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YULA RIQUELME DE MOLINAS
  LAS ALAS DEL GUERRERO (Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS)


LAS ALAS DEL GUERRERO (Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS)

LAS ALAS DEL GUERRERO

Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS



LAS ALAS DEL GUERRERO

A los Excombatientes de la Guerra del Chaco


Y fue justo frente al espejo del portal sin nadie. Más aun, dentro mismo del espejo... Allí la conocí. Por primera vez le vi el rostro sutil y los ojos de almendra. Profundos, muy profundos. ¡Sin fin! Pero no alcance a verle nada más. De golpe, cayo roja la noche - llaga inmensa - y en el salón, los siete candelabros de bronce se apagaron. Una ráfaga de viento destemplado se trago las llamas y al instante, las tinieblas de parque se instalaron en la casa. Pero intuí su belleza translúcida y perfecta, a pesar del corto tiempo aparecida... Y deserto mi calma en aras del misterio. Entonces, baje al jardín para recuperar mi antorcha y mis palomas. Allí, pude asistir sombrío y desolado al desfile sin verde y sin tambores de los héroes imposibles de la patria. De la legión de víctimas sin nombre. De los soldados que marchaban rotosos, sin rumbo. De los seres perdidos en la niebla y que lívidos de frío, los encontré ensartados como un collar de municiones y violetas. Cauteloso y audaz -con mis fugaces alas apenas recobradas - me dispuse a protegerlos del hielo de la muerte. Y los obligue a buscar amparo en los altares de la iglesia para alcanzar la paz al calor de las ardientes candilejas. Luego, permanecí atento por si acaso el enemigo andaba cerca. Y pusiéronse a sonar las campanas para el "Avemaría". Erguido y solemne en mi uniforme de oficial de guerra, atravesé los interminables corredores de piedra y bruma y me introduje serenamente en la capilla. Todos estaban Allí. Todos. Hasta la hija del sacristán y el niño idiota que ella cuidaba. Todos. Hasta los muertos en la última contienda. También las viejas de la oscuridad del "Ángelus" Todos. ¡Pero no estaban los santos! Y en el altar mayor, únicamente vi palomas y soldados desnudos. Y un montón de cirios. ¡Miles de cirios encendidos! Y cada uno de los presentes llevaba su sombra prendida a su costado. Menos los que ya murieron. Estos, por el contrario, eran sombra sin hombre. Solamente sombra... Y la volví a ver. Su delgado perfil se recortó nítido en el ventanico ojival del confesionario. Caí de rodillas ante ese rostro inexplicable y la pesada caja de madera crujió por sus cuatro costados. Todos se dieron vuelta a mirar. ¡Hasta los querubines que volaban estampados en el cielo de yeso! El niño idiota empezó a gritar y tuvieron que sacarlo afuera. Los soldados notaron solo entonces su desnudez y con vergüenza, se cubrieron rápidamente con los lirios del campo. Yo inicie mi confesión pero nadie escuchaba. Ella se fue. Oculta entre palomas subió hacia el campanario. Las vi pasar tras las vidrieras superiores en una estela de brillo inusitado. La aguda letanía del Misterio rebotaba en las paredes de cemento y quebrábanse en añicos los vitrales. Las esquirlas de colores transparentes chorreaban como gotas de llanto sobre el alma. Y los muertos oraban desde el polvo. Y las viejas se escondían detrás de los reclinatorios rojo intenso, a borbotones manchados con la sangre de las heridas abiertas en la guerra. El olor de la pólvora invadió mi último resto de sosiego. Entonces, el niño idiota volvió y se puso a recoger las balas que rodaban esparcidas por el piso. Sus manos se cargaron de dolor y ardieron destruidas para siempre. Sentí sobre mi nuca un soplo frío... Reaccione con la angustia de todos mis tormentos. Atónito, me encontré ante la cuenca sin fondo de sus ojos de almendra. Y esta vez, ¡la vi toda! Vi su cuerpo espigado como una vara de narciso. Pálido y fino. Increíblemente  hermoso! Vi su pelo destrenzado flotando en derredor. Vi el canto encantador en sus labios callados... Y sonaron los cañones. Y el fragor de la batalla se derrumbó en mis oídos. Quede embelesado mirándola. Un ejército de fantasmas bajaba de los altares con rumbo a las trincheras. Iba en busca de más soldados para adornar la capilla. Los otros se fueron marchitando muy de prisa. ¡Se pudrieron! Y al niño idiota que perdió sus manos sin remedio, le brotaron dos rosas encarnadas en la punta de sus brazos. Las sombras de los