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HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  EL VANGUARDISMO POÉTICO EN EL PARAGUAY - Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ


EL VANGUARDISMO POÉTICO EN EL PARAGUAY - Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ

EL VANGUARDISMO POÉTICO EN EL PARAGUAY

 
.
...l'idée de surréalisme tend simplement à la

récupération totale de notre force psychique par un

moyen qui n'est autre que la descente vertigineuse en

nous, l'illumination systématique des lieux cachés...

André Breton

 
 
 
El movimiento de vanguardia no se inició en el Paraguay en la tercera década del siglo, como en los demás países americanos. Circunstancias insalvables lo retardaron unos veinte años. Durante la tercera y cuarta década, el Paraguay pasó por uno de los períodos más arduos de su historia. El país no se había recuperado espiritualmente de la enorme catástrofe de la guerra de 1864 a 1870. La reconstrucción nacional no pudo menos de ser un proceso largo y penoso. El Paraguay había sufrido una devastación casi sin paralelo en la historia militar del mundo. Cuando sus ejércitos fueron exterminados, las mujeres y los niños hicieron frente al enemigo. Niños de doce a quince años con barbas postizas fueron masacrados en atroces batallas. Al terminar la guerra, el Paraguay era un inmenso osario. Su población quedó reducida a la quinta parte; sobrevivieron apenas veintiocho mil hombres, en su mayoría ancianos, inválidos o lisiados.

Los vencedores trataron de imponer al vencido una humillante interpretación de la historia reciente. El Paraguay era, según ellos, un pueblo bárbaro esclavizado por un monstruo. La guerra de la Triple Alianza fue una cruzada de liberación. Ni siquiera se le reconocía al país vencido el prodigioso heroísmo con que luchó hasta el final exterminio de los últimos combatientes semidesnudos, hambrientos, esqueléticos, en un confín del territorio patrio en marzo de 1870. El valor demostrado por el Paraguay no se inspiraba en el patriotismo, sino en el miedo al tirano. El cálculo de la indemnización no fue menos deprimente para la moral de los vencidos: el Paraguay debía a sus adversarios de ayer trescientos millones de libras esterlinas, esto es, diez veces más de lo que Francia debió pagar a Alemania en 1870.

La primera generación de escritores surgida después del gran desastre creyó que era su deber elucidar la verdad sobre la historia de la guerra. El país, según un historiador representativo del nacionalismo vehemente de comienzos del siglo, «necesitaba levantarse y caminar recordando lo que fue y lo que en realidad es». De aquí que los escritores de aquella época fueran casi todos historiadores impelidos por un afán polémico de vindicar el honor de la patria vencida. Y hasta las luchas políticas de las primeras décadas del siglo asumieron parcialmente el carácter de una polémica en torno a la interpretación de la reciente historia patria.

La anarquía de la era de la reconstrucción refleja el desconcierto espiritual de un país floreciente y altivo hasta 1865 y totalmente aplastado en 1870. Ahora bien: si durante esa época la inteligencia paraguaya parecía desentenderse del siglo XX para ocuparse de lo que sucedió al país en la sexta década del siglo XIX, una grave cuestión internacional obligaría a esa misma inteligencia a concentrar su atención en los siglos coloniales. Y fue que Bolivia, apenas terminada la guerra de la Triple Alianza, reclamó derechos sobre el territorio del Chaco. Esta reclamación se fue haciendo cada vez más perentoria y peligrosa. Era menester justificar históricamente la soberanía paraguaya sobre la llamada Región Occidental de la república. Y se dio el caso de que los intelectuales paraguayos de tres generaciones -profesores, diplomáticos, escritores, parlamentarios, etc.- se vieron obligados a mirar el pasado aún más hacia atrás, esto es, hacia los mismos orígenes de la nación, porque de los días de la conquista y de la colonia debía de haber en los archivos la cédula real de Carlos V o Felipe II en virtud de la cual se establecían inequívocamente jurisdicciones favorables a los derechos paraguayos.

Por esta razón puede decirse que en el Paraguay de los primeros decenios del siglo XX un pergamino de los siglos XVI o XVI resultaba más importante que un tratado de comercio o un contrato de irrigación del territorio nacional.

