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MARGARITA MARÍA PRIETO YEGROS (+)
  EN TIEMPO DE CHIVATOS (Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS)


EN TIEMPO DE CHIVATOS (Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS)

EN TIEMPO DE CHIVATOS

Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS



Natural de Asunción. Maestra y Profesora Normal. Doctorada en Historia. Aficionada a la literatura, colabora en distintas revistas y es articulista semanal del Diario Noticias.

En la actualidad ejerce el cargo de Directora del Departamento de Formación Docente del Ministerio de Educación y Culto. En sus ratos de ocio escribe cuentos.



EN TIEMPO DE CHIVATOS


Eran cerca de las dieciocho.

Desde su habitación, Ester escuchó lo que en la cocina, entre mate y mate, una antigua amiga le contaba a su madre.

-Tuvieron que contratar a cuatro sepultureros para que llevaran el cajón de ese malvado al cementerio. Murió despreciado por todos. La luz del día empezaba a diluirse mientras osados murciélagos rasgaban veloces la penumbra.

-No quiero saber más nada de ese hombre del que Dios nos libró por su misericordia -arguyó la progenitora, mientras cebaba otro mate. Poco a poco las luces del vecindario comenzaron a encenderse contrastando con los reflejos del ocaso.

Ester se sintió de pronto sofocada. Abrió el ventanal de su cuarto y entonces, rozando las persianas, cayeron unas flores del chivato que sombreaba el patio aledaño.

-Flores de noviembre -pensó la joven, recordando lejanos días.


Era noviembre.

El corpulento chivato amaneció cubierto de flores anaranjadas.

Ester lo vio a través de la ventana del dormitorio de las pupilas mayores y lo contempló largo rato.

-¿Maravilloso! -dijo entusiasmada. Es el anuncio inequívoco de fin de clases.

Acababa de graduarse como maestra, después de cinco largos años de internado, en un colegio religioso de la capital.

Se alisó las largas y gruesas medias negras y mientras, se ataba  los cordones del tosco zapato de uniforme, pensó:

-¡Por fin podré andar otra vez descalza, a mi gusto, por el arroyo de mi valle!

La religiosa asistente palmoteó, y todas las jóvenes se ubicaron en fila.

-¡Viva Jesús! -saludó. ¡Viva María! -le respondieron.

-Después del desayuno bajarán el equipaje -ordenó tajante.

Permanecieron un rato sin moverse y luego, en monacal silencio, se encaminaron a la capilla para asistir a misa.

Concluidos el oficio religioso y el desayuno, se iniciaron las despedidas. Unas lloraban, otras reían y muchas cantaban estribillos a la sombra del chivato florecido.

Ester se reunió con Jorgelina y Vicenta, sus hermanas menores.

-Tienen listas sus valijas? -les preguntó. Papá vendrá a recogernos a las nueve.

Simeón Rodríguez llegó puntual. Era un hombre robusto, sano y trabajador; abogado de campesinos, se empeñaba en que sus hijas se educaran en la capital.

-¡Estudien! -solía decirles-Más que riquezas materiales deseo darles títulos que nadie podrá arrebatarles.

La esposa, diminuta, sencilla y muy casera, era puro sentimiento y había visto poco de la vida.

-Pero, señor mío -solía terciar- lo que tenemos que procurar es que nuestras hijas se casen.

-Y si no encuentran con quien casarse, qué van a hacer? - preguntaba el hombre.

- No sé con quién, pero deben casarse para tener familia -repondía mansamente la mujer.

-A punta de educación voy a hacer triunfar el cerebro y no el corazón de mis hijas -aseveraba él.

-Y quién va a querer casarse con ellas si son tan letradas -insistía conservadoramente la madre. Lo que tienen que aprender es a cocinar para dar gusto a su marido.

Almorzaron por el camino. El reloj daba tres campanadas, justo cuando ellos llegaron al caserón, aromado de jazmines, que había pertenecido a los abuelos paternos.

El jolgorio del reencuentro llenó de risas y bullicio los patios y corredores.

-Ahora mismo voy a bajar al arroyo -anunció impaciente Ester.

Y desde entonces, todas las tardes, acompañada de sus hermanas y vecinas allá iba a retozar y a enterarse de los chismes pueblerinos. Hablaban una mezcla de español y guaraní, con claves difíciles de entender para los extraños.

Sus carcajadas se oían desde lejos.

-¡Qué felices somos! -solía ponderar Ester.

-Estamos de vacaciones y en el arroyo.

Una joven vecina, cierto día, preguntó: Te enteraste que el comisario le embarazó a la hija del sargento de Añaretá Potrero?

-¡Quién creería al verlo tan piadoso, junto a su esposa, en la misa de los domingos! -replicó Ester.

