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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  LA INFIEL (Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI)


LA INFIEL (Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI)
LA INFIEL

 

 
 
 
LA INFIEL
 
Esta historia ocurrió allá por 1940. Uno de sus protagonistas vivió muchos años más, para recordarla y tenerla como un tábano en su conciencia. Pero nunca admitió públicamente su error; por el contrario se infatuó con la absurda gloria que le trajo el episodio. Dios se haya apiadado de su alma.
 
***
 
Hacía poco se habían mudado a la nueva urbanización. Ocupaban una casa de esquina, con un jardincito detrás de una verja de hierro.
 
Los vecinos sabían poco de ellos; de él, nada más que era militar y salía temprano por las mañanas. De ella, que era muchos años más joven, bonita, rubia y orgullosa. Esto último por lo menos lo creían las mujeres del vecindario, porque Elvira no intimaba con ellas ni metía las narices en casa ajena.
 
-Fíjese doña Filomena, allá va ésa, por la vereda de enfrente, siempre mirando adelante para no tener que saludarnos.
 
-Para mí que es miope.
 
-¿Adónde irá otra vez? Porque canasto para el mercado no lleva...
 
-¡Jesús! Qué va a ir al mercado con esa pinta, con vestido de seda y sandalias de taco alto...
 
-¿Y se fijó en el pelo? Me parece que es teñido.
 
-No me extrañaría en una mujer como ésa.
 
-¡Quién sabe en qué anda mientras su marido sale de maniobras!
 
-Yo no sé por qué es tan engreída. La señora de al lado me dijo que está casi segura que es la segunda esposa del coronel.
 
-Pues a mí la señora del farmacéutico me comentó que una cliente les aseguró que ni siquiera están casados.
 
-¡Con razón que no va a misa!
 
-¡Qué escándalo! ¡Y qué tupé venir a vivir en un barrio decente como este!
 
Ajena a los comentarios que a su alrededor se entretejían, Elvira pasaba sus días en apacible aburrimiento. Como no tenía niños, no le quedaba mucho por hacer después de dirigir las tareas de la casa y dar algunas indicaciones al soldadito que cuidaba el jardín.
 
La gente sabía que visitaba a su madre que vivía en Sajonia y que con frecuencia iba a casa de una modista en Luque, pero nadie había logrado todavía descubrir dónde pasaba el resto del tiempo.
 

En ese sentido -Elvira lo admitía- su marido era muy condescendiente; la dejaba salir, siempre y cuando estuviera de regreso temprano.
 
A él le gustaba encontrarla en la casa cuando volvía del cuartel. Satisfacía su ego que ella personalmente le sacara las botas, pese a que tenía un ordenanza. Lo hacía sentirse el amo que ella le cebara el mate y le relatara las mil trivialidades del día, aunque él no le prestara mayor atención. Y siempre que ella le pedía que le contara algo de sus actividades, él le respondía «esas son cosas de hombres».
 
Pero no sólo las chismosas del barrio se ocupaban de Elvira. Los hombres no quedaban impasibles a sus encantos, por más que lo disimulaban delante de sus esposas. Por ejemplo, el farmacéutico, solícito al punto del servilismo, se ofreció a conseguirle unas pastillas para la jaqueca, que no tenía en su botica y él mismo se las llevó hasta su casa. Pero lo hizo en plena siesta, cuando el coronel no estaba, por supuesto. El abogado de la otra cuadra, que tenía un auto deportivo descapotable, la invitó una vez que ella pasaba, a llevarla hasta donde fuera. Pero dio un largo rodeo innecesario, pasando por calles concurridas primero, para lucirse, y por parajes arbolados y solitarios después, para propasarse.
 
Esa fue la primera y última vez que Elvira aceptó gentilezas semejantes y comprendió que ser joven, bonita y rubia, tiene sus inconvenientes cuando se quiere ser una mujer honesta.
 
En aquella época en que la televisión aún no había llegado para llenar los ocios pueblerinos, la vida del prójimo era el principal entretenimiento. El chismorreo era «la terapia de grupo» donde cada uno aportaba sus propios complejos y con ellos habían conformado un código de vida.
 
Como era de esperar, las murmuraciones de la supuesta vida oculta de Elvira, llegaron a oídos del esposo. No faltó un compañero de armas -buen amigo y servicial- quien preocupado por la reputación de su camarada, le contó sobre los rumores. Como dato concreto le dio la dirección de un sitio donde la infiel tenía una de sus citas amorosas en ese mismo momento.
 
El coronel, rojo de ira, pidió a su leal informante que lo acompañara como testigo. Revisó su arma reglamentaria y aunque secretamente rogaba que todo fuera una patraña, por su honor expuesto, no podía actuar de otra manera.
 
Llegaron frente al punto indicado. En verdad era una conocida «casa de tolerancia» disimulada con la apariencia de una pensión familiar.
 
Dentro de su coche, el coronel esperaba. Alentaba aún la esperanza de que su esposa no estuviera allí. Mientras, su solidario acompañante no hacía más que repetir: «¡Qué perras son las mujeres!».
 
De pronto, ambos vieron a Elvira. Salía de la casa de al lado de la pensión y miraba inquieta su reloj.
 
Rápido descendió el coronel, le cerró el paso y apuntándola con el arma le gritó.
 
-¿Creés que me engañás saliendo por otra puerta?
 
Y le descerrajó tres tiros.
 
Elvira cayó al suelo, con un grito largo y lastimero. Su vestido floreado empezó a mancharse de sangre, su hermoso cabello rubio, piadosamente le cubrió la cara y allí quedó hasta que llegó el forense.
 
Tras los disparos a quemarropa, el coronel entró a la casa con el revólver en alto.
 
-¡Salga miserable! -gritaba buscando al traidor.
 
Pero en la casa no había otro hombre; sólo estaba, muy sorprendida y asustada, la mujer que poco antes de que sonaran los disparos, había empezado a limpiar los recipientes de la tintura.

 


Fuente:


TALLER CUENTO BREVE


Talleres Gráficos

EDICIONES Y ARTE S.R.L.,

Asunción-Paraguay

1988 (136 páginas).
 
 
 
 

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