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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  LA VÍSPERA Y EL DÍA (Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI)


LA VÍSPERA Y EL DÍA (Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI)

LA VÍSPERA Y EL DIA

Cuento de DIRMA PARDO DE CARUGATI



   «Evidentemente, la fe es el sentimiento nacional por excelencia.»

Augusto Roa Bastos

  




I - ALLÁ

 

 El viento empujó las nubes. La luna apareció brillante y plena; se deslizó por el techo del rancho, se escurrió por las paredes y penetró por la ventana abierta. Irrumpió la luz en el cuarto modesto y el inesperado resplandor despertó a Marciana, que dormía junto a su hombre impasible.

     Alerta, la mujer recorrió la habitación con la vista. Todo estaba en quietud. Sólo se oía el canto de los grillos en la hierba cercana.

     Casi por costumbre, meció un poquito la hamaca donde dormía Juan, el más pequeño. Miró el catre que compartían Santiago y Lucía, los mayores, y se pasó la mano por el vientre grávido de ocho meses, como si estuviera haciendo un recuento de sus hijos.

     Desvelada por la prematura claridad, inquieta sin saber por qué, empezó a preocuparse por el trabajo del día siguiente y quiso ordenar en mente sus quehaceres.

     -Si me levanto a las cinco a encender el horno -pensó- la primera remesa de chipa estará lista a las seis; José las podrá vender en la ruta para las siete. Es la hora que más de vende, para el desayuno de los caminantes. A las ocho o nueve podré tener otra partida. Después, mientras Lucía lava la ropa y Santiago trae agua del arroyo, puedo pisar maíz para hacer sopa.

     Como encontró todo muy factible, casi una rutina alterada apenas por la romería que ya había comenzado, resolvió que también ella iría al Santuario, a la misa vespertina. Trató de conciliar el sueño rezando y tomó el rosario que guardaba bajo la almohada.

     Fue entonces cuando notó que la estatuilla de la Virgen de los Milagros de Caacupé que tenía sobre una repisa, irradiaba una luminosidad extraña.

     Se incorporó y la miró con mucha atención; grande fue su asombro cuando notó que los ojos de la imagen que siempre siguieron con la vista a quien los mirara, no estaban dirigidos hacia ella, sino fijos en Juan.

     Tuvo miedo y quiso despertar al hombre. Pero éste, sumido en el pesado sueño del alcohol, rezongó y continuó inmerso en su sopor.

     -¡Virgencita de Caacupé! Te encomiendo mi hijo Juan, si éste es tu preferido, como también es el mío.

     Se sorprendió de haber dicho algo que siempre tuvo oculto en su corazón, que jamás confesó ni admitió para sí misma. Ahora, lo había dicho y lo escuchó la Virgen.

     Como si su secreto fuera una falta, quiso justificarse recordando que Santiago había nacido cuando era casi una niña, fruto de aquel primer amor y primer desengaño. Durante un tiempo, la criatura fue un lastre. Cuando consiguió un trabajo en la ciudad, su madre agotada de criar sus propios hijos y los nietos que le habían ido dejando sus hijas mayores, ya no pudo soportar más carga y murió. Marciana tuvo que regresar al campo. Empezó a trabajar en las capueras, a fabricar dulces caseros y chipa. Pasaba de penuria en penuria. A muchas cosas renunció por ese hijo y casi fue un obstáculo cuando conoció a José, un vendedor de chipa, su actual compañero. Éste, finalmente, que decía estar enamorado de ella, la aceptó a pesar del hijo. Se fue con él a su rancho, a servirle como mujer y a ayudarle en su trabajo. Antes del año nació Lucía, con gran desilusión de su padre que esperaba un varón.