Por una parte, había que salvar la mitad del territorio patrio de la codicia del vecino; por otra, era menester probar que los caídos en la guerra de la Triple Alianza habían sucumbido en una causa justa y que su caudillo, el mariscal Solano López, merecía un puesto de honor entre las grandes figuras históricas de América.

Estas eran las necesidades inaplazables durante los primeros treinta años del siglo. La atención que exigieron de los intelectuales paraguayos explica no sólo que «la historia devorara la literatura», sino que el país se pusiera como de espaldas a lo porvenir y viviera un tiempo decapitado, sin esa dimensión esencial de la existencia humana que es el futuro. El Paraguay, entonces, en vez de inventarse un plan de vida para el mañana y de ponerse al día en lo atinente a las letras y las artes, regresaba espiritualmente en el tiempo para asistir, imaginativamente, a sus orígenes o para contemplar, con el entusiasmo vindicador de los nacionalistas, el espectáculo de su pasión y muerte entre 1864 y 1870.

Por eso, la generación paraguaya coetánea de los vanguardistas de México, Cuba, Perú, Chile, Argentina, etc., no podía vacar al ocio creador y consagrarse a experimentos literarios.

Bolivia, que después de la guerra del Pacífico (1879-1883) había perdido su litoral marítimo, ansiaba abrirse camino por el Chaco y así obtener un acceso fluvial al Atlántico. Durante la tercera década se intensificó la infiltración militar boliviana en el territorio disputado. A comienzos de esa misma década estalló en el Paraguay una prolongada revolución campal entre los mismos caudillos del partido que ocupaba el poder. En el fragor de la contienda civil, nadie advirtió en el Paraguay que la vecina república jalonaba de fortines la región del Pilcomayo, región peligrosamente cercana al corazón mismo del territorio patrio. La publicación de un mapa boliviano con indicación de los nuevos fortines produjo gran alarma. El gobierno paraguayo ordenó a su vez la fundación de fortines para hacer frente a la furtiva invasión. El ya entonces viejo conflicto internacional pasó a ocupar ahora el centro de las preocupaciones nacionales y a convertirse en arma política de la oposición. Se fundó, en efecto, un nuevo partido -la Liga Nacional Independiente-, cuyo propósito inmediato fue combatir al gobierno acusándolo de lenidad en su diplomacia y de criminal negligencia en cuanto a preparación militar para defender el Chaco.

¿Cómo iba a ser posible una vida literaria activa, renovadora, en aquel escenario de luchas fratricidas, sobre todo ahora, en esta tercera década, en que la amenaza de una guerra internacional se cernía sobre el país? Cuando en 1923 apareció en Asunción la revista Juventud, ninguno de sus fundadores, jóvenes prosistas y poetas formados en el Modernismo, sabía lo que, en lo que atañe a las letras, estaba aconteciendo en Buenos Aires. Y no es de extrañar que los mejor dotados en la generación de la revista Juventud abandonaran poco después la literatura de creación para dedicarse, como Efraím Cardozo, poeta en su iniciación, a la historia. El primer libro del joven Cardozo, muy significativamente, se titula El Chaco y los virreyes. La defensa histórico-jurídica del Chaco lo apartó de la poesía y de la narrativa de ficción.

El Paraguay de la tercera década del siglo, tan necesitado de mejorar sus instituciones de cultura, tuvo que sacrificar grandes sumas de dinero para comprar armas y adquirir cañoneras. Al finalizar la década, la guerra se hacía inevitable. En 1931 Daniel Salamanca asumió la presidencia de Bolivia. Este mandatario, obstinado y enérgico, creía que la guerra «era indispensable para la salud moral» de su patria.

El primer incidente sangriento en el Chaco había ocurrido en 1927. Al año siguiente los paraguayos habían capturado e incendiado el fortín Vanguardia. Los dos países rompieron sus relaciones diplomáticas. Entre tanto, la lucha política en el Paraguay asumía su máxima virulencia. Había huelgas, manifestaciones y continua agitación en todos los sectores políticos. La propaganda comunista se hizo activa y vociferante. El mejor orador parlamentario, Modesto Guggiari, deudo del presidente de la República, fue expulsado del partido con otros miembros del Congreso. En octubre de 1931, una manifestación de estudiantes y políticos que llegó en iracunda protesta hasta el Palacio de Gobierno fue dispersada a tiros. Hubo muertos y heridos. En la Universidad, un comité de estudiantes y políticos opositores proclamó la revolución. El presidente, José P. Guggiari, delegó el mando en el vicepresidente y solicitó juicio político. El ejército permaneció fiel en la grave crisis. El Congreso, por su parte, absolvió de culpa al primer magistrado.

