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JUAN EMILIANO O'LEARY (+)

  DIARIO ÍNTIMO 1907 - 1920 La historia del hombre que escribió la historia - Autor: JUAN E. O'LEARY


DIARIO ÍNTIMO  1907 - 1920  La historia del hombre que escribió la historia - Autor:  JUAN E. O'LEARY

DIARIO ÍNTIMO

1907 - 1920

La historia del hombre que escribió la historia


Autor:  JUAN E. O'LEARY


EDITORIAL TIEMPO DE HISTORIA

 


Leer un diario íntimo produce una sensación casi culpable. Es entrar en puntas de pie en un mundo ajeno donde no se quiere tocar nada. Donde se sabe (o se supone) que la sinceridad es casi testamentaria. Al leerlo, las menciones a personas y costumbres de otra época nos recuerdan que estamos en ella y las asociamos con lo que sabemos de las mismas. Sin embargo, el ser humano es siempre el mismo en sus aspiraciones y temores, lo que produce una familiaridad y una empatía inmediata con el personaje. Mirando a nuestro alrededor nos damos cuenta de que esas líneas son la muestra de la intimidad mas sincera de su autor y nos esforzamos por comprenderla, para conocerlo mejor.

Como por una puerta al pasado, entramos en un escenario familiar: la plaza de San Lorenzo. Es la noche de fin de año. Un grupo de amigos toma unos helados en el café y frente a la Iglesia toca una bandita. A las doce, suenan fuegos artificiales, se sueltan globos y el grupo se va a seguir la reunión comiendo pastelillos a la casa de quien –al día siguiente- se pone a escribir esta anécdota en la primera pagina de su diario.

Era la época en que a San Lorenzo se iba en tren y en Asunción se andaba a caballo. Más allá de lo cotidiana que resulta la escena, la mención a algunos personajes como Viriato Díaz Pérez y Cayo Romero Pereira nos lleva al ultimo día de 1906.

El diario que presentamos es el primer tomo de una serie larga e irregular de escritos llevados por O’Leary en dos épocas muy distintas de su vida. Como bien explica Liliana Brezo en su estudio crítico al hablar de las diferencias entre el primer diario y el resto de ellos, este es el diario de la época insegura, donde se viven las angustias de su autor, tanto personales como políticas.

El primer diario, de 1907-1913[1] que ofrecemos hoy, es –como dice Brezzo- de “vivencias de su mundo emocional, las dolencias, las frustraciones y los modos en que gestiona esas circunstancias” Es el de un hombre joven con preocupaciones económicas, de trabajo, de no saber si el sueldo le alcanzará, que se cuestiona si debía o no tener un hijo, o hasta haberse casado.

Y también –políticamente- el de un hombre que a pesar de sus amistades y un prestigio adquirido, tiene el miedo natural de cualquier paraguayo en el llano en una época tumultuosa, de arbitrariedades e injusticias, que lo llevan a ser prudente con lo que escribe, y hasta en por lo menos dos ocasiones, a arrancar páginas del diario cuando piensa que por una acusación pueden detenerlo, allanar su casa y verse comprometido por lo que escribió en él.

