LA PLACA DEL MÉDICO
Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS
¡Ite Misa est! -dijo el anciano párroco recorriendo con la vista la cotidiana concurrencia de la misa de la madrugada. Al divisar en el grupo a la parroquiana María González, oró para sí: -¡Cristo Crucificado, ten misericordia de nosotros, y, especialmente, de esta angustiada mujer!
Precedido por el monaguillo, descendió ceremoniosamente las gradas del altar y, al entrar a la sacristía escuchó la pregunta de todos los días:
- ¿Consiguió, padre Juan, alguna noticia de mi hijo Jorge Patricio?
La mujer vestida de riguroso luto retiró el velo que cubría sus cabellos encanecidos y la tristeza apareció en su rostro macilento.
La última vez que me llamó, hace cuatro años, me dijo que se estaba especializando en un hospital del sur. ¿Recuerda padre que le conté que se recibió de médico?
¡Sí, re-cuer-do! -dijo el sacerdote acentuando las sílabas de su afirmación en un esfuerzo por no impacientarse.
Todos los días, a la misma hora, y en el mismo lugar se repetía la misma escena.
Después, la mujer regresaba a su casa distante de la iglesia doce largas cuadras. De venida y de ida caminaba por la misma calle, la calle de los consultorios médicos; de venida por la vereda derecha y de ida por la vereda izquierda.
Se detenía ante la placa de cada médico y leía: Doctor Jorge Ramírez, gastroenterólogo; Doctor José Cubilla, laringólogo; Doctor Juan Bando, pediatra; Doctor Raúl Peña; bioquímico; Doctor Oscar Segovia, traumatólogo; Doctor Andrés Aguirre, ginecólogo; Doctor Ricardo Ortigoza, pediatra; Doctor Luis Florentín, cirujano.
Leía y releía hasta el cansancio y, a veces hasta pasaba la mano por alguna de las placas, preguntándose. -¿Dónde está la placa de mi hijo? Tal vez... En la otra vereda.
Al regresar de la misa seguía buscando y, si encontraba algún espacio vacío, decía:
-Seguramente mi hijo retiró su placa antes de marcharse.
El padre Juan, mirando sin ver al monaguillo que le ofrecía mate, pensó en voz alta: -Ese joven fue muy rebelde- recordó la mañana en que con otros dos estudiantes de medicina entró corriendo a la sacristía.
-¡Padre Juan, nos persigue la policía, ayúdenos!
-¿Qué hicieron? ¿En qué lío se han metido?
-Participamos de la huelga de estudiantes - respondió Jorge Patricio con voz jadeante.
Los cascos de la Policía Montada resonaron metálicos en el empedrado, sin dar tiempo a más preguntas.
El sacerdote apartó con presteza la raída alfombra que cubría la tapa del sótano y les indicó a los jóvenes que bajasen por la escalera.
Los policías lo encontraron leyendo su Breviario y, aunque él sentía un temor difuso que le atenazaba el corazón, se mantuvo impasible mientras improvisaba una respuesta.
De pronto se abrió la puerta de la iglesia y aparecieron doce jovencitas escoltadas por una adulta. ¡Permiso padre Juan! Ya terminamos el ensayo del coro. Volveremos el sábado.
-¡Que Dios las acompañe! - repuso cortésmente el sacerdote.
Ante esa circunstancia, los policías se retiraron, sin decir nada.
A veces, como en ese día, la violencia humana lo acercaba al padre Juan hasta el borde de la desesperación, pero era sacerdote y debía ser paciente y servicial. Al retomar su Breviario, pensó: He venido para servir y para ayudar a vivir en paz.
La vida en la parroquia prosiguió de acuerdo con los antiguos cánones, hasta el nombramiento del Jefe de Policía que llamaba a las iglesias "refugios de guerrilleros". De figura rechoncha, su cabeza resultaba pequeña para su tronco abarrilado; tenía las piernas cortas enfundadas en largas botas y, cuando caminaba, cubierto por una capa oscura, se bamboleaba como un pato.
Cierto día se presentó ante el padre Juan con una gran carpeta encuadernada en piel de tigre y sin pestañear le dijo:
-Padre Juan, vengo a comunicarle su deportación.