     ¡Con qué angustia recordaba aquellos años! José ignoraba a la niña; se había vuelto arisco e impaciente. Fue en esa época cuando el hombre empezó a beber y a maltratarla. Dos abortos se sucedieron y cuando ya Marciana creía que nunca más sería madre, quedó embarazada del único hijo verdaderamente deseado. Nueve meses padeció el temor de que su cuerpo lo expulsara antes de tiempo. Pero nació bien. Allí estaba ahora, con casi un año de vida, rozagante y sano, durmiendo en la hamaca. Era el hijo del milagro. ¡Y la Virgen lo miraba!

     El insomnio la había hecho recordar cosas olvidadas.

     Otras nubes llegaron con la brisa de estío y cubrieron la luna, oscureciendo la noche.

     El rancho volvió a quedar en sombras, pero la estatuilla de la Virgen conservó por un momento más su extraño brillo, hasta que Marciana, vencida por el cansancio, quedó dormida.

 

II -  AQUÍ

 

     -Te digo, Teresa, que tiene que ser alguien muy importante. Segurito que es una artista de cine. De lo contrario, no nos hubieran llamado en esta época. A mí me viene muy bien, tan cerca de navidad. Si hasta parece un milagro. Te digo que tienen que ser importantes: Fijáte el jabón que vamos a poner, ¡y estas sábanas de seda! Ni cuando vino el presidente de «no-sé-dónde» hubo tantos preparativos. Lo único curioso es la temporada. Con este calor muy poca gente anda por aquí. Y menos en la Víspera. Pero los gringos son todos raros. ¡Qué saben ellos que mañana es el día de la Virgen! Pero, movéte, Teresa, que tenemos que arreglar todo el piso, no sólo la suite. Parece que va a venir mucha comitiva. Estas estrellas viajan de incógnito, pero traen hasta sus fotógrafos. Digo yo. Bueno, ya veo tu cara. Ya sé que soy charlatana, pero eso es una virtú. Mamita -que Dios la tenga en su Gloria- siempre me decía que con mi manera de hablar y un poco de estudio, llegaría muy alto. Pero así es la vida. No pude estudiar más allá del tercer grado y sólo soy una mucama de hotel. Pero eso sí; soy la mejor mucama, por eso me llamaron ahora. Y bueno, también llegué muy alto, ¿verdá?, al piso quince. Dale, Teresa, con la franela, te dije. En fin, ya no quiero nada para mí, pero mi hijo sí que va a estudiar. Si Dios y la Virgen Santísima me ayudan, él va a entrar en la universidá y va a ser médico o abogado. ¡No te rías, Teresa, no seas mala! ¡Y no dejes las marcas de tus dedos en el espejo!

     Un equipaje numeroso, varias personas dando órdenes y alguien que hizo los trámites de registro, precedieron a la  limusina negra. El ascensor reservado desde horas antes recibió a los esperados huéspedes y los condujo al penthouse.

     El personal, en fila, en el pasillo, saludó con reverencias, como les habían enseñado. La camarera jefa quiso entrar y una mujer de aspecto severo que integraba el séquito, le salió al paso:

     -Espere a ser llamada -le dijo cerrando la puerta.

     La muchacha, avergonzada, se dirigió a su compañera:

     -Ya sé, Teresa, no me digas nada. No son artistas de cine. Ella es más bien fea; por lo menos, linda, no es. Pero, se nota que es una persona «de clase» porque no está vestida a la última moda. ¿Te fijaste en el hombre flacucho y de anteojos? ¡Qué distinguido! ¿Quiénes pueden ser? ¿Vos leíste algo en los diarios? ¡Pero qué vas a leer los diarios, vos, Teresa! Andá, movéte, que ahora sí nos llaman.

     -Lleve estas prendas a planchar -dijo lacónicamente la mujer de la comitiva.

     La muchacha había entrado y buscaba con la vista a la mujer misteriosa, cuando la vio venir de la habitación contigua.

     -Esta blusa también, por favor -pidió con una sonrisa.

     Tenía una hermosa voz y hablaba perfectamente el castellano.