En el hervidero de pasiones políticas que era el Paraguay, un gran militar, al mando de las mejores tropas del Chaco, estudiaba silenciosamente el arduo problema de la defensa. «Discípulo de Foch y precursor de Rommel» José Félix Estigarribia tenía una concepción táctica y estratégica original. En junio de 1932 estalló la guerra. La lucha terminaría exactamente tres años después, en junio de 1935, y fue una serie de brillantes victorias de Estigarribia y del pueblo en armas. Durante tres años cesaron las querellas políticas; el partido en el poder y la oposición pusiéronse de acuerdo para la defensa en una «unión sagrada».

La victoria, más que un éxito militar, fue para el Paraguay el mayor acontecimiento del siglo. Devolvió al país aplastado en 1870 una cabal confianza en sí mismo y lo reafirmó en sus valores tradicionales. En efecto, esta victoria sobre un contendiente varias veces más poderoso económica y demográficamente operó en el Paraguay algo así como un exorcismo en lo que mira al maleficio infundido por el enorme infortunio de 1870.

Pero la exultación de esta victoria fue de muy corta duración. A los ocho meses del armisticio con Bolivia, en febrero de 1936, una revolución derrocó al Dr. Eusebio Ayala (el llamado con justicia «El Presidente de la Victoria») y lo encarceló con otros altos dignatarios. El mismo héroe máximo de la guerra, el general Estigarribia, fue arrestado y puesto en prisión. Presidido por el coronel Rafael Franco, el nuevo gobierno dictatorial derogó la Constitución de 1870, disolvió el Parlamento y declaró por decreto que el Estado paraguayo se inspiraría en principios afines a los de la Alemania nazi y la Italia fascista.

Los encarcelamientos y destierros y demás medidas represivas tenían hondamente conmovido al país. La cuarta década del siglo resultaba aún más crítica que la anterior: a la cruenta guerra internacional sucedía ahora la anarquía, la continua intervención de las Fuerzas Armadas en la política nacional, hasta que al año siguiente otra revolución, en agosto de 1937, derrocó al gobierno del coronel Franco; asumió la presidencia un profesor universitario, el doctor Félix Paiva. Durante su mandato se firmó el Tratado de Paz con Bolivia, tratado que no satisfizo a un sector de la opinión nacional. Por fin se había firmado la paz, pero la paz interna sería logro mucho más arduo. El malestar político y social se agravaba día tras día. La Universidad misma era un centro de agitación y rebeldía. Se creyó entonces que la única solución sería llevar a la primera magistratura al general Estigarribia. El héroe había sido ya desagraviado por el pueblo y el ejército después del infando vejamen de su prisión y destierro. Su prestigio había crecido a los ojos del país cuando en el extranjero fuera aclamado por muchedumbres entusiastas y colmado de honores. En 1939, el general fue electo para la primera magistratura; en agosto de ese año recibió del doctor Paiva las insignias del mando.

El gobierno de Estigarribia apenas duró trece meses: en setiembre de 1940 murió trágicamente el general en un accidente de aviación. A su muerte se inició la dictadura del general Higinio Morínigo, que iba a durar ocho años.



LOS RENOVADORES


Un mérito singular de los escritores que llegaron a su madurez hacia 1940, y de los que entonces fueron sus discípulos, consiste en que, precisamente entre los años 1940 y 1947, a despecho de las tensiones políticas suscitadas por la dictadura de Morínigo, lograron llevar a cabo una verdadera revolución literaria, cuyo resultado fue un definitivo aggiornamento, particularmente en la poesía y en la narrativa.

Josefina Plá (1909) y Hérib Campos Cervera (1908-1953) fueron en un principio los dos únicos caudillos y doctrinarios de la renovación artística. Muy pronto, un discípulo excepcionalmente dotado, Augusto Roa Bastos (1917), se les unió ya de igual a iguales en una suerte de apostolado, pues, como se verá, el afán renovador de los años cuarenta tuvo algo así como un carácter religioso, y la misma poética de estos escritores cierto carácter «místico». En las tertulias literarias de la Asunción de aquel tiempo intervenían, con o sin la presencia de los tres nombrados, escritores jóvenes unidos en estrecha amistad, que eran Elvio Romero, Oscar Ferreiro, José Antonio Bilbao, José María Rivarola Matto, Hugo Rodríguez Alcalá.

