestas.

Edelmiro estaba tranquilo porque ya había hecho la denuncia.

Siguió trabajando los días, sin agregar o restar palabra a lo acontecido. Tampoco asintió o negó cuando «de seguro que es un caso de abigeato», dijeron los vecinos.

Sólo siguió siendo Edelmiro.

Pero la cosa no paró ahí.

Aparecieron señales en distintos sitios al mismo tiempo, como un acuerdo de manos, y las presas del animal y los interiores reemplazaron hasta la bandera del local.

El delegado se mostraba cada vez menos, porque el payé ya lo sentía adentro.

Una foto suya, desmejorada, tomada por quien sabe quién, se encontró al lado de uno de los ángeles del panteón en actitud poco decorosa.

Adelgazado hasta en los bigotes, se estaba pareciendo al ternero. Una mancha negra le prendió en la frente.

Murió esa misma noche. Dejó el deseo escrito de no ser enterrado en el mausoleo familiar.

Nadie supo cómo regresó el ternero al corral de Edelmiro, entero, con el lomo brillante y la cinta negra en la cola.

Por un largo tiempo tuvieron que manejarse sin delegado, porque ninguno hizo siquiera el intento -lo que no fue gran problema- y la paz se distribuyó sin barullo, sin necesidad de que estuviera alguien para darle fuerza de ley.

El mausoleo de la familia desapareció, quedando los dos ángeles sin soporte -«prendidos de alguna brisa, probablemente», murmuraba el pueblo- hasta desaparecer también ante los ojos de Doroteo, quien, por toda respuesta, se rasca la sien izquierda pasando el brazo derecho sobre la cabeza, especialmente cuando grupos de peregrinos venidos de otros pueblos interrumpen la tranquilidad del cementerio y en la puerta resuenan los gritos de las marchantes «rica botifarra, mosto helado» y tiene que correr de un lado a otro persiguiendo a alguno que hasta pretende cobrar la entrada.



 


«El orden de los faroles...»

«El orden de los faroles no altera el alumbrado», dicen por allá, donde los decires se juntan y tampoco llevan un orden. Sólo se repiten, casi con fuerza de ley, y afianzan dudas para que no se vuelvan insoportables, remarcando hasta el cansancio cuando las calles nocturnas de ese lugar desprendido del mapa -o del recuerdo- parecieran cerrar un ojo o abrirlos por turno, no está muy claro. Alguien se había ensañado, dejando algunas luces intercaladas; las otras colgaban en pedazos muertos.

«Pero, ¿quién necesita tanto?» «Para lo mucho que hay que ver», corrió el reguero de frases, porque eran verdaderos especialistas, maestros que rejuntaban palabras huérfanas, sin sentido, para ponerlas en su sitio, pero eso de «poner en su sitio» hacía circular con fuerza también la sangre, porque daba que pensar; y la memoria, que se aferra de lo bueno y de lo malo, formó un nombre: Policarpo Riquelme, quien pareció haberla inventado.

Lo llamaban Polí.

No se supo quién había deshecho el resto, como un farol cualquiera.

No era del lugar. «Nació por ahí no más», decían, haciéndole sentir extranjero porque había venido del otro lado del río; un trasplantado cualquiera.

Parecía llevar cuentas en una libreta que asomaba del bolsillo superior de la chaqueta, junto a un pañuelo color invierno.

Iba siempre trajeado, con un sombrero que le quedaba chico pues era «pura cabeza», pero dicho con voz bien baja para que no se le ocurriera anotar.

«Tiene ojos por todo el cuerpo, por más que saluda sin mostrarlos. Sale de cualquier recodo, asoma detrás de un árbol en medio del campo, anda bajo los mismos pies de uno».

Y va inquietando.

Hortensia empezó a seguirlo, a acercarse cada vez más hasta caminar a su lado al mismo tranco.

La encontraron con los ojos abiertos, demasiado abiertos para ser reales, tendida al pie de un farol apagado.

«A veces la lengua se desdobla y corre como fuego», dijeron, arrastrándola de los brazos sin explicar lo que ya estaba explicado.

Polí sacó la libreta y anotó.

Llevaba muchas cosas escritas y las páginas hinchadas abultaban el bolsillo. Anotaba por anotar, para que lo vieran.

Pero era eso de los faroles a lo que había venido; y estaba perturbado.

Hasta el sueño le iba jugando noches, como en una ruleta, dejándole un ojo abierto y después el otro, en un reposo a medias, intercalado.

Y creía ver, sí, a ese Mariano Zelada parado en la puerta, llenando el marco, para desaparecer de igual modo.

Pero era él, estaba seguro, y amanecía antes para seguir andando, para encontrarlo, para cumplir el encargo y regresar con la presa.

Empezó a sentir lo que hacía sentir a otros, trepando por todo su cuerpo bajo la sábana que estiraba hasta el cuello, por precaución, sintiendo la piel húmeda como si una babosa la hubiera recorrido, y a amanecer de nuevo, más temprano aún con la babosa ya parte de él, caminando solo las calles que dejaban solas para mayor abandono o reposo.

¡Y a quién buscar si a nadie veía!

Los días se duplicaban, triplicaban, iguales en recorrido y sudor y falta de gente. Y su afán de sorprender el alba, de correr carreras, lo dejó sin noche, sólo caminando, caminando solo, apurando el paso por ese frío plegado en sus mismos dobleces, en las arrugas de su cuerpo.

Y pasaron las lluvias y la estación seca y volvieron a pasar, y seguía Polí en su búsqueda, en su cacería de presa invisible aunque lo vio aquella vez en el recuadro de la puerta, pero no recordaba cuándo...

Se puso a pensar a qué había venido a ese lugar que no era suyo, donde el recuerdo se le volvía extraño, dudoso, al punto de no poder anotar.

Se acercó al río, pero estaba en suba y no había forma de cruzarlo; y cómo iba a cruzarlo sin Mariano Zelada.

Quiso anotar lo de la subida del río pero ya no quedaban hojas.

Entonces se decidió a preguntar, lo que no creyó necesario cuando el traje era aún nuevo y la libreta tenía lugar para escribir.

Entonces supo que Mariano Zelada no estaba, que antes venía de vez en cuando, hasta que sucedió eso de los faroles que los dejó cojeando para alterar el orden y el alumbrado y no se viera su contorno ni el del caballo corriendo su propia locura, «porque era loco, por si usted no lo sabe, y nos dejó con miedo, diciendo como tontos esa frase sin sentido hasta que por fin se lo llevó el diablo, según supimos».

Policarpo Riquelme estaba muy cansado para cruzar el río y regresar.



 


Con el perdón de las sanguijuelas

Plutarco Coronel no era hombre «de dejarse pasar así no más», pensaba para sus adentros. Tenía las agallas como espuelas afiladas por noches dormidas con los ojos puestos.

«Con una mirada corto un cabello en el aire», acostumbraba decir, con los pulgares colgando del chaleco invierno-verano.

«Es para que no pase ni el viento», afirmaban los que sabían. «Se baña y duerme con él; se lo afloja cuando come para que le corra el gusto».

Vive solo y de cuando en cuando ordena venir a alguna mujer, «de esas que abundan», para no ejercitar bocas ociosas que saben que eso ha dejado de interesarle hace mucho, cuando por «arreglo de cuentas» le enviaron una que tenía sanguijuelas hasta de colores (con el perdón de las sanguijuelas), o eso fue lo que pensó Plutarco durante todo lo que duró esa plaga que debió ser desprendida de a una con jirones de piel hasta desmantelar el ejército.

Pasó un tiempo en posición de parto, helándose por dentro y por fuera en ese invierno casualmente más frío que ningún otro en la historia del lugar, donde hasta el clima era vulnerable para coimas fantasmas imposibles de rastrear en Paso Perdido.

Llevaba control de cualquier suceso por medio de un grupo de avance que podía movilizar en horario continuado, con la obligación estricta de que cada cual mantenga un diario de vida al día, hasta de los sueños hablados, que suelen ser los peores porque fluyen  por canales directos de la misma conciencia con el peligro de volverse ciertos.

Le habían otorgado el dominio total de Paso Perdido.

El acto ceremonial se realizó con asistencia obligatoria y nadie, verdaderamente nadie, dejó de asistir, impresionando profundamente a las autoridades visitantes.

Un porcentaje mínimo envió certificados médicos por correo, los que fueron abiertos in situ para aliviar trámites innecesarios y disminuir la «horrorosa burocracia».

Las embarazadas y los lisiados se presentaron para dar testimonio gráfico de sus inasistencias, con la colaboración de carretas que ofrecieron sus servicios gratuitos.

