DECISIONES...
Cuentos de LUCÍA SCOSCERÍA DE CAÑELLAS
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
[Encarnación (Paraguay)],
[Editorial El Mercurio], [1998].
PRÓLOGO
El departamento de Itapúa es una privilegiada región de nuestro país donde la consolidación de las colonias multiétnicas presenta un pluralismo cultural y con el florecimiento de su diversidad va profundizando un proceso de integración entre el teko ñande' reyva de la inmigración y el ñande reko nacional. Encuentro de culturas que se ha iniciado con el evangelizador San Roque González de Santa Cruz y los aborígenes, al son de la peregrina sinfonía de las vertiginosas aguas del río Paraná.
La ciudad de Encarnación florece en un clima de fulminante explosión de nuevas realidades que la enfrenta a desconcertantes e imprevisibles transformaciones. Además del pluralismo cultural, tiene gravitaciones inexorables el Puente «San Roque González de Santa Cruz» y la represa hidroeléctrica «Yacyretá». La selva húmeda y prodigiosa que durante siglos fue Itapúa se estremece en un ritmo de progreso notable, y tal vez dramático, al abandonar a su suerte a los habitantes más indefensos, en el decisivo juego de los intereses creados.
La integración cultural multiétnica que va estructurando la identidad de la región sufre el impacto de la desigualdad que origina el progreso, en el cual no tiene protagonismo el desarrollo humano y el bienestar común. O lo tiene en un nivel que aún resulta insuficiente.
Con todo, en la ciudad de Encarnación, crece una inquietud cultural que se traduce en múltiples manifestaciones. En el plural espectro de las mismas, la literatura se abre camino.
Lucía Scosceria de Cañellas, con apasionada convicción, rescata en la literatura la memoria de su comunidad. Con profunda sinceridad penetra en la condición humana de sus personajes para construir sus narraciones. En este sentido, para la escritora, narrar es ir al encuentro de la realidad que transcurre en la ciudad de Encarnación o si se quiere, en el departamento de Itapúa. En su imaginación habitan los habitantes de su ciudad. Y la ciudad habita en su imaginación, con su ayer, su hoy y su mañana.
Lucía se identifica con su ciudad. Y la ciudad le impregna con su identidad. Con sus barrios, con sus familias, con sus matrimonios, con sus niñas y sus niños, con sus ancianos y sus ancianas, con sus estudiantes y sus empleados, con sus atletas y sus fantasmas.
Lucía Scosceria de Cañellas tiene la virtud de penetrar en el ser de los personajes que narra. Y tiene la virtud de integrarnos a la vida del acontecer que narra que de pronto es también el acontecer de nuestra vida. Para la escritora, narrar es compartir la fiesta de la vida. Y al decir vida, también estamos diciendo su fin, cuando sobreviene la fatalidad.
Los cuentos que en este libro se reúnen son vidas que se cuentan. A medida que las vidas transcurren se van diciendo con una intensidad, entregando en cada palabra la clave de su pasión, de su esperanza, de su frustración o su alegría. Desearían tal vez esas vidas, contar con más de sí mismas, pero los cuentos también son vidas que tienen un origen y tienen un fin.
Lucía Scosceria de Cañellas nos hace respirar el cielo y la comunidad de Encarnación en sus cuentos. Cuentos que identifican realidades de la condición humana.
Tal vez el más firme testimonio de la literatura encarnacena en nuestros días.
GABINO RUIZ DÍAZ TORALES(Rudi Torga)
Director Departamento de Cultura Popular
LA CANCIÓN DE LA POBRE MARÍA
María apenas había conciliado el sueño. Se despertaba cada hora y salía a mirar a qué altura había llegado el agua en el lugar donde antes había estado la calle.
El río Paraná había llegado a lamer el escalón que separaba a la vereda de la puerta de madera carcomida de su humilde casa.
Notó que sus vecinos también estaban despiertos. Voces y murmullos ininteligibles se confundían con los sonidos propios producidos por el río, protestando tal vez porque el hombre había decidido darle un camino diferente al que le había dictado la naturaleza por tiempos inmemoriales.
Tenía veintiocho años, pero aparentaba muchos más. Los sufrimientos en la infancia y la adolescencia le marcaron el rostro, curtiéndolo y arrugándolo prematuramente.
Una tira oscura del horizonte cedió su lugar a otra de un color más claro que la anterior, en cada metamorfosis los tonos se volvían más alegres, hasta que el alba, con pies ligeros, tomó el lila y lo convirtió en fucsia, rosa y naranja. El cielo adquirió un matiz magenta después de dejar al violeta.
Sería un día claro y soleado.
Salió al patio. Buscó el brasero y le colocó unos carbones, bajo los cuales puso una hoja de un diario viejo y unas ramitas secas. Acercoles un fósforo y trató de encenderlos.
Cuando el humo grisáceo amenazaba extinguir la débil llama, acercaba el rostro al carbón y soplaba con todas sus fuerzas a fin de que no muriera.
** Al (sic) tenía el fuego encendido. Se prendió con chispas danzarinas que emitieron chasquidos groseros, como besos de comadres.
** Trajo de una caja de pino que hacía las veces de fiambrera, una gran pava negra, le cargó agua del balde que había juntado el día anterior y la puso a calentar.
** Diez minutos más tarde, la claridad de los rayos solares besaba todo los objetos que se ponían a su alcance y con su ósculo, se delinearon con precisión todos los elementos del paisaje.
** Casas pobres, caminos llenos de barro, animales que buscaban alimentos, cerdos que caminaban o rodaban en el lodo, gallinas y pollos que piaban, la vaca Águeda de doña Tomasa, que mugía mientras era ordeñada.
** Los sonidos peculiares en un barrio marginal. El llanto de un niño. Los gritos de una persona mayor. La mañana se pobló de ruidos como una plaza de fiesta.
La figura familiar del viejo puente que los unía con la ciudad, donde todos iban para rebuscarse a fin de encontrar changa, emergía fantasmal sobre la niebla, como si fuese el vómito de alguna boa constrictora.
** María estaba pasando momentos muy difíciles. No sólo porque era madre soltera y debía trabajar y criar al mismo tiempo a sus dos pequeños, sino porque la tecnología la había dejado sin trabajo.
** Ella se había ganado la vida lavando ropa ajena. En la ciudad le pagaban bien por su trabajo, pero poco a poco lo perdió y todos le daban la misma explicación, como disculpándose.
** -Me compré un lavarropas automático.
** No se desesperó. Los proxenetas del barrio le ofrecían el oro y el moro si ella aceptaba trabajar para ellos, pero no les hizo caso y nunca decayó su espíritu.
** Encontró otras actividades que convirtió en sustento para sus hijos.
** Recogió botellas vacías de los basurales y las vendía a una embotelladora. A veces las compraba y otras, si tenía suerte, se las regalaban. También juntaba cartones que llevaba donde un camión pasaba cada tarde y se los compraba.
** Pero ahora quedaría sin techo.
** La gran represa de Yacyretá que se estaba construyendo aguas abajo, traería el progreso y el bienestar al pueblo, según los políticos, daría energía al país y éste la vendería con lo cual traería divisas a la región. Los responsables de la empresa hidroeléctrica se apresuraban a explicar que no era suya la culpa de la crecida de las aguas, ya que aún no habían cerrado las compuertas. Se debía a la naturaleza.
** ¡Pobre naturaleza, la hallaron culpable, pues había desatado tantas lluvias torrenciales en el Matto Grosso!
** A María no le interesaba ninguno de esos argumentos. Ella temblaba ante la idea de no tener dónde cobijar a sus hijos.
** El Gobierno había dicho: la hidroeléctrica debe reubicarlos.
** Los empresarios decían que todavía no estaban en la cota que exigía la relocalización.
** Los oleros que tenían sus casas en la orilla del río hacían manifestaciones de protesta porque los empresarios los llevarían a un lugar donde no habría arcilla de la misma calidad que la que dejaban en su tierra y con la que hacían tejas y ladrillos, trabajo que daba comida, educación y salud a sus hijos.
** Pero el río había crecido tanto que puso fin a todas las discusiones. Todos debían irse de ahí. No sabían por cuánto tiempo.
** -Mamá, mamá, ¡tengo hambre!
** -Sí, mi amor, ya va tu mamá. -Buscó unas galletas que había guardado la noche anterior y se las llevó a sus dos hijos: Martín de cinco años y Juanita de cuatro.
** -Mamá, tengo hambre -canturreó Martín, remedando a Juanita.
** -Comé tu dedo grande -respondió María.
** Era un juego que siempre jugaban. Había nacido en forma jocosa.
** El año pasado, mientras ella lavaba la ropa en el río, Martín le había pedido algo de comer. Cuando ella dijo que le esperara un poquito, que ya prepararía el almuerzo, él volvió a quejarse.
** -¡Mamá, mamá, tengo hambre!
** Y ella, siguiendo el estribillo que había aprendido en la escuela cuando era pequeña, le había respondido:
** -Comé tu dedo grande.
** Ella iba a continuar con la canción cuando él, inocentemente, dijo:
** -¡Pero, me duele!
** Se había mordido el dedo siguiendo la orden de la mamá.
** Quedó como una anécdota de la niñez de Martín.
** Siempre cantaban:
** -Mamá, mamá, tengo hambre.
** -Comé tu dedo grande.
** -¿Y si me da calambre?
** -Comé alambre.
** Desayunaron el cocido que ella preparó con la yerba. Le agregó un poco de leche en polvo. Mientras ellos comían recogía sus escasas pertenencias.
** Los camiones de la Municipalidad pasarían a recoger a las personas que no tenían otro lugar donde vivir.
** Muchos fueron a casa de parientes, en otros barrios y otros fueron trasladados a un caserón gigante que alguna vez fue una gran fábrica.
** Cada tres metros extendieron bolsas de plástico negro, separando así los lugares que le correspondía a cada familia.
** Se hicieron letrinas y se consiguió luz del estado.
** Pasó el tiempo. Una semana, dos.
** El río no bajaba. La fábrica se convirtió en una ciudad donde vivían mezclados más de cien individuos.
** Cuando volvían de la ciudad, María y sus hijos cultivaban una huerta en un recodo del enorme patio. Mientras trabajaban cantaban y reían. El viento traía retazos de su canción, que todos repetían sonriendo:
** -¡Mamá, mamá, tengo hambre!
** -Comé tu dedo grande.
** -¿Y si me da calambre?
** -Comé alambre.
** Y pronto tuvo verduras que compartió con mucha gente.
** Cada vez eran más numerosos los «damnificados» como se los llamaba a los que quedaban sin hogares por la crecida del río, por lo que las autoridades del lugar habilitaron otro galpón y lo dividieron en secciones.
** Una noche vino una gran tormenta. Las luces se habían apagado. Un ruido inmenso vino de la Sección A. Todo el gentío estuvo de pie para ver qué había pasado.
** Lloriqueos de niños se confundían con los horribles truenos y los zigzagueantes relámpagos.
** Por fin amainó la lluvia. Fueron a ver todos cuál había sido la causa del estruendo.
** Habíase derrumbado gran parte del techo.
** ¡Gracias a Dios nadie había muerto!
** De milagro se habían salvado los miembros de la familia Benítez.
** Políticos opositores al Gobierno aprovecharon la oportunidad para arreciar con las críticas destacando la miseria y la falta de apoyo a la gente pobre, pero tampoco ofrecían algún tipo de ayuda.
** El ejemplo de María con la huerta creció rápidamente.
** Otras familias comenzaron a cultivar una porción de tierra y tuvieron sus verduras y legumbres.
** Todos sabían cuándo María cultivaba su huerta. Cantaba con sus hijos:
** -¡Mamá, mamá, tengo hambre!
** -Comé...
** Pasaron tres meses. El río había vuelto a su nivel normal. Muchos habían regresado a sus hogares. Pero María y otras personas, cuyas casas estaban construidas con cartones y otros elementos precarios, habían desaparecido con las aguas, optaron por quedarse en los galpones de la fábrica.
** Una noche, el cielo se oscureció con nubes bajas y oscuras. A lo lejos se oían truenos y se veían relámpagos azules cortando el horizonte.
** Fuertes vientos sacudieron las copas de los árboles, algunos se derrumbaron quedando con las raíces al cielo como brazos pidiendo misericordia.
** Se había desconectado la electricidad y la oscuridad sólo se veía rota por la luz poderosa de algún rayo.
** Un sonido estremecedor sacudió los galpones. Todos quedaron con el corazón en vilo. Había caído alguna pared o techo.
** El viento amainó de golpe. La lluvia torrencial perdió su fuerza y dio paso a una llovizna persistente, pero mansa.
** En silencio, los habitantes del lugar fueron a investigar qué lugar del galpón había cedido.
** Era la Sección donde vivía María. Se la veía destechada y parte de la pared había desaparecido.
** La madrugada llegó fría y plomiza.
** Los bomberos retiraron los escombros hasta que aparecieron los cadáveres.
** Eran diez.
** Algunos estaban irreconocibles. Sólo tres fueron rápidamente identificados. María abrazando a sus dos hijos.
** Unas tablas habían evitado que sus cuerpos fueran aplastados, pero no pudieron evitar la muerte por asfixia.
** El velorio fue triste.
** A la noche volvió a llover. Cuando pasó la lluvia, se elevaron en el patio, cerca de la huerta que había sido de María, voces familiares.
** -¡Mamá, mamá, tengo hambre!
** -Comé tu dedo grande.
** -¿Y si...?
** Desde ese funesto día, los parias que aún habitan ese lugar, saben que cuando llueva, oirán voces cantando «La canción de la pobre María».
GENTE FINA
El rostro amarillento de doña Ana emergía del ataúd con una expresión severa. Sus labios muy finos se veían apretados y morados, como si tuvieran el deseo de evitar que salieran de ellos palabras que debían ser prisioneras en su boca.
Su nariz aguileña lucía desmesurada en su cara ahora rígida y fría. La muerte no había borrado ese rictus de prepotencia que tuviera en vida y parecía como siempre, enojada por algo o con alguien.
El olor de los crisantemos llenaba el recinto y se mezclaba con el de la cera de las velas encendidas.
-Mis pésames.
-Gracias -respondió Luis con un tono emocionado.
Josefa, su esposa, correspondió a las condolencias con un abrazo, sin derramar ninguna lágrima.
-¿Quieren tomar café o té? -preguntó servicialmente a las mujeres.
-Té para mí -dijo Rebeca, haciendo un ademán con sus dedos, vestidos casi todos ellos con anillos de oro.
-Para mí, café, gracias -pidió Ofelia en tono amable.
A pesar de que Josefa vivió toda su vida en el campo y se había casado sin terminar la primaria, estaba muy bien vestida con su pollera y camisa negras. Sus zapatos eran bajos, pero elegantes.
De todo eso se percató Ofelia, hermana mayor de la finada. Su parecido con ella era innegable, especialmente los labios finos y la nariz ganchuda.
Tomó asiento en el sillón que le habían ofrecido y se volvió a su hermana Rebeca para comentarle en voz baja:
-Ojalá que el café sea bebible, porque por estos lares no sabemos cómo lo harán.
-¿Te fijaste en la esposa de Luis? Se nota que es una campesina que se las quiere dar de gran dama.
-Sí, se ve enseguida que es gente tan común. -Y acomodó su enorme humanidad en el sillón, que a pesar de ser de sólida madera emitió un tenue quejido de protesta ante el gran peso de su ocupante.
-Con razón murió tan pronto Ana. Su único hijo, casarse con una empleada doméstica, para colmo del campo. Seguro que es analfabeta.
Guardaron silencio bruscamente ante la llegada de Josefa. Tomaron el café en silencio. La gente iba y venía. Algunos tomaban las manos de la muerta y movían los labios orando en silencio, luego se retiraban hacia algún rincón de la sala. Se oyó el rosario como una letanía. Las hermanas también rezaron.
-Si quieren descansar un rato antes de la cena, sus habitaciones están listas.
-Gracias, querido.
Se levantaron con cierta dificultad y siguieron al joven que las llevó a un corredor que daba a varias puertas. Se detuvo en la que estaba al fondo y les abrió para hacerlas entrar.
-El baño queda a la derecha. Si necesitan algo, pídanlo.
Se prepararon para el baño. Ofelia fue la primera en bañarse. Cuando volvió, dijo a su hermana:
-¡Ay, yo no podría vivir aquí sin agua corriente!
-Deja ya de lamentarte -dijo Rebeca.
La pieza era amplia, de unos quince metros cuadrados. Tenía dos camas antiguas y una cómoda con un espejo cuadrado en la parte superior. Un ropero de cuatro cuerpos tomaba toda la pared de la derecha. Una ventana abierta dejaba entrar un viento suave del este.
-Pero... ¡qué idea de mal gusto la de alojarnos en la recámara de Ana! -dijo Ofelia.
-Creo que no puedes ser tan delicada con el hospedaje. Son gente de campo, no conocen normas de etiqueta, no todos son de nuestra alcurnia -repuso Rebeca mientras se dirigía a bañarse.
Ambas mujeres estarían ya en su sexta década y se les notaba.
Josefa no podía disimular el alivio que sintió al recibir la noticia de la muerte de su suegra, aunque no se lo demostró a su marido. Tenía la sensación de que le hubieran sacado de los hombros una carga muchas veces superior a la que ella podía soportar.
Se vio a sí misma, tres años antes, cuando acudió a la casa de la señora a solicitar trabajo como doméstica.
Sus deseos de realizar bien las tareas, su empeño nunca reconocido por la déspota mujer.
Pero el sueldo era bueno y lo soportaba todo.
Dos meses después todo cambió. Para ella, no para doña Ana.
Su hijo Luis comenzó a cortejarla. Se sintió halagada y temerosa. Pero sobre todo tan enamorada que nunca pudo decir «no» al joven.
Vivía como en un sueño, hasta que la pasión fue descubierta por la mujer.
Antes de echarla la trató como una piltrafa y la humilló lo indecible.
-¡Mosquita muerta! ¿Por qué no ponés los ojos en los de tu clase?
Los insultos y los improperios fueron tantos que trató de olvidarlos para no vivir odiándola. Ella amaba tanto a Luis que jamás le dijo nada. Ni siquiera sobre su embarazo.
Cuando él volvió del trabajo y se enteró de lo ocurrido fue a buscarla a Capitán Miranda, se internó en la campiña y, preguntando, llegó hasta la casa de Josefa.