Josefina Plá, dotada de un fino sentido histórico, dueña de una sólida cultura adquirida en varias lenguas y sagaz escudriñadora del alma paraguaya, comprendió muy bien que el público al que iba a dirigirse necesitaba un análisis histórico de lo que el arte ha sido en las sucesivas etapas de su evolución. Merced al curioso fenómeno ya aludido antes, el Paraguay, a consecuencia del trauma de 1870, era una sociedad para la cual el pasado seguía siendo presente. Un vehemente nacionalismo vindicador -cabe insistir- mantenía viva y obsesionante la visión del pasado heroico. El lenguaje de este nacionalismo era un lenguaje romántico, muy afín en su espíritu al sentimiento nacional nostálgico suscitado por la evocación de una época feliz abolida por el desastre. Literatura y nacionalismo vindicador fueron durante varias décadas la misma cosa. No podía prosperar una narrativa de pura ficción mientras relatos de contenido histórico, como El libro de los héroes de Juan E. O'Leary, fueran la fascinación de un pueblo inclinado hacia un pasado de gloria y de infortunio. Los escritores eran, como queda dicho, historiadores; la historia -muy bien lo comprendió Josefina Plá- «devoraba la literatura». Como el tiempo se había detenido en el año culminante de la catástrofe, la historia ejercía un sortilegio funesto porque el pasado importaba más que nada. El rezagado romanticismo ambiente se explica, pues, como un fenómeno correlativo al anteriormente descrito. Es cierto que la victoria en el Chaco había cambiado la actitud espiritual del país.

Pero todavía en aquel tiempo hubiera sido estéril postular una renovación literaria tan radical como la del Vanguardismo, merced a la mera preconización de ideas estéticas que para la mentalidad todavía romántica de la época hubieran parecido absurdas. De haber ella simplemente glosado el primer manifiesto de Andrés Breton no hubiese suscitado más que incrédulas, si no burlonas, risas.

A un público «historicista» había que dirigirse «históricamente»:

Ciencia y técnica, que han derrotado el dogma representativo de la poesía clásica y romántica, han nutrido a su vez el germen de la nueva poesía, han ampliado el campo de la visión poética, abriendo al pensamiento zonas desconocidas o prohibidas. ¿Será menester recordar que el poeta, cuanto más personal, más expresa a su tiempo? Él es suma y resultado de las fuerzas subterráneas que confluyen hacia la transformación social... Él es producto tan lógico de su tiempo como otra cualquiera manifestación social o científica. La poesía moderna no es el derivado de tal o cual doctrina o teoría: ninguna poesía lo es. Pero paraleliza el desarrollo intelectual y social: la flor es producto del árbol, pero a su vez suma y compendio de lo que el árbol es y de lo que la especie del árbol será. Y así, la moderna poesía tiene por campo propio, como zona de sus elaboraciones, esa zona psíquica, porción del mundo espiritual, Cenicienta, cuando no ignorada, hasta ahora, de las disciplinas intelectuales: el subconsciente: aquello que Sócrates llamó «su Daimón».

Como se ve, la poetisa, a lo largo de este párrafo, hace suya la afirmación fundamental del surrealismo conforme a la cual la «zona prohibida» del subconsciente es campo propio de la nueva poesía. Bien se cuida en subrayar el hecho de que de esa zona han de surgir revelaciones e iluminaciones. No discurre polémicamente acerca de la rebeldía surrealista contra la lógica, la moral social ni las normas convencionales, ni proclama el erotismo como forma de liberación. Ella se propone persuadir en lo que atañe a aquel postulado surrealista y no quiere «escandalizar» con aseveraciones demasiado audaces:

Los poetas modernos parten -agrega-, en su reivindicación de un nuevo contenido, del simple argumento de la evolución. Todo, bajo la mirada de Venus Urania, evoluciona: y la lírica no puede ser excepción, máxime cuando su gráfico histórico obedeció hasta ahora a la ley progresiva. Quedamos, pues, en que la poesía está sujeta a evolución; pero es más: los nuevos poetas afirman que la actual época es aquella en que la poesía tiene cargo de arte representativo.