El campo lloró de sed, «pero, qué es un día», dijo Plutarco; y no hubo quien agregara más.

Todo funcionaba por decreto, con atrasos y adelantos en el tiempo, autorizados en pliegos de papel con el sello de Plutarco, una imagen a semejanza de los dioses griegos para evitar el desgaste de los dedos en cuestión que podía ocasionar la firma.

De esa forma, Plutarco aspiraba a tener alguna influencia en soles y lunas y quizás, quién sabe, eso de Rey Sol no puede ser patrimonio absoluto de ninguno de los que «declaramos y luchamos por la democracia».

Las festividades religiosas fueron activadas, agregando a cada una el día siguiente como feriado oficial para no cortar abruptamente el estado de gracia.

Plutarco iba a la cabeza de las procesiones, ayudando a portar la imagen.

Se llegó a decir -porque era aconsejable- que la imagen traspiraba a la par que Plutarco en esos  días calentados a fuego, dándole gran placer y resistencia, embutido en el chaleco, desfilando para ser visto, golpeándose con la mano libre el sitio equivocado para no causar agitaciones innecesarias a su corazón.

Algunos fieles lo tocaban al pasar como medida precautoria, «para aplacar cualquier exceso de alma seca», como decían en susurros obligados por paredes no muy seguras.

Cuando Osías Blaires llegó al pueblo, algunas cabezas dieron vuelta para observar al extraño que había aparecido como ánima, posiblemente de algún lugar tan alejado como ese.

No se presentó ante Plutarco, formando «tienda aparte», como se dice, lo que Plutarco atribuyó a «cosas de indio», restándole importancia.

Algunos grupos empezaron a oler vientos turbios, paseando la plaza sin adelantar terreno en medio de suposiciones apenas insinuadas por los más arriesgados.

Una atmósfera de enfrentamiento se dejaba sentir, acariciando deseos en remojo.

«Que la cosa sea entre toros hasta sacarse los cuernos», dijeron bocas sin nombre.

Pero el temor a lo nuevo, a lo desconocido, empezó a cundir.

«Es como la mala hierba», se escuchaba, «se la arranca de raíz o lo sepulta a uno».

Osías caminó calles, levantando un sonido ya escuchado.

Los ojos resbalaban puertas y ventanas, vestidos y pantalones, metiéndose por cualquier resquicio involuntario ante la cara muda, apagada, de Osías, sin color exacto con inclinación al cetrino, haciendo bajar las demás caras.

 Cuando llegó el momento, entró sin anunciarse al territorio de Plutarco y le entregó el aviso sin preaviso, junto con la medida sana de recortarle el sueldo a la mitad para solventar «otros gastos de administración».

Osías ostentaba una fuerza traída indudablemente de lugares y manos más importantes.

Encogido por el recorte, Plutarco leyó una declaración honrosa, con la frente en alto, el deber cumplido, la conciencia consciente y el agradecimiento de por vida en la plaza, lugar obligado de eventos afines, junto al «Monumento de Llama Eterna a los Recortados en Acción».

No hubo aplausos ni lágrimas de despedida.

Sólo un cielo amenazante e igual calor mientras Plutarco guardaba sus agallas, por tiempo indefinido, en la caja forrada de terciopelo rojo, haciendo gran esfuerzo para no cortarse.

Empequeñecido en un abrir y cerrar de miedo, Plutarco tomó el camino de regreso sin vuelta y con causa para confundirse con los de su nueva condición.

Días después, las diez familias con residencia permanente en Paso Perdido depusieron los miedos nuevos, infundados, acomodándose sin sobresaltos a los temores iguales a los de antes, en un presente sin término predecible, con cielos que continuaban encapotados y vientos del sector sur con leve posibilidad de cambio.



 


Todo sera en silencio

«Te ofrezco mis antepasados, 

mis muertos, mis fantasmas».

Borges


Los acarreaban sin resistencia, porque ya se habían entregado.

Eran cuerpos con ganas de seguir siendo humanos, con almas sometidas a sorteo por demonios ambulantes, tomados de las ropas como niños temerosos de perderse para engañar al que continuaba engañando frente a esa columna de huesos caídos, de igualdad llevada a su máximo significado, de nombres ausentes por falta de uso.


Eran tantos que no valía la pena sumarlos, o la cuenta se perdía en números y más números que no cabían en libros contables. Algunos eran borrados, con esas tintas que siempre existieron, en un intento por confundir la memoria con dos números en uno, visible sólo el de encima. Fueron tantos que marcaban las presas para identificarlas como ganado, premio millonario para la muerte que esperaba a piernas abiertas, llenándose el vientre en su eterna competencia con la vida.

Quizás desde entonces Zita no puede resistir las fichas ni los números, las sumas o las restas, como si la aritmética se hubiera refugiado en un pliegue de su memoria para volverse invisible, para que no forme parte de la pieza humana, para que el recuerdo no sepulte hasta su propio nombre.

Zita repite y se asegura, o quiere convencerse, de que sigue siendo Zita.

La cara se le había vuelto una hoja de afeitar, los rulos, estopa de relleno de muñeca, los ojos, ríos profundos de noches sin término mientras el silencio pesaba, pasaba, iba retumbando hasta agotar la paciencia del oído y, dentro de la quietud agotadora, el trueno de música de cámara de gases accionada a un ritmo sin tiempo, sin medida o fin, sólo ritmo marcado a viva fuerza mientras las resonancias eran apagadas para que todo fuera en silencio...

Pero el silencio llegó lejos, distorsionado en cada trecho por distancias, por espacios que iban reventando a su paso, corriendo para llegar a alguna parte antes de volverse sordos, antes de estrellarse sin testigos contra algún ángulo terrestre.

Eran ruidos, o gritos, o pesadillas de gritos, o sueños inventados, o experimentos para calibrar la magnitud de los gritos, aplacarlos si eran excesivos o picanearlos para que alcanzaran el tono deseado.

Zita no recuerda en qué nivel la pusieron.

No recuerda si gritó o la empujaron a gritar cuando la abrieron de piernas, de brazos, de entrañas, para probar y seguir probando...

Sólo recuerda destellos que van y vienen formando imágenes distintas, con caras o sin ellas, porque la memoria se destroza cuando los hilos se van soltando.

Tiene noches que son más oscuras que otras y días que no los distingue de las noches.

Tiene hermanos, padres, parientes, que fueron sepultados en espacios circenses, en un espectáculo «granguiñolesco» en medio de la adoración del silencio de tantos...

No sabe qué se siente en una relación de familia porque no había alcanzado a sentirla.

Se le caen pedazos de memoria que vuelve a juntarlos en un rompecabezas que no cuadra.

De tanto en tanto el silencio sacude lienzos que desprenden muñecos alumbrando algún nombre. Son lienzos blancos con nombres negros, identidades que fueron cambiando, caras que dicen que no son lo que se les acusa ser; y se los lleva a banquillos para ser reconocidos por ojos que no ven porque lloran, o poetas que temen ser traicionados por lágrimas intrusas, pero alcanzan a temblar la voz: «no, hay que dejar que los muertos mueran dos veces».

Zita está y no está.

Es algo que le han dejado en herencia, y las herencias no se eligen.

Se enfrenta, bajando los ojos como si la culpa estuviera equivocada. Sólo levanta la mano y señala, porque aún funcionan algunos resortes, y los resortes se enredan, se vencen, pero se los vuelve a tensar para cortar ese silencio que quieren seguir imponiendo.

Ahí están, los de este lado y los del otro, los que creen y los que nunca han creído, achacando a histerias colectivas ese empeño por resucitar silencios «que nunca existieron», según dicen.

Zita está ahí, presente de cuerpo nada más.

De pronto se evade y grita.

Queda en esa actitud y pienso si esa boca, sin posibilidad de cerrarse, no habrá servido en verdad de modelo para ese cuadro con un enorme grito detenido que aún retumba en sordina o en círculos concéntricos Progresivos hasta que queda fijo en el fondo de una garganta; y el artista lo mira, horrorizado de su propia   obra, y todos se sienten hermanados ante tamaño error. Pero, ¿dónde estás, Zita, que te resistes a esa fraternidad?

Está inmersa en sucesos detenidos en fechas pasadas como si no pudiera continuar agregando días que vive a medias, consumiendo un futuro condicionado a esas fechas que siguen explotando en su cerebro lleno de burbujas de miedo.

Toma trenes que la llevan o la traen, no está segura, porque ha perdido el sentido de la dirección y tampoco se da cuenta de que todo ha terminado; y cuando sube, queda parada en la escalera, donde ya no hay puertas que puedan cerrarse con ella y tantos miedos juntos adentro...

