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MARGARITA MARÍA PRIETO YEGROS (+)

  CUENTOS DE LA GUERRA GRANDE, 2003 - Narrativa de MARGARITA PRIETO YEGROS


CUENTOS DE LA GUERRA GRANDE, 2003 - Narrativa de MARGARITA PRIETO YEGROS

CUENTOS DE LA GUERRA GRANDE

Narrativa de MARGARITA PRIETO YEGROS

Editorial CUADERNOS REPUBLICANOS

Asunción – Paraguay

2003 (4ta. Edición – 135 páginas)


 

CUENTOS DE LA GUERRA GRANDE

Celebramos la producción de la litera-tura histórica dentro de la historiografía paraguaya con las obras de Margarita Prieto Yegros, prosa sencilla y limpia, como fue el alma y espíritu de nuestros abuelos.

En la Academia Paraguaya de la Historia durante el pasado año se ha presentado una obra del poeta Hugo Rodríguez Alcalá titulado: “Romances de la Conquista”, precisamente el autor de la presentación de la obra de doña Margarita.

Doce “Cuentos de la Guerra Grande” se presentan en este I Encuentro de Historia Brasil-Paraguay, que celebraremos en la histórica joya del barroco luso-brasileño, la ciudad de Salvador de Bahía. Podemos avalar la historicidad de los doce personajes que nos entrega la autora. Seguramente que en el futuro más de un investigador del pasado tratará de reconstruir la biografía de estos héroes hasta ayer anónimos de la cruenta guerra, a más de ciento treinta años de aquellos hechos.

Felicitamos a nuestra Académica por su labor que trasunta no solo nostalgia, sino amor a que no se pierdan en el olvido aquellos nombres.

Roberto Quevedo

Asunción, 9 de octubre de 2001


 

PRÓLOGO

Los Cuentos de la Guerra Grande escritos por Margarita Prieto Yegros exhiben un arte delicado y preciso. A sus cuentos no les falta nada tocante a claridad, precisión y dramatismo. Margarita Prieto conoce muy bien los paisajes que describe y el habla de las gentes de varias regiones del país. Este conocimiento ayuda poderosamente al éxito de sus narraciones.

Margarita cuenta episodios casi todos trágicos –no olvidar que evoca la más cruel de las guerras- y que ella además, como historiadora ha estudiado y estudia continuamente la historia de su patria.

En este breve prólogo no nos proponemos un análisis profundo de las narraciones que constituyen este volumen. Solamente nos referiremos a algunas de las cualidades que exornan sus páginas.

El don de síntesis de nuestra autora es notable: en breves frases de muy pocas palabras, nos pinta un paisaje, nos dramatiza una escena y dibuja una serie de retratos.

En Las tres Residentas, cuento en el que aparece un cambá que resulta ser un hombre y no una bestia –la autora suscita una momentánea indecisión en el ánimo del lector: éste se imagina que el cambá era una espantable fiera, pero resulta ser un negro gigantesco. Margarita Prieto aclara súbitamente el argumento de su obra.

Las Residentas matan aquel monstruo de la noche que resulta ser un negro desertor.

Nuestra autora no pretende deslumbrarnos o fascinarnos con el heroísmo extraordinario del pueblo casi del todo exterminado en 1870.

Ella pinta los personajes, describe los hechos como si fuera todo lo más natural del mundo, pero claro está, la sensibilidad de un buen lector no puede menos de quedar estupefacto.

No se advierte en Margarita Prieto el afán de epatar al lector, con recursos aprendidos en muchos de los grandes literatos de esta época, y sin embargo como lo que llamaríamos una modestia refinada, logra muchos de los efectos más sorprendentes y admirables de los cuentistas de nuestro tiempo.

Uno de los más conmovedores es el cuento titulado “Curuzú Infante” —la cruz— es un homenaje fúnebre en honor de los niños brutalmente sacrificados en la batalla de Acosta Ñú. La historia de esta batalla contada sucintamente por Margarita Prieto es como ha de ver el lector, escalofriante. Curiosamente, ese niño muerto por los invasores es “un soldado desconocido”. Con sobriedad, pero no sin atemperada emoción la autora nos cuenta la batalla y los horrores del Conde D’Eu, y de sus tropas.

