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CARLOS VILLAGRA MARSAL

  PAPELES DE ÚLTIMA ALTURA - Por CARLOS VILLAGRA MARSAL


PAPELES DE ÚLTIMA ALTURA - Por CARLOS VILLAGRA MARSAL

PAPELES DE ÚLTIMA ALTURA

Por CARLOS VILLAGRA MARSAL

 

© Carlos Villagra Marsal

EDITORIAL DON BOSCO

Edición al cuidado del autor y de Miguel Ángel Fernández

Tapa: Celeste Prieto

Tiraje de 1.000 ejemplares

Composición y armado: Intercontinental Studio

Queda hecho el depósito que establece la Ley n°- 94

Asunción, Paraguay

1991 (253 páginas)

 

 

 

NOTICIA

 

         La mayoría de los textos de este volumen componen una antología de los artículos que redacté para el diario HOY de nuestra capital, en mi condición de columnista dominical del mismo, de comienzos de marzo de 1989 -al mes del abatimiento de la dictadura- hasta mediados de diciembre de 1990, sin perjuicio de mis funciones, durante idéntico lapso, en calidad de miembro del Consejo Editorial del periódico. Con la intención de destacar aquella circunstancia, el título de la presente obra es igual al del encabezamiento del espacio mencionado.

         Las cincuenta y nueve publicaciones escogidas, éditas ahora en libro, pues, ven su nueva luz sin excesivas modificaciones, salvo la corrección de las intermitentes omisiones y erratas con la que fueron apareciendo en el matutino citado; he procurado subsanar también un par de imprecisiones, amén de la enmienda de una partida de "inadvertencias de estilo", eufemismo con el cual suelen enmascararse los tropezones y torpezas del apuro y las forzosas inseguridades del repentismo.

         Pese a haber colaborado regularmente con HOY por espacio de casi dos años, como ya queda dicho, no he sido ni me siento periodista, sin que la afirmación signifique en modo alguno menosprecio o desinterés hacia esa profesión imperiosa, tan afín en determinadas facetas al oficio del prosador de ficciones -o tan bruscamente alejada de él en otros sentidos. Me explicaré: se viene llamando, creo que de Gracián en más, Silva de varia lección a colecciones semejadas a ésta, que abrazan una grande diversidad de asuntos, preocupaciones, críticas; no obstante, la totalidad de los trabajos aquí agrupados tiene una marcación común: la de la intención estética con que se concibieron y ejecutaron. Tal voluntad de estilo, entonces, les separa de la crónica o el mero informe de novedades, mereciendo por el contrario que se les juzgue (y se les condene o absuelva) como lo que por cierto son: ejercicios de creación o reflexión que rigurosamente incumben al arte literario, aun cuando los temas acometidos oscilen desde la etnococina guaraní al desembarco yanqui en Panamá, pasando por herborizaciones, mártires, identidades culturales, entrañables visitas, cerros sagrados, elecciones presidenciales...

         Respecto al capítulo "textos anteriores", se trata, según consta; de tres escritos que salieron previamente en otros tantos periódicos asunceños; se me figuró oportuno insertar las referidas notas en esta edición, con el ánimo de rescatarlas de la fatal desmemoria ulterior de la prensa cotidiana, para librarlas en cambio a las vicisitudes de olvido relativo o integral del libro.

         El tomo remata con un breve poema inédito, "Beatus ille" en el que deseo presentar la dichosa, sosegada, elemental plenitud que poseo desde mi mudanza a Ultima altura en los primeros meses del año antepasado: morada mía sí, hoy recinto de mi acción y de mis sueños, lugar de mi escritura, luminoso y fresco y gentil y limpio y verde privilegio que me dispensó el Gran Relojero (el nombramiento es de Einstein) "nell mezzo del cammin di nostra vita". Que Su misteriosa munificencia me permita conservar el irrepetible sitio enjoyelado, hasta la consumación de mi palabra.

         C.V.M.

         30 de setiembre de 1991

 

 

LA IDENTIDAD NACIONAL Y LA RUEDA DEL TERERÉ

 

         Conforme con lo ofrecido en mi pasado artículo, el de hoy es el postrero en observaciones acerca del referido asunto*, o al menos antes del seminario qué; en atención al mismo, se proyecta. Me reduciré en la oportunidad a un somero reconocimiento de la paraguaya costumbre de tomar tereré en grupo, con sus patrones de conducta complicados pero demostrativos de alguna de las aristas más notorias del carácter de la sociedad nacional. No mencionaré el mate, en vista de que la extensión y asiduidad de su consumo en él Uruguay, la Argentina, Río Grande y otros estados sureños del Brasil y las provincias australes chilenas no lo hacen representativo dé una comunidad en particular. En cambio, es sólo nuestro el hábito de sorber, mediante el agua fría, las verdes sustancias de la yerba mate; su difusión en zonas colindantes de la Argentina se explica en parte, probablemente, por la densa presencia de compatriotas allí afincados.

         Por supuesto, me explayaré acá sobre la ya tradicional y auténtica rueda de tereré, sea rural, suburbana o ciudadana, sin hablar para nada del tereré ocasional, ejercitado comúnmente por gente ociosa, a horas anárquicas y con servidores indiscriminados. Tampoco tocaré la variación de cebar la yerba con limonada, dulce naturalmente, práctica de colonos ucranianos y descendientes en Itapúa. Nunca tanteé semejante brebaje, y aun de acuerdo con el sacro derecho de cada cual de deglutir lo que se le venga en gana, me parece una vulgar aberración.

         Fijémonos, por tanto, en el tereré realizado con la totalidad de sus normas ágrafas, que a su turno son signos de modos y comportamientos sociales terminantes; en primer término, el tereré en grupo no se toma a cualquier hora, sino en los intervalos matutinos de un trabajo continuo y, si éste se prolonga, también por la siesta; jamás a media tarde, al ocaso o en la noche. Igualmente, después de las comidas, a manera de pausado y líquido remate de las mismas, y muchas veces con el estómago casi desierto, entonces complemento y relleno forzoso de los magros condumios. Vale decir; que se bebe "encima" de la segunda ingestión de la jornada (rambosá) y del almuerzo (karú).

         En cuanto a la operación en sí tenemos; posteriormente al minucioso acomodo de la bombilla en la guampa o el jarro, la cebadura inicial y la tácita, minúscula ofrenda de ella a Santo Tomé, cuyo objetivo es abiertamente funcional: el de impregnar la yerba para que, al principio de la succión, no pasen fragmentos secos por la bombilla. Enseguida el primer servicio, que siempre corresponde al anfitrión, o al que funge de tal; la regla conlleva, ahora, un propósito de cortesanía: el mate del comienzo es el de amargura más desagradable y, si los preparativos no fueron apropiados, el que tiende a "trancarse", defecto que se corregirá de inmediato. La significación del gesto es igual a la del dueño de casa que vierte en su copa un poco del vino embotellado recién abierto, a fin de que sus huéspedes no reciban en las suyas la molestia de partículas de corcho, actitud ésta nacida en el caballeresco Renacimiento italiano, época en que empezó a usarse el alcornoque para taponar los envases.

         En lo posible, será una mujer allegada al grupo quien cebe (oitykuáva) la refrescante bebida. En ese caso, de "tereré isáiva", tereré-con-polleras, la "cebadora" debe efectuar su trabajo de pie. El hecho de servir trae consigo alertas y esmeros, siquiera sean mínimos: se está pendiente del respectivo turno de los participantes, hay que medir las porciones exactas de agua, etc.; mientras a los demás les basta alzar el brazo, cada vez que es menester, para tomar su ración. Si no existe una hembra a mano, la pauta es que el más mozo de los circunstantes sea el cebador, pudiendo permanecer sentado. Encuentro que estas opciones ritualizadas van más allá de comodidades o gentilezas. Si es una mujer la que ceba, ello remarca la condición inferior de su sexo en el escalafón de dignidades y consideraciones de grupo, y si es el menor de los asistentes se puntualiza, también implícitamente, su situación subalterna dentro de las jerarquías estrictamente humanas de la sociedad del Paraguay, preferentemente las de la agraria y la suburbana. Otro detalle solemnizado en la rueda del tereré es el precepto no escrito, de conformidad con el cual, después del mate inicial servido al invitante, el tereré debe "correr" de derecha a izquierda del cebador; no importa que a su siniestra se siente el patrón o una autoridad, y a su diestra un menesteroso peón de tierra: éste es el primero en paladearlo, y así sucesivamente, en sentido contrario al de la marcha de los relojes. Es inútil reparar en que no existe un orden establecido de asientos. A mi         juicio, la precedente es otra regla especular de la índole igualitaria de la sociedad civil paraguaya, que el procedimiento manifiesta palmariamente.

         Advirtamos asimismo que las ruedas de tereré, con su íntegro ritual, se erigen no sólo en espacios de reposo, tregua y ruptura festiva de tensiones, lo último merced a

la "talla", regocijante y recíproca declaración de defectos y anécdotas de los participantes entre sí, o con referencias a ausentes conocidos, sino que se desempeñan como una suerte de religamiento de la sociabilidad, a menudo alterada por la natural abstracción que produce la constante tarea mental o física. Quizá yerre, pero es difícil que una reunión de tereré acabe en resentimientos o trenzas; al revés, parece que nos levantarnos más unidos que antes.

         No son las consignadas las únicas leyes de las ruedas del tereré. Pese a mi inclinación por la bebida en sí y al exceso con que me aplico a su práctica conjunta, no me precio de dominarlas. Indico dos o tres más: cuando, por algún motivo, uno desea suspender su concurrencia, debe expresar escuetamente el agradecimiento al entregar por última vez al cebador el recipiente vacío. Hacerlo en cualquier otro momento es extravagante o maleducado. También es falta seria fumar, pitar o naquear durante la ceremonia, por obvias razones de higiene y sabor. Y por ningún motivo se devuelve el vaso o la guampa sin que se haya oído el característico gorgoteo que señala el término de la absorción.

         Concluyamos nosotros. Encarezco al sufrido lector su tolerancia por mis obstinaciones de aficionado en los temas de nuestra identidad, que han cubierto cuatro artículos, mas espero obtener el perdón en gracia a lo que me divertí escribiéndolos. En la próxima mudaremos de panorama y catalejo.

 

         (18 de junio de 1989)

 

*        Se hace alusión a varios artículos -anteriores sobre la llamada "identidad nacional", no incluidos en la presente antología (N. del E.).

 

 

SOBRE ETNOCOCINA GUARANÍ

 

         Nos advierte Claude Lévi-Strauss que no se ha señalado con la frecuencia suficiente que la cocina, junto con el lenguaje, constituye una forma de la actividad humana verdaderamente universal; así como no existe sociedad sin lengua, tampoco hay una sola que, de una manera u otra, deje de cocer siquiera parte de sus alimentos.

         En ese sentido, el eminente sabio francés parte de la hipótesis de que dicha actividad culinaria supone un sistema, que se sitúa -según las modalidades en extremo diversas en función de las culturas particulares que se deseen considerar- en el seno mismo de un campo semántico triangular, en el cual los vértices corresponden respectivamente a las categorías de crudo, cocido y podrido. Es patente que lo crudo constituye el polo superior y que los otros dos son los ángulos inferiores, en direcciones opuestas: en efecto, lo cocido es una transformación cultural de lo crudo, mientras que lo podrido es una transformación natural. Subyacente en el triángulo primordial, hay pues una doble oposición entre elaborado/ no elaborado por una parte, y entre cultura/ naturaleza por la otra.

         Sin duda, añade Lévi-Strauss, estas nociones son en sí mismas formas vacías: no nos enseñan nada sobre la cocina de tal o cual sociedad en particular, puesto que sólo la observación puede decirnos lo que cada una entiende por "crudo", "cocido" y "podrido", y bien puede suponerse que ello no será lo mismo para todas. Hasta aquí, casi al pie de la letra, el padre estructuralista. Los precedentes conceptos se incluyen en el texto resumido de una obra suya aún inédita en libro, "Le triangle culinarie", ya citado en estas páginas hace unas semanas.

