ORGULLO DE FAMILIA
Cuentos de MAYBELL LEBRON DE NETTO
MAYBELL LEBRON DE NETTO : Nacida en Córdoba, República Argentina, radicada en Asunción, Paraguay, siendo niña. Casada, tres hijos, nueve nietos, todos paraguayos.
Lectora infatigable desde siempre, comienza su carrera literaria en 1982; en esa fecha escribe sus primeros cuentos y, más tarde, poemas. Participa en las actividades del Taller Cuento Breve y de los encuentros sobre Narrativa y Poesía dirigidos por el Prof. Dr. Carlos Villagra Marsal.
Es miembro -actualmente en la Comisión Directiva- de la Sociedad de Escritores del Paraguay.
Ex presidente de la Rueda Femenina del Rotary Club de Asunción. Ex presidente de la Asociación de Damas Argentinas. Ex dirigente del Movimiento de Renovación Cristiana (MIAMSI).
Primer Premio en el concurso "Veuve Clicquot Ponsardin", en 1989, con el cuento "ORDEN SUPERIOR".
Premio "Néstor Romero Valdovinos" (Diario Hoy), en 1993, con el cuento "GATO DE OJOS DE AZUFRE".
Premio "Voces Nuevas" (Diario última Hora), en 1994, por el poemario "PUENTE A LA LUZ".
Libros editados: "MEMORIA SIN TIEMPO", cuentos, 1992; "Puente a la luz", poemas, 1994.
En diarios y revistas culturales han sido publicados sus cuentos y poemas.
ORGULLO DE FAMILIA
Noche a noche, sola en la cama enorme, con los ojos abiertos fijos en el techo de sombra, me acosan los recuerdos.
Y lo veo en mis brazos como un fardo palpitante, deshecho. Ellos se habían ido; sólo encontré su mirada implorante y las manos aferradas al marco de la puerta. En el pecho, dos agujeros, su sangre espesa resbalando, resbalando. Abrazado a mí, lo arrastré al dormitorio. La voz me salió ronca de miedo y desesperación.
-Voy a llamar al médico y a la patrulla. No te mueras, por favor.
Un estertor acompañó al susurro: -No lo hagas, acabo de matar a un policía.
El sonido del reloj salpicaba el aire quieto mientras la mancha roja iba devorando la blancura de la camisa. Lo vi encogerse al oír mi grito ahogado; acaricié su frente.
-Tranquilo, no te agites. Escucho.
-Nos descubrieron. Tráfico de drogas.
Reculé. Miré su cara contraída, grasienta de sudor, las pupilas espiando desde la rajadura de los párpados. El rechazo y la lástima me aguaron los ojos. Algo estalló muy adentro: dejé de funcionar. De pronto, ese desconocido. Nuestros hijos, hijos de un rostro de primera plana. Intenté olvidar, estrecharlo en mis brazos, como antes. Ya no. Dolor, vergüenza, domingos al otro lado de la reja, y él dentro, pudriéndose. Desgraciado, todo fue engaño. El rompecabezas iba tomando forma, se volvía insoluble: entregarlo o perdonar. Me faltaba coraje. ¡Dios mío! El polvo, los brazos acribillados, la fiebre de la desesperación. Eran hijos de otros padres. Los dejaba morir de sobredosis, o de Sida, o amanecían tirados en algún callejón. Me vi ante la estufa encendida, con el café caliente, esperando, y me sentí estúpida. Lo habían herido por lo que era: un asesino. Su olor subía a las, narices con un cosquilleo dulzón: olor a parto o a muerte. Contemplé mis manos pringadas de sangre, de su sangre; el cuerpo perforado de prolijos redondeles, desbordando su savia. Debía cegar esos ojos diabólicos para que los suyos continuaran abiertos. Era un delincuente y yo, sin saberlo, dormía a su lado. La saliva, pegada a la garganta, me impedía respirar: vi mi rostro descompuesto en el espejo, con la boca abierta, los brazos colgantes. Presioné los algodones sobre su pecho para contener la hemorragia.