Acaso Margarita Prieto hubiera trabajado más para dramatizar mejor los horrores que nos cuenta. O acaso los haya relatado como lo hizo, con oportuna sobriedad para no aturdir al lector.

La autora merece especial aplauso al glorificar los momentos más atroces de la historia nacional porque en ellos alude a las virtudes más notables de su país durante la época más atroz de su historia.

Contrariamente a la tendencia de olvidar los temas épicos que se ha observado en las últimas décadas, Margarita vuelve a ellos con un afán patriótico en que procura no incurrir en patrioterismo y sí escribir como lo hemos notado ya: con mesura, con emoción contenida, sin sentimentalismo inoportuno.

Hugo Rodríguez-Alcalá Luisa Moreno Sartorio

Asunción, Paraguay, setiembre, 2001


 

EL LLANTO DEL URUTAÚ

 

“Llora, llora urutaú en las ramas del yatai ya no existe el Paraguay donde nací como tú”.

Carlos Guido Spano (argentino)

 

El rancho “Culata Yovái”, con techo de paja y paredes de adobe, lucía su amplitud y blancura en la margen derecha del Ñeembucú.

Allí vivía Andrés Diego Yegros, agricultor de veinticuatro años, hombre alto, de cabellos lacios y raros ojos claros; vivía con su esposa Francisca y sus pequeños hijos Bartolomé y Ana de Jesús.

A pocos metros de la vivienda comenzaba la “kapuéra”, en la que él cultivaba todo tipo de bastimento. También, al alcance de la mano estaban el gallinero, que criaba Francisca, y el tambo de las vacas lecheras. En el campo comunal, pastaban sus cuatro caballos.

Diego Yegros, en sus momentos de ocio, servía como canoero a los vecinos que deseaban ir de una orilla a otra. Con el tiempo ese sitio llegó a llamarse “Yegros Paso”.

No les faltaba nada para vivir felices. La calma del lugar era turbada solamente, al anochecer, por el croar de los sapos y de las ranas y los reclamos de las zancudas “sarías”.

Al atardecer de cierto día de mayo de mil ochocientos sesenta y cinco, un vecino se detuvo ante la tranquera de Andrés Diego Yegros y le dijo:

—Parece que vamos a tener guerra.

—¿Por qué dice eso?

—El ejército, con diez mil hombres, cruzó el río hacia Uruguayana.

Ni Andrés Diego Yegros, ni su interlocutor se imaginaban que había comenzado la guerra de la Triple Alianza.

Esa noche, estaba Diego Yegros fumando un cigarro, en el corredor de su rancho, cuando se escuchó el llanto del urutaú.

—¡Anuncio de muerte! —dijo Francisca. Debemos espantarlo —y, con su escoba de palo largo sacudió las ramas del yatai. El ave agorera se mudó de palmera y continuó su llanto plañidero.

—Según el urutaú nos vamos a morir todos —dijo Francisca, a la vez que prendía las lámparas “lampíu”.

Andrés Diego Yegros permaneció callado; pensamientos sombríos agitaban su espíritu.

Solano López ordenó el repliegue del Ejército que había sido enviado a Uruguayana. Penoso, muy penoso fue el repaso del Paraná; eran demasiados los soldados mal heridos; faltaban los cincuenta y nueve oficiales que habían caído prisioneros y, los sargentos no daban abasto.

Andrés Diego Yegros y todos sus vecinos fueron convocados para incorporarse al Ejército. Y así, de la noche a la mañana el joven agricultor se encontró convertido en sargento. El día en que iba a partir, Francisca y los niños le ayudaron a ensillar su hermoso alazán de cola corta, montando el cual solía participar en el juego de la sortija en la fiesta patronal.

La joven esposa, como oriunda que era de Itatí, colgó al cuello de su marido una medalla de la Virgen de ese pueblo.

Él la miró descreído y forzándose por sonreír le dijo: —No te preocupes; tarde o temprano todos debemos morir; así es la vida, pero si yo muero ahora por la Patria, seré un héroe; ahí está la diferencia.

Un ruido lejano lo volvió a la realidad; su caballo alargó el cuello, movió las orejas y relinchó. Alguien se acercaba; al rato, sus vecinos, montados en briosos caballos, le saludaban en guaraní, entre vítores y comentarios.