Hay guirnaldas de flores y cantos, y danzas que bailan calles, y gente en ellas aturdiendo sus sentidos saturados, y sirenas que se desgañitan ululando porque el silencio de tantos se ha acabado. Y ella llora, porque es su forma de expresarse; seguirá llorando hasta que pueda darse cuenta de que hay otras formas de sentir.

Zita cruzó fronteras tras fronteras.

Fue un viaje de clase única, sin mucha clase, sin documentos, sin identidad certificada, sólo recuerdo de haber sido parte de una importación de artículos suntuarios por los que no hubo que pagar impuestos, con entrada de gracia, parte de trofeos devueltos al término de una derrota, derrotada ella misma pero atajándose con uñas y dientes a un soplo de vida interno, porque había que contarlo para horadar el silencio, para silenciar bocas llenas de animales en estado primario que van extendiendo regueros de odio,  de dudas, sin entender que el cielo y el infierno también son terrestres porque el hombre los lleva adentro, y de él depende la elección.

Zita aún vive.

Está donde debe estar.

Es puro ojos en ese duelo de carne viva, aún humeante, mientras el hombre del banquillo niega y hay quienes todavía no han optado por la elección.

«Mañana», piensa, «es posible que mañana lleguen más ojos que lastimen a los del acusado y el demonio, harto de tanto trabajo infernal, asqueado por atribuciones robadas, le aseste el último golpe, rompiendo el silencio».



- IV -

Gardel

Fue en esos días que estaba muy preocupada por nacer cuando se supo que el «zorzal» había quedado en silencio.

Dicen que los rincones y las esquinas lloraron, que los zaguanes y conventillos enmudecieron, y se pensó que quizás fue una señal, una premonición de quién sabe qué cataclismo.

Se habló de que un exceso de sentimiento -demasiado peso para una sola persona- había bajado los extremos de sus ojos, calentando la tristeza que era visible en su rostro.

Y eso de «volver», como tantas veces lo dijo cantando, como promesa de tiempos por pasar, no se produjo.

Es posible que haya cosas que no puedan adelantarse con tanta seguridad.

Eran otras épocas.

Las emociones se estiraban con otros hilos, las novias de blanco hacían honor al color, se lloraba a pleno pulmón por las cosas que valían la pena, las vacunas servían su propósito y los dientes asomaban derechos sin necesidad de aparatos extraños, el alcanfor lo curaba todo y también el caldo de gallina. La radio chorreaba una música de sonido no muy puro, lo que no tenía importancia porque era el elemento aglutinante en la casa o quizás el pretexto para alargar la noche, masticando palabras hasta que iban quedando secas de puro ejercicio mientras yo luchaba por nacer, sin posibilidad de escoger el momento, presionada por un hecho sin prórroga de plazo, justo cuando   terminaba esa guerra mediterránea del 35 entre dos países a prueba, mientras mi mamá cantaba a pecho lleno (en vez de gritar), sin ser Malena, uno de esos tangos de ojos y sombras, de peinados a la gomina, de traje con chaleco y zapatos con polainas, de mujeres dejadas de lado por otras más nuevas, de qué sé yo qué más.

Así que nací con el grito del tango, gritando yo también, rompiendo un día cualquiera de ese año que nos privó del zorzal.

Y ninguno posterior fue igual, porque la ausencia exige una comparación, y la comparación muerta no puede defenderse y gana por eso mismo.

Fui creciendo de a gota, como medicina peligrosa que requiere control, y tuve esa edad, también peligrosa, en la que quise pararme sobre la parte menos resbaladiza del globo y probar mis cuerdas llamando: «¡che, papusa, oí!», buscando alguien que escuchara el grito prometedor «el día que me quieras» en ese café de mala muerte donde nadie prestaba nada, menos aún el oído, donde las rondas iban pescando vasos y se perdía cuenta, donde la riña era corolario obligado, donde el percal estaba en veda, donde el cuerpo despertaba antes de tiempo porque se era una «mina» a tajo abierto y «mineros» había muchos... Pero el capricho me hizo nacer y seguí por esa senda, la del capricho, apoyada por dedos acusatorios.

Quizás fue el último fragor de la guerra -la que coincidió con mi nacimiento- y el comienzo de la otra -la grande, en la que tantos ojos se cerraron y el mundo siguió andando- que me hicieron más entusiasta del tango porque, entre lágrimas y percantas que abandonaban a uno en lo mejor de su vida, se decían las cosas con un canto desde adentro que, al  pasar por la garganta, pulsando cuerdas de distinto calibre, ya no sonaba tan terrible.

Los vestidos se hicieron más largos o más cortos y las piernas se mostraron en la misma medida al tiempo que Gardel insistía, desde quién sabe qué capa subterránea, «mecen en sus cunas nuevas esperanzas» -en pleno silencio de esa noche larga; y es probable que haya sido el paquete entero el que permitió que el alma no sucumbiera con los cuerpos y algo quedase flotando, por más que insistía en que «la golondrina un día su vuelo detendrá».

Cuando las faldas descubrieron las rodillas, el tiempo ya había hecho de las suyas en mi cuerpo, pero aparecieron los pantys que afirmaban las carnes para evitar la indiscreción de las luces, y seguí cantando esas canciones somnolientas con voz recalentada por el humo, voz de rastrillo o rallador, cansada de la lentitud de noches sin término, viviendo oscuridades que iban tiñendo las ojeras del mismo color, casi una representación viva de mujer que había sido, colgada de una esquina, equilibrando el pasado porque lo demás se esfuma, en una espera sin remezones hasta confundirse con la entrega, la capitulación, el término de otra guerra que se cierra sin condiciones... Pero funciona aún la nostalgia y algunos despertares no son tan sombríos, sobre todo si es domingo y el sol puede secar la ropa tendida de ventana a ventana sobre ese callejón con gente de conventillo que grita, que parlotea, que se queja, que manda a la mierda a otra gente para sentirse aliviada sin necesidad de ostia, que abre zaguanes que buscan calor y en el fondo se forme una bufanda -de seda, claro está- los poros se levanten, porque aún se eriza la piel cuando el hombre canta desde un disco castigado, y se necesita que siga haciéndolo porque hay que atajarse de algo cuando lo demás... Pero, no hay demás, sólo el hombre que abre y cierra la cortina del escenario, el mismo que comenzó con una sin cargarse de tantos años, que grita: «¡nena, ponéte la sonrisa y salí que el público te llama!», con ironía en toda la hilera de dientes, y salgo, «fané y descangayada», con los tacos que me parecen más altos que otras veces y lloro con una risa -porque, quién puede darse cuenta de la diferencia- mientras desempaño la mente y recuerdo que, después de todo, «la vida tiene cuerpo de mujer».


 



Historia de mochilas

Se dejó caer como quien viene de paso, tocando el timbre con sonrisa tranquila, esperando del mismo modo.

Claudia asomó la cabeza sin ganas de caminar el largo pasillo de la entrada, con la mano en alto lista para negar con el gesto cualquier ofrecimiento de vendedor callejero.

Tuvo que acercarse.

En un portugués que quería emparentarse con el castellano, el joven preguntó por Hernán.

Claudia conocía sólo a un Hernán, el amigo de sus hijos, pero ya no estaba en el país.

«¿Hernán qué?», preguntó.

«Hernán Pedrozo», contestó el joven.

«Sí, es el que conozco, pero no vive aquí».

«Pensé que lo iba a encontrar. Cuando estuvo en Brasil me dio esta dirección para que lo ubicara; pero tenemos otra», dijo, al tiempo que una sombra se le despegaba de la espalda. Era una joven con el cutis maltratado por problemas del crecimiento.

«Buenas tardes», dijo.

Claudia contestó, sin adelantar mucho entusiasmo.

Había algo en el aire que no le gustaba.

De todos modos, no podía pasar por descortés, así que abrió el portón.

«¿Podemos hacer una llamada?», preguntó él, quien parecía el de las decisiones.

«Pasen», dijo Claudia.

El joven hizo la llamada con la mochila puesta.

«Hace frío», dijo, restregándose las manos, mirando a Claudia.

La comunicación fue corta, casi con monosílabos.

«¿Cómo podemos llegar al centro?», preguntó el joven. Ella se lo dijo.

«¿Será posible dejar las mochilas para no cargar con ellas? Estamos viajando hace varios días».

Claudia pensó que ese no era problema suyo.

No supo de dónde le salió el «claro».

Los acompañó hasta el portón y volvió a llavearlo.

La vista de las mochilas en el suelo la inquietó.