     -¿Cómo te llamas? -agregó.

     -Catalina, para servir a usted -contestó con una reverencia.

     -¡Qué joven eres, Catalina!

     -Tengo veintidós años, Señora, y un hijo de seis que es una maravilla. Mire, mire -dijo sacando una fotografía de un bolsillo del delantal.

     La mujer contempló con ternura al chiquillo del retrato, pero su sonrisa se borró y se sintió muy turbada cuando Catalina preguntó:

     -¿Y usted tiene hijos, señora?

     La dama de compañía quiso poner fin a ese abuso de confianza, pero la mujer, recobraba ya la sonrisa, la detuvo:

     -Déjala, Matilde; yo quiero ver la fotografía.

     -¡Qué hermoso niño! -exclamó después de un momento.

     -Sí, señora, gracias a Dios y a la Virgen. Yo siempre rezo pidiendo que no me falte trabajo, porque quiero que mi hijo estudie y sea alguien. Fíjese, ayer nomás yo estaba cesante, por falta de turistas. Le pedí a la Virgen un milagro... y llegaron ustedes. ¡Y me contrataron don doble paga!

     La mujer hizo un gesto a su ama de compañía pidiendo su bolso. Tomó de él algunos billetes verdes y se los dio a Catalina diciendo:

     -Mira, deja tus señas a la señora Matilde y todos los meses te mandaré algo para el niño. Esto es para que le compres juguetes en esta navidad. No olvides que debe estudiar; cuando se haya graduado vendrá a visitarme a mi país.

     -¡Señora, Dios se lo pague! ¿Cómo se llama usted?

     -Recuérdame como a una madrina, nada más.

     Catalina salió de la habitación con el corazón estallándole en el pecho.

     -Ves, Teresa, yo te dije: ¡el milagro, el milagro!

     -Tonta, estamos en el siglo veinte, ya no hay milagros.

     -¡Atea! ¿No sabés acaso que los milagros también pueden ser modernos?

 

III - AQUÍ

 

     Como dos turistas comunes, la pareja bajó a la recepción para trasladarse al comedor. Caminaban tomados de la mano, como enamorados que están viviendo una aventura. Pasaron por la galería de tiendas y frente a una vitrina de Stern, él tuvo un gesto espontáneo y la invitó a entrar.

     -Pero no, tú sabes que no me enloquecen las joyas -dijo ella.

     Él la atrajo hacia el interior del local. Ella reía, como si estuvieran haciendo una travesura.

     La vendedora les mostró todo tipo de alhajas, pero les ofreció muy especialmente unos zarcillos de oro y coral, trabajados en filigrana, que, dijo, eran típicos del país.

     -Muy bonitos, vendremos mañana -dijo la mujer, con una sonrisa, como queriendo terminar el juego.

     -Imposible, señora. Mañana no abriremos. ¿No sabe usted que es la festividad de Caacupé, la más respetada fecha religiosa?

     La vendedora empezó a contar, con lujo de detalles, cómo miles y miles de personas se trasladan al pueblo serrano, por cualquier medio; algunos caminando los cincuenta y cinco kilómetros que dista de la capital.

     -El día de la Virgen, señora -prosiguió- todos somos iguales: ricos, pobres, penitentes, promeseros, mendigos, enfermos desahuciados, sanados agradecidos, todos, todos vamos en busca o en pago del milagro.

     -Entonces, es mejor que te lleves los pendientes ahora -dijo el hombre, intentando disipar la emoción que el relato había causado en su esposa.

     Cuando llegaron al comedor, eligieron una mesa pequeña, junto a un ventanal. Eran los únicos huéspedes del gran salón.

     -¿Por qué está todo tan solitario? -preguntó el hombre al maitre-. ¿Tan mal se come aquí? -agregó en broma.

