ENCUENTRO EN LA SELVA
Cuento de DIRMA PARDO CARUGATI
La guerra estaba resultando más brava de lo que yo había creído en mi lírico patriotismo de los dieciocho años. Al peligro de las balas de los fusiles y de la metralla de los morteros se sumaba la angustia de la sed y de la poca comida, nunca suficiente. No puedo negar que en muchas ocasiones sentí miedo, un real miedo, un pánico terrible. Algunas veces, como una fantasía de la duermevela, pensaba en escapar.
Pero no era por el temor a ser fusilado por traidor o por el oprobio de mostrar cobardía que no lo intentaba, era sencillamente que no podía desertar, no podía, porque estar allí era un honor que me había tocado en suerte. Nunca hasta entonces me había sentido tan importante como el día en que todo el pueblo de Ybaroty fue a la estación a despedimos a los "movilizados " con banderas, flores y canciones.
Muchas cosas me pasaron en esa guerra, pero hubo un episodio, casi perdido en medio de los grandes acontecimientos de aquel día de la toma de Yrendague, que nunca olvidaré.
Yo pertenecía a la Octava División, Batallón 40, y habíamos repelido el ataque del enemigo con bravura y decisión. Cuando los bolivianos se percataron de que no tenían ya posibilidades, se batieron en retirada dejando un tendal de muertos y de armas dispersas. Fue una exitosa batalla que nos permitió recuperar Picuiba y nuestro comandante nos felicito por la valentía y el coraje que habíamos demostrado.
Esa mañana había venido de visita el capellán Paí Pérez. Asistimos a la misa ante un improvisado altar y muchos nos confesamos y comulgamos, encomendándonos a Dios. Recuerdo que en mi Acto de Contrición le pedí al Señor que no me dejara morir y que me perdonara si acaso yo llegaba a matar a alguien. La guerra es así.
Después de esa victoria, cuando estábamos reorganizándonos, empezaron a pasar lista y al llegar a mi nombre, el comandante interrumpió:
- Martínez, preséntese en mi despacho.
Temeroso me dirigí a la carpa que hacía de P.C. y me cuadre ante mi superior disimulando mi inquietud.
- El Capellán hoy le trajo esta encomienda... Luego de que la revise, alístese para un patrullaje que voy a encomendarle - dijo el General.
Mi alivio al comprobar que no era una sanción el motivo de la llamada y mi felicidad al ver el paquete, me hicieron minimizar el anuncio de que me confiarían una misión.
Abrí presuroso el envoltorio; no tenía paciencia para desanudar el hilo de sisal que lo ataba y rompí el grueso papel color madera sobre el que figuraba mi nombre y mi destinación, con primorosa letra manuscrita. Era otro envío de mi madrina de guerra. Como otras veces, me hacía llegar dulce de maní con miel negra, pañuelos, cuatro pañuelos con borde vainillado y en una esquina, mis iníciales bordadas (seguro que por ella misma). Además había cigarrillos y caramelos. Pero lo que más me gustaba siempre, eran sus cartas. El sobre que me enviaba esta vez, traía además una fotografía suya que yo le había pedido. Guarde los pañuelos en mis bolsillos y la carta y la fotografía, claro está, para cuando estuviera solo. Envolví los ladrillos de dulce en lo que quedaba del papel y los metí en la mochila. Sabía que tendría que compartirlo con mis camaradas menos afortunados.
- ¡Soldado Martínez! - tronó la voz de mi superior volviéndome a la realidad -, ha sido destacado para el pelotón de sondeo. Deben recoger todas las armas y cantimploras que encuentren, así como informaran sobre el número de bajas enemigas.
Luego de alistarme con otros cinco compañeros, iniciamos nuestra marcha. Andaba yo separado de ellos por unos metros, cuando oí unas lamentaciones que provenían de un costado de la picada. Temí que fuera una trampa, prepare mi arma y escuche con atención. De pronto lo vi: era un recluta boliviano, que con sus últimas fuerzas invocaba a "Diosito Santo" y a "su mamacita querida". Me acerque con sigilo y comprobé que el soldado, ya muy débil, estaba malherido, pues una de las piernas de su uniforme se veía totalmente empapada en sangre.