Ese O’Leary, al cual hoy nos cuesta imaginar “en la llanura” queda enterrado con las ultimas anotaciones de este primer diario en 1920. Quizás haya continuado así por algún tiempo, aunque las ultimas páginas ya no tienen esa intimidad ni reflejan temores. De ahí en adelante solo podemos estudiar su personalidad a través de su actuación y escritos, hasta cruzarnos de nuevo con un O’Leary maduro en 1936, que comienza 16 diarios ininterrumpidos que llegan a 1960. En el 36, nuestro autor tiene ya 57 años, una edad en la que se comienza a pensar más en el mármol que en el bronce. Las personalidades se aguzan en sus virtudes y defectos, no existen ya los temores económicos y en este caso, la revolución de febrero de 1936 le había dado el espaldarazo necesario (si no político, si conceptual) para que se sintiera seguro para siempre en el plano ideológico, sobre todo considerando que no era un hombre dado a cometer imprudencias políticas. Allí, sus diarios son ya una expresión de sentimientos extrovertidos, afirmaciones, simpatías y antipatías, pero todas trasuntan el convencimiento de que los mismos van a ser leídos (y publicados) algún día, algo que menciona claramente en un par de ocasiones. Son una especie de espectáculo unipersonal donde expresa amores y odios posiblemente con expresiones mas duras que las que usaba cotidianamente. Es también en cantidad de pasajes, una justificación y defensa de cargos que no sabemos si se le hicieron en algún momento, como los juegos de cambio de moneda que le permitieron ganar el dinero necesario para comprar su casa, según justifica a lo largo de páginas enteras de cuentas, en un frenesí de explicación no solicitada.

Sin embargo, el autor propone y el lector supone. A más de 100 años de distancia, la intención de O’Leary en estos diarios, orientada por una visión inmediata de lo que él considera que sería la posteridad (su posteridad) se disuelve ante la visión mas amplia del lector e investigador actual. Conociendo los hechos mencionados (que entonces eran tiempo presente y discutido, y hoy son historia cotejada y analizada) se van recogiendo los metadatos que él mismo fue dejando como miguitas a lo largo de su escritura y podemos reconstruir como este se construyó a si mismo y como quería ser recordado. Largos soliloquios y expresiones muy personales que en ese momento eran de “bon ton” y hoy ya no lo son tanto, nos van revelando la intimidad de un importante protagonista de nuestra historia, a veces a pesar suyo.

Volviendo a la presente obra, las de este primer diario son, como decimos, las páginas más puras de un hombre que moldeó una época.

Con cantidad de actores vivos aun de la guerra del ’70 y conocedor lúcido O’Leary de la importancia de entrevistarlos, cantidad de anécdotas de primera mano asentadas aquí, son datos que enriquecen nuestra historia.

Y más importantes aun son las razones por las cuales muchas de ellas no llegaron a ser vertidas en sus libros. Menciones personales a Enrique Solano López niño, durante la guerra, a la notoria crueldad del Gral. E. Díaz, a la posible muerte del Gral. Aquino por sus soldados, salen de los labios de sus interlocutores y son prolijamente registradas en el diario por un O’Leary que calla y escribe. Que sabe lo que usará de todo ello, un día, y lo que dejará en silencio por siempre, según lo determine su propia y exclusiva agenda.

También son novedosas las varias menciones a Enrique Solano López, a quien si bien había apoyado en su proyecto lopista de “La Patria” no quiere ahora acompañar. Esto y el lenguaje con que lo dice –casi despectivo hacia el mismo- siembra dudas sobre su compromiso personal con su ex-jefe, descarta para ese entonces el económico y nos indica que debemos analizar las motivaciones lopistas de O’Leary dentro de un proyecto más personal, en el que además de una convicción personal, sabe que la gloria de López estará atada a la gloria de su reivindicador[2].

Esa convicción, según se ve en varias ocasiones, no esta exenta de un conocimiento acabado del hombre y los acontecimientos. O’Leary sabe perfectamente todos los hechos, errores y arbitrariedades que se le achacaban a López. De hecho los ha volcado en algún momento hasta en poesías contra él. No es un admirador “de la primera hora” ni mucho menos. Pero es en los diarios (éste y los que serán publicados) donde comprenderemos de a poco la elección que fue haciendo O’Leary, y que iba más allá del mismo López.

Hay un proceso repetido en las posguerras. Después de los hechos, de los que quedan mayor o menor cantidad de testimonios primarios que son inmediatamente aceptados o descartados por la abrumadora mayoría de los sobrevivientes, en un lapso de 30 o 40 años vienen generaciones que no vivieron los mismos. Para ellas, esos testimonios pueden ser cuestionables y los sobrevivientes –ya muy pocos- tienen ya demasiada edad para hacer escuchar su voz.

