AQUELLA SIESTA
AQUELLA SIESTA
Me lo conto mi amiga Manuela una madrugada en San Bernardino, cuando pasábamos juntas unas vacaciones. No podíamos dormir. El clima estuvo pesado durante días y días, y la sensación de encontrarnos hirviendo en una olla nos acompañó a pesar de nuestras abluciones en el lago, y del acondicionador de aire que no servía a causa de los cortes de corriente. Teníamos la piel viscosa como si fuéramos batracios al baño María. Pero al atardecer se desencadeno la tormenta. Aunque la esperábamos y estábamos preparadas, su violencia nos aterro. Los relámpagos, truenos, rayos, el ulular del viento embravecido, la reciedumbre de la lluvia, nos hacían sentir como en el Arca de Noé dentro de la casa que parecía bambolearse y crujir como nave al garete.
Al darnos cuenta de que la espera podía ser larga, decidimos acostarnos con el estomago casi vacío. Teníamos miedo de ir a la cocina para preparar la cena, así que nos conformamos con un vaso de leche y unas galletas amanecidas. Dejamos con prisa todo en orden y nos encerramos en el dormitorio con linternas y unas cuantas velas encendidas que acentuaban el aire fantasmal de la noche iracunda. Cuando amainó la lluvia y las descargas eléctricas se desplazaron hacia el norte, nos atrevimos a conversar en voz baja. Las ráfagas de la ventolera nos enmudecían a ratos, entonces extendíamos las manos y las enlazábamos en el espacio comprendido entre las camas gemelas. Así, con sobresaltos, ella me dijo:
- Tío Luis, hermano mayor de mamá, al que por cierto, no conocí, estaba en el frente de batalla durante la Guerra del Chaco, peleando contra las tropas bolivianas. Mis abuelos, rodeados de sus hijos menores, se hallaban en torno a la gran mesa familiar de la casa vieja, la que quedaba sobre la calle Catorce de Mayo, y que hace unos diez años fue demolida. ¿Recuerdas?
Un gran relámpago me atoró la respuesta en la garganta. La tormenta eléctrica amenazaba de nuevo. El viento giraba como un trompo. Ante mi silencio, ella continúo:
- Añoraban al ausente, cuya fotografía en marco de plata labrada puesta sobre el aparador, mostraba al apuesto muchacho de uniforme que con sonrisa confiada parecía decir: "No teman, nada malo me sucederá". Es la misma fotografía que te mostré abajo, en el recibidor. ¿Recuerdas?
- Sí - respondí. ¡Claro que lo recordaba! - Si yo conociera un hombre así de apuesto, seguramente perderla la cabeza. - Suspire. Ella continúo:
- Abuelita repetía: "Tengo miedo, tengo miedo, no puedo evitarlo". Ante la angustia invencible de ella, decidieron rezar un rosario para tranquilizarla. Se pusieron de rodillas y la Tía Elvira comenzó con un Padre Nuestro. Soplaba un inquieto viento del norte que en aquella siesta ardiente parecía venir del Averno. En ese tiempo la ciudad de Asunción era tranquila, tanto que con semejante calor, muy de vez en cuando se escuchaba rodar un coche sobre el empedrado, y los cascos de los caballos golpear contra las piedras. Los pájaros estaban mudos, y hasta los perros del vecindario parecían dormir.
"Apenas iban por el primer Misterio, cuando todos callaron. Alguien entraba a la casa. El portón de hierro del jardín, sobre la calle, había dado su característico aviso, largo y agudo, que profería cuando alguien lo hacía girar sobre sus goznes. El suspenso congeló los ánimos".
"Sonó una pisada de hombre con botas y espuelas; luego otra, lenta, y otra y otra. Pesadas se fueron acercando, arrastradas con cansancio infinito. Todos tenían en la boca un nombre que nadie se atrevía a pronunciar. La mirada de Abuelita se ilumino un instante. Entonces, cuando ya el visitante se acercaba a la puerta de entrada, los pasos se detuvieron bruscamente. Todos sabían que allí, a la derecha, se hallaba el cántaro de agua, cortesía de la época para el visitante. Escucharon nítidamente el ruido del Plato enlozado que protegía el recipiente, y del jarro que se apoyaba en el, cuando fueron retirados".
"Mi Abuelita corrió hasta la puerta abierta gritando: -¡Luis, mi hijo!-. Entonces oímos que su cuerpo se desplomó sobre las baldosas del corredor".
Un rayo que hizo retemblar nuestras camas interrumpió el relato de Manuela. Se apagaron las velas, y sin saber cuándo ni cómo, me encontré abrazada a ella, unidas las dos en un solo miedo.
Al amanecer el cansancio nos venció. El sol ya alto, nos dio en la cara, y escuchamos el alboroto de los pájaros. Decidimos bajar para desayunar. Moríamos de hambre. Yo le pregunte entonces, quien había sido el visitante. Ella me dijo:
- Nadie, mi Abuelita no encontró a nadie. Pero la noticia luego poco después: el Tío Luis había muerto de sed aproximadamente a esa hora en un arenal del Chaco.
Cuando llegamos al recibidor, en la planta baja, encontramos la fotografía del tío de Manuela en el piso, fuera de su marco de plata, el cristal que lo protegía hecho añicos.
Tuve que sostener a mi amiga.
LUCY M. DE SPINZI.
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