No hay arbitrariedad alguna en los postulados del arte nuevo. Estos son resultado inevitable de una evolución inflexible: «Cada arte tiene su época climatérica, y mientras el ciclo no se completa, no le llega nuevamente la hora. Porque cada edad, cada civilización, poseen su ritmo espiritual, y las artes son las formas diferenciales de ese ritmo». En Grecia triunfa la escultura, en el Renacimiento la pintura, en el siglo XIX la literatura. «La arquitectura llena el dilatado medievo -arguye la escritora-, porque la arquitectura es el arte de espiritual cohesión, de ideal colectivo o de organización social férrea. La música florece al decaer las artes plásticas y como acompañamiento a la sorda marejada espiritual de la que, agotado ha rato el magnífico impulso renacentista, se prepara a surgir la Enciclopedia».

Como este ensayo de Josefina Plá es un verdadero documento histórico, vale la pena que las citas sean largas. Transcribimos, pues, unos párrafos más, los específicamente relativos a la poesía:

La poesía recibe nuevo empuje en las grandes crisis espirituales de la civilización, cuando el individuo, en el derrumbe de todas las estructuras éticas y sociales, se ve enfrentado de nuevo al cosmos y abocado a reconquistarlo, a rescatarlo, renovándose en una acción fáustica. No es de extrañar, pues, que la literatura sea, desde hace siglos, y en un tempo constantemente acelerado, el arte de elección. La literatura, de todas las artes la más inmediata al cauce primordial de expresión, el lenguaje; que es el mismo lenguaje en culminante valor oracular. ¿Acaso el hondón humano, turbado y removido como nunca, no ofrece hoy una de las más terribles crisis que la humanidad pueda recordar?

A esta altura de los tiempos, «la poesía adquiere rango de liberadora: su misión es "abrir la puerta a las nuevas almas": hacer conciencia lo subconsciente». La nueva poesía, claro está, no podrá verterse en viejos moldes, porque entre la poesía de ayer y la de hoy hay una radical diferencia. La de ayer es concepto, «la nueva es intuición».

Sólo al llegar a esta altura de su discurso y al preconizar una renovación raigal del lenguaje poético, la poetisa asume una actitud un tanto desafiante. Todo el ensayo ha sido un sereno esfuerzo de persuasión merced a un análisis en que cada aserto se apoya en argumentos claramente desarrollados. Ahora la «cortesía» y la «mesura» de la ensayista apuntan un hecho, lo denuncian con cierta dureza y exclaman: «Es la forma la que desconcierta al público trotero de la rutina: la ausencia de ritmo pegadizo, de rimas vitalicias, de los símiles repetidos a lo largo de los lustros, como si poseyeran un empleo fijo a sueldo de las musas. "Es una revolución" -dicen-. Sí, una revolución, si así os parece».

La prédica renovadora de Josefina Plá tuvo una insospechable, amplísima difusión. Y es que supo ella comprender, con tino y oportunidad, al público al que se dirigía. Muy especialmente a sus discípulos, porque ella ejercía y sigue aún hoy ejerciendo un múltiple magisterio. Además de poetisa es ceramista, grabadora, dramaturga, cuentista, amén de crítica literaria e historiadora del arte, y ha sido profesora de cerámica, de grabado, de dramaturgia y, sobre todo, animadora de por lo menos dos generaciones literarias.

En su obra lírica dominan dos temas centrales: el del amor y el de la muerte. Acaso uno de sus poemas más impresionantes y mejor logrados sea el primero del libro Invención de la muerte (1965):

Pasos

De noche.

En una noche cualquiera. Bajo la noche.


Pasos

que tendrán la misma medida de tu paso

una ráfaga pasará presurosa

alertando a las hojas para un color distinto...



En todo el poema hay una atmósfera de pesadilla. Esos misteriosos pasos


...Sonarán como reloj que se despierta

con su sueño enmohecido

señalando la hora que ya no es de este tiempo.


¿Desde qué secreto ámbito vendrán sonando estos terribles pasos? El poema lo dice oscuramente:


Los pasos desde un sótano que nunca hemos abierto.

