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LUCY MENDONÇA DE SPINZI (+)
  MALA ESPINA - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI


MALA ESPINA - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI
MALA ESPINA
 

 

MALA ESPINA
 

La idea se le instaló sin su consentimiento y le fue creciendo como un tumor maligno, contra su voluntad. El era buen cristiano, respetuoso, pacífico y obediente a las fiestas de guardar según lo manda la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. En su infancia fue monaguillo y en la madurez se convirtió en uno de los pilares de la comunidad de Loma Alta. Estaba hecho de tradiciones y creencias rancias. Jamás acepto eso de que el hombre llegara a la luna y sostenía con palabra parca y tajante que la versión era uno de los tantos trucos de Mandinga para engañar a la gente. Los hombres ahora son malos porque abandonaron las antiguas enseñanzas de los antepasados por causa de la lectura y de ese invento del Demonio, que es la televisión, y para colmo andan con esa historia de la Democracia que es cosa de herejes. Estaba firmemente convencido de las clases sociales bien definidas para que nadie confundiera su lugar, porque hay leyes y leyes, personas y personas, derechos y derechos, y cada cual debe conocer los suyos para no torcer las cosas con aquello de "la igualdad". Siempre decía con pausada voz de domine que "ni los dedos de la mano son todos iguales", y que "cada animal debe ocupar su lugar" como quiso Dios. Sin saberlo estaba hecho a la castellanía como tantos que no acaban de ubicarse en el presente. Odiaba los aparatos eléctricos y ni que decir de los electrónicos y odiaba toda música vomitada por los altavoces que no fueran las polca paraguayas, las chacareras y las centroamericanas. La corriente eléctrica trajo las fiestas nocturnas y los pecados de los malditos gringos. No conocía dudas sobre el sacrosanto principio de autoridad. Siglos de obediencia reverente le habían marcado la memoria genética que lo llevaba a aceptar sin reparos todo aquello que los investidos de poder dispusieran por la santísima gracia de Dios. Cuidaba de que sus hijos lo imitaran y que su única hija se conservara virgen a pesar de sus cuatro décadas bien cumplidas. Por eso la mala espina que se le incrustara en la mollera iba creciendo y le parecía percibir medias palabras, sonrisitas equivocas, miradas torcidas y otras actitudes no usuales en la conducta tímida de su doncella. Para mayor quebranto notó la frecuente presencia del vecino de la chacra, que se aparecía a toda hora para tomar terere, para ofrecerse a traer provista del poblado, para ayudar a castrar a los cerditos del chiquero y para otras atenciones antes no tan frecuentes. Y así la cara del Negro Rojas se le clavó en la retina con tanto detalle como el aspecto imaginado de ese perro negro y peludo que merodeaba en las noches de luna llena tras los matorrales, inquietando a los animales del corral y del gallinero. La cara ancha de labios abultados, nariz chata y ojillos maliciosos se le aparecía hasta en sueños riéndose de él, buscando las piernas rollizas y los senos opulentos de la casta Isidora, madura e intacta. La presencia del vecino se iba haciendo cada vez más frecuente y por las noches los canes andaban ladrando furiosamente sin otro motivo aparente que la presencia de ¿quién o de quienes? Porque esos cuadrúpedos aúllan cuando aparece el Luisón, pero ahora, cada noche, ladraban furiosamente. Y el viejo salía de recorrida a la luz de la linterna a pila, sin encontrar a nadie: ni bicho, ni cristiano.
 
Una tarde de invierno puso su plan en práctica.
 
Ensilló el montado con parsimonia y avisó a su mujer que iría al pueblo para ver una lechera que estaba en venta, y que no lo esperara ya que no sabía a qué hora regresaría.
 
Llegó al trotecito hasta el límite de su propiedad; allí desmontó y ató el caballo a un árbol. Luego regresó furtivamente a la casa, y cuando todos entraron a la cocina para cenar al lado del fogón, se deslizó como un lagarto hasta el dormitorio de Isidora llevando la potente linterna con pilas nuevas en el bolsillo; se sacó los zapatones, y con ellos en la mano se introdujo en el amplio ropero de la hija. Puso los reyunos en un rincón y se acurrucó lo mejor posible entre la mullida ropa. Dejó la puerta entreabierta para mantener un ángulo seguro de visibilidad de la cama de la casta Isidora. Allí se estuvo quietecito, cambiando de posición de cuando en cuando, y entretuvo la espera pensando en lo que haría en cuando pescara al Negro Rojas. Imaginó que lo asiria del pescuezo y lo llevaría a campo abierto para allí sacudirle, en pelotas, una paliza de padre y señor nuestro. Luego cambió de ideas y pensó que le apretaría el cogote hasta dejarlo morado. Más tarde decidió marcarle la cara a tajos con el cuchillito que llevaba siempre consigo en la vaina metido en la cintura... Al paso de la espera desfilaron por su mente diversos proyectos de venganza cada vez más sangrientos. A pesar del frío comenzó a sofocarse y llegó a dudar de que soportaría mucho rato más de encierro. Entonces concluyo que el traidor merecía una muerte ejemplar por perseguir a una doncella tan piadosa como su hija y humillar a un padre ejemplar como él.
 
De pronto se escuchó el chirrido de la puerta del dormitorio un resplandor precedió el ingreso de Isidora a la habitación. Posó la lámpara sobre la mesilla de noche y comenzó a trajinar. Cada vez que se acercaba al guardarropa el padre sentía salírsele por la boca el corazón desbocado, pero su angustia fue en aumento al percibir a través de la rendija, la desnudez de Isidora. Cerró los ojos con fuerza, hasta que escuchó los crujidos del catre de trama al recibir el peso del cuerpo sobre el colchón. Cuando vino el silencio abrió los ojos y la pudo ver bajo el haz de la lámpara, tendida y en ropa de Eva. Presa de confusión y de cólera volvió a cerrar con fuerza los ojos y la imagen del Negro Rojas le revolvió la sangre con furia asesina. Así estuvo una eternidad esperando dar un salto felino en el momento oportuno, cuando escuchó tres golpecitos suaves en la ventana. Vio con dolorosa tensión de todos sus músculos que ella apagaba la llama e instantáneamente la oscuridad cubría la infamia. La ventana se abrió con suave chirrido y una sombra se deslizó al interior. Hubo murmullo de voces y roces de telas y de cuerpos, luego suspiros, jadeos y quejidos de placer.
 
Él se preparo con sigilo, linterna en mano, y de un golpe abrió de par en par la puerta del guardarropa y con salto de tigre se plantó con firmeza al borde del lecho alumbrando rápidamente los rostros unidos en el diabólico placer. Dos bocas abiertas en un mismo grito congelado, y dos pares de ojos de espanto quedaron atrapados bajo el potente resplandor.
 
El patriarca soltó la linterna sacudido por el estupor. Todo su odio se desmoronó como dique arrasado por la fuerza de un torrente. La imagen del Negro Rojas se le borró en un relámpago de confusión tornando la ofensa en súbito alivio. Agradecido se hincó en el suelo al borde del lecho, y con la cabeza baja y las palmas de las manos juntas con unción musitó:
 
-¡La bendición, Pa'í!
Areguá, junio de 1993
 
 
 
Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Coordinación :
DIRMA PARDO CARUGATI ,
Asunción-Paraguay
Octubre 2005 (179 páginas)
 

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