         Entro en lo que me ocupa desde hoy: los guaraníes tenían, conforme con las inducciones expuestas, perfectamente definidos en su cocina los órdenes de crudo, cocido y podrido. Entendámonos: cuando hablo de los guaraníes me refiero a las distintas etnias de ese pueblo de selvícolas cazadores/recolectores quienes, al arribo del invasor hispano, moraban en los profusos montes, sabanas naturales y rico encaje hidrográfico que se propagan, aproximadamente, del pantanal matogrosense y la actual provincia boliviana de Santa Cruz de la Sierra hasta el sur de la de Buenos Aires, Argentina, y de las lindes orientales del Gran Chaco al Estado brasileño de Santa Catarina, majestuoso segmento del interland americano cuyos goznes son los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay.

         Mis amigos saben, a costa de su resignación, que la cocina es uno de mis entusiasmos duraderos: no sólo el estudio diligente, sino la hechura artesanal de platos que procuran ser originales, y en especial su pertinente consumición, eficaz y alegremente regada en buena compaña.

         Pero conversábamos sobre la etnococina indígena: la información obtenida de olvidadas crónicas de la conquista y la colonia españolas, cotejada con una investigación de campo entre los mbya del alto Itambey en 1968 y, con anterioridad, entre los avá chiripá, entonces al norte de San Juan Nepomuceno, ambas corroboradas en gran porcentaje por medio de varias excursiones al fichero lingüístico y antropológico de Oscar Ferreiro, auténtico reservorio de la rareza, el pasmo o la novedad, me permiten sustentar que, asombrosamente, los guaraníes conocían una variedad de maneras de cocer sus alimentos -el vértice cultural y elaborado del triángulo culinario, no lo olvidemos- bastante más amplia que, por ejemplo, las de la poderosa cocina mediterránea, e igual, sino superior, a las de la tocinería china, que no es tanto de un país como de un continente. No hago un juicio de valor: estoy lejos de asegurar que la cocina del Guarán haya alcanzado mayores logros de sabor y enjundia que los emitidos por las de Francia, España, Italia, Shangai, Tientsin o Shansi. Lo sostenible es que nuestros ancestros precolombinos dispusieron de más modos de cocción para sus comidas que los utilizados en las nombradas regiones culinarias. Veamos. Uno: moka'ê o el asado de la carne en parrillas de madera, técnica usada también en el ceremonial antropofágico (avaka'ê o piezas-de-hombre-asado), sobre el cual nos explayaremos oportunamente, si Dios quiere; dos: mimói o hervor; tres: hesy o soasado; esta cocción, llamada al asador en castellano, se empleó en las abadías cluniacenses a través de todo el medioevo, denominándose "speto" (derivado patente del latín "spatha", espada) en la mayoría de las lenguas romances, y fue uno de los dos procedimientos culinarios predominantes en el occidente europeo por un milenio (el otro es el de empanar, acostumbrado por los frailes del Cister). Como sucedió en otros ámbitos, los monasterios de la Edad Media se convirtieron en celosos depositarios de antiguas biotecnologías y tradiciones gastronómicas, que habrían de volver a divulgarse merced al Renacimiento. Las piezas de asado al espetón se denominan "schaslik" en Austria y Alemania, "anticuchos" en Chile, el Perú y otros países del Pacífico y "brochettes" en Francia, designación ya planetaria; cuatro: mbichy, o cocción bajo cenizas calientes, desconocida en las naciones conquistadoras de América; no obstante, el que por más de treinta años fue maestro de banquetes en la corte de Ludovico Sforza el Moro en Milán, un tal Leonardo da Vinci, preconizó el mismo arreglo para la cochura de determinados manjares. Las recomendaciones están contenidas en un recentísimo libro increíble de notas de cocina -cuyo manuscrito se encontró hace muy poco- del propio Leonardo, que algún día comentaré. Retornemos a lo nuestro: hoy, el vocablo "mbichy" tiene un significado más lato, el de asar en general; cinco: maimbé o tostado, mejor torrado, del maní y del maíz; seis: chyryry o frito; es, además, onomatopeya; siete: ñaopyrû o cocido al vapor, para lo cual utilizaban dos cerámicas utilitarias apropiadas, una de ellas más honda para el agua, y la otra cribada, ubicada con los alimentos arriba de la anterior. Estimo que las etnias supervivientes ya no las fabrican. Igualmente, la palabra significa ahora otra cosa: recipiente chato, de arcilla (por ñao: barro y pyrû. pisado, igualado) que se usa en la actualidad para la cocción del chipapé, del mbejú y otras tortas anchas de maíz o de mandioca; y ocho: piraku’í o ahumado. En vista de que el método servía exclusivamente para cocinar el pescado, los guaraníes lo asimilaron lingüísticamente al alimento ictícola, agregando el término que indica su molienda una vez frío. Justo es éste el tipo de comida que, de acuerdo con mis tesis, llamo "trashumante" o "trajines", en contraposición a la "sedentaria". Pero ése es otro asunto, que intentaré desarrollar después.

         Por ahora me atengo a requerir la atención de mi amable lector acerca de las formas de cocimiento en la cocina de los guaraníes. Nada menos que ocho. Y sumemos a ello un número de voces fundamentalmente denotativas de secuencias específicas de la operación culinaria, dicciones que estarían demostrando, por la vía semántica, el grado de virtuosidad que alcanzó la gastronomía entre nuestros bisabuelos primigenios; kyty: rallar; ñembisó: majar en el mortero o angu'á. Es lástima que en el Paraguay se haya perdido prácticamente la hermosa variación colectiva de esa actividad estrictamente femenina, el ñembisó jovái o majar-cara-a-cara, que combina el trabajo de preparar la harina de maíz con el arte de una percusión multiforme y acordada; pyvú: revolver el conjunto alimentario poco compactado, a fin de homogeneizar gusto y contextura; hoveré o sapeká: llameado previo, singularmente el de aves; en la actualidad el segundo es también uno de los componentes del vocabulario de manufactura de la yerba. Y la precedente enumeración no es, en absoluto, taxativa.

         Pero está la faz contraria: no hay dudas de que los guaraníes soportaban feroces hambrunas, más a menudo de lo que cabría imaginar, debido a las inconveniencias inherentes a sus técnicas de caza, pesca y recolección, así como a las características de sus masivos desplazamientos migratorios. En las aludidas circunstancias, se omitían complejidades y delicadezas, y los integrantes de los tekohá llegaban a ingerir, como elemental ensalada, cualquier clase de hoja que no fuera ponzoñosa. De todos modos, la etnococina guaraní en particular y la paraguaya en general resulta, para mí, de fascinadora dedicación. Acordémonos de paso que esa disciplina es un nuevo ramal de la etnología, al igual que la etnomusicología y la etnolingüística.

         En artículos ulteriores proseguiré, por ende, mis glosas sobre el tema, para desembocar en el examen de la legítima cocina nacional, vale decir de nuestra etnococina transculturada, mestiza, de vigencia no tan efectiva como apeteceríamos sus adeptos. Finalmente, podríamos rubricar la serie con un par de viejas, poco ejercidas y suculentas recetas. Veremos.

 

         (25 de junio de 1989)

 

 

ETNOCOCINA GUARANÍ II

 

         Prosigamos con la etnococina, citando otra vez a Claude Lévi-Strauss: consideremos -aduce- las diversas modalidades de la cocción; existen ciertamente dos principales, como lo testifican, en innumerables sociedades, los mitos y los ritos que ubican en primera dimensión sus contrastes; ellas son lo asado y lo hervido. ¿En qué consiste su diferencia? El alimento que va a asarse se expone directamente al fuego, realizando con éste una conjunción no mediatizada, en tanto que el alimento a hervirse se mediatiza doblemente: por el agua en la cual se lo sumerge, y por el recipiente que contiene a uno y otra.

         Por partida doble, en consecuencia, se puede decir que lo asado se sitúa en el ámbito de la naturaleza y lo hervido en el de la cultura; en el plano real, ya que lo hervido exige el uso de un recipiente, o sea de un objeto cultural; y en el plano simbólico puesto que la cultura es una mediación de las relaciones entre el hombre y el mundo-, el cocimiento por ebullición requiere mediación (la del agua) de la relación entre el alimento y el fuego, ausente en el caso de los asados.

         Pido se me disculpe por haber enunciado de nuevo, textual y extensamente, parte de las teorías de Lévi-Strauss al respecto, pero el hecho es que, en un trabajo como el presente, es forzoso recurrir a la apoyatura del esclarecido pensador y científico de Francia, una de las diez o doce inteligencias más penetrantes del siglo, en opinión de muchos.

         Y bueno, sorprende y gratifica a un tiempo darse cuenta de que nuestros sélvidos guaraníes, a diferencia de la mayoría de las colectividades neolíticas, utilizaban ambos modos de cocción, hallándose al tanto de los procedimientos hasta hoy más oportunos para aprestar, por medio del hervor, su sustento. En efecto, disponían de varios tipos de olla, llamada en general ñapepó, barro –con- aletas o asas, y de la tetera o pava, denominada ytakuguá, usada entonces como hoy para la preparación de hierbas en infusión; vale decir que la cocina de los guaraníes, merced al hervido de alimentos, estaba colocada "del lado de la cultura", según la expresión literal de Lévi-Strauss. Sabemos que "ytakuguá" y "ñapepó" han sido suplidas en el guaraní paraguayo por los correspondientes hispanismos antes mencionados.

         Veamos ahora cómo, gracias a los espejos malabares de la lengua, nos enteramos de ciertas complejidades, distinciones y artificios de la cocina aborigen, e igualmente de sus previsibles limitaciones. He oído reproches a nuestro idioma por su ambigua designación de lo dulce y lo salado con un único vocablo, he’ê, mezquina denotación de que un alimento "sabe", simplemente; no se repara con tales críticas que el guaraní, en su poli síntesis y aglutinación, acude a precisos calificativos, pospuestos a aquel lexema, justamente para caracterizar el gusto: así por ejemplo he’êmbochy, literalmente "sabor-encolerizado", o quizás mejor "desazonado", a fin de indicar la salazón excesiva y por ende destemplada de una comida en particular. También he'êmbasy, "sabor-de-cosa-doliente" o "sabor-enfermo", para señalar el gusto mórbido, pesado, de aquello que hirvió en demasía.

         En sentido contrario, al menos entre las lenguas de las que algo sé, sólo el guaraní discierne cabalmente el cuerpo alimentario en sí o tembi'ú, de la sustancia neutra que suele acompañar a las comidas o týra. Tal la raíz tuberosa hervida de la mandioca dulce, mansa (Manihot palmata Muell Arg.) en la cocina nacional y en las de determinadas naciones africanas; la papa aliñada de maneras distintas, fría o caliente, en Chile austral (ahí se llama "chapalele"), en todas las enrarecidas, puras comarcas del Ande, y aun en diversas regiones centro y noreuropeas; las tortillas de diferentes maíces en México y América Central e igualmente, como polenta, en la Italia del XVIII en más; el arroz graneado, o blanco y sin sal, en el Asia proteiforme, el Caribe y gran parte de los pueblos del Tercer Mundo; el fruto asado del árbol del pan en los archipiélagos del Pacífico sur; y los mil y un rostros del acompañamiento por antonomasia de comidas, los panificados, de consumo esencial en las tierras de pan llevar.

         Repitamos que el mortero es angu’á en guaraní; pocos, sin embargo, están informados de que el castellano "tambor" sustituyó al originario angu’apú o "mortero-que suena", curiosa y a la vez notoria comprobación semántica de que el instrumento destinado a la molienda precedió al musical.