Cupido había hecho un centro total en su corazón. Un mes después se casaron.
Doña Ana puso el grito en el cielo, no asistió a la boda y como represalia, vendió la enorme casa y la estancia que tenía en las afueras de la ciudad.
Liquidó sus bienes y fue al Canadá a vivir con su hija mayor.
Luis trabajó con ahínco en el banco de la localidad.
Por medio de un préstamo construyó una casita donde vivía feliz con su mujer y su hijita Jorgelina.
Pasó un año. El correo trajo una carta de doña Ana. No era feliz en Canadá. Su hija Miguela pasaba todo el día en su trabajo y sus nietos no hablaban ni una palabra en español, por lo que se sentía muy sola y había decidido volver a Asunción.
Así lo hizo. Volvió y se mudó con sus hermanas Ofelia y Rebeca.
Dos meses después recibió otra carta donde ella decía extrañarle mucho y lo perdonaba por haber cometido un desliz tan grande.
Luis contestó diciendo que la seguía respetando y amando, pero que ella debía respetar también a su familia.
La correspondencia fue más fluida. Cada mes se recibía una carta de la mujer. Las últimas hacían veladas alusiones sobre volver a vivir en Encarnación y su arrepentimiento estaba latente sobre la venta de la casa.
Un tiempo después expresó claramente su deseo: volver a vivir con su hijo, pues no se llevaba bien con sus hermanas.
Luis no tenía el coraje de pedirle a su esposa que recibiera a su madre. No obstante, él se sinceró y ella, con su bondad natural dijo que el pasado estaba olvidado y no lo separaría de su madre.
Fue así que doña Ana volvió a vivir con su hijo y su familia.
La diabetes la había dejado ciega y sus hermanas la habían dejado sin dinero. Sólo había conservado sus alhajas, algunas ropas finas y dos relojes de mesa, muy caros, que habían sido regalos de su hija.
Tuvo una pieza privada y vivió con ellos como si nunca hubiera habido un altercado en la familia.
Pero la muerte llegó una mañana y se la llevó.
Luis había dado la noticia a sus tías, quienes se apresuraron a viajar para acompañar a la difunta en su último viaje.
Josefa tenía veintitrés años. Era bondadosa, bella y simple.
Amaba a su familia.
Siempre tuvo el deseo de estudiar y ser alguien más para no desentonar con su marido, que tenía una instrucción universitaria.
Cuando habló con las tías de su marido sintió que eran personas muy finas, que vestían y hablaban muy bien y que le gustaría ser como ellas.
Fue a preguntarles si necesitaban algo y ellas les dijeron que estaban muy bien y que les gustaría que ella les contase sobre los últimos días de su «amada hermana».
Josefa quedó ante un terrible dilema. ¿Debería decirle a estas elegantes y amables damas lo que doña Ana decía de ellas cuando las recordaba? ¿Cómo tomarían ellas las palabras de la finada? Pues no se cansaba de repetir que eran personas muy educadas, pero que sus cuidados duraron mientras duró su dinero, que éste terminó más rápido de lo que debía y que ellas se lo habían robado descaradamente. Aunque doña Ana hablaba mal de todos y no siempre decía la verdad.
-Ella siempre tenía deseos de visitarlas, días atrás dijo que si mejoraba de salud iría a Asunción para pasar unos días juntas. -Josefa estaba mintiendo tan descaradamente que ella misma se sintió sorprendida.
-Sí -dijo Ofelia-. Éramos muy unidas las tres. Nuestros padres nos dieron una buena educación y en ella siempre nos inculcaban que la familia siempre debe estar unida y sus miembros deben ser leales entre ellos.
-¡Ay, mi querida Ana! ¡Ya no estarás con nosotras! -un sollozo salió angustiado de la garganta de Rebeca mientras abrazaba a su hermana.
Josefa las dejó solas. Fue a la sala, donde la gente se estaba aglomerando. Su marido se encontraba con el rostro pálido y ojeroso.
Mientras maquinalmente atendía a los vecinos, amigos y compañeros de trabajo de su marido, pensaba que terminaría la primaria. Después etiqueta y buenos modales.
Sí, quería ser como las tías de Luis, tan finas, tan bien vestidas, con una conversación tan interesante.
El día amaneció lluvioso para despedir a doña Ana de este mundo. Las hermanas lloraban en silencio, mientras secaban sus ojos con diminutos pañuelos de encaje blanco.
Luis dejaba que las lágrimas salieran libres de sus ojos despidiendo a su madre.
Una larga caravana fue hacia el cementerio.
El regreso fue callado. Luis y Josefa lucían cansados y tristes.
-Se fueron las señoras -dijo Pablina a Josefa cuando llegó a la cocina.
-¿Cuándo?
-Hace una hora por ahí. Me pidieron que les despidiera de usted y de Luis, porque el ómnibus no les daba tiempo a hacerlo.
Josefa se dirigió hacia la habitación donde habían estado las hermanas.
Le pareció de muy mala educación que no se hubieran despedido, porque a pesar de no tener instrucción, siempre supo que al retirarse de una casa se debe despedir de los dueños.
No señor, eso estaba muy mal. Pero... tal vez habrían dejado una carta disculpándose. ¡Claro que sí, eso era!
Pero no, no había ningún sobre en la pieza. Tampoco estaban los relojes de doña Ana y ninguna de sus alhajas. También faltaban los vestidos de la finada y su juego de porcelana.
Josefa decidió dejar en suspenso sus deseos de seguir el curso de etiqueta. Después de todo, pensó con filosofía, no todo lo que brilla es oro.
LA APUESTA
Era un viernes trece. A nadie le llamaba la atención la fecha, ya que en el Paraguay el día supersticioso era el martes trece. Pero como los films norteamericanos habían saturado el mercado con películas de horror sobre el tema, no faltó que algunos de los muchachos de la barra dijeran:
-Che, hoy es viernes trece.
-¿Y qué?
-Bueno, podríamos jugar de una vez «el cruce».
Me pregunté por qué un viernes, pero Noli enseguida dijo:
-Me parece bien, así el que gana puede tener un fin de semana divertido.
Los sábados íbamos a la disco, a cualquiera de las muchas que habían proliferado en la ciudad, en la década del noventa.
Pipón preguntó si podía llevar a un amigo que había venido de Posadas, a lo que contesté que sí, siempre y cuando tuviera el dinero para pagar la apuesta.
En realidad, era algo infantil nuestro juego.
Una semana atrás, había ocurrido un suceso raro en la comunidad. Los medios de comunicación, buscando una noticia sensacionalista, habían publicado un hecho algo morboso: Un vecino de la ciudad, muerto trágicamente en un accidente de tránsito, había sido enterrado el mismo día del suceso. El finado, de nombre Egidio, había sido colocado en el panteón de su familia.
Todo normal hasta aquí, pero el boom se dio cuando el encargado del cementerio, llamado Fulgencio, dijo que se oían sonidos raros que provenían del ataúd. La gente comenzó a difundir el rumor, hasta que llegó a la prensa.
El cuidador, encantado de aparecer en la televisión, afirmó que había oído voces que llamaban a una tal Atilia, que resultó ser la viuda de Egidio.
Tanto se habló del hecho, que el juez de paz se presentó en el lugar para ver qué de cierto había en los comentarios.
Frente a la autoridad, Fulgencio no tuvo empacho en narrar los tipos de ruidos que había oído: uñas raspando el ataúd, voces ahogadas y lamentos constantes.
Cuando se abrió el panteón, se oyó un murmullo apagado de asombro de los presentes. El féretro tenía en la parte superior un vidrio que se hallaba roto en toda su extensión.
La viuda cayó en brazos de su compadre, que gracias a Dios era corpulento y pudo evitar que cayera al suelo y los periodistas se agolparon para obtener una buena fotografía, pero el juez y el médico forense calmaron a todos diciendo que los ruidos oídos con anterioridad se debían a los fluidos del cuerpo, del cadáver en descomposición, metido en un cajón más pequeño que su ocupante.
A pesar de las explicaciones científicas, la mayoría de la gente no creyó nada y afirmaban que a Egidio se lo había enterrado vivo, víctima de un ataque de catalepsia.
Bueno, el tema era que habíamos leído todo lo que se había publicado sobre el asunto y el pueblo era un hervidero de chismes y conversaciones sobre los aparecidos y cosas por el estilo.
Cuando estábamos estudiando en la casa de Noli, las mujeres de la casa no dejaron de comentar la noticia.
Nosotros nos reíamos con incredulidad y burla, hecho que molestó a Doris, que enfadada, nos dijo que si éramos tan valientes no tendríamos reparos en cruzar el cementerio a las doce de la noche, sin ninguna luz, en toda su extensión de norte a sur.
Con risitas melifluas y burlonas, aseguramos que eso sería lo más fácil para nosotros y que lo haríamos cuando ella quisiera, como para que dejara de hablar sobre el tema, que a esa altura, ya nos tenía cansados. Pero en vez de terminar ahí la conversación, se le unió su amiga Corina, una chica que era toda una belleza y de la cual casi todos estábamos medio enamorados. Ambas insistieron en que no nos atreveríamos a hacerlo, que no teníamos las agallas suficientes.
Vimos que la cosa iba en serio, por lo que aceptamos la apuesta.
Las chicas trabajaban en venta de publicidad y tenían siempre efectivo. Se establecieron las bases de la apuesta: además del dinero, el que perdía debía pagar tres semanas seguidas la entrada en la disco. En la mente del grupo había más cosas para pedir, pero por respeto a la familia nos contentamos con eso. Ellas nos seguirían en auto hasta la entrada del campo santo, que tenía una extensión aproximada de dos hectáreas. Darían la vuelta a la manzana y nos esperarían en la parte norte, para corroborar que habíamos cruzado realmente.
Nos avisamos todos los participantes que esa noche se realizaría el cruce, como quedamos en llamarlo y que pasaríamos por ellas a las once para que fueran testigos.
Cerca de la hora llegó Pipón con un morocho de ojos brillantes y cejas muy anchas que supusimos era el posadeño. Noli estaba conmigo desde las nueve, haciendo unos trabajos que nos había pedido la profesora de Lógica. Mis padres ya estaban dormidos.
Subimos todos al auto y enfilamos hacia la casa de Corina. Salió a recibirnos con su hermana mayor, de unos dieciocho años, a quien llamábamos 'Lechuza' por sus párpados caídos que le daban a sus ojos saltones la apariencia de un búho. Doris estaba callada hojeando una revista en la sala.
Llegamos en los dos vehículos al campo santo. Éste se encontraba como en todos los pueblos viejos, en las afueras.
Nos bajamos dispuestos a demostrar a las muchachas que no teníamos ningún miedo de fantasmas ni aparecidos.
Pero allá muy adentro, sentía un extraño temor supersticioso por lo que haríamos, tal vez influenciado por los hechos comentados sobre la muerte de Egidio, o el día viernes trece que me estaba trabajando en el fondo. Me di cuenta que la mirada risueña de Pipón encerraba miedo disfrazado con risitas nerviosas.
Noli tenía el rostro taciturno a pesar de estar bromeando y sus ojos vivaces y expresivos parecían huidizos. Para colmo de males, una neblina tenue, casi igual a las que solíamos ver en las películas de terror comenzó a levantarse del suelo. Tensos, nos trasladamos todos hasta el gran portón del sur.
Las chicas esperaron que nos introdujéramos por la parte superior del enorme portón de hierro negro que impedía la entrada, ya que estaba cerrada.
Con el motor encendido, ellas nos vigilaban.
Recuerdo que Noli dijo que no tenían necesidad de hacerlo, pues para salir por el lado que ellas habían elegido, no había otra opción que cruzar todo el cementerio de sur a norte.
El último en saltar fue Pipón, que cayó mal y se dobló un tobillo. Cuando todos estuvimos adentro, nos dirigimos hacia el camino mayor, que en forma zigzagueante, nos llevaría al lugar de salida. Nos dirigimos lentamente hacia allí.
Al momento, nos quedamos helados por el susto.
A nuestra derecha, a unos diez metros bajo los tupidos cipreses mezclados con frondosas obenias y altas moras que obscurecían más si se quiere el lugar, divisamos una pequeña luz que se prendía y apagaba.
-¡Yo me vuelvo! -dijo con voz cargada de espanto Noli, iniciando la vuelta.
Pipón lo tranquilizó diciendo que no pasaría nada ya que la luz que nos había asustado, prendiéndose y apagándose en la oscuridad, era sólo una luciérnaga, que inocente al terror que nos había hecho pasar, se deslizaba a ras del suelo como un pequeño relámpago de plata.
Seguimos caminando en un apretado grupo, en fila india, porque la senda era estrecha. Apenas nos distinguíamos unos a otros debido a la oscuridad que era espesa bajo los árboles y me maldije en voz baja por haber aceptado venir sin linterna.
Una música suave se elevó sobre la niebla y llegó apagada hacia nosotros. Una ráfaga de viento la hizo audible perfectamente para todos. Nos detuvimos en seco y quedamos oyendo: Traté de mantener quieta mi pierna derecha que con iniciativa no muy oportuna quiso temblar por el miedo que mi cuerpo estaba sintiendo.
-¡Es la «Quinta Sinfonía de Beethoven», «No temo a la muerte»! -dijo Noli con un susurro apenas audible, donde se mezclaba la admiración, la curiosidad y sobre todo el pavor.
Sólo a un melómano como a él se le ocurriría darnos el nombre de la pieza musical que estábamos oyendo, en instantes como esos.
-¿Qué hacemos? -dije tratando de dominar el temor en mi voz.
-Seguimos -dijo por primera vez el amigo de Pipón. Y adelantándose a todos, se colocó a la cabeza de la fila y dando el ejemplo se dirigió directamente al lugar donde se hacían cada vez más audibles las notas musicales: Un alto panteón.
Súbitamente dejó de oírse la melodía. Volvimos a quedarnos quietos. Nuestro valor quedó muy mal parado, cuando ante el sonido de unos pasos que se arrastraban directamente hacia nosotros, prorrumpimos en un grito agudo, involuntario, muy parecido a los aullidos histéricos de una damisela.
-¿Quién anda ahí? -se oyó una voz grave, cavernosa, como de ultratumba, emergiendo detrás de un breve círculo de luz artificial.
No supimos qué contestar o no pudimos, debido al terror que nos dominaba.
-¿Cómo entraron aquí y a estas horas? -volvió a oírse la voz, ahora ya familiar para mí.
-¿Usted es don Fulgencio? -atiné a interrogar.
Cuando contestó afirmativamente suspiré con alivio. Nos dijo que estaba prohibido entrar al campo santo de noche y que debíamos salir antes de que llegara su relevo. Ante nuestras afirmaciones de que ya nos íbamos, nos dejó ir por el camino que llevábamos, aunque estoy seguro de que el viejo no tenía armas y también se estaba muriendo de miedo, pero no de los finados, sino de nosotros.
Seguimos ya sin ningún percance hasta llegar al alambrado que nos llevaría a la salida. A unos treinta metros, después del último árbol de mora, se veía la luz de la calle donde terminaba el cementerio, en parte amurallado y en otras separado de la acera por cuatro tiras de alambre de púas.
A salvo en la vereda, disimulando nuestro alivio, nos reímos contentos por haber salido del lugar y de haber ganado la apuesta.
Cuando pensé que me gustaría que Corina fuera conmigo a la discoteca el sábado, su voz me volvió a la realidad.
-¿Dónde está Miguel? -se refería al posadeño.
Me volví para llamarlo y ahí me di cuenta que efectivamente no estaba. Primero pensamos que se había escondido, o que quería hacernos una broma y por último nos preocupamos.
Lo esperamos unos minutos, pero después nos preguntamos si le habría ocurrido algo «raro» ahí dentro.
Para averiguarlo debíamos regresar. La verdad es que teníamos miedo de hacerlo. Pero no podíamos dejar al pobre tipo solo en un lugar así, porque si le hubiera pasado algo, debíamos ayudarlo.
Con rabia nos volvimos hacia el cementerio.
Los altos árboles de mora se mecieron ante una ráfaga imprevista de viento que remedó una risita chillona que tuvo el efecto de estremecernos a todos y de erizarnos los vellos de los brazos.
Caminamos unos cincuenta metros y vimos una silueta clara cerca de un panteón. Podría ser nuestro amigo... Tal vez había sufrido un desmayo...
El miedo se trocó en alivio por haberlo hallado tan pronto.
Apresuramos el paso, mientras lo llamábamos. Doblamos por un sendero húmedo y cuando al fin llegamos a él, no estaba. La sombra blanca era un periódico abandonado sobre una tumba. Quizás alguien lo había desplegado para sentarse arriba. Los nervios nos jugaron una mala pasada y nos pareció una figura humana.
Lo buscamos por todo el lugar que habíamos recorrido juntos, pero nada, no lo encontramos.
Volvimos muy angustiados. Las chicas, calladas, no supieron qué decir.
-¿Dónde vive Miguel? -pregunté a Pipón.
-No sé, en Posadas, seguro.
-Ya sé que en Posadas, pero ahora no sabemos qué le pasó ni a quién preguntarle.
Decidimos averiguar al día siguiente, pues las emociones habían sido muchas esa noche. A la final, el juego no había sido nada divertido.
Amaneció un día muy ventoso. Me preparé para ir al trabajo.
Mientras desayunaba leí un resto de periódico que estaba sobre la mesa. Mi mirada distraída se detuvo en una fotografía: con sorpresa me di cuenta de que era ¡Miguel! Sus cejas anchas le cubrían casi todos los ojos que brillaban como si tuviesen una luz diabólica especial. Debajo decía: Querido Miguel: hoy, 13 de julio, a un año de tu sentida desaparición, tu recuerdo sigue imborrable en tus familiares.
Las letras de las exequias parecían bailotear frente a mí. Con el diario en la mano me dirigí al cementerio y busqué el lugar donde creímos haber visto a Miguel.
La fotografía del posadeño, en un marco oval, idéntica a la que estaba en el diario, mostraba unos ojos brillantes y burlones sobre la lápida.
A pesar de que ganamos la apuesta, después de lo que nos había pasado, no tuvimos ganas de ir a la disco ese fin de semana.
Corina es ahora mi novia. El noviazgo nació a los pocos días que ella me visitara para consolarme sobre el hecho, para mí infausto, de que en un día mi cabellera se quedara totalmente blanca a pesar de tener sólo veinte años.