-¿Por qué motivo?
-Por dar refugio a guerrilleros.
-No tengo ningún guerrillero en mi poder - repuso el clérigo.
-¡Los tuvo! -replicó el policía con acritud-. Lo tengo registrado -agregó hojeando la carpeta.
El sacerdote se quedó en silencio, mirándolo de hito en hito, con los ojos dilatados como si le hubiera presentado un "ánima en pena".
-Tengo -continuó el policía con tono engañosamente manso- la lista de los muertos, de los desaparecidos, de los delatores y... de los encubridores.
Erguido en su prepotencia, prosiguió:
-Estoy tratando de enseñarle, padre Juan, que debe vivir conforme a la ley y aceptar las normas del orden social.
Jorge Patricio, después de despedir al último paciente de esa tarde, se detuvo a mirar la serranía a través de la ventana del consultorio, que por precaución, no ostentaba placa.
-¿Qué hago acá? -pensó-. ¿Qué es lo busco desde hace tantos años entre desconocidos?
Los recuerdos comenzaron a pasar por su mente como una vieja película de un viejo cine de barrio. Respiró con profundidad y como si recitara de memoria recordó:
-Dos días estuvimos completamente solos en aquel sótano oscuro y pestilente. Nadie supo jamás dónde estuvimos; todos creyeron que nos habíamos ahogado al cruzar el río. Y... lo cruzamos nomás, pero en canoa. ¡Locuras de juventud! ¿Qué se habrá hecho del padre Juan? ¿Y de mi madre? ¿Y de mi novia?
De súbito se sintió inexplicablemente desalentado, aunque se había convertido en un hábil cirujano, especialmente para amputaciones, heridas en el tórax, fracturas expuestas y todas esas malditas cosas que llegaban a los hospitales de campaña desde que se desató la violencia.
Le dolía la cabeza. Esta última hora del día siempre le angustiaba porque escocía su conciencia.
Últimamente tenía mucho que deseaba olvidar. Lo que más le agitaba era la inevitabilidad de cuanto sucedía; otros pensaban en vez de él y en las encrucijadas decidían qué camino seguir.
El timbre asordinado del teléfono empezó a sonar.
-¡Hola! -respondió inexpresivo.
-¿Qué tal, amor? -preguntó una voz femenina.
-Estoy con jaqueca.
-¿Justamente hoy?
Jorge Patricio se había habituado a la dulzura y sumisión de las mujeres de su tierra y ahora le exasperaba la prepotencia de Mariana.
¿Cómo podía explicarle su desencanto y desesperación?
Se habían conocido en el último curso de la facultad, cuando él se sentía solo por ser extranjero y tenía necesidad de todo.
Ella, con su insólita belleza le fue envolviendo cautelosamente, como una araña en su tela, balanceando las diferencias y las utilidades.
Él se dejó envolver, sin ofrecer resistencia al encantamiento.
Jorge Patricio encendió un cigarrillo y fumó en silencio, mientras miraba las volutas de humo que subían hacia el cielorraso y recordaba.
Transcurrido cierto tiempo ella había dicho:
-Podrás conseguir un trabajo seguro y mejor remunerado si te afilias al Partido. Debes ser práctico.
-¡Conque de eso se trataba! -pensó él.
¿Quién le había advertido que a los hombres "se los caza" con el amor, la paciencia y el dinero?
Ya era tarde, y la cabeza le dolía aún más.
Buscó un medicamento y después de ingerirlo se tendió en el lecho. Al rato lo venció el sueño. No se despertó jamás.
-¡lte misa est! -dijo el padre Juan y, al divisar en el grupo a María González, se dijo a sí mismo:
-¿Podré acaso leerle alguna vez la crónica policial?: "El médico Jorge Patricio González fue ultimado en su lecho por sus propios compañeros de subversión, quienes lo condenaron a muerte por no haberse presentado al asalto del Gran Cuartel de la Zona Sur. La víctima fue identificada mediante la placa hallada entre sus pertenencias".
De: “REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY
POETAS – ENSAYISTAS - NARRADORES” IV ÉPOCA - Nº 14
Arandurã Editorial, Asunción-Paraguay,
Diciembre 2007.
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