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Se acabó de imprimir el 30 de mayo de 1984
en los talleres gráficos de Editora Litocolor
Asunción, Paraguay (118 páginas)
ELVIO ROMERO, nacido en Yegros en 1926, es sin disputa el poeta paraguayo mejor conocido fuera del país. Una eficacia bifronte sostiene esa preeminencia: por una parte, su escritura asume de modo tan visceral las tristezas, las batallas, el martirio y la esperanza de la propia tierra, que termina por identificarse, semántica y conceptualmente, con los años imborrables y el espacio trágico del Paraguay contemporáneo. Pero tal integración no constituye un énfasis, ni siquiera una repetición; al contrario, ELVIO trabaja el camino de su poesía con el riguroso amor de un antiguo baqueano que recorriese los montes y los días discerniendo huellas y penumbras, perfumes y silencios. Y así la otra excelencia de nuestro escritor: sus versos nos castigan el rostro y aumentan el alma con el aire profundo de la auténtica Poesía.
ALCANDARA da las gracias al querido amigo que desde el exilio nos alcanzara los originales de EL SOL BAJO LAS RAICES, cuya primera edición -hace tiempo agotada- selló Losada en 1956. Además, la publicación de hoy se enriquece con la palabra de un gran americano, MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS, quien, en lo alto de su ausencia, abre el volumen con precisa admiración, y la de GONZALO ZUBIZARRETA-UGARTE, seguramente el mayor y más claro estudioso de la obra del poeta, como lo certifica el Epílogo elaborado para la ocasión. Falta declarar la explicable satisfacción de la editora, por tratarse del primer libro de ELVIO ROMERO que nace a la luz de su patria, después de casi cuarenta años de militancia en el fragor de la poesía.
PRESENTACIÓN
Lo que caracteriza la poesía de Elvio Romero es su sabor a tierra, a madera, a agua, a sol, el rigor con que trata sus temas, no abandonándose ni un solo momento a la facilidad del verso, y el querer interpretar el drama de su país joyoso de naturaleza y triste de existencia, como muchos de nuestros países. Pocas voces americanas tan hondas y fieles al hombre y sus problemas, y por eso universal. Poesía invadida, llamo yo a esta poesía. Poesía invadida por la vida, por el juego y el fuego de la vida. Pero no la vida como la concibe el europeo, chato siempre ante nuestro mundo maravilloso y mágico, sino como la concebimos nosotros. Elvio Romero, como todos los auténticos poetas de América, no tiene que poblar un mundo vació con su imaginación. Ese mundo ya existe. Interpretarlo es su papel. Lo real es lo poético en América, no lo imaginado o ficticio. Y por eso se nos queda tanta geografía dispersa en flores, en astros, en piedras, en aves, cuando leemos los poemas de este inspirado poeta paraguayo. Por los intersticios de tanto prodigio como va cantando, se escapa el dolor de los pueblos, gemido y protesta, pero también esperanza y fe. Pero estos sentimientos y pensamientos nacidos del paisaje que se torna lúcido y que por momentos llegan a ser opresores, son rotos por el poeta que les "nombra". Romper el encantamiento "nombrándolos" es el arte de Elvio Romero, el encantamiento natural, ya que son transpuestos a sus poemas en el logro de otro encanto, el de la poesía, el sobrenatural. Sobre la naturaleza van sus versos arrastrando raíces de sangre viva, de vértigo, contraste y metamorfosis. Lo formal, si cuenta, cuenta poco en poetas en que hay una tempestad atronadora, en los cuales lo que se dice se expande y al expandirse crea o recrea, del mundo nuevo, su vibración auténtica.
(1956)
MIGUEL ANGEL ASTURIAS
EL HIJO DE LA TIERRA
Si me toca volver, si me tocara
volver a lo hondo, al haz de los rastrojos,
a lo hondo triste que encendió mis ojos,
a lo hondo cruento que labró mi cara;
si a mi propio nacer volviera para
remodelar mis raíces y despojos,
y tocando ese erial de fuegos rojos
mi propio origen, fuerte, me tallara:
volvería a cumplir el mismo rito,
volvería a cantar del mismo modo,
volvería a esplender el mismo nombre.
Pues arbolando siempre el mismo grito,
la misma luz transformaría todo,
¡la misma luz coronaría a un hombre!