«Dentro de un rato regresan y se las llevan», pensó. «No quiero meterme en problemas cuando Leandro está de viaje».

«¿Qué hacen estas mochilas acá?», preguntó Pedro al regresar del colegio. Lo mismo hizo Andrea, luego Paula, quien sentenció: «Tengo la sensación de que veremos las mochilas durante varios días». Claudia levantó la cabeza de un solo golpe.

Era la hora de la comida cuando regresaron los jóvenes. Claudia los presentó a sus hijos y de inmediato se enfrascaron en una conversación que iba en vías de prolongarse.

Antes de darse cuenta, estaban sentados con nosotros en la mesa.

«¿Cómo les fue?», preguntó Claudia.

«Bueno», dijo él, quien se llamaba Ricardo, la persona que iba a alojarnos también está fuera del país».

Terminó la cena sin mayores altibajos.

Era cerca de las diez de la noche.

Claudia se levantó para buscar algo en la cocina.

Pedro la siguió.

«Mami, ¿no podrían quedarse a pasar la noche?»

«Bien sabes que a tu papá no le gustan estas cosas. De todos modos no sabemos ni quiénes son».

«Pero dijeron conocer a Hernán. Además, la pieza del fondo está vacía».

«Imagínate, yo, protegiendo a un joven y a una niña que viajan solos. A lo mejor se escaparon de sus casas».

Claudia sabía que iba a decir que sí.

Guiomar y Ricardo se quedaron.

La pieza quedaba fuera de la casa y ni siquiera tenía baño, así que a las nueve de la mañana siguiente tocaron el timbre y preguntaron si podían bañarse.

Era natural que desayunaran.

Después, la conversación fue tomando familias, cayendo en la intimidad de la relación de la pareja con miras a una boda a largo plazo, según afirmaron. Claudia no preguntó cuán largo era el plazo pero sí si estarían de regreso para almorzar.

«Son simpáticos», comentó después con la empleada.

A la hora del almuerzo llamaron para decir que se les estaba haciendo tarde y preferían quedarse en el centro.

«Son delincuentes, secuestradores, quizás qué más pueden ser, mujer», le dijo a Claudia una amiga que la llamó esa mañana al enterarse de la historia.

«Tienes una imaginación galopante», contestó Claudia.

«No sabes en qué te están metiendo», vaticinó la amiga.

Guiomar era callada pero firme en su forma de hablar. Antes de cenar pidió permiso para llamar a sus padres. «Soy hija única», dijo, como excusándose. «Van a pagar allá la llamada».

Claudia levantó antenas. «Debe ser el contacto», pensó; «tendrá un código para comunicar que ya están en terreno».

La llamada de la amiga y el desconocimiento aceleraron sus latidos.

Después, durante la cena, era un manojo de miedo.

Mientras Guiomar y Ricardo estaban al lado del teléfono, Claudia hizo gestos a Pedro para señalarle que la cosa tenía que terminar. Pedro la llevó a un lado. «Mami, son unos pocos días, no tienen dinero; piensa que nosotros también nos largamos de ese modo cuando nos tienta la aventura...»

Ella no respondió. Era su forma de decir que sí, pero sin comprometerse.

Al otro día, Ricardo entró en la casa, solo (Pedro le había dado su llave). Dijo que Guiomar no se sentía bien, «algún desorden estomacal», precisó.

«Lo único que me falta», pensó Claudia, «un aborto en mi propia casa; vendrán sus padres, seré culpable de encubrimiento. Dios mío, quizás son delincuentes peligrosos, Bony y Clyde, amor a punta de escopetas, el aire se llenará de balas, habrá plomo para todos...»

Lo peor es que dijeron que les gustaba mucho el país, que se habían tomado un año para recorrer distintos lugares y conocer con tranquilidad.

«Es el colmo; yo ando corriendo para calzar un día con otro y ellos se toman un año».

Claudia estaba a punto de reventar, pero nada había en la conducta de los jóvenes que pudiera reprochar. Llegaban al atardecer y no volvían a salir.

Al día siguiente era el cumpleaños de Claudia. Guiomar entró en la mañana, ya repuesta, con una  caja de bombones. Claudia casi tuvo un ataque de conciencia, pero un resto emancipado levantó la sospecha de que podían estar rellenos con alguna droga.

«El chocolate me cae mal», pensó decir, pero la cara de Guiomar parecía trasparente a pesar de los pequeños pozos del cutis, así que tomó la caja, «gracias», la abrió y ofreció uno a Guiomar. Ella, sonrió e hizo un ademán cómico señalando la cara. Claudia tomó uno e hincó el diente en la punta: no pasó nada. Llegó a la mitad y retrocedió: el licor cayó al suelo. «Menos mal», pensó, «ahí estaría la droga», pero no le dio largas al pensamiento y terminó el chocolate. Se sentó para esperar el efecto. Guiomar estaba entre divertida y extrañada.

«¿Se siente mal?», preguntó.

Claudia hizo un movimiento indefinido con la cabeza. En ese momento el timbre del teléfono tembló el aire.

Todos corrieron a descolgarlo. Lo tomó Claudia.

Era Ricardo. Quería hablar con Guiomar.

Claudia interrogó con la mirada. Guiomar explicó que no querían molestar tanto y Ricardo había partido temprano para hacer algunas averiguaciones sobre hospedaje.

«Mentira», pensó Claudia a punto de sentir los efectos de la droga.

Guiomar colgó casi de inmediato. «No encuentra algo que podamos pagar».

«Pero, ¿cuál es el problema si ya están acá?», preguntó Claudia con la duda y la ironía hecha ojos.

«Bueno...», balbuceó Guiomar.

«Me siento mal, muy mal», alcanzó a decir Claudia, disponiéndose a un desmayo. «Tengo que saber la verdad de algún modo».

El timbre de la calle.

Todos corren.

Claudia regresa del desmayo.

Dos hombres en el portón dan vuelta un llavero en las manos.

«Son ellos», piensa Claudia. «Interpol, policía de narcóticos, ley antisubversiva, cae familia entera que protegía a escapados de la justicia».

Llegan al portón en patota.

«Tenemos una oferta por la casa», dicen.

Ella recuerda lo del aviso en el diario, pero regresa a la casa. Los otros despiden a los hombres.

El teléfono de nuevo. Ricardo otra vez. Que encontró una pieza, que viene a buscar a Guiomar.

«Tienen que esconderse, seguro», piensa Claudia.

Pedro la mira con reproche.

No dejará que se vayan. Tiene que llamar a la policía. Otra vez el teléfono. Es la amiga. Que hay dos prófugos con las características de los que están en su casa. Claudia recuerda que no dio a su amiga ninguna característica. Cuelga sin terminar la conversación, busca una aspirina, come otro chocolate y se dirige a la pieza del fondo.

Guiomar está juntando sus cosas. «No volveré a leer los diarios ni hablar con amigas», dice, enfáticamente, mientras hace ademán de quitar a Guiomar la mochila, pero ella se resiste. Se entabla una lucha y la mochila avanza y retrocede, gana y pierde en un ir y venir de rabia. Claudia se espanta cuando escucha un «tic tac» extraño, un «tic tac» sin tiempo preciso, más bien «tac» que «tic». Claudia ya se siente levitar en el aire pero la explosión tarda como si jugara con su aguante o paciencia, hasta que el cierre de la mochila revienta y vuela el contenido. Un viejo despertador queda tiritando en el suelo hasta que Claudia lo silencia con un pisotón.



 


Sueños de sillón

Cuando las piernas no pudieron más en su lucha con el vello ensortijado rubio-pelirrojo, te pusieron pantalones largos. Pasaste a ser «joven», como se los llamaba entonces, y todas las veces que alguien se dirigía a ti con ese término pasaba lo mismo: una llama carmesí cubría tu rostro y las palabras eran tragadas, como las aspirinas.

Ocurría generalmente a los quince años (eso del cambio del largo del pantalón) pero a ti te lo pusieron un año antes por el metro setenta y lo demás. Se alejaba así la posibilidad de que tu padre te dijera: «te daré una patada en el trasero» por cualquier comportamiento fuera de lugar o de línea. Sólo: «te daré una patada».

Era parte de la transformación que muchas cosas sufrirían en adelante.

Eso de ser «casi hombre» o «ya no eres un niño» cargaba la espalda de responsabilidades imprecisas, resumidas en un levantamiento de cejas que más bien eran signos de sorpresa.

Se te ocurrió pensar cuál sería el siguiente paso, si una metamorfosis detrás de otra iría cambiando tu aspecto o eso del pantalón sería lo más importante que te iba a suceder.