         Debe añadirse que los guaraníes salaban sus alimentos con el tanimbú de los fogones, a menos que encontraran una de las escasas salineras de sus territorios. La ceniza tiene un potente contenido sódico, pero dudo que satisfaga el paladar contemporáneo; las etnias sobrevivientes aculturadas, en todo caso, se procuran la sal gruesa en cualquier bolicho próximo. En cuanto a sus condimentos y especiería, está demostrado que los guaraníes disfrutaban nada menos que de veintidós tipos de ají picante, plantas de la familia de las solanáceas, género capsicum, que no cultivaban sino recogían de los manchones naturales de cada una de las variedades, relativamente abundantes en sotobosques y cañadas. En el guaraní actual, una sola de esas voces nombra genéricamente al pimiento fuerte: Ky’ỹi; de los veintiún calificativos restantes, la mayoría ha perdido lingüísticamente su especificidad, salvo un par: el ky’ỹi aky, pimiento-verde, y el ky’ỹi apu a, pimiento-redondo, el mentado putaparió del Río de la Plata. Queda, no obstante, un cuarto registro, hoy sólo topónimo en nuestro país: Cumbarity, Compañía de Villeta. Indiquemos por último que esta especie, de fruta similar, aunque más oscura, a la de la pimienta de Cayena, es muy preciada en el Brasil (desde luego, la pronunciación tupí, y posteriormente la portuguesa, es llana: cumbári). Asimismo, la cocinería guaraní empleaba un azafrán autóctono, las raíces del ysypojú, bejuco-amarillo (Escobedia scabrofolia R. et P. hierba arbustiva de la familia de las escrofulariáceas), sagrado por tratarse de ese color -me apunta Tadeo Zarratea. Existen, según lo consigna el libro capital del profesor Carlos Gatti, sólo dos especies de este género en el mundo. Interrumpimos hasta el domingo que viene.

 

         (2 de julio de 1989)

 

 

ETNOCOCINA GUARANÍ III

 

         En relación con el último párrafo de mi artículo anterior sobre el ysypojú, deseo señalar que el nombre con que lo bautizaron los conquistadores es, como bien puede

suponerse, el de azafranillo. Ycambiando de tema pero no de enredaderas, acaba de enseñarme el mejor y más profundo amigo de los árboles paraguayos, D. Juan Alberto López, que existe una planta en los montes del Mbaracayú, reconocida hasta ahora por los lugareños como excitante del apetito sexual: el ysypó mbohapy o liana triangular. Los eventuales interesados deberían recurrir, por tanto, al sapiente autor de Los árboles de la Región Oriental del Paraguay, suplicando mayor información...

         De conformidad con lo adelantado en estas notas, mantengo la suposición de que los guaraníes alistaban dos tipos de alimentos, distintos entre sí tanto por sus modalidades de aliño y cocción como por el momento de su consumo: ellos son el sedentario y el que cabe denominar trashumante o trajinero. No es novedad asegurar que las comunidades nómadas se nutren en forma más o menos diferente según se hallen asentadas o en movimiento, y que si son sus mujeres quienes, por lo general, disponen las comidas, también lo hacen los hombres en ocasión de desplazarse de un sitio a otro. En la semierrante sociedad guaraní, los cazadores se trasladaban pacientemente, a veces por espacio de lunas completas, en pos del amplio y a un tiempo preciso trayecto biológico de los suidos y cérvidos que constituían algunas de sus presas mayores (jabalí, pecarí, venado colorado, ciervo de los pantanos); igualmente, la etnia entera se movilizaba, siquiera pocos kilómetros, al terminar una recolección, o más lejos en el caso de una retirada ante los relampagueantes malones de los pámpidos chaqueños y, ya en plena colonia, a causa del empuje esclavista de los bandeirantes; nos falta mencionar las guerras intraétnicas, que movían no sólo a los combatientes sino a toda la parcialidad y, por último, la populosa búsqueda de la Yvy Marã’ỹ, el abierto centelleo de la Tierra-Sin-Mal, la marcha sonámbula y ardiente traspasando los días, las frondas y las aguas, a la cual, al aviso de sus chamanes, se sumaban hasta los valetudinarios y criaturas.

         Pues bien, los guaraníes incluso ritualizaban las dos clases de comidas; en la imposibilidad de enumerarlas, indicaré uno o dos ejemplos de cada una de ellas, escogiendo las que perviven hasta hoy en la cocina nacional, aunque su preparación y elementos se hayan modificado en algo: una típica comida sedentaria es el jukysy o madre de-la-sal, oscuro caldo de carnes magras en el cual cuecen también ajíes, verduras y granos de diversidad cambiante, dependiendo de las cosechas, la necesidad o la estación; todavía se apareja en nuestra campaña, utilizando carne vacuna; es una especie de olla podrida, o sea el cocido ibérico, que adopta decenas de modalidades regionales desde las Baleares al país vasco. Entre paréntesis, lo de "podrida" no tiene nada que ver con el ángulo respectivo del triángulo culinario de Lévi-Strauss, explicado en mi primer artículo, puesto que no se trata de viandas corrompidas o pasadas sino que, hasta mediados del XV, el calificativo derivado del sustantivo "poder" era poderido y no "poderoso". De ahí, "olla poderida" -para remarcar su contundencia- vino a resultar en "olla podrida", mediante una alteración morfosintáctica bastante común.

         De vuelta a nuestra etnococina, digamos que la comida trashumante guaraní por excelencia sería el mbejú, que felizmente persiste -y mejorado, en mi opinión-; la torta de almidón de mandioca se cocía sobre pulidas piedras calientes, ligeramente untadas con la misma manteca animal que compactaba la masa. Nada de queso, por supuesto: estos ingredientes fueron añadidos, como veremos, en el transcurso de la aculturación que dio vida a la cocina criolla; lo mismo el mbejú mestizo, de mixturadas harinas de maíz y mandioca, cuya sola adjetivación está indicando su origen pos colombino. Por cierto, los españoles se aficionaron pronto al mbejú, disponiendo para prepararlo no sólo del ñaopyrû nativo sino de la sartén europea; lo prueba el arcaísmo hispano "paila", incorporado al guaraní paraguayo casi desde el principio de la conquista. Consigna Fernando Benítez, el historiador y novelista mexicano, en su bello libro sobre el avasallamiento del imperio azteca, que las once naos de Hernán Cortés que se hicieron a la mar en 1519 desde Santiago de Cuba, para tocar en Cozumel y Tabasco, llevaban sus bodegas repletas de casabe, para nutrimento y aun golosina de infantes y jinetes. "Casabe" es voz de origen siboney, vigente en la actualidad en el Caribe hispanoparlante para designar una torta plana de tapioca y grasa, prácticamente idéntica a nuestro mbejú. Pero sucede que éste es nada más que tyra o acompañamiento de comida: por otro lado, se compone únicamente de carbohidratos y lípidos, si bien es de digestión larga y prolongada, como el famoso y posterior "reviro" de los mensúes altoparanaceros. Tanto sustantiva como ceremonialmente, en consecuencia, el mbejú solo era incapaz de completar un bastimento trashumante adecuado para el camino y la guerra. Por eso, los indígenas incluían, en lo que ahora llamaríamos su avío o matula, el piraku’í, harina de pescado ahumado, sustento hiper proteico que, junto con el mbejú y los sagrados panales de miel chorreante, a su vez manantial de la indispensable glucosa, eran los más importantes alimentos trajineros de la inmemorial cocina guaraní.

         Y, no podemos menos que comparar, asaz similares a la ración de hierro del soldado japonés durante sus guerras; desde hace siglos, una escudilla de arroz hervido,

un puño de pescado seco, una cucharadita de pasta de sésamo, miel y jengibre: tal el sobrio yantar caminero de los vástagos del Sol Naciente, que no se opone a la presencia de su varia, sápida y compleja cocina sedentaria - estoy por conseguir la receta de la deliciosa y milenaria salsa teriyaki.

         Pero ése es otro cantar, como dice el hablar. La semana venidera acabaremos con la etnococina guaraní, para alivio de ustedes.

 

         (9 de julio de 1989)

 

 

 

RECORDATORIO ESENCIAL DEL CATORCE DE JULIO

 

         Existen sucesos que tramontan la suerte personal de sus partícipes, rebosan su propia coyuntura y desembocan en la fluyente memoria de las generaciones, acreciéndola de dos maneras distintas: como signos diacrónicos de orgullo o terror o salud moral o desprecio o júbilo o vergüenza, cuyos aniversarios es menester maldecir o exaltar colectivamente; o bien, como levaduras de la voluntad y la conducta humanas, semillas del porvenir que no sólo se conmemoran sino encarnan en la esperanza y la acción; a tal orden eminente concierne el asalto y toma de la Bastilla, en la grávida tarde estival del 14 de julio del 89. Pero lo notable es que, acaso con mayor nitidez que en cualquier otro señalado acontecimiento histórico, las circunstancias crueles y sórdidas del hecho en sí no han menguado en absoluto su pulsar inmortal, su poderoso fulgor convocatorio, su condición de fecha axial de la libertad. Vale decir que no importa que Jean Paul Marat  -cuatro años después terrorista de Estado-, al frente de la muchedumbre en el Pont Neuf, haya requerido con fiereza al grupo de húsares de Beseuval, en ese momento en cordial disposición, que desmontaran y entregaran sus armas, con toda probabilidad para asesinarlos; no tiene importancia que el frenético verbo incendiado de Camille Desmoulins empujara a los sansculottes a golpear y degollar sin freno; no importan la humareda, los grandes coágulos, el agudo tufo de la pólvora, los cañonazos y el estruendo graneado de la fusilería de los Guardias franceses y nacionales contra las ocho torres de la fortaleza, no importa el cielo de París amarillento de violencia, turbio de odio. Ni tampoco el alarido de ronca alegría que saludó a la cabeza tajada a cercén del gobernador de la Bastilla, señor de Launay, cuando el verdugo la alzó de los cabellos para enseñarla al pueblo y no importan, en fin, las cabezas encestadas de Danton, Herbert, Robespierre, Saint-Just y tantos otros, víctimas del ingenio inventado por el doctor Guillotín, hijos de la Revolución que, al igual que Cronos, los devoró.

         Entonces, más allá del pobre destino particular de los desharrapados de gorro frigio que ese día -y los siguientes- saquearon y mataron; allende incluso el fanático y al mismo tiempo generoso sueño de la dirigencia que protagonizó el acaecimiento; a despecho del énfasis, la desfiguración, el mito fácil o la rutina; muy arriba de posteriores celebraciones de librea, champaña, condecoraciones, besamanos y embajadas; después de dos siglos "hartos de pisar la tierra", el catorce de julio de 1789 continúa reverberando, alto y límpido, en la conciencia de cada uno de los defensores de la dignidad del hombre y el ciudadano.

         Más que el día del jarro y el canto compartidos y los bailes populares, el 14 de julio es, pues, una fecha de bronce, y más que una fecha, un símbolo, y más que un símbolo una vivencia ejemplar para la humanidad entera. Así la portamos en mitad del pecho, y en la antigua y siempre renovada contienda contra la opresión pronunciamos su rápido nombre, y es como santiguarnos antes de entrar al combate.

 

         (14 de julio de 1989)

 

 

 

ETNOCOCINA GUARANÍ - FINAL

 

         Como en cualquier sistema culinario del ancho mundo, la cocina guaraní primordial recibió diversas influencias, inclusive con anterioridad a la irrupción mediterránea europea, arribada con los cazos, platos, cubiertos, hortalizas, gallinas, carne vacuna, hierbas finas y especiería del conquistador hispánico, que habrían de transformarla directamente en cocina mestiza. Ejemplo resaltante de aquellos influjos exógenos pre y poscoloniales es el referido a los procedimientos gastronómicos incásicos, y aun a otros de culturas de la misma época.

         En primer término, los contactos culturales entre los guaraníes y las sociedades del Tahuantisuyo, antes y durante la dominación inca (que, según se sabe, apenas tenía cien años a la llegada de Pizarro y los Trece de la fama), eran posiblemente más fluidos de lo que los historiógrafos y etnólogos se figuran, merced al trueque, no sólo por parte de los chiriguanás al Noroeste, sino de otras "provincias" guaraníes muy alejadas de los Andes y el Pacífico, y también mediante las escaramuzas: la guerra, el saqueo y la ocupación territorial, aunque sea momentánea, constituyen formas tan efectivas de trasiego cultural recíproco como el trato pacífico.

