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HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  LA NARRATIVA PARAGUAYA DESDE 1960 A 1970 - Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ


LA NARRATIVA PARAGUAYA DESDE 1960 A 1970 - Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

LA NARRATIVA PARAGUAYA DESDE 1960 A 1970

Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

 

Dime si en francés, alemán o inglés existe hoy una orquestación literaria como la de Asturias,

Borges, Onetti, Carpentier, Cortázar..., Rulfo, Casaccia..., Augusto Roa Bastos, Luis Goytisolo...

Carlos Fuentes

Ainsi Gabriel Casaccia évoque-t-il les seules péripéties que expliquent le désaccord

de l'homme avec lui-même et par là il s'écarte du récit régionaliste...

Edmond Vandercammen

Hijo de hombre, a monumental literary creation, is the finest novel of Paraguay,

but in its search for universal truth it goes far beyond regional boundary lines...

J. Sommers

As he grew older, the shades of darkness descended further so that his depiction of reality began

to fix itself more and more on the little tragedies of the lives of the Paraguayans immersed

in a bad world. In spite of his severe criticism, Casaccia has always been a compassionate observer of the social and political fate of Paraguay...

... Roa Bastos afirma que la voluntad humana sobrevive al infortunio y renace de cada derrota fortalecida por la experiencia...

Rosario Castellano

 
 
 
INTRODUCCIÓN
 
 
Antes de mediar el siglo en curso, la narrativa paraguaya no pudo lograr el nivel de excelencia a que la alzaron Gabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos. Las razones no son fáciles de sintetizar. A fin de explicar el rezago literario del Paraguay, especialmente en lo que mira al género narrativo, es preciso retroceder cien años en el tiempo y revivir lo acontecido en 1870.

La Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, que duró de 1864 a 1870, fue una guerra de exterminio, la más devastadora de la historia de América. El Paraguay fue casi raído del haz de la tierra. Para dar una idea de lo espantoso de la catástrofe, basta decir que la población, de más de un millón de habitantes en 1864, quedó reducida en 1870 a doscientos mil habitantes, en su mayoría mujeres, niños, ancianos, inválidos. Los vencedores impusieron al Paraguay su interpretación de la historia reciente: la guerra había sido una cruzada para liberar a un pobre pueblo de un feroz tirano; el heroísmo de los vencidos se explicaba más como debido al terror a aquel tirano que al amor a la patria invadida.

Durante treinta años el Paraguay languideció física y moralmente aplastado por la derrota y la humillante interpretación de los hechos impuesta por los vencedores. Hacia 1900, a tres décadas de la debacle, surge un movimiento revisionista de esa historia tenida hasta entonces por vergonzosa, y con él, una literatura de agresivo nacionalismo, de una parte, o de romántica idealización de la vida y de la realidad paraguaya, de otra. Esa literatura fue predominantemente de carácter panfletario en su afán reivindicador; romántica, idealizadora, idílica, cuando se proponía ser narrativa de ficción.

Durante la primera década del siglo el escritor no podía desentenderse de la historia. La historia en frase de Josefina Plá: «Devoraba la literatura». La realidad actual no era tema poético a menos que se la romantizara y falsificara. Quien pugnase por ir contra la corriente, o era rechazado por no patriota o amistosamente urgido a tratar temas históricos. Esto último aconteció, por ejemplo, en el caso de José Rodríguez Alcalá (1883-1958), quien, en 1905, dio a la estampa Ignacia, la primera novela que aparece en el siglo.

No se le perdonaba a un Rafael Barrett que denunciara la explotación de los peones en los yerbales o la miseria de los trabajadores de la ciudad y del campo. Había que levantar el espíritu nacional no criticando la realidad que se vivía, sino exaltando la historia que se había vivido.

La narrativa nacionalista, idealizadora, de tema épico o idílico, de convencionales campesinos puros enamorados de campesinas no menos puras, era la única narrativa de ficción que el pueblo herido podía absorber. El Paraguay vivía en el pasado; no podía menos de vivir en el pasado. Algo muy semejante ocurrió en el sur norteamericano tras la derrota de la Guerra de Secesión de 1861 a 1865. Hubo en el Sur una etapa de humillación y aplastamiento durante la cual el Norte emprendió la conquista intelectual del Sur. A los niños sudistas se les enseñaban en las escuelas los errores de sus padres. Luego se produjo una reacción chauvinista, romántica, idealizadora de la tradición sureña. Una ancestor worship o culto de los héroes cundió por toda la «sección». El Sur vivía entonces en el pasado. El hoy y el ayer se confundían tal como aconteció en el Paraguay.
 
En esta última sociedad un mecanismo de defensa excluía toda crítica. Sólo cuando ya habían transcurrido setenta años de la catástrofe que asoló al país, un novelista expatriado, Gabriel Casaccia 1907-84, dio a luz en Buenos Aires la primera gran novela paraguaya, La babosa, de 1952. Lejos de la presión del ambiente, este paraguayo en voluntario exilio podía ejercer una sátira aniquilante de la sociedad autoengañada, en virtud de un traumatismo psíquico que le impedía verse en el espejo de su realidad verdadera.

Nacido en 1907 y educado en la capital de un país obseso por el pasado, en un ambiente del más agresivo jingoísmo, sacudido por continuas cuarteladas y revoluciones campales, Gabriel Casaccia, hombre sensitivo y sincero, quiere ser, desde su primera juventud, ante todas cosas, novelista. Su iniciación le resulta muy difícil acaso por no poder sentirse él a gusto en una sociedad que impone con violencia inquisitorial sus mitos y tabúes, y cuyo máximo valor profesa ser el patriotismo, valor que día tras día se niega, no obstante, en las vicisitudes de la política corrompida. A las clases superiores sólo les interesa la conquista o la retención del poder.

Hasta bien cumplidos los cuarenta años, Casaccia no atina ni con sus temas ni con su estilo. Durante veinte años publica esporádicamente novelas y cuentos que apenas dejan traslucir las posibilidades de su arte maduro. Éste al fin se define y logra con plenitud en La babosa. Se diría que para el éxito de esta novela hubiesen sido menester el exilio voluntario y hasta cierto cambio en la identidad del escritor, porque, en efecto, Gabriel Casaccia, autor de la novela de 1952, se exilia en la Argentina desde 1935, y conquista fama continental bajo un seudónimo. Su nombre verdadero, el nombre con que firmó todas las obras anteriores a 1952, es Benigno Casaccia Bibolini. Curioso es efectivamente que la benignidad del paraguayo expatriado desaparece por completo con La babosa, cuyo escenario es el pueblo de Areguá. En Areguá precisamente vivió el escritor los días más felices de su niñez y adolescencia. Es el pueblo de sus primeros amores, el paisaje en que aprendió a sentir la naturaleza y donde entrevió oscuramente su destino de artista. Areguá, a treinta kilómetros de Asunción, se asienta en la ladera de un cerro en cuya cima se yergue su iglesia. El pueblo -caserío, sotos tupidos de árboles tropicales y cerro-verde-azul- se refleja en las aguas del lago Ypacaraí. Es el escenario ideal para la literatura idílica de la tradición chauvinista. Pero Casaccia convierte a Areguá en un lugarejo horrible, habitado por almas viles a quienes azacanan las más bajas pasiones. Es que en el escritor se ha verificado un extraño fenómeno: el natural sentimiento de nostalgia por el mundo mágico de la niñez se trueca en sentimiento opuesto, en un romanticismo de signo contrario, en un virulento prurito de censura, de desentimentalización de una realidad íntimamente valiosa y querida.