El sol hacía brillar el rocío del pastizal de la loma cuando el grupo partió para presentarse al Cuartel General.

Al mediodía hicieron alto al borde del camino para comer el “avío” que cada uno había traído de su casa, después prosiguieron el camino hacia su destino.

Llegaron cuando caía la tarde y sonaba la retreta que indicaba la hora de descanso. Rendidos de sueño durmieron hasta escuchar la diana de la madrugada.

A media mañana, el Coronel Díaz destinó a Diego Yegros y a sus vecinos a custodiar el potrero Tuyutí; éste semejaba una gran isla en un mar de esteros y pantanos. Los caballos resoplaron sus narices e inclinaron la cerviz buscando agua y sombra cuando los jinetes guiándolos por uno de los pasos de acceso, entraron al potrero.

Desde la primera noche Andrés Diego Yegros y sus vecinos no pudieron conciliar el sueño por culpa de los urutaú, que de rama en rama cantaban plañideramente.

—Anuncio de muerte —dijo uno de los jóvenes.

—A todos ellos los voy a matar a tiros — dijo tajante Diego Yegros.

—¡Prohibido disparar sin permiso! —recordó otro.

—Mi abuela dice que el urutaú siempre anuncia desgracia.

—¿Y acaso la guerra no es una desgracia? —comentaban entre sí los jóvenes soldados.

Y la guerra llegó al potrero, desde los cuatro puntos cardinales. Tuyutí se convirtió en un volcán que vomitaba fuego y humo y devoraba a los infantes y jinetes que se defendían en medio de una gritería espantosa. Veinticinco mil paraguayos se enfrentaron a treinta y nueve mil atacantes.

Andrés Diego Yegros y sus vecinos avanzaron hasta la boca de los cañones enemigos, pero los infantes que auxiliaron a los artilleros los obligaron a retirarse. Varias veces repitieron su ataque a la artillería aliada penetrando en su línea, hasta que en feroz lucha de cuerpo a cuerpo fueron exterminados.

La batalla, que había durado cinco horas, dejó el potrero y los esteros repletos de cadáveres. Pronto los cuervos y gatos monteses comenzaron a deambular entre los muertos: entonces el General aliado, temeroso de que cundiera el cólera, ordenó la incineración de los cadáveres paraguayos, sobre enormes piras de leña.

Sobre cada pira yacían 200 ó 300 cadáveres a los cuales se rociaban con alquitrán o kerosene antes de prenderles fuego. Aunque las piras ardieron crepitantes toda la noche, algunos cadáveres quedaron a medio carbonizar.

Al tercer día de finalizar la batalla entraron al potrero las mujeres que buscaban a sus seres queridos. Deambulaban de pira en pira tratando de reconocer a sus varones.

Francisca, toda vestida de negro y cubierta la cabeza con un manto, parecía la encarnación de la muerte, gimiendo de un lado para otro. De pronto se detuvo ante una pira, todavía humeante; algo brillaba en el pecho de un cuerpo semicarbonizado; acercándose, con atención, reconoció la medalla que le había entregado a Andrés Diego Yegros.

—¡Es mi esposo! ¡Es mi esposo! —sollozó cayendo de rodillas. Y allí mismo, en el potrero donde murieron, fueron sepultados esos héroes anónimos.

—¡Tenía razón el urutaú! —dijo Fran-cisca al colocar la estola en los brazos de la cruz de Andrés Diego Yegros. Después, poniéndose de pie, decidió caminar con sus hijos detrás del Ejército.

Al darse vuelta para mirar una vez más al improvisado cementerio, vio agitarse con el viento las miles de estolas de las cruces, como gesto de despedida y entonces, sollozó cuando otra vez, sollozaba el urutaú.



DÍAZ Y EL BATALLÓN 40

 

“Mi General ¿recuerdas? como un rayo partiste, amenazante a la pelea;

brillaba en tu mirar de paraguayo no se qué rojo resplandor de tea”.

(Fariña Núñez. Al General Díaz)

 

La captura del “Marques de Olinda”, la guerra con el Brasil; la expedición a Matto Grosso; y después la negación del gobierno argentino a permitir el paso de tropas paraguayas por su territorio; la declaración de guerra a la Argentina, fueron los acontecimientos que agitaron al Paraguay en forma febril.