EL CUERPO DE MADERA
Tienes, patria, las manos de madera,
todo el herido cuerpo de madera,
madera y resplandor;
el sudor como lluvia de madera,
de madera los huesos, de madera
dispuesta a resonar.
De madera la sangre
(¡chaparrón de madera!).
De madera los ojos
(cristal de la madera).
De madera los gestos
(sesgos de la madera).
¡Forestal capitán de la madera!
Te hicieron con guitarras de madera,
cajas de percusiones de madera
se rompen a tu andar,
tu mismo andar es playa de madera,
playa para las olas de madera,
de madera y calor.
De madera las uñas
(filos de la madera).
De madera los ojos,
de madera.
Y fibra y capitán de la madera,
¡de madera el amor!
Por eso tienes, patria, de madera
el puño vesperal, de una madera
difícil de quebrar,
la más clara esperanza de madera,
de madera encendida, y de madera
¡tu duro corazón!
LAS RAÍCES
De abajo,
desde abajo,
¡de allá abajo venimos!
De allá,
de las praderas,
de la más honda piedra, de la lluvia,
del revés de la lluvia;
del viento disparado en leguas tórridas,
del aire aquerenciado en leña y humos,
desde el punto inicial
de una raíz gloriosa, de allá,
¡de allá adentro venimos!
Aquí hay hombres que salen
de una dura corteza
(y son madera),
de aguas e inundaciones
(y son de agua),
de agricultura y riego
(y son semillas),
y hay hombres que son tierra,
que arrastran en la piel tierra adherida,
que tienen piel de tierra,
que tienen tierra en el costado, tierra
que les hornea el pecho,
que son tierra
¡que tierra son para encender la tierra!
¡Venimos desde abajo!
¿De muy abajo? ¿Acaso
desde el filón caliente de la sangre,
desde el fondo ardoroso de las lágrimas
o desde el mismo origen del sudor?
¿Desde el sudor venimos?
¿Venimos ya desde el sudor acaso?
¡Mirad nuestras banderas!,
mirad que vienen de la agricultura,
de muy adentro estas raíces
que deliran aquí, que trepan por nosotros,
que a nosotros adhieren savia y lluvias,
que aprietan nuestras venas,
que amarran nuestras manos,
que nos devuelven siempre
al tirón ancestral de nuestra sangre,
que nos habían,
que nos recuerdan que de allá venimos.
Venimos desde abajo.
¿De muy abajo? ¿Acaso
como el enigma puro de una flor luminosa
besada desde el fondo por labios milagrosos,
cada vez más de abajo,
de a lo largo del polvo de las hojas?
-¿somos raíces?-
cada vez más atados a la tierra,
¿cada vez más atados a las raíces?
¡Mirad nuestras banderas,
mirad que vienen de la agricultura,
desde la inmensa noche,
desde el día!,
¡desde el punto inicial
de una raíz gloriosa!
¡Temed que puedan encender la tierra,
mirad que vienen desde muy abajo!
EL SANTERO
Lacú, cara de miel, cabello cano,
temblándole, jadeante, la camisa,
fabrica santos, leve la sonrisa,
barcino guante de sudor la mano.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto,
con calor de melcocha por la frente,
lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".
Modela efigies rojas de madera,
pálidos santos de color de luna,
y le suenan los dedos como en una
llanura fatigante y forastera.
Cuando está airado, talla entre avatares,
y cuando alegre, hasta el taller se alegra,
se le envuelve la sangre en noche negra
si se le llena el alma de pesares.
Tales son sus desvelos; son tan fijos
sus labores, sus vértigos, sus sueños,
y es tanta la pasión de sus empeños
que tiene el rostro de sus propios hijos.
Lacú mira el vivir, sigue a la gente,
ante las vidas simples se emociona,
siente latir un gesto y lo aprisiona,
lo fija todo en su labor paciente.
De allí que cuando miran los vecinos
las figuras de palo en sus altares,
se ven, tal como son en sus hogares,
tal como son, jirones de caminos.
Para probar mejor lo que origina
dentro del puño como fuelle ardiendo,
se amarra al brazo enérgico un estruendo
de escopeta o cuchillo o carabina.
