MIRANDA CATORCE
Cuento de HELIO VERA
I
Dos y media de la madrugada. El estallido del cohete ha despertado a casi todos los prisioneros, menos a quienes, como Miranda Catorce, ya lo estaban esperando con la punzante lucidez de la vigilia. Se suceden ruidos de trancas y cerrojos, chirridos de puertas al abrirse, órdenes y pasos apresurados. Varios hombres salen en tropel al ancho patio vacío. Acaba de comenzar el esperado motín de la Cárcel Pública de Asunción. De los 66 reclusos, un tercio está aquí por razones políticas, y por lo menos una docena, acaudillada por el Comandante José Dolores Molas, ha resuelto abrirse paso, a viva fuerza, hacia la libertad. Ahora, con la complicidad de varios guardiacárceles, los rebeldes están tomando control de la prisión. Una vez dominado el perímetro, liberarán a los criminales comunes, para después, en medio de la confusión general, llegar hasta la calle. Allí tendrán el apoyo de un número impreciso de civiles armados. Ellos no saben que el cohete también ha dado la señal para que un batallón de infantería, apostado detrás del barranco, se apreste a avanzar hacia la cárcel para sofocar la sublevación, porque así lo ha resuelto el Consejo de Ministros, reunido con el Presidente Higinio Uriarte, después de recibir el informe sobre el complot. Miranda catorce, por su parte, sabe que sus compañeros están siendo conducidos derechamente a la boca del jaguar.
II
Se alegra Miranda catorce de que los revoltosos hayan sido puntuales, y de que estén siguiendo el plan, paso por paso; tal como lo había informado secretamente al alcalde Vicente Ortigoza. Todo está ocurriendo de acuerdo con lo previsto: el cohete, la hora convenida, la dirección del ataque, la complicidad de algunos traidores de la guardia, el apoyo de afuera. Fue de los primeros en enterarse, mediante el antiguo truco de escuchar, mientras simulaba dormir en el suelo, en las horas muertas de la siesta, en que todos se reúnen en la galería. Es el único sitio protegido del calor, cuando el patio se convierte en una paila hirviente y se puede fritar un huevo sobre las piedras. Lo aprovechó Miranda Catorce para registrar, con sus oídos atentos, cada uno de los detalles que se repasaban a su lado. Cuando tuvo la certeza de que el proyecto era real, comenzó a entregar un parte diario sobre su evolución. Ayer, en la charla diaria de la siesta, supo que había llegado el momento. Un vahído repentino en mitad del patio, simulado con habilidad, lo llevó a la enfermería, donde le fue fácil enviar un mensaje. Ortigoza acudió enseguida y, simulando tomar el pulso al supuesto enfermo, escuchó el parte esperado: - Esta noche van a agarrar la guardia. A las doce.
III
Está esperada rebelión le entrega la oportunidad de librarse de alguien a quien odia más que a nadie: el capitán José del Carmen Aguada, un desgraciado que desde su ingreso se encargó de minar su autoridad en los calabozos, y que lo trata con un desdén que no se preocupa en disimular. Hasta se ha atrevido a extender un colchón al lado suyo, en el piso de la celda. Sin siquiera pedirle permiso. No olvida tampoco que, en la primera conversación que tuvieron, la pregunta sobre qué había hecho durante la guerra, tuvo que contestar que la pasó robando ganado. Aguada respondió con un dilatado: - Ahhh…. Miranda Catorce comprendió todo el desprecio que encerraba ese carraspeo, y se propuso cobrárselo cuando el destino le fuera favorable. No sabía aún que su interlocutor había sido uno de los capitanes más jóvenes y resueltos del ejército del mariscal López, el Karai Guasu. Ni que regresó de la contienda con el cuerpo salpicado de cicatrices de sablazos de la caballería brasileña y de bayonetazos de la infantería argentina, y hasta de un disparo que le atravesó el brazo izquierdo, sin siquiera rozar el hueso. Pero Miranda no puede desembarazarse así nomás de José del Carmen Aguada. El capitán no sólo tiene demasiados amigos y parientes sino que, además, él mismo es demasiado peligroso. Pronto notó que el propio comandante Molas y el mayor Marcelino Gamarra, presos políticos como él, lo trataban con visible deferencia. Hasta el general Bernardino Caballero, personaje principal del Gobierno, había pasado pro la cárcel para dejarle un paquete de cigarros. Definitivamente, Miranda Catorce no soportaba a este individuo de modales elegantes y palabras suaves. No le perdona los cabellos bien peinados, los bigotes castaños dirigidos hacia el cielo, los ojos pardos y sonrientes, ni mucho menos las carcajadas con que celebra un chiste verde. Pero matarlo personalmente sería una acción muy estúpida, que le harían pagar con creces; peor aún, si fracasaba en el intento, el propio Aguada se encargaría de desollarlo vivo………………………………………………..