Preparativos militares, constantes desfiles en plazas y avenidas, tensión y júbilo por doquier, inspiraron a Solano López, a mediados de marzo del año 1865 la formación e instrucción del Batallón número 40 con la flor y nata de la juventud paraguaya, bajo el mando del Capitán José Eduvigis Díaz.

—Son los dandis de Asunción —comentó un periodista correntino.

La capital paraguaya presenció el estreno de la nueva unidad el 17 de mayo... La población acudió a la céntrica plaza de San Francisco para ver la realización de los ejercicios y el desfile del batallón. Concitó la atención y el aplauso merecido, del abigarrado público, la compañía de granaderos, con sus cascos adornados con colas parecidas a la de los monos, detalle por el que fueron apodados Acá Carayá.

El 8 de junio, Asunción despidió triunfalmente al Batallón 40, que con otras unidades del ejército, escoltaba a Solano López, camino a Humaitá, campamento y fortaleza de la República.

En la eufórica despedida y al paso marcial de los abanderados, que hacían flamear la tricolor enseña, nadie se animó a vaticinar que esa bizarra juventud iba a una ancha tumba colectiva abierta en los pajonales y esteros del sur, hasta entonces ignorados.

Meses después, uno de los pocos sobrevivientes, encabezó, como abanderado del Batallón 40, el cortejo doliente del General Díaz, quien falleció a consecuencia de haber sido alcanzado por una bala de cañón, mientras desde una canoa observaba obsesionado la disposición de la escuadra que aislaba al Paraguay.

El Sargento Cuatí, indio payaguá, ahijado de bautismo de Díaz, al ver que su padrino era arrastrado, por la corriente, se lanzó a rescatarlo y lo condujo a la playa, gritando: —Che paíno! ¡Che paíno!

A la tarde, el herido fue llevado al cuartel de Paso Pucú donde falleció el 7 de febrero, asistido con esmero por su hermana Isidora Díaz, Solano López y Madame Lynch.

En Curupayty, donde Díaz tuvo su puesto comando, el Mariscal hizo levantar una cruz. Allí, cada atardecer parece sonar el clarín de Cándido Silva y, los urutaú lloran la muerte de miles de paraguayos, argentinos, uruguayos y brasileños, que se han vuelto a unir en paz, bajo la tierra.


 

 

TRES RESIDENTAS

 

a Juan Emigdio, bisnieto de una Residenta

 

Los ejes resecos rechinaron lastimeros cuando la carreta de Higinio Barreto comenzó a andar.

En la confusión del éxodo los niños extraviados lloraban, las madres los buscaban a gritos y los hombres trataban de interpretar las indicaciones del Alférez, que a caballo se esforzaba por ordenar la caravana.

Higinio Barreto, junto a su mujer y a sus tres hijas adolescentes, no podía ni quería convencerse de lo que veía en lontananza: sus sembradíos de poroto, caña de azúcar y mandioca; sus maizales con mazorcas relucientes al sol; su zapallar florecido como en copas de oro, quedaban convertidos en yerma vastedad. Todo lo cosechable tuvo que ser recogido apresuradamente o fue pisoteado al descuido.

Humaitá, la fortaleza inexpugnable en la orilla izquierda del Paraguay, había cedido ante el avance del enemigo y el Ejército paraguayo ordenó a la población civil abandonar la región y acompañarlo.

Higinio Barreto tapió su rancho “calara jovái”, con la esperanza de regresar a él alguna vez, y cargó en la carreta el bastimento necesario para un largo viaje.

Las sensaciones que le embargaban le eran desconocidas. Campesino de manos encallecidas por el trabajo, fuerte como los lapachos de su tierra roja, valiente y seguro de sí mismo, no podía casi respirar, porque un nudo asfixiante le apretaba la garganta y el corazón le rebotaba en el pecho.

Sus dos hijos mayores habían muertos en la gran batalla de Tuyutí, y ahora con lo que quedaba de su familia, su esposa Venicia y sus hijas Escolástica, Pastora y Juliana debía abandonar este paraje que para ellos significaba la vida entera.

¿A dónde irían?

El Ejército con su Estado Mayor ya había partido. Unos comentaban que se establecería en San Fernando, otros en Vi- lleta.

