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JOSEFINA PLÁ (+)

  "SISÉ", UN CUENTO DE JOSEFINA PLÁ PARA LEER EN NAVIDAD - Domingo, 25 de Diciembre de 2022


"SISÉ", UN CUENTO DE JOSEFINA PLÁ PARA LEER EN NAVIDAD


 

El hombre ―chata escultura, casi relieve en la luz dura del amanecer― afirmó entre la rota maleza la pierna embarrada; en la máscara pétrea del rostro se clausuró la mancha amarillenta de una esclerótica. Se echó a la cara el fusil. El informe bulto doblado sobre las plantas de maíz no alcanzó a oír el tiro; pero se echó atrás en un movimiento sorprendido, casi gracioso, y quedó medio oculto entre las hojas secas, mientras la mazorca otra vez libre se balanceaba como jugando.

El hombre se aproximó despacio, acompañado del sordo rumor de sus bombachas, el fusil en la mano, los ojos ahora dos cautas hendijas en la sombra del Stetson. Tocó el montón inmóvil con el pie. Por encima de la madera lustrada de una espalda, algo envuelto en una red oscura rebulló: una lerda arañita torpe que se desperezó, pareció ir a escapar, regresó de un desmayo, se abrió toda; y un quejido se disolvió en el aire filoso de la madrugada. El hombre se inclinó, echó mano al revoltijo, levantó hasta su rostro un burujón que se contorcía flojamente y piaba como un pájaro. Lo examinó con rápida ojeada, lo dejó en el suelo, tanteó otra vez con la puntera del pesado zapatón el bulto caído, sintiendo a través del rígido cuero la pesadez irremediable de su abandono. Miró un instante la espesa mancha que rodeando el cuerpo acrecía su contorno ―curiosa sombra a favor de la luz naciente― alzó el montoncito oscuro, echándose la red al hombro, y se alejó en la misma dirección en que había venido entre neblina y rocío, esa mañana.

Del fondo de la isla próxima, una mosca verde volaba ya veloz hacia el abandonado montón, como hacia una tierra prometida a su raza desde los siglos de los siglos.

Cuando llegó a la casa, larga aún la sombra, y fría, en la mañana lila, charlaba el consentido loro hambriento en el hombro del peliblanco peón Luzarte ―el único allí que se cuidaba de los animales― chirriaba la cadena del pozo hondo como la sombra misma del día recién nacido. La madre del hombre tomaba mate en el patio, allí donde la vieja palma espinosa se mimaba de orquídeas. El hombre dejó caer el burujoncito oscuro a los pies de la señora, le sacó la red sospechosamente parda. La señora lo miró, escupió en el solado:

―Una cuñá. Podías haber tenido mejor ojo.

Y enseguida:

―Cambiate la ropa. Tenés sangre en la espalda.

La cocinera llegaba con el mate de pesada plata. Lo entregó a la patrona; luego alzó a la criatura, le miró la boca como a un animalito:

―Un año, a gatas.

Lo dejó en el suelo y fue a buscar otro mate. Cuando volvió:

―Tiene que tomar leche, la señora. Estos maman hasta tarde.

La vieja hizo un gesto desdeñoso, entre dos chupadas:

―¿Quién va perder tiempo en eso?

―Yo le daré. Yo cuidé el chanchito guacho, ¿te acordás, pa?…

Y la cocinera se llevó la criatura a la cocina. Le dio leche, con la misma mamadera del chanchito, lavándola bien primero, claro. La mantuvo lejos de las piezas, para que su lloro ―aunque pocas veces lloraba y tan bajito― no molestara. Y le puso entre las manecitas oscuras una vieja lata de café en la cual había encerrado unos porotos, que al agitar la lata sonaban suavemente. La criatura sentada en el suelo de la cocina, chupaba un hueso que la cocinera le pasaba de su plato, y de cuando en cuando se llevaba la lata al oído.

La patrona, allá en la capital, iba siempre a misa; acá en la estancia no siempre podía; le pesaban mucho las piernas. Pero allá en la ciudad y aquí en el monte era igualmente católica. Fue ella la que dijo:

―Hay que bautizar esa mitá cuñá.

Fue asunto dilatado hallarle un nombre, porque a nadie se le ocurrió que ese nombre podía ser de todos los días, como Clara, o Teresa, o Juana, ni siquiera Romilda o Sebastiana. Por fin al viejo Luzarte le vino la idea de mirar un desgualdramillado calendario de veinte años atrás que constituía su lectura eventual. Buscó y buscó en el santoral.

Y encontró Sisenando.

―Sisenanda… Sisé… Eso era.

Un nombre cristiano, y sin embargo, no demasiado parecido al de los otros cristianos. El viejo peón de blanquecino bigote y modos bondadosos fue el encargado de llevarla a la iglesia al arzón de su montado. En la iglesia se vio en apuros. El cura era hosco, de pocas palabras y modos impacientes.

