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CARLOS VILLAGRA MARSAL (+)

  MANCUELLO Y LA PERDÍZ - Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL - Año 2012


MANCUELLO Y LA PERDÍZ - Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL - Año 2012

MANCUELLO Y LA PERDÍZ

Cuento de CARLOS VILLAGRA MARSAL

 

© RENÉE FERRER

Cuentos escogidos

Editorial SERVILIBRO

25 de Mayo Esq. México

Telefax: (595-21) 444 770

E-mail: servilibro@gmail.com

www.servilibro.com.py

Plaza Uruguaya -Asunción –Paraguay

Dirección editorial : Vidalia Sánchez

Presentación : Carlos Villagra Marsal

Selección y prólogo : Osvaldo González Real

Tapa : Carolina Falcone

© SERVILIBRO

Esta edición consta de 14.000 Ejemplares

Asunción, enero 2012

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98

 

 

PRESENTACIÓN

Mi amiga Vidalia Sánchez me ha pedido que escriba una presentación de carácter general de los dieciséis títulos, ya definidos, de la BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE AUTORES PARAGUAYOS que, en volúmenes sucesivos, aparecerá en algunas semanas bajo el sello editorial de SERVILIBRO, difundiéndose al público lector junto con un periódico nacional de vasta circulación. Con grande voluntad acepto la solicitud porque, entre otras virtudes, esta colección literaria ha sido integrada con criterio selectivo -su propio nombre así lo señala-y no meramente antológico; en efecto, las antologías suelen programarse subjetivamente, vale decir en atención al gusto e incluso al capricho de quienes las preparan, mientras que la selección objetiva de textos en ese ámbito maneja criterios diferentes y diferenciados, tomando en cuenta en primer lugar la excelencia lingüística uniforme, por así decirlo, de todos los autores, dentro naturalmente de la estilística de cada quien (el estilo es el hombre); en segundo término, una selección ha de considerar la representatividad palmaria de tales obras en relación con la época y la generación cultural a las cuales pertenecen y, en fin, toda colección seleccionada de libros de naturaleza similar a la que hoy tengo a honra presentar, tiene que incluir la pluralidad de los géneros y subgéneros literarios; en igual condición, la BIBLIOTECA ... ofrece el arcoiris cumplido: lírica, cuento, novela corta, teatro, recopilación de narrativa oral anónima, ensayos con intención estética y hasta poesía bilingüe en versión original o traducida, ello como justiciero tributo a nuestra lengua materna, el guaraní paraguayo.

Las mencionadas demostraciones están marcando un propósito central: el de ampliar y diversificar el placer (que en rigor es uno solo) de la lectura: afición, hábito, adicción que, a semejanza del buen comer y de los actos del amor, producen en sus practicantes la extraña sincronía de la felicidad espiritual con el gozo físico.

Carlos Villagra Marsal

Última Altura, a principios de agosto de 2011

 

 

 

 

 

 ÍNDICE 

 

Presentación

Datos biográficos

Prólogo

Introducción

Mancuello y la perdiz   

Glosario

 

 

 

      

PRÓLOGO

Por OSVALDO GONZÁLEZ REAL

 

         El famoso texto experimental Mancuello y la perdiz, es una obra pionera dentro de la literatura paraguaya. El autor ha tomado un "compuesto" afín al "mester de juglaría" medieval y lo ha trasplantado del nivel popular al culto, logrando a través de voces del castellano arcaico, trasvasar el cuento original (relatado en guaraní) a un castellano paraguayo de gran lirismo, pleno del aliento autóctono de los guaraní parlantes. Este tour de force lingüístico, donde se amalgaman e interactúan la sintaxis de dos idiomas y las cosmovisiones del bilingüismo paraguayo, propone ir más allá de la relación idioma dominante-dominado, para superar los códigos lingüísticos de ambos. Ir más allá de esta dualidad, base de nuestro mestizaje cultural, hasta llegar a una creación estética que trata de salvar ambos mundos a través de la poesía.

         Dice acertadamente, Rubén Bareiro Saguier, que "ambos idiomas, el castellano y el guaraní, están en colisión sincrética" y que se han influido recíprocamente. Seguidamente, el mencionado escritor ha hablado "del juego sutil de interacciones y rechazos, de incrustaciones, fecundaciones y simbiosis" entre ambas lenguas. Se ha injertado al español la estructura aglutinante y polisintética