La reacción de este paraguayo hastiado de la mistificación de su patria explica en forma decisiva este «odio», esta «malignidad» para con Areguá y sus residentes, muchos de los cuales vienen de la capital, de ciudades y pueblos cercanos y lejanos del país y, por consiguiente, simbolizan con sus vicios los vicios nacionales.

Creía Aristóteles que la poesía, originariamente, era elogio o censura. Para Casaccia, a partir de La babosa, la novela es censura y nada más que censura. Ni el cielo ni el lago de Areguá jamás le merece el más anodino elogio por ser o estar más o menos azul. Y esto seguramente porque en la literatura o en la mentalidad chauvinista y romantizante, el cielo del Paraguay «era el mejor del mundo», y porque el lago Ypacaraí era por antonomasia «el lago azul».

La babosa escandalizó en el Paraguay a gente de buena fe sumida en la atmósfera patriotera ya mediosecular. ¿Qué pensarían del Paraguay y de los paraguayos quienes leyesen esa novela perversa?, se preguntaba en La Tribuna del 28 de julio de 1953 un viejo poeta romántico-modernista y con él mucha gente hecha desde la infancia a la insinceridad inveterada. La babosa es una gran novela con una vasta galería de personajes caracterizados con hondísima intuición de los bajos estratos del alma humana. Su título es el apodo que el párroco de Areguá pone a una solterona chismosa y calumniadora, de tendencia homosexual, que en el pueblo lleva por doquiera la baba de su maledicencia; este personaje asume un papel central, aunque al parecer Casaccia quiso hacer del abúlico, alcohólico y estéril novelista Ramón Fleitas la figura protagónica de su ficción. Fleitas es un coyguá, denominación guaraní del campesino rudo y grosero a quien la educación de la ciudad, el ascenso social, el éxito más completo, jamás hacen perder el pelo de la dehesa. Fleitas aspira al éxito sin decidirse nunca a luchar por él: todo lo espera de los demás y, carente de la más laxa disciplina, se aprovecha de cuanto le es accesible para saciar sus apetitos sin control: la mujer desvalida y fácil, el dinero ajeno, la amistad incauta, el alcohol barato.

Con La babosa, la narrativa crítica queda en 1952 definitivamente instaurada. Esto no significa que la otra tradición literaria, la sentimental y patriótica, haya del todo muerto, sino que al fin una novela de gran aliento artístico se impone por sus indiscutibles méritos, pese a la resistencia inicial, como forma de enfoque de la realidad antes escrupulosamente evitada en sus aspectos sórdidos.

De 1952 es también El follaje en los ojos, de José María Rivarola Matto (1917-). Aunque el renombre literario de Rivarola Matto se debe a sus piezas de teatro, esta novela primeriza -y última- tiene el mérito y la originalidad de descubrir temas y enseñar una actitud para desarrollarlos con eficacia artística. Rivarola se desentiende del sentimentalismo sofocante que había malogrado la narrativa anterior y enfoca la realidad críticamente.

Al año siguiente, en Buenos Aires, otro expatriado como Casaccia, Augusto Roa Bastos (1917) -éste en exilio forzoso en aquel tiempo-, publica un libro de relatos crueles y violentos en que denuncia, con ira insospechable en hombre de trato tan suave y discreto, las corruptelas y vicios de la vida paraguaya, las venganzas políticas, la explotación de los débiles por negreros feroces. El libro se titula El trueno entre las hojas.

El advenimiento de esta narrativa crítica en el Paraguay responde a un fenómeno espiritual muy semejante al producido en el sur estadounidense con la obra de Thomas Wolfe, William Faulkner, Erskine Cadwell. En estos sudistas apasionados hay un repudio del sentimentalismo de la literatura anterior (No debe olvidarse que el bisabuelo de William Faulkner fue el autor de The White Rose of Memphis, novela de enorme éxito publicada no mucho antes del nacimiento del autor de The Sound and the Fury). El rechazo de la leyenda sudista por la nueva generación iba a crear más de un conflicto íntimo. No les era fácil a estos sudistas reaccionar contra una leyenda que había deleitado su niñez ni contra una retórica que había dejado profunda impronta en su sensibilidad.

Sentían ellos que para reaccionar en forma debían volver al revés las cosas. Al prurito idealizador iba a suceder entonces el afán de negar, de aniquilar una realidad falseada por excesivo embellecimiento. De aquí que estos antirrománticos incurrieran en un romanticismo de lo espantoso.

En el Paraguay, con Casaccia, con Rivarola, con Roa Bastos -sobre todo con el primero y el tercero-, se verifica, repitamos, una reacción casi idéntica. Casaccia convierte su Paraíso infantil de Areguá en un infierno. Rivarola acierta con un protagonista indeciso que cree que debe hacer algo, pero que no sabe qué, voluntad oscilante entre el entusiasmo y la apatía; en suma, un héroe al revés. Roa concibe ficciones de situaciones extremas y hace de la truculencia y el horror la sustancia de su romanticismo de lo espantoso. Este tipo de literatura de antihéroes y de cruel escrutinio de la realidad será el que incorporará la narrativa paraguaya a la del continente.

 
 
 
LA DÉCADA DE 1960 A 1970
 
 
Justamente en 1960 aparece el gran libro de Augusto Roa Bastos, Hijo de hombre, con el que se inicia una década decisiva para la narrativa paraguaya. Cinco son los premios que esta obra obtiene. Las encuestas de La Nación, de Buenos Aires, muestran que la popularidad de su autor supera a la de los novelistas nacionales y extranjeros más prestigiosos de los años 60 en la Argentina.

Hijo de hombre consta de nueve partes que constituyen nueve relatos autónomos en apariencia, pero en realidad en varios modos conectados e interdependientes a los efectos de su más cabal sentido y de su mensaje central. Los sucesos que narran abarcan más de un siglo de vida nacional paraguaya. Y todos y cada uno son de una manera y otra sátiras contra el sistema político-social, contra el Estado, la Iglesia, el Ejército, las clases superiores. El sentimentalismo al revés de Roa lo empuja a la truculencia más desaforada. Acaso ningún libro americano supere a Hijo de hombre en la pintura de la crueldad y de la violencia, de la inhumanidad del hombre para con el hombre.

Pero también en la novela hay héroes que son patéticas figuras de Cristo, como Gaspar Mora, el guitarrero leproso que grabó una imagen de madera del Redentor; como Cristóbal Jara, hijo de una pareja cuya doble fuga, a los yerbales primero y de los yerbales después, está llena de sugestiones bíblicas; como Crisanto Villalba, veterano no se sabe si condecorado -o crucificado- con tres cruces. Y además figuras de la Vida y la Pasión, como María Rosa, la prostituta redimida, reencarnación criolla de la Magdalena bíblica para el santo virgen Gaspar Mora; como la prostituta Salu'í, que ha de ser la Magdalena de Cristóbal Jara. Todos los héroes de esta obra son de la clase social ínfima, como Macario Francia, legendario personaje cuya historia ocupa el primer capítulo y por cuyas venas circula sangre de esclavos; el no menos legendario Gaspar Mora, el leproso que muere de hambre en el bosque; como las rameras enamoradas de esos cristos puros e inaccesibles, nacidos en la miseria y el desamparo, y como todo ese pueblo de leprosos cuyos cuerpos inmundos se pudren bajo el sol de Sapukai.