         No pienso que la expedición de Alejo García y sus aliados indígenas, desde el golfo de Santa Catarina a los primeros contrafuertes andinos, haya sido una caminata deportiva, pero es sumamente probable que ya arrancara en esos tiempos de las costas atlánticas una larguísima y propiamente señalada ruta, con suficientes descansaderos y postas, que tupíes y guaraníes trajinaban con asiduidad por razones bélicas o mercantiles, carretera que, a no dudarlo, empleó asimismo el infortunado aventurero portugués en búsqueda de su codiciosa meta. La existencia de esa vía a través del oriente del Paraguay está, por lo demás, implícitamente confirmada en los Comentarios que el escribano Pedro Hernández escribió por cuenta de su señor, el de Cabeza de Vaca.

         ¿Y qué cambiaban entre sí guaraníes e incas? Estos entregaban cerámica utilitaria, frontales, pectorales, brazaletes y otros atavíos de oro, plata y cobre, que alumbraron los ojos de Ayolas, Salazar de Espinoza y sus huestes cuando los vieron ornando los cuerpos semidesnudos de los karió y otras parcialidades en la ribera izquierda del gran río que iban remontando. Los guaraníes, a su turno, ofrecían arte plumario, sus herborizaciones y yerba mate: en las "guacas" o tumbas de dignatarios y personajes del imperio incásico se han encontrado a menudo saquitos con dicho producto; el árbol del cual se fabrica es, por supuesto, desconocido en las selvas del Marañón y el Ucayali.

         En estas circunstancias, nada tiene de raro que la suculenta cocinería del Incario influyera en la guaraní, con una intensidad cuyos detalles son ya difícilmente recuperables por el investigador; sin embargo, podemos rescatar una muestra: las tiras y mantas de carne sajada y resecada al sol son seguramente de origen amerindio, andino en particular; el vocablo quechua para nombrarla es charqui, que se incorpora luego a otros idiomas, guaraní y castellano incluidos; se hacía primitivamente de guanaco o de llama y, entre los pámpidos del Gran Chaco, de ñandú; después de la conquista se preparó principalmente con carne de novillo. Un plato elaborado a partir del charqui es la chastaca quechua, consistente en la carne seca, molida con sal y chuño, o maíz; más tarde, en la cocina criolla, con huevos, cebollines, ají y especies. Los guaraníes adquirieron una variante de la chastaca, de tajadas magras de venado o ciervo, o bien de grasientas lonjas de tajykatî (quijada blanca, pecarí de collar), o tapi’í (tapir: la palabra mboreví es pos colombina), con pimientos picantes y avatí tupí (maíz tupí o duro). La llamaban chahâragué por su disposición y color, semejantes a las plumas del ave de la familia de las anhimídeas, de amplia dispersión en las llanuras y estepas arbustivas al sur de la hoya amazónica. Se trata, con toda evidencia, de un caso de influjo de la denominada "cocina de la sierra" en nuestra cocina guaraní primaria.

         En carácter de postrer observación, desearía puntualizar que los especialistas en nutrición y los historiadores de la botánica aseveran en mayoría que la papa, como

cultivo y sustento, nace en las fecundas mesetas de la espina dorsal de América; el maíz, entre los chibchas o muiscas de la altiplanicie de la Cordillera oriental de Colombia actual; el cacao, así como el tomate verde y rojo (jitomatl), usado al principio en Europa sólo como efímero adorno de capas y sombreros, viene de los tlaxcaltecas; la mandioca es hallazgo y faena de los selvícolas amazónidos y únicamente el maní (Arachis Hypogea L., leguminosa) es de procedencia guaranítica, habiendo llegado la siembra y consumo de nuestro manduví hasta el norte continental (cacahuátl, en náhuatl). Recordemos, no obstante, que la voz mandi’ó pasa a casi todas las lenguas más extendidas; por otro lado, A. Metraux indica, en su texto sobre la cultura material de los guaraníes, que éstos son los únicos que lograron, mediante complejas secuencias de hibridación, trasplantes e injertos, trasmutar el venenoso mandi’oró (mandioca-amarga, Manihot utilisima Pohl, familia de las euforbiáceas) en el tubérculo que ahora se utiliza para la preparación de la fariña, typyraty, etc., sin riesgo alguno, merced al simple expediente de desenterrarlo, cortarlo en trozos pequeños y exponerlo al sol, en tanto que, hasta ahora, los sélvidos amazónicos precisan recurrir a molestosas y prolongadas destilaciones para eliminar completamente el violento ácido prúsico (MCN) de las variedades de mandioca por ellos cosechadas. Conforme con una reciente información que he alcanzado, esta complicada operación se practica hoy -quizá por contagio de los selvícolas citados- por los guaraníes más septentrionales, los wuyampis, que moran en la Guayana francesa, en zona fronteriza con el Brasil. Como colofón, recordemos que la sal del ácido cianhídrico, el cianuro, era el obsequio preferido de los benévolos Borjas o Borgias -Su Santidad Alejandro VI, César, Lucrecia y Ángeles- a sus enemigos...

         Se me quedan en el tintero el hu’í, mandioca fermentada bajo el fango y con gusto final a pescado, quizá carbohidrato convertido en proteína, para eventual sorpresa de los químicos; el ka’uy o agua-de-la-borrachera (chicha de maíz de la variedad llamada avatí guaikurú entre nosotros, el "pod corn" de los norteamericanos), y el extraño destino posterior de su recipiente o ygasáva; el ritual antropológico y las recetas correspondientes, ya no practicables -no sé si lamentablemente; y las recetas prometidas de la vieja etnococina mestiza, que serán para otro día.

         Lástima. Pero tengo el temor, no sólo de haber aburrido soberanamente con estos cuatro artículos a mis pacientes lectores, sino de que haya producido en ellos una virulenta alergia contra la etnococina, sus tecnicismos y expositores. De modo que la semana venidera ensayaré, tal cantante dudoso, un nuevo registro.

 

         (16 de julio de 1989)

 

 

 

UNA INSÓLITA CORRESPONDENCIA

 

         En estos días en que se discute en variadas instancias, con prodigalidad no exenta de pasión, fanatismo o prejuicios, la posibilidad de que nuestro país entable y sostenga relaciones diplomáticas y consulares con las naciones del Este de Europa, y en especial con la URSS, vale la pena referir, siquiera concisamente, un hecho que no cabe sino considerar extraordinario: la historia secreta de un inusitado intercambio epistolar, que a buen seguro suscitará el asombro del curioso lector, cuando no su abierta incredulidad.

         El doctor Eligio Ayala es sin ninguna duda, hasta el presente, el más lúcido, personal, eficiente y cabal de los estadistas que produjo el Paraguay durante el período constitucional, y aun en todo su decurso histórico. Hijo natural, de origen rural, como muchos de los héroes de la sociedad civil de la posguerra del 70, nació en Mbuyapey en 1888; a poco de recibirse de abogado en Asunción, cruzó el Atlántico en 1911 (dicen que gracias a los excelentes honorarios de un juicio sucesorio que, casi milagrosamente, condujo como profesional apenas egresado). Permaneció en Francia, Inglaterra, Alemania y sobre todo Suiza por nueve años, haciendo "vida de estudiante pobre", según registra uno de sus biógrafos.

         A su regreso, don Manuel Gondra le designa ministro de Hacienda en su gabinete. Luego, el Dr. Ayala ocupa la presidencia de la república en 1923, a los treinta y cinco años; continúa en la primera magistratura hasta 1928, como mandatario provisional al principio y electivo posteriormente. Al resignar el mando en José Patricio Guggiari, continuó en carácter de secretario de Estado de Hacienda nuevamente, y en ese ejercicio estaba cuando le abrazó por sorpresa en 1930 su trágica, absurda muerte, cuyos pormenores fueron narrados en una crónica aparecida en este diario hace unos días.

         Durante su prolongada estancia lejos de la patria, Eligio Ayala concibió, borrajeó, pergeñó e incluso redactó en definitiva ciertos textos (artículos, monografías, estudios, correspondencia privada) de enorme valor político, científico y estético, inéditos en su gran mayoría. Para no citar sino uno de los más aparentemente epidérmicos: deliciosas y sustantivas cartas a su madre, en las cuales se despoja de su acostumbrada reserva para derramar impresiones y juicios, tanto apriorísticos como decantados, acerca de la vieja y eternamente fascinadora civilización del occidente europeo. Dichas misivas del futuro centinela integérrimo e inflexible de las finanzas públicas revelan un ensayista literario, crítico de arte y musicólogo de finura y penetración excepcionales; las cartas a la noble y humilde madre campesina, que a veces no pasan de ser esquelas o apretadas tarjetas postales, son una prueba real de la vastedad del talento reflexivo y creador del ilustre compatriota. La editorial que permita ver la luz a los expresados escritos, aunque no sea sino la aludida correspondencia, prestará un señalado beneficio a la cultura nacional.

         Puntualicemos que muchos meses antes de la primera guerra mundial, y durante el entero transcurso de ésta, Eligio Ayala fijó residencia en Suiza, principalmente en Zürich; allá vivía en un hotelito o pensión modesta, pero de rigorosos horarios y obsedido culto a la limpieza (no se olvide que tratamos de uno de los cantones germanos de la cronométrica y nívea Confederación Helvética), lo cual se conjugaba a la perfección con el natural disciplinado y severo y los pulcros, sobrios hábitos del pasajero sudamericano de pálida y amplia frente.

         Sigamos. En el mismo hotel, habitación de por medio, moró por largo tiempo un matrimonio igualmente extranjero, ambos de mayor edad que nuestro paisano. Aunque por temporadas recibían numerosas visitas, los cónyuges semejaban poseer también la condición estudiosa y reconcentrada de su joven compañero de hospedaje. El era pronunciadamente calvo, de cerrada barba oscura y mirar tan inteligente cuanto imperioso. Ruso, expatriado ya desde 1907 fue, a partir de su adolescencia, declarado oponente del brutal y averiado régimen zarista. Se llamaba Vladimir Ilich Ulianov. Pocos años después, sin embargo, millones de partidarios enfervorizados le aclamaban con un único nombre: Lenin.

         Bueno. Tengo suficientes pruebas, indirectas pero adecuadamente suasorias, de que entre Eligio Ayala y Lenin nació y creció una amistad que abarcaba no solamente la mutua simpatía indispensable, sino una sólida y recíproca estimación intelectual. El comienzo, desarrollo y consecuencias culturales de esa relación constituirá el tema de mis siguientes artículos.

 

         (7 de enero de 1990)

 

 

 

UNA INSÓLITA CORRESPONDENCIA II

 

         Soy consciente de que, prima facie, aparenta ser una soberana fantasía o un osado embuste afirmar que hubo amistad personal entre Lenin y Eligio Ayala, según lo adelanté en los párrafos finales de mi artículo anterior. Parece un disparate, reitero, sostener que existió un puente de afección amical y afinidades espirituales, construido en la desorientada Europa de la preguerra del 14 y vigente hasta por lo menos dos años después de la terminación de la contienda, entre los dos hombres: el joven y desconocido intelectual, originario de un país mediterráneo y periférico -asimismo ignorado- por más interesantes que hayan sido su trato y sus dichos, y el revolucionario por antonomasia, el líder prometeico que cambió la faz de su siglo, uno de la decena escasa de seres humanos -al igual que Jesús de Nazaret, Siddharta Gotama, Pablo de Tarso, Mahoma, el César, Bolívar, Napoleón, Ghandi -que modificó medularmente los destinos de centenares de millones de sus semejantes, el que hizo salir de madre a la Historia, el que alteró los márgenes del Tiempo, el minucioso pensador y ardiente hombre de acción a la vez, el complejo y genial Vladimir Ilich Lenin -y lo digo con la admiración objetiva de quien no comparte muchas de sus ideas y acciones sobre el individuo, la sociedad y el mundo.

         Porque resulta, regresando al relato lineal, que la relación entre Eligio Ayala y Lenin continuó epistolarmente hasta 1920, como queda indicado más arriba, o sea cuando el político ruso era ya el padre indiscutido de la Revolución de Octubre y se hallaba en el vértice del poder a la cabeza de la arrolladora energía que estaba transformando raigalmente su enorme país.