Caminando taciturno delante de la carreta, con su sombrero pirí calado hasta las cejas, Higinio Barreto se preguntaba por qué el antiguo orden era así destruido. ¿Por qué ahora al promediar su vida, todo cambiaba violentamente y debía emigrar hacia lo desconocido?

El estruendo del cañoneo aliado le respondió en la lejanía. La caravana anduvo todo el día. Al anochecer, las carretas acamparon en círculo; las mujeres cocinaron para el grupo y, después de organizarse los turnos de guardia, todos durmieron plácidamente como si solo se tratara de una excursión campestre en familia.

Los despertó el sonido potente del turú, tocando a diana. Luego de un ligero desayuno, uncieron los bueyes a las carretas y se reinició la marcha.

Pasaron días, semanas, meses. La caravana residía donde residía el Ejército.

Higinio Barreto y su familia ahora avanzaban a pie; la carreta había quedado abandonada en un recodo del camino cuando los bueyes fueron desuncidos para faenarse.

Con el transcurso del tiempo los víveres se agotaron; los hombres entonces comenzaron a incursionar en los montes para “mariscar” y reabastecerse.

Todos enflaquecieron, pero, a pesar de la pérdida de energía, hasta las mujeres y los niños ayudaban a desempantanar las carretas y a arrastrar la artillería y las municiones. La guerra les pisaban los talones; a los que se salvaban en las batallas les perseguían el hambre y las enfermedades.

La caravana cruzó media Patria, por caminos y esteros, jamás hollados, procurando mantener la solidaridad y la disciplina.

Al llegar a Lomas Valentinas, en una confusión de humo, pólvora y tragedia, que duró siete días, y parecía nunca acabar, Higinio Barreto cayó mortalmente herido. Sus hijas y su mujer se refugiaron en un monte cercano y desde allí se empeñaron en recuperar su cadáver. Lo sepultaron en un hoyo natural, cubriéndolo con hojas y tierra acarreadas con las manos.

Escolástica, la mayor de las hermanas, se hizo cargo del grupo familiar. Doña Venicia caminaba a rastras, debilitada por la deshidratación; una siesta también ella se derrumbó definitivamente. Con solicitud filial sus tres hijas la ubicaron en un lecho improvisado con ramas y allí, como la luz del sol, se apagó a la hora del crepúsculo.

Las tres jóvenes desoladas la velaron toda la noche, evocando entre llantos los días pasados en su lejano rancho.

Después de sepultarla, Juliana marcó el sitio con una tosca cruz se armó con ramas de un añoso urundey.

Desgreñadas y fláccidas las tres hermanas evitaban mirarse. La protesta muda contra el trágico destino que les tocaba vivir reflejaba en sus ojos y los gestos desolados.

Tratando de dar una dirección a sus vidas, siguieron andando tras la caravana. La alcanzaron al llegar a Piribebuy.

Entraron al pueblo por una estrecha y empinada calle, bordeada por casas de adobe, enmarcadas por largos corredores y alumbradas con titilantes velas, que impregnaban el ambiente con un sutil olor a sebo.

Los ejércitos combatientes se habían concedido una tregua tácita y la población civil se apretujaba en ese minúsculo poblado.

Así, las tres hermanas se encontraron de pronto inmersas en una marea humana, que iba de puerta en puerta y de calle en calle, buscando hospedaje y comida. Ya muy avanzada la noche, se desplomaron extenuadas bajo una casuarina y se convencieron de que estaban totalmente solas, sin familia, sin refugio; aterradas con las descripciones de los horrores que los aliados cometían con las mujeres y niños prisioneros.

La oscuridad se hizo recia e impenetrable y acabó por adormecer a las extenuadas mujeres. Hacia la medianoche, las despertó una tenue y fina llovizna; y de improviso, la idea de regresar al hogar, a la tibieza del nido familiar, tomó consistencia y vigor.

—Regresemos a casa —susurró Pastora.

—¡Regresemos! —aprobaron Escolástica y Juliana.

—Prefiero la muerte antes que caer en poder de los cambá —agregó Juliana.

Las tres mujeres se alejaron del pueblo, sin detenerse y al clarear el día se internaron en un monte.