Es en esa época donde surgen las negaciones y muchos hechos se comienzan a relativizar. Es a fines del S. XX donde surge el negacionismo de los crímenes de la 2ª. Guerra Mundial. Es en el 2000 cuando comienzan a surgir voces que dicen que los 30.000 desparecidos de la guerra sucia del Rio de la Plata no fueron tales o tantos. Y así se dio a fines del S. XIX y principios del XX, cuando fueron quedando menos protagonistas de la guerra del 70, una generación casi invisibilizada documentalmente, que se sentia culpable por haber sido en la guerra “victima o verdugo” Es entonces que comienzan a escucharse voces que reivindican o defienden lo que antes no era políticamente correcto. Sin hacer con esto juicio de verdad o mentira ni de bueno o malo, solo recordamos que ese fue el momento en que surgieron las primeras voces lopistas.

Los negociadores profesionales saben que hay que hacer siempre un esfuerzo final en las agotadoras reuniones, y estar dispuesto a ser el sacrificado participante que acepta el compromiso de transcribir lo acordado de palabra, al texto final. El secretario de actas de una asociación es la persona que con pequeñas sutilezas de redacción dejará asentados acuerdos que todos firmarán, pero que tendrán el ligero sesgo que él les dé. Esto es porque saben que muchas veces, de alguna forma: “La historia no la escribe el que vence. Vence el que escribe la historia”, o al menos ese es el ideal de todos los revisionismos.

Y esta es la historia de un hombre que escribió la historia. Que hizo de ello la razón de su vida, no porque creyera en todo lo que decía, como veremos que se comprobará en sus páginas, sino porque pensó que era lo mejor para su país. Lo pensó por razones muy personales, que lo encumbrarían, pero principalmente porque creyó que es difícil –si no imposible, como nos diría Luc Capdevila[3]: “vivir permanentemente con una derrota” La transformó en una victoria moral, en una historia de bronces, de héroes de los que sentirse orgulloso y que los jóvenes pudieran soñar con emular.

Seguramente había otros caminos, pero en ese momento entre elegir pensar que éramos “un pueblo idiotizado por sucesivas tiranías” o por el contrario, pensar que éramos los herederos del pasado glorioso que se reflejaba en El Libro de los Héroes, indicando que debíamos seguir su ejemplo, la opinión pública se decantó fácilmente por quien le propuso lo segundo. Cuando se ganó la guerra del Chaco, y un año después el país aclamó a uno de sus jefes militares como presidente, pocas horas hicieron falta para el decreto que confirmó la cúspide del trabajo de O’Leary y el reivindicador fue consagrado.

Es ese año que comienza la segunda serie de los diarios. Con la confirmación de una victoria indiscutida.

Hoy, a 60 o hasta 110 años de estas anotaciones, también el tiempo de O’Leary ha quedado atrás. El tiempo mundial y local del autoritarismo, del militarismo, de la historia escrita a través de epítetos y adjetivos, ha pasado.

Desde hace dos décadas, casi toda la historiografía local y extranjera sobre la guerra del ’70 es relativamente coincidente sobre lo sucedido, sobre la personalidad de los personajes de la época y la cantidad de desgraciados errores que –acumulados- llevaron a la casi aniquilación del país. Ya con una apertura democrática y una libertad objetiva de pensamiento y publicaciones, otra vez es solo una cuestión generacional el que de a poco los investigadores hayan ido aplicando métodos modernos, desempolvando testimonios enterrados por inconvenientes y produciendo una historiografía mas científica y menos emotiva.

Si analizamos las obras publicadas en los últimos veinte años, todas registran e interpretan los hechos y las personalidades con más objetividad y desapasionamiento, si bien evitan el confrontamiento directo o las palabras de condena dura para no atraer las piedras de los menos avisados. Todos han cruzado la raya, aunque se hayan cuidado de pisarla.