     -Es la época, señor -contestó muy serio el hombre de la chaqueta negra-. No hay muchos turistas en verano. Además, hoy es la Víspera. Todo el mundo estará camino a Caacupé.

     -¡Cuánta fe! -exclamó la mujer con renovada ansiedad.

     Durante la cena, ya no pudo pensar en otra cosa.

     Esa noche, su sueño fue intranquilo. No sabía si soñaba o estaba reviviendo todo lo que le habían contado desde su llegada.

     Vio la caravana de promeseros y en medio de la gente sencilla y devota, ella también caminaba. Todos a su alrededor cantaban y ella también empezó a cantar, como si toda la vida hubiera conocido ese himno de alabanzas.

     Vio a la vendedora de la joyería, a la camarera del hotel y a los mozos del comedor. Todos iban en la procesión, con ella, subiendo la cuesta. Vio niños pequeños que lucían capas azules y coronas de cartón dorado, y vio niñas vestidas de ángeles con grandes alas de tul fruncido en armazones de alambre, con ofrendas de flores y cirios encendidos.

     Una anciana se le acercó y le murmuró algo en un idioma desconocido, pero ella entendió perfectamente, sin comprender las palabras, que eso significaba: «Vamos, la Virgen te espera».

     De pronto el sol se tornó más brillante, casi enceguecedor. La luz reflejada en el cobre que cubría la cúpula de la basílica, despedía destellos refulgentes, como si los rayosluminosos quisieran indicarle el camino, del mismo modo que hace dos mil años, un lucero guió a los reyes de Oriente hasta el pequeño pesebre de Belén.

     La mujer se miró las manos; sólo ella no traía nada que ofrecer; ni mirra, ni incienso, ni oro. Pensó en sus pendientes y se preguntó si serían suficiente ofrenda para lo mucho que tenía que pedir.

     Estaba allí, de rodillas frente al altar, como humilde peregrina, implorando el milagro.

     Y vio a la Virgen, con sus rubios cabellos ensortijados sujetos por una corona real de oro y piedras, bajo un halo de estrellas. Vio su manto azul ricamente bordado y de entre los pliegues de la seda, sus manos que asomaban en posición de oración.

     Con los ojos llenos de lágrimas, presa de una emoción reverente y piadosa, empezó a musitar una plegaria antigua, que ahora le parecía totalmente nueva.

     -¡Dios te salve, María!...

     Y la Virgen, desde su altar de flores, le respondió con una mirada tierna y maternal. La imagen movió lentamente los labios y susurró algunas palabras que la mujer no pudo oír, porque el llanto de un niño cercano, se hizo cada vez más fuerte.

     Entonces despertó. Estaba entre los brazos de su esposo que trataba de calmarla.

     -Llorabas, has tenido un mal sueño. No es nada, mi amor. Cálmate.

     -¡Oh, no! No fue un sueño; no fue un mal sueño -decía entre sollozos la mujer-. Prométeme algo, ¿quieres? Recuerdas que cuando decidimos venir juramos que sólo haríamos lo que quisiéramos... Bueno, te lo ruego: mañana quiero ir allá, a Caacupé.

IV -  ALLÁ

     El potente automóvil se desliza por la carretera. Su interior refrigerado no deja imaginar el calor de afuera. El sol cae de lleno sobre el asfalto y su luz reverbera formando zigzagueantes espejismos.

     A los lados del camino se han apostado vendedores ambulantes que ofrecen refrescos, pantallas de palma, sombreros de paja, cestos con recién horneada chipa y baratijas. Sobre el pavimento, peregrinos de todas las edades marchan sin prisa, rezando y cantando; algunos llevan cilicios. Hay uno que apenas avanza bajo el peso de una cruz de madera. Pero en todos los rostros se nota la fe, la devoción que los posesiona.

     La mujer del automóvil pide al conductor que disminuya la velocidad. El espectáculo de los promeseros la conmueve hondamente. Ella ya los ha visto en sueños.