EL JARDINERO
La fiesta había sido aburrida, como todas las que se hacían en casa de Rosario. Sólo una cosa fue diferente. Conoció a una persona interesante.
El sobrino de Maruca, que pasaría un mes en la ciudad, la había impresionado. Alto, de cuerpo atlético, ojos negros y labios sensuales. Miraban con una fijeza casi grosera, con un mensaje que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
Se lo presentaron y se dio cuenta de que le había gustado al muchacho. Claro que ella le llevaba unos cinco años, pero eso pareció no importarle, por los esfuerzos que hizo para parecer simpático e inteligente. Zulma rió sus chistes y bailó con él. Hasta le hizo olvidar de Adolfo, su marido, que seguía hablando muy entusiasmadamente en una sala contigua con una mujer muy hermosa, a pesar de que ya habría pasado los treinta y cinco años. Rió mucho esa noche. Orlando la hizo sentirse tan bien que si no estuviera enamorada de su cónyuge, lo estaría de alguien como él.
Volvió a sentirse deseada mientras bailaban y conversaban. Supo que había pasado al segundo curso en la facultad de Medicina en Corrientes y que este mes descansaría de los estudios. Cuando finalizaba la fiesta pidió verla de nuevo. Ella le dijo que sería imposible, pues era casada. A él pareció no importarle.
-Zulma, quiero verte mañana, en cualquier lugar, no me importa tu marido, no me importa nada ni nadie.
Se fijó en la sala adyacente a ver si su esposo la estaba mirando. Pero no. Estaba muy ocupado con la rubia oxigenada, reía muy contento mientras seguía bebiendo.
-Cualquier cosa con tal de estar a tu lado. Cualquier cosa. Si querés que sea tu amigo, tu esclavo, tu amante. Lo que quieras. Tomá mi número. Llamame. Sólo tenemos este mes.
Estaban sentados en un sofá, conversando inocentemente, pero un campo de magnetismo los rodeaba completamente. Se despidió de ella con una sonrisa y se alejó. Guardó discretamente el papelito que él le había deslizado en la palma de la mano cuando se despidió y lo puso en su monedero.
Adolfo estaba algo bebido al terminar la velada, por lo que ella tuvo que manejar hasta la casa. Llegaron antes de quince minutos y él fue directamente hacia el dormitorio.
Después de darse un baño, Zulma no pudo dejar de pensar en Orlando. ¡Pero qué buen mozo! La hizo sentir exactamente como Adolfo lo hacía, pero cinco años atrás, cuando eran novios. Trató de no pensar más en el joven. Tal vez su marido tenía razón. Era hora de que tuvieran un hijo. ¡Ya tenía veintitrés años!
Pero no se sentía preparada, ni comprendida por su esposo. Algo se estaba rompiendo dentro de su matrimonio. Una sensación de soledad la invadía desde mucho tiempo atrás.
El sueño tardaba en llegar, espantado por los ronquidos cada vez más fuertes de su marido. Al fin, piadoso, apareció en los brazos de las primeras luces del alba.
Un cálido rayo solar la despertó al entrar por una de las rendijas de la ventana. ¡Qué bien se estaba en las sábanas tibias! Con pereza, Zulma se acurrucó nuevamente en la mullida cama, girando su cuerpo hacia la izquierda.
Tocó el lugar donde debía estar Adolfo. Se encontraba vacío.
Él estaba tan frío con ella en los últimos meses. ¿Sería suya la culpa? Tal vez los problemas que se estaban presentando en su trabajo lo habían cambiado. Los créditos que había solicitado para que el banco invirtiera en los proyectos del hotel no habían tenido buenos resultados, al menos, eso fue lo que había alegado cuando ella le había cuestionado sobre su abulia e indiferencia.
Apartó esos pensamientos de su mente, pero ya no pudo dormirse. Se levantó, tomó su salto de cama para ir al baño. Un sonido de voces y cuchicheos le llamó la atención.
Por el espacio libre que quedaba por la puerta entornada oyó unas risitas reprimidas.
Curiosa, se deslizó sin producir ruido hacia el lugar del cual creía procedían los susurros. Sigilosa, llegó hasta la cocina, de donde le llegó claramente el chasquido de un beso. ¿Sería Librada?
Pensó anticipadamente en la reprimenda que le daría a la chica, si la encontraba con algún muchacho, pues la prohibición de recibir visitas masculinas había sido condición indispensable para emplearla en la casa.
Pero todo el sermón que había ensayado mentalmente se vino abajo, como un edificio que explota al ser dinamitado, ante la sorpresa que recibió.
Ahí estaba la chica, aparentemente moliendo maíz, mientras, siguiendo el vaivén de su cuerpo al girar el mango del molino, Adolfo la cubría totalmente, abrazándola por atrás.
No pudo asegurar Zulma que el hombre la estuviera besando en el cuello, pero que estaba sobre ella, lo podía asegurar.
Nunca supo qué exclamación pronunciaron sus labios. El rostro de su marido al verla reflejó sorpresa, pero reponiéndose rápidamente, tomó un pedazo de pan tostado de la panera, que estaba sobre la mesa cubierta con un mantel de cuadros naranja y blancos y se dirigió hacia su estudio como si ahí no hubiera pasado nada.
La muchacha, al verla, tuvo una reacción muy diferente a la de su marido. Sus mejillas se arrebolaron al instante mientras una gota de sudor se ubicaba sobre su labio superior.
-¡Qué temprano se levantó hoy! -dijo con voz falsamente alegre, sin poder impedir cierta sorpresa.
-¿Qué estabas haciendo con mi marido?
-¿Yo? Nada, desayunó y estaba contando chistes.
-Bueno, pues el chiste que te contó fue el último. Prepará tus ropas y te vas a tu casa.
Librada la miró con un relámpago de cólera en sus ojos. Quedó indecisa unos momentos y después decidida se dirigió hacia su pieza que quedaba en el quincho, fuera de la casa.
Zulma notó con sorpresa que los ojos negros de la chi de unos quince años, no eran tan ingenuos como le habían parecido cuando la había empleado unos tres meses atrás.
Su aparente calma se convirtió en ira. Comenzó a temblar de rabia e impotencia, a duras penas se dominaba, esperando que la muchacha preparara sus ropas y se fuera de la casa para pedir las explicaciones necesarias a su marido.
Cuando al fin la chica se retiró después de cobrar su sueldo, decidió hablar con Adolfo.
La última pelea había sido sobre el mismo tema, meses atrás. Consideraba humillante que su marido tuviera relaciones con cuanta empleada doméstica trajera a la casa. Era la quinta vez que tenían problemas por esta situación. ¿Qué hacer? Ya sabía de memoria lo que le diría. Que ella era demasiado celosa, que veía lo que quería ver. Cuando fue in fraganti la traición, había pedido perdón y entre lágrimas había dicho que sería la última vez, que le habían buscado y no había podido negarse, que su hombría, que esto y que lo otro.
Su hermana mayor, de unos veinticinco años, le había dado un consejo que no había podido seguir: el divorcio.
Primero porque no podía vivir sin él, después porque se ilusionaba pensando que no volvería a hacerlo, y ahora... no sabía qué pensar.
¡Qué idiota era! ¡Tener miedo de vivir sin él! Si ya lo estaba haciendo. Se sentía sola todo el día, de noche casi no hablaban y cuando se acostaban lo sentía roncar y moverse en sus sueños, mientras ella estaba con los ojos abiertos, esperando que le llegara el sueño.
Después de la tercera vez que lo sorprendió con otra mujer se dio cuenta de que no cambiaría. Estaba tan arraigado en él ser infiel, que se arriesgaba en su propia casa.
¿Cómo sería en la oficina, llena de mujeres, donde ella no lo veía?
¡Ja, con razón su beso de buenas noches le sonaba a Judas, y era tan casto como los de un abuelo!
Una idea descabellada iba naciendo en su mente, pero insistentemente volvía a ella. Después de unos instantes ya no le pareció nada mal lo que se le había ocurrido.
Su ira lentamente se disipó. Sus ojos parecían reír ahora. Volvió al dormitorio. Se dio un baño, se vistió con una camisa sexy y un vaquero desteñido que sabía le quedaba muy bien.
Fue hacia el estudio de Adolfo con paso decidido. Éste leía el diario, como si fuese la cosa más importante del mundo.
-¿Adolfo?
-¿Sí? -Su voz sonó algo intranquila. ¿O a ella le pareció?
-Voy a contratar un jardinero para este mes. Don Eduvigis no podrá venir porque la artritis lo tiene muy mal y es época de plantar las rosas.
-Como quieras. -La miró a los ojos directamente y con su voz aterciopelada que usaba cuando se quería hacer perdonar algo dijo:
-Con relación a la chica...
-Ya la despedí, así que no hay nada que decir.
Le pareció aliviado, aunque notó unas chispitas de extrañeza en sus ojos negros, ahora más tranquilos.
-Bueno, dame un beso entonces.
Ella se acercó y lo besó levemente en los labios.
Fue a la sala y buscó su monedero. Lo abrió y sacó de él un papelito arrugado. Sonrió. Discó decidida, sin vacilaciones. Una voz conocida la saludó desde el teléfono. Ella preguntó:
-¿Puedes trabajar un mes de jardinero en mi casa? -Con voz muy sexy agregó:
-La paga es buena.
Orlando respondió que sí.
CARNE AMARGA
Don Rafael subió a la mesa rústica de madera, que emitió un crujido amenazador de protesta por el peso extra, se irguió estirando el cuerpo tratando de ganar estatura, que no alcanzaba un metro setenta, y alzando los brazos hacia el cielo, como vio hacerlo en la tele a los grandes predicadores, exclamó con su voz pegajosa de ebrio:
-Cuando Colón llegó a América dijo...
Hizo una pausa y con sus ojos estirados y hundidos en lo profundo de sus órbitas abarcó a todo su auditorio. Se hizo un extraño silencio sólo interrumpido por el canto de las chicharras en la arboleda cercana. Por lo visto que la expectativa creada le pareció suficiente, por lo que añadió con voz orgullosa:
-¡Yo soy paraguayo!
Risitas ahogadas detrás del mostrador no lograron interrumpir su discurso patriótico, que era el remate obligado de todas sus borracheras.
-Vamos, don Rafael, si quiere lo acompaño hasta su rancho. A mí también se me hizo tarde y llevo el mismo camino.
-Cómo no, mi hijo. Vamos a ir juntos, pero invitame una última cañita y te voy a contar una historia que le contó mi abuela a mi mamá.
-Bueno, pero me cuenta en el sulky, mientras regresamos -dijo Tiburcio, su yerno.
Con sus fuertes brazos, lo ayudó a caminar, pues con sus torpes pasos, amenazaba ir al suelo. Lo alzó en el vehículo que los llevaría de vuelta hacia sus casas.
Tiburcio estaba casado con la hija menor de don Rafael, María Pabla. Ella se empeñaba en que el viejo dejara de tomar, sin ningún resultado. El médico había dicho que tenía el hígado en un estado calamitoso y que se agravaría hasta causarle la muerte si persistía en beber, pero desde que había quedado viudo, dos meses atrás, no había estado del todo sobrio un solo día.
-Sabés, Tiburcio, esta historia que te voy a contar es verídica. Mi abuela Nicolasa se la contó a mi mamá y ella me la contó a mí. -Un hipido interrumpió sus palabras.
El joven fustigó a «Diablo», el negro caballo que llevaría el sulky a destino, que pegó un respingo e inició la marcha por el polvoriento camino.
El sol estaba cerca del horizonte, detrás de unas nubes rosadas y negras que semejaban las fauces abiertas de un lobo. Una ráfaga de viento sopló desde el sur, trayendo algo de alivio al calor propio del mes de enero.
Como el viejo seguía en silencio, Tiburcio creyó que se había dormido.
Lo miró de reojo. Venía con los ojos entrecerrados, la tez roja, en parte debido al sol caliente del verano y en parte a los efectos del alcohol, respirando pesadamente.
Repentinamente habló con voz calmada.
-Nunca conté esta historia, porque sé que al que la cuenta le queda muy poco tiempo de vida.
Con voz monótona, inició su relato.
-Mi abuela Nicolasa tenía veinte años cuando era cocinera de un gran hacendado, muy poderoso. Faltaba sólo un año para que comenzase la guerra grande. Ella estaba orgullosa de trabajar en esa gran estancia, cerca de la capital. Gracias a que doña Salú la había llevado de pequeña con ella, se había convertido rápidamente en una de las mejores cocineras de Asunción. Incluso competía con Gastón, un francés que había llegado al lugar para preparar exquisiteces europeas. Pero la verdad era que el patrón se deleitaba con sus comidas típicas.
Era morocha, de baja estatura, de rostro vivaz y espíritu alegre. Muy querida por la numerosa servidumbre, peones y empleados que servían de alguna manera a la familia.
Todos sabían que las órdenes de don Franco jamás serían desobedecidas, sean cuales fueran éstas.
Un día, llegó a la cocina un pedido extraño: la preparación de un estofado diferente, singular, con carne muy tierna, a fin de que el patrón pudiera deleitar su paladar con un manjar jamás probado anteriormente.
La orden de conseguir la carne tierna fue dada a un peón con las características especiales que debía tener y que muy pronto se supo que provenía de un varoncito de los alrededores, sacrificado y enviado a Nicolasita para que hiciera de él el mejor estofado que pudiera.
Muchas lágrimas derramó la joven ante la acción que se había cometido, así como todo el personal que conocía el terrible secreto. Pero el miedo a perder la vida era tan grande que nadie se animó a iniciar ningún tipo de comentario.
Cuando a las once de la mañana estuvo preparada la comida, venciendo su repugnancia, Nicolasita probó lo que había cocinado, con el deseo de que el sabor no fuese bueno, a pesar de que podía hacerse acreedora de algunos latigazos si lo hecho no era del gusto del amo.
Pero desgraciadamente, el estofado era sabroso. La carne era tierna, sazonada y con un gusto exquisito, diferente.
Nicolasita desesperada, llamó a Gaspar, el que le había traído al niño y en silencio, con los ojos le invitó a probar la nueva comida. Después de unos segundos, cuando el gusto de lo que había ingerido le llegó al cerebro, palideció bajo su piel cetrina.
Salió de la cocina y volvió inmediatamente con Salú, Ceferino y Bernardino. Todos sabían de qué estaba hecho el estofado. Lo probaron en silencio, uno detrás de otro.
Bernardino habló con voz grave:
-Es increíble, nunca comimos algo tan sabroso, a pesar de que sabemos su origen.
Y agregó con desesperación:
-Debemos proteger a nuestros niños, no podemos llevar esta comida a don Franco.
Todos asintieron, doña Salú lloraba pensando en la numerosa prole de nietos que tenía, de entre los tres meses y los cuatro años.
Nicolasita dijo que tenía las vísceras en una cacerola y que si le ponían la hiel podrían amargar el sabor de la carne, que a pesar de ser tierna, se hizo desagradable comerla.
Llenaron la mesa de chipa guazú, sopa paraguaya, carne de novillo con mandioca nueva entre las ensaladas de berro fresco y otras comidas.
Con miedo y sintiendo que sus corazones saltaban dentro de sus pechos, el personal de la cocina esperaba el llamado del patrón. Pasaron lentamente los minutos, los segundos, hasta que el negro Tomás volvió con la gran fuente que contenía el estofado. Todos se precipitaron sobre ella. La destaparon. Estaba llena.
Requerida por don Franco, Nicolasita entró sin hacer ningún ruido al comedor, las manos fuertemente unidas sobre su blanco delantal. Iba serena, pensando que si perdía la vida, por lo menos habría salvado la de numerosos inocentes.
-La carne del estofado era muy amarga, imposible de comer. -Se hizo un silencio sólo roto por la respiración agitada del pecho de la joven cocinera.
-Gaspar traerá unas aves mañana... espero que mejore el gusto.
-Sí, señor -contestó con una reverencia Nicolasita, mientras se retiraba de la lujosa estancia, libre de castigo.
En la cocina, las seis personas que se encontraban en ella, juraron que jamás contarían el secreto de la carne amarga.
Doña Salú, que era algo payesera, agregó que aquel que contara el secreto, estaría llamando a la muerte.
Nicolasita se lo contó a su hija cuando ella tenía sesenta años y murió a la semana siguiente.
-Mi mamá me contó la historia cuando estaba en su lecho de muerte -terminó su relato don Rafael. Extrañamente, su voz no parecía la de un beodo.
El sol se había sumergido en el horizonte, salpicando de gotas naranjas y fucsias el cielo. La luna esperaba su turno, escondida detrás de un tayú para brillar. La cinta asfáltica se veía al final de la picada por la que venían.
Cruzaron la ruta. Ahora sólo faltaban cinco kilómetros para llegar a la casa.
Don Rafael quiso bajar del sulky para atender a sus necesidades fisiológicas.
Se detuvo y unos metros más allá, se dirigió hacia un matorral, introduciéndose en la maleza hasta llegar a un alto árbol.
Cuando regresaba, faltando unos metros, emitió un grito.
-Algo me picó -dijo con dolor.
Tiburcio bajó para ayudar al viejo. Éste se quejaba y al subir al vehículo, le miró el tobillo.
Se veía un orificio rojo del cual manaba una gotita de sangre. Además, se comenzaba a hinchar.
-Era una víbora -dijo con resignación su suegro.
Tiburcio se sacó el cinto y se lo ató en la parte superior de la herida, a fin de que el veneno tardara más en llegar al corazón.
Don Rafael no había visto qué tipo de reptil era, lo cual dificultaría el uso de antídoto.
Con el cuchillo Tiburcio le hubiera podido hacer un corte cerca de la picadura y succionarle la sangre infectada, pero tenía una herida en la boca y con ello lo único que lograría sería envenenarse también él.
Entonces optó por llegar rápido a Paraguarí, que quedaba a unos cinco kilómetros de ahí, donde encontraría algún doctor y una farmacia.
Desesperado, dejó el sulky y comenzó a hacer señas a todos los vehículos que transitaban por la ruta.
A los quince minutos se detuvo un camión. Alzaron al viejo que deliraba. Su pierna izquierda estaba totalmente inflada.
Llegaron al fin a una farmacia, desde donde se llamó a un doctor, que llegó ya para certificar la muerte de don Rafael.
En el velorio, Tiburcio relataba una y otra vez la forma en que el viejo había sido picado por la víbora.
Eso sí, se abstuvo muy bien de contar la historia de Nicolasita que le había narrado el finado.