El antirromanticismo de Roa lo ha llevado al rechazo de esa literatura paraguaya de tema idílico, de costumbrismo romántico, de exaltación de las bellezas naturales del país. Jamás la pupila de Roa se detiene sobre un paisaje para captar su belleza. El paisaje no le interesa por sus calidades estéticas, sino como escenario del dolor de un pueblo miserable, vejado por sus gobernantes, explotado por sus capitalistas, traicionado por el destino.

Es notable la cantidad de talento que pone Roa al servicio de la figuración de ese mundo exterior de llanuras, cerros, cañadones, ríos, pueblos, aldeas, etc., y nulo su entusiasmo por cuanto en ellos pueda deleitar la mirada. En Hijo de hombre no hay un solo personaje perteneciente a las clases no miserables que muestre humanidad o actúe con calidades humanas apreciables. A los de abajo, sí, consagra el autor toda su compasión y simpatía, así como a los de arriba todo su odio y su desprecio.

Como reacción contra un tipo de literatura convencional, por un lado, y contra las violencias y las injusticias de la vida paraguaya, por otro, este magnífico libro resulta fácilmente comprensible; pero el que el cielo no sea nunca azul, el que nunca florezca un lapacho, el que jamás aparezca como bueno un hombre que gaste cuello y corbata, es también un convencionalismo como otro cualquiera. Roa es más romántico que los románticos contra quienes se revuelve. Dentro de la década se ha de producir una reacción contra el romanticismo de este antirromántico. La encabezan dos escritores bastante más jóvenes que él, el primero de los cuales le reprocha lo parcial de su enfoque, y el segundo el crear personajes-fantasma, no seres de carne y hueso. Pero no nos anticipemos.
 
Entre 1966 y 1969 Roa publica cuatro volúmenes de cuentos. No son colecciones enteramente distintas. En Moriencia, de 1969, por ejemplo, libro que consta de dieciséis relatos, ocho de ellos ya habían aparecido en El baldío de 1966. Casi todos los cuentos de Los pies sobre el agua, de 1967, son a su vez reediciones de obras insertas en El trueno entre las hojas, de 1953. En estos volúmenes, sin embargo, se hallan piezas nuevas notables, como «Nonato», «La rebelión», «Borrador de un informe», «Ajuste de cuentas». Este último cuento es la historia de una venganza. Un grupo de desterrados paraguayos en Buenos Aires decide ajusticiar al recién llegado embajador de su país ante el gobierno argentino. Antiguo torturador y sacrificador de prisioneros políticos, el diplomático se ha traído consigo un frasco en que guarda como reliquias las orejas de sus víctimas... La ejecución se verifica y los vengadores logran apoderarse del frasco. En cada nuevo relato Roa inventa nuevas formas de truculencia.

En 1963, La llaga, de Gabriel Casaccia, gana el premio Kraft. Gilberto Torres, pintor que ha perdido sus mal rentadas cátedras en Asunción por firmar una nota comprometedora, juzgada como protesta política contra el gobierno dictatorial, se ve obligado a refugiarse en Areguá, con su esposa (pintora también) y sus cinco hijos. Allí traba relación amorosa con una vecina, Constancia Vidal, viuda de Cantero -un suicida- y madre de un hijo ya mozo que adolece de complejo edípico, llamado Atilio. Un amigo induce al pintor Torres a hacerse cómplice de una conspiración. Su complicidad ha de reducirse a dar escondrijo en su casa de Areguá al coronel Balbuena, jefe de un complot en ciernes, para derrocar al dictador general Alsina.

Atilio, celoso de su madre, cuyos amores con el pintor sospecha, denuncia a la Policía la presencia del coronel Balbuena bajo el techo de Torres. El jefe de investigaciones, Romualdo Cáceres, en persona viene de Asunción a Areguá, detiene al pintor, lo golpea brutalmente y se lo lleva preso a la capital. El coronel Balbuena ha podido escapar poco antes de la llegada de la Policía.
 
Atilio, con el revólver con que su padre se quitó la vida, se mata.

He aquí, en síntesis, el argumento de La llaga. A Casaccia no le interesa experimentar con la estructura novelística, con el tiempo, con el espacio, ni se deja atraer por el prestigio de eso que ha dado en llamarse realismo mágico. Antirretórico, tampoco le preocupa el lenguaje en sí como creación bella. En esto difiere radicalmente de Roa, artífice del idioma. Le interesa, sí, estudiar a fondo a sus criaturas ficticias, utilizando una técnica que nada tiene de novedosa, sorprendente o desconcertante. La llaga es primariamente el estudio de las relaciones muy complejas de la viuda de Cantero y su hijo, y de la misma con su amante Gilberto Torres. Para verificar este estudio, le era menester interiorizarse en la intimidad más secreta de cada uno de los cuatro personajes centrales. Al complejo edípico de Atilio con respecto a Constancia corresponde un complejo yocástico de ésta para con aquél. En Atilio, que sólo tiene dieciocho años, la reflexión sobre su propio ser y el sinsentido de la vida humana se agudiza en intuiciones de inspiración existencialista. Los celos exacerban su conflicto íntimo. Constancia, por su parte, tiene terror de envejecer y ve en el dinero heredado de su marido suicida la única garantía para conservar a su amante, y por ello niega a su hijo la suma que éste le pide. Torres es el coyguá en que Casaccia encarna la forma menos amable de ser hombre. El coyguá, repitamos aquí, es el campesino que la ciudad no civiliza nunca, el hombre grosero en modales, costumbres, pensamientos.
 
Torres aspira a la gloria artística, pero no hace ningún esfuerzo serio para realizarse como pintor. Carece de voluntad y de decoro. Le es imposible juzgarse a sí mismo con honradez y claridad.

No atina a dar con sus defectos ni, por tanto, a descubrir el secreto de sus fracasos. Espera que los demás le resuelvan sus problemas; se cree dueño de derechos incuestionables e ignora sus obligaciones. Con su esposa es egoísta y brutal; a su querida la explota y mal aconseja. Sueña con ir al extranjero para desarrollar allí sus talentos en potencia. Nada hace, empero, para lograr este propósito y arrastra una existencia sórdida y frustránea; su esposa -pintora también, según queda dicho-, a quien la maternidad ha obligado a abandonar los pinceles, vive también amargada y frustrada en el caliente pueblo de Areguá, con su marido adúltero y sus cinco chiquillos salvajes. El coronel Balbuena, líder de la futura revolución, es un sujeto abúlico, dueño de una fabulosa capacidad de no hacer nada. No tiene ideas, ni mucho menos ideales políticos. Quiere derrocar al dictador sólo porque ha dejado de ser uno de sus amigotes. Balbuena representa el ejército de oficialidad roída por la pereza y la inacción, excepto cuando actúa en esporádicas escaramuzas en favor o en contra del general que detenta el poder supremo. En el jefe de investigaciones Romualdo Cáceres personifica Casaccia la brutalidad de un Estado-Policía. Cáceres, boxeador de oficio, agrede a puñetazos a sus víctimas. En la Policía nadie asume responsabilidad acerca de los presos. Nadie puede informar, por ejemplo, sobre el detenido Gilberto Torres.

Pero acaso el mayor logro novelístico de La llaga sea la caracterización de Atilio Cantero, a quien, según él mismo, «su madre engaña» con el pintor Torres. La angustia existencial, la obsesión de la muerte, la perversión del instinto, el odio y el amor se dan en él con violencia extraordinaria. Su madre le reprocha por no cuidarse los dientes, y él le responde: «Para lo que hemos de durar, me parece absurdo preocuparnos de conservar unos dientes que han de servirnos tan poco tiempo. Para masticar la nada...».