         Pero empleemos ahora algunas suposiciones juiciosas para reconstituir verbalmente el inicio mismo de la cordial conexión, evocación necesariamente conjetural pues no sólo ya no están los actores sino que ninguno dejó testimonio oral o escrito determinante sobre los orígenes de su mutuo conocimiento.

         Pensemos, entonces, que los primeros días, o semanas, el contacto fue meramente formal, propio de pasajeros bien educados que coinciden casualmente en una casa de huéspedes: serias inclinaciones de cabeza, protocolares sombrerazos, los guten morgen y guten tag al empezar y promediar las gélidas jornadas de la ciudad a orillas del Limmet, un bon appetit deseado cortés y mesuradamente en los inevitables encuentros en el inmaculado comedor... Embebido, cada uno, en sus propios asuntos: el "estudiante pobre", sin duda con la mente arrojada sobre las desdichas de su pequeño país, riñón sangrante de la América del Sur, cavilando en los medios que habrían de requerirse para pacificarlo, sanearlo y hacerle erguir la frente desalentada por la derrota y la pobreza. Y el otro urdiendo ya la próxima, vehemente trama de la revolución que debía esparcirse en las clamorosas urbes y las dilatadas tundras de todas las Rusias.

         Lo más verosímil es presumir que, de pronto, algún comentario de uno de ellos, en passant, incidental pero particularmente ingenioso o perspicaz, haya llamado la atención del otro: de allí al acercamiento amigable de estos dos estudiosos y conocedores del alma humana ya no había sino un paso, que probablemente salvaron pese a la circunspecta gravedad que caracterizaba el trato de ambos con extraños. La cuestión es que la amistad personal germinó a través de encuentros y conversaciones cada vez más cordiales, y con seguridad de lumbre y vigor ejemplares, pero sin llegar a convertirse nunca en estrecha camaradería; así fueron fomentando sus "afinidades electivas", no carentes sin embargo de agudas discrepancias en los ámbitos de la economía, de la praxis política y en especial de la ideología, como aparece, según diversas fuentes, en la correspondencia que Lenin y Ayala intercambiaron luego de despedirse en Zürich.

         En las aludidas cartas, acerca de las cuales proporcionaré la completa información que poseo en mis próximas notas, el doctor Eligio Ayala recuerda (me dijeron que recuerda), con cierto resto nostálgico, los frecuentes desayunos y almuerzos con el mismo Lenin, en los que invariablemente participaba la señora de éste. Por cierto, esta afectuosa memoria de la amistad no era un rasgo común en la personalidad de nuestro insigne gobernante, hombre más vale huraño, esquivo y solitario, según se mostró a los pocos compatriotas que alternaron con él regularmente. En fin, el domingo continuamos.

 

         (14 de enero de 1990)

 

 

 

UNA INSÓLITA CORRESPONDENCIA III

 

         ¿Cuándo dejaron de tratarse personalmente Lenin y Eligio Ayala, y quién de ellos dejó primero la residencia compartida en la posada de Zürich? Probablemente afines de 1912 o comienzos del 13; posiblemente también, fue el Dr. Ayala el que abandonó antes la ciudad. Tampoco se puede estar muy seguro de esto último, ya que la correspondencia privada que se conserva del ex presidente de la República no es tan explícita respecto a sus idas y venidas de Suiza con anterioridad a la guerra. En cuanto a Lenin, sus incontables biógrafos han averiguado hasta en qué días y a cuáles horas salía a comprar cigarros, de modo que podemos estimar honestamente que ambos se despidieron en Zürich, digamos en el invierno de 1913, con motivo de la partida de Eligio, probablemente sin maliciar que ya no volverían a verse.

         De allí, entonces, parte la historia a la que tantas veces hice referencia en mis anteriores artículos: el intercambio de cartas entre los dos intelectuales; es atinado suponer que fue Ayala quien lo inició, pues debía noticiarle al otro su nuevo domicilio. Al cabo de lustros de preguntas, en ocasiones casi al azar, e información fragmentaria recogida más en el extranjero que en el Paraguay (tampoco he realizado una investigación sistemática y acuciosa en pos del particular), pude rescatar los siguientes datos, pasablemente concretos, sobre la insólita correspondencia: 1) Fue numerosa y de alguna regularidad: teóricamente al menos, deberían existir aún unas cincuenta y cinco cartas de Lenin; las de Eligio Ayala, que sí se conservan, son menos: cincuenta y una o cincuenta y dos, de conformidad con mis informes. 2) La correspondencia íntegra está escrita en alemán, salvo un extenso parágrafo en francés de una de las epístolas de Eligio Ayala. 3) Abarcó un período bastante prolongado: desde mediados del 13, como se ha propuesto razonablemente, hasta 1920, época del regreso del Dr. Ayala a su tierra. Ello es trascendental, como creo haber señalado ya: significa que el pensador paraguayo no se correspondió con un mero agitador y emigrado ruso, de los tantos que activaban en capitales europeas hasta el 17 sino, durante dos años, con el todopoderoso Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la URSS y jefe natural de la gran revolución bolchevique; y ese conductor no le comunicaba precisamente fruslerías: por ejemplo, parece que en una de sus misivas de 1919 Lenin le hace partícipe a Ayala de determinados puntos, nunca propalados, de las negociaciones que culminaron en el tratado de Brest-Litovsk, que acordó la paz ruso-alemana el 3 de marzo de 1918. En carta anterior, Lenin parece que narró a su amigo los pormenores del famoso viaje del tren sellado, de tan directa relación con el mismo tratado, todo lo cual consta en los referentes respectivos de Eligio, aludidos en sus subsiguientes cartas de respuesta.

         La primera vez que escuché hablar de tal amistad fue en una ocasión puramente social, una recepción de la embajada soviética en Santiago de Chile, en abril de 1964; el embajador, descendiente por línea materna de diplomáticos de carrera de la sagaz escuela de San Petersburgo de los siglos XVIII y XIX, me inquirió muy gentilmente, en un aparte, acerca de la gestión gubernativa de Eligio Ayala, aunque pude darme cuenta de que él mismo conocía de sobra el tema; por otro lado, yo estaba enterado de que el embajador era un especialista en Lenin, pero me quedé de una pieza cuando deslizó: "Me interesa el señor Ayala porque, aparentemente, mantuvo cierta amistad con nuestro Lenin". Decidido a mi turno a indagar, quise oír más en relación con la asombrosa novedad, pero el diplomático se decidió en ese momento a atender a otro invitado que se le había acercado... Luego ya no logré, en esa y posteriores oportunidades, que me continuara arrimando antecedentes de la cuestión.

         Meses después, un colega soviético de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), organismo de la Secretaría de las Naciones Unidas donde yo trabajaba entonces, me notificó que él también entendía que "cerca de cincuenta cartas", que un "analista del Paraguay" le había escrito a Lenin en contestación a "otras tantas" de éste, estaban entre los papeles secretos del gran constructor del socialismo, hoy celosamente protegidos, y a los cuales tenían acceso únicamente unos cuantos privilegiados.

         Pasó el tiempo. Cuando empezaba la década del 80, en París, mi compañero y entrañable amigo Rubén Bareiro Saguier me confío que él igualmente disponía de indicios delgados pero nítidos de que ambos personajes se habían carteado largamente, y que las comunicaciones de Eligio se guardaban en algún lugar de Moscú. En mérito a la brevedad -o a la discreción- callo algunas adiciones, avisos e información puntuales que han terminado por convencerme, firme y honradamente, de que las cartas de Eligio Ayala a Lenin existen hasta ahora, custodiadas en la Unión Soviética. ¿Dónde exactamente? Creo que en la Academia de Ciencias y, como advertía mi conocido ruso de la CEPAL, no al alcance de cualquiera.

         ¿Y las cartas de Lenin a Eligio Ayala?¿Dónde están? Esa es la otra estrofa del mismo cantar. En la próxima daremos nuestra opinión sobre el tema específico y asimismo, para concluir, el polémico contenido de la correspondencia.

 

         (21 de enero de 1990)

 

 

 

UNA INSÓLITA CORRESPONDENCIA (FINAL)

 

         Para terminar con mi narración del epistolario Lenin-Ayala, que en el transcurso de tres artículos anteriores ha podido tornarse por demás prolongada o morosa, volveré a mi última cuestión: ¿Dónde se encuentran las cartas de Lenin a Eligio Ayala?

         Es evidente que la otra faz de la correspondencia, vale decir las cartas de Eligio a Lenin, se hallan insertas y clasificadas en el rimero de documentos que el político ruso dejó a su muerte, papeles hoy escrupulosamente preservados en un sitio conveniente de Moscú, según creo haber demostrado previamente, aun absteniéndome de añadir ciertos testimonios supletorios fehacientes acerca de la conservación de tales misivas. Y, en idéntico sentido, más que palmario es pleonástico concluir que si están las cartas del uno, necesariamente deberían encontrarse en alguna parte las del otro. Pero ¿existen todavía, y en qué lugar? He ahí el problema.

         En este punto, son muchas las dificultades para atrapar y seguir una pista interesante; en primer lugar, nos tropezamos con la reserva excesiva, rayana en la manía, que el Dr. Ayala empleaba al manejar sus asuntos particulares e informar de ellos a los demás; agreguemos también la absoluta ausencia de vanidad o autoalabanza que caracterizaron su vida pública y privada: en efecto, cuando Eligio Ayala era presidente de la República en 1923, su amigo europeo y corresponsal Vladimir Ilich Lenin era ya un personaje archiconocido en el mundo entero, ensalzado o detestado por miríadas de seres humanos. El más nimio deseo de lucimiento personal o de orgullo intelectual, legítimo por cierto en el caso, lo hubieran empujado a comentar, siquiera fuese a un colaborador cercano (o a una amiga íntima), aunque someramente, las circunstancias de su relación con Lenin y, con la promesa de guardar estricto secreto, acabar enseñándole a ese hipotético beneficiario/a de la confidencia una o todas las cartas del gobernante de la URSS. Pero no. No hay noticia, que yo sepa al menos, de que el hermético, hiperdiscreto y sobrio estadista haya soltado prenda a alguien sobre estas cosas. Entonces, las balas que abrieron su cuerpo aquel malaventurado 24 de octubre de 1930 eliminaron igualmente, acaso para siempre, la posibilidad de resolver un pequeño y grande enigma de la historia de las ideas en el Paraguay: el de la ubicación de las cartas de Lenin que, apropiadamente recobradas para el conocimiento público, honrarían hoy no sólo nuestro Archivo Nacional sino cualquier otro, sea el más exigente y mentado del planeta.

         Sin embargo, persisten dos sólidos indicios: uno de índole general, el segundo específico. En lo que al primero atañe, me cuenta mi padre que era rumor corriente entre varios escritores y políticos de la época, ya con posterioridad a la desaparición del Dr. Ayala, el de que había cartas dirigidas por Lenin a nuestro compatriota, e incluso alguno apuntaba que los importantísimos documentos quedaron en manos de la mujer por cuya culpa fue asesinado.

         Por otro lado, dos investigadores tuvieron oportunidad de examinar copia de una de las cartas: el fallecido Arturo Nagy, estudioso de la cultura nacional, y otro intelectual en plena actividad, cuyo nombre omito. Este no posee el alemán, de modo que su testimonio es sólo parcial; no obstante, recuerda una observación de Nagy, la de que la carta fue copiada con errores, por lo demás impensables en el original de Lenin, quien conocía a la perfección dicho idioma. Como sabemos, en aquel tiempo no había fotocopiadoras; ello quiere decir que, después de todo, Eligio Ayala confió a alguien el secreto, o por lo menos quiso disponer, por razones desconocidas, de transcripciones de las cartas de su amigo. ¿Quién fue el misterioso copista? (Que tampoco fue exacto en su trabajo, según vimos). Probablemente ya haya muerto. Y acaso también, digámoslo en conclusión, las cartas están definitivamente perdidas para el resto del mundo. En poder de algún desconocedor -o desconocedora- de la negra letra enérgica de Lenin (a lo mejor firmadas con un escueto "Vladimir" o "Ulianov", sin estampar el apodo famoso), escritas en lengua indescifrable para quien las retuvo, en algún momento las devoró la fogata a la que se suelen condenar los viejos papeles inservibles, o fueron a parar al basurero, o un buen día simplemente se extraviaron, para irreparable desgracia de la cultura de nuestro complejo y violento siglo XX.