Pisadas por las cuales pasan

de largo todas las visitas que aún se esperan.


Pasos que volverán. De noche. Cualquier noche.

Bajo la noche... Pasos.


Hérib Campos Cervera estudió ingeniería en la Universidad de Asunción sin terminar la carrera. Pero utilizó sus conocimientos matemáticos para ejercer la profesión de agrimensor. Como agrimensor pudo conocer gran parte de su país en sus dos regiones, la oriental y la occidental, a ambas márgenes del río Paraguay. Tenía el poeta vocación filosófica y estaba al tanto, según él mismo decía, de cuanto se publicaba en español sobre temas filosóficos. Se afanó en el estudio de varias disciplinas, como, por ejemplo, la etnografía, a la que se consagró en los últimos años de su vida. Sufrió dos destierros, que, como suele ocurrir en lo que mira a intelectuales paraguayos, le fueron muy útiles para su desarrollo espiritual, pues gracias a ellos se alejó de las luchas políticas de su patria y pudo intimar con varios de los mayores poetas hispánicos de aquel tiempo: Lorca, Alberti, Guillén, Neruda. Fue durante la visita de Lorca al Uruguay cuando se convirtió a la nueva estética. En esos días Campos Cervera formaba parte del grupo de admiradores que rodeaban a Lorca. Cuando volvió al Paraguay trajo del destierro un haz de poemas en que se advertía aquella conversión. Entonces fue cuando con Josefina Plá inició el movimiento de renovación literaria. Ambos poetas, casi de la misma edad, iban a atraer a poetas más jóvenes menesterosos de orientación y ávidos de novedades.

Doctrinariamente, Campos Cervera era un surrealista ortodoxo que hacia 1940 postulaba el automatismo psíquico conforme al primer manifiesto de André Breton. «Hay que escribir sin pensar en lo que se escribe, sin controlar racionalmente lo que vaya saliendo», decía en las tertulias de la confitería Vertúa y en los corrillos crepusculares de la calle Palma. En la práctica, concienzudo artífice, el poeta se desentendía de la escritura automática y estaba adscrito a lo que Paúl Illie llama «el modo surrealista español». En efecto, sus poetas favoritos eran Lorca y Alberti y, en aquel tiempo, el inevitable Pablo Neruda.

Campos Cervera, disciplinado en filosofía, debía de comprender que el surrealismo era una revolución filosófica, una suerte de realismo dialéctico, un monismo mágico y materialista. El poeta había meditado largamente sobre el famoso aserto de Breton: «Tout porte à croire qu'il existe un certain point de l'esprit d'où la vie et la mort, le réel et l'imaginaire, le passé et le futur, le communicable et l'incommunicable, le haut et le bas cessent d'être perçus contradictoirement». De aquí que su actitud ante el fenómeno poético asumiera un carácter «místico» y que su discurso tuviera a menudo el cariz sibilino del de un ocultista.

Si Swift, según Breton, por otra parte, era surrealista en la maldad, Sade en el sadismo, Hugo «quand il n'est pas bête» y Rimbaud en la práctica de la vida, Campos lo era en este sentido de la manera más cabal. Obseso por sueños propios y ajenos, enamorado de cuanto fuera extraño e insólito, ilógico y alucinatorio, vivía el poeta un tipo de existencia para cuya definición la palabra surrealista resultaba indispensable. Habiéndole yo contado un día una anécdota sin mayor importancia, a mi juicio, el poeta quedó profundamente impresionado: a una estudiante mía, de dicción difícil de entender, le había rogado yo que articulase mejor. La muchacha se disculpó con estas palabras: «No puedo, profesor: tengo la dentadura postiza». Campos Cervera, durante más de una semana, no habló de otra cosa que de esa dentadura postiza. La cual, independientemente de su dueña, decía las cosas más extraordinarias en un verdadero delirio surrealista, y cada nuevo interlocutor del poeta oía una versión aún más alucinada acerca de los prodigios de aquel conjunto de dientes, muelas y colmillos artificiales, agentes de un automatismo psíquico realmente estupendo.

El mayor vituperio en sus labios era el de motejar a alguien de pasatista. No había para él peor infortunio que ser pasatista.