No solo la historiografía paraguaya se sacudió de a poco los vicios positivistas y herencias dictatoriales, de autocensura en sus temas y en sus métodos, que la llevaron a tener una larga siesta de producción aislada de las corrientes mundiales, en lo que Brezzo ha llamado un “asincronismo historiográfico” del Paraguay, sino que la realidad en el S. XXI de un progreso que iguala posibilidades, de una realidad de colaboración en la investigación en el Mercosur, convierte en anacrónicos los insultos, los antiguos tratamientos de macaco y legionario, el llenar de bajezas al enemigo y ponderar como cúmulo de virtudes a los amigos, o por otro lado, la recurrente auto conmiseración y evocaciones a una época de oro que -si lo fue- lo fue a un precio demasiado alto.

El país ya no necesita esas interpretaciones para comprenderse a si mismo. La época le ofrece posibilidades enormes y permite el análisis sin necesidad de evocar los recursos que uso O’Leary en su momento, todavía en shock, para construir una unidad y un orgullo nacional. Recursos hechos de palabras enriquecedoras pero también de demasiados silencios empobrecedores, dedicados a cohesionar una nación que todavía no podía salir sola de la estremecedora experiencia de una guerra total.

Posiblemente el mejor homenaje al pasado y a los hombres que lo vivieron -y murieron por él- sea el análisis detenido de como fue construida esa época. Sepamos analizarla con objetividad, sin condenas ni epítetos, y tendremos una visión mas clara y real de nuestra historia.



Martin Romano Garcia

Nuestro especial agradecimiento a los directores de la Biblioteca Nacional, Mg. Zaida Caballero, que permitió la digitalización de los diarios, y el Lic. Rubén Capdevila, que facilitó el acceso a un ordenado archivo epistolar y fotográfico, al Embajador Ricardo Scavone Yegros, por su meticulosa colaboración en la corrección de la transcripción y a la Dra. Liliana Brezzo, por su aporte como profunda conocedora de O’Leary, con el Estudio Crítico que acompaña a la obra.



[1]Nominalmente el diario abarca del 1 de enero de 1907 al 14 de mayo de 1920. Sin embargo, si consideramos que en 1920 hay una sola entrada (cuando se jubila con 21 años de servicios) podríamos decir que abarca entre sus 27 y 34 años. Las últimas anotaciones con algunas páginas son de 1912 y 1913, y las de 1920 son solo unas líneas.

[2]Véase en las primeras páginas la inspiración que le produce el libro Juan Facundo Quiroga de David Peña, y la carta que le escribe.

[3]Autor de “Una Guerra total, Paraguay 1864-1870, Ensayo de Historia del tiempo presente” Ceaduc-Editorial Sb, Buenos Aires, 2010.

 

 

 

 

 


 

 

Libro de anotaciones diarias de Juan E. O’Leary

San Lorenzo enero 1º de 1907

 Enero 1º de 1907 (martes)

 Empiezo estas anotaciones ha tiempo proyectadas el primer día de un año preñado, para mí, de incertidumbres. En estas páginas pondré toda la sinceridad de mi alma, sin ocultar mis más recónditos pensamientos. Quiero tener un confidente con quien poder desahogarme, haciéndole partícipe de mis dudas, esperanzas, ambiciones, amarguras íntimas, alegrías, y también vicios o faltas, que también tengo, a fuer de hombre. Y nadie mejor confidente que las [tachado] páginas de un libro, único capaz de guardar una muda discreción, un absoluto secreto. En este libro consignaré, al propio tiempo, todos los detalles de mi vida y una relación de los acontecimientos en el país o fuera de él ocurridos, que puedan interesarme. En fin, todo cuanto encuentre eco en mí dejará sus rastros en estas páginas, llamadas a ser las páginas de mi vida. ¡Cuánto lamento haber comenzado tan tarde este trabajo! Pero en fin, sea![1] 