No quería huir del pasado como de un monstruo deforme y repelente. Ese amor era auténtico. No pudo ser chatarra. Nuestra casa, nuestros hijos, nuestro orgullo de familia. El galope desbocado en las sienes me llenaba el cerebro de destellos lacerantes; todo mi cuerpo latía en un temblor, que se fue aquietando. Mi mente comenzó a funcionar: un minucioso horror, como única salida. Y se lo dije.
No hay nada que esconder, ni saco llevabas puesto cuando te tiraron en la puerta; tampoco tenías armas. Haré pedacitos la corbata manchada de sangre: así correrá en el inodoro. Es lo único que puede delatarte. Diré que estábamos viendo televisión -yo sí estaba allí-. ¡Qué ironía! Pasaban El Padrino. Las balas quedaron dentro de tu cuerpo, no podrán buscar marcas en la pared. Esos mafiosos se llevaron hasta la manta en la que te trajeron envuelto. La vereda está sin manchas; se cuidaron muy bien de no dejar huellas.
Será nuestro secreto, tuyo y mío. Lloraré disfrazando mi espanto, sin mostrarles la hondura de mi pena y mi asco por quererte. Seguirás siendo el digno señor Monte. Una foto en el living, siempre con flores. En la mesa, ¡pobre papá, tan bueno! Y yo, con los ojos en el plato, asintiendo. ¿Lo hago por vos, por ellos o por mí? Llevaré la máscara hasta que la muerte me empuje a no sé dónde, con un único confidente, sin conocer su respuesta. Y cuando ella llegue, seré apenas una ráfaga errante camino del cielo -o del infierno. Todo por tu culpa. Tu infamia me salpica con su podredumbre. Por salvar a mis hijos quedaré manchada. Yo haré que puedan llevar la frente alta; firmarán tu apellido injustamente; el mío, el de la madre, quedará relegado a los archivos. No importa. Yo lo sé. La dignidad es mía.
Has perdido mucha sangre. Quiero creer que estás arrepentido; pediré perdón por los dos: me has hecho pecar con tu pecado. He arrancado las compresas y el dulce fluir crece de nuevo. No duele, ¿verdad? Has comprendido: tu convulso "gracias" lo atestigua. Palideces, tus labios tiemblan bajo los míos, se te acaba el aliento. Perdóname.
Oía mis sollozos desgajando el silencio. Con la yema de los dedos presioné los párpados aún dóciles hasta borrar el fulgor opaco. Busqué a tientas el teléfono. Disqué.
-Por favor, estoy desesperada. Unos desconocidos balearon a mi marido al atender la puerta. Está perdiendo mucha sangre. Apúrese, doctor.
Desde el vestíbulo llega la risa de los muchachos. Vienen de una fiesta, como aquella noche.
Dicen que debo volver a sonreír.
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OFRENDA
El ojo del sol, enrojecido de cansancio, se hunde en la sombra y alarga las figuras, quebrándolas sobre la desigualdad del terreno. Los últimos trinos acompañan a bultos presurosos, que se pierden en la maraña de los árboles, cambiado el travieso verde a ramaje amenazador.
Un pequeño montículo vuelca su sombra agigantada sobre los pies descalzos, inmóviles desde hace rato. Del rancho llega el ruido de las herramientas de labranza arrimadas al galpón y el chocar de los platos de lata. De pronto, un grito pidiendo algo, o el ladrido del perro mugriento, alborotando las gallinas acomodadas en los travesaños del corral.
La niña ignora el pulso del campo, convertido ya en un manto pardusco. Sigue en pie, escarbando con el dedo gordo la arena, hasta hacer un hoyo que tapa, maquinalmente, con la planta costruda. La tierra se mancha al recibir los goterones salados, y el croar de las ranas del charco vuelve inaudible el hipo quejumbroso.
El llamado llega, rasgando la noche: María, ¿dónde estás?
Un estremecimiento oscila la sombra, que semeja la llama de una vela. Al agacharse para dejar las flores, pasa la mano sobre el césped húmedo, como lo hacía con el pelo barcino, y musita: Chau, Michí.
TALLER CUENTO BREVE
© Taller Cuento Breve
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Asunción – Paraguay, Mayo de 1995 (194 páginas).
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