EL AURA DE SIMEONA
Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS
El verano en la estancia de mi abuela Isabel, era cita obligada para toda la familia. Por eso, las vacaciones de mi infancia fueron siempre iguales. Cortadas por la misma tijera hasta el día que se quebró el encanto... Los veranos de mis primos y míos tenían un nombre mágico: Simeona. En el plano más real estaban los caballos, el arroyo y el dulce de leche. Pero ése es otro cuento. En mucho tiempo todo anduvo más o menos por el mismo carril, hasta que un verano, Jaime faltó a la cita. Desde ese momento, la estancia convulsionó de pánico y nosotros, nos aprestamos a recibir lo inexorable: Reinaba en medio de nuestros temores, aquel riesgo cierto que corríamos ante la ausencia de las tres nubes. Era costumbre en el campo, verlas pasar a la hora del crepúsculo. Sí, al atardecer, cuando el sol paraba de picar y los gorriones rezaban el "Bendito sea" antes de dormirse. Nosotros nos turnábamos para controlar la ceremonia y cuando por causa de esas cosas terribles que tiene la vida, las tres nubes dejaban transcurrir una tarde sin aparecer, los primos ya no lográbamos pensar en nada más durante el resto de ese día. Una situación como ésta, suscitaba el caos en nuestro clan. Las niñas se largaban a llorar desconsoladas y nosotros los varones, suspirábamos ansiosos esperando alguna catástrofe. No era verdad que indefectiblemente sucediesen infortunios bajo esa circunstancia, pero el peligro existía... Y bueno, la única responsable de todo eso, era la india Simeona: Ella juraba que si no venían las tres nubes, era porque las cuentas de arriba salieron mal y que al Señor de los Cielos, esto podría disgustarle, y en ese caso... En ese caso era mejor prepararse para lo peor! La superstición de Simeona, obedecía más bien a su candorosa ignorancia. Hecho que nosotros -niños aún- no alcanzábamos a comprender. Simeona era el ser más viejo que nunca vimos y para nuestras dudas infantiles, no había mayor ciencia que la suya. Por eso, cada noche de verano en el campo, era un símbolo diferente para temer varias cosas: El aullido de los perros, los truenos desde el sur, la vigilia de los patos o el grito agudísimo de alguna lechuza. Y lo peor, aquellas tres nubes, horrendas pitonisas del atardecer. Ellas eran las que rigurosamente sentenciaban nuestro destino de cada día. Simeona afirmaba que si no pasaban por encima de nuestras cabezas al caer la tarde, de allí en más todo resultaría atravesado. Las tres se deslizaban orondas y maliciosas. Siempre una en pos de la otra, y al rozar los confines de la estancia, se disolvían bruscamente. "Tienen que surgir en ese orden y a la misma hora", proclamaba Simeona con su voz enronquecida por la vejez o el tabaco. Y nosotros, ni cortos ni perezosos, volábamos a los techos para espiar su arribo. Éramos catorce primos, todos entre los seis y los doce años de edad. Habían hermanas y hermanos en el grupo, pero Jaime era único hijo, y el año que no acudió a pasar sus vacaciones con nosotros porque él y sus padres tomaron otro rumbo, todos los primos quedamos despavoridos. Y claro, ante la deserción de Jaime, Simeona predijo: "Ahora que son trece niños yo no me responsabilizo de la suerte que puedan correr... Trece es el número fatal, el predilecto del demonio, el número más tenebroso que existe sobre la tierra." Y ese año comenzó ciertamente con una desgracia, como para confirmar los presagios de Simeona. En realidad, sólo resultó un percance desagradable. Pero apenas era el principio... Llevábamos nada más que dos días de permanencia en la hacienda y ocurrió que mi hermanita María Julia y el primo Camilo, simultáneamente se precipitaron al jardín desde el techo del corredor. Había empezado a oscurecer y las tres nubes brillaban por su ausencia. Nosotros no podíamos resignarnos a que no viniesen y esperanzados, seguíamos atisbando el cielo desde la azotea. Tanto mirar para arriba, que en medio del desconsuelo llegamos hasta el borde sin percatarnos del peligro y en un abrir y cerrar de ojos, los dos chicos cayeron al suelo. Allí se armó el escándalo del siglo. Ambos lloraban a gritos y sangraban a más no poder. María Julia se había partido la frente con la punta de un macetero de hierro y la cara se le puso completamente roja. Por su lado, Camilo vociferaba a voz en cuello, perdido entre los malvones de la abuela Isabel. Los mayores acudieron con prisa y descargaron en nosotros todas sus tensiones: Que no había postre. Que no había caballos. Que no había pitos ni flautas ni perdón para ninguno. Y para más colmo, las dichosas nubecillas no aparecieron. "Es cosa de Mandinga. Es por culpa de la ausencia de Jaime", pregonaba Simeona a boca de jarro y para quien quisiera escucharla.