Esa violencia con que se dan en Atilio sus pasiones y obsesiones se logra por lo que llamaríamos un procedimiento de conexión. A Atilio lo vemos actuar en muy diversas circunstancias y con muy distintos personajes. Casaccia hace que lo que acucia a Atilio se manifieste en forma convincentemente congrua a la índole de esas circunstancias y a la naturaleza de esos personajes; lo hace con una intensidad y vigor que no pacta nunca con la persecución de efectos extraños a este designio. Los temas encarnados en Atilio entran en íntima conexión con otros temas dramatizados en circunstancias y con personajes de muy distinta actitud ante la vida. Merced a este procedimiento se revelan las facetas múltiples de los caracteres sometidos a pruebas del más diverso jaez. Este procedimiento de conexión en lo que mira a la caracterización tiene íntima relación con el procedimiento de conexión respecto al argumento. Casaccia es consumado inventor de argumentos en el sentido de que no hay incidente en su ficción, por más insignificante que parezca, sin una relación importante con la intriga total.

La llaga, como queda dicho, es ante todo la historia de un adolescente edípico, enloquecido de celos, que se suicida acaso para no descargar sobre su propia madre el revólver con que su padre se quitó la vida. Casaccia debió de advertir que aún restaba mucho que decir con respecto a otros personajes de este oscuro drama del pueblo de Areguá. Por eso en Los exiliados (1966) dará a Gilberto Torres un papel protagónico, bien que en otro escenario: en el exilio, en la ciudad argentina de Posadas.

Al comenzar la novela nos enteramos de que «se está preparando un golpe formidable» en la Argentina para derribar al tirano del Paraguay. El plan lo elabora el comité revolucionario residente en Buenos Aires. En toda la frontera se agrupan fuerzas para la invasión libertadora. Gilberto Torres, hospedado en el Hotel Guaraní, de Posadas, debe al dueño del albergue, el doctor Rolando Gamarra, varios meses de pensión. El doctor Gamarra es un desterrado de rango. Ha sido ministro de Estado en el Paraguay, y en su profesión, la abogacía, un criminalista distinguido. Su hija Graciela, mocita de diecisiete años, se ha enamorado del pintor y tiene con él relaciones íntimas secretas. Su hijo Dionisio es el gigoló de la dueña del prostíbulo clandestino de Posadas. El doctor Rolando Gamarra y señora ignoran por completo estas dos últimas circunstancias.

Un gran suceso va a verificarse en Posadas en el seno de la colonia paraguaya de exiliados: será el asesinato del jefe de investigaciones Romualdo Cáceres (a quien ya conocemos desde La llaga), el cual visitará la ciudad para ventear el golpe que se prepara.

La conspiración, por un lado, y el asesinato del policía llevado a cabo en el prostíbulo, por otro, constituyen el contenido «político» de la novela. Ésta, estudio de la mentalidad del hombre desterrado, es más que tal estudio, porque, como se dijo arriba, temas de La llaga exigían a Casaccia un desarrollo exhaustivo. Constancia, la madre yocástica, y Torres, el coyguá abúlico y amante con mucho de gigoló, eran dos criaturas a quienes el novelista se sentía llamado a radiografiar espiritualmente hasta arrancarles de la conciencia y de la subconsciencia todos los secretos posibles. De otra parte, el joven de complejo edípico y angustia existencial, si bien ya había sido visto cabalmente en La llaga, debía de reaparecer en Los exiliados, porque el complejo yocástico en Constancia necesitaba catalizador psicológico. Constancia Cantero conoce, entonces, en Posadas a Ruperto Zavala, «el existencialista» de los desterrados; lo halla idéntico a su hijo fallecido, se siente atraída por él irresistiblemente, consuma con él el acto carnal y luego se declara madre y protectora de él y de su prometida. Ésta es una pupila del prostíbulo clandestino donde Dionisio Gamarra tiene amante vieja y donde Romualdo Cáceres halla desastrado fin.

Gilberto Torres, desbancado por Zavala, descubiertos sus amores con la mocita del hotel, se encuentra sin protección. Uno de los asesinos del policía maquina para que sobre el pintor recaiga la sospecha del crimen. Torres es apresado y a su prisión no llega nunca la viuda. Ésta, cansada del amante parásito, consciente de que él sólo quiere su dinero, lo ha abandonado.

Pocas novelas hispanoamericanas exhiben galería de personajes tan profundamente caracterizados como Los exiliados. Hay en la obra dos «familias», digamos, entre las que se mueven Gilberto y Constancia: la familia de Gamarra y la del prostíbulo, integrada ésta por la madama y todas sus pupilas. Los Gamarra, padres e hijos, están retratados con suma penetración. Etelvina Gamarra, la esposa del prócer, dicho sea de paso, surge de las páginas de la novela como una de las criaturas de ficción más sorprendentes de nuestra narrativa. Parece ser al principio una dulce mujer tolerante y compasiva, frente al marido, el ex ministro, que no tiene escrúpulos en explotar a clientes pobrísimos como esa triste Benita Miranda, a quien al comienzo de la novela le saca mil pesos con promesas mentidas. Sin embargo, cuando se descubre el hurto de Dionisio Gamarra, el cual huye de Posadas con todas las joyas de la dueña del prostíbulo y ésta va desesperada al hogar de los Gamarra, entonces es cuando Etelvina muestra su verdadero ser. Trata a la ramera con inmenso desdén; niega, aunque sabe que niega la verdad, que el hurto se ha producido; amenaza a su visitante valiéndose de posibles subterfugios legales, y la injuria con la superioridad de gran dama cuyo hogar infecta la presencia de una mujer de lupanar. Y es también entonces cuando se cambian los papeles, porque el doctor Gamarra muestra ahora una piedad que su esposa desconoce; el doctor Gamarra se llena de confusión y de vergüenza. Y, por otra parte, es la prostituta quien va a dar una lección de dignidad a la esposa del prócer que encubre el deshonor y el delito con la mentira, la indignación y la injuria.

Ese capítulo XIII, en que se enfrenta la madama engañada con los patricios desterrados, es de los más lúcidamente logrados en lo que mira a la hondura de la indagación de lo humano.

Con El pecho y la espalda (1962), el doctor Jorge Rodolfo Ritter (1914-) inicia su labor literaria, verificando un severo escrutinio de la realidad paraguaya. El epígrafe de su novela es significativo: son unas frases de Roa Bastos pertenecientes a declaraciones que este escritor hizo a la revista Alcor en enero de 1960, precisamente al comenzar la década literaria que nos ocupa: «... El Paraguay que yo pinto -pregunta Roa-, ¿responde o no a la realidad? ¿He inventado acaso su drama, puedo sin negarme a mí mismo desentenderme de mi pueblo andrajoso y sufriente? Sí, lo grito, me enfurece el atraso de mi patria...».