El hambre les atenazaba el estómago; hurgando en la fronda encontraron unas matas de arasapé repletas de frutas maduras y, largo rato se deleitaron comiendo las guayabitas de color verde amarillo.

De pronto, escucharon el rítmico galo-pe de jinetes y, decididas a eludirlos, se internaron más en el monte. Comenzaban a sentirse protegidas por la enmarañada selva, cuando de pronto, un débil quejido interrumpió el silencio circundante. Temblorosas, las tres hermanas se tomaron de las manos, permaneciendo quietas.

El quejido volvió a repetirse, muy cercano.

Sacando fuerzas de flaqueza, se dirigieron hacia el lugar de donde provenía y el espectáculo que descubrieron las dejó petrificadas: decenas de mujeres, casi todas jóvenes, yacían muertas de debilidad y agotamiento, entre otras lanceadas o apuñaladas.

Solamente una niña, como de diez años, se debatía entre la vida y la muerte, pidiendo agua entre lastimeros quejidos. Las tres hermanas la levantaron y sacaron a un claro del monte. Allí, la cuidaron varios días, compartiendo cogollos de palmeras, pacuríes, raíces jugosas, guayabas, coco y pindó.

Al reaccionar, la niña contó que se llamaba Purificación Maréeos y era oriunda de Pirayú. En la guerra habían muertos sus padres y estaba totalmente sola.

Las tres hermanas la incorporaron a su grupo y reiniciaron su peregrinar.

Caminaban de día; de noche dormían subidas a los árboles para evitar a las alimañas y las fieras.

Cruzaron arroyos, esteros, campos quemados: En ningún lugar se veían rastros de trabajo humano; no había ni un terreno cultivado, solo terrenos asolados sobre los cuales el viento y el urutaú pasaban quejumbrosos.

Caminando perdieron la noción del tiempo; hasta que un día, atisbaron la casa paterna.

Juliana, la menor de las hermanas, trastrabilló al pisar una rama seca y se sentó a llorar desconsoladamente: Escolástica y Pastora permanecieron de pie impasibles, como si el exceso de dolor las hubiera dejado indiferentes.

El panorama que se presentaba no podía ser más desconsolador; matorrales y arbustos crecían donde antes estuvo la chacra; la selva se había acercado a los umbrales de la casa.

El tiempo no había pasado en vano: la paja del techo aparecía deshilachada; la humedad y el polvo daban un aspecto deprimente al lugar.

En el esfuerzo por reanudar sus vidas en un entorno familiar, sacaron las tablas que estaqueaban las puertas. Al filtrarse por ellas el sol de la siesta, vieron a través de gruesas cortinas de telaraña los catres de trama fabricados por sus hermanos, el nicho de los santos de doña Venicia, el cántaro y el mortero.

De súbito, como respondiendo a un tácita señal, las hermanas prorrumpieron en un alarido conjunto, que retumbó en la selva. Después lloraron quedamente largo rato y, atenuado el dolor, abrieron las puertas dispuestas a rescatar lo rescatable. Pronto se dieron por vencidas; lo que no estaba enmohecido, estaba herrumbrado o carcomido. Con profunda amargura tuvieron que admitir que estaban en la pobreza.

Habían perdido todo, pero, estaban allí, aferradas a su tierra, igual que los cocoteros que aromaban el aire con sus flores y las cigarras que llenaban el atardecer con sus siseos.

El sol comenzaba a ocultarse y, en la penumbra del crepúsculo, parecía adivinarse la presencia de seres extraños, ocultos detrás de los árboles. Temerosas, las mujeres entraron a la pieza y trancaron la puerta con el travesaño curusú.

Durmieron apretujadas, una contra otra, hasta que las despertó un rugido infernal, seguido de potentes golpes. Un yaguareté las había olfateado e intentaba alcanzarlas, arañando la puerta.

Tras largo rato, sintieron pisadas sobre las hojas secas diseminadas en el patio y el silencio volvió a reinar.

El tigre se había ido, pero, en las hermanas quedó la conciencia de que en adelante la vida sería extremadamente sacrificada y el riesgo de morir constante. Al día siguiente, Juliana levantándose temprano dijo:

—Debemos ir al potrero de don Cirilo para saber si alguien puede ayudarnos.