Nosotros la rodeábamos angustiados sin atrevernos a discutir su oráculo. Pero en voz, baja tejíamos conjeturas y luchábamos por convencernos de que en el fondo, todo eso era solamente una horrible casualidad. Que no existía relación alguna con el viaje del primo Jaime y mucho menos con el número trece, tan vulgar e insignificante como cualquier otro. Desde luego, nos cuidábamos muy bien de ser oídos por Simeona: Ella no admitía la duda sobre su "Santa palabra" y nosotros, la respetábamos más que a nuestros severos padres. Aunque esto, no era suficiente para impedir que por lo bajo y con desesperación, rogáramos que ella estuviese equivocada. Cosa bastante difícil desde todo punto de vista, ya que Simeona no era una india más. Era la única nieta mujer de un gran cacique! Nadie le conocía la edad y mucho menos ella. Había visto la luz en una época muy remota. En el tiempo distante en que el indio nacía dueño absoluto de esta tierra americana y era asimismo, mucho más sabio que el hombre blanco. Y cómo nos enteramos de esto? Escuchando a Simeona bajo la noche estrellada. Después de cenar, ése era un rito que lo cumplíamos diariamente. La reunión de todos los primos se llevaba a cabo en el patio del costado, frente al amplio corredor, donde los tíos y tías conversaban de temas para mayores, mientras se abanicaban con vistosas pantallas de caranda'y. Nosotros formábamos una ronda sentados alrededor de Simeona, quien chiquita y arrugada, se acuclillaba siempre en el mismo centro y parsimoniosamente, discurría sobre su vida larga... E iba matizando la plática con los cuentos más fantásticos que nadie ha logrado imaginar. Pero como dije al principio, todo fue increíblemente igual, sólo hasta aquella vez... A partir de ese verano, Simeona se volvió más oscura que nunca y los pliegues de su cara se hicieron muy profundos. Tanto, que acabaron fundiéndose por entero en el corte de sus ojos y de su boca. Entonces, perdimos el rostro de Simeona, pero ganamos un detalle nuevo para hacer más siniestro su pregón. Aquel pregón. El último que le escucháramos: "Aullará el viento desde sus cuatro guaridas y caerá noche cerrada a las tres en punto de la tarde y el olor a muerte será tan intenso que ya no podremos respirar y..." Allí, la vocecita de mi prima Lucero sollozó un agónico cuándo? "Pronto, bien pronto!" Respondió de golpe Simeona, abandonando así, el rítmico acento de su palabra agorera. La interrupción sirvió para que todos despertásemos del opresivo letargo que nos detenía y echáramos a correr hacia la casa ciegos de espanto, y por ende, más persuadidos que nunca de la inmensa sabiduría de Simeona. Sin chistar todos fuimos a la cama, y tapados hasta las orejas, nos aprestamos a dormir en santa paz, pero estaba visto que no lo íbamos a conseguir. Ricardo, que era el primogénito de la familia y también nuestro líder, se levantó justo a la medianoche y en voz bajita empezó a llamar a los varones mayores. Éramos seis en total y todos juntos salimos al patio de atrás y cruzamos por debajo de la parra, camino a la cocina. Una vez allí, Ricardo encendió la lámpara de kerosén. No teníamos luz eléctrica porque a esa hora el motor estaba apagado. Nos agrupamos silenciosamente en torno al resplandor y escuchamos atentos pero temerosos las propuestas de Ricardo. El olor desagradable del kerosén llenaba la habitación chata y por culpa de las puertas cerradas, el aire se nos volvía espeso y difícil. Esto hizo que yo me estremeciese al asociarlo con una de las calamidades que citara Simeona horas atrás. Y ni siquiera deseo recordar el lóbrego diseño que imprimían nuestras sombras, sobre las tiznadas paredes de la cocina. Creo que a todos por igual, el terror nos fue sitiando. Pese a ello, Ricardo trataba de hacerse entender y nosotros poníamos el mayor empeño en asimilar correctamente el análisis de la situación: Teníamos que romper el