No es que la creyera, pero por las dudas...
MADURAR
El mar estaba dormido. Un carguero bostezaba exhalando espirales de humo gris en el cielo estival, formando una diminuta mancha que se esfumaba en forma lenta, casi indolente, en el horizonte.
Los veraneantes que se encontraban en la playa se hallaban bajo grandes sombrillas multicolores buscando refugio de los rayos del sol del mediodía, que caía a plomo.
Sonia venía saltando en la arena imitando a un canguro, para evitar quemarse las plantas de los pies. Laura la seguía con Marilia, cargando bolsos y reposeras. Cuando encontraron un lugar apropiado, a unos diez metros de la orilla del mar, se detuvieron.
La hermana mayor perforó la arena con el mango de la sombrilla, lo hundió con fuerza hasta que quedó firme. Colocó una toalla grande bajo su sombra y ordenó a las pequeñas que se sentaran sobre ella.
El mes de febrero llegaba a su fin. No obstante, el calor parecía no darse por aludido, debido a las altas temperaturas que asolaban la costa.
Laura tendría unos quince años y era muy bonita. Su rostro albergaba a dos luceros que parecían tomarle toda la cara. La boca carnosa y gruesa tenía un tono rojo natural que la hacía verse muy sensual a pesar de su corta edad. Parecía morocha por el bronceado, pero su piel era trigueña. Su pelo encrespado lo llevaba sujeto con una goma naranja formando una cola de caballo. Sus pechos eran voluminosos, pero armónicos. Eran muy notorios debido a su cintura de avispa. Todavía no se acostumbraba a las miradas admirativas de los hombres ni a las envidiosas de las mujeres que se centraban sobre ella cuando caminaba por la playa.
Se encontraba en un estado ansioso. Anoche había pasado algo que no estaba en sus planes. Miró hacia la barra sur: no había rastros de Roberto. Dio una ojeada a su reloj: la una y media. Había dicho que estaría para las dos.
Colocó bronceador y protector solar a sus hermanitas. Marilia comenzó a hacer un castillo de arena. Sonia fingía dormir.
Volvió a sentarse. Cerró los ojos.
La sangre se le alteró en el cuerpo al evocar retazos de la noche anterior. ¡Si su madre supiera!
Un parloteo cerca suyo la sacó de sus pensamientos.
Sonia estaba conversando con dos mujeres rubias, sentadas bajo una sombrilla azul y roja. ¿Cómo pudo levantarse tan aprisa de donde ella había ordenado que se quedara?
-No molestes a las señoras, Sonia.
-No nos molesta, déjela aquí con nosotras -dijo una de las turistas con un marcado acento porteño.
Sonia puso su clásica carita de ángel cuando quería salirse con la suya e imploró a Laura con la mirada que la dejara jugar con los dos niños que acompañaban a las señoras. Marilia se unió a los ruegos visuales para conseguir el ansiado permiso para compartir con los chicos.
Laura entornó las pestañas y se llenó del suave y rítmico sonido de las mansas olas del mar.
Roberto no aparecía y sus pensamientos reproducían escenas de lo que había ocurrido ayer...
-¡Pero qué niña tan inteligente! ¿Cómo sabes que es invierno en Europa?
-Porque mi tío está en París y me escribió diciendo que cuando allá es verano, acá en Brasil es invierno -y su mirada estaba cargada de orgullo.
Laura se puso los lentes oscuros de sol y buscó en su mochila la novela que había traído del hotel para leer, pero no podía concentrarse.
Pero... ¿cómo pudo haber pasado...? ¿cómo no pudo detener a Roberto? Tantas enseñanzas sobre moral y religión en el colegio de monjas no habían servido para nada. Ni siquiera se resistió...
Voces familiares le hicieron levantar la vista.
Con un bolso en una mano y dos sillas playeras en la otra venía caminando indolentemente el hombre que ocupaba sus pensamientos. A pesar de que no era muy alto, un metro setenta y siete, tenía un físico espectacular. Sus brazos se veían musculosos y fuertes. La vio, pero su mirada se resbaló en ella con indiferencia.
La alegría que le produjo verlo se trocó rápidamente en decepción. Venía con Violeta. Su mujer. La brisa mecía la bata liviana que marcaba perfectamente su voluminoso vientre que ostentaba un embarazo de cinco meses. Juan Carlos y Manuela, sus hijos, corrieron alegres cuando vieron a Sonia y Marilia.
Sus padres venían atrás. Su mamá no aparentaba los treinta y tres años que tenía. Era muy hermosa. Todos decían que Laura había heredado sus rasgos y su cuerpo. Su papá tenía cerca de cincuenta años y los aparentaba. Su gordura incluso lo hacía más viejo. Pero nada tanto como su calvicie para avejentarlo.
Cuando la vieron, la saludaron y se instalaron cerca de ella, depositando botellas y un termolar sobre la arena.
Roberto llevó a sus hijos al mar. María, que así se llamaba su madre, y Violeta se sentaron y comenzaron a conversar.
Sus hermanas habían visto a su papá y abandonaron su incipiente castillo y lo habían obligado a que las llevara a nadar.
Oyó que su mamá hablaba sobre el lugar donde irían esa noche. No quería estar cerca de ellas. Diciéndoles que iría al mar, se despidió y caminó lentamente, mirando con disimulo hacia Roberto. El contraste del agua fría con su piel caliente la hizo estremecer.
Laura se sintió despechada por la falta de atención del hombre. Lo que había ocurrido la enfadaba y al mismo tiempo la desorientaba. Estaba consciente de que no debía enamorarse de su padrino, no, no era por la diferencia de edades. Tenía treinta, no eran muchos. Se sentía perdida, confusa, sin tener a nadie a quien pedirle consejos. Intuía que debía dejar de pensar en él, pero su voluntad flaqueaba cuando lo veía tan apuesto. Lo que más le molestaba era su indiferencia, como si no la viera, como si fuera una niña. ¿Por qué la había amado si así lo creía?
Por la noche no pudo dormir. Pero el insomnio le dio una solución. Debía ahogar su amor, olvidarlo antes de que se supiera lo que había ocurrido. No debía seguir pensando en él. Su mamá siempre le había dicho que la moral debía primar sobre los deseos. Debía olvidarse de todo. Tal vez aceptaría salir a caminar con Mac y su grupo mañana al atardecer.
Pero antes pediría consejo a su madre. Siempre tuvo una buena relación con ella, eran buenas amigas. Pero... ¿se atrevería a contarle «todo»? Un rubor involuntario le llenó de calor el rostro. Bueno, no entraría en detalles. Le hablaría de sus sentimientos y la situación del galán maduro que la hacía suspirar, sin decirle quién era, por supuesto.
El día siguiente fue igual al anterior, cálido y soleado. Le pareció ver en el rostro de Roberto una sonrisa cómplice a la hora del almuerzo, pero no estaba segura.
Por la tarde, su mamá dijo que no iría a la playa, pues haría compras en el supermercado y prepararía una cena que asombraría a todos, según sus textuales palabras.
El grupo entero fue al mar. Roberto se despidió al llegar a la orilla, diciendo que trotaría por lo menos los cinco kilómetros de distancia que había hasta llegar al otro extremo del balneario. Su madrina se recostó en su silla plegadiza y se puso a leer.
Mac la vio de lejos y la invitó a jugar voleibol, pero estaba tan desconcentrada que tuvo que dejarlo.
Decidió ir a hablar con su mamá. En su mochila tenía las llaves que le había dado su papá cuando fue con sus hermanitas al agua. El hotel estaba desierto a esa hora. Abrió la puerta, la televisión estaba encendida. Se dirigió a la cocina, pero María no se encontraba ahí. Pensó que tal vez no hubiera vuelto aún, pero vio sobre la mesa del comedor varios paquetes con provistas que ostentaban propaganda del supermercado que estaba cerca del alojamiento. ¿Habría vuelto a la playa? Para averiguarlo decidió regresar ahí. Ya encontraría un momento de intimidad para hablar con ella. Antes de salir entró en el baño.
Abrió la puerta. Roberto y su mamá pegaron un respingo. Ella estaba ridícula con su pelo mojado, tratando de taparse los senos y su sexo. Él tenía los ojos tan abiertos por el asombro que parecía haber visto un fantasma.
Una amalgama de sentimientos se arremolinaron en el alma de la joven. Sorpresa, susto y rabia se trenzaron en su estómago. Inexplicablemente, comenzó a reír con carcajadas histéricas.
Roberto, sin decir esta boca es mía, salió del baño. Como si hubiera esperado la salida del hombre, las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos mezclándose con las gotas tibias del agua de la ducha.
María, envolviéndose con una toalla, le hablaba, pero no entendía lo que decía, hasta que por fin, como en sueños, entendió que le pedía que no dijese nada a su padre.
Las arcadas la doblaron en dos. Su mamá le limpió la cara con una esponja húmeda, la acostó en la cama y le preparó un té.
Ese verano maduró de golpe.
CALIXTO
La tarde iba desfalleciendo. Una estrella solitaria se ubicaba entre las ramas trémulas del añejo eucalipto que se encontraba a la vera del camino, mientras el arrebol incendiaba al horizonte con colores sangrientos.
Presurosas, las aves en bandadas, volvían a sus nidos.
Calixto, a quien todos llamaban Calí, regresaba al rancho.
Había sido una calurosa jornada. El sol derramó implacable durante el día oro ardiente sobre su cuerpo. Pero se sentía satisfecho por haber concluido sus labores en la tierra que amaba.
Además, llegaría pronto a su casa y tendría su recompensa. Su joven esposa Miguela lo estaría esperando impaciente.
Le extrañó que no estuviera cerca del quinchado, su lugar preferido para otear el horizonte a esa hora.
Cuando faltaban sólo unos metros para entrar en el rústico portón que lo llevaría a su hogar, divisó en el piso algo que tuvo el efecto de paralizarle el corazón.
Se apagó el silbido de su boca y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
Corrió hacia la puerta entornada del rancho y la abrió de un golpe.
Miguela se hallaba tirada en el piso, su rostro tenía sangre seca mezclada con tierra, especialmente en la comisura de los labios y sus ojos oscuros miraban sin ver hacia el techo.
Sus vestiduras se veían rasgadas y sucias. Uno de sus senos emergía por uno de los muchos jirones de su blusa. Su pollera azul se encontraba a la altura del pecho dejando ver sus muslos abiertos llenos de manchas de un lila amoratado. Carecía de ropa interior.
Calixto sintió un dolor agudo que amenazaba cortarle la respiración y perforarle el estómago. Oyó una voz gritando. Un aullido. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era la suya.
Náuseas imprevistas lo hicieron vomitar sobre el piso. Su llanto ronco, fuerte, parecido al rugido de un animal furioso, se elevó en la estancia.
Finalmente quedó en silencio, con la mirada perdida. La escasa razón que quedó en su mente le decía que su mujer estaba muerta, pero no quería convencerse de ello.
Se arrodilló sobre la joven, le bajó pudorosamente la pollera y comenzó a besarla en las mejillas rígidas y frías. Le acariciaba los cabellos y se los recogía detrás de la cabeza mientras le hablaba en susurros como si ella pudiera comprenderle.
No supo cuánto tiempo transcurrió abrazado a ella, pero la noche con su manto oscuro había obligado a la penumbra a retirarse borrando todas las figuras y contornos.
A tientas buscó la cama. Depositó a Miguela en ella, con infinita ternura y se acostó a su lado.
-No te preocupes, mi amor, mañana estarás mejor.
Y su mente se perdió en el alivio de la locura.
Don Ramón era oriundo de Encarnación. Llegó al pueblo de Capitán Meza unos años atrás y con tesón y esfuerzo montó un pequeño almacén que fue surtiendo poco a poco, siendo en la actualidad el lugar donde se podían encontrar todo tipo de productos alimenticios.
Una noche, su compadre Bernardo y sus amigos Venancio y Joaquín se encontraban en una pieza contigua al comercio jugando a las cartas, como tenían por costumbre hacerlo después de la faena diaria. Se reunían para conversar, tomar una cañita y jugar una que otra partida de truco.
Era cerca de las siete de la tarde y había bastante gente realizando las últimas compras del día. Entre los clientes se encontraba un hombre joven, morocho, de nariz aguileña, con un marcado estrabismo en el ojo izquierdo. No era un lugareño. De eso se dio cuenta enseguida el almacenero, que se preciaba de conocer a todos los habitantes de la localidad y a los que vivían en zonas aledañas.
-¿Qué desea? -preguntó don Ramón con amabilidad.
-Sólo estoy mirando. Ya me voy a decidir. Gracias.
Al comerciante no le gustó el sujeto. Una sensación de peligro, casi intangible, le penetró en el cuerpo, justo en el momento en que sus ojos se cruzaron. Sacudió la cabeza a ambos lados, como queriendo alejar un mal pensamiento y fue a atender a los demás clientes que reclamaban ser atendidos.
Unos momentos después ocurrió un hecho imprevisto, los jugadores de naipes salieron disparados hacia la calle, siendo observados con extrañeza por los presentes en el lugar.
Los amigos de don Ramón habían acorralado a un hombre que aparentemente huía y entre todos lo trajeron al almacén.
Cuando entró el grupo, todos reconocieron al bizco que habían visto minutos antes.
-Rápido, don Ramón. Vaya a traer al comisario. Tenemos al ladrón para él. -Indicó su compadre, mientras empujaban al sujeto dentro de la pieza donde habían estado jugando.
-Yo le cierro la puerta del negocio -dijo Joaquín. Y dirigiéndose a los demás agregó:
-Bueno, por hoy ya no se atiende.
A regañadientes, los parroquianos se retiraron comentando el suceso.
No pasó mucho tiempo antes de que se presentara Saturnino Brítez, el comisario del pueblo, a quien le mostraron los objetos hurtados por el hombre, mientras le relataban lo sucedido.
-¡Aha! Vamos a llevarle a dormir a la comisaría. Ahí va a tener tiempo para pensar en su hecho delictivo. -Desde que seguía libre la carrera de Derecho le encantaba usar términos cuyo significado a veces él mismo confundía. Y con voz autoritaria, continuó:
-Aquí se trabaja para conseguir y usufructuar las cosas que uno necesita.
Y mientras un conscripto ataba los brazos del ladrón con un cordel (las esposas se habían perdido el mes pasado). Saturnino conversó con Joaquín y Venancio unos minutos, tomó algunas notas y se despidió llevando consigo al ladrón hacia la comisaría.
La cárcel, por llamar de alguna forma a la pieza sin ventilación que hacía sus veces, estaba vacía. Ahí empujaron al prisionero, le llevaron una taza de cocido negro con galleta y se olvidaron de él.
El cantar de las aves sobre el eucalipto despertó a Calixto. Había tenido una terrible pesadilla. Soñó que habían violado y matado a Miguela.
Se volvió en el lecho buscándola para contarle... Pero con horror comprobó que no había soñado. ¡Era la cruel realidad! Ahí estaba ella: tiesa, fría como el mármol.
Su corazón dio un salto dentro de su pecho mientras su mente se hacía cargo de la terrible desgracia. El dolor lo paralizó unos instantes. Después, como un autómata, dirigió sus pasos hacia la casa de los Benítez, distante a unos doscientos metros, a solicitar auxilio.
Los vecinos, cuando lo vieron llegar tambaleante, pensaron que venía ebrio. Cuando estuvieron al tanto del drama se pusieron en movimiento.
En menos de media hora, los pobladores en un radio de una legua a la redonda estaban en el lugar. Algunos llegaron a pie, otros a caballo, en carretas, autos y motos.
El velorio fue triste para todos, ya que conocían a Miguelay la apreciaban por su carácter amable. No faltaban los corrillos donde se narraban relatos de aparecidos, pero en algunos grupos se hablaba sobre la muerte extraña de la finada. Los comentarios de «¡Tan joven y hermosa!» se repitieron como un disco rayado, así como el interrogante sobre la identidad del asesino. Algunos, que no apreciaban a Calixto, murmuraban en voz baja frases que daban a entender que él no quedaba libre de sospecha.
Después del entierro, Calixto regresó a su rancho, encontrando al comisario quien le dijo que debía acompañarlo a la comisaría.
El viudo accedió, como un robot, como si no tuviera vida propia. En realidad, tenía una abulia total. Se sentía tan triste sin su Miguela, que todo le daba igual.
Ya en la comisaría se mantuvo en un silencio tan cerrado que Saturnino se encolerizó.
-¡Todo el pueblo murmura que mataste a tu mujer! Quiero ayudarte, pero debes contestar mis preguntas.
Como Calixto seguía con su mutismo y el comisario debía viajar a la ciudad de Encarnación para asistir a una reunión, dio la orden de que se lo mantuviera detenido para reanudar el interrogatorio al día siguiente.
El conscripto lo llevó a la misma celda donde se encontraba el bizco que habían apresado días atrás por ladrón.
Calixto se sentó en el piso. Buscó el rincón más obscuro y ahí se quedó. Oyó que el hombre le hablaba, pero no le dio importancia y siguió callado como un mudo.
Le llegaban a la memoria todos los momentos felices que había vivido con su esposa. Su idilio de un año, sus esperanzas en el futuro, sus deseos de cultivar la tierra que había heredado de su madre, mientras ella criaría a los hijos que tendrían, viviendo felices con su amor.
Pero alguien había truncado sus sueños, matando en plena juventud a su amada. Con ella se llevaron su felicidad y sus deseos de vivir.
Pero... ¿Quién? Una risa amarga y siniestra brotó de su boca al darse cuenta que lo culpaban de la muerte de Miguela por no avisar enseguida, o porque no había llorado en el cementerio, o... pero... ¿qué importancia podía tener lo que el destino le deparase?
Como una luz surgió con fuerza un sentimiento terrible. El de matar algún día al causante de su desgracia. El deseo de venganza estaba creciendo a velocidad vertiginosa y lo sentía palpitar con violencia en su corazón.
Debía buscar al infame que había segado la vida de Miguela y acabar con él. Después, nada tendría importancia. Ella no estaba, lo demás no tenía valor, era el vacío, la obscuridad, la nada.
El compañero de celda preguntó algo, pero no entendió la pregunta, por lo que no contestó. Oyó que insistía. Entonces lo miró con cólera y su mirada iracunda pudo más que su silencio.
A pesar de su tristeza y su estado de ánimo alterado, Calixto notó que el individuo tenía un ojo desviado.