―Hay que tenerla en brazos.

―¿En brazos … ?

―Mientras se administra el sacramento. ¿No sos vos el padrino?…

―¿El padrino?…

Con esto no había contado el viejo Luzarte. Pero ¡qué iba a hacer! Fue padrino. El cura le puso la criatura la sal en los labios, como si la castigase. Con el mismo aire enojado le untó la frente con el crisma. Recitó sus latines corto y frunció, mientras la niña paladeando con extrañeza concentrada la sal le fijaba las dos lunitas negras de sus ojos.

―Y no olviden enseñarle la doctrina.

Luzarte se sentía un poco ridículo. Sus compañeros iban a burlarse de él. Luego se tranquilizó. Si él no contaba nada, nada se sabría.

―Sí, paí.

Y luego, innecesariamente:

―La patrona no quiere herejes en su casa.

Los días pasaban, metálicos y ardientes, dejando su huella abrasadora sobre las islas, borrando las charcas espesas; o ensanchando el verdor de los matorrales, agrandando las lagunillas hasta pintarlas de un azul profundo por donde pasaba el tiempo embarcado en nubes y en el olvido de todos los relojes. Pasaban los días ardorosos o escarchados, y las manchas del ganado cambiaban sus mapas en atropelladas idas y venidas sobre los caminos. Los tocones que señalaban el despojo gradual del bosque iban perdiendo su desnudez de juventud pulida, ennegrecían, se jubilaban del carnaval bajo la luna, masticados por la podredumbre. Y en la cocina ahumada, tenebrosa, donde el fuego nunca dormía, la pequeña sombra apenas más clara que su propia sombra iba y venía, de un lado a otro; crecía como pidiendo perdón al tiempo, recogiendo, de los días desvanecidos como sueños, un poco menos de su desnudez de madera pulida, un poco de cabello sobre los ojos, un poco más de redondez en las mejillas de lustrado lapacho. Tres destellos blancos ―dos los ojos, uno la boca― la acompañaban en su humildad y se abrían temerosamente sobre su oscura ansiedad de sobrevivir. La vieja cocinera era la única que le hablaba, pero hablaba muy poco; entre ella y la criatura que aprendía apenas a deslizarse, como de prestado, en aquel mundo incomprensible, sólo existía el puente de unas palabras, siempre las mismas, siempre repetidas. Los peones a veces le decían algo, que Sisé no acababa de entender si era para ella o era entre ellos de ella, y terminaban riendo: sus risas la asustaban.

Un día la cocinera le puso en la mano el mate de labrada plata maciza; con una mano en su espalda y llevando la otra la pava hirviente, la empujó hacia el corredor, donde la señora echada en la mecedora balanceaba su mugrienta zapatilla de cuero a ras del suelo. Le puso bajo las sentaderas un banquito apenas más alto que el misal de la señora, y le dijo:

―Ahora serví el mate a la patrona.

Fue el comienzo de un aprendizaje en el cual el líquido del plateado porongo se juntó muchas veces sobre su rostro con las lágrimas; pero mucho más caliente que ellas, ah, mucho más caliente.

Sisé fue creciendo. La tez color miel de abeja oscura, la piel pulida como los muebles de jacarandá de la sala, las pupilas grandes como dos lunas negras, los labios morados, como cortados en la flor un poco obscena del bananero. Ya llegaba a la cintura de la cocinera, cuando ésta se acostó, una noche, y no se levantó más; tendida como estaba la pusieron en una larga caja negra que alguien trajo en carreta de alguna parte ―qué ocurrencia, meter la gente en cajones― la cargaron en la misma carreta y se la llevaron. Dónde, nadie lo dijo, o si lo dijeron ella no lo entendió. Abandonada por horas en la cocina, Sisé rompió de pronto en un largo alarido, de bestia salvaje; y luego otro, y otro. Un perro, allá en el patio, se sintió solidario, y aulló. El patrón gritó algo desde adentro con su voz vozarrón de viento en el monte; un peón se sacó el cinto y le dio dos cintarazos a Sisé y otros dos al perro.

Vino la cocinera nueva, una mujer flaca, bigotuda, impaciente, que gritaba a Sisé y la sacudía a cada paso como si sacudiera el trapo de cocina. Fue entonces cuando Sisé dio en huir. Tres veces huyó. Las tres veces la encontraron a poco buscar, porque el término de su fuga era siempre el mismo: la horqueta de algún árbol en la isla próxima. La descubrían los perros latiendo con rabioso anhelo al pie del árbol; los peones no sabían verla entre el ramaje, porque era oscura como él. Los perros la conocían, la dejaban circular por la estancia siguiéndola sólo con el leve giro de sus ojos perezosos; pero en cuanto escapaba habría bastado una sola palabra de uno cualquiera de los peones para que la destrozaran sin demora. Cada vez Sisé llevó una tremenda paliza que dejó moteada de manchas rosáceas su piel de lapacho. Por fin cejó. No huyó más. Pero siguió escondiéndose por los rincones inhallable cuanto más se la llamaba, y seguía creciendo y recibiendo palizas. Un buen día la cocinera aquella la miró de reojo, hizo una mueca, y dijo:

―Es una indecencia que vaya así, pues. Ya demasiado se ve lo que crece.