maleficio. Conseguir que de alguna manera, uno de los primos se alejara de la casa. El problema era sencillo. ¡Claro! Con un primo menos, todo volvería a la normalidad. Ilusionados con esta hipótesis, nos adentramos en el plan y el miedo fue cediendo paso a una venturosa calma, la cual nos permitió razonar y cambiar opiniones. Si todo funcionaba bien, el riesgo iba a resultar mínimo. Nuestro proyecto parecía fácil de ser realizado. Pero, a quién elegir? Se prestaría alguna de las primas a sacrificar sus vacaciones en beneficio nuestro? Ricardo dijo que estaba pensando en Cristina. Ella tenía la edad apropiada para representar sin errores la farsa. Además, lo aconsejable era que el papel lo interpretase una mujer: El llanto, toda la vida fue cosa de niñas! No estaba bien visto que un hombre lloriquease por dolores de barriga. Y la idea, era que el personaje sufriese una repentina enfermedad sin opción a la indiferencia. O sea, que el bochinche tenía que aparentar mayúsculo para que todos se alarmaran. Sí, Cristina debería soportar grandes tormentos, los cuales causasen de inmediato su traslado a un hospital. Y de este modo por fin, quedaríamos en la estancia los doce primos liberados del hechizo. A eso de las dos de la madrugada, completamos el programa con lujo de detalles. El acto iba a iniciarse, Dios mediante, lo más temprano posible y en la mañana de ese mismo día. Desde luego, primero hablaríamos con Cristina para convencerla a como diera lugar. Y después, sin perder el tiempo, Ricardo pasarlo a explicarle los pormenores de su actuación. Todos de acuerdo y por supuesto mucho más tranquilos y confiados, nos fuimos a dormir como angelitos. Estábamos seguros de que aquello iba a salir bien. Y así fue. Cris aceptó y hasta se sintió heroína con el rol que le habíamos asignado. A las diez en punto de esa prometedora mañana, Cristina cayó gravemente enferma. Se la llevaron con urgencia y nosotros respiramos satisfechos. Entonces, comenzó a girar la rueda de la fortuna. Al menos así lo creímos y llenos de entusiasmo, nos alistamos para disfrutar a lo largo y a lo ancho, de nuestras vacaciones. Las que ahora, gracias a los artificios de la prima Cris, prometían transcurrir plenas de magia y de misterio como siempre, pero sin cuota de cábalas satánicas o plagas por el estilo. Así las cosas, ocupamos henchidos de optimismo nuestro sitio en la mesa y cada primo, se aprestó a engullir con buen apetito alguno de los suculentos guisos, a los cuales la cocinera Liboria nos tenía acostumbrados. Sin embargo, ocurrió lo imprevisto: La india que servía los platos, se presentó con una mueca desacostumbrada en su cara a menudo impasible. Surcaban su rostro signos de algo extraño y a la vez tenebroso. Eso me impresionó y quise conocerlos motivos de su disturbio. Se lo pregunté, pero ella evadió la respuesta como si no me hubiese oído. Y se marchó jugando a las escondidas detrás de su bandeja. Yo quedé plenamente intrigado y mis primos también. Todos miramos a Ricardo esperando sus comentarios. No obstante, él encogió los hombros y se dispuso a comer con gusto. Por lo visto, embebido aún en el reciente triunfo, no le afectó la inusual actitud de Justina. Aunque estaba bien claro que el comportamiento insólito de la india, era otra mala seña. Al igual que las nubes, el trece y demás compañía. Almorzamos despacio y sin ningún apetito. Al fin de la comida, se cumplió el castigo de la tarde anterior: ¡No había postre! Entonces, nos levantamos cabizbajos y salimos del comedor en fila y silenciosamente, como soportando órdenes inquebrantables. El enigma de Justina, pesaba sobre nuestro ánimo mucho más que la ausencia del dulce de leche y perplejos, nos acurrucamos en los sillones del corredor. Allí permanecimos sumidos en nuestros turbios pensamientos... Ya nadie se encontraba satisfecho con el éxito alcanzado mediante la ficticia enfermedad de Cristina. Había