El protagonista de Ritter es médico, como su creador. Desilusionado por la infidencia de su prometida, decide abandonar Asunción, escenario de sus amores, y partir para un pueblecito, donde se hará cargo de la dirección de un hospital recién fundado. El doctor Reyes -así se llama el flamante director- descubre lo que ignoraba por completo tocante a la vida campesina: «... el curanderismo en auge, la agricultura anacrónica, [el] abuso de la autoridades y otras cosas...». La novela, opaca en un comienzo, ineficaz en la pintura de la vida urbana, cobra súbito vigor apenas el protagonista llega al pueblo de Tacuary e inicia su apostolado de médecin de campagne. Como Roa Bastos, Ritter pareciera complacerse en escenas truculentas, macabras, como el entierro del heroico ex combatiente del Chaco, cuyo mísero ataúd rodea, desesperada y famélica, su familia, o la visita al rancho del leproso, o la operación de la mujer en cuyas entrañas se pudre un feto muerto cuatro días antes. Pero a diferencia de Roa, cuya simpatía y compasión se reservan exclusivamente para los proletarios y su odio para los pudientes y los que mandan, Ritter no distribuye el bien y el mal según la clase social de sus personajes. El doctor Reyes es un verdadero santo laico que hace la caridad a manos llenas; entre los que mandan y los pudientes hay de todo: gente buena y genta mala. Las injusticias no parecen ser inextirpables como en Roa. El héroe de Ritter consigue que destituyan a un comisario prepotente, por ejemplo, y que desde Asunción lo reemplacen por un hombre justiciero. La denuncia de la ignorancia, la miseria y las iniquidades es, sin embargo, tan apasionada como la que más. Pero el Tacuary de Ritter no es atroz como el Areguá de Casaccia, ni mucho menos. Carece Ritter del don poético de Roa y del métier de Casaccia. No ha consagrado, como ellos, toda su vida a la literatura; no obstante, es un novelista nato que, con procedimientos que llamaríamos «primitivos» a falta de denominación más justa, logra una pintura viva, vigorosa, convincente, interesante, de la existencia campesina. Sus paisajes, como los del pueblo al oscurecer, con sus calles surcadas profundamente por ruedas de carretas y abonadas de boñiga; sus tipos humanos como el hotelero, el hombre rico del pueblo, los labriegos y toda una multitud de personajes de condición diversa, resultan difíciles de olvidar.

El doctor Reyes se afana no sólo por la salud de los lugareños, a quienes pugna por persuadir a que renuncien a la superstición y acepten la medicina científica, sino también por imponer la justicia, deshaciendo los entuertos de acaparadores que explotan a los pobres labriegos. En esa doble porfía muere asesinado, víctima del sector oscurantista del pueblo. El trágico final de esta primera novela haría sospechar en Ritter un pesimismo parejo al de los fundadores de la narrativa crítica. El crimen de Tacuary simbolizaría la derrota del bien o el triunfo de la superstición sobre la ciencia. Pero la muerte del heroico Médecin de Campagne no simboliza tales cosas. En 1969 Ritter hará profesión de su fe en la posible redención de su pueblo con la publicación de su Curé de Campagne, una novela vigorosa y optimista titulada La hostia y los jinetes.

El padre Ulloa tiene mucho en común con el doctor Reyes: el mismo celo en el cumplimiento de sus deberes e igual amor a los desvalidos, en beneficio de los cuales lleva a cabo una obra social importante. Ritter denuncia el caciquismo pueblerino con el apostolado de su sacerdote posconciliar. Éste parece ser el propósito de La hostia y los jinetes, así como la denuncia del curanderismo era el de El pecho y la espalda.

Bien captado está el ambiente del pueblo. El pueblo vive en las páginas de Ritter como en un film en que los seres y las cosas se ubican de tal modo que, al volver la cámara sobre éstas o aquellas realidades, se nos ofrece todo ello como poseyendo la familiaridad de lo cotidiano. Hábil creador de personajes como Casaccia, cuyo pesimismo no comparte, Ritter es también como el maestro de La babosa, un hábil inventor de argumentos. Tecla, la solterona chismosa, enamorada primero del cura y luego de su vecino; don Gaudencio, el tenorio lugareño; el cacique Siseo y su hijo Manuel, crapuloso comisario; seres muy humildes, como el guitarrista y su esposa, todos estos personajes alientan con realidad humana en La hostia y los jinetes.
 
El padre Ulloa se destaca entre todos ellos como la figura más simpática y enérgica. Es un apóstol que juega al fútbol y se gana a sus feligreses con su buen humor, su caridad y su espíritu deportivo. El capítulo en que la solterona chismosa obliga al párroco, en virtud de una especie de chantaje, a visitarla, a altas horas de la noche, en su dormitorio, es inolvidable. Y lo curioso es que precisamente dos de los peores pecadores del pueblo, cada uno sobresaliente en su especialidad pecaminosa, son quienes despiertan al párroco, con sus reproches, críticas y consejos, a la vida verdaderamente cristiana. Me refiero a Tecla, la solterona, por un lado, quien reconviene al sacerdote con el despecho de sus pretensiones amorosas defraudadas por éste, y, por otro, a don Gaudencio, el tenorio, quien lo induce a poner en práctica lo más humanitario de la religión, dando muy secundaria importancia a lo que en ella es meramente dogma, culto o exterioridad.

Al revés que El pecho y la espalda, novela ésta de trágico desenlace, La hostia y los jinetes es una profesión de fe en la virtud y en la acción regeneradora de ésta entre los hombres. El padre Ulloa es el hombre de la ciudad no sólo conquistado por el campo, como el doctor Reyes, sino triunfador sobre las fuerzas negativas de la existencia campesina.

En efecto, el padre Ulloa, al principio a disgusto en el pueblo porque tenía ambiciones realizables en la ciudad (una mitra resplandecía en su futuro), renuncia a su sueño de gloria eclesiástica y, feliz entre quienes ha descubierto el sentido del cristianismo activo, escribe a la Curia de Asunción, al final de la novela, solicitando se lo deje indefinidamente en su parroquia rural.

La aportación de Jorge Rodolfo Ritter a la narrativa crítica de su país es la de un sano optimismo que no se hace falsas ilusiones acerca de una realidad deficiente. Ritter denuncia el mal en todas sus formas, y aunque lo encuentra ubicuo, especialmente en la campaña paraguaya, no desespera ni se complace morbosamente en pintarlo, sino busca maneras de remediarlo. Mejor dicho, sus personajes se enfrentan con el mal, luchan contra él, estudian sus causas y con la acción y el pensamiento tratan de superarlo. El héroe de El pecho y la espalda se revuelve contra la ignorancia, la superstición y la injusticia, sin jamás rendirse ante ellas. «La solución debe existir -exclama-; no es posible que no se halle remedio a algo tan ominoso en este pequeño Paraguay». Y él mismo, tras descubrir las causas de la pobreza y del atraso, indica su solución. No se respira en las páginas de Ritter el nihilismo de Casaccia ni la atmósfera de horror irrestañable de la ficción de Roa. Se podrá argüir que a un artista no hay que pedirle optimismo, sino arte. Sin duda alguna. Lo que aquí se quiere subrayar es que Ritter inicia otra manera de enfrentarse con la realidad y que acaso esta manera lleve hacia otras formas todavía inéditas de arte literario en el Paraguay.
 
 
 
ENTRE LOS DOS LUSTROS
 
 
En 1965, a raíz del Concurso de Novelas Cortas de La Tribuna, varios escritores que hasta la fecha no habían tentado la ficción narrativa, demostraron talento considerable en el género ajeno a su quehacer literario. El distinguido poeta José Luis Appleyard (1927-) dio a la estampa ese año Imágenes sin tierra; otro poeta ya consagrado, Carlos Villagra Marsal (1932-) publicó Mancuello y la perdiz. Esta novela obtuvo el primer premio de La Tribuna. A nuestro juicio, la obra que lo merecía, sin embargo, es la del dramaturgo Mario Halley Mora (1924-) titulada La quema de Judas.