         ¿Y el contenido? Por lo que conseguí inferir de la fragmentada o reticente información recibida de los rusos, el epistolario abarca un polémico tema trascendental: nada menos que el de la conformación, el procedimiento y los objetivos de la revolución mundial. Lenin, fiel a la praxis marxista concebida y ejecutada por él mismo, y conocida por ello no sólo práctica sino teóricamente como marxismo-leninismo, preconiza el levantamiento general de los obreros industriales y la instauración de Soviets en cada uno de los países capitalistas de Europa, al igual que en su patria y, fatalmente, por obra y gracia de la hegemonía conductora de la dictadura del proletariado, el advenimiento final de la sociedad sin clases.

         El conocido discurso, en fin. Ayala, en cambio, si bien coincide con Lenin en la obligación de transformar raigalmente las estructuras sociales y económicas injustas, estima que los cambios universales vendrán de los países pobres, productores de materias primas, marginales y que, dentro de esas naciones serán los trabajadores rurales explotados, dependientes y también pauperizados como sus compañeros urbanos los que protagonizarán las grandes alteraciones sociales. Una materia central separa, por otra parte, a ambos ideólogos: Ayala reitera que una revolución, por profunda que sea, no puede dejar de respetarlos derechos humanos y de asumir la intransigente defensa y ejercicio de los inalienables atributos del hombre y del ciudadano. La actual crisis política de las naciones socialistas del Este europeo, originada justamente en la falta de vigencia de los citados derechos, confiere razón y justicia al pensamiento de nuestro señero, clarividente compatriota.

 

         (28 de enero de 1990)

 

 

 

LOS PRIMEROS COMPASES DE "MBURIKAÓ"

 

         Tuve el privilegio y la felicidad de merecer la amistad del maestro José Asunción Flores, lo cual implica que fui partícipe de la incesante admiración que su trato deparaba. Es claro que la frecuencia de nuestra relación, al igual que lo ocurrido con otros queridos compañeros, nunca adquirió la asiduidad que mi afecto hubiera deseado, principalmente en razón del implacable, inveterado exilio exterior del maestro, que le impidió el contacto sostenido con su gente, la que permaneció en el Paraguay. Sin embargo, la vida nos concedió el ejercicio de la comunicación fraternal y cotidiana en ciertas oportunidades. La primera fue en París, en los últimos meses del 59 e inicios del 60; yo estudiaba y trabajaba entonces en esa ciudad, y Flores recaló en ella después de un largo periplo por el Lejano Oriente. Venía con Elvio Romero y, felizmente, ambos se quedaron varias semanas en la capital francesa, donde también vivían Rubén Talavera Goiburú y Francisco Marín. La hospitalidad de este último y de su mujer, Florence, consintió que los cinco compatriotas nos reuniéramos casi noche a noche en la generosa sala de su departamento para discutir cálidamente -la mayoría de las veces hasta la fría cautela de la madrugada- acerca de lo humano y lo divino y particularmente, con la nostálgica vehemencia de los trasterrados, sobre los acaeceres y esencias de nuestro desdichado, mágico país.

         A tal hora, hacía rato que ya no circulaban el metro ni los autobuses; por lo demás, París no era todavía la oscura urbe, riesgosa de asaltantes drogadictos y pandilleros, en que se ha convertido desde hace un tiempo; al término de la velada, entonces, solía yo escoltar a José Asunción hasta su posada, el apartamento de Alderete, arpista de "Les guaranís", el afamado conjunto de Marín. Para ello, precisaba hacer un extenso rodeo, pues yo vivía en aquel tiempo hacia otro lado, en una espaciosa buharda del sexto piso (sin ascensor) de un hotelito de la rue Cujás, en el Barrio Latino, a doscientos metros de mi Universidad. No me importaban los cuarentaicinco minutos adicionales de caminata. Al contrario: eran el fino, calmo, propicio remate de la abundante jornada. Entre dos luces, caminando sin prisa las largas aceras despobladas, purificadas de su desordenada densidad diurna, flanqueados por ese aire de lenta irrealidad o de sueño a punto de borrarse que asumen las fachadas de una ciudad vetusta cuando va subiendo la amanecida, y oyendo el eco de nuestros pasos, que a su vez se asemejaba a la contigüidad de otros, recorridos en un pasado propio pero remoto, el maestro José Asunción Flores se apoyaba en mi brazo y, persuasiva la voz evocadora, iba deslizando memorias, confidencias, cuentos...

         Así, supe de alguna de las mujeres que relampaguearon en su vida, de los orígenes del júbilo primordial o de la potestad melancólica de su música, de su inmersión lustral en la patria profunda, de sus viajes e influjos cardinales, de sus incoercibles y casi secretas demostraciones de projimidad, de la dura bohemia de Buenos Aires en la década del cuarenta, de los no menos difíciles comienzos en la banda de la Policía de Asunción y aun antes, de la errante niñez a la intemperie, y no obstante dichosa y ya acertadora del definitivo rumbo estético y personal; en fin, pude enterarme de parte de las malaventuras, venturanzas y aventuras de una apetencia vital tensada como un arco hacia el proteico mundo y abastecida de una gigantesca, alta y excluyente voluntad creadora, que lo subordinó todo -existencia, pasiones, ideología- a la concreción de la obra. Para expresarlo en términos más simples, aquellas conversaciones me enseñaron patentemente la compacta coherencia entre vida y obra del creador de la guarania, a quien no dudé en calificar de genio, rescatando este vocablo de la vulgaridad y abuso semánticos que corrientemente soporta.

         Pocos años después habríamos de completar, si cabe, el cordial acercamiento; efectivamente, en dos oportunidades, mi esposa y yo tuvimos a honra recibir en nuestra casa de Santiago de Chile, en calidad de huésped, al autor de Pyharé pyté.

         En ambas ocasiones acudió Flores a dicho país, precedido de su gran prestigio internacional, a fin de efectuar una tarea fundamentalmente humanitaria: la de convencer al gobierno democristiano de Eduardo Frei Montalva de que pidiera, formal aunque discretamente, la liberación de los presos políticos del Paraguay, sepultados en vida -hacia ya una década- por obra y gracia de la terca crueldad y el vicioso rencor de Alfredo Stroessner. En el seco infierno de la Técnica y las comisarías capitalinas se encontraban entonces, entre otros infortunados, tres de mis parientes próximos: Américo, Marciano y Derliz Villagra.

         Las sucesivas apelaciones del maestro Flores lograron inmediata respuesta positiva: en las dos circunstancias, se trasladó a Asunción el ministro de Relaciones

Exteriores, Gabriel Valdés Subercaseaux, para requerir al perverso general, enquistado en el Palacio de López, la libertad de los condenados por su soberano capricho. Un éxito parcial, apenas conocido hasta hoy, coronó la solicitud de José Asunción, diligenciada por el canciller chileno: fueron liberados dos dirigentes estudiantiles, y luego tres más, todos los cuales obtuvieron prontamente asilo en la misma república trasandina, acompañando incluso -al propio Gabriel Valdés en sus respectivos vuelos de regreso.

         En la siguiente entrega narraré los pormenores de la composición de las siete notas iniciales de la sinfonía "Mburikaó", que el autor me confió in extenso.

 

         (4 de febrero de 1990)

 

 

 

LOS PRIMEROS COMPASES DE "MBURIKAÓ" II

 

         Era José Asunción Flores lo que suele denominarse un narrador nato, es decir un hombre que posee la nada frecuente cualidad de investir una relación oral de tal suma y sabor de frases certeras o sugeridoras, de ajustado lenguaje gestual, de gradación ascendente del interés, de sabia ubicación del suspense, del uso oportuno de astucias tan opuestas como la de la repetición o el retroceso y la de las miradas elocuentes, y hasta de interrupciones o silencios, que es capaz de convertir una anécdota mínima o el sucedido más trivial en un relato apasionado y vigoroso, que titila capturando la atención y el deleite de quienes lo reciben. Y no mencionemos las historias importantes por sí mismas: contadas por uno de estos orfebres del verbo hablado, prosiguen entrañablemente latiendo en la memoria de sus oyentes.

         Antes que habilidad o técnica, se trata de un atributo que la Providencia confiere, avaramente, a algunos privilegiados, al igual que la misteriosa predisposición para ejecutar, en el instrumento musical que fuera, prácticamente cualquier son y tonalidad (aptitud que, como todo gran músico o intérprete, también poseía Flores en grado superlativo), o el llamado "don de lenguas", que faculta a su beneficiario al aprendizaje perfecto de los idiomas que se proponga, con increíble rapidez y sin aparente esfuerzo.

         Sin aquella cualidad, la de "saber contar un cuento", por complicada que sea su textura, es inútil que un aprendiz de escritor se emperre en dominar el oficio; mejor le valdrá orientar su imaginación y sus afanes hacia un destino más lucrativo y menos expuesto.

         Muy raras veces, a esa innata destreza de narrar con naturalidad, gracia, magia y eficiencia se une el manejo limpio y acabado de los principios y efectos técnicos, como

asimismo el absoluto dominio del idioma en el cual se trabaja, no sólo en su triple función gramatical (lógica), fonética y estilística sino, lo que es fundamental, en la capacidad de "destructurar" la propia herramienta expresiva: así, nos hallamos con los fabuladores universales, con los gigantescos transponedores del mito y la realidad aleados, con los geniales emisores de la magnificencia o la servidumbre de la humana condición; así nos enriquece y conmueve y transforma la escritura de Chaucer, Bocaccio, el Infante Juan Manuel, Cervantes, Rabelais; y la de Stendhal, Flaubert, Maupassant, Dickens, Tolstoi, Stevenson, Chéjov, además de la de Henry James, Conrad, Melville, Hemingway, Yourcenar, y en nuestra América la de Güiraldes, Borges, Guimarâes Rosa, de Andrade, Rulfo, Cortázar y otros.

         Regreso a los narradores natos: a lo largo de cuatro décadas de estudio -y alguna práctica- de las formaciones, experiencias y secretos del relato escrito, he tenido igualmente la suerte de conocer unos pocos, insuperables contadores orales, cuyo bienhechor influjo selló mi vocación y mi escasa producción con idéntica fortaleza a la imprimida por los novelistas citados en el párrafo precedente. Ellos son, en primer término, el viejo tropero sampedrano de flotante cabellera blanca que me refirió el caso del bandolero transmutado, por castigo de Dios, en perdiz kogoé, alucinada leyenda de la que años más tarde me serví para acometer un experimento lingüístico y narrativo que acaso aún hoy tenga cierto valor; luego, un cuchillero cenceño y alto, de entrada paradójicamente reservado, procedente de una compañía de Isla Sakâ; también, un mentado borracho de mi valle, Piribebuy; en cuarto lugar, Alfonso Giménez el Solitario, a un mismo tiempo el mejor arpista paraguayo, junto a Albino Quiñónez y después de Pérez Cardozo y Villamayor; y por último, el maestro José Asunción Flores.

         Amigos comunes -mi compadre Gilberto Rivarola, Elvio, Carlos Garcete-, que conocieron a Flores mejor que yo, me aseguran que el maestro acostumbraba fabular más que decir la verdad, especialmente respecto a su propia vida y sus hechos, pero es que la recreación fabuladora se erige en la otra costa de la verdad, herida para siempre por la luz del levante de la Poesía.