Si labra un santo, firme y despiadado
baña el cincel de fuego y agavilla
la gubia con cendal de maravilla,
fragor de tierra, semillar y arado.
Y si es santa, despierto en nuevo brío,
le da un soplo final mágico y sabio:
con flor de pacholí le pinta el labio,
las lágrimas, con gotas de rocío.
Y tanto se parece a sus criaturas
que él mismo es ya raíz, árbol, madera,
palpitación terrestre y verdadera
de cortezas con sol por vestiduras.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto
con calor de melcocha por la frente,
lo llama por allí la buena gente:
"Lacú, cara de miel, cara de santo".
CARA TALLADA
Fregado por la tierra en tal medida,
de tal manera a su tirón atado,
tengo cara de campo, cara herida
de semilla y sembrado.
Tanto me inunda su dolor de arcilla,
de roja arena y de surgente clara,
que hasta la propia tierra se arrodilla
madrugando en mi cara.
Cara de región grave y de llanura
encandecida, sorprendida, arada;
cara de cicatriz, tajante y dura,
pura y crucificada.
Tengo cara de pasto amaneciente,
de sol brillante en cuesta semillera,
cara de pan llevando ponla frente
la activa primavera.
Cara de grumo gris que al aire acuño,
cara de pana o paño de bandera,
cara rebelde levantando el puòo
de greda tempranera.
Con visaje sombrío, tengo oscura
cara de cárcel si a mi patria ofenden,
si con golpes le ultrajan la cintura,
la encadenan y venden.
Cara de sombras pongo si me sabe
a sal el polvo que a mi patria embiste,
cara de sombras que ya apenas cabe
sobre su mapa triste.
¡Y qué cara de alegre adolescencia
si irrumpen en pasión sus viejos ríos,
cara encendida, cara con presencia
de muchachos bravíos!
Cara de sangre, cara antigua para
fecundar el fulgor que al sol avanza,
cara labrada por las lluvias, cara
de rama y de esperanza.
Cara de soplo matinal, de hondura,
cara de pala en tierra verdadera,
cara tallada en viva agricultura,
cara de sol, de pan, de sementera.
ESCRITO EN OTOÑO
Madre mía, es la noche;
la airosa noche, madre, la noche de un otoño
que prolonga su triste joyel por los guayabos;
la noche sola, ufana, el distraído
silbo de la penumbra en las palmeras; ella, inmensa
aguardadora de la voz de tu hijo,
la que ha de verme humano como siempre a tus ojos,
inclinado al brasero de tu regazo inmenso.
Aquí estoy, madre mía, solo otra vez contigo,
todos oídos al claro temblor de tus palabras,
todo recogimiento junto al aromo tibio
de tu profundo corazón; así, contigo, en esta noche
en que te veo a solas, a solas con las cosas
que tú y yo recogimos a través de los días
nutridos de luz roja;
aquí estoy, madre mía, descubierta la frente
y con el mismo gesto caminante
que a tu cobijo urdía los sueños que conoces.
Llego hasta ti, en la noche,
con leve paso tardo de criatura que ensaya
agrupar en un puño todo el amor del mundo.
¿Que si apenas sonrío? ¡Cuántas, cuántas
deshabitadas noches labraron mi silencio!
- ¡noches que arrebataron de mis ojos al niño
que hubiera yo querido perder sólo en la muerte!-,
me dejaron visajes taciturnos,
revolar de mirada pensativa, insistente
melancólica arena entre los labios,
la misma mueca amarga de muchacho perdido
por los montes ayer, cazando estrellas.
He elegido este otoño
para rendirte cuenta de mis actos,
y tú me selecciones las perlas de la alforja,
diciéndote: he cumplido,
diciéndote que nunca desajusté mis pasos
de esos caminos rectos como el tronco de un árbol,
que nunca estos mis labios se apartaron del agua
generosa del cántaro más puro,
que prolongué en mi sangre la verdad de tu sangre,
que custodié con alma la lámpara que un día
pusiste entre mis manos, señalándome un norte
de sencilla conducta ante la vida.