Y le echó entre los brazos un vestido viejo suyo, que Sisé se ató a la cintura con una piolita encamada que encontró entre las basuras del patio. Ya los senos punzaban la tela, y la cocinera le cortaba el cerquillo sobre la frente. Los peones la miraban cada vez más incomprensible y temerosamente. Aquel año, después de mucha lluvia y frío el viejo Luzarte desapareció del patio: tosió mucho en su pieza unos días, y luego se lo llevaron envuelto en una frazada en la carreta. Y fue para Sisé como si se hubiese apagado el fuego de la cocina en una tarde de invierno.

Unos pocos meses más tarde una noche de luna llena, en que los perros ladraban mucho, la patrona tuvo un ataque, y se quedó acostada; pero a ella no la metieron en una caja no se la llevaron en carreta. Quedó en la cama, entre colchas de colores, y desde la cama gritaba con la misma voz del loro huérfano, y daba órdenes y hacía correr a la gente, y todo el tiempo Sisé estaba metiendo y sacando de la pieza jarras de agua, pocillos de tés de yuyos y bacinillas. Pero la señora ya no tomó más mate ni balanceó la zapatilla colgada del dedo gordo del pie, en el corredor. Ni volvió a pegar a Sisé. Le pegaban otros por orden suya. Con el talero. Menos la cocinera, que le pegaba con una ramita de typychá jhú, para que recordase.

Fue al terminar esa misma primavera un día lluvioso, pero no de noche sino de siesta, cuando el patrón llamó a Sisé a su pieza, cerró la puerta, la tomó en vilo del brazo, la echó en la cama y desplomó sobre ella sus ochenta kilos de musculatura recia y de hueso pesado. Sisé creyó que el patrón la iba a matar: desorbitó los ojos, quiso sin duda gritar; pero el hombre le apretó la boca con su mano enorme como la paleta de blandear los bifes ―india de mierda, callate― y la mantuvo muda a la fuerza durante mucho rato. Cuando la echó del cuarto, quedándose él boca arriba con el aire del que ha comido demasiado, Sisé se limpió con el borde del vestido. No se le movía un músculo del rostro, pero un agua lustrosa le corría mejillas abajo. La cocinera que vio antes que nadie el vestido manchado, rezongó ásperamente algo, pero no le pegó esta vez. Le pasó por las mejillas su delantal de dudosa limpieza, le dio otro vestido y quemó aquél en el fogón de la cocina.

Se convirtió en una costumbre del patrón. Costumbre espaciada, porque sus sesenta y pico de años no le permitían ser muy frecuente en sus entusiasmos. Los peones estaban ciertamente al tanto de lo que ocurría. Era lo que tenía que suceder, y sólo esperaban que llegase el momento inevitable en que el viejo se cansara de Sisé y la dejara tácitamente a su disposición.

Pero antes de que esto sucediera llegaron ese verano a la estancia los hijos menores del patrón, Nando y Toncho y su nieto Rucho. Veinticuatro, veintidós, diez años. La estancia se llenó de galopes, de polvaredas gratuitas, de gritos en desarmonía con el paisaje. La casa crepitó de carcajadas a deshora, de ruidos incongruentes. La postrada patrona pareció cobrar ánimos; Sisé no terminaba nunca de cebar mates, y en la cocina flotaba perennemente el olor del asado.

Los pelirrojos Nando y Toncho desparramando en derredor sus miradas de halcones jóvenes, se dieron al punto cuenta de que Sisé era cosa del viejo. Durante quince días apretaron los dientes. Solo durante quince días. Una tarde agobiante de febrero, Nando siguió a Sisé al bananal donde tiraba la basura y se le echó encima. Siguió haciéndolo siempre que se le ofrecía una oportunidad. Toncho al principio se reconcomía sin atreverse, pero terminó siguiendo los pasos del hermano y aprovechándose de Sisé cuando el hermano levantaba el campo. Cómo, no lo supieron, pero el viejo se enteró. Se sacó el cinto ancho como la palma de la mano y Nando y Toncho, con todos sus estudios universitarios, llevaron el torso a rayas por una semana. Pero aquellos azotes fueron a modo de pago y rescate. Porque el viejo no volvió a tocar a Sisé. Nando y Toncho quedaron dueños absolutos de ella. Los peones asistían a las peripecias con amarilla sonrisa. Muchas veces cobró Sisé porque se la llamaba y no acudía; estaba debajo de alguno de los muchachos allá en el bananal.

