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  ROMANCERO DE JUAN LOBO - Prólogo: HELIO VERA - Año 1997


ROMANCERO DE JUAN LOBO - Prólogo: HELIO VERA - Año 1997

ROMANCERO DE JUAN LOBO

 

 

Autor: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Prólogo: HELIO VERA

 

Publicación: Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

Notas de reproducción original: Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), Editorial Gráfica Copirama, 1997

 

 

 

Al lector

El verdadero nombre de Juan Lobo era Regino Vigo, oriundo de San Pedro del Paraná, no de Misiones como dice uno de mis romances.

Regino Vigo fue muy temido en la región de Yuty en la década de los cuarenta. ¿Por qué elegí el seudónimo de Juan Lobo para mis romances?

Regino Vigo era mujeriego. Bien, en Inglés Wolf significa lobo y también, libertino, faldero, mujeriego: Wolf is a man who is direct in making amorous advances to many women, o sea, un tenorio. Y Juan. Juan es el nombre del burlador de Sevilla.

Por esta razón Regino Vigo, en mis romances, tiene nombre más sonoro.

Durante los años cuarenta todos los rimadores paraguayos éramos lorquianos: Josefina Plá, Hérib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos, José Antonio Bilbao, Óscar Ferreiro, José Luis Appleyard. Yo no fui una excepción; yo fui devoto lorquiano. (El lector curioso puede leer en mi libro Poetas y prosistas paraguayos, y otros ensayos (Asunción, 1988), el titulado «Federico García Lorca y poetas paraguayos. En el cincuentenario de la muerte del poeta, 1936-1986».

Juan Lobo, es decir, Regino Vigo, suscitó toda una leyenda, como aquel Robin Hood inglés del siglo   —6→   XII héroe de muchas baladas, que robaba a los ricos para favorecer a los pobres, jefe de una banda de fieros secuaces, famoso arquero de la selva de Sherwood.

He pedido al gran ensayista y narrador Helio Vera que trace unas páginas sobre Vigo. Helio Vera ha estudiado con su característico afán erudito la historia y la leyenda de Regino Vigo.

Él sabe infinitamente más que yo quién y cómo era el que llamo Juan Lobo en mis romances.

 

 

Prólogo

En el sur del Paraguay es tenido por cierto -¿quién soy yo para dudarlo?- que Regino Vigo se volvía invisible cuando quería y que un «Kurundú», talismán infalible bajo la piel, desviaba las balas dirigidas contra su cuerpo. Se asegura que dominaba el arte del disfraz. Se sabe que sometió al capitán Benítez, su más implacable perseguidor, a una burla cruel: bailar con él una polca atolondrada, durante la fiesta ofrecida por el club social de Yuty, con motivo de la fiesta patronal. Benítez jamás supo quién era, en realidad, la dama de formas prometedoras que le clavaba en el pecho sus erguidos senos de trapo.

De Regino Vigo conservo dos fotografías borrosas. En una de ellas, posa a caballo con su esposa. Era la época en que vivía en San Pedro del Paraná, como una persona honorable. En la segunda, veo a un hombre arrogante, con pantalones de montar, botas de caña alta, sombrero Panamá y una fusta en la mano. Ya era el hombre que encabezaba una de las gavillas más populosas del Paraguay contemporáneo. Se le atribuyen hábitos de Robin Hood: parte del botín era distribuido en el pobrerío. Por eso Vigo deviene en héroe popular, por eso le es tan difícil a sus perseguidores conseguir baqueanos e informantes.

Hubo un momento en que se decidió poner fin a su itinerario. Fue cuando se produjeron los asaltos sucesivos a Oro Verde y Puerto Mineral, en la provincia argentina de   —8→   Misiones. La muerte de un gendarme argentino, diversos daños a la propiedad y un botín que no fue tan cuantioso como quiere la leyenda pusieron fin a la displicencia con que era perseguido hasta entonces. De esa misión se encargó un escuadrón de caballería comandado por el mayor Eliodoro Estigarribia.

Como suele ocurrir, el pueblo se sintió más aterrorizado por los perseguidores que por los bandoleros. Era claro que una visita de la «comisión» traía consigo un sinnúmero de calamidades. El saqueo era el mismo, pero con una diferencia de modales: Cuando Vigo llegaba a una estancia, acostumbraba pedir cortésmente la colaboración de sus habitantes. Y hasta ofrecía pagar, gentileza que siempre era rechazada con entusiasmo. La «comisión», en cambio, arrebataba todo lo que necesitaba. Sin obviar amenazas, indagaciones, y sin mezquinar el empleo del «teyuruguái» sobre las espaldas de los remolones.

La persecución lo fue cercando. Durante ella, perecieron varios de sus compañeros: Brítez Pukú, Corrientes y varios más. Vigo concibió la idea de disolver el grupo y declarar el sálvese quién pueda. Allí comenzaron las discusiones. Le echaron en cara el juramento de permanecer juntos hasta la muerte y las promesas de fraternidad indisoluble. Pero había algo más: el gobierno había infiltrado a un hombre en la banda, quien se encargó de sembrar las semillas de la desconfianza al jefe.