Te costó acostumbrarte y muchos espejos tuvieron que sufrir actitudes extrañas, poses diferentes para que empezaras a sentirte cómodo dentro de esos «embudos individuales», como se te ocurrió llamarlos.

Tu madre te dio un breve discurso sobre los riesgos de los que había que alejarse para no terminar con las rodillas perforadas y las asentaderas brillosas.

Era la época en que los parches no eran adhesivos ni venían redondeados homogéneamente. Un mal paso y uno quedaba con la condena impresa hasta que se presentara la oportunidad de un pantalón nuevo.

Eso significaba el alejamiento de la cancha de fútbol, la que se armaba en cualquier barrio donde hubiera un número suficiente de varones. Para esos momentos había que ser previsor y no dejar todos los pantalones cortos en herencia al hermano que seguía en línea directa. La reserva era importante.

Pero, te acuerdas bien -con esa «memoria de elefante» que era tu mejor cualidad, decían, pero que recién de grande lo entendiste- del día en que, paseando con el traje de lino blanco -habitual entonces-, la corbata calzando la nuez, los zapatos de los domingos y la colonia de tu padre -la inglesa, que después no la podías soportar-, no te diste cuenta de cómo se te montó el indio cuando en el espacio entre tus ojos e Isabel se cruzó Joaquín y ella, entre niña y mujercita halagada hasta las trenzas, dio una mejilla sonriente -con su correspondiente ojo- a cada uno a cada lado, moviendo la cabeza sin precisar el alcance de las primeras emociones sentimentales de pantalones largos.

En plena plaza, con la retreta tocando «Sobre las olas», terminaste con el blanco del traje en un abrir de rodillas que dejó ver el raspón correspondiente.

Empezaste a usar, para salir, el pantalón azul del colegio con la chaqueta blanca, cuando esas combinaciones no estaban aún de moda.

¿Te acuerdas?

Eso sí, hubieras querido tener los zapatos de dos colores que eran el último grito, las terminaciones más perfectas para cualquier «embudo» que se respetara.

Para eso había que esperar, pues también estaba en relación con la edad. Se necesitaba un asentamiento de voz exenta de chillidos ocasionales; una espera de dos a tres años.

Entonces los usaste, a pesar de que la moda ya estaba pasando de largo.

Te morías por la bufanda a lo Gardel, pero te daba vergüenza. Era casi una petulancia, pero querías sentirla, envolverte el cuello y torcer los ojos para ver, en tu fantasía, la fila de niñas desvanecerse hasta quedar apiladas a tu paso.

Lo hiciste.

Te la compraste en esa casa antigua, «El Gato Negro», donde todo se veía en semipenumbra, con un constante olor a húmedo, fresco. Sólo te la ponías delante del espejo y después la guardabas con cuidado en el fondo de un cajón para que nadie la viera.

La tienes todavía. Sólo que dejó de ser blanca.

Seis mesadas te costó.

Pocos tenían automóvil entonces. Se caminaban las calles sin llegar a horario a parte alguna, porque las calles tenían gente y la gente se conocía.

Con los automóviles se ajustaron los relojes, se midieron velocidades, se llegaba a tiempo, se empezó a saludar con la mano desde el vehículo o a caminar las calles sin detenerse.

Se transformaron las costumbres.

Aun así ¡qué no hubieras dado por ponerte un automóvil, bajar la ventanilla y sacar la cabeza para que te vieran!

Te olvidaste de los calcetines hasta las rodillas, «medias tres cuarto». Llegaban hasta casi coincidir con la basta del pantalón corto, una caricatura de hombre a medio hacer. Cubría el vello, eso sí, pero esa botamanga ancha no impedía que en invierno se te congelara el interior.

Era una sucesión de penas para alcanzar el trofeo de ratificación de la hombría. Pruebas de resistencia, quizás.

A lo mejor hubieras preferido seguir con esos bucles que te hacía tu madre por la angustia de no haber tenido una niña. Te peinó así hasta los seis o siete años, cuando la equivocación de los demás empezó a ponerte en aprietos.

Queda esa foto con el traje de marinero. La tomaron como último testimonio fallido del deseo de tu madre. Después te cortaron el cabello «a la garzón», mucho antes de que se convirtiera en moda femenina.

Se acabaron muchas cosas. ¿A quién le interesan ahora las retretas o que alguna vez las calles fueron empedradas?

Ni qué decir de las pelotas de trapo, por más que ese invento superó al plástico y a la goma.

Eran otros... no, no te pongas sentimental ni nostálgico. Es sólo «la vida», como decía Chejov, porque para él una zanahoria no era más que eso, sin necesidad de explicación; y la vida igual. Del mismo modo te miras los cabellos grises y piensas en lo que fue y en lo que no llegó a ser, te pasas la mano por la cara y notas que los dedos se hunden en algunas partes. «Son cosas del tiempo, más bien», terminas como broche de balance general sin estar muy seguro, con ese leve sentimiento de «aquello fue mejor» sin darte cuenta de que lo aprendido se pisa con mayor seguridad. Esa es la diferencia.

Son esos sueños de vuelta de rueda y empuje de pies. Basta un minuto y se me viene lo de atrás para adelante, y lo de adelante... bueno... ¡Qué tarde se ha hecho!

Hay sueños de café, de banco de plaza, de cine, de consultorio de dentista, pero ninguno puede compararse con los de sillón.

Se levanta, se pone el abrigo y sale para cortar el viento con su cuerpo. «Tanto sillón adormece las piernas», murmura, cerrando la puerta.



 



El tío Federico

¡A quién se le podía ocurrir meterse en el negocio de caballos! Al tío Federico, por supuesto. Daba la impresión de saberlo todo, o tal vez se metía en empresas extrañas para aprender. Con esa sonrisa que bajaba del costado derecho de la boca, manteniéndola oblicua, uno no podía saber qué pretendía. Creo que era algo así como una fascinación por la duda, por el desafío porque sí, sin lugar a pensamientos posteriores.

Compró el caballo a sola vista. «Tiene mirada sincera», dijo. Cuando se presentó en la casa prendido de las riendas, diciendo que por un tiempo lo tendría en el jardín de atrás, la tía Maru, con esa voz que le salía «de los intestinos», según la familia -cuyo significado lo comprendí de grande- dijo: «el caballo o yo». Pero el tío había nacido caballero y guardó silencio de caballero. Le hubiera faltado el bigote y quizás un apoyo en un bastón de adorno con empuñadura elegante.

A la tía Maru la conoció justamente sobre un caballo. Tal vez por eso le pareció alta y delgada. Las cosas cambiaron cuando se bajó torpemente y el tío Federico tuvo que sostenerla para evitar un espectáculo vergonzoso. De todos modos, lo fue para esa época pues, como dibujos animados, salieron la abuela y la madre de detrás de arbustos de utilería y, antes de que el tío pudiera reaccionar, le vendieron lo que había estado sobre el caballo.

Quizás por eso quedó con una afición no concretada, la que, sin embargo, no alcanzó la categoría de  trauma porque tampoco era la época. Si me hubiera contado una de sus tantas historias que escapaban a toda imaginación, si hubiera dicho que la ganó a la tía Maru en un juego de dominó -su pasión de siestas tórridas en «La Estrella»-, le hubiera creído.

Hacía vivir cualquier hecho no ocurrido con el solo requisito de pasar por su boca. Cuando, en el colmo de la excitación, torcía los ojos -cada cual hacia su extremo opuesto- para después hacerlos converger en el tabique de la nariz, no se necesitaba más para redondear una niñez consumada.

El caballo no sólo fue terminando con las flores plantadas por la tía Maru sino que, en paseos majestuosos, a cabeza y cola levantada, dejaba caer -como salida de un molde- la bosta cuyo olor iba levantando capas y capas de ira desconocidas en la tía Maru; y, si bien Federico insistía en la calidad insuperable del abono, Maru lo rechazaba, igual que al animal.

No eran tiempos de alimentos balanceados para animales -tampoco de puertas de servicio-, de modo que Federico encargó, recuerdo, media camionada de alfalfa que hubo que hacerla entrar por la puerta principal -la única- con desesperación de Maru pues, como si el tío se lo hubiera propuesto, la alfalfa llegó después de haberse baldeado el piso.

Temprano en la mañana, Federico salía a caminar con el caballo. Regresaba montado sobre la bestia, conversando con ella como si fuera un miembro más de la familia. Se llegó a comentar en el vecindario que el tío Federico no era muy normal. Creo que Maru pensaba lo mismo.