Rucho, morenito y pálido, apenas un poco más alto que Sisé, vagaba inquieto rehuyendo a sus tíos. Miraba a Sisé disimuladamente volviendo la cabeza cuando ella por casualidad lo miraba. Una vez se acercó a ella y le mostró una colección de tapas de cajas de cerillas, con caras de actrices. Sisé le mostró su cajita de café cuyos porotos hizo sonar. Rucho abrió la lata y sustituyó los porotos por unas municiones, con lo cual la lata sonó mucho, sí, mucho mejor. Cuando Rucho y Sisé se separaron, un peón, sonriendo suciamente dijo algo a Rucho. Rucho se puso colorado hasta las cejas, no contestó. Siguió sonriendo a Sisé cuando la encontraba. Y al hacerlo le parecía que él sonreía con todos los dientes de Sisé.

Pasó el verano. En mayo se fueron Nando y Toncho y también Rucho. Pero fue al llegar los fríos de agosto cuando la cocinera una mañana rezongó mirando a Sisé.

―Jesú, che Dió. Esta no parece casa de cristiano.

Pero lo rezongó bien bajo por si acaso. Echó a los pies de Sisé unos trapos:

―Ponete esa pollera. No podés andar así.

Sisé endosó la pollera, ancha y largona, y disimuló su vientre engrosado. No supo porqué pero le agradó verse así, flotando dentro del género. Los peones le decían cosas y se reían, ella no les entendía pero se asustaba. Tenía frío: pero nadie parecía preocuparse por ello. Seguía trabajando como siempre, aunque aquella hinchazón incomprensible delante de sí la molestaba cada vez más. El patrón parecía no verla. Había dejado de cebar el mate a la señora, y le habían prohibido entrar en el cuarto de ésta, después que la patrona, mirándola, había entrado en una cólera terrible, había hecho llamar al señor y habían gritado los dos mucho rato, espantosamente. Los peones la miraban y hablaban entre ellos. Una siesta:

―¿Te animá?…

―¿No te animá?…

Sisé volvió a cobrar por no acudir a tiempo a los llamados.

Sisé desapareció aquella mañana. Pero aunque se dieron cuenta muy pronto, nadie se preocupó en el primer instante de hacerla seguir con los perros. De todos modos, pensaban, no podría ir muy lejos. Todo el mundo estaba ocupado en la estancia. Había llegado el día anterior la señora Fausta. La mamá de Rucho. Al día siguiente llegaría el marido, el doctor. Habían enviado un árbol de Navidad y todos estaban encantados arreglando las cosas para la fiesta. Habían matado chanchos, ovejas, gallinas, patos. Era Navidad, y como la patrona estaba impedida en cama la familia quería hacerle la fiesta lo más alegre posible. La señora Fausta había traído un Nacimiento con un niño Jesús como nunca se había visto, con un vestido todo bordado y dorado.

Pero a la mañana siguiente sí salieron en persecución de Sisé.

Al principio los peones quisieron seguir el camino del monte. Pero los perros se resistían. Se resolvieron por fin a seguirlos. La perrada no tuvo que ir lejos. Se internó en el maizal cercano a la casa. Y a las tres cuadras escasas, en medio del plantío, en un hoyo cubierto de hojas de maíz, estaba Sisé de espaldas, inmóvil y desnuda. Entre sus piernas había algo envuelto en el vestido que se había quitado, lleno de oscuras manchas. Los perros latían presos de una angustia distinta a la de otras veces, una angustia casi lastimera. No atacaban; gemían. Los peones se miraron unos a otros. Uno se inclinó, alzó el bultito, lo descubrió. Estaba frío; tan frío como la madre. Era un varoncito de tez mucho más clara que Sisé y pelambre rojiza.

Los peones dejaron otra vez el bulto en el regazo de la muerta. Uno de ellos se inclinó a su vez para recoger algo casi oculto bajo el cuello de Sisé. Era una latita de café herrumbrada que al removerla dejó tintinear dentro algo metálico. La hizo sonar un poco: luego la tiró por encima del hombro, entre los maíces.

…Caminaban los peones en fila india, precedidos por los perros. Allá lejos en el aire de la mañana se oyó un sonido flébil y gozoso. Era día de Navidad. La campana de la capilla lejana anunciaba la venida del Niño Dios.

 

Nota de edición: El cuento aquí reproducido se escribió en 1953 y se incluyó más tarde en La pierna de Severina, colección publicada por la editorial El Lector en 1983.


 

Fuente: www.elnacional.com.py

Sección CULTURA

Domingo, 25 de Diciembre de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

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