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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  LA CASA y EL SILBATO (Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI)


LA CASA y EL SILBATO (Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI)
LA CASA (FRAGMENTO) y EL SILBATO
 
Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI
 
 
 
 

 
DIRMA PARDO DE CARUGATI
 

Es periodista, maestra y narradora. Tiene publicadas cuatro libros: La víspera y el día, Cuentos de tierra caliente, Cuentos, mitos y leyendas, Ana Iris Chaves -la escritora, la amiga. A pedido del Dr. Hugo Rodríguez-Alcalá, participó como coautora en la tercera edición de Historia de la Literatura Paraguaya.
 
Ha ganado premios en varios concursos, nacionales y extranjeros. Uno de sus cuentos, "Baldosas negras y blancas", se convirtió en el primer film de ficción que representó al país en Festivales Internacionales y fue exhibido en forma de mini serie a través del Canal 9 de Asunción, Paraguay.
 
Es miembro de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, coordinadora del Taller Cuento Breve, vicepresidenta de la Sociedad de Escritores del Paraguay y vicepresidenta de Escritoras Paraguayas Asociadas.
 




LA CASA (FRAGMENTO)
 

Cuando Mamá y Papá consideraron que el centro de Asunción se había vuelto muy ruidoso, resolvieron comprar una casa en las afueras.

Finalmente, un domingo fuimos a verla.
 
Caminamos por la acera impar de una calle desordenadamente empedrada de basalto, que yo creía ancha y arbolada. Entonces la vi. Semioculta entre enredaderas, estaba esperándonos La Casa.
 
En cuanto la vi, supe que sería mía, no nuestra, mía, y en realidad lo fue, pues nadie como yo, la ha querido tanto. Tan importante parece haberme sido esa casa, que todos los recuerdos de mi infancia están relacionados con ella y mis sueños -aún los actuales- transcurren allí, como si nunca la hubiera abandonado. Era una casa-quinta, como se llamaban entonces; una construcción sólida, sobria, de aspecto austero y algo misterioso. Recuerdo muy bien las verjas del frente, los murallones de los costados y del fondo, el dibujo arabesco de los mosaicos en los cuartos de cielo raso alto y blanco, y las ventanas con postigos. Tenía un sótano, un desván y una azotea a la cual se llegaba por una escalera de hierro en forma de caracol.
 
Yo me había hecho de lugares secretos donde me refugiaba según mi estado de ánimo, sin contar los árboles frutales, a los que había dado nombres de países remotos y a los que trepaba en las furtivas siestas de verano.
 
Pero el sitio favorito fue siempre la azotea, porque allí hicimos un prodigioso descubrimiento, producto de la casualidad. Una vez que mis hermanas y yo habíamos subido a la terraza a jugar, comprobamos con gran asombro, que desde arriba se escuchaba la conversación de nuestros padres que se hallaban abajo, en el corredor.
 
Nos prometimos no contar a nadie nuestro hallazgo. Aquel fenómeno acústico enriqueció la magia que ya le habíamos atribuido a la casa, cuando los muebles crujían por las noches o cuando al conjuro de una llave distante, en el jardín surgían lluvias giratorias. El misterio de la azotea nos fue muy útil para enterarnos de las pláticas de los mayores, descubrir con anticipación qué nos iban a traer los Reyes Magos y otras cosas, que a veces no entendíamos muy bien, pero nos parecían interesantísimas, nada más porque las escuchábamos a escondidas.
 
Más tarde averiguamos que si se hablaba allí, cerca de las canaletas embutidas en los pilares del corredor, también desde abajo se podían oír las voces de arriba.
 
Mucho tiempo guardamos nuestro secreto, hasta que un día, todo se descubrió por culpa de nuestro primo Jorge.
 
Un verano, vino de Villarrica a pasar las vacaciones con nosotros, un primo por parte de madre. Era un chico flaco, desproporcionadamente alto para su edad, lo que le daba un aire ridículo, que se acentuaba por su extrema timidez y por la facilidad con que lloraba.
Pronto lo hicimos víctima de todo tipo de burlas y bromas. Éramos tres contra uno y él siempre terminaba llorando. Hasta que nuestra sádica diversión, llegó más allá de lo que un huésped sufrido y resignado podría resistir.
 