-Acaso no saben que es un mujeriego y se divierte haciéndole llorar a las mujeres. Ahora anda cortejándole a la viuda de su hermano - terció otra de las jóvenes.

-¡Nunca lo hubiera creído! exclamó apesadumbrada Ester.

-Acaso no sabes lo que todo el pueblo comenta. Que él protege a los cuatreros que contrabandean el ganado al Brasil y mata por nada - acotó otra.

-Además es el rey de la baraja y el trago.

Una de esas tardes, comentaban otra vez las jóvenes las andanzas del comisario cuando de súbito, él apareció en la orilla del arroyo, montado en su alazán, enjaezado con arneses de plata. -¡Buenas tardes, señoritas! Dichosos los ojos que las ven -saludó sobrador.

La sorpresa dejó enmudecido al grupo femenino.

-Disculpen que les haya interrumpido la conversación -agregó sarcásticamente.

Después en un alarde de poderío ordenó a los capangas que le escoltaban:

-¡A discreción, nomás!

Volviendo la vista hacia las jóvenes la clavó en Ester y preguntó:

-Es cierto, señorita, que se ha graduado usted?

-Así es -respondió Ester irguiendo altiva la cabeza, aunque la voz le salió rara, como si de golpe hubiera perdido el timbre.

Ester sintió que el hombre la devoraba con los ojos y trató de cubrirse con la larga cabellera.

-Seguramente va usted a quedarse con nosotros. Avíseme cuando quiera ejercer para conseguirle un cargo.

Caracoleando al caballo, en un alarde de pericia, ordenó:

-¡Galopemos un poco! -y, con un sonoro rebencazo a su montado inició el galope.

Nadie habló hasta que los jinetes desaparecieron. Después, las jóvenes regresaron a sus casas.

Esa noche Ester tardó en conciliar el sueño. Sentía miedo. El canto inoportuno de los gallos le hizo presentir sucesos nefastos.

Todos los crotos del jardín amanecieron deshojados.

-Tal vez langostas -dijo la madre.

-Las langostas, mi señora, no cortan las hojas por el cabo - argumentó la vieja criada.

-Tal vez nuestro perro se peleó con otro entre los crotos -dijo Vicenta.

-Los hubiéramos escuchado -respondió Jorgelina. Sólo Ester permaneció callada. Tenía miedo.

Transcurrió el tiempo. Los crotos reverdecieron y todos se olvidaron del incidente.

Otra noche, Ester se despertó con la sensación de que alguien la miraba a través de la ventana.

Todos dormían y aunque ni una hoja se movía, ella sintió que algo misterioso enrarecía el denso ambiente.

La plantera del troto que estaba junto a la ventana amaneció vacía y el croto, que alguien usó como borrahuellas, tirado en el gallinero.

-Algún ratero -arguyó el padre.

-Pero si no robó nada, ni siquiera el croto -habló la madre.

Ester sintió que la inquietud le oprimía el pecho. Se sentía acechada, pero calló ante el temor de que no la comprendieran.

-¡Ester! ¡Ester! -llamó susurrante, Vicenta.

-¡Despertáte! Traen serenata.

-Y para más a caballo -dijo en voz baja Jorgelina, espiando con disimulo a través de los visillos.

Eran tal vez, las dos y media.

La voz del cantante inundó la madrugada:

-"¡Despierta niña, despierta y asómate a tu ventana..."

Eran cuatro jinetes con sombreros calados hasta las cejas.

-Para la señorita Ester, de parte de un secreto admirador.

Ester se incorporó como si de pronto resucitara.

Las canciones reglamentarias se sucedían unas tras otra.

-Ya están cantando la tercera. No vas a salir a agradecer? -le preguntó la madre.

-¡Muchas gracias! -dijo la joven a través de la reja. Y entonces vio lo que temía.

Bajo el cielo estrellado, a cien metros de los músicos estaba el comisario montado en su alazán.


Simeón Rodríguez amaneció muerto de un tiro en la cabeza. La noticia corrió por el pueblo, de puerta en puerta.

-¡Suicidio! -fue el veredicto del forense.

Los comentarios y suposiciones se enredaron en un halo de misterio. Las conjeturas inundaron las casas, la iglesia, las calles, el cementerio.

-Suicidio? Pero, por qué?

Durante la novena del duelo, llegó a presentar sus condolencias el comisario.

Ester abrumada por una fuerte jaqueca, se había retirado a su dormitorio. El comisario insistió en saludarle y cuando ella acudió a la sala de visitas, el hombre rechoncho y canoso le dijo: No duden en llamarme si necesitan algo. Sepan que estoy para servirles.