Ésta es la obra de 1965 que ha de comentarse aquí, por ser acaso la única novela importante de la década en que se prescinde de los temas que obsesionan a los narradores paraguayos -el exilio, la violencia, las corruptelas políticas y, en décadas anteriores, lo folklórico- y se hace un estudio psicológico sin «preocupaciones nacionales» y de carácter universal. Ahora bien, se trata del estudio de un alma nada «heroica» y nada «ejemplar», como las que la narrativa patriótico-sentimental favorecía. Por ello, sin duda, Mario Halley Mora declara en una suerte de prólogo de su obra: «El paraguayo, héroe, víctima, protagonista y mártir de tanta literatura histórica, es también un hombre y, lo que es más importante, un hombre de nuestro tiempo». ¡Curiosas palabras! El novelista está pidiendo excusas porque prescindirá de toda romantización de lo paraguayo. Es que Halley vive y publica en el Paraguay, donde hacia 1965 todavía existe una suerte de «censura patriótica» que virtualmente ha ahogado durante medio siglo la literatura deprimente de «las virtudes nacionales».

La quema de Judas no ha inspirado todavía un comentario a fondo, acaso porque su desnudez, su economía estilística, su carencia de retórica y de «poesía» no hayan impresionado como cualidades positivas.

El protagonista de Mario Halley Mora, Jorge Servián, el cual, al comenzar la novela, ha timado no treinta monedas de plata, sino treinta mil guaraníes en el banco donde trabaja, es viudo, tiene un hijo estudiando en Buenos Aires y pertenece a una parroquia de Asunción en que ha ganado dos medallas por sus méritos de buen cristiano.

El párroco -el padre Rafael-, figura muy sugestiva, le propone un día que, para la quema de Judas del año entonces en curso, las cosas deban hacerse bien. El Judas que se queme ha de ser un Judas sin petardos, horrible, sí, pero no grotesco. En la cara ha de poder leérsele la maldad del Crimen Máximo. ¿Quién mejor que el perfeccionista, el habilísimo Jorge Servián, haría una imagen del Traidor? Halagado por los elogios del cura, Servián acepta la proposición.

Servián no tiene conciencia de sí. Ignora, por ejemplo, su propia maldad, como quien ignora en su carne la oculta presencia del cáncer. Por avaricia, Servián dejó morir a su mujer; para rehuir responsabilidades, entregó a su propio hijo a su abuela para que ésta se encargara de la crianza y educación del nieto; el timo de los treinta mil guaraníes no le parece en rigor un timo. En su niñez fue autor de una perversa infidencia casi enteramente olvidada, en virtud de la que hizo a un niño inocente y casi mendigo víctima de un atroz castigo. En aquella lejana ocasión, su víctima lo llamó, a él, Judas...

En el desenlace de la novela vemos a Jorge Servián llevando en vilo la imagen de Judas, hecha por sus manos, hacia un cable de alta tensión. Las caras del hombre y del muñeco que el fuego va a consumir simultáneamente tienen las mismas facciones e idéntica expresión.

Como análisis psicológico y como suscitación del mundo árido y triste en que vive el protagonista, la obra es excelente y marca un hito importante en la narrativa del Paraguay. Dramaturgo de éxito (Se necesita un hombre para un caso urgente, 1959; El dinero del cielo, 1961), Mario Halley Mora aplica en su novela eficaces técnicas dramáticas y concentra toda su atención en la tragedia de un alma que, desconociéndose, se descubre, siente entonces horror y repulsión de sí y se mata, acompañada del autorretrato merced al cual aprendió a calar en las profundidades de su ser. El escenario es Asunción, un escenario más sugerido que descrito pero no por ello desvaído o difuso. Pero, en rigor, cuanto acontece en la novela se desarrolla, como queda entendido, en la intimidad de una conciencia oscura en que, poco a poco, como al fulgor de una luz negra, se va verificando el descubrimiento de la Traición, en tanto que propensión o conato, como determinación ontológica.

La narrativa nacionalista rebrota en el segundo lustro de la década. Ana Iris Chaves de Ferreiro (1923-) publica en 1966 su Historia de una familia. El ídolo del nacionalismo creado por los escritores de la generación de 1900 es el mariscal Francisco Solano López, presidente del Paraguay y comandante en jefe de sus ejércitos. López, como se sabe, sucumbió con sus últimos soldados exclamando: «¡Muero con mi patria!». Ana Iris Chaves hace de esta frase célebre algo así como el leitmotiv de su novela. Ésta tiene tres escenarios -Brasil, Paraguay, Argentina- y abarca en el tiempo un período de ochenta años; esto es, de 1870 a 1950. «¡Muero con mi patria!» es un grito que suena en labios de tres generaciones de una familia en que se ha mezclado la sangre de los vencedores y vencidos de 1870.

En 1969, en agosto y setiembre, y en Buenos Aires y Asunción, respectivamente, aparecen las dos primeras antologías de narrativa paraguaya: Crónicas del Paraguay y Breve antología del cuento paraguayo. Éste es un hecho muy significativo, pues indica que el género tiene ya existencia valiosa. En setiembre de ese mismo año, por otra parte, el concurso literario de La Tribuna confirma la vigencia social, digamos, del género narrativo con la sorprendente abundancia de obras de valor presentadas por autores hasta entonces desconocidos. Obtiene el primer premio un concursante que se firma Hijo de Hombre, esto es, con el título del gran libro de Augusto Roa Bastos, y que escribe con el tono mordaz, imita la elocución y maneja trucos parejos a los del maestro. El Jurado, en un principio, llega a sospechar que Roa Bastos mismo se ha presentado a concurso, porque ¿quién sino Roa escribe de esa manera, quién tiene ese dominio tan cabal del idioma? ¿Un principiante, un escritor ya formado? Estas dos últimas hipótesis parecen igualmente increíbles, por razones diversas. Historia de una caída resulta ser, no obstante, obra primeriza de un mocito de dieciocho años, César Ávalos, gran promesa literaria, caudillo de una promoción de escritores nacidos alrededor de 1950.
 
 
 
 
A LOS CIEN AÑOS DE 1870
 
 
La década de los 60 se cierra con la aparición de dos figuras vigorosas que en agosto y setiembre de 1970, respectivamente, dan a la estampa su primera novela. Lincoln Silva (1945-) y Juan Bautista Rivarola Matto (1933-) son los primeros novelistas paraguayos que se inician cuando ya hay una tradición literaria no desdeñable. Es más, en ellos se advierte que tienen conciencia de esa tradición, que de ella parten para su personal aventura, porque hay que contar con ella. Lincoln Silva está en la dirección truculenta de esa tradición, pero de una manera muy suya; Rivarola Matto exhibe su adscripción asumiendo una actitud crítica, aunque respetuosa, ante los maestros.

El más joven extrema en Rebelión después los horrores de la opresión política, en que ha descollado Roa Bastos. Protagoniza la novela de Lincoln Silva un tal Lázaro López, acerca de cuyo origen nadie sabe nada. Él mismo duda de su propia realidad: «A veces pienso que no existo», dice Lázaro López.

La revista bonaerense Primera Plana (núm. 411, 15 de diciembre de 1970, p. 54) saluda la novela como «un ejercicio de rigor ascético, emparentado con el Pedro Páramo, de Juan Rulfo), y párrafo abajo declara: «Rebelión después es una urdimbre de tiempos superpuestos en la que Silva dibuja un antimito. Su personaje, Lázaro López, ve la luz en un villorrio desconocido, en el cual lo descubren unas viejas, únicas sobrevivientes del lugar... Su nombre rememora al de Solano López, pero el presente épico que el caudillo habitara es para Lázaro el del Paraguay moderno, una geografía que en manos de Silva se transforma en tierra agónica».