 Anoche, 31 de diciembre, esperé el año nuevo en compañía de Dorila y del Dr. Viriato Díaz Pérez[2]. Estuvimos juntos hasta muy tarde. En un principio estuvieron con nosotros el Dr. Romero Pereira[3]  y Luis Duarte y los Olmedos, con quienes tomamos un helado en el café. Pero estos se retiraron temprano, antes de las 12. También nos acompañó un momento el padre [Mazó?]. Poco antes de las 12 vino la banda a la puerta de la Iglesia, reuniéndose alrededor de ella gran número de gente[4]. Viriato y yo también nos acercamos colocándonos frente al relo[j] en espera de la hora clásica. Cuando ella sonó la banda rompió en una diana… argentina -ni en esto somos ya paraguayos-[5] Y acto continuo se largaron varios globos e innumerables cohetes. En medio de aquella gente sencilla y despreocupada quedamos pensativos. Viriato se alejó, para ocultar alguna lágrima, seguramente, apretándose la cabeza con entrambas manos. Pero aquel fue un momento fugaz, yo lo llamé y juntos fuimos a devorar frente a casa unos pastelitos preparados por Dorila. Después en el café, unas copas de cerveza. Luís se nos incorporó en el camino. La banda recorrió la plaza y por la calle Sociedad volvió a la jefatura y todo quedó en silencio. Vueltos a casa, Dorila se acostó, quedando Viriato y yo en la plaza, sentados, hasta las dos de la mañana, hablando de todo.

 ¿Que será de mi este año? Yo no sé qué pensar. Si cedo, claro está que no me puede ir mal. Pero el hecho es que ceder es suicidarme, don Silvano[6] se empeña en seducirme. Quiere a toda costa que yo acepte el consulado de Bolivia, en la seguridad de que después pasaré a Europa. Por otra parte me solicitan, con grandes promesas, otros, a fin de hacer un diario independiente. Y en el medio de estas dos fuerzas, llama mi atención el peligro de perder mis cátedras. El nuevo Rector es un pobre diablo que se ha de prestar a cualquier iniquidad. Y no hablemos de Porta y Frutos, los dos nuevos consejales. De estos desgraciados no espero sino males. Contando con el recurso del Superior no les será difícil destituirme[7]. Tienen, pues, en sus manos mi suerte. Yo espero el nombramiento del nuevo Director para columbrar mi porvenir. Seguramente que será Juan Soler o algún otro más corrompido.

De cualquier modo yo tengo fe en mi destino y fe en mí mismo. No desespero. Confío en el porvenir. Cuento con mi juventud.

 Esta mañana vinieron a despertarme el Dr. José Irala, don Manuel, Rómulo y Matías Goiburú[8]. Almorcé con ellos. El Dr. Irala dijo que Ceferino Olmedo[9] era un tipo de la pasta del hermano. Recordó que varias veces se le había ofrecido “incondicionalmente”, pero que después de esto fue un día a silbarlo en el Congreso (asunto salesianos) por lo que le negó el saludo y rompió con su amistad. “Después de esto –dijo- Sosa y Fleitas me dijeron que aquellos ofrecimientos tenían por objeto arrancarme alguna declaración, a fin de delatarme enseguida” El mismo me sostuvo que don Silvano se portó cobardemente, pues que Ayala le llamó varias veces “sabandija” sin que él se diera por aludido. Que recién después del garrotazo hubo de defenderse. Yo le dije que todo se podía decir de don Silvano, menos que era cobarde. Además lo presentó a Herib[10] como un ladrón, con motivo de una compra de un terreno a unas Ferreira, a quienes pagó con “pagarés a su término” desalojándolas enseguida por intermedio de Viriato, a quien traspasó la propiedad.