         José Asunción tuvo numerosos amigos, mas admiró únicamente a tres seres humanos: a Lenin; a su padre el italiano Volta a quien, pese a no haber conocido nunca, profesó una semicallada, confidencial devoción; lo prueba el retrato del viejo Volta que, con el del líder ruso, fueron los únicos que permanentemente colgaron de las paredes del departamento bonaerense del autor de Cholí. Su tercer admirado era Manuel Ortiz Guerrero. "Si hubiera un Dios en la tierra, ése sería Manú para mí", se complacía en repetir. En efecto, el atormentado poeta guaireño, desde mediados del a década del 20 hasta su fallecimiento, fue no sólo el hermano de alma sino el orientador cariñoso, así como el mentor inflexible de las apetencias e indispensables dudas del entonces joven músico.

         Estoy observando con alarma que no predico con el ejemplo una de las reglas áureas de la narración consumada, sea escrita u oral: la de la sustanciosa brevedad; resulta que he llegado a los lindes de mi columna, en dos oportunidades, sin haber principiado siquiera la historia de los primeros compases de Mburikaó. Que me sirva de disculpa la particularidad de que el espacio se constituye en un verdadero chaleco de fuerza para el periodista -y a veces en chaleco salvavidas, añadiría un cínico. Bien. Esperemos terminarla otra semana.

 

         (11 de febrero de 1990)

 

 

 

LOS PRIMEROS COMPASES DE "MBURIKAÓ" III

 

         A tal punto manejaba José Asunción Flores los primordiales y sapientes recursos del arte de la narración oral, que el gran escritor brasileño Jorge Amado recogió e insertó en muchas de sus novelas una porción de las anécdotas, casos y argumentos que el infatigable talento de José Asunción iba presentando ante sus asombrados oyentes, en el curso de los años. En Buenos Aires -donde el narrador bahiano acudía a menudo para asistir a ferias del libro o a entrevistarse con su editor en español, Gonzalo Losada- y en el Brasil, país al cual, en varias ocasiones, fue invitado el creador de la guarania, o en otros sitios del mundo, don Jorge acostumbraba escuchar con escrupulosa atención los tiernos, patéticos, jocundos o graves artificios verbales de Flores, tomando incluso rápidos apuntes en los pasajes particularmente jugosos. Los amigos muy cercanos del músico, cuyos testimonios están aún disponibles, podrán certificar que no exagero.

         Por otro lado, Nicolás Guillén me aseveró un día que José Asunción y Mijail Chólojov (el eminente escritor soviético, premio Nóbel 1965) eran los dos más notables relatores orales que escuchó: "Mira, chico: si el maestro Flores hubiera sido novelista de profesión -insistió Guillén con su ronca voz de caña dulce- estaría a la altura de un Gorki, de un Salgari."

         El genio de nuestro compositor, pues, "incluía el literario", según dijo Winston Churchill de su compatriota T. E. Lawrence, arqueólogo, político, estratega y héroe, además de uno de los mayores prosistas de la lengua inglesa.

         Ahora que me voy acordando, José Asunción me refirió la historia de la obertura de Mburikaó en una noche del crudo invierno 59/60 en París, a la vuelta de una representación teatral que por cierto nos encantó: la de Le songe d’une nuit d’été, la exquisita comedia de Shakespeare, en deslumbrante traslación al francés del poeta Jules Supervielle y su hermano, pieza que habíamos presenciado en el enorme y repleto Théâtre National Populaire, bajo la impecable dirección de Jean Vilar y con su propia gestión actoral, junto a la de María Casarés. Bien, ya en la acera derecha de la estación Denfert-Rochereau, aguardábamos el último metro sin otra compañía que la de una pareja de clochards durmiendo su borrachera a pierna suelta en el helado piso, con las astrosas boinas por almohada, cuando el maestro principió su relación. Quizás despierto el ánimo evocador por los ecos de la delicada, justa melodía de fondo de "El sueño de una noche de verano", compuesta por Maurice Jarre para aquella ocasión; acaso con los ojos maravillados todavía por la continua, polícroma, danzante gracia de las figuras en escena; a empuje tal vez del aire gélido, que le recordó repentinamente un frío junio nocturno en la Asunción de treinta años antes, José Asunción Flores fue entrañándose con su mismo relatorio: primero en el profundo y desolado andén, de un vago olor sepulcral; luego, con acento que dominaba el herrumbroso fragor del vagón casi vacío y, por fin, con la translúcida emoción devanándose firmemente en la alta madrugada furtiva...

         Es claramente improbable que consiga yo constituir "literariamente", o sea por escrito (literatura viene de littera, letra escrita, carácter de escritura, en latín), el vívido, estremecido y a un tiempo duro relato que oí de labios del maestro Flores aquella memorada noche invernal, hoy también a tres décadas de distancia; creo que cualquier intento en ese sentido no será sino una borrosa, vacilante versión especular del refulgente original. Hela aquí, sin embargo:

         En un cortante crepúsculo de junio, a comienzos de la década del 30, José Asunción Flores se dirigió a visitar a su hermanal Ortiz Guerrero, quien ya residía hacía un tiempo en la pieza con trascuarto de la calle Antequera casi Progreso, donde también funcionaba la Imprenta Suruku'á. El escritor había comprado el lote, poniéndolo a nombre de Dalmacia, la cariñosa, la fidelísima compañera; después, prácticamente los dos solos, a pulso, levantaron la digna y humilde vivienda.

         Habían pasado unos años de la segunda y definitiva llegada de Manú de Villarrica. El espantoso avance del mal bíblico era notorio: los estigmas en el rostro, las manos deformes; el poeta no salía de su casa sino cuando las sombras compactaban; además, su límpido orgullo le vedaba recibir a nadie en la casa, salvo unos pocos, insoslayables íntimos: Don Arturo Alsina, Don José María Duarte, Facundo Recalde, Vicente Lamas, el propio Flores y unos pocos más.

         En esa oportunidad, Ortiz Guerrero y Flores permanecieron largo rato charlando, circundados por el amable y callado trajín de Dalmacia y mezquinamente alumbrados por una lámpara de kerosén. Bien cerrada la noche, sin interrumpir la conversación, ambos, a sugerencia del poeta, se dispusieron a un paseo. Se encajó Manú el chambergo aludo, cubrió la postura aún enhiesta con la negra capa española de forros encarnados y, andando despacio, los dos enderezaron sus pasos hacia la Recoleta, evitando tácitamente los lugares demasiado iluminados. De todos modos, una menguante, amarilla y congelada luna de hueso parecía guiarles; tardaron menos de una hora en arribar  a la plazoleta, casi frente a la oscura mole de la iglesia y a la inmóvil línea de penumbra de los panteones. Seguiremos el domingo venidero.

 

         (18 de febrero de 1990)

 

 

 

LOS PRIMEROS COMPASES DE "MBURIKAÓ" IV

 

         Llegaron Flores y Ortiz Guerrero, pues, al cementerio de la Recoleta. Como el lector supondrá, el aspecto general del sitio era bien diferente hace sesenta años: frente al camposanto, avenida Colombia de por medio, la tal plaza no era sino una limpiada relativamente amplia, cubierta de pasto clavel, con algunos arbustos crecidos, orlada de humildes ranchos que seguían esparciéndose hacia el Noroeste, hasta lo que hoy es, digamos, la esquina de Sacramento y España. Parte de los suburbios de la modesta Asunción de entonces, que ya comenzaba a recibir sin embargo el hormigueo de la migración interna campesina.

         Al costado del abra de césped, viboreaba de sur a norte el Mburikaó, de curso y, lecho también distintos al apestoso vertedero de aguas servidas y rojizos raudales, amén de basural colectivo, en que se transformó ahora durante casi toda su extensión; al contrario: la corriente de cristal descendía saltando espumosamente las toscas del cauce, con profundas y limpias remansadas de trecho a trecho.

         Un puente único -en realidad, sencilla pasarela de transeúntes- atravesaba el arroyo en aquel lugar. El poeta y el músico fueron a acodarse en el rústico pretil de tablas: era cerca de medianoche; ya al pie del cielo, la aguda luna menguante pincelaba de mustio azafrán las oscuras superficies del Mburikaó. Callados, escucharon un buen rato el misterioso monólogo inmemorial del agua fluyente, que nos va diciendo tantas, tantas cosas, cuya clave acaso un día -reflexionó Flores- podamos comprender. Como si le hubiera atinado el pensamiento, Ortiz Guerrero quebró de pronto el silencio y, asiendo con irrestañable emoción el brazo del amigo, exclamó (naturalmente, en guaraní): "¡Siente, José Asunción, cómo cantan estas aguas al pasar!" ("¡Ehendúna, José Asunción, mba'éichapa opurahéi ko y ohóvo hína!"). Y prosiguió: "Una corriente, caudalosa al igual que los grandes ríos o semejante a la de este delgado arroyito, es siempre lo mismo que un hombre, que la vida de un hombre cabal: nace borboteante manantial, es decir es un infante que llora y grita; va desarrollándose, goza y agita su niñez, se hace luego raudo y arrojado adolescente; después varón entero, remansado, maduro de tiempo y sufrimiento, y al final sabio, lento, solemne anciano que mansamente, como sucederá en este caso, fenece en el seno de su padre el Río, el cual a su vez termina en el del Mar, muerte de todas las aguas dulces. No sé si Manuel Ortiz Guerrero lo sabía o no - acoto yo en mi estricta condición de cronista-, pero casi cinco siglos atrás, y en la otra ribera del océano, un esclarecido cofrade suyo, nombrado Jorge Manrique, había recurrido a idéntica figura para expresar, en sentido contrario, la idea del acabamiento del ser humano y sus señoríos: "Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/que es el morir..."

         "Por ejemplo -continuó Manú-, en los bajos del puente, el arroyo es aún una criatura que dormita -señalando los pozos de sombra que rehusaban el vago esplendor lunar- o, a ratos, alegre y desvelada, retoza en mitad de la noche." Mas su vida es corta, ya se ve -, añadió mientras fijaba la vista más allá, en el agua en tinieblas flanqueada por el rancherío dormido: -apenas a un cuarto de legua de donde estamos el curso se vuelve tranquilo, despacioso; no está lejos del río Paraguay." De súbito, la voz del escritor ganó un acento de urgente recomendación, que a un tiempo era claramente invocatorio:

         "¡Compone, chamigo Flores, transcribe al pentagrama el vivir completo de estas breves aguas transparentes! ¡Otórgale la existencia del arte al arroyo Mburikaó! Mañana puede cegarse la naciente, mañana pueden empuercar su abierta inocencia, enturbiarlo imborrablemente!" (A dos generaciones de distancia, nos cabe distinguir la profecía que, como en todo auténtico vate, impregnaba su verbo). "Eres el indicado para inmortalizar este pobre arroyuelo del yuyal. Dios coloca una visible hoguera estremecida en la cumbre de tu corazón. ¡No dejes que desmaye, nunca permitas que se apague! Dejó de hablar Ortiz Guerrero. Oyeron un rato todavía el murmullo primordial irisando la oscuridad, y emprendieron el regreso. Ya se había ocultado la luna. Siempre en conmovido silencio, desandaban de prisa el camino, salvando el frío inmóvil de la ciudad desierta. En el portoncito de la casa de Manú se despidieron con un callado abrazo, y Flores marchó hacia la suya, que entonces estaba en Sajonia. Aterido, alcanzó su piecita cuando el reloj de la Catedral ya había dado la una y media.

         Ahora bien, el maestro Flores era lo que se llama un repentista, lo cual significa que cuando le invadía la inspiración, que suele atacarnos "como un enjambre de irritadas abejas" -la comparación es de Mozart-, no podía sino ponerse a componer compulsiva y furiosamente, sin aliento o descanso hasta diseñar una unidad melódica coherente. Después vendría el espacioso pulimento, el acabado artesanal, la fina ensambladura de acordes, frases, síncopas, contrapuntos; operación de la inteligencia antes que acometida de los sentimientos, tarea, en fin, sin la cual la obra de arte no cuaja, ni sale de la precariedad, ni se integra y sella a sí misma.