tenido sentido? Conseguimos acaso romper el maleficio? La duda avanzó veloz hasta convertirse en certeza: No logramos escapar a la atmósfera fatídica. Por dentro, todos seguíamos temblando. El gesto atormentado de cada uno de nosotros, era suficiente testimonio. Hasta Ricardo ya se había contagiado y empezaba a arrepentirse cuando vimos a la india Justina. Ella iba saliendo por el portoncito del fondo. Sólo nos miramos y sin decir palabra, la seguimos a distancia para que nada sospechase. Caminaba presurosa hacia el caserío indígena. Menos mal que no atinó a darse vuelta. De ese modo, pudimos acercarnos sin problemas. Al reclinarnos en uno de los ventanucos del rancho donde Justina había desaparecido, aspiramos un aroma desconcertante, pero no pudimos ver ninguna cosa. El olor era bastante fuerte aunque muy agradable y empezamos a sentir una dulce modorra que nos atontaba con rapidez. Haciendo un esfuerzo, pudimos escapar antes de perder la cabeza. De cualquier modo, fue evidente para nosotros que algo distinto estaba ocurriendo entre los indios de la servidumbre. Todo hacía suponer que sobre ellos también se propagó el embrujo. De pronto, notamos que a Simeona no se la vio ese día. Mi prima Inés fue quien lanzó la voz de alarma y todos caímos en la cuenta. Era cierto, Simeona se había esfumado del mapa! Nosotros, atareados con los preparativos de la comedia de Cris, la olvidamos por completo. Luego, la visión desconcertante de Justina, con su cara trastornada y esos ademanes raros... Y claro, la falta de Simeona pasó inadvertida! Esto sí que resultó inadmisible. Ella jamás dejaba de acudir a la casa. Sentadita sobre sus talones, en alguna esquina del cobertizo, entrelazaba las palmas que más tarde usarían los mayores para abanicarse. O acaso, tejía hamacas de piola... Y cuando iba llegando la noche, se nos pegaba como las sombras y no se despedía de nosotros hasta el instante de ir a la cama. Su presencia parlanchina, era en esos momentos la meritoria conclusión de nuestras agotadoras jornadas estivales. Sin excluir, la mezcla inefable de sosiego y desafío que ella proyectaba sobre nosotros desde su rincón, mientras corrían las horas silentes de su labor cotidiana. Sí, a través de Simeona éramos un reto perenne a los malos designios. Y al mismo tiempo, sentíamos la tranquilidad de estar cumpliendo con lo que el destino nos exigía. Quizá por eso, en aquella oportunidad, lejos del aura de Simeona mis primos y yo extraviamos el sentido de la fantasía... Era necesario salir a buscarla. Debíamos recuperar la magia que brotaba a su entorno. Y así lo decidimos y empezó la operación rescate! Pero tropezamos con un serio contratiempo: Era imposible averiguar. No había indígenas a la vista. Todos desaparecieron de sus lugares acostumbrados. No estaba nadie en la cocina ni en los lavaderos. Tampoco donde los caballos. Y menos aún, en el jardín de la abuela. No sabíamos a quién preguntar. Los mayores dormían la siesta. Y el tío Fausto, quien era el único que como nosotros, jamás se acostaba a esa hora, partió en la mañana con Cristina y sus padres por causa del repentino ataque. Más desorientados todavía, decidimos volver al lugar donde habíamos dejado a Justina. Ya en las proximidades del rancherío, vimos aparecer a la india Liboria. Ella caminaba con aire dormido, llevando por las asas una enorme vasija humeante. El cacharro fue depositado a la sombra de un naranjo y Liboria se metió de nuevo en la choza. Nosotros nos acercamos llenos de curiosidad para ver de qué se trataba y otra vez nos impregnó el perfume dulzón. Mi prima Inés hizo un movimiento instintivo de retroceso y todos la imitamos, pero nos dimos cuenta de que esta vez, el olor era mucho menos consistente. Aún así, quedamos detenidos a medio camino, guardando las distancias por si acaso... Allí, mi primo Ricardo improvisó un plan de emergencia: Como todo parecía