De noche fui a lo de Cayo, llevándole el caballo para que fuera a ver al hijo de Herib, enfermo. Poco después vino este y su cuñado. Estuvimos juntos hasta las diez en casa de Cayo, donde también estaban Dorila y la nena[11]

 

Enero 2 (miércoles)

 Esta mañana (6.40') fui a la Asunción a hablar con Pane[12] y Don Enrique sobre la reaparición del diario. [13] En el mismo tren iban Viriato, Cayo, Herib, Juan González […?] y el Mayor Pane.[14] Fuimos charlando. Yo leí el artículo de Rubén Darío sobre Palma, inserto en un tomo de las tradiciones que llevaba el Mayor. No tiene nada de particular, es medianejo; pero no es decadente. Viriato leyó también algunos párrafos y dijo: "qué bien escribe; es el primer escritor de América; es un artista. Yo creo que más que un artista[15], es decir, un cincelador, es un poeta: siente y percibe la belleza. La belleza no está precisamente en el acicalamiento de la forma externa. Ella puede manifestarse aun bajo una forma tosca. Ahí está Sarmiento, todo un bárbaro, pero nacido con el secreto don de la belleza. La poesía parangona a Heredia con M. Pelayo y a Andrade con don Juan Valera. Yo he observado entre nosotros que Gondra es incapaz de un chispazo. Y Gondra es un artista, es decir, un técnico de la lengua. Yo creo haber producido algunas páginas sentidas. Godoi, tan incorrecto, tiene páginas de una belleza admirable. Es que yo creo sentir y percibir la belleza, en su forma íntima, lo mismo que Godoi.

            Me vi con don Enrique en la imprenta. Lo esperamos a Pane largo tiempo. Quien vino fue Goiburú. Tuvimos que dejarlo para ir al patio para conversar. Don Enrique desconfía de mí. Cree que puedo abandonarlo. Nos intrigan, dijo, para separarnos. Me contó que le habían dicho que Sosa[16] me ofreció la imprenta y 15 mil pesos (en efecto Sosa me había dicho varios días antes que quería dejarme la imprenta, con unos 30 mil pesos para que yo hiciera un buen diario, serio, moderado, “que fuera una garantía para el pueblo y también para el gobierno”. Yo le anuncié que se trataba de organizar un círculo a cuya inspiración respondiese La Patria, círculo que aseguraría su subsistencia. Sosa se mostró conforme, diciéndome que contribuiría para esta idea con unos 15 mil pesos. Todo esto ya se lo conté a Cayo y a nadie más) Para tranquilizarlo, yo le dije que Sosa me había ofrecido esa suma, pero para ayudar al círculo, no a mí personalmente. Don Enrique me dijo que él dejaría la dirección si nosotros quisiésemos, pero que le disgustaría que se tratase de hacer esto sin manifestársele a él tal idea. Yo le dije que lo que le convenía era ceder en todo, que de cualquier modo el diario seguiría en nuestras manos. Como la hora avanzaba, quedamos de volver a vernos el viernes- A las 10 menos 10 llegó Pane a quien lo llevé para que habláramos, a la esquina de Aduana. Pane está completamente influenciado por don Enrique. Me ha repetido textualmente algunas palabras de este. No quiere que Sosa tome parte en el círculo. Yo le dije que no había que olvidar que la imprenta era suya, que don Enrique había perdido el derecho de adquirirla, no pagando los 40 pesos mensuales estipulados en contrato. Pane opina que con pagar todo junto a Sosa se arregla esto, sobre todo contando con Frutos, supuesto dueño del establecimiento. Yo le contesté que, contando con Frutos quizá podría quedar don Enrique con la imprenta, pero que esto sería un robo, sencillamente. Yo le manifesté que don Enrique era una calamidad como director y administrador. Que yo estaba muy preocupado con las compras descabelladas que había hecho en Buenos Aires, exhibiendo el contrato por el cual, según él, yo le autorizaba a comprar los materiales necesarios. Le conté, además, que en estos momentos críticos, estando la imprenta en bancarrota, fundida, hasta empastelada, había adquirido fiado tres linotipos!!! Con semejante monomaniático [sic], hay que estar loco para hacer causa común. Pero vino mi tranvía y nos separamos. Pane participa de la misma desconfianza de don Enrique. Estuvo seco conmigo. Y yo muy nervioso con él.