La fantasía en Lincoln Silva es tal que, pese a los horrores que narra, la novela no llega a producir en el lector el aplastamiento que resulta de la lectura de obras de este jaez. Tan extremada es, en efecto, la pintura del horror, que éste se desrealiza como si, más que exacerbado, fuera caricaturizado. Lincoln Silva, por otra parte, maneja una ironía de carga cómica que neutraliza también, en cierto modo, la carga depresiva de la truculencia. Espíritu inquieto, el escritor vuela de una realidad a otra; no hace prolongadamente hincapié morboso en las torturas de su extraño protagonista. He aquí un ejemplo de su ironía: «Mi tía Venancia (muy devota de la Virgen de Caacupé) era una especie militante de la fe, mandaba promesas cada año y al año siguiente las pagaba con más devoción y estoicismo; así halló cura para todos sus males, aunque Nuestro Señor y la Santísima Virgen de los Milagros no pudieron sanarla nunca de la avaricia, el desprecio de los pobres y la desesperación sin tamaño cuando algún conocido alcanzaba la prosperidad; creo que por eso vivía así entregada a rezar».

Hablando de los paraguayos y de su feroz nacionalismo, escribe: «Eleuterio, como todos los paraguayos, se sentía mucho más paraguayo que todo el resto. Las causas de su orgullo nativo se remontaban al período guerrero; es decir, a todo el pasado, que no era sino un inmenso campo de batalla racionado por el tiempo. Acá, los únicos que engordan son los cuervos, y como nadie quiere enorgullecerse de ser descendiente de pájaro negro, todo el mundo se vanagloria de sus muertos, que tal vez ni sean los muertos de uno».

Es revelador el que al cumplirse justamente los cien años de la catástrofe, un joven paraguayo se burle así del nacionalismo de sus compatriotas. ¿No será que ese nacionalismo o, mejor dicho, el carácter terapéutico de ese nacionalismo ha dejado de ser necesario, y que el país ya puede inventar formas diferentes de activar su vitalidad y de concebir su destino?

En la narrativa anterior a Lincoln Silva nadie ejerce el tipo de humor negro que en él encontramos. Es un extraño humor que se ríe de sí mismo, que parece exento de amargura, que prescinde de aspavientos patéticos. Y eso que se supone que el protagonista-narrador está en la cámara de torturas y que lo que nos está diciendo es producto del dolor y del delirio, víctima de un castigo atroz por un crimen que él no cometió.

Leamos ahora este retrato de Rebelión después:

«La enfermera de turno era una morena cuarentona de nalgas descomunales y piernas excesivamente finas para su cuerpo; su presencia despertaba una rara sensación, un deseo medio animalesco; para poseerla, tendría uno que dar algún paso contra natura, estar muy bien dotado al menos para la alegría del mundo».

Y lo curioso es que el novel autor, cuya primera novela consiste en la historia de un hombre encerrado en «la Cámara de la Verdad» para, como él mismo dice, «ser destrozado día y noche», es un artista muy bien dotado para la alegría del mundo.

Con él nos parece que se anuncia un nuevo tipo de escritor que encarnaría una etapa diferente de la literatura de su país. Acaso la etapa crítico-humorística, en que el humor ha de pasar por todos los matices, desde el más negro hasta su más completa oposición cromática.

Algo que la narrativa anterior ha ignorado es el buen humor del pueblo; una suerte de actitud positiva ante el mundo y la vida muy bien trasuntada en el Paraguay por la música y ausente en la novela y en el cuento. Hace mucho tiempo que los músicos paraguayos marchan al frente de los demás artistas de su nación. Es hora que los escritores estudien el secreto de su éxito y dejen de ser zagueros como intérpretes de su pueblo.

* * *

En un brillante artículo redactado precisamente al terminar la década cuya narrativa nos ocupa, esto es, en diciembre de 1970, Juan Bautista Rivarola Matto desarrolla el pensamiento arriba formulado. Los escritores paraguayos no han podido hasta la fecha interpretar a un personaje: «El único personaje -dice- que permanece a pesar de todas las frustraciones, inmolaciones, suicidios y deserciones, porque su oficio es existir y desaguar esteros: el pueblo paraguayo».

En agosto de ese mismo año publicó Rivarola Matto su primera novela, Yvypóra. El fantasma de la tierra. A cien años justos de la tragedia de Cerro Corá, un escritor joven que se ha exiliado del Paraguay, que ha conocido las miserias y horrores de las luchas políticas y que ha sido activo participante en movimientos revolucionarios frustrados, revive en su ficción primeriza los días de su niñez y adolescencia, evoca el ambiente familiar, la vida del campo y de la ciudad -sobre todo la del campo, en que pasó su infancia- y pugna por darnos su más cabal visión del Paraguay desde su exilio argentino.

¿Qué aportación novedosa se descubre en Yvypóra? A primera vista podrá creerse que el joven novelista recae en formas de narración que hoy gozan de poco prestigio; que busca inspiración en autores como Gallegos y otros regionalistas. Es esto lo que, según reseña del ABC, de Asunción, hace Rivarola Matto.
 
Sin duda, Yvypóra es una «novela de la tierra» que no desdeña elementos folklóricos y que pugna por quintaesenciar el espíritu de la tradición hispanoguaraní. Lo importante, sin embargo, no son estas cosas que en sí no pueden juzgarse buenas ni malas, porque su éxito o fracaso estético depende del tratamiento que les dé el escritor y no de su estar o no estar a la moda literaria. Lo importante es, sí, la nueva actitud ante la realidad, ya distinta de la sátira aniquilante de Casaccia y del truculentismo poético de Roa Bastos.

Es cierto que parecen repetirse ideas de uno y otro autor en algunas que otras páginas. En la 186, por ejemplo, alguien dice: «El Paraguay es un pozo, nosotros unos sapos que croamos en el fondo, donde sólo raras veces llega un rayo de luz. Procuramos salir: es nuestro mérito histórico, aunque siempre resbalemos desde el borde del brocal»; pero la novela toda respira no se sabe qué esperanza, qué salud, qué fe en una vida mejor aún no definida, aunque ha de definirse pronto, adivinamos, porque la aurora de una mañana más feliz se insinúa ya en el horizonte.

¿Es que el Paraguay está del todo convaleciendo del traumatismo aquel tantas veces aludido? Acaso éste sea el sentido profundo -uno de los sentidos- de este libro primerizo.

«Esa bendita guerra... [la de 1864 a 1867] está lejos pero se hace presente como un tajo, como una herida que cada tanto vuelve a abrirse, supurando, en la vida de todos», exclama Daniel ante el viejo Rosendo. No debe olvidarse, sin embargo, que la acción de la novela transcurre en 1945 y que la herida ha podido cicatrizar bastante entre esa fecha y la actual. Además, ese mismo personaje, en el capítulo VI de la tercera parte, afirma una esperanza en la nación compartida por más de un interlocutor.

Por otra parte, el viejo Rosendo, veterano de la batalla de Ytororó y la de Avay, evoca esas batallas con una exaltación y un entusiasmo que serían inconcebibles en un personaje de la narrativa crítica inmediatamente anterior. Rosendo se embriaga de gloria mientras habla. Rivarola Matto ya no reacciona, ya no tiene por qué reaccionar contra la literatura patriotera que dominó en el Paraguay durante medio siglo porque, sin duda, considera que ésa es tarea de la generación anterior, no de la suya. El joven escritor, sí, reencuentra un tema ante el cual no se siente ni rabioso ni inhibido, y por ello las páginas 235 a 255 son de las mejores de la novela.