muertos se alistaron en fila de espectros derrotados y se incrustaron en los muros hasta desaparecer. Ella se retiró por la puerta principal, no sin antes apagar de un soplo helado todas las velas que ardían por ahí... Salí en pos de la hechicera, pero era tan hondo el camino que ella me mostraba, tan helado el viento que esparcía en su entorno, que no tuve el coraje de seguirla y regrese a la casa después de controlar si el centinela tenía los ojos bien abiertos. Adentro encontré a los hombres de mi tropa durmiendo en la ceniza del hogar extinto, como leños apilados de uno en uno para iniciar más tarde el Luego. Corrí a cerrar todas las ventanas de la estancia, de modo que pudiesen descansar en paz en la hora maldita, sin tener que escuchar las pitadas tenebrosas del tren de la carga funeraria. De la carroza que pasaba cada día a recoger cadáveres, dejando en el andén los ángeles caídos. Aquellos que perdieron sus alas y fusiles y usaban llagas solamente. Luego, escape hasta el balcón de los jazmines, para fumar la última pipa de la guerra. Y el niño idiota se reía. Se reía convulsivo en un rincón lejano, detrás de los cipreses y de las tumbas que estaban en el patio de la iglesia. El eco sin compas de su carcajada insana zumbaba en mi redor y tuve que salir a detenerlo. Cuerpo a cuerpo luchamos hasta que al fin su boca vomitó un quejido y el enemigo se fundió al contacto del lucero. Y el rugir de los motores que surcaban el cielo sanguinoso, se convirtió en campanadas y trinos de palomas. Entonces, ella regresó con la guadaña. Y allí, sobre el campo del reciente combate, desde el final de su mirada, contempló mi cuerpo derrumbado entre los muertos. Me puse de pie y acomode en mi pecho mis cinco medallas del triunfo y esa flor escarlata que sangraba sus pétalos de acero clavada en mi cintura. Ella sonrió desde su puesto altivo y concertó sus pasos con los míos. Pero mis botas se hundieron en el lodo y capturado en la trampa e indefenso, la vi seguir andando sin mirar atrás. Salí despacio del fondo de la tierra. ¡Nadie había! Sólo sombras. Las sombras disgregadas en el tiempo... Y el niño idiota que destrozaba entre sus manos mi estandarte, estaba allí, divagando su miseria, su ignorancia. Pero yo, sabedor de tantas claves y secretos, me propuse firmemente rescatar la enseña tricolor. Grite y mi pelotón de soldados espectrales se levantó al sonido de mi voz. Inconmovible ante el brutal momento, di la orden de ataque y pulse el gatillo. Así, pude escuchar en la mañana los clarines de victoria. No obstante, los muertos bien muertos de a poco se pudrían tendidos bajo el sol. Los ángeles sin gesta y deshonrados purgaban su congoja en el atrio de la iglesia. El niño idiota pensaba y no entendía. Bailaba entre los santos que salieron a cerrar las llagas. A guardar las armas. A esconder los clavos. Un torbellino de alas y palomas la precedió apenas un instante después de las trompetas. Sus ojos de almendras tan repletos de fondos infinitos me buscaron allí donde mis hombres izaron la bandera. El aire muy frío me indicó su presencia. El tren aullaba enloquecido y todas las palomas se fueron de repente. Los santos huyeron espantados hacia adentro y cerraron con estruendo los portones. Los despojos que gemían tirados por ahí, ajustaron sus heridas y sus plomos y emprendieron también la retirada. Mantuve la calma y me quedé esperando su perfume de nardos, sus ojos desmedidos... ¡Me enfrenté de pleno a esa visión soberbia! Y firme, le propuse descender hasta mi suelo, hollar la misma tierra de mis muertos. Un azote de ráfaga aterida lanzó su aliento cuando nos cruzamos. Y me tumbó a la luz de su misterio atávico. Y se acabó el delirio. Y comenzó el rescate. El miedo antiguo de mi propia muerte fue sorteando obstáculos y destapando fosas. El niño idiota descubrió mis alas y asimiló por fin la causa del dolor y de su estigma. Pero ninguna guerra ha transcurrido impune y un blanco cementerio de palomas surgió a lo largo de ese tiempo. Era un tendal de sueños y alas hacia el viento... Allí los muertos soltaban sus fantasmas para alcanzar el reposo merecido. Pasé revista a las bajas de mi tropa y estaban todos ausentes. Todos muertos. Estaban todos menos yo. Y me llamaban...

YULA RIQUELME DE MOLINAS


Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - Paraguay
Octubre 2001. (166 pp.)
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