Cuando el soldado retiró las tazas de aluminio en las cuales les habían traído cocido con galletas a los detenidos, el bizco recuperó las ganas de hablar y como nadie le respondía, lo hacía solo.
La débil claridad que entraba por la pequeña abertura que se encontraba cerca del techo se tiñó de rosa y naranja, para luego apagarse y por último dejar de percibirse. La obscuridad fue total.
El monólogo que había iniciado el ratero producía un sonido sin significación, aunque algunos retazos le llegaban a Calixto en forma comprensible.
-...te voy a llevar conmigo y vamos a farrear.
-...yo nunca trabajo, siempre trato de sacar provecho de todo.
-Bueno, varias veces me agarraron, pero siempre salgo... lo único que tiene importancia en la vida es divertirse.
No obtuvo respuesta. La obscuridad era tan espesa que Calixto no alcanzaba a distinguir al hombre que seguía con su monólogo.
-...enseguida voy a salir nomás otra vez. Me pillaron robando unas cositas en un almacén. Sonceras. Eso no es nada. Ni ocho días me voy a quedar.
-¿Y vos que hiciste?
-Nada -contestó por fin Calixto.
-¡Jo, chamigo! ¡Eso me gusta! ¡Siempre hay que negar! Lástima que ahora yo no pueda hacerlo, porque me vieron robando en el momento justo, pero igual voy a arreglar de alguna forma.
Nuevo silencio por parte de Calixto.
-¿Te gustan las mujeres?
Tampoco tuvo contestación. No obstante siguió hablando.
-A mí me gustan. Demasiado luego me gustan. Si por ahí se me resisten, de cualquier forma tengo que conseguirlas. Muchas no me quieren porque dicen que tengo mi ojo desviado, pero a esas, después de tenerlas, les dejo algún recuerdo.
Y rió en forma grosera.
A Calixto le molestaba la cháchara, pero no podía menos de oír lo que decía el hombre.
-Hace unos días encontré una hembra de primera. Estaba sola en un rancho de los alrededores. Quise conquistarla, pero me echó con tanto desprecio que aprovechando que no había nadie la forcé. -Volvió a reír como si hubiera realizado una proeza.
Una luz parecida a un relámpago se prendió en el cerebro de Calixto y a partir de ese momento, se bebió sus palabras.
-¿Una mujer trigueña?
-Sí, de muy buen cuerpo y hermosas piernas.
-La mujer más linda del pueblo se llama Miguela. ¿Será esa? Vive en un rancho que está rodeado de eucaliptos. La voz calmada de Calixto desmentía el volcán que rugía en su interior.
-Sí, esa misma es. Mejor dicho, esa era. Se resistió como una fiera. Tuve que golpearla. Le di varios puñetazos, se me fue un poco la mano. Por mala suerte se cayó y murió.
Calixto tuvo la impresión de que alguien le colocaba una venda de color rojo sobre los ojos. Una ira sorda amenazaba con hacerle explotar el cerebro y sintió su corazón desbocarse con cada latido.
¡La casualidad había puesto al asesino y violador de su esposa a su alcance!
Su respiración se tornó agitada. Trató de dominarse. Su deseo de venganza lo impulsaba a mantenerse sereno a pesar del vendaval que se desató en su interior.
Reinó el silencio por espacio de unos minutos.
Nuevamente el individuo habló. Pero Calixto ya no prestó atención a sus palabras, sino que lentamente, mientras el bizco relataba otra aventura amorosa, se sacó el cinturón de cuero del pantalón y llegó a su lado.
La voz monótona del hombre se vio cortada por unos sonidos ininteligibles que salieron de su garganta.
Calixto seguía apretando el cinto alrededor del cuello del hombre, quien desesperadamente trataba de liberarse del objeto que le impedía respirar.
Un estertor, un movimiento involuntario y dejó de luchar. Se aflojó y quedó sin vida entre sus manos. Con suavidad lo dejó caer al suelo. Tanteando, le desabrochó el cinto que llevaba y se lo colocó en el cuello.
Buscó la silleta que había visto en un rincón de la celda, la llevó debajo de la abertura que oficiaba de ventana, subió sobre ella, como midiendo algo, para volver sobre sus pasos. Arrastró el cadáver, tibio aún y procedió a ubicar el cinturón de forma tal que diera la impresión de que había sido anudado a uno de los barrotes. Lo elevó, no sin cierto esfuerzo y lo colocó de tal manera que quedó colgando de uno de ellos. La pequeña abertura tenía ahora pendiendo, una carga macabra.
Pasó el tiempo. Muy atrás quedó en la memoria del pueblo el suicidio de un ladrón en la celda de la comisaría. También quedó olvidada la muerte de Miguela. Un personaje nuevo surgió.
Éste habla solo y vaga por el monte. Algunos dicen haber oído algunas frases ininteligibles en las que se repite constantemente la palabra «Miguela».
Lo llaman el loco Calixto.
TORNEOS DE BARRIOS ERAN LOS DE ANTES
(A Tito Mongelós)
El timbre hirió los oídos de don Cefe.
¿Quién sería a esas horas? Dejó el periódico que estaba leyendo sobre la mesita de la sala y se dirigió a la puerta. La abrió con una curiosidad infantil. Es que desde que había enviudado se había acostumbrado a la soledad y las visitas que recibían eran raras.
Unas seis personas se hallaban frente a él. Tardó unos segundos en reconocer a González, su amigo de épocas pasadas. La mujer que estaba a su lado tenía un leve parecido con Cristina, la hija del antiguo dirigente, pero no estaba seguro. Cuando ella sonrió, sus dudas se disiparon como notas musicales en el viento.
¡Y esa muchacha alta no podría ser otra que Joaquina! Al instante, cuando la luz de la memoria acomodó en todas sus gavetas mentales las identidades de todos los presentes, abundaron los abrazos y las exclamaciones de alegría.
Un «Pasen adelante» hizo que todo el grupo entrase a la solitaria habitación, convirtiéndola en una animada reunión llena de calidez y emotivas reminiscencias.
Aurelio González era el nuevo presidente del club «Loma Clavel» y venía de parte de la comisión directiva a invitarlo a una fiesta en la cual se premiarían a los socios distinguidos y a los atletas sobresalientes del club.
Una vez que aceptó recibir el homenaje y después de agradecer la deferencia de las nuevas autoridades del club, hablaron del tema que les apasionaba a todos: el voleibol.
-Los torneos que se realizan no tienen el mismo sabor que tenían antes. Ahora los jugadores hasta tienen sueldo, son semiprofesionales -dijo entrecerrando los ojos don Cefe, mientras todos, como si viniera una onda telepática, recibieron los recuerdos del campeonato obtenido y de los partidos que se disputaron cuando él estaba como encargado del equipo de primera división del club.
-Tiene razón, don Cefe, pareciera que por ahora no existe ese amor a la camiseta, al deporte en sí, como en décadas anteriores, donde cada atleta practicaba en el club de su barrio por amor al deporte, sin recibir ningún dinero por ello -dijo Aurelio, mientras miraba el álbum deportivo del dueño de casa.
Después de una amena charla, se despidieron con la promesa de que el viejo director técnico asistiría a la ceremonia a la que lo habían invitado, amén de pronunciar un discurso en la apertura del torneo oficial del presente año.
Se dispuso a acostarse para pasar la noche. Sin embargo, los recuerdos habían sido removidos; y vívidos, como si tuvieran vida, tomaron forma en su mente como una película colorida y tridimensional.
Volviose a ver diez años atrás, un poco más joven. ¡Qué gozo sintió todo el barrio con la obtención del campeonato ese año!
Todo surgió cuando el río Paraná ¡cuándo no!, comenzó a crecer en forma desmesurada, ya sea por las lluvias o por las compuertas de Yacyretá, inundando todo lo que se ponía a su paso.
La comuna de la ciudad socorrió a los damnificados, reubicándolos en escuelas, galpones y plazas. Pero subsistían grandes carencias.
Ante el llamado de ayuda emitido por la autoridad pueblerina, se realizó una gran reunión, en la cual algunos dirigentes de barrios propusieron hacer un torneo de voleibol femenino y lo recaudado donar a los necesitados.
Así se hizo, con gran éxito, ya que cada noche el pequeño estadio detrás de la iglesia se llenaba de gente que dejaba su pequeña contribución por la entrada, que a la final se amasó como una gran bola de nieve.
Don Cefe tenía un buen equipo y había llegado a la final. El último partido que jugarían las «chicas», como él las llamaba, aunque había una que pasaba los treinta, sería fundamental, ya que el ganador se coronaría campeón del torneo.
Las jóvenes eran muy fanáticas por su club y existía una gran rivalidad con el equipo de «Los aguacates», su acérrimo enemigo.
Las tardes de entrenamiento las pasaba en la cancha del barrio desde la siesta, con algún alumno de su escuela de voley tendiendo la red, gritando, alentando a los muchachos.
Los días previos a la conclusión del campeonato reinaba una gran excitación por todo el vecindario y se habían corrido apuestas sobre quién sería el posible campeón el próximo domingo.
Don Cefe estaba seguro que si presentaba el equipo completo, la victoria sería suya.
Había un pequeño contratiempo: sus mejores jugadoras tenían «problemas» para asegurar su presencia en los partidos. Eran obstáculos domésticos, así los llamaba el hombre, que hacían incierta la participación de todas las atletas en los encuentros.
Estaba Joaquina, que era una de las mejores del barrio, mujer alta, de un metro ochenta, que se había casado con un petiso delgado como un escarbadientes, que la dominaba con sólo mirarla fuerte. Para evitar «sorpresas» el día de la final, tuvo que hacer de tripas corazón y hablar con el marido.
-Si ella quiere jugar, que juegue, yo no le voy a atajar, pero que busque quien le cuide a su hija, porque ella es muy pegada a su mamá -dijo Javier, que así se llamaba el hombre.
-Ella dice que va a jugar si vos le das permiso -le dijo en tono amistoso Cefe, sabiendo que debía hacer todo lo que pudiera para convencerlo.
-Bueno, entonces que juegue, pero yo tengo que ir con ella al partido -haciendo una pausa preguntó:
-¿Quién más va a estar con nosotros?
-¿Cómo, quién más?
-Y si pues... yo solo no me voy a hallar. ¿No va a ir Mario también?
-Sí, seguro que sí.
-Y si él se va, seguro que yo también, porque con él yo voy a tener con quién hablar.
Dio a entender que si quería que jugara Joaquina, tenía que ir Mario, un amigo, a quien ¡gracias a Dios! también le gustaba el voleibol, así que debía conseguirle las entradas correspondientes.
Después le tocó hablar con Rumi, una jugadora nueva, pero con muy buenas condiciones, con cuya participación debían contar si tenían intenciones de ganar. Ella había dicho que se le pidiera permiso a su novio, porque él últimamente no quería más que ella jugara, incluso le había dado a elegir entre él y el voley, elección que ella posponía día a día, hasta que finalizara el torneo.
El novio era descendiente de alemanes, robusto y con voz gutural. Manifestó que no se opondría a que jugara, siempre y cuando su pasión no interfiriera con su trabajo.
-¿Cuándo será la final?
-El domingo -repuso don Cefe, contento que ese día no fuese laborable, pero la alegría le duró muy poco, pues el teutón le dijo:
-El domingo, hum... siempre que no pasen de las diez de noche, porque ella es locutora y no puede faltar los martes y domingos a partir de las diez.
Ahogó una maldición en su garganta y con una sonrisa que ocultaba sus sentimientos le aseguró que el partido estaba programado para las veinte y treinta, por lo que Rumi llegaría a tiempo a la emisora para cumplir con su trabajo.
Repasó su lista. Las hermanas González no tenían problema, pues sus parientes eran dirigentes del club y estaban dispuestas a todo con el objeto de lograr el triunfo.
A ver: Margarita, bien. María Luisa, también.
Carolina: ¡Hum! Tendría que hablar con el papá. Ella había dicho en la última práctica que su padre le había amenazado con dejarla sin jugar si no mejoraba las notas. ¡Y había obtenido un dos en Matemáticas! Definitivamente tendría que hablar con don Néstor.
Con amabilidad, pero con decisión, el hombre le hizo saber que el viernes le daría una respuesta, después de tener una conversación muy seria con su hija. Por suerte, para ese día ella había obtenido una buena nota en el colegio, por lo que su participación fue segura.
Le faltaba hablar con Chiquita, la mejor bloqueadora del equipo. Los domingos tenía problemas para jugar, porque su niñera tenía franco ese día y no tenía quién cuidara a su hijita, una preciosa niña de un año. También habló con ella y su empleada. Con una propina adicional, dada por don Cefe, consiguió que ese domingo viniera a cuidar a la chiquita.
Llegó el gran día. O mejor, la gran noche.
Aún no habían dado las siete, pero el pequeño club del barrio ya estaba repleto. La banda municipal alegraba el ambiente festivo tocando alegres polcas que eran coreadas por los espectadores, que aplaudían a los equipos juveniles que hacían de preliminar.
Cuando dieron las siete y media, las jugadoras vinieron llegando. Las hermanas González estaban con sus padres en la cantina del club. Joaquina, con su marido y Mario, se hallaban ubicados en la gradería cerca de la entrada. Ella estaba seria, discutiendo con su esposo, a juzgar por su expresión enojada.
Don Cefe, preocupado por su estado emocional, fue hacia ella y le pidió que lo acompañara porque debían prepararse.
-Es que este hombre -refiriéndose a su marido- está borracho y no deja de tomar -dijo Joaquina con rencor en la voz.
-Borracho tu abuela -dijo interrumpido por un hipido Javier, mientras Mario, algo más sobrio, le dijo:
-Estamos alegres, nomás.
Se llevó a Joaquina junto a las tres hermanas González.
Buscó entre el público a Chiquita, pero no la vio, por lo que se acercó a María Luisa, que lo había estado llamando por señas.
-Chiquita quiere que pase a buscarla, porque su niñera no vino y no tiene vehículo.
Con los nervios de punta se dirigió donde estaba el presidente del club para pedirle prestado su auto y dirigirse a la casa de la jugadora.
Cuando iba a salir vio a Rumi, toda equipada, que le sonrió preguntando dónde se reunirían. Se lo indicó y ella, toda alegre, se despidió del novio y de él.
-No se olvide que a las diez Rumi debe ir a la radio, amigo.
Con un gesto de asentimiento don Cefe le dio a entender que no lo olvidaría.
Ya en la calle, no podía poner en marcha el coche debido al temblor de su mano.
-Tranquilo, Ceferino -se dijo a sí mismo. Por fin pudo hacerlo arrancar, disparó hacia la casa de Chiquita, donde llegó a los diez minutos.
-¡Ay!, ¡qué suerte que vino don Cefe! María me hizo decir que le busque, porque su mamá está medio enferma y me espera en su casa.
Fueron a buscar a la niñera. Don Cefe trató de refrenar su nerviosismo.
Menos mal que ella estaba esperando en el portón toda lista, la alzaron en el coche y enfilaron con una velocidad suicida hacia el club.
Doscientos metros antes de llegar ya se oían los estribillos de las hinchadas de los dos equipos que disputarían la final en momentos. Eran las ocho y media. Debían hacer los ejercicios de calentamiento.
Con un suspiro de alivio don Cefe agradeció a Dios la presencia de sus nueve jugadoras.
Una ovación recibió al equipo femenino del barrio. Todos sus simpatizantes estaban ubicados en la gradería norte. Unos minutos después, el reventar de los petardos saludó la entrada del equipo contrario.
El partido comenzó a la hora fijada. Ambos conjuntos iban ganando punto por punto, lo que enloquecía más si se quiere a la hinchada. Don Cefe estaba fuera de sí, aplaudiendo cada buena jugada y mordiendo de nervios una libreta que tenía entre las manos cuando las chican cometían algún error.
Cuando estaban doce iguales y todo él era un manojo de nervios, sintió que le tocaban con suavidad el hombro derecho.
-Don Cefe, prestame las llaves de tu auto, porque tengo que ir urgente a casa, un ratito nomás -una ráfaga de olor nauseabundo le llegó a la nariz, haciendo que involuntariamente la arrugara para impedir que le llenara de náuseas. Con el rabillo del ojo vio que las personas que estaban a su lado, suplentes inclusive, hacían gestos indicando que estaban oliendo algo putrefacto.
Un alarido del público festejó el tanto número trece de su equipo. Olvidó momentáneamente a Javier.
Un nuevo toquecito en el hombro le hizo girar involuntariamente la cabeza.
-Tengo que limpiarme el pantalón -le dijo con su voz pegajosa de borracho, mientras se los mostraba. Una mancha húmeda remedaba una herradura en su parte posterior.
Don Cefe, incrédulo, se dio cuenta de que el hombre había hecho sus necesidades encima.
Otro alarido. Pero ahora venía de la gradería del extremo sur. Se desparramó por todo el auditorio. El equipo contrario había logrado empatar catorce a catorce.
Como en sueños le pareció oír su voz diciendo a Javier que no lo molestara, cuando vio con dolor en el alma, que ante un error de la levantadora, el equipo perdía ahora quince a catorce. Pidió tiempo para dar algunas indicaciones, pero Javier lo siguió para pedirle nuevamente el auto y Joaquina, furiosa, al verlo en el estado que estaba, lo increpó por lo que tuvo que interponerse entre ella y su marido, no pudiendo orientar a las jugadores.
El silbato puso fin a la discusión. Se había perdido un tiempo y tal vez el set. Así fue. Joaquina fue al bloque, pero no cumplió su cometido y el equipo perdió.
Tenían que ganar el segundo set.
Don Celso vino en ayuda de don Cefe, llevó a un rincón de la cantina a Javier, tapándose la nariz con un pañuelo para evitar aspirar el hedor y le pidió que se quedara ahí hasta que terminara el partido.
Tuvieron suerte. El segundo set lo ganaron en la misma forma que perdieron el primero: por dos tantos.
Rumi, la armadora, estuvo genial en su cometido, haciendo levantadas en los lugares precisos, siendo rematadas con gran categoría por María Luisa, Chiquita y Margarita. Joaquina estuvo sensacional.
Como los dos juegos fueron disputadísimos, con una duración de cuarenta minutos cada uno, el tiempo había volado.
El set definitivo debía comenzar. El club era una caldera llena de ebullición por parte de ambas hinchadas.
Faltando unos segundos para iniciar el chico definitivo, don Cefe dio las últimas instrucciones a sus jugadoras.