Debo decirte a ti, junto al sendero
de claridad lunar, pequeña madre mía:
yo no he bebido nunca el vino adulterado
de las alevosías,
no embadurné la boca por los odres sombríos,
no conjuré divinidades falsas;
quise poblar el mundo de opulentos graneros,
soñé para los hombres los frutos capitales,
busqué trazarles rumbos sin duras peripecias,
busqué prenderles alas,
y llegar a este término de acogerme a tu pecho,
ganado el galardón de hablarte a solas.
A solas, madre mía, ante el otoño
-gran sonajero de murmurio y tiemblos-,
a solas, sin que nadie me escuche ni te escuche,
nombrándote a los míos; a los míos, a aquellos
que posaron la palma de la mano en mis hombros,
los que nos fueron fieles en la dicha y la pena,
y que hubieran querido, como yo, en esta noche,
cantar en ti a la madre de todos sus desvelos.
Guarda tú las reliquias:
de los antepasados; guárdalas; madre mía,
guárdalas en el hondo zarzal de tus recuerdos,
cúbrelas de silencio, que se arrumben los cofres
en el gris meridiano de nuestro patio humilde,
y que en tu mano vuelvan las bujías
nuevamente a alumbrar los aposentos.
Acógeme, entretanto,
tiéndeme a tu costado, en las almohadas
como antaño otra vez, como en los días
de copiosa quietud, de gestos, de palabras
que asistieron también con su inocencia
a toda la creación del universo.
LA COPA DE LA PAZ (BRÍNDIS)
¡Alcemos esta copa, mis amigos! ¡Que suene
en nuestras manos firmes su prestigiosa lumbre
y, exprima un zumo vivo de azul viñatería;
que su profunda y clara transparencia se llene
de resonancias hondas, y se encienda y alumbre
nuestras tierras ardientes con su mensajería!
Alcemos esta copa, la más antigua y pura
copa de temblor claro que la patria elabora
-copa del corazón, de terracota altiva-,
copa de paz que ofrece con cándida hermosura,
copa labrada en hornos de semilla sonora,
al ras de una llanura candente y encendida.
Bebamos de esta copa paraguaya, ofrecida
por estas manos rudas, por los callados hijos
de la selva, el quebracho, la terrestre dureza;
copa de bordes tibios, de arcilla conmovida,
con el cuenco inclinado al horizonte, fijos
sus nuevos manantiales por cauces de pureza.
Con esta copa sola podrá secarse el llanto,
tejerse un hondo nido de amor a las parejas
de pájaros, que afirman su vuelo entre las luces;
con esta copa sola derrotarse al espanto,
lavar nuestros senderos de vértigos y rejas
librando a su habitante de cárceles y cruces.
Que el árbol tenga paz. Que el árbol fuerte tenga
tranquilas sus raíces, de esplendores ilesos,
que nada hiera el fondo de su hondura severa;
que en paz la tierra dura le aliente y le sostenga,
que el aire en paz le alhaje con pétalos y besos
sosteniéndole el viento la rama duradera.
¡Alcemos esta copa, sea la bienvenida
al merecer por siempre nuestra fe y alabanza;
que pechos leñadores sostengan su armonía;
alcemos esta copa prohijando a la vida,
alcemos esta copa de infinita esperanza,
esta copa sedienta de luz y de alegría!
COLOR DEL ALBA
Para el hombre que trabaja
y en los montes deja el jugo,
se enciende un alba de yugo,
cuchillo, caña y baraja.
Decoración de las parras,
campos, casas y viñedos,
sol y música en los dedos,
el alba de las guitarras.
Si es muda ceniza, cobre
que no brilla ni resuena,
triste, vendida y ajena,
es alba de gente pobre.
Fulgor de un hacha violenta
que al pueblo arroja de bruces,
sembrando el suelo de cruces,
¡alba de sangre y de afrenta!
Revienta salvas de vinos,
de horror en su laberinto,
puñal sangrante en el cinto
si es un alba de asesinos.
Herrumbrando los llaveros
sobre los hombres dormidos,
frior de rifles tendidos,
¡alba de los carceleros!
Capitán de resplandores
que echa flores y claveles,
vino puro en los manteles
¡el alba de los cantores!
Alba destilada en rachas
de perfumados jazmines,
alba de amorosas crines:
¡el alba de las muchachas!
Y hay hombres que entre los dientes
llevan albas de emociones,
albas de hermosas canciones,
¡albas de los combatientes!
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COLOR DEL ALBA
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