La tía tenía un arma que manejaba en cualquier tipo de guerra: la risa. Era una risa con sabor a nada, entre nerviosa e histérica, sin atisbos de contento. Pero parecía conformar al tío, o quizás darle  pie para sus evasiones incomprendidas. Cuando sugirió que al caballo le faltaba pareja, a Maru casi hubo que ponerle camisa de fuerza. Pero no volvió a colocar al tío en la disyuntiva de la elección porque empezaba a sospechar algunas cosas.

Federico trajo un segundo caballo que entró, orondamente, dejando una estela de doble apariencia reflejada en el brillo del piso.

Hubo que deshacer el gallinero para acomodar a los caballos, en medio de un griterío infernal, mezcla de las quejas de Maru, del relincho de las bestias y de las plumas de pollos y gallinas que volaban junto con el cacareo por el allanamiento inesperado y el despojo de propiedad. Después de todo, no había casa que se respete que no tuviera su gallinero en ese entonces.

Los pequeños columpios de apoyo de las aves se desarmaron y, después de un andar ofendido por el patio y sus alrededores, buscaron las ramas del árbol de aguacate para pasar la noche. Un ave rebelde se ubicó sobre el lomo de uno de los caballos, sin pestañear.

El tío se encargaba personalmente de darles de comer y de cepillar con cuidado su piel hasta conseguir un lustroso acabado. Pidió media camionada más de heno, con lo cual el jardín quedó disfrazado de caballeriza. Los estaba preparando para una carrera que iba a realizarse por primera vez en el estadio de la ciudad.

Nadie imaginó que los vientos podían jugarle una mala pasada, torcerse para arrear con todo el frío traído de lugares alejados como si fuera castigo por su inclinación por los caballos. Primero estornudaron en forma de relincho, después empezó a caérseles un  líquido blanco de los ojos y la nariz hasta que se echaron sobre un montón de alfalfa sin ganas de comer.

Nunca había visto al tío tan desesperado.

Hablaba pronunciando sólo dos palabras: «inversión» y «pérdida». Se trasladó, con un colchón viejo, al establo improvisado, olvidándose durante varios días de la tía. Se había llevado el despertador para cumplir con el horario de las medicinas.

Pero no hubo caso.

Los amigos más íntimos se reunieron para darle su apoyo cuando sacaron a los caballos, arrastrándolos a lo largo del patio y del zaguán para ubicarlos en la carreta. El tío se sentó al lado del pescante. No sé a donde los llevó. Cuando regresó, no tenía los ojos desviados ni la boca oblicua. No era la primera vez sino una más en su larga cadena de perderlo todo.

El gallinero volvió a ocupar su lugar y las aves descendieron del árbol de aguacate.

Unos días después, el tío partió. Se instaló en la primera ciudad al otro lado de la frontera «para hacer lo que venga y desde cero», como dijo, partió solo. Después mandaría a buscar a la tía Maru, «cuando se le calmara la rabia».

Al pasar el tiempo, sin que «la rabia se le calmara», la tía juntó sus cosas y fue a reunirse con Federico, a pesar de que a ella no le gustaban los comienzos desde cero.

Esto fue hace mucho, cuando sus años no eran tantos y los míos podían contarse con los dedos.

A veces, un relincho ocasional de caballos -que aún recorren las calles de algunos lugares- me tuerce violentamente la cabeza y, por más que me digo que no puede ser, el tío Federico está sobre uno de ellos, poniendo bizcos sus ojos e inclinando la boca; y río como caballo porque ¿quién más que yo sabe que todo puede ser con semejante tío?


 


Efectos especiales

He atravesado la barrera del sonido. Así llamo a esas decenas que conforman la mitad de lo que no me animo a mencionar pero que siempre se escribe en números romanos.

A veces el descuido hace que cambie la posición de esas cifras y me resulta tan insignificante como la imagen de un pájaro con las alas plegadas.

«Enfrentar» y «asumir» son dos vocablos de moda que rellenan, en forma inteligente o asertiva, cualquier frase moderna.

Claro que el que enfrenta asume -pienso-, siempre que sea «puntual». Ahí sencillamente cerramos la boca y abrimos los ojos de nuestro interlocutor.

Regreso a esos años ingenuos, ignorantemente ingenuos, con horas marcadas para dormir y levantarse, puertas de tranca puesta para que los asaltantes de niñas púberes no puedan trasponerlas al filo de la noche.

Vuelvo a esas miradas que parecían caer de las ventanas y azotarse contra el pasto, iniciando carreras de cien millas para descubrir sospechas y ser presurosamente acalladas por el «fru-fru» de labios maduros.

Y el menor saber era causante de estupores cuya prolongación duraba lo necesario para asentar lo recién aprendido.

Eran etapas tan marcadas como las horas, sin posibilidad de saltarlas, por causa de esas cuidadoras de lo que se debe hacer o no, quienes hacían imposible cualquier truco.

 «A menor conocimiento mayor provecho», parecía ser el axioma difícil de probar.

De cuando en cuando, algún libro -introducido a pesar de la censura- causaba fiebres visibles, de ésas que vienen con su tinte propio y adornan caras que querrían estar debajo de algún mueble.

«Son cosas del crecimiento», eran frases que encendían algo más que la cara, haciendo tragar esas palabras imposibles de decir que ahora sirven para unir otras, aunque con el significado disminuido.

Eran quizás «otros tiempos», por más que bastaba observar esa repetición encadenada quién sabe a qué dioses o designios para empezar a dudar de lo que se dice como al descuido, como pasando de largo.

Entonces las abuelas eran tales por fecha, por época por imagen, por antiguas, por comodidad... Eran el trampolín para pasar por encima de madres muy ocupadas en el vestuario de los hijos en varias medidas, en los quehaceres diarios, en la cotidiana mediterraneidad de sentimientos manifestados de ese modo.

El «pregúntale a la abuela» hacía ganar tiempo cuando la respuesta era escasa o inapropiada y las palabras preferían el encierro, por estériles...

La vuelta atrás parece necesaria en algún momento, como apoyo, búsqueda o cuestionamiento de lo conocido.

Veo que no se desprenden efectos que continúen alguna acción dejada en suspenso. Es una reconfirmación de lo ya vivido, experimentado, patrimonio hecho de conocimientos algunas veces decepcionantes. Es la cosa que no puede ser compuesta, porque no tiene arreglo.

Aun así, hay una especie de placer mórbido en querer seguir vadeando esas aguas estancadas.

La meditación termina en forma abrupta bajo el signo del presente, un tiempo que corre parejo con la edad, imposible de acelerar o detener, una prueba de paciencia frente a esa orilla sólo vislumbrada en medio de un borrón que detiene igual quela bolilla «no va más», y el aguijón está puesto en todo momento y los brazos listos para bracear esa bruma.

Y se cae en redes de sirenas que ostentan cristales multicolores con la forma del mundo, llenando deseos incontrolados de conocer cualquier verdad antes de la hora.

Con pasos débiles, como enfermo sin cura, camino lo que falta -porque siempre sigue faltando algo hasta la caída de las manecillas por descompensación del mecanismo.

La vuelta atrás es un problema de evasión del mecanismo, creo.

Se plantan semillas y cosechan réplicas de uno mismo en una programación de cifras que van en camino de ser manipuladas y archivadas, hasta con número de serie, para mejorar el servicio y facilitar el pedido.

Quizás sea bueno no enterarse de cómo serán las futuras cosechas.

Veo algunas réplicas mías en meditación idéntica, sonando en reverso, echando de menos esos cuadrúpedos inteligentes que, según dicen, nos precedieron.

No habrá «tarzanes» al otro lado de esa línea, sino robots empeñados en la búsqueda de algún resto de árbol para poder columpiarse.

Volveremos a esas extensiones sin límite de ojos, buscando algún semejante que justifique nuestra presencia.

Pienso si las abuelas también han pasado por lo que llamo «el cruce de la barrera» -la del sonido-,    por más que es un trasponer silencioso, casi con miedo de perturbar lo que ya duerme sin remedio.

Me doy cuenta de la caída en un juego solitario que ha sido probado en alguna oportunidad por quien más o quien menos.

Quisiera revolver una gran olla puesta sobre el fuego con todo lo que sé adentro y que en el punto de ebullición vayan saliendo mensajes al aire, como en las tiras cómicas, con los números precisos para saber en qué cuadrado poner el pie en esa rayuela que tendrá que ser jugada.

Desde ese cruce, veo que funciona el laboratorio y salen «efectos especiales» de una ficción que ya no parece tal.

Creo estar salvada por esa parte indígena que pusieron en mi cocción original.