Apasionado admirador de Lorca, Alberti, Neruda, no concebía otra manera de poetizar que la ejercida por estos amigos suyos. A un poeta muy joven entonces -el que ahora traza estas líneas- le dijo una vez, tras leer un poema inspirado en cierto episodio de la guerra del Chaco: «Tu poema no está mal. La versificación es excelente. Pero, mira: cuentas que este chófer tuvo que incendiar el camión para que no cayera en manos del enemigo; que como el fuego produjo un corto circuito, la bocina de tu camión lanzaba un largo y trágico alarido como la queja de un elefante con la trompa lacerada... Bueno, che, no está mal; pero ese camión debería penetrar en el vientre del chófer como Lorca me dijo que los trenes neoyorquinos le pasaban por la mitad del vientre». Inútil argüir que el escenario del poema no era Nueva York, sino el Chaco, y que Lorca podía tener las visiones que se le antojasen sin que eso obligara a los demás poetas, en casos similares, a someterse a tan ardua cirugía

sobre tan dura e inhospitalaria

mesa de operaciones... ferroviaria.

Hacia 1945 Hérib Campos Cervera había escrito los mejores poemas de su etapa vanguardista, tales como «Hachero» y «Sembrador». Este último es el más inspirado poema bucólico de la lírica paraguaya. La guerra civil de 1947 le inspiraría, otra vez en el destierro, su famoso «Un puñado de tierra», que pasó a antologías continentales, y unos cantos en que glorificaba a los héroes caídos durante la lucha fratricida.

Poemas patrióticos como los de Aragon y Eluard -que eran marxistas como él- no llegó a escribir nunca. Y eso que la guerra del Chaco, en que luchó heroicamente su propia generación, fue un acontecimiento de enorme trascendencia para su país.

La lucha fratricida, sí, le inspiró poemas de resonancia apocalíptica que revelaron en el lírico de los años cuarenta a un poeta de poderosa voz épica.

Vivía el poeta con Mima, su esposa, en una casita linda y muy limpia frente al parque Carlos Antonio López. Tenía una biblioteca de libros nuevos primorosamente forrados por él mismo. Colgaban de las paredes, entre los estantes, telas, armas y máscaras indígenas obtenidas durante sus andanzas de agrimensor por las tribus del Chaco. En esa casita se reunían sus amigos en tertulias literarias. Su predicamento intelectual era grande hacia 1945. El poeta daba conferencias, inauguraba exposiciones pictóricas, ejerciendo con autoridad indiscutida el apostolado del arte nuevo. Sus autores favoritos en otros idiomas eran Faulkner, Joyce, Charles Morgan, Rilke, Paul Eluard, Desnos. Cuando estalló la revolución de 1947, Hérib, en cuya casita había panfletos comprometedores, fue testigo de la lucha en el mismo barrio en que vivía. En un poema escribió:


Yo estaba en el costado de la furia

Cuando ellos manejaban las aristas del trueno;

los he visto poblando de centellas azules

Las heladas esquinas de la noche...


Cuando vinieron a buscarlo los esbirros de la dictadura y llamaron al portón de su casita a culatazos, Campos Cervera, disfrazado de campesino -sombrero de paja sobre los ojos, poncho raído-, salió a recibirlos. «Entren y busquen -les dijo-. Él ya se fue, se escapó por los fondos de la casa». Su guaraní perfecto era convincente. Apenas se fueron los soldados tras inútil búsqueda del supuesto prófugo, el poeta se escabulló por patios vecinos y pudo luego refugiarse en una embajada.

Ya en el destierro, en Buenos Aires, Campos Cervera escribió su poema más famoso, y no el mejor, sino uno de los mejores. Me refiero a su elegía a la patria perdida, que tituló «Un puñado de tierra»:


Quise de ti tu noche de azahares;

quise tu meridiano caliente y forestal;

quise los alimentos minerales que pueblan

los duros litorales de tu cuerpo enterrado.

Y quise la madera de tu pecho.

Eso quise de ti,

patria de mi alegría y de mi duelo

¡eso quise de ti!



No tengo ya el remoto jazmín de tus estrellas

ni el asedio nocturno de tus selvas.

Nada: ni tus días de guitarra y cuchillos

ni la desvanecida claridad de tu cielo...

 Hérib Campos Cervera falleció en Buenos Aires, en 1953, de resultas de la mordedura de un gato.