Finalmente, la traición pudo lo que no había conseguido la Caballería. En Potrero Tuna, un sitio inhóspito, a espaldas   —9→   del cerro Alto Verá, Vigo fue asesinado por sus compañeros. Estos se habían complotado con la promesa de una amnistía. Algunos, más astutos, huyeron a la Argentina, luego de cruzar el Paraná a la altura de isla Talavera. Otros fueron perseguidos y muertos en distintos sitios. Los que se presentaron a recibir su «libertad», según se había pactado, fueron todos ejecutados. Si la vemos desde un punto de vista filosófico, podemos aceptar que la promesa fue cumplida.

La noticia de su muerte circuló hacia la Semana Santa de 1942. Bastó que la anunciaran las autoridades para que el pueblo, con larga perspicacia, adivinase la verdad: Fue el propio Vigo quien hizo correr el rumor de que había muerto a manos de sus propios compañeros. En realidad, el cadáver que encontraron sus perseguidores era el de un guayaquí a quien Vigo, después de matar, vistió con sus ropas. Después se marchó al Brasil, donde vivió plácidamente el resto de su vida, disfrutando del botín acumulado en años de correrías. A veces, enviaba postales y cartas a sus parientes, que las escondían de las miradas de los chismosos y delatores. Durante la guerra civil de 1947, se anunciaba su llegada inminente para acaudillar la montonera liberal.

¿De quién estamos hablando? Del único bandolero paraguayo que rozó los límites de la leyenda y que, después de habitar las páginas efímeras de las secciones policiales, se ha convertido en un tema de la bibliografía histórica y literaria. Citaré los libros que lo mencionan: las memorias del general Pampliega, ministro del Interior durante su apogeo delictivo;   —10→   las memorias de León Cadogan, jefe de Investigaciones de la Delegación de Gobierno del Guairá en la misma época, con curiosos detalles sobre la forma en que fue exterminada su gavilla; «El Valle y la Loma», de Ramiro Domínguez, donde se lo presenta como el paradigma del bandido romántico; «Seis relatos de un campesino» de monseñor Saro Vera. Sin olvidar que «Regino Vigo» es el título de uno de los relatos de mi «Angola y otros Cuentos» y el personaje central de un largo manuscrito del padre Di Perna, que nunca fue Publicado.

Nada más justo que Hugo Rodríguez-Alcalá haya abordado la gesta de Vigo desde la óptica del romance. Ningún género mejor que este para perpetuar en el tiempo la epopeya de los héroes del pueblo. Y romancero, como sabemos, es un conjunto de romances, que hasta pueden tener distintos autores, y que tienen un tema o un personaje central. Es el romancero el que no dejó morir a don Rodrigo, a Bernardo del Carpio, a Ruy Díaz de Vivar, a los infantes de Lara y al conde Fernán González, en un ciclo histórico-poético que comienza al romper el primer milenio.

El acento lorquiano de la gesta de Lobo (Regino Vigo) es el mismo que preside buena parte de la poesía de la época en que fue escrito. Era imposible no escribir poesía sin dejarse influenciar por García Lorca. Así como años después fue igualmente imposible sin dejarse presionar por el acento de Neruda. García Lorca retoma el antiguo género del romance, donde laten dos mil años   —11→   de literatura española, y lo emplea como un ariete para remozar la poesía. Sus personajes no son los individuos majestuosos del cantar de gesta, condes, duques, obispos -sino los que conserva, reales o inventados, la memoria popular. Son personajes del pueblo: Antonio Torres Heredia, asesinado por sus cuatro primos Heredia, el amor furtivo de un gitano con una mujer casada, Soledad Montoya y sus penas de amor. Bien puede Regino Vigo, el bandido romántico, codearse con estos sus pares.

El género del romance, digámoslo de paso, no suele ser bien visto por los poetas cultos. Tal vez Hugo Rodríguez-Alcalá y Óscar Ferreiro El gallo de la alquería y otros compuestos sean los únicos que lo hayan abordado.

Haciendo esta salvedad, el romance sigue vivo en la poesía popular iberoamericana: el galerón venezolano, el corrido mexicano, la poesía gauchesca argentina, la literatura de cordel del Nordeste del Brasil y el «compuesto» paraguayo. Celebremos que el «arte menor» del octosílabo haya merecido las atenciones de un poeta de los quilates de Rodríguez-Alcalá. Por eso debe ser recibido como un homenaje a las raíces más íntimas de la poesía castellana, y como una incitación a recuperar la intensa vitalidad de un género al que han honrado los poetas del pueblo. E incluso monstruos sagrados como Francisco de Quevedo y Lope de Vega que también condescendieron, alguna vez y con maestría, a practicar el «arte menor»

HELIO VERA

 

 

 

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