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MABEL PEDROZO (+)

  CITA EN EL CASINO y EL PEÑASCO Y LA ENREDADERA - Cuentos de MABEL PEDROZO - Año 2004


CITA EN EL CASINO y EL PEÑASCO Y LA ENREDADERA - Cuentos de MABEL PEDROZO - Año 2004

CITA EN EL CASINO y EL PEÑASCO Y LA ENREDADERA

Cuentos de MABEL PEDROZO

 

 

 

CITA EN EL CASINO

 

Amo los viajes en taxi. Ese abandonarse en un asiento trasero con la despreocupación de los que están en ninguna parte, corriendo a 120 por la avenida de los casinos, sobre sus luces amarillas delirantes de bichos puestos a morir en el cono de las lámparas. Sobre todo a esta hora (digo, lo de los viajes) en que el mundo se llena de oscuros con olor a pasto recién hecho y ganas de quedarse para siempre con la falda de seda soplándome las piernas, haciendo distancia de la ceremonia consabida que son los hombres bajando de los colectivos con ganas de llegar a casa, darse una ducha mientras la mujer se mete con el guisado y la cerveza y se sonroja segura de que él la sabe perfumada por si surge hacer el amor después de los chicos y los noticieros de las veintidós. Sin embargo, detesto los semáforos. En la ciudad, bueno, pero aquí, en una carrera loca hacia el acabado del universo, nadie mejor que uno para regularse velocidades, aunque admito divertirme con la morbosa curiosidad que incitamos las mujeres solas, elegantes, puestas en la vitrina de una marcha en suspenso.

Ellos tienen razón. Los que miran, digo. No es de uso. Cosa de esposas penando el amor que no les cruzó de la puerta de calle, adolescentes conteniéndose el sexo, prostitutas tarareando una canción barata, amantes. No soy la excepción, sino lo último. Una amante. La amante de un hombre casado, lo que no me hace más especial que el ochenta y tanto por ciento de las mujeres de este país; quizá, algo menos trágica e infinitamente feliz de permitirme amar a antojo.

Me lo dijo por teléfono, como acostumbra cuando teme respuestas. Tonto. Sí quería conocer a esos amigos suyos parte de nuestros cafés pretexto para irle viendo ceder palabras, empujarlas como si le viniesen del fondo, como si se las despeñase de a una boca en suspenso, boca llenándose de sonidos por detrás de los dientes, miedo de hombre queriendo saltar fuera, dejándose caer sobre el redondo del laminado de la taza. Además ellos, sus amigos, eran el tiempo que me faltaba conocerlo. Amigos de secundaria que lo vieron crecer, enterrar a su padre, sentir las primeras mujeres. Amigos envidiándole el ingenio, el porte, el misterio. Sí, dije, voy.

La ocurrencia les había costado alquilar el salón de fiesta del mejor casino de la ribera. Sería una cena secreta, como en las películas, el mejor juego de infidelidad al que se habían atrevido, y como invitadas, nosotras, las amantes. Una noche inequívocamente clandestina, irreverente.

No la conozco. A ella, Clara Emilia, su esposa. No tiene que ver en esta historia y así lo entendimos cuando despertamos del primer beso en la boca. Tan nuestra la emoción de vernos enteros. De reír a gritos en un motel donde fuimos a parar esquivando una siesta de diciembre, la tristeza insoportable de la Navidad, las compras, la gente. Nadie más que nosotros en la confesión de un amor hecho de verdades interminables, de mentiras también interminables, de lecciones de historia a medianoche, frente a la casa de gobierno, las corridas hasta el último colectivo de la estación urbana, su voz pegada a mis oídos sobre la mudez del teléfono.

Clara Emilia era un afecto en acordado paréntesis ante mi presencia, una vida doliéndome a menudo, a escondidas, a las ocho de la noche de todos los días, frente a los escaparates de la esquina Robles, cuando era ella, imposible no saberlo, a quien él invocaba siguiendo los encajes de un corsé importado.

El casino. Séptimo piso. Aguantarse la claustrofobia en el ascensor. Quedarse viendo el tablero de círculos rojos prendidos en orden. Segundo salón. Él, esperando en el pasillo con su aire de etiqueta pendiente de mi proximidad, de mis ruidos, de mis labios alcanzándolo. "Están dentro", dijo mientras me encajonaba en sus brazos, su boca en mi rostro, su prisa revolviéndome la ropa todavía húmeda de avenida Los Presidentes y atardecer detrás de los últimos árboles alcanzados por los ojos.