Augusto Roa Bastos , que más tarde lograría fama mundial como narrador, autor de las obras más traducidas de las letras paraguayas, Hijo de hombre y Yo, el Supremo, reveló sus excelsas dotes de poeta hacia 1942.

Débole a Josefina Plá, que con Hérib Campos Cervera constituye el vértice más alto e intenso en nuestro país -afirmó en aquella época-, el acceso a una espiritual convicción de lo que el arte nuevo encierra como actitud o estilo fundamentalmente innovados....

Los mismos maestros de su mentor y amigo Hérib son los de Augusto Roa Bastos poeta:

Apenas penetran lentamente la comprensión colectiva los poemas situados en la zona templada de esa nueva esfera poética: Neruda, Alberti, Lorca....

En un principio Lorca fue una influencia decisiva en el joven Roa, hasta entonces hábil imitador de los poetas españoles del Renacimiento. Sirvan de ejemplo de influencia lorquiana -del Lorca del Romancero gitano- los versos de este romance, ecos de «Preciosa y el aire».



La mano tibia del viento
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

sobre tu espalda morena,

y en tu dormida epidermis

hinca sus dientes de seda...


Y este poemita, sin duda inspirado en las Canciones del poeta andaluz:


Era un muchacho rubio.

Triunfo.

Esqueleto amarillo

es ahora en los campos.

Gusanos.

Y la madre a lo lejos,

llorando....


En la misma época escribe su admirable «Lamento de la espiga de la tarde», en el que se manifiesta una originalidad poderosa.

En su prédica poética hay un fervor religioso. El poeta es para Roa Bastos un profeta; el místico y el poeta coinciden en lo esencial.

El poeta habla siempre, en el dolor de hoy, verbo de mañana. La masa ha de efectuar su conversión hacia la nueva poesía, y ha de realizarla a base de nuevas experiencias vitales... El místico religioso y el poeta no proceden por avances cognoscitivos, sino por levitación intuitiva. Su lógica no es la lógica consciente; es más, se vale de una lógica intransferible, la del sueño, pero, como dice Josefina Plá, tan inflexible como la consciente...

Si merced a la oración el místico se transfunde «en el Océano del Ser Divino», el poeta, merced a la metáfora, accede, si esta «encierra el valor del instante eternizado», a su verdad, «su verdad individual revelada en su creación».

Con extraordinaria rapidez y lucidez se instala Roa Bastos, apasionadamente consagrado al estudio de los «Grandes Nuevos», en la vanguardia de la literatura de su tiempo. Ahora, no sólo fecundo poeta, ensaya la novela, el cuento, el teatro, la crítica literaria. Hacia 1945 su predicamento iguala al de sus mentores de ayer y ejerce una incalculable influencia entre los escritores jóvenes.

En 1947 debe escapar del Paraguay a raíz de la guerra civil. En Buenos Aires publica, seis años después, los primeros relatos que le darán notoriedad internacional: El trueno entre las hojas. Ese mismo año -que es el del fallecimiento de Campos Cervera- el poeta renuncia a la poesía y se despide de ella en una sentida elegía a la muerte de su amigo y antiguo mentor, a quien expresamente reconoce como maestro suyo en poesía:

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

aquí dejo mi adiós en estos versos

finales que te escribo,

para callar después, para cerrar la puerta

que me enseñaste a abrir

sobre el resplandeciente jardín de la poesía.


Mi mano de poeta

quede clavada aquí, sobre tu cruz,

por siempre.


La vida nos unió, la muerte quieta

no nos separará. Mi pobre sombra

viva atada a tu luz. Y mi silencio

cuelgue su cencerro

de arena

al cuello ardiente de tu melodía....


Aunque la guerra civil dispersó el grupo de Josefina Plá, Hérib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos y sus amigos, el triunfo de la nueva literatura era, hacia esa fecha, un hecho definitivo. El impulso dado por aquellos maestros se aceleró, en las décadas siguientes, con el esfuerzo de nuevas promociones. La renovación vanguardista de los años cuarenta fue y sigue siendo el acontecimiento literario de mayor trascendencia en el Paraguay.




ENLACE INTERNO AL DOCUMENTO FUENTE

(Hacer click sobre la imagen)

 
 

QUINCE ENSAYOS . Obras de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ

Edición digital: Alicante :

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Criterio-Ediciones, 1987.

 

 

 

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