 Después de cenar estuve con Cayo en su casa, en compañía de la nena, Dorila y de [Vicenta?] Centurión. Cayo me negó que él hubiera contado a nadie la conversación con Sosa que yo le referí a él solo. A las diez volvimos a casa, acostándonos enseguida.


 Enero 3 (jueves)

 Hoy se fue Cayo y su familia a la Asunción. También se fue Dorila de paseo. Yo fui a despedirles a la estación.

 San Lorenzo, Enero 3 de 1907

Señor don Julio Victorica[17]

Buenos Aires (Talcahuano 1082)

 

Mi querido amigo.

            He tenido el placer de recibir su atenta última. Mucho lamento el mal que lo aqueja y hago votos por su pronto y radical restablecimiento.

            Su conformidad con mis artículos me llena de satisfacción. Yo hubiera querido escribir algo más serio y mejor pensado pero no pude. Los exámenes en el Colegio Nacional, donde dicto Historia Americana y Nacional e Historia de la literatura castellana, no me han dejado tiempo. Apenas he podido trazar, al correr de la pluma los renglones que Ud. ha leído. ¡Y cuántos errores tipográficos! Como Ud. ve, mi letra es la única culpable de esto. Sería para mí un honor la publicación del trabajito en folleto. Queda Ud. autorizado para hacer de él lo que quiera. Dejo a Ud., además, la corrección de sus errores más salientes.

            En cuanto a la defección de Robles, si Ud. fuese tan bondadoso de darme el nombre del intermediario yo lo guardaría, en secreto, y entre tanto haría mis indagaciones al respecto. En el proceso que creo obra en poder del general Garmendia, pues fue robado de nuestro archivo, están los nombres de esos intermediarios y hasta algunas cartas originales[18].

            Poniéndome a sus gratas órdenes le envía sus votos de felicidad en el año que se inicia

 

S.S.S.

Juan E. O’Leary

 

P.D. Hasta este momento no he recibido el libro que me anunció. Mucho lamentaría que se extraviase! Vale.

 

            - Al mismo Victorica envié hoy dos ejemplares de mi folleto “Tuyutí”

 

            - He terminado la lectura del Juan Facundo Quiroga de David Peña, que por casualidad encontré en la librería de Jordán y Villamil y lo compré en 30 pesos. Hermoso libro, su lectura me ha dejado una grata impresión. Quiroga resulta un prócer argentino. Desvanecida la sangrienta leyenda forjada por Sarmiento, queda la vida del grande hombre reducida a sus justas proporciones. Facundo ya no es el bárbaro, sediento de sangre, corrompido, enemigo jurado de la civilización, que pintó el asesino de Peñaloza, el “Dr. de Michigan”. Queda, como bien dice Peña, el general Juan Facundo Quiroga, representante nato de las provincias y precursor de Urquiza en la obra de la organización nacional. La teoría de Peña se puede fácilmente aplicar al Mariscal López. Un libro así de vindicación es mi más constante preocupación. Alguna vez lo haré.

Francamente me seducen los hombres que como David Peña defienden a los perseguidos, a aquellos en quienes se ceba el odio inconsciente de las multitudes. David Peña ha vindicado a Alberdi levantándole un monumento en Buenos Aires. Y ahora vindica a Quiroga. Los dos hombres más odiados de su país! Tiene que ser un alma fuerte. Y son ya dos en la Argentina: Saldías[19] y él. Y si Rosas y Quiroga tienen sus panegiristas, ¿no podría tenerlos el Mariscal López? López no cometió ni la millonésima parte de los crímenes de Rosas, ni anarquizó a su patria como Quiroga. Loco por el desastre, traicionado, vendido, cometió actos de crueldad que condeno pero que son perfectamente explicables. Derramó sangre paraguaya, pero en defensa de la



[1] Al momento de escribir esto, O’Leary tenia 27 años.