Un resto de melodía recordaba la excusa en la oficina, los patos de vestir comprados en la tienda americana (gamuza a precio subiendo los bordes del pantalón), la escena de presentaciones ensayadas en noches sin sueño. "No quiero entrar", dijo, y para entonces tampoco yo quería. Me atropellé ganando las escaleras, sintiendo su correteo entre el sexto y quinto piso, cuatro escalones detrás, sobre mi cuerpo. Oscuridad hecha a medida, a tiempo, obscuridad cayendo en punta sobre el jarabe caliente del apareo.

Camino a casa, en el auto, Alejandro comentó la reunión en el Casino, soportando mi retraso. Las amantes de sus amigos, contó, fuera de rol, asumiendo el de esposas preocupadas por la cocina, orgullosas de conocer alguna de sus manías insignificantes, confesando intimidades a boca llena, métodos anticonceptivos, regeneradores de la piel, ungüentos para el pelo. Ellos, sus amigos, anticipando resultados de la economía de mercado y las privatizaciones.

La avenida era una costura de luces corridas en línea recta hacia la madrugada, un cordón de velas eléctricas empapadas de sereno, complicadas en esto de seguirme prolongando su abrazo sinceramente avergonzada de haberlo querido también. Digo, como ellas, sentirme Clara Emilia por una noche.

(De: MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS,

1997)

 

 

 

 

EL PEÑASCO Y LA ENREDADERA

 

Fue difícil al principio, cuando no sabía que bastaba con encaramarse a sus hombros afilados para que él la deje quedarse.

Pasó noches larguísimas imaginando que él desenredaba sus dedos de los suyos, que apartaba las flores de su pelo y la miraba como un desconocido. Ése sería el día del fin. Después estaba la muerte.

Jamás lo quiso para sí. Le bastaba con acurrucarse en su espalda prestando oídos al rumor agresivo de su pecho. Lo llamaba "el susurro de Luciano Both". Él no se llamaba Luciano, claro, pero dado que en su situación un roce de pelo bastaba para reconocerse, los nombres pasaron a cumplir funciones hasta si se quiere disparatadas.

Muchas veces le preguntó de dónde vino, a quien amó antes que a ella, qué ojos muertos dentro suyo lo veían desde sus lugares eternos. "Nunca fui el que soy ahora. No hay nada que decir, puesto que no me reconozco en esos que ya no soy", decía él. De manera que nunca supo nada que ya no le conociese.

Él la subió a sus hombros una noche y le mostró el universo. Una boca invisible soplaba las luces hundidas en una nada ilimitada y negra. "Se llaman estrellas", le dijo. Estremecidas en su tintineo de puntas de hielo, las luces resistían, giraban sobre sí y volvían a recobrar su brillo de lámparas eternas.

Nada había más hermoso, sin embargo, que estar en él cuando esa negrura se diluía en el caldo liláceo que antecedía al amanecer. Ella dormía revuelta en su espalda, con el pelo echado al vacío que se abría a partir de ellos. Los hombros cuadrados de él custodiaban su sueño. Ella, todavía somnolienta, metía los ojos en la esquina que formaban esos hombros con el cielo, metía el mentón, se sostenía como si fuese a caer y entonces se ahogaba en los paneles rosas y aguamarinas, en los grises azulados, en los celestes terrosos que velaban el firmamento traspasando el espacio con sus tonos sucesivos.

La roca, que jamás dormía (su condición eterna no le dejaba), se sentía verdaderamente triste en aquellas ocasiones. Pobre enramada, decía. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Hasta la próxima tempestad, hasta el retorno de los vientos fríos, hasta que sol de enero le derrita el alma? Lo único que le consolaba era saber que la pobre, mortal como era, vivía en una ignorancia absoluta de su naturaleza y de la naturaleza de las cosas que la rodeaban. Era lo único.

(DE: DEBAJO DE LA CAMA, 2000)

 

 

(Fuente: "ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA PARAGUAYA"/ 3ra. Edición

Autora: TERESA MENDEZ-FAITH 

Editorial EL LECTOR,

Asunción-Paraguay 2004, 480 páginas)

 

 

 

 

 

 

 

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