Rumi lo miró como si le pidiera perdón y le dijo que su novio quería hablar con él.
Lleno de nervios giró sobre sus talones para increparlo.
Señalando el reloj, Otto dijo, con voz fría como el hielo:
-Son las diez menos cinco, don Cefe, así que tengo que llevar a Rumi a la radio, porque dentro de diez minutos comienza su audición.
Unas ganas terribles de romperle la boca al rubio y de patearlo en el trasero se mezclaron en su mente, pero su amor al equipo y el deseo de ganar lo hicieron dominarse, y con una encantadora sonrisa llena de hipocresía, le dijo:
-Este set termina en diez minutos y yo mismo la voy a llevar a su trabajo.
Las demás jugadoras le dijeron:
-¡Por favor!, dejale que juegue, no tenemos otra levantadora y no podemos perder el campeonato ahora que estamos tan cerca.
Cortado, Otto se alejó del grupo, pero no muy convencido. A pesar de que Rumi jugó, el ánimo del equipo con la escena se había ido al suelo y jugadas fáciles fueron malogradas por las chicas.
Cuando todo hacía prever la derrota de su equipo, don Cefe pidió un tiempo y les habló con tanta vehemencia y les infundió tal fuerza de ánimo, que comenzaron a jugar como si nadie pudiera ganarlos, dando la vuelta totalmente al juego y erigirse en vencedoras y campeonas del evento.
El estadio estalló en gritos de «¡CAMPEÓN! ¡CAMPEÓN!» y las chicas abrazadas rieron y lloraron al mismo tiempo. Felicitaciones iban y venían por todos lados, abrazos de amigos y de jugadores formaron una amalgama de emociones en los corazones de todos los simpatizantes del club «Loma Clavel».
Don Cefe había llorado de felicidad, sintió inundado su espíritu de un gozo inefable que sólo pueden conocer las personas que practican un deporte y se esfuerzan por alcanzar el triunfo dejando en la cancha fuerza, temple, garra y mucho sacrificio.
Detrás del velo formado por lágrimas saladas, don Cefe sonrió al mirar a María, la niñera de Chiquita que gritaba entusiasmada con la niña Jazmín en brazos, que ostentaba un feroz chichón en la frente, al cual no daba ninguna importancia.
Rumi se despidió sin quedarse en los festejos para dirigirse a la radio, donde debía cumplir con su trabajo de locutora acompañada de Otto.
En la cantina se había despertado Javier. El estruendo le era incomprensible y sus ojos parecían preguntar qué había pasado, mientras su amigo Mario le llevaba hacia el baño, donde comenzó a vomitar.
Personas que ni conocía le seguían felicitando. Sintió que todos los sinsabores habían tenido su premio. Los recuerdos le hicieron sonreír, mientras dos lágrimas se deslizaban por sus ásperas mejillas.
Un suave bienestar se apoderó de don Cefe. Sintió que el sueño le llegaba ahora suavemente. Antes de dormirse murmuró:
-Sí, torneos de barrios eran los de antes.
EL REGRESO
Pedro volvió a leer la carta de Estanislao.
Seguía enfermo y pedía que fuera a visitarlo a Encarnación.
Desde el ochenta y nueve prometía a su amigo visitarlo. La democracia se asomaba tímida en su querida patria, podría volver a ella sin peligro.
Pedro pensó que la Semana Santa sería una buena ocasión para volver a su ciudad natal.
Viudo desde el año pasado y con los tres hijos casados, no tendría problemas en pasar las Pascuas en su país. No avisaría a Taní, como solía llamar a su amigo. Le daría una sorpresa.
¡Cuarenta años habían pasado!
Recordó cuando recibió el título de Contador Público en la Escuela de Comercio. Su alegría. El futuro brillante. Pero todo se truncó en unos instantes por razones políticas, y toda la familia tuvo que emigrar raudamente hacia el extranjero.
Pero la amistad continuó en forma epistolar. Nunca dejaron de escribirse.
El Martes Santo abordó un ómnibus en Retiro, a las ocho y media de la noche rumbo a Encarnación.
A medida que se alejaba de Buenos Aires evocaba rostros de amigos y compañeros de su adolescencia.
¿Cuántos vivirían aún en la ciudad? El sueño lo venció rápido y el traqueteo propio del vehículo no pudo evitar que durmiera gran parte del viaje.
A las seis de la mañana llegaron a la ciudad argentina de Posadas. Pedro estaba cansado, pero muy contento y excitado. Estiró las piernas debajo de la butaca, las sintió algo hinchadas, pero lo sostuvieron con una leve vacilación. Ya con su equipaje en la mano, fue a la vuelta de la esquina donde abordó un colectivo que lo llevó directo a la ciudad.
Comenzaron las novedades para Pedro. En vez de arribar a Encarnación por lancha, como siempre lo había hecho, ahora lo haría en ómnibus, gracias al majestuoso puente «San Roque González de Santa Cruz» que cruza el río Paraná de este a oeste, convirtiéndose así en el nuevo y rápido acceso entre ambas ciudades.
Un nudo en la garganta se le formó desde el momento mismo que vio el río, la emoción, traducida en dos lágrimas que libres fueron a desembocar en las comisuras de sus secos labios, no lo abandonó durante horas.
Mientras subían más pasajeros, la radio local daba noticias del día. Un coro encarnaceno había obtenido un importante premio internacional en Italia. En el estadio Villa Alegre se había disputado un torneo sudamericano de fútbol juvenil y Paraguay había vencido a la Argentina. El orgullo lo colmaba. A pesar de no haber estado tanto tiempo en Encarnación, nunca dejó de sentirse encarnaceno, su ciudad seguía en un rincón de su corazón.
Cruzaron el puente y llegaron a la Aduana.
Una chipera subió a ofrecer su mercadería. Compró una chipa y mientras los cambistas ofrecían cambio de monedas, la saboreó con fruición. Le supo deliciosa.
Como todo le era nuevo por ese acceso, tuvo que preguntar dónde quedaba la Terminal de Ómnibus para poder orientarse, Amablemente le contestaron sus preguntas y llegó a destino.
¡Cómo había cambiado Encarnación! El asfalto en sus calles céntricas era una novedad para Pedro, ya que en su juventud sólo dos calles principales tenían asfalto, la calle Juan León Mallorquín desde la vía hasta el puerto, donde se realizaban todos los años el acostumbrado desfile del 14 de mayo y los corsos encarnacenos.
Con tristeza vio que se había demolido la escuela «Clementina Irrazábal» que en horas nocturnas se transformaba en Escuela de Comercio.
¡Cuántos recuerdos acudían en tropel a su mente!
Sus compañeros de estudio Juancho, Taní, Nacho, Noli...
¡Las veces que habían roto el fusible de la luz para que la oscuridad sea la causante de no dar clases y de ahí al cine «Imperial» a ver el estreno de los miércoles!
Se alojó en una pensión cercana. Se bañó y desayunó. Antes de ir a la casa de Taní, recorrería la ciudad. Quería llenarse de ella.
Se dirigió hacia el río. Pero las calles polvorientas de antaño o barrosas después de una lluvia ya no eran las mismas. El semáforo de la esquina se lo advirtió con un guiño colorido. Los bocinazos y la congestión de vehículos le hizo recordar la ciudad de la que había venido. Añoró la imagen del karumbé que era el rey entre los sulkys y algún que otro vehículo automotor cuarenta años atrás.
Llegó al Club Social, que se erigía como siempre dominando el río desde su altura, señorial e imponente. A sus costados se veían alambradas detrás de las cuales aparecían modernas y cuidadas canchas de tenis.
La villa baja, repleta de vendedores ambulantes, ofreció a la vista de Pedro un cambio radical a pesar de que el Banco de la Nación Argentina y el de Fomento estaban fieles en su lugar.
Se preguntó si estaría todavía el copetín de Antonio Casellas sobre las vías del tren.
¡Ah, cuántas veladas compartidas con los amigos en ese lugar, hablando sobre deportes, teatro, cine, o alguna conquista difícil con el sexo opuesto!
Pero no, el bar ya no estaba ahí, su lugar lo había ocupado una tienda con magnas vidrieras. Llegó al Correo, que seguía conservando su bella y peculiar arquitectura, aunque oculto y casi sumergido entre vendedores de mesa.
El olor fuerte de pescados le llegó del Paraná con una ráfaga de viento. Algunas lanchas todavía cruzaban a pasajeros y paseras.
A un costado del muelle de madera, él se veía viejo, mutilado por el terrible ciclón que azotara a la ciudad en el año mil novecientos veintiséis, que seguía firme dejando que las aguas le lamieran sus viejas piedras.
Se sentó en el muro semiderruido de la costanera.
Cerró los ojos dejando que el viento le acariciara la cara. Se sintió en paz, alcanzando un éxtasis casi beatífico. Una lancha había partido rumbo a Posadas, el sonido asmático del motor lo hizo sonreír y mirarlo con complacencia.
Evocó las fiestas que se realizaban ahí mismo, en el entonces Balneario Municipal, del que no quedaban vestigios, las tardes de verano donde la gente venía a refrescarse en las aguas límpidas del río. Pero ahora éstas estaban sucias y turbias y por todas partes reinaba la basura.
Como impelido por un motor se puso de pie y siguió caminando sobre la calle Artigas, rumbo hacia la villa alta. El recordado cine «Imperial» ya no daba funciones, se había convertido en una iglesia evangélica, por lo que se leía en un letrero de letras rojas. La era del vídeo y el cable lo habían vencido.
Emocionado llegó frente a la Iglesia Catedral. Subió las altas escalinatas de piedra y entró a orar. Gracias a Dios observó pocos cambios en ella.
Se vio haciendo la primera comunión con sus pantalones cortos que le llegaban a la rodilla. No pudo contener la sonrisa que afloró ante la evocación.
Luego pasó por la Municipalidad, totalmente distinta, pero en el mismo lugar. La «Plaza de Armas» lo recibió diferente. Recordó tantas olimpiadas estudiantiles que congregaban a todos los colegios y estudiantes de la ciudad. ¿Habría todavía ese tipo de competencias? Fueron lo mejor de su juventud. La rivalidad con los alumnos del Colegio Nacional era tradicional tanto en el campo de deportes como en los estribillos de las hinchadas.
Pero la Plaza había cambiado, la cancha de fútbol ya no existía, alrededor de ella se construían edificios modernos que superaban los diez pisos de altura. Pero el Colegio Nacional se había detenido en el tiempo, seguía tal cual lo recordaba... Lo nuevo era un edificio adyacente que decía «Biblioteca Pública».
Miró el reloj pulsera y con sorpresa vio que ya eran las once. Ahora debía visitar a Taní.
El encuentro fue emocionante. Ambos amigos estaban viejos, pero sus corazones seguían guardando ese caudal de amistad que los había unido tanto tiempo.
Pedro pasó la Semana Santa feliz y en paz. Su amigo y familiares lo rodearon de afecto y sintió que pertenecía a ese lugar.
Ya no quería volver a la Argentina. El deseo se hizo tan fuerte que fue a visitar terrenos en los barrios nuevos que se habían formado en zonas aledañas al centro de la ciudad. En el barrio «La Paz» encontró uno que le gustó y que estaba al alcance de su bolsillo.
La despedida fue triste, como todas. Pero el regreso sería pronto. Había vivido muchos años fuera de Encarnación, pero cumpliría el deseo que nunca lo abandonó: el de morir en ella.
RINCÓN MÁGICO
-Y después de hacer tus deberes, le cuidás a tu hermano. Nada de ver la tele. ¡Dos días no vas a mirar de castigo!
Y enojada dio un portazo que retumbó por toda la casa. Juan no dijo nada, pero cuando su madre salió, masculló una serie de palabrotas en voz baja, cuidándose para que ella no las oyera.
¡No fue su culpa que José se cayera de la silla! Pero su mamá, como siempre, lo culpaba de todo.
¡Ah, si su padre estuviera en la casa no lo tratarían tan mal! Pero su papá se había ido seis años atrás y nunca había vuelto. Ahora tenía padrastro, Marco. En realidad, nunca lo regañaba, pero tampoco lo defendía cuando era motivo de alguna injusticia. Desde luego que todos los mimos eran para José, que contaba con cinco años y era su medio hermano.
Comenzó a hacer sus deberes de mal humor, cuando sin darse cuenta comenzó a tararear una canción que no había oído nunca.
Se calló unos instantes y la melodía se seguía oyendo.
Aguzó el oído. Sí, venía del patio, cerca de la huerta. Salió sin hacer ruido, no sea que su madre se diera cuenta de que estaba desobedeciendo su orden. Caminando llegó al lugar de donde venía la música. A medida que se acercaba, la oía mejor y una paz inmensa se apoderaba de él, haciéndolo tan liviano que sentía como si flotase en vez de caminar. El sol de noviembre caía a plomo sobre la tierra roja y quemaba los pastos de la canchita de voleibol que estaba cerca del tungal.
Quedó desorientado. ¿Qué estaba haciendo ahí? Cuando iba a girar sobre sus talones para volver a la casa, más dulce que la vez anterior volvió a oírse la melodía, que cual un fuerte calmante, se llevó nuevamente su malhumor y desorientación. No pudo evitar que sus pies adquiriesen vida propia y lo internaran en el tungal. Como un autómata siguió caminando, el chasquido de sus pies descalzos sobre las hojas secas no lograba mitigar el éxtasis y felicidad que le producía la música. Se detuvo cuando llegó ante un enorme lapacho. ¡Para su sorpresa la música parecía provenir de su tronco! Incrédulo, metió la cabeza en la bifurcación de dos gruesas ramas. Un sonido semejante al agua que corre en un túnel subterráneo y Juan se sintió succionado por una corriente de aire que lo impulsaba en forma ondulante y suave hacia el espacio. Instintivamente, cerró los ojos. Cuando los abrió el paisaje era diferente. Se encontraba en una especie de habitación cuyas paredes parecían ser de nubes multicolores, el suelo estaba formado por suave pasto, hierbas tiernas y florecillas multicolores. El techo era el mismo cielo, donde se veían paradójicamente, el sol y la luna, que irradiaban un luminoso brillo que no lastimaba los ojos.
-No debes enojarte con tu mamá -oyó una voz.
Miró en varias direcciones, pero no pudo encontrar a persona alguna, sólo las flores y el pasto que se mecían suavemente por una apacible brisa que comenzó a soplar de algún lugar.
-Aquí, más abajo, mírame.
Bajó los ojos y vio a una enorme margarita blanca, cuya corola se movía cada vez que hablaba.
-Pero... ¡las flores no hablan!
-No hablan en tu mundo terreno, pero aquí estás en tu rincón mágico de sueños, donde puedes decir y hacer todo lo que quieras, donde nadie te puede ordenar nada, sólo aconsejarte si pides consejo.
-¿Puedo traer aquí a mi mamá? ¿O a Miguel?
-Sí, pero sólo podrán entrar si sus sueños son iguales a los tuyos. Y eso, querido amigo, es muy difícil que pase en esta tierra.
-¿Por qué no vine aquí antes, margarita?
-Yo no me llamo margarita -dijo la flor con voz aparentemente ofendida-, pero puedes llamarme Anhelos -carraspeó y sus pétalos blancos se movieron en forma brusca-. No viniste aquí porque tus oídos no me oían, desde que naciste te estoy cantando, pero al fin, hoy me escuchaste.
-¿Me podrás aconsejar? Sabes, a veces me siento muy confuso.
-Pero claro que sí, Juan. Cuando vengas a tu mundo mágico de sueños, trae tus problemas, tus conflictos, juntos lo solucionaremos.
-Gracias, marga... disculpa, Anhelos. Otra cosa. Cuando tenga novia... ¿Podré traerla aquí?
-¡Claro! Pero logrará entrar la que comulgue con tus sueños, ¿Recuerdas? No pienses nunca en ello, porque es tan difícil que dos personas sueñen lo mismo. -Un rotundo suspiro remachó las palabras de la flor.
Al ver la carita desilusionada de Juan, Anhelos se apresuró a decir:
-Pero eso no significa que sea imposible. Es más, cuando eso ocurra, tendrás la certeza de que no te has equivocado y que la felicidad, una amiga mía muy tímida, que no se quiere dejar atrapar por nadie, sólo se deja tocar por breves instantes, se hará amiga tuya.
Juan se sintió muy feliz con su nueva amiga, se inclinó para besarla, cuando una voz conocida decía:
-Te vas a caer de la silla...
Juan abrió los ojos y vio a su mamá que lo miraba. Sus ojos ya no le parecían indiferentes, al contrario, se veían preocupados, como si él le importara. ¿O era él que la veía realmente como era? Tal vez no se había dado cuenta y una llamita de amor en las pupilas de su mamá le hizo decir:
-Mamá, te quiero.
Le pareció ver una lágrima en las pupilas negras de su madre y su voz le sonó ronca y falsamente severa cuando le dijo:
-No creas que te voy a levantar el castigo por esas palabras, pero sabés, mi hijo, yo también te quiero, mucho, mucho -y sus doce años ya no sintieron vergüenza de su mamá cuando le besaba.
-Tienes sólo veinte años. ¿Estás seguro de que quieres casarte?
-Sí, mamá -y con un brillo especial en los ojos y rebosando felicidad agregó:
-¡Ella pudo entrar en mi mágico rincón de los sueños!
Aunque le pareció una respuesta rara, le dio su bendición. Al instante sintió el impulso de correr con su hijo hacia un extraño lugar, no sabía dónde, tal vez al que Juan llamaba mágico rincón de sus sueños.
ATRACCIÓN PELIGROSA
Martín era alto, robusto, ojos marrones y cabellos castaños. Era un joven bien parecido. Tenía unos veinticinco años y trabajaba en una entidad bancaria.
En un pueblo del interior, constituía un excelente partido, teniendo en cuenta que el número de mujeres casaderas era siempre superior al de los varones. Sin embargo, carecía de amoríos. No es que no le gustasen las mujeres, al contrario, lo enloquecían, pero por una extraña casualidad, todas aquellas que le agradaban, por algún motivo desconocido, nunca aceptaban salir con él, o si lo hacían, iniciaban la cita con la advertencia: «Me gustás como amigo...» dando a entender de que no abrigase otras intenciones.