Recuesto el cuerpo en un «tótem» que sonríe y veo, más allá, alguien que fuma una pipa larga como queriendo llegar quién sabe a qué extremos con sus señales; y tiene cara de «tótem» también.

Los tambores resuenan en esa elevación hueca, artificio de algún mago creyente, y me van sumiendo en las alturas de cierto letargo.

Me duermo pensando en qué lugar voy a despertar.



 

Vencimientos

«La dejé acá, encima de la cómoda, no ésta, la otra, más alta». Martina mira el lugar vacío. «Había que pagar la cuenta, tiene vencimiento».

«Quizás la tormenta de anoche...», dice Bernarda.

«A ventanas cerradas no funciona el viento», contesta Martina.

«No hay necesidad de que te pongas así».

«Claro que no. Sólo que no será fácil vivir en la oscuridad, dormir en ella sabiendo que no se la puede interrumpir».

«No es para tanto».

Martina no responde. Juega altos y bajos con la cabeza, con el cuerpo, revuelve papeles, bate polvo acumulado, vacía carteras nuevas y usadas, encuentra lo que no busca, cosas perdidas hasta en la memoria.

«El papel desapareció».

«¿Estás segura de que tenía fecha?»

«¿Hablas en serio? ¿Has visto alguna cosa que no tenga fecha? ¡Mírate al espejo!»

«Cuando te pones así eres inaguantable».

«Para que reacciones de una vez por todas y te des cuenta de que existe lo que se llama orden. A lo mejor no lo pusiste donde dices».

«¿Estás insinuando que algo me falla?»

«A ti no se te puede decir nada».

Martina se lanza en una verdadera batida de limpieza, un movimiento de techo asuelo, de pared a pared, buscando. Desdobla papeles arrugados, se interna  de brazo entero en el tarro de basura, se agita en varias velocidades.

«Por lo menos no te pongas en el paso», choca con Bernarda en el corredor.

Martina desaparece en la despensa. «Hace tiempo que nadie se preocupa de este lugar», cuela la frase por la puerta a medio abrir. «Hay cosas que se han terminado, otras que hay en exceso. ¿Es que no puedes llevar un control de esto por lo menos?»

Bernarda no contesta.

«¿Me oyes?»

«Te oigo».

«Podrías intentar una respuesta».

«Mea culpa, mea culpa».

«Eso se dice sin ironía».

«Martina, me sacas de quicio».

«Ahora yo tengo la culpa; todo porque no te gusta que te señalen tus faltas».

«¿Qué faltas?»

«Bernarda, por favor, compórtate. Hace tiempo dejaste de ser una niña».

«Soy mucho menor que tú. ¿Crees que jugando con eso de la edad me vas a confundir? Tengo memoria de varios animales juntos, no sólo de elefante».

«¡Vaya la novedad!»

«No te burles».

«No me burlo. Pero entonces, ¿dónde está el papel?»

«Tú lo escondiste; lo haces siempre, lo hacías antes. Bien que recuerdas que la pianola dejó un día de funcionar y mamá la abrió para encontrarla atascada con papeles chicos, grandes; todo por ponerme en aprietos».

«La pianola dejó de funcionar porque los ratones hicieron su cueva adentro».

«Mamá habló de papeles».

«Sólo para conformarte y que terminaras con ese llanto que ya duraba días; los ojos se te habían cerrado por la hinchazón. Parecías un sapo a punto de volar en explosión irremediable.»

«A ofensiva, nadie te gana. ¿Encontraste el papel?»

«Lo estoy buscando, lo puedes ver».

«¿Estás segura de lo del vencimiento?»

«Por supuesto. Estaba bien claro: pagar entre el 7 y el 9».

«Esas son las terminaciones que siempre buscas para los billetes de lotería».

«Una coincidencia, Bernarda, una coincidencia».

«Pero si tú no crees en las coincidencias. Las llamas: «lo que debe ser, la fatalidad de cada día».

«No son palabras mías. Las tomé prestadas. Mamá las solía decir».

«¿Has buscado bajo los colchones?»

«No estamos jugando al cinto escondido; se trata de un recibo importante. Nos pueden cortar los ojos».

«Sólo la luz, Martina; no es lo mismo».

Bernarda se distrae en la ventana. «Esa mujer de al lado está de nuevo con visitas raras. Es como si hiciera un muestreo de hombres de distintas edades. Seguramente no tiene problemas de vencimientos, de papeles, de todo eso que vuelve difícil el despertarse. Es como chocar con obligaciones».

«Bernarda, deja a la vecina y sigamos con lo del papel».

«Parece contenta. Mira, nada de labios fruncidos. Tiene la boca roja, grande, con ganas de tragarse el mundo de un solo bocado. Reparte besos como si le sobraran. ¿Se puede querer a tantos a la vez, Martina? Mamá decía que con uno bastaba; es una vacuna para toda la vida, afirmaba. Nunca se pintó los labios o   la cara y la risa la llevaba para adentro, como vergüenza del corazón».

«Ya caíste en tu nostalgia de ventana abierta. Ven, nos falta revisar la pieza de costura».

«No, Martina, me cansé. Dejemos ya esto. Mañana nos toca lo del teléfono, pero esta vez serás tú la que lo deja descolgado y yo te lo hago ver. Pero mira, ¡sí parece procesión de 8 de diciembre!».

«Cierra la ventana, Bernarda. No nos conviene el fresco de esta hora».

Bernarda afirma el pestillo y corre la cortina. Retiene un borde y sigue observando a la mujer de al lado. «Esas son las que pervierten a los hombres, los pierden hasta que se destrozan por dentro y por fuera», cree escuchar.

Martina ya está en la mecedora.

Bernarda ocupa la suya y ambas se mueven a un mismo ritmo, distrayendo el tiempo, recortándolo en figuras como las de papel, hasta el juego siguiente.



 


Aguaceros impúdicos

Salgo a la puerta de calle para ver correr el raudal que cubre el pavimento.

Las veredas quedan ocultas después de esas lluvias que caen sin pudor, como desborde pasional de esas 11.000 vírgenes, si alguna vez existieron.

Llevan gran velocidad. Parecen ríos fuera de lugar.

«Cuidado, puedes desembocar en el mismo puerto», viene una voz del fondo, pasando por el patio y luego el zaguán. «La última vez arrastró un automóvil con todos sus ocupantes. Nunca más aparecieron».

La casa tiene un umbral ancho, un poco más alto que la vereda. Para entrar en el zaguán hay que bajar un peldaño. A veces el agua lo sobrepasa y las corridas parecen espanto de desquiciados que, al final, no impiden que todo se moje en esa lavada general. Se necesitan varios días de buen sol para que se pueda volver a respirar en seco.

Los sueños se vuelven húmedos y las sábanas, frías, conducen el tiritón hasta que los ojos se abren en un relámpago imprevisto.

Se hace difícil imaginar que pueda caer tanta agua.

Son lluvias que hay que vivirlas, extendiendo los brazos para que las gotas grandes, que caen borroneadas, se incrusten fríamente en los poros, produciendo una sacudida de cuerpo que repercute en el corazón.

No funcionan los barcos de papel.

Quizás no resisten tanto peso.

Después, cuando allá en lo alto cierran la llave, se levanta una brisa fresca y se busca algún chaleco, para seguir parado en la puerta, mirando sólo un punto del raudal -que aún continúa violento- mientras corre el pensar y colma el alma, compitiendo con el desborde.

Muchos vecinos hacían lo mismo.

Una conversación cruzada hasta donde llegara la voz, era parte del fin del aguacero.

Así, después del tema de las inundaciones caseras, venía el de las vacunas y enfermedades infantiles para terminar en comparaciones de notas de colegio y en el mayor o menor rendimiento del alumno en la escuela del barrio.

La lluvia era un modo de vida, una necesidad social, un encuentro obligado por el cese indispensable de cualquier otra actividad del momento.

La doctora Mernes, en línea oblicua a nuestra casa, se instalaba de cuerpo entero en el balcón, vestida con su delantal blanco en compañía de su sobrina, ambas contemporáneas. Se decía que su influencia era tal que de puro miedo la sobrina no se había casado, y los pretendientes que llegaban eran compartidos a la luz del día, en pleno balcón.

Era una mujer de sonrisa presente y ojos oscurecidos por cejas espesas, ocultas quién sabe en qué peldaño antiguo, una enciclopedia de aconteceres del barrio afirmados por movimientos de la cabeza de Niní, la sobrina irremediable.

Parecían unidas por un cordón sin posibilidad de soltarse, en un barrio donde siempre hay más ojos de los necesarios, y Niní cayó bajo algún par de enfoque preciso, diurno y nocturno, insistiendo en que la hinchazón de su vientre era bastante natural, lo que se ratificó con su ausencia.