Escolástica, flaca y envejecida antes de tiempo; en su calidad de hermana mayor dispuso:

—Váyanse ustedes, Pastora y Juliana.

—Yo me quedaré con Purificación para arreglar la casa. ¡Cuídense por el camino!

Con sus pies descalzos, Pastora y Juliana, caminaron presurosas. Iban en silencio por los caminos que conocían, palmo a palmo, desde niñas.

De pronto, Juliana interrumpió el silencio:

—Hemos llegado —dijo con decisión.

—Verdaderamente —replicó Pastora.

Avanzaron hacia la choza ubicada ente naranjos. No se veía a nadie. Todo estaba aparentemente abandonado.

Cuando se acercaron a la puerta, golpeando las palmas de las manos, Juliana preguntó en voz alta en guaraní:

—¿Oipa ogajára? —¿Están los dueños de casa?

Esperando atentas, escucharon avanzar desde el fondo de la habitación un sonido seco, en golpes alternados.

—¡Virgen Santísima! —exclamó Pastora al reconocer a don Cirilo, con la pierna derecha amputada, apoyado en una muleta.

Permanecieron en silencio largo rato, observándose.

Don Cirilo había sido, antes de la guerra, uno de los vecinos más pudientes. Ahora, vestía una ropa a la que el largo uso le había dado un color indefinible y a pesar del calor cubría sus hombros con una manta deshilachada.

—Somos Pastora y Juliana, dijo Juliana.

—¡Santo Dios! —exclamó don Cirilo.

Segundos después estaban conversando bajo los naranjos, sentados en rústicos apyká, construidos de troncos.

—Estoy aquí como me ven, mutilado y solo. Doña China, mi mujer, murió de disentería. Mis hijos Vicente y Luciano están rebuscándose en la que fue nuestra capuera; siempre traen algo, aunque sea un poco de mandioca.

Pastora y Juliana le relataron a su vez su tragedia y el terror de la noche anterior.

—¡Sí! —les confirmó don Cirilo— es un yaguareté.

—También por aquí aparece a menudo. José y Luciano le andan cavando una trampa a la salida del monte, con una paleta de vaca que encontraron por ahí.

Al rato los chiquillos aparecieron silbando despreocupados, aunque la flacura de sus cuerpos hablaba elocuentemente de las privaciones padecidas.

Traían dos abultados zapallos y varias largas y delgadas raíces de mandioca.

Don Cirilo los presentó a las hermanas y luego en solemne gesto patriarcal compartió con ellas la magra cosecha, diciendo:

—Debemos protegernos y ayudarnos. Somos los únicos vecinos que hemos regresado hasta ahora; muchos murieron por el camino.

Las hermanas le dieron las gracias y se pusieron de pie dispuestas a partir.

—Cada día, enciérrense bien, antes de oscurecer porque con las primeras sombras se acerca el yaguareté —agregó don Cirilo.

Pastora y Juliana se alejaron por un atajo, para acortar la legua de camino que mediaba entre ambas casas.

—Seguramente ya es Navidad —dijo Juliana.

—¿Por qué dices? —le preguntó Pas-tora.

—Porque cantan las cigarras y florecen los cocoteros —aseguró Juliana.

Siguieron caminando silenciosas. Les acompañaban los arrullos de las tórtolas ocultas en el matorral y los chillidos agudos de las piriritas que se balanceaban coquetonas en los cocoteros.

Más tarde, ya en la casa, las mujeres tuvieron un verdadero festín con la mandioca y el zapallo hervidos.

Día a día, los chiquillos de don Cirilo venían a visitarles y les traían guayabas, mandarinas, cocos o mandioca; también les ayudaban a recoger leña.

Fue todo un acontecimiento el día que Escolástica, trajinando con ellos por el enmarañado yuyal, que cubría la antigua capuera, encontró varias plantas de avatí morotí cargadas de mazorcas. Comieron unas cuantas tostadas al rescoldo; otras usaron como semilla.

Contagiadas de entusiasmo con ese hallazgo y usando palos como rudimentarias herramientas de labranza, las mujeres armaron una pequeña chacra cerca de la casa. Al cabo de un tiempo recogieron la primera cosecha de tiernos choclos.