Era obstinado y cuando le gustaba alguna chica no dudaba en enviarle flores, versos, saludarla e invitarla a salir. Algunas se negaban con cualquier tipo de disculpas, otras salían por curiosidad, pero cuando quería repetir la salida, ponían miles de pretextos por lo que no había nunca una segunda oportunidad.
Desde luego que se encontraba con «ciertas» mujeres, relaciones esporádicas con un objetivo rápido, el cual una vez cumplido, terminaba con todo.
En fin, Martín ambicionaba tener un amor, sentirse amado adorado, como los ídolos de moda, y en sus fantasías se veía asediado por muchachas que lloraban por su amor, que se lo disputaban como si fuese un trofeo.
Cuando cursó la secundaria tuvo una novia con quien se llevó bien unos años, pero después ella fue a estudiar a Corrientes y se distanciaron. La veía en las vacaciones, hasta que volvió con un compañero de estudios al que presentó como su pareja, rogándole que la disculpara, que le deseaba suerte y que no sufriera por ella.
En realidad sí sufrió un tiempo, pero la juventud pronto olvida y entre los estudios (seguía cursos de postgrado) y el trabajo borró ese recuerdo de su memoria.
Tenía muchos amigos, aunque casi todos estaban casados. Éstos vivían tratando de conquistar mujeres, lo cual lograban sin ningún esfuerzo. Incluso algunos eran asediados por el elemento femenino, como Jorge y Víctor.
Como si lo hubiera invocado, este último emergió por la puerta de la oficina.
-Me tenés que hacer un favor -y sin esperar respuesta agregó:
-Si llama Elenita decile que fui a la Colonia y que voy a estar de vuelta para las cinco.
Giró sobre sus talones y antes de desaparecer por la puerta abierta lo miró sobre el hombro, le hizo un guiño y con tono cómplice dijo:
-Celina me espera en el auto.
La sorpresa hizo parar a Martín, pero Víctor ya se había marchado.
Celina era la nueva empleada contratada por la agencia bancaria. Decían que era divorciada, tenía unos treinta años, pero cualquiera juraría que tenía veinte. Su rostro era corriente si se pasaban por alto sus labios carnosos y sensuales que al distenderse en una sonrisa dejaban ver sus dientes blanquísimos y simétricos que iluminaban su rostro con una luz especial. Si a esto se le agrega que una pollera siempre corta dejaba ver los dos pilares perfectos que eran sus piernas torneadas magníficamente y que armonizaban a la perfección con sus suaves caderas, amén de una cintura estrecha, fácil es darse cuenta del maremágnum que produjo en el elemento masculino de la empresa. Y nuevamente Víctor había conseguido la conquista. Realmente hacía honor a su nombre.
Sintió cierta envidia, pero la superó con prontitud, aunque no pudo evitar que un pesimismo y desgano lo abatiera.
Cuando llegó a su casa no saludó a doña Romualda, su madre que lo miró en silencio unos instantes, los suficientes para percatarse de que su hijo venía cansado y de malhumor.
Martín masculló algo sobre el calor, el viento norte, la fatiga y se dirigió a su recámara.
Se dio un baño, se acostó y encendió la tele. Desde la pantalla, una hermosa rubia parecida a Celina decía.
-Vení, Martín, nos vamos a divertir.
Ante la mirada atónita del joven, las luces se apagaron y una melodía tropical comenzó a sonar en alguna parte, leve al principio, más rápida y frenética después.
La belleza se contorneaba con lentos movimientos eróticos y sensuales. Lo tomó de la mano y lo introdujo en una pista de baile.
Martín seguía el ritmo como un maestro, sus movimientos eran medidos, cadenciosos, profesionales. Sentía el aroma de la mujer que se movía frente a él, fuerte, excitante, los tambores medían los pasos de ambos, que danzaban como si fuesen una sola persona. La música cesó de golpe. La mujer lo tomó del rostro y lo besó largamente en la boca. Él correspondió al beso prolongándolo tanto como pudo. Por fin tuvo que respirar y la soltó.
Ella tenía los ojos extrañamente brillantes, y con voz ronca dijo:
-Pídeme lo que sea, el deseo más arcano de tu mente, yo te lo concederé.
Una guitarra en algún lado dejó oír su lamento. La oscuridad era absoluta. Sólo los ojos de la joven alumbraban el lugar donde se encontraban.
-¿Lo que sea? -preguntó Martín.
-Sí, lo que quieras, yo te lo concederé.
Por unos instantes Martín sintió un aleteo sobre sus hombros, una sensación desconocida. Su cuerpo caliente y ardiente percibió una bocanada de aire frío que se introdujo por algún lugar.
La decisión era obvia. La haría suya. Esa oportunidad no la dejaría pasar.
Una voz familiar, que parecía venir de su cerebro, le dijo:
-Pide lo que más anhelas, aprovecha.
-Quiero que todas las mujeres al verme se enamoren de mí, quiero ser irresistible.
Oyó esas palabras flotar en el aire, incluso giró el rostro para ver quién las había pronunciado con una voz idéntica a la suya, pero no había nadie, era él quien las había dicho.
La joven de ojos brillantes dijo:
-Cuando encuentres una mujer que no se enamore de ti, te verás liberado de tu deseo.
Los tambores volvieron a sonar levemente, luego aumentaron su intensidad. Sonaron con tanta fuerza que tuvo que taparse los oídos para evitar oírlos.
-Martín, Martín... Te buscan.
Abrió los ojos y vio a su madre que le hablaba.
-Me quedé dormido -dijo más para sí que para ella.
-Víctor te espera en la sala.
-¿Víctor?
-Sí, está con su señora.
Medio aletargado aún, se vistió para hablar con sus amigos.
Víctor tenía treinta años y Elenita veintiuno. Portaba en brazos a su bebé.
-Venimos a llevarte.
Ante la cara de interrogación que puso Martín, Elenita dijo:
-Sabés que hoy es mi cumpleaños y no admitimos negativas para asistir a la cena. Invité a una prima soltera que es preciosa. Estoy seguro de que se harán buenos amigos.
No hubo excusas que dar por lo que se preparó para acompañarlos mientras ellos lo esperaban en la sala.
La casa quedaba bastante cerca y en unos diez minutos llegaron.
Mientras los invitados iban llegando, en un aparte, Víctor le dijo a Martín:
-¿Vos sabés lo que es el fuego en forma de mujer?
Ante la negativa de Martín, Víctor dijo lacónicamente, sin poder ocultar cierto orgullo:
-Celina.
En vez de sentir envidia por su amigo, un nuevo sentimiento afloró en su corazón. Compasión por Elenita. Pero no tuvo tiempo de seguir analizando sus reacciones porque una voz femenina sonó a su lado:
-Thalía, éste es Martín. Martín, ella es Thalía, mi prima.
Una joven bajita de ojos marrones oscuros, grandes, lo miraron sonriendo con simpatía.
-¿Qué tal?
-Bien, encantado. -Le hizo lugar a su lado, cerca de Víctor.
-Ésta es la prima más linda que tiene mi señora -dijo Víctor piropeándole a la chica.
Martín no sabía qué decir, la chica le agradaba muchísimo, pero por alguna extraña razón no hacía ningún tipo de caso a su amigo, mientras que se bebía sus palabras, a pesar de que eran temas sin importancia. Siguieron conversando unas horas, danzaron y ya bastante bebidos fueron al departamento de Thalía.
Un desayuno oloroso y una sonrisa encantadora acompañada de un beso dieron los buenos días a Martín.
Él le sonrió como un tarado, porque no recordaba hasta dónde había llegado con ella. Pero cuando se vio desnudo bajo las sábanas, lo recordó todo.
¡Su suerte con las chicas comenzaba a cambiar!
Ella lo llevó a su casa, para que pudiera ir a la oficina.
Se despidieron con un ademán de manos. Martín se hallaba con una fuerte resaca, la que no impedía que se sintiera eufórico y contento.
La mañana pasó en un soplo. Todos fueron a almorzar. El recuerdo de Thalía le resultaba agradable. ¡Cómo le gustaría salir nuevamente con ella! El teléfono le sacó de sus reflexiones.
¡Era ella! ¡Quería volverlo a ver! ¡No lo podía creer! Lo esperaría en su departamento a las siete de la noche.
Apenas colgó el teléfono volvió a sonar. Era Elenita, preguntaba por Víctor.
-Martín, es necesario que hablemos. Te espero en casa. Tenés que venir, es un caso de vida o muerte.
No soltó prenda sobre el tema, por lo que tuvo que prometerle que iría a las cinco.
¿Sabría algo de Celina? ¿O le hablaría de Thalía?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Víctor y Celina. Venían riendo. Se saludaron y siguieron hablando. Martín aprovechó un bache en la conversación para decirle a su amigo que le habían llamado de su casa. Éste se excusó y fue a su oficina para hablar en privado por teléfono.
Martín miró a Celina apreciando su belleza. Ella no bajó los ojos. Al contrario, lo miró insistentemente. Le sonrió mientras descruzaba las piernas, regalándole un espectáculo que lo ruborizó. Ella le dijo:
-¿Querés un caramelo?
Y mientras lo miraba fijamente a los ojos, con la mano derecha extendida le ofreció uno.
Hipnotizado, se levantó para aceptar la invitación. Cuando llegó a su lado, ella inesperadamente se puso de pie, con lo que sus rostros se encontraron a la misma altura.
¡Sus labios eran tan hermosos, entreabiertos, invitadores! Martín deseó besarla. Sin pensarlo dos veces así lo hizo, esperando que se encolerizase, pero mientras succionaba su lengua sintió la presión de sus brazos detrás de la nuca abrazándolo con frenesí. No supieron cuánto tiempo estuvieron besándose, hasta que la exclamación de Víctor los volvió a la realidad.
Ella lo miró con indiferencia, se arregló un mechón de cabello que le había caído sobre la cara y dijo:
-Víctor, no voy a poder ir esta noche. Mañana hablamos. -Tomó un coqueto bolso negro y se dirigió hacia la salida.
La sorpresa había dejado patitieso al hombre. No salía de su asombro. Cuando se iba a retirar, con la mano sobre el picaporte, dijo:
-Martín, por favor, vení un momento que quiero hablarte.
Como un autómata la siguió.
-Esta noche. Te espero a las diez. -Le deslizó una tarjeta en el bolsillo del saco; mientras besaba su dedo índice y le enviaba un beso en el aire, con voz sensual agregó-: Adiós.
Alelado volvió a su oficina. Víctor estaba furioso.
-¿No podés conseguirte otra mujer? ¿Justo ésta que me gusta tanto?
-¡Pero... pero...!
Víctor salió dando un portazo.
Con todo lo que había pasado, Martín perdió el apetito. No fue al comedor. Quedó solo unos minutos tratando de ordenar sus pensamientos.
Cinco años sin encontrar a una mujer que le gustara y le correspondiera y en un día conseguía dos. Y en la misma noche tenía cita con ellas. Por lo visto el destino le haría recuperar el tiempo perdido.
Un ruido de pasos le hizo levantar la vista.
Una chica de unos veinte años entró en la oficina con una escoba y un balde.
-Buenas tardes. ¿No va a comer?
-No. Pero puedo salir si es que vas a limpiar.
-No, no hace falta. -Y se puso a asear la oficina con la rapidez que da la práctica, mientras le conversaba sobre los estudios que estaba haciendo por la noche en una escuela nocturna. La joven hablaba hasta por los codos y era muy simpática. Unos hoyuelos que se formaban en sus mejillas la hacían muy atractiva. Mientras ella trabajaba Martín pudo apreciar su esbelto cuerpo dentro de unos pantalones desteñidos que no obstante le sentaban bien. En menos de media hora le contó que vivía con su mamá, que le ayudaba con la crianza de su hijita que tenía tres años y que era madre soltera.
Cuando terminó su trabajo, sonrió y le preguntó:
-¿Y vos? ¿Tenés muchas novias?
Él le dijo que no y ella pareció muy contenta con la respuesta.
-¿No te enojás si te digo algo?
Ante la negativa de Martín, dijo riendo:
-¡Siempre creí que eras un antipático, pero ahora me doy cuenta que no! -Y se retiró con los elementos de limpieza mientras una mirada traviesa y prometedora le sonreía. ¿O serían alucinaciones suyas?
A las cuatro fue a su casa y después de darse un baño se acostó. Los acontecimientos del día eran tan extraños y diferentes a su vida rutinaria que incluso creía estar viviendo un sueño.
Su madre lo llamó para que atendiera el teléfono. Era Elenita, recordándole que lo estaba esperando. No tuvo deseos de ir a verla, no después de la discusión con Víctor, pero ella insistió tanto que no tuvo más remedio que preguntarle sobre el motivo de la reunión.
-Debo hablarte de algo importante para mí y mi futuro. No puedo decírtelo por teléfono.
-Estará Víctor, ¿verdad?
-¡Claro que no! Me llamó diciendo que volvería a las ocho. Por favor, vení, te espero ahora.
Un tono de ansiedad fue percibido claramente por el hombre. Fastidiado, tomó el auto y enfiló hacia su casa. ¿Lo interrogaría sobre Celina? Su boca estaría sellada, no podía decirle nada sobre las aventuras de su marido, eran amigos y lo defendería. ¿O le hablaría de su prima?
Llegó en un santiamén. En el jardín estaba la beba con una niñera jugando. Tocó el timbre. La puerta se abrió de inmediato mostrando a una hermosa mujer que le resultó familiar. Cuando iba a preguntar si estaba Elenita, la reconoció. Se había maquillado tanto que no parecía la misma. Tenía una mirada distinta, bajo las pestañas cargadas de rímel. Martín se percató de lo bella que era la esposa de su amigo.
Pero... ¿qué le pasaba? Una blusa escotada ofrecía un ancho y redondo panorama sobre sus exuberancias.
-¡Viniste! -dijo ella con voz emocionada-. Vení, sentate aquí.
Se ubicó en un sofá mullido que estaba cerca de la ventana. Desde ahí se veía el jardín y la calle.
-¿De qué me querías hablar? -preguntó serio Martín.
-No sé cómo empezar. -Se tomó las manos nerviosamente, mientras sus dedos hacían girar una pulsera en su muñeca.
-Pero me di cuenta ayer. Sabés que siempre te aprecié, pero recién ayer... cuando te presenté a Thalía... cuando vi cómo ella te abrazaba, sentí que... -vaciló y lo miró fijamente poniendo cara de carnero degollado.
Martín pensó que estaba teniendo un sueño, casi una pesadilla. Elenita lo veía con una mirada voluptuosa, acercaba su rostro al suyo para hablarle, su aliento era suave, su perfume atrapante, sus ojos afiebrados se clavaron en los suyos. Todo pareció detenerse por un instante. Repentinamente le echó los brazos al cuello y le dijo:
-Me siento tan infeliz con Víctor. ¡Estoy enamorada de otro hombre! ¿Qué puedo hacer?
Se apretaba con fuerza entre sus brazos. Sentía sus senos aplastados contra su cuerpo y el latido de su corazón cerca del suyo. Comenzó a sollozar quedamente.
-No llores, Elenita, por favor.
La miró a los ojos. Los tenía empapados en lágrimas.
-Te amo, Martín.
El hombre sintió que un sudor frío le recorría la espina dorsal. Su mejor amiga se le estaba declarando. La esposa de su amigo.
Una confusión enorme en su cabeza lo hizo decir precipitadamente:
-Elenita, me siento mal. Mañana hablamos. Debo irme.
Se hizo un silencio mientras se dirigía hacia la puerta. Giró la cabeza sobre el hombre para despedirse.
-¡Por favor, quedate! ¿No querés que te prepare un té?
-No, no. Estoy algo mareado. En casa tengo unas píldoras que... Adiós.
Regresó sin tener noción del camino que había recorrido. ¿Pero qué le pasaba a Elenita?
¿Estaría enferma? ¿Le habría querido hacer una broma? ¿O estaría mal de la cabeza? Pero no, no era una equivocación. Las lágrimas eran reales. Las palabras de ella habían sonado tan sinceras.
Se sintió tan nervioso que deseó fumar. Era un vicio que había dejado años atrás. Volvió a su casa.
-¡Martín, teléfono!
La voz fresca de Thalía le recordó que lo estaba esperando desde las seis y media.
Hablaron unos minutos y colgó. Esa chica había tenido la virtud de devolverle el buen humor.
Llegó a su departamento minutos después.
Se sentían bien juntos. Oyeron radio, miraron álbumes de fotografías donde se veía a Thalía desde pequeña, conversaron de hechos baladíes, mientras intercambiaban besos tiernos, que poco a poco fueron trocándose en apasionados, hasta que cayeron al suelo devorándose uno al otro.
Después de un descanso, ella le preguntó si quería comer algo. Él aceptó.
El timbre sonó como un intruso en un lugar armonioso.
-Debe ser Palmira.
Ante su mirada interrogadora, ella respondió:
-Es mi prima hermana. Está estudiando Derecho. Llega a las nueve y media.
-¡Pero no puede ser tan tarde! -dijo mirando su reloj. ¡Pero si hacía unos minutos eran las siete y media!
Ella sonrió ante su comentario, mientras abría la puerta que dejó entrar a una joven de unos veinte años. Era muy blanca y tenía el pelo color trigo, lacio y algo escaso.
Sus ojos eran grandes y profundos, Parecía muy seria. Thalía lo presentó como novio y él sonrió. El departamento era pequeño y a Martín se le ocurrió que flotaba en él el aroma del amor en celo y que había sido percibido por la chica. Sus miradas se cruzaron y él se estremeció. Era muy alta y tenía poco busto.
Thalía hablaba de diversos temas mientras ponía la mesa. Palmira la ayudaba mientras conversaba con ella, sin dirigirle la palabra al joven.
Después de comer la pizza se despidió, ante las quejas de Thalía, pero el encanto se había roto.
Cuando sacó las llaves del saco, éstas salieron con una tarjeta. ¡Era la de Celina! ¿Pero cómo pudo olvidarse de su cita? Miró el reloj. Las diez y veinte. ¿Qué hacer? ¡No podía dejar la oportunidad de estar a solas con ella!
Decidió ir. Por lo menos para ver si no había sido una broma de la mujer. Llegó a la cuadra donde se encontraba su departamento. Tocó el timbre dos veces. Esperó unos instantes y por fin volvió a tocar. Nada. Giró sobre sus talones para regresar, cuando el ruido de la puerta al abrirse lo hizo detenerse.
-¡Creí que ya no venías! Y casi literalmente lo metió dentro para luego cerrar la puerta con doble llave.