«Se fue a Europa», dijo la doctora Mernes, sin caer en cuenta de la lejanía de ese continente en aquella época o juzgar necesaria otra explicación.

Niní no regresó, porque a veces la cara no es suficiente para enfrentar algunos hechos.

Nadie se enteró del verdadero lugar de destino donde pagaba su pena.

Frente a nuestra casa habitaba Franca, profesora de piano, con su hermana Fedora, funcionaría pública sin conocimiento de música, pero quien, sin embargo, corregía de oído cualquier traspié de los alumnos.

Uno no sentía miedo al no llevar la lección estudiada. En una sala, siempre en penumbra, con muebles oscuros que se iban mimetizando con esa penumbra en cómoda asociación, el piano parecía irrumpir como resultado de algún encantamiento. Franca entraba después de una espera del alumno de por lo menos diez minutos, inundando la pieza y el piano con esa colonia comprada por litro y repartida en frascos pequeños de distintas marcas francesas.

Cuando el olfato lograba la abstracción del aroma, recién era posible concentrarse en el teclado.

Algunas notas del piano, demasiado antiguo, tenían el sonido tan desgastado que daba igual reemplazarlo por otro y, en general, la fuerza era necesaria para arrancar alguna respuesta del instrumento dormido.

Los sábados, al calor de los casi cuarenta grados a la sombra de los árboles del jardín y en la modorra de ojos a punto de caer en sopor incontrolable, eran dictadas, de un libro maestro, las clases de teoría que quedaban escritas prolijamente pero nunca aprendidas.

Fedora intervenía para reprender la falta de atención, haciéndonos saltar con su voz marcada por la soltería y la desesperanza.

Franca tuvo una hija; en momentos de nostalgia sacaba el álbum de fotografías en sepia para certificar su condición de casada, con traje de novia y todo. El marido desapareció un día, tentado por un barco con la proa vuelta en dirección a tierras exóticas. Llegaron cartas que el tiempo destiñó, resquebrajándose el papel por falta de oxigenación.

Qué pasó entre la doctora Mernes y Franca y Fedora nunca salió a luz, a pesar del entrenamiento de los postigos de entonces, con una parte movediza que incitaba incluso a los de principios inamovibles, pero no se volvieron a dirigir la palabra a pesar de la costumbre marcada por los aguaceros.

Más allá, siempre en la vereda de enfrente, la familia Jericó, todas bordadoras profesionales y solteras, también de profesión. Franceses de nacimiento, se movían dentro del silencio susurrante de su idioma, parecido al del continuo frotar de telas extensas al pasar por los bordados de esas máquinas que no llegaron a conocer el descanso.

Eran dos hermanas y un hermano casado; la convivencia los igualó de tal forma que, de niña, siempre los creí hermanos a todos. Gozaban, en familia, el espectáculo de las calles y veredas anegadas y nunca dieron pie, ni siquiera por descuido, para que se hablara de malos hábitos en ellos o de falta de decencia. Era tranquilizante verlos al final de la tarde, en otra costumbre consumida por el tiempo, sentarse en la vereda en esos sillones de mimbre, de respaldo alto, para frenar el trajín del día. Daban la impresión de haberse trasladado con una parte de su tierra de origen.

A los Stefan los teníamos al lado; ellos rara vez participaban en los encuentros callejeros por disposición expresa del padre, cuidador a rebenque puesto  tanto de la estirpe como de la virginidad de las cuatro hijas.

Un nexo más estrecho que con los demás vecinos se estableció entre los Stefan y los Hernández, una especie de religión comulgada a la misma hora y del mismo modo, quizás buscando -la parte Stefan- esa tranquilidad y paz superiores de las que estaban impregnados los Hernández y que salía de alguna manera por el zaguán angosto, envolviendo a los transeúntes.

Pocas veces tuve la oportunidad de ver de cerca, en la intimidad interior, el desarrollo de esa forma especial de vida difícil de calificar; más bien podría llamarse «un todo de partes iguales», siempre iguales, llevando una existencia iniciada con marcas y caminos conocidos. Al igual que los Jericó, tenían el culto de la armonía de sonidos y las consonantes encontraban la vocal apropiada, sin aspavientos.

En la casa de los Hernández -a quienes algunos llamaban «predicadores del silencio», o «depositarios de la religión»- he aprendido cánticos y rezos, totalmente ajenos a los míos, con los que caía en sueño, cantándolos a voz en cuello.

Pero pocos buscaban al Morochón fuera de las necesidades obligadas. La despensa -como ya se comenzaba a denominar al almacén- era el primer golpe de vista apenas nuestra puerta era abierta. El olor del «maíz pichingá», en salto constante, era su mejor propaganda.

Amplio de formas, de cara, de ojos, de todo, parecía una torta aplastada por falta de levadura. Era persona para «tratos de almacén y nada más», como alguien dejó escapar en un descuido de boca o de lengua. Por sus características especiales y su eterna sonrisa, le llamábamos (los niños del barrio) «el  tótem riente». El vocabulario se le había detenido por falta de uso, por el trabajo comenzado antes de tiempo. Después dijo: «todo se pierde cuando el momento se acaba», y siguió con su pequeña empresa.

Era, sin duda, un barrio interesante, de naturaleza circunscrita por la época.

Otros vecinos se pueden mencionar solamente pues sus puertas rara vez eran abiertas, quizás para evitar dar paso a confianzas indeseadas. Los automóviles llegaban, a través de grandes portones accionados por manos invisibles, hasta el fondo de la casa donde recién descendían sus ocupantes.

Como risa divina, el señor Winka y su familia.

El señor Winka era mecánico dental y se conocía con nuestra familia desde antes, es decir, antes de llegar a América con los mismos blasones de pobreza. Se daba con todos, lo quisieran o no, con esas maneras venidas de otros lugares donde sufrió en cuerpo, y alma. «¡Como para seguir arrastrando penas!», decía. «Terminaría envuelto en esas camisas que cuesta desatar». Así que, ajeno a linajes o «situaciones económicas nómades», repartía su buen humor, su bondad, mostrando los dientes bordeados en oro.

Al final de la calle, justo frente a la de doble tráfico «cuidado al cruzar», cuando íbamos a la escuela pasábamos por la tostaduría de los Poletti, llena con el ruido infernal de grandes máquinas y el aroma incitante del café y la cocoa repartidos generosamente por el barrio.

La compra era otra cosa. Funcionaba a balanza implacable, sin inclinaciones ventajosas para el cliente, bajo la mirada sin pestañeo de la abuela Poletti.

La casa de los Arza estaba más alejada, pero en la misma cuadra. Era la que me hubiera gustado cambiar por la nuestra.

Puesta en un trono, al final de una escalinata de innumerables peldaños, no tenía problemas de inundaciones; sus habitantes observaban el desplazamiento mundano de los raudales como desde un palco.

Con las ventanas siempre cerradas, daban la impresión de no enterarse del vaivén cotidiano de la gente, del clima; sin embargo, lo sabían todo por esos canales antiguos: murmullos arrastrados por remolinos de voces.

También tenían su golpe de realidad con el almacén del italiano, justo al lado de la casa que ocupaba toda la esquina.

«A postigos cerrados se escribe la historia», decía la bisabuela cuando pasaba una temporada con nosotros. Era para asustar a la misma lluvia su protuberancia repartida en forma irracional. Después, cuando la conciencia reemplazó a esos estados insoportables de niñez sabelotodo, fue remanso para tantas cosas...

El barrio fue sufriendo los deterioros de la edad, el movimiento natural de habitantes que son empujados por el avance del comercio y la ampliación de la ciudad, como si algún raudal imaginario presionara la voluntad.

Muchos murieron «en sus trincheras», si se puede decir. No hubieran podido resistir más trasplantes.

Ahora son extraños los que miran desde ventanas sin postigos, como si de pronto la intimidad hubiera decidido retirarse a lugares menos visibles.

Pienso que son descendientes de los otros y me pregunto sus nombres. No, son extraños que viven en casas que desconozco, demasiado arrugadas para ser las mismas.

Me miran del mismo modo y tengo la sensación de que nada me queda allí por hacer.

Creo que si les contara que alguna vez el raudal cubrió veredas y se internó en las casas, que allí viví y fui testigo, que la gente, que las cosas... me mirarían sin comprender.

Es extraño, pues las lluvias siguen cayendo con la misma intensidad...

Recojo una flor campanilla, morada, de esas que caen del árbol por el peso de otras, como lo hacía mi abuela, y pienso, pienso si no soy en verdad ella.



 



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