- ¡Por favor, paraguayito! - suplicó al notar mi presencia. - Si vas a matarme, dame antes un poco de agua.
Me acerque y lo primero que hice fue desarmarlo. Luego lo senté y con cuidado le ate las menos a la espalda con mi correa. Lo mire fijamente y todavía con cautela, le acerque a los labios resecos, mi temblorosa cantimplora.
- Voy a morirme de todos modos, mátame ya, paraguayito, cuanto antes.
- No vas a morirte - le respondí - ahora sos mi prisionero y voy a llevarte a la sanidad de mi campamento.
La pierna seguía sangrando, debía detener primero esa hemorragia. Con mi cuchillo corte el pantalón hasta que la herida quedó a la vista. La cosa estaba fea. Aunque yo pretendía demostrar que dominaba la situación, en realidad me hallaba muy asustado.
Mi prisionero gemía de dolor, pero hablaba sin cesar. Me contó que sus camaradas lo habían subido a uno de los camiones de la retirada, pero en un barquinazo cayó del vehículo y probablemente ni se dieron cuenta de lo que había ocurrido o lo dieron por muerto.
Arrastre al herido hasta ponerlo a la sombra. Me senté a su lado cavilando sobre que podría hacer.
- Tengo que aplicarte un torniquete - le dije por fin, mientras buscaba con la vista a mis compañeros. Pero parecía que estábamos solos (mi enemigo y yo), solos en la inmensidad de esa tierra desconocida por la que estábamos peleando.
- Por favor, hermano - rogó - dame un poco de coquita: está en el bolsillo derecho de mi chaqueta. ¿Quieres un poco? - me ofreció - Te va a hacer falta, para tener fuerzas... si es que vas a llevarme, mira que soy más grande que tú.
- No, gracias, no te preocupes. Yo tengo kaí ladrillo que me mando mi madrina. - A mi vez lo convidé - ¿Querés probar?
- No, gracias. Mejor cuéntame que es eso - respondió mirando con desconfianza - y háblame de tu madrina.
-Ah, es la mujer más linda de Villarrica. Se llama Anita. Es rubia, de ojos claros y tiene una piel como de seda, muy delicada. Es hija de gringos, creo.
Le mostré la fotografía que había recibido esa mañana y dije en voz alta, mas para mí que para él:
- No sé cómo tuve tanta suerte de que me eligiera como ahijado. Ella es algo así como una reina. La única manera de poder agradecerle cuando todo esto acabe, si vuelvo, será dedicarle la guarania que compuse para ella. Porque soy músico, sabes - agregue como aclaración mirando a mi casual interlocutor.
El prisionero escuchaba con muestras de simpatía en su rostro, pese al dolor, mientras yo le limpiaba la herida con uno de mis flamantes pañuelos. Luego tome los otros tres, los uní por las puntas para alargarlos y le di unas vueltas en el aire, enrollándolos.
Con esa tira que formé, empecé a vendar la pierna, apretando cuanto pude, según me habían enseñado una vez en la carpa de la Sanidad. Cuando dejó de sangrar, le libere las manos al prisionero y le dije:
- Sujétate de mi cuello; te voy a arrastrar hasta el campamento.
- Sabes, muchacho - murmuró de pronto, como disculpándose - nosotros a ustedes los llamamos pilas...
- No importa; a ustedes nosotros les decimos bolí.
Y como si con esa mutua confesión hubiéramos saldado una deuda y nos halláramos mano a mano, iniciamos la marcha hacia el campamento paraguayo. Francamente, no sé cómo lo hicimos, pero lo logramos.
DIRMA PARDO CARUGATI
Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - ParaguayOctubre 2001. (166 pp.)
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