     De pronto, inexplicablemente, el coche se detiene por un desperfecto del motor. Inmediatamente, otro automóvil que los ha escoltado desde su salida de la capital, se adelanta y el conductor abre las portezuelas para que los pasajeros se trasladen al otro vehículo. Están por hacerlo, cuando la mujer oye el llanto de un niño, que parece provenir de más allá de la banquina.

     -Vamos, mujer, te insolarás -dice el esposo.

     Pero ella, decidida, empieza a bajar por la pendiente.

     -¡Por Dios, ven aquí! -ruega el hombre y la toma del brazo. No se atreve a contrariarla porque ha visto su rostro y sabe que ya nada podrá detenerla. Entonces, la ayuda y bajan [25] por las cunetas de tierra roja y llegan a una planicie donde se levanta un rancho.

     Bajo una enramada rústica, una mujer trabaja en el mortero con golpes acompasados y preciosos. No lejos de ella, un niño pequeño, con la mitad inferior de su cuerpecito desnudo, sentado en la tierra, llora y llora, un llanto monótono y cansado. Sus manecitas sucias le han dejado en la cara surcos marrones.

     La mujer está como poseída. No se detiene ni ante la campesina que la mira extrañada. Se dirige resueltamente hacia el niño y lo toma en sus brazos.

     -¡Pobrecito, pequeño mío! No llores más -le dice, y lo besa con ternura.

     El niño se ha callado ante la inesperada atención que le presta la desconocida. La mira con curiosidad; le gustan sus zarcillos y empieza a jugar con ellos.

     Marciana ha dejado el mortero y se acerca, entre desconfiada y amable:

     -La va a ensuciar, señora. Está todo mojado.

     Con su delantal limpia la cara de la criatura y luego intenta tomarlo en brazos.

     -Gracias, señora -dice-. Llora por malcriado, nomás.

     La mujer no quiere soltar al niño y con voz entre suplicante y autoritaria le pide:

     -Dame este niño. Tú pronto tendrás otro hijo. ¡Dámelo, lo quiero tanto! Lo tendré como a un príncipe y lo haré feliz. ¡Te lo juro!

     -Tráigame mi hijo. No lo doy por nada del mundo.

     -¡Por favor! -insiste la mujer-. Te daré lo que quieras. Haré feliz a tu hijo, será un príncipe... un rey.

     -Él ya es Mi Rey. Entréguemelo. La madre se ha puesto violenta.

     La mujer se echa a sollozar; el marido la consuela y trata de llevársela.

     -¡Vamos, vamos! Si es sólo un chiquillo...

     -¡No, no! ¡Es él! El niño que yo vi en sueños, el que me dio la Virgen. Ella misma lo puso en mis brazos. ¡Este niño es mío!

     El forcejeo ha concluido. Marciana ha arrebatado su hijo y se lo lleva; quién sabe con qué intenciones, toma nuevamente el pisón del mortero.

     Juan sonríe. Está en brazos de su madre y ahora tiene un nuevo juguete que brilla entre sus deditos sucios.

     La pareja sube a la carretera. El automóvil los espera. Mas la mujer ha tomado una decisión. No se da cuenta de que unas gotas de sangre manchan su blusa de encaje de Bruselas, ni ha notado que le falta un pendiente. Toma su pañuelo y seca sus lágrimas.

     Irá hasta el Santuario de la Virgen. Sí, pero irá caminando. De nada valen las súplicas del hombre que tiernamente la llama:

     -Ven, Fabiola, ven, ma cherie.

     Ella lo ha dicho ya. Irá caminando. Porque ella sabe que debe


Este cuento obtuvo Mención de Honor en el Concurso

«Néstor Romero Valdovinos» - 1988


Fuente:

LA VÍSPERA Y EL DIA

de DIRMA PARDO DE CARUGATI

Editorial Arandurã,

Asunción-Paraguay, 2007


 

 

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