Ella se encontraba sin arreglarse, con los cabellos recogidos y una bata de entrecasa. Ahora llegarían seguramente las explicaciones.
Le hizo tomar asiento y ella se sentó en otro sillón, dejándole solitario en el sofá.
A pesar de que no tenía maquillaje y no era precisamente hermosa, tenía esa atracción de hembra que hace que los hombres hagan todo tipo de tonterías por ellas.
Martín estaba tranquilo, cansado por la sesión amatoria que había tenido con Thalía, por lo que tampoco tomó ninguna iniciativa, no sea que saliera mal parada su hombría.
Se hizo un silencio entre ambos.
-¿Querés tomar algo? -Su voz era ronca, pero era tan sensual que dio por tierra con todos los temores que había sentido sobre su falta de virilidad.
Sin esperar respuesta, ella fue hacia la cocina de la cual volvió con un vaso. Se lo entregó mientras le acariciaba los dedos al hacerlo.
-Vuelvo enseguida.
Cinco minutos después regresó. Al parecer, se había dado un baño, pues volvía envuelta en una toalla y con el pelo mojado.
Ella ahora sí se sentó a su lado. Lo miró a los ojos mientras tomaba su bebida. Una increíble excitación lo iba inundando mientras ella lo miraba con los labios entreabiertos. Comenzó a sacarle la camisa y a besarlo suavemente en todo el torso. Sus cabellos húmedos olían muy bien, alzó la cara y él la besó. Su bata se entreabrió dejando libre sus senos enormes, pero enhiestos. Éstos tuvieron la facultad de volverlo totalmente loco. La pasión crecía hasta llegar a límites increíbles, se apagaba para encenderse nuevamente como cascada de agua indómita, hasta que el sueño lo venció.
Una franja rosada de luz entró por una ventana del dormitorio.
-¡Martín!, despertate. Tenés que irte. Ya está amaneciendo.
Con un cansancio terrible llegó a su casa, mientras se cruzaba con gente que iba a su trabajo y chicos a su colegio.
Se cambió en un tris. Desayunó y casi sin despedirse de nadie fue a su trabajo.
A media mañana el sueño se hizo sentir. Fue al baño y creyó no reconocerse.
¿Quién era ese extraño con ojeras tan oscuras que lo miraba? No tenía fuerza ni para sonreír. Víctor lo miró con enojo y no lo saludó. Celina, fresca como una lechuga, pasó a su lado seria como si no lo conociera, lo saludó con un frío «Buenos días» y se retiró.
Al mediodía no fue al restaurante de la empresa. Quería estar solo. Estaba tan confundido... Y tan cansado.
-¿Nos vemos esta noche?
Celina hablaba con su voz sensual. Curiosamente no le hizo ningún efecto.
-No, esta noche no podré ir. Me siento mal, creo que voy a acostarme temprano.
En vez de enfadarse, dijo:
-Bueno, ponete bien que tu «mami» te espera para mañana. -Le tomó el rostro y se lo acarició y por último lo besó suavemente en los labios.
Un carraspeo en la puerta los hizo separar bruscamente.
-¡Permiso, permiso... es la hora de la limpieza!
-Esperanza, no podías ser más molestosa. -Y dirigiéndose a Martín:
-¿Querés ir a comer algo? Yo invito.
-No, gracias, voy a ir a la farmacia a conseguir algo para el dolor de cabeza.
Ella se alejó saludando con la mano. A la chica de la limpieza la fulminó con la mirada.
-¿Así que te llamás Esperanza? -preguntó estúpidamente a la joven.
Ella contestó con una sonrisa. Él salió de la oficina mientras le saludaba con la mano.
Al volver vio sobre su escritorio una margarita blanca. Le pareció recordar que Esperanza tenía un ramo en el balde.
¿Esperanza?
Las horas de la tarde fueron un suplicio para Martín. Comenzó a estornudar repetidas veces y su garganta le comenzó a arder. Tuvo que pedir permiso y volver a su casa.
Como no se sentía bien decidió ir al médico. Éste lo tranquilizó diciendo que era una fuerte gripe y que guardando cama mejoraría. Le dio un certificado médico para presentar en su trabajo y descansar por lo menos cuarenta y ocho horas.
Fue a la farmacia que se encontraba cerca de la clínica a comprar los medicamentos recetados. Cuando iba a subir al auto, una voz femenina le dijo:
-¿Me llevás hasta casa?
Reconoció a Palmira, la prima de Thalía. Estaba tan cansado que su primer impulso fue negarse. ¡Pero no podía hacerlo! Cuando faltaban unas cuadras para llegar al edificio de departamentos donde vivía, ella dijo:
-¡Por favor, pará aquí!
Sorprendido, así lo hizo.
-Thalía es mi prima, la aprecio mucho, por eso necesito saber si lo de ustedes es algo serio.
-No creo que sea asunto tuyo -respondió molesto.
-Sí, lo es, pero si querés saber por qué, tenés que contestarme primero.
Una risa burlona salió de la boca de Martín. Él fue el primero en sorprenderse de ello.
-¿Y qué te hace pensar que quiera saberlo?
Se produjo un silencio embarazoso de parte de la chica. Inesperadamente se echó a llorar.
A pesar suyo, Martín sintió lástima y tuvo que consolarla, pero ella se negó a decir cuál era su problema mientras él no le confesase sus sentimientos con respecto a su prima.
-Bueno, si para vos es tan importante, te digo que ella me agrada, me siento bien con ella...
-¿Pero la querés? -su tono era suplicante.
-Ni siquiera yo lo sé.
Repentinamente ella calló.
Se volvió a él e inesperadamente lo besó. Lo tomó tan de sorpresa que no pudo ni siquiera abrir sus labios. Trataba de separarla de su cuerpo, pero ella le estrechaba el cuello con sus brazos delgados, pero fuertes.
Al fin pudo apartarla. Ella estaba desfigurada. Sus mejillas estaban mojadas y sus ojos eran tan inmensos que parecían tomarle toda la cara.
-¿No dijiste que querías a tu prima? Bonita forma de demostrárselo. Besando a su novio.
-Es que desde que te vi no pienso en otra cosa que en estar contigo. Te seguí en la clínica, en la farmacia. Forcé este encuentro. Lo único que pedía era que lo de ustedes fuera sólo un pasatiempo, para tener una oportunidad contigo. -Una risa amarga brotó de su garganta-. Algunos creían que era rara porque nunca tuve novio, la verdad es que ninguno me gustó nunca, y he aquí que sin conocerte, con sólo estar juntos en un mismo lugar por menos de una hora me apasiono por vos, el hombre que menos me conviene. -Y de la risa histérica pasó a las lágrimas nuevamente.
Martín cometió un solo error. Acariciarle el cabello y pedirle que no llorara más.
Media hora después sólo podía agradecer que el lugar donde se habían detenido fuese solitario. Entre la gripe y la chica, sus ropas resultaron totalmente empapadas. Cuando la dejó frente a la puerta del edificio, vio de reojo a Thalía que lo llamaba con la mano en alto, pero esta vez, pisó el acelerador y no frenó hasta llegar a su casa.
El jueves por la mañana se sintió realmente mal, lo pasó en la cama. La tos y sus estornudos eran los sonidos que reinaron varias horas en la alcoba. El certificado médico fue enviado al trabajo y las llamadas telefónicas no se hicieron esperar. Lo llamó el gerente diciéndole que se pusiera bien y que hablaría con él cuando se recuperara. Celina también llamó. Con sus frases incendiarias le instó a ponerse bien pues ya lo extrañaba.
A la siesta lo llamó hasta Esperanza, deseándole que se mejorara y tímidamente le preguntó si le había gustado la margarita que le había dejado en su escritorio.
Thalía lo llamó para desearle que se repusiera y que lo iría a visitar si no podía resistir las ganas de verlo.
Una llamada precedida por llanto y suspiros le hizo dudar sobre una cachada o si era Palmira. Era Palmira. ¡Estaba tan triste por haber traicionado a Thalía! ¡Pero tan feliz por el momento pasado con él! Que se pusiera bien, pues de lo contrario, moriría.
Se alegró de estar enfermo porque no soportaría a ninguna mujer más por lo menos por una semana.
Su madre lo despertó.
-Elenita está aquí -le pasó una silla y se retiró.
Ella entró muy seria con unas frutas en la mano. Después de saludarlo muy educadamente y hablar con doña Romualda unos instantes, se sentó en la silla que estaba cerca de la cama. Cuando quedaron solos se levantó, cerró la puerta con llave y se sentó en la cama y le habló dulcemente, mientras le masajeaba los hombros, le acariciaba el cabello y le decía que se tranquilizara que ahogaría su amor en pos de su matrimonio. Ella comenzó a besarlo despacito en los labios, a acariciarle el rostro, a suspirar hasta que sin que Martín se diera cuenta ella se encontraba en la cama con él. No tuvo fuerza para echarla. Curiosamente sí la tuvo para amarla.
Cuando ella se marchó le vino a la mente el sueño que había tenido unos días atrás. Justamente después de eso había comenzado a tener sin ningún esfuerzo a toda mujer que se cruzó en su camino.
Analizó sus sentimientos. Se sintió contento primero, después sorprendido y un poco vanidoso, ahogándose poco a poco en el hastío. Pero ahora los acontecimientos se estaban poniendo dramáticos, viendo con desesperación las nefastas consecuencias que podrían tener sus aventuras. El matrimonio de sus amigos podía tambalear por su culpa.
La noche había caído sobre la ciudad. Una enorme fatiga se había adueñado del joven y deseó un sueño reparador.
A las nueve su madre insistió en que tomara una ligera cena. Para no desairarla fue al comedor, aunque sin ganas.
El timbre de la puerta sonó estridentemente.
Su madrina Luisa con sus tres hijas adolescentes irrumpieron en el comedor.
-¿Qué tal, Martín? Parece que algo enfermo, según me cuenta mi comadre.
Él correspondió a los saludos de todas, que lo miraban como si fuese el hombre más atractivo del mundo.
Martín se sintió molesto por las miradas atrevidas de las chiquilinas, una de ellas incluso al despedirse le había dejado un papelito disimuladamente en la mano, pero lo que más le molestó era el beso de su madrina cuando le deseó que se mejorara, apretándose disimuladamente a su cuerpo. ¡No! Eso no podía seguir así. La facilidad con que las mujeres se le insinuaban las hacía irritantes y le quitaban todo deseo.
Asqueado fue a su pieza, se tiró en la cama y se durmió.
El teléfono lo sacó de un sueño profundo y pesado.
-Martín, necesito verte ahora, estoy desesperada, no puedo dormir...
-¿Quién habla?
-¿Ya no conocés mi voz?
Cansado cortó la comunicación. Eran las tres de la mañana.
Volvió a sonar el teléfono.
-Si no venís a verme soy capaz de hacer cualquier cosa, Martín, cualquier cosa.
-¿Quién habla?
Un sollozo le contestó:
-¡Ni siquiera reconocés mi voz! ¡Prefiero morir que vivir sin vos! -y colgó.
Creyó reconocer a Palmira, pero no estaba seguro.
Amaneció un día lluvioso. El teléfono sonó como un martilleo en su cerebro.
-¿Martín? -conoció la voz de Thalía, que sonaba sollozante.
-Sí, soy yo. ¿Qué pasa, por qué estás llorando?
-¡Palmira! -Nuevos sollozos de parte de Thalía.
-¿Qué le pasó a tu prima? -preguntó Martín con un horrible presentimiento.
-Está muerta. En su mesita de luz dejó una nota. Dice: «No puedo vivir sin Martín. Perdón». Se tomó todo el frasco de píldoras para dormir.
Se hizo un silencio.
-Sus padres se la llevaron. ¿Qué pasaba entre tú y ella? ¿Qué?
Los sollozos le encogieron el corazón y colgó.
Sus ropas estaban mojadas. Sintió una sed inmensa. Oía voces lejanas que hablaban, después supo que era él delirando.
El médico recetó una gran cantidad de medicamentos y dio su veredicto. Pulmonía.
Al mediodía vinieron de visita Celina, Elenita, su madrina y sus tres hijas y hasta Esperanza.
Su madre no dejó entrar a nadie, siguiendo las instrucciones del doctor.
Extendió el certificado de descanso por siete días más.
En su delirio Martín vio a Palmira con el rostro lívido y sus cuencas vacías, acusándolo.
Una semana después, pasó la crisis. El galeno le pidió una serie de análisis y como estaba bastante mejor fue al consultorio por la mañana.
Una chica muy agradable lo atendió con deferencia. Con una mirada sensual le entregó una tarjeta con su número telefónico indicándole que no dudara en llamarlo en caso de urgencia, le regaló una sonrisa que serviría de publicidad para cualquier marca de dentífrico.
Le molestaba su éxito con las mujeres, hasta evitaba mirarlas a los ojos para que no se hicieran ilusiones.
-«Cuando una mujer no se enamore de ti te verás liberado de tu deseo» -recordó la frase. ¡Debía encontrar a una mujer que no se enamorase de él! Sólo así se vería libre de su deseo que consideraba ya una maldición.
Pasó un mes. Volvió a sus labores, pero ya no era el mismo. Tenía un poder que ahora odiaba. No se sentía a gusto en la calle, en el trabajo ni en su casa. Pesaba sobre su conciencia el sufrimiento de Thalía al saber que la había traicionado con su prima, con la muerte de Palmira, con el divorcio de Víctor y Elenita (ella había terminado confesando todo a su marido, diciendo que no le importaba nada, salvo unas migajas del amor de Martín), el llanto de Esperanza y Celina cada vez que las rechazaba, el odio de Víctor y el recelo de los amigos.
Trató de buscar a alguien que no se enamorase de él, incluso las mujeres que parecieran más inaccesibles, pero no lo consiguió. Hasta las más inalcanzables se entregaban o se insinuaban directamente después de hablar unos minutos con él y mirarlo a los ojos. La falta de dificultad en conseguir un romance le había quitado todo el sabor y la alegría a la aventura.
Le comenzaron a salir canas en las sienes, dándole un aspecto más avejentado. No obstante, las mujeres decían que eso lo hacía más atractivo.
Vivía triste. A su paso sembraba el dolor que nace del amor no correspondido.
Una tarde iba en auto hacia su casa. Tuvo que desviar el rumbo debido a una manifestación política. Al hacer marcha atrás, sintió el ruido que produjo su coche al chocar contra otro.
El accidente no fue a mayores y como tenían seguros ambos conductores, se solucionó rápidamente la cuestión, no obstante al día siguiente debía realizar las gestiones correspondientes.
Su agente de seguros era Valerio, ex condiscípulo, quien una vez notificado del caso le pidió que pasase por la oficina al mediodía para solucionar todo.
Después de los saludos de rigor le presentó a su esposa, Katia, con la que acababa de casarse, y a su hermana Beatriz. Trató de no mirarlas a los ojos para no causar más daño, pero vio la conocida lucecita de interés en las pupilas negras de Katia. La hermana de su amigo lo saludó con cortesía, pero sin interés.
Por unos instantes el corazón de Martín se paralizó. Aceptó la invitación de Valerio para almorzar con una débil esperanza. Tal vez se libraría de su maldición.
Mientras en forma eufórica la esposa de su amigo le hablaba toda sonrisas, él se concentraba en Beatriz, que lo miraba como sin verlo, conversando cortésmente con él.
Sintió que Katia le tocaba con los pies la bocamanga del pantalón, pero siguió sin darle importancia, contento de ver cómo la chica no mostraba los síntomas claros de deslumbramiento que precedían a todas las cosas disparatadas que hacían las mujeres por él.
Ante su insistencia, Beatriz aceptó recibirlo al día siguiente.
Llegó puntualmente a la casa. Se encontró con Katia, mientras que Valerio había salido para traer algunas provistas del supermercado. Beatriz estaba en su pieza.
-¡Ay, Martín, ya viniste! Lo saludó con dos besos, mientras se apretaba a él y lo inundaba de perfume.
-¿Y Beatriz?
Con un mohín de disgusto lo invitó a sentarse y le sirvió una bebida, aprovechando la ocasión para acariciarle la mano, antes de ir a llamar a su cuñada.
Ella apareció por una puerta del fondo. Era muy bonita, pero lo que más le alegró fue que no tuviera ningún maquillaje. ¡Buena señal! Cuando las mujeres tienen interés en un hombre recurren al maquillaje para ponerse más bonitas e irresistibles.
Sus cabellos rubios los tenía atados en una simple cola de caballo y sus ojos azules lo miraban sin expresión, como siempre.
Se le acercó y la besó con dos ósculos a los que ella correspondió. Vino Valerio y la conversación fue general. Después de cenar, la pareja se retiró dejando a Beatriz con Martín en la sala. Se sintió tímido, como antes de que comenzara toda su aventura. Ella le contó todo sobre un novio al que quiso mucho y al que perdió en un accidente un año atrás. Ella salvó su vida, pero no la vista.
Antes de retirarse vino Katia a despedirse y al hacerlo, descaradamente lo abrazó y lo besó en la boca, Beatriz seguía hablando sin percatarse de nada.
Dos semanas después Beatriz viajaba a Francia donde haría un tratamiento con un famoso oculista a fin de recuperar la vista.
Martín prometió hablarle por teléfono una vez que hubiese llegado a destino.
La primera prueba de que el maleficio se había roto la recibió al mediodía.
Esperanza, entre lágrimas copiosas le dijo que nunca lo olvidaría, pero que se casaría con su pretendiente, pues necesitaba un padre para su hija.
Celina se cambió de trabajo al poco tiempo y se convirtió en una cotizada modelo y presentadora de televisión.
Elenita y Víctor se reconciliaron, aunque no volvieron a ser amigos suyos, ¡claro!
Thalía consiguió un trabajo en Asunción y muy pronto se casó con un próspero comerciante.
Martín se enteró de que Beatriz recuperó la vista y estaba de novia con un joven médico francés.
Todo volvía a ser como antes.
Las mujeres no daban la vuelta la cabeza para mirarlo una y otra vez, pero su enorme timidez de antaño había desaparecido.
Todo dependía de él ahora. Y en algún lugar, al doblar cualquier esquina, encontraría lo que su corazón tanto había buscado.
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Prólogo
La canción de la pobre María
Gente fina
La apuesta
El jardinero
Carne amarga
Madurar
Calixto
Torneos de barrios eran los de antes
El regreso
Rincón mágico
Atracción peligrosa
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