         Así sucedió también en aquella oportunidad. Espoleado por el enérgico consejo y las incendiadas advertencias de Ortiz Guerrero, trabajado por la visión del nocturno cementerio, la invernal plazoleta agreste, el arroyo elemental desollado por la luna y el secreto reclamo del agua, José Asunción prendió su lampiun y, después de beber un largo, ansioso trago de la fresca cantarilla, se sentó a garrapatear febrilmente en el papel pautado. Continuaremos.

 

         (25 de febrero de 1990)

 

 

 

LOS PRIMEROS COMPASES DE "MBURIKAÓ" - FINAL

 

         Quedamos en que José Asunción Flores, sentado a su desierta mesa, a la luz de su pobre lámpara -ciertamente en la mejor tradición romántica-, aterido y hambriento en la glacial, desolada penumbra, se lanzó a componer un vasto y codicioso poema sinfónico sobre la suelta existencia fugaz del arroyo Mburikaó, cuyo susurro de plata ceñía las afueras de la ciudad.

         De modo confuso y penetrante a un tiempo, José Asunción sintió, conforme avanzaba en el trabajo, que éste se constituiría en mojón capital de su itinerario creador, tal vez el destellante cenit de la obra total; después de cuatro horas de venturosa, de dura faena, la estructura sinfónica se hallaba prácticamente completa, excepto, claro está, el prolijo bruñido de que hablábamos en el precedente capítulo de estas crónicas. Sin embargo, un trozo esencial de la pieza tercamente rehusaba organizarse, corporificarse musicalmente: nada menos que el fraseo inicial, las primeras notas de la obertura de Mburikaó (ya había resuelto denominarla así). Una zarabanda de compases aislados y

curuvicas melódicas poblaba exaltadamente la mente del hacedor; en vano: a José Asunción Flores simplemente "no le salía" el arranque justo, necesariamente magnífico, con que debía empezar su obra maestra. Habían pasado más de veinte minutos desde que dieran las cinco: decidió entonces regresar al sitio donde estuvo con Manuel Ortiz Guerrero a medianoche, al puentecillo de tablones sobre el arroyo, a fin de oír nuevamente la arcana confidencia fluente y recibir de tal suerte el definitivo ramalazo de realidad "en el terreno" que su inspiración requería para consumar el alumbramiento, hallando el principio orquestal que aún no consiguiera estampar en el pentagrama.

         A paso vivo, Flores tardó una hora y pico en llegar de vuelta a la Recoleta. Ya estaba clareando: copiosa de blancos penachos evanescentes en las mínimas correntadas, el agua inquieta relucía como de azogue a la trémula aparición de la madrugada de invierno. Pensativo, el músico permaneció, de nuevo, acodado en la barandilla, por un buen rato, mientras el propio tumulto de su corazón desbordante iba aquietándose por su lado...

         De repente, demandó su atención un hecho, infrecuente a esa hora y en sitio tal: un grupo bastante numeroso de personas estaba congregado a unos doscientos metros de allí, cabe los ranchos, en la misma margen derecha del Mburikaó, justamente en la zona que Manú indicara en la noche, durante su glosa de la vivencia del agua. Bajo el cielo amoratado, la borrosa junta se agitaba vagamente, y las lejanas figuras morosas parecían recién prendidas a un sueño. Interesado, movido por un oscuro alerta instantáneo, Flores terminó de cruzar el puente y se encaminó, por entre el matorral de la ribera, hasta el corro. Una vez allá, después de saludar discretamente al barrer, supo la causa de la reunión: el cadáver de un hombre muy flaco, de edad mediana, yacía en el medio de la curiosidad y el cerco: al comienzo del alba, un vecino entrevió el bulto flotando boca abajo y derivando apenas en una de las hondas remansadas que ahí, bajeando hacia el río, formaba el Mburikaó; lo rescató metiéndose en las espaciosas aguas frígidas, y ahora estaba el muerto a unas varas de la costa, chorreante todavía, inútil, harapiento, desvalido más que siniestro. Fríamente, la barbilla filosa apuntaba al Naciente, y la lividez del aire se correspondía con la de la tiesa piel desocupada. Digamos, entre paréntesis, que A. Roa Bastos configura genéricamente una situación narrativa similar (pero no idéntica y tampoco tan minuciosa), quizás a influjos de la anécdota que también Flores le contaría, en el remate de su espléndida "Galopa en dos tiempos", uno de los relatos mayores de El trueno entre las hojas.

         De regreso a nuestra historia, la verdad es que nadie conocía al difunto aquel. Algún borracho o vagabundo de otro barrio, uno de tantos desdichados de las orillas de Asunción, pobre infeliz cuyo destino personal, por lo demás, no valía un cinqui, que en su insomne tránsito de la noche anterior se habría tropezado y desplomado en la líquida fosa, tapado por la tiniebla y boyando después, acaso a la hora precisa en que ellos conversaban en el puente, se dijo Flores al contemplar el cuerpo perniabierto en la arena. Quien no sabe nadar y cae al agua helada ni siquiera alcanza a pedir socorro, dictaminó un viejo poblador, después de ordenarle a su concubina que fuese a agregar carbón al brasero, que ya estaría apagándose.

         La gente continuaba esperando a la policía que, por supuesto, es en estos casos la última en arribar, y unas comadres oficiosas se aprestaban a dirigir un rezo por la salvación del alma del extraño, cuando José Asunción se percató de un detalle que con anterioridad se le escapara; un enorme mberú hovy, el moscardón verdiazul habitante de letrinas y tumbas, la Sarcophaga carnaria L. de los entomólogos, se posaba en la sesgada y áspera mejilla izquierda del ahogado; de golpe, emprendía un corto viaje y retornaba a instalarse secamente en su pálido rincón. El maestro se aproximó: era, desde luego, el moscón de catorce milímetros de largo, color metálico, que se nutre de corruptelas de sepulcro, además de excrementos, pescado en descomposición y otras delicadezas. En la oportunidad, le atraería la joven fragancia de la podredumbre, aún imperceptible al olfato de los humanos. Flores tenía una vista excepcional: pudo incluso distinguir la banqueteada infatigable de la diminuta y ávida trompa lamedora; observó igualmente que, por razones desconocidas, el insecto levantaba con brusquedad el vuelo a intervalos sorprendentemente regulares, ejecutando siempre la misma breve espiral, y descendiendo súbitamente, cada vez, en el exacto pedacito mojado y oblicuo que prefería. Sólo entonces comprendió el compositor, y de inmediato una ensordecedora implosión silenciosa le conmovió medularmente; exhausto, con los cabellos revueltos, rayado de entrañables tristezas debido a la inesperada presencia de la Innombrable, pero con el espíritu sosegado por el final, en esta coyuntura, de la más acuciosa y trascendente búsqueda del homo ludicus, la creación responsable, José Asunción Flores tornó, en la mañana despierta, a su modesto albergue. Antes de tenderse rendido en su delgado colchón, el maestro reordenó sus papeles y, con firme pulso convencido, escribió en la cabecera de la página inaugural de la partitura las primeras notas del poema sinfónico Mburikaó: un compás repetido, terrible y sencillo, tan preñado de símbolos como alguna de las más famosas aberturas sinfónicas de Occidente, verbigracia de la quinta, nombrada Del destino, del maestro Beethoven. Quienquiera que escuche hoy, por tanto, el inicio de la composición de Flores, entenderá que se trata de la transposición orquestal del zumbido de una gran mosca necrófaga, que constantemente revuela desde una húmeda carne muerta para precipitarse de nuevo, porfiada y contundente, en el mismo lugar.

         Y ésta es, estimados señores, la historia verídica de los primeros compases de Mburikaó; cúlpese a mi sola torpeza el haberla desarrollado en tantas como cinco entregas, estelarmente distintas de la primigenia, maravillosa versión oral de su narrador, protagonista y autor, mi inolvidable amigo el maestro José Asunción Flores, que en Gloria ha de estar.

 

         (4 de marzo de 1990)

 

 

 EL DEMONIO DEL ALBA 

No he sabido si el Satanás mestizo es íncubo, conforme con la antigua demonología mosaicocristiana, o súcubo como el Añá hirsuto y fantasmal que ya estriaba de horror las inmóviles siestas de los karió, nuestros padres sélvidos; de todas maneras, mi infancia deseó atisbar al Malo, acaso conversar un rato con él (evitando que procure mercar mi alma, naturalmente). De chico, mis tías abuelas Angelita, Martina y Antonina Villagra me noticiaron que el diablo y las ánimas en pena se nos aparecen sólo en ese momento rayano en que la luz primeriza, suelta y furtiva al mismo tiempo, aún no consigue precisar el contorno y la textura del universo y sus cosas, es decir aquella hora que los poetas árabes posislámicos nombraron crepúsculo de la paloma; muchas veces pude despertarme, en el principio de las frescas amanecidas de verano: muchas veces, con el corazón en el pecho como en el reborde de un precipicio, el niño salió del dormitorio de su abuelo D. Salvador para espiar al Angel caído en la oscuridad indecisa del mojinete, o al pie de la sombra del viejo jazminero de Chile, todavía mareado de luna, o sobre la compacta tiniebla surgente del sótano, en la casa secular de Piribebuy. Nunca lo reconoció, jamás le descubrí. Hasta hoy, en tal madrugada vacía de enero, suelo asomarme al patio a escudriñar la penumbra menguante del silencio, en búsqueda inútil de quien no he de distinguir, al menos en esta orilla. Por otra parte, se me antoja notar ahora, ondeando despacio en el ingrávido palor, las caras ausentes de mis tres tías. Y me doy cuenta de que sus frágiles sonrisas se están sellando a una terrible distancia de Lucifer, de aquel niño, de mí, del mundo.

EL DIARIO "NOTICIAS", noviembre de 1987

 

 

ÍNDICE

 

Noticia

Textos aparecidos en el diario HOY

La oscura paradoja

El capitán derribado

!Viva el 13 de abril

De cómo se ganaban puntos con la muerte

Hipótesis de trabajo: el fraude

La copiosa soledad

La revista y el concurso "Casa de las Américas"

La identidad nacional y la rueda del tereré

Sobre etnococina guaraní

Etnococina guaraní II

Etnococina guaraní III

Recordatorio esencial del Catorce de Julio

Etnococina guaraní-Final

Esquela a Nicolás Guillén, a pie por el cielo de Cuba 

Política y cultura: un nuevo desencuentro

Pequeño coloquio de actualidad

Otro breve conversatorio

Diálogo acerca de un premio

Continúa el coloquio sobre premios

El Premio Nacional de Literatura: conversación final

Variaciones sobre narrativa del Paraguay

Una isla física y cultural

Una isla física y cultural II

Una isla física y cultural, III: el bello árbol extraño

Una isla física y cultural IV: el bello árbol extraño (2)

Una isla física y cultural V: el bello árbol extraño (3-Final)

¡Favor, que han llegado los piratas!

La Navidad de Conducator y su esposa, en dos dimensiones

Una insólita correspondencia

Una insólita correspondencia II

Una insólita correspondencia III

Una insólita correspondencia-Final

Los primeros compases de "Mburikaó"

Los primeros compases de "Mburikaó" II

Los primeros compases de "Mburikaó" III

Los primeros compases de "Mburikaó" IV

Los primeros compases de "Mburikaó" - Final

Crónicas chinescas: la identidad cultural

Crónicas chinescas: la identidad cultural II

Crónicas chinescas: la identidad cultural III

Apuntes parisinos

Apuntes parisinos II

Apuntes parisinos III: Exposiciones

Apuntes parisinos IV: Exposiciones (2-Final)

De allá y de aquí

De allá y de aquí II

De allá y de aquí III - Final

El ojo azul de América

La luz de Cochabamba

La luz de Cochabamba II - Final

Santa Cruz, al borde de su llanura

No te apagues, Jasuká Vendá

No te apagues, Jasuká Vendá II

No te apagues, Jasuká Vendá III

No te apagues, Jasuká Vendá IV

No te apagues, Jasuká Vendá - Final

Una carta de la señora Julia

Una carta de la señora Julia - Final

Aquel noviembre del 56

 

Textos anteriores

Tres poetas griegos contemporáneos: La condición humana y el mar

Las armas del silencio

El demonio del alba

 

Un poema

Beatus ille

 





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