Después, bajando el tono de voz, agregó:

-Cuídate, Ester y no olvides que tu padre fue abogado mío. Me siento en deuda con él y deseo protegerlas.

En una vitrola lejana sonaba la melodía "Angustia de un querer" cuando el comisario salió a la calle.

Seis meses después, al día siguiente de cumplir Ester su mayoría de edad, sonó una voz metálica ante la puerta:

-Está la señorita Ester Rodríguez?

-Sí. Qué se le ofrece?

La voz del hombre sonó otra vez fríamente:

-Oficial de justicia. Traigo a la señorita la demanda de la Ganadera "San Pablo".

-Demanda a mí? Por qué?

-Por cobro de guaraníes, y por ser usted la mayor de las herederas de Simeón Rodríguez. Acaso no acaba usted de cumplir su mayoría de edad.

Ester lo miró estupefacta. Quién era el que había averiguado hasta su fecha de nacimiento? El oficial de justicia la miró inexpresivamente

-Y quién es el dueño de esa tal Ganadera?   a,Iliad

-El señor comisario.

-¡Santo cielo! Nunca lo hubiera creído. ¡Increíble! No puede ser, pero ...es...

El oficial de justicia, inmóvil, examinaba el entorno y esperaba.

-Escuché que palmoteaban y creí oírte gritar -dijo la madre acercándose.

El hombre extendió la notificación y se retiró.

-Esto es absurdo e inesperado -murmuró Ester mientras cerraba la puerta.

-De que se trata? -inquirió la madre. Ester leía la notificación judicial.

-No me oíste?

-Estoy leyendo.

Doña Carmen suspiró, y de pie, esperó inmóvil. Al terminar de leer, Ester apartó los ojos.

-Bueno, qué es, qué es?

-Negocios, malos negocios.

-¡Contame! -exigió Doña Carmen con una expresión sombría y dura - ¡No debes ocultarme nada!

Y entonces Ester le entregó el papel.

-¡Mi Dios! -gritó la madre. -Esto nos pasa porque estamos solas, sin tu padre. Para que nos respeten necesitamos en la casa aunque sólo sea un espantapájaros con pantalones -exclamó al terminar la lectura.

Jadeante, dio unos pasos en el corredor, como cegada por un rayo.

- Te sientes mal, mamá?

- No - dijo doña Carmen con una sonrisa débil y forzada. Poco a poco recuperó el aliento.

Después, por teléfono contrató los servicios de un abogado amigo.

A los pocos días se enteraron de que el comisario no tenía ningún documento que atestiguase préstamo alguno.

El abogado contratado por la viuda acotó:

- Creo que el señor comisario está enamorado de Ester y la demanda es sólo un pretexto para presionarla a acudir a él.

- Pero si él es casado y, justamente, ella se ha propuesto ser misionera. No se ha fijado que ni siquiera se pinta?

El abogado movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a hablar. Luego se agachó y con voz apenas audible dijo: - Doña Carmen: les recomiendo que se muden de este lugar. El comisario es peligroso; disfrazado de cuatrero y enmascarado asaltó la estancia de la viuda de su propio hermano, y a caño de pistola le obligó a firmar la escritura de transferencia del campo y del ganado a su nombre.

Al regreso de un retiro espiritual, Ester se enteró de la decisión de cambiar de domicilio.

Malvendieron la casa y la poca hacienda y se mudaron a la capital.


Años después, cuando la ciudad estaba otra vez llena de luz y de color con los chivatos florecidos, Ester recorriendo un suburbio para completar una encuesta, llegó hasta un garaje que parecía habitado.

Golpeó con los nudillos la puerta que estaba entreabierta.

- ¿Quién es? - preguntó desde el interior una voz gangosa.

- Encuesta social - respondió.

Ester intuyó que algo raro y tétrico medraba en la penumbra de esa habitación, pero, no se amilanó y esperó.

- Pase.

Un anciano recostado en un camastro procuró erguirse.

El desaseo y la indigencia de la habitación eran evidentes.

- ¿Por qué no me dejan morir en paz?

- Puedo ayudarlo. Me llamo Ester Rodríguez.

 -¡Ooooooh! No va a perdonarme nunca? Entonces, ella lo reconoció.

Era el comisario.


Ester aspiró el aire fresco que entraba por la ventana. En ese momento la antigua amiga le decía a su madre:

- Aunque no quieras hablar más del comisario, por lo menos debes reconocer que murió como merecía.

Ester cerró lentamente la ventana. Mañana saldría con sus alumnos a pintar el noviembre florido.




Fuente:


Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

© EDITORIAL DON BOSCO


Tirada: 750 ejemplares

IMPRENTA SALESIANA.

Asunción, Paraguay

1992 (152 páginas)
 
 
 

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