indicar, la verdad sobre Simeona estaba entre las paredes destartaladas de ese rancho. Entonces, lo primordial sería tener acceso a su interior. Atentos a esta sugerencia, desde todo punto de vista incuestionable, aceptamos sin chistar las indicaciones de nuestro líder. Y al momento, nos pusimos en campaña sin perder más tiempo. El cielo estaba encapotado, transcurría la hora tres de una tarde borrascosa y oscura. Yo pensé de inmediato en el último vaticinio de Simeona. Era simplemente una coincidencia, o aquél tenebroso pronóstico estaba empezando a cumplirse? Aprensivos, rodeamos la humilde casita con la intención de descubrir lo que en ella sucedía. Cada uno por su lado se ingenió a su manera. A mí se me ocurrió trepar a una planta de mango que casi confundía sus ramas con la paja del techo. Desde mi escondite, pude observar cómodamente por la ventanita de atrás. Lo que divisé me dejó sobrecogido. Siempre había confiado en la eternidad de Simeona y sin embargo, la sorprendí tendida sobre un tablón, rodeada de flores marchitas y yuyos del campo. Ella reposaba quieta, y el corte anguloso de su cara, era muy semejante a una piedra antigua. Y su cuerpo, envuelto en trapos blanquísimos, exhalaba ese perfume tan especial que ya nos había impresionado antes. En realidad, todo el rancho olía a eso. Mucho después, supe que la intención fue saturar a Simeona con miles de hierbas fragantes, a modo quizá de embalsamarla para que nunca se pudriese. En el aromado cuartucho, había indios sombríos por doquier. Apretujados uno contra el otro, apenas conseguían respirar... Varios de ellos apoyaban su vela encendida en candeleros de barro y ninguno lloraba, pero los rostros aciagos me sugerían un velorio. Entonces lo comprendí claramente: Estábamos llegando al final de nuestro cuento de Hadas. Colorín - Colorado, murmuré con tristeza mientras me retiraba del lugar... Y los arneses de mi caballo Pinto, comenzaron a resultarme atractivos. Y pareciera ser cosa segura el que los bagres del riachuelo me esperasen para la picada. Además, ya nadie pondría en duda la importancia del dulce de leche. Esto, porque Simeona estaba muerta, Y con ella, la magia arrobadora de nuestra infancia.
YULA RIQUELME DE MOLINAS
1er. Premio "V CENTENARIO"
Feria Internacional del Libro Asunción - Paraguay.
YULA RIQUELME DE MOLINAS : Nacida en Asunción. Casada y madre de tres hijos. Egresada Bachiller Humanístico del Colegio de Goethe, cursó la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Asunción. Actualmente se dedica a la Publicidad y trabaja en "R. PUBLICIDAD", donde forma parte del directorio.
Tiene publicado un libro de poemas: LOS MORADORES DEL VORTICE, 1976. Participa con otros autores, en un libro de cuentos premiados: CUENTOS CORTOS, 1987. Integra una antología de autores paraguayos: NARRATIVA PARAGUAYA (1980 - 1990).
Obtuvo los siguientes premios: LA CASA TAMBIÉN, (cuento) Premiado por el diario "ULTIMA HORA", 1987.- Y ME HABITASTE..., (cuento) Premiado por el "VEUVE CLICQUOT", 1987. TEODORA Y DOROTEA, (cuento) Premio BORGES 1990, otorgado por la "FUNDACION GIVRE", Bs. As. Argentina, A UN BOHEMIO CIERTO, (poesía) Premio ALFONSINA 1990, otorgado por la "FUNDACION GIVRE", Bs. As. Argentina. YO AUSENTE, (poesía) Premio PUNTO DE ENCUENTRO 1991, otorgado por la revista del mismo nombre. Montevideo, Uruguay. EL AURA DE SIMEONA, (Cuento) Premio HACIA EL V CENTENARIO, concedido por la "FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO", Asunción, Paraguay, 1991.
PASO AL OLVIDO, (cuento) Premio CLUB CENTENARIO 1991. Integra el Taller "CUENTO BREVE", bajo la dirección del Prof. Dr. Hugo Rodríguez Alcalá.
Es miembro de la SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY.
Fuente:
Dirección:
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
© EDITORIAL DON BOSCO
Tirada: 750 ejemplares
IMPRENTA SALESIANA.
Asunción, Paraguay
1992 (152 páginas).