[2] Intelectual español que había llegado a Paraguay el año anterior. Entonces de 29 años. Estaba casado con Leticia Godoi, hija de Juansilvano Godoi.

[3] El médico Cayo Romero Pereira, entonces de 24 años (hermano del después Pdte. Tomás Romero Pereira) a quien recurre en las líneas siguientes. De fuerte actuación política en esos años, hasta su muerte en el exilio en 1912. Su otro hermano: Emilio, moriría pocos meses después, en la revolución colorada de Laureles.

[4] La escena se desarrolla en la Plaza de San Lorenzo, donde vivía O’Leary en esos meses.

[5] En ese momento -desde el 25 de noviembre- era Presidente el Gral. Benigno Ferreira, formado en Argentina, y se le reprochaba una tendencia favorable hacia dicho país.

[6] Godoi, más conocido como Juansilvano, que es como firmaba.

[7] Consejo Secundario y Superior, del cual dependian la educación secundaria y  universitaria, por eso la mención al Rector. Porta debe ser el Dr. Enrique Porta Bruguez, que había tirado piedras a la manifestación de desagravio a O'Leary en 1903 (crónica de la misma en La Patria, Asunción, 5 de enero de 1903) Señalamos que las cátedras de Secundario eran sumamente prestigiosas. El 20 de marzo de 1909 una de Castellano que le asignan a O’Leary era dejada por Manuel Gondra, que sería Presidente al año siguiente.

[8] Seguramente familiares del Cnel. Matías Goiburú, veterano del ‘70, uno de los autores materiales del asesinato del Pdte. Juan B. Gill en abril de 1877, en el cual también estuvo implicado Juansilvano Godoi.

[9] Profesor del Colegio San Luis, amigo de O’Leary por lo menos desde 1902. Panegirista suyo en el acto de desagravio de 1903.

[10] Herib Campos Cervera, periodista, estaba casado con Alicia Díaz Pérez, hermana de Viriato, de quien era cuñado. No confundir con su hijo, el poeta del mismo nombre.

[11] Generalmente O’Leary se refiere a su hija como “la nena”, así como al hijo (n. en 1910) le dirá “el nene” Se trata de su primera hija, única en ese momento, entonces de tres años. Esta fallecería en abril de 1915.

[12] Ignacio A. Pane, de 23 años en ese momento.

[13] Enrique Solano López, hijo del Mariscal, que al momento tenia 50 años. El diario es La Patria, en el que los tres (S. López, Pane y O’Leary) comenzaron la tarea de reivindicación de la imagen del Mcal. López.

[14] Mayor Justo Alejandro Pane, hermano de Ignacio Alberto. El autor de “Episodios militares”, Asunción, 1908.

[15] Subrayado en el original.

[16] Posiblemente Antonio Sosa Ortigoza, político colorado caballerista.

[17] Historiador y escritor argentino, en 1865 era secretario de Urquiza y como tal negoció en su nombre con Fco. Solano López. Escribió en 1906: “Urquiza y Mitre” donde ensalza al primero. Falleció en noviembre de 1907. O’Leary mantuvo correspondencia con su viuda, Elena Möller, a quien consultó sobre posibles originales de un segundo libro sobre el tema y –seguramente- la existencia de papeles en relación a “la defección de Robles”.

[18] El Gral. Wenceslao Robles, comandante de la invasión a Corrientes, recibió muchas propuestas de la Legion Paraguaya, pero no consta que haya respondido a ninguna. Según estas líneas, en su proceso (que no se ha encontrado) habría menciones a un “mediador” con el que habría negociado, lo que llevó finalmente a su fusilamiento.

[19] Adolfo Saldías, autor de "Historia de la Confederación argentina - Rosas y su época" Buenos Aires, 1892.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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