Ilusionadas con la idea de comer sopa paraguaya y chipá avatí, aunque no tenían sal ni ningún tipo de grasa, guardaron las mazorcas en el tatacuá, donde solían hornear.

Luciano, el mayor de los hijos de don Cirilo prometió ir al pueblo, distante a tres días de camino, a trocar naranjas y guayabas por sal y grasa. Y cumplió su promesa. Así, las dos familias saborearon, por primera vez, después de tanto tiempo, las chipás de maíz y sopa paraguaya, pero sobre todo, disfrutaron de los preparativos y del crepitar de la leña al calentar el horno, como renovación de vida y esperanza.

Los chipás sobrantes, Escolástica los guardó en un sobrado del alero. Al día siguiente, grande fue el estupor de las mujeres cuando al ir a buscarlas no encontraron ni una. El asombro se tornó superlativo cuando descubrieron huellas de enormes pies alrededor de la casa.

— ¿Quién será? —preguntaba reiterativamente Escolástica.

—No son huellas ni de don Cirilo, ni de José ni Luciano —acotó Juliana.

A la noche llovió torrencialmente; las huellas desaparecieron y con ellas la preocupación de las mujeres, quienes terminaron por olvidar el incidente.

Días después, Escolástica, se sintió enferma durante la noche y le pidió a Pastora que le acompañara al patio. Juliana les recomendó no salir.

Pastora espió por las rendijas de la puerta. Una luna blanquecina alumbraba vagamente los contornos. En el patio no había nada a qué temer. Abrió la puerta con gesto resuelto. La espesa hoja de madera chirrió quejumbrosa.

Apenas habían traspuesto el dintel, cuando una sombra descomunal se abalanzó sobre Escolástica. Los gritos de espanto de las mujeres llenaron la noche.

Al instante todas forcejeaban con ese ser oscuro y amorfo que pretendía arrastrar a Escolástica hacia la selva.

En un gesto instintivo, Juliana corrió a la habitación y trajo la pesada tranca de la puerta. Con ella dio término a la lucha, al descargar un golpazo sobre el maligno intruso.

Siguió entonces un momento del más absoluto silencio, hasta que Escolástica dijo casi en susurros:

—Che kutú —me hirió.

Entonces Juliana se acercó al bulto que yacía tendido y se agachó a observarlo.

— ¡Es un cambá!, que seguramente desertó de su Ejército.

Junto al inmóvil negro centelleaba a la luz de la luna, un espadín.

Juliana lo recogió, y luego con actitud decidida y ayudada por Pastora y Purificación, maniató al descomunal negro al pilar del rancho.

Al clarear las primeras luces, Escolástica expiró desangrada por la herida que el cambá le había producido con su espadín.

Juliana sentenció:

—“El que a hierro mata, a hierro mue-re” —Y con dos certeros trancazos, ajustició al asesino de su hermana.

Evocando aquel lejano episodio Juliana sintió un leve escalofrío, y entonces oprimió suavemente la mano del niño que caminaba a su lado. Este niño simbolizaba la resurrección y la vida y el regreso del infierno al que las había arrastrado la guerra.

Caminaban decididos hacia el puerto. Iban a recibir a don Emigdio, el embarcadizo correntino que por amor a Juliana se estableció en el paraje.




BIBLIOGRAFÍA

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—      Eros Nicola Siri. “Por quién llora el urutaú”. Argenlibros S.R.L. Buenos Aires, Argentina. 1978.

—      José María Rosa. “La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas”. Editor A.P.L. Buenos Aires, Argentina. 1965.

—      Anuario de la Academia Paraguaya de la Historia. Vol. XXXIX. “Testimonios de la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza” III, pág. 393.

—      Prieto Yegros, Leandro. “Enciclopedia Republicana”. Editorial Universo. Asunción, Paraguay. 1983. 


INDICE

Cuentos de la Guerra Grande

Prólogo

El prisionero de Coimbra

El llanto del Urutaú

Díaz y el Batallón

Acorazados y canoas

Curusu Infante

Acosta Ñu

El viejo Hospital

El maestro Medina y su escuelita

Alfonso Tranquera

Vapor Cue

La despedida

La dama de compañía

Tres Residentas

Bibliografía

 

 

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Abril del 2005 – Rivera Uruguay

 

 

 

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