Basilio Gómez, el mariscador, es un personaje tan diferente de los de la ficción crítica anterior; hay tanta efusión en la pintura de este hombre sin tierra que es el pueblo mismo; es tanta la belleza moral del personaje, que no se puede menos de sentir cuando aparecen en la novela la fe y la esperanza que Rivarola tiene en el destino de su patria.
Los maestros de la generación anterior, ansiosos por interpretar una realidad que les repele, escriben sobrecogidos por esta repulsión y sólo atinan o a la negación más desesperanzada o la figuración de criaturas de clase ínfima, irreales, fantasmales, cuya perfección se opone a la maldad y a la inhumanidad, a la sevicia de los poderosos. Esto último sucede acaso porque en un mundo tan atroz como el que nos pinta Roa, es imposible que surjan criaturas humanas cabales.
 
 
 
LOS CRÍTICOS CRITICADOS
 
 
En carta abierta a Augusto Roa Bastos publicada en el periódico ABC, de Asunción, del 27 de setiembre de 1970, Mario Halley Mora escribe: «Usted anticipa que está escribiendo una nueva novela sobre el drama del exiliado; es decir, una repetición sobre un tema 'paraguayo'». «Usted y los que han desarrollado este tema -agrega más abajo- se aferran a una verdad a medias porque sólo ofrecen el lado oscuro de las cosas, con sistemática expugnación de la zona iluminada que existe en toda realidad completa». Halley Mora protesta contra quienes presentan al Paraguay como una «especie de Haití mediterráneo», y afirma que el país «va dejando de ser aceleradamente la tierra del comisario prepotente, la del caudillo afecto a la carne tierna y la del cura borracho...».

Una reacción franca contra la actitud de un gran escritor como Roa Bastos no deja de tener sus peligros, pues bien puede ser tachada de reaccionaria en lo político y, claro está, en lo literario. Acaso en Halley Mora exista, como uno de los móviles de su protesta, un disentimiento de carácter político.

Sin embargo, hay que subrayar el hecho de que aun en el más insospechable, políticamente, de los lectores de Hijo de hombre y otras narraciones, hay, confesada o no, la convicción de que Roa carga las tintas con exceso.

Prueba de este aserto parece ser el reportaje que los escritores de La Tribuna, de Asunción, le hicieron a Roa el día 27 de ese mismo mes de setiembre de 1970. Entre estos escritores figura José Luis Appleyard , notable poeta y políticamente insospechable. En el curso del reportaje le pregunta a Roa si el regreso a la patria produciría acaso en éste «un cambio de enfoque de la realidad».

La pregunta es reveladora. Parece claramente implicar que esa realidad, la paraguaya, exige un enfoque diferente. Y Roa Bastos contesta que sí, que habrá un cambio de enfoque. Veámoslo:

«Yo creo que sí, porque en última instancia uno es la vida que hace, por lo menos fluye de una manera muy decisiva y el regreso y la identificación física con esta realidad, por supuesto que modificaría una serie de formas de intuiciones... La literatura es el arte de la no repetición que busca siempre nuevos caminos».
* * *
Al finalizar la década de los sesenta, esto es, en diciembre de 1970, Juan Bautista Rivarola Matto, admirador sincero tanto de Casaccia como de Roa, asume frente a ellos una actitud crítica que es otra forma de reacción contra los maestros de los últimos veinte años. Para Rivarola, creyente en el determinismo de clases, «Casaccia es un demócrata liberal que simpatiza con el pueblo y que se desentiende de la política. Pertenece a la clase media alta, estrechamente vinculada a los círculos dirigentes tradicionales. No sabe de necesidades extremas ni ha padecido la humillación social. Roa, en cambio, asume, aunque con vacilaciones y altibajos, ciertas posturas progresistas, populistas, y, por momentos, hasta revolucionarias. Vinculado por su origen a la pequeña burguesía semirrural, es un veterano catador de la pobreza sin remedio, de la frustración y el abandono, de las hieles más amargas de la desilusión y del resentimiento. De aquí que la fría vivisección de Casaccia sea reemplazada en Roa por la fabulación de la historia por vagos sueños reivindicativos que se concretan en la creación de arquetipos imposibles, más parecidos a estatuas que seres vivientes».

Lo interesante de esta crítica a los maestros de la narrativa crítica no es precisamente la mayor o menor dosis de verdad que pueda entrañar, sino la revelación de que el magisterio de aquéllos se considera como una etapa cumplida, desde la cual hay que partir hacia nuevas aventuras artísticas. Rivarola es tajante en lo que mira a la terminación de dicha etapa: para él, Casaccia y Roa ya «han agotado su mensaje», la realidad, por otra parte, se ha cargado «de nuevos contenidos».
 
 
 
CONCLUSIÓN
 
 
El Paraguay mediterráneo, aislado del resto del mundo, ha sufrido una profunda transformación en los últimos cuarenta años. En aquel entonces el viaje de Buenos Aires, río arriba, hasta Asunción, duraba cuatro días. Hoy dura una hora por avión. Hoy hay caminos que unen el país con sus vecinos; caminos que cruzan la Región Oriental y llegan al Brasil; que cruzan el Chaco y llegan a Bolivia. Gran parte del turismo argentino viene en automóvil. El avión, el automóvil, la radio, la televisión, han terminado con el tradicional aislamiento del Paraguay, aislamiento que llegó a su extremo en los días sombríos del dictador Francia. Nunca se ha viajado tanto desde el Paraguay y al Paraguay como en los últimos lustros.

 Algo ha acontecido también de enorme importancia espiritual para el pueblo, casi del todo exterminado durante la guerra de 1864 a 1870. Se recordará que la generación de 1900 fundó el nacionalismo paraguayo y con él el culto de los héroes. El heroísmo era lo único que tenía el pueblo vencido para consuelo de su infortunio. El nacionalismo erigió a los héroes de 1864 a 1870 en dioses de una religión. Estos héroes de la epopeya murieron todos, casi todos, sin conocer la faz de la victoria, la cual dio a la religión nacional una tristeza profunda.

Pues bien, entre 1932 y 1935 se lleva a cabo la segunda epopeya, como ahora comienza a llamarse la Guerra del Chaco. Hoy, a más de treinta y cinco años de distancia en el tiempo, los héroes de esa guerra van adquiriendo un prestigio que los equipara poco a poco con los de la primera epopeya. La historia reciente se carga de valor legendario, de energía mítica. Además, los héroes del Chaco fueron todos favoritos de la victoria y su culto, por ello, no tiene la tristeza antes aludida. Por otra parte, a un siglo de la catástrofe de 1870, se ve en ella más la gloria que el infortunio; duele ella infinitamente menos que antes y produce también un orgullo más limpio y sin resentimiento.

El nacionalismo terapéutico de los revisionistas de 1900 ha producido todos sus efectos favorables y se han atemperado los que eran negativos.

Acaso el país se esté al fin restableciendo de la caída mortal de 1870. La cura total del traumatismo secular hará que el Paraguay deje de ser la patria absorta en su pasado, que fue hasta hace poco. Su literatura, entonces, podrá inspirarse, sin inhibiciones, con libertad creadora, en una realidad rica de valores humanos.

University of California, 1971
- Riverside, California.
 
 
Fuente: La incógnita del Paraguay y otros ensayos por Hugo Rodríguez-Alcalá Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. N. sobre edición original: Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), Arte Nuevo, 1987.
 
 
 

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