Estando nosotras enojadas con el primo, porque nos había delatado en una travesura, resolvimos vengarnos en cuanto tuviéramos oportunidad. Y así lo hicimos una tarde.
 
Comenzaba a oscurecer, yo subí a esconderme en la terraza. Mis hermanas llamaron a Jorge con el pretexto de contarle un secreto. Como además, nuestro primo era curioso, acudió sin sospechar nada. Se instalaron convenientemente junto a las canaletas y empezaron a acosarlo. Le dijeron que por ser chismoso y mariquita los fantasmas de la casa irían esa noche a tironearle de las piernas cuando estuviera dormido. Entonces yo inicié la función: hablando directamente dentro de los caños de desagüe, empecé a proferir feroces amenazas con voz solemne, que bajaba por los tubos de hojalata.
 
-Jorgeeeee, has sido soplón y cuenterooooo. ¡Eso se paga con la muerteeeee!
 
Por supuesto, nuestro miedoso primo salió corriendo espantado, gritando "¡los fantasmas, los fantasmas”, justito el momento en que llegaba mamá, cuya ausencia habíamos querido aprovechar.
 
Jorge se tiró en sus brazos con los ojos desorbitados por el susto. Cuando su sonoro llanto le permitió hablar, entre hipos y sollozos, dijo que quería volver a su casa "ahora mismo".
 
Fue un escándalo tremendo. Esa noche tuvimos que dar explicaciones a papá. Y por supuesto, todo se descubrió.
 
Las responsables de la broma recibimos una soberana reprimenda y nunca más pudimos volver a la azotea.
 



 
EL SILBATO


 
Mi hermano Julián tiene un silbato que recogió en la calle, una tarde que estaba -como siempre- pateando piedrecitas en la acera.
 
Él conoció al primer dueño del silbato que lo perdió por puro arrebatado cuando iba con su madre rumbo a casa, llevando de un cordel un globo rojo.
 
Julián los vio venir: la mujer le hablaba dulcemente y tiraba de la mano al malcriado que se negaba a andar y lloraba sin lágrimas algún capricho contrariado. Era un niño pequeño, vestía un trajecito marinero de cuyo cuello salía un cordón con un silbato.
Julián los vio pasar: con envidia miró el globo que sujeto por el hilo anudado a la muñeca del gritón, sumiso lo seguía. Julián los vio alejarse: y sin saberlo, deseó que a él también una mano cariñosa lo llevara, a cualquier parte... y con rabia pateó una baldosa desprendida.
 
Y entonces fue cuando lo descubrió: el silbato estaba allí, como un guijarro más, solo y perdido y así nomás, se lo apropió enseguida.
 
Desde entonces lo lleva ensartado en una cinta sucia, que a manera de collar le cuelga sobre el pecho. Y le ha venido muy bien en su trabajo, porque todos los domingos, al terminar la Misa de las once, muchos autos juntos se reúnen en la explanada de la iglesia y Julián dirige las llegadas y salidas a fuerza de silbidos.
 
Julián está contento porque los otros niños con quienes comparte la calle y el oficio lo han nombrado jefe por ser dueño de un silbato.
 
A nosotras, que por ser nenas inspiramos más lástima, nos enseñaron a pedir limosna sin tener vergüenza, pero yo admiro a mi hermanito que trabaja y se gana sus monedas.
El otro día me dijo que cuando él crezca, le gustaría ser un policía; un policía de uniforme, con botines y silbato. Y se imagina a sí mismo, importante y respetado, dirigiendo el tránsito en la esquina. Y sonríe satisfecho con sus planes que empezaron aquella tarde en que encontró el silbato.
 
 
 
 
Fuente:
 
 
(CUENTOS Y POEMAS PARA NIÑOS Y ADOLESCENTES)
 
 
Editado con el auspicio del FONDEC
 
QR Producciones Gráficas S.R.L.,
 
Diciembre, 2002 (210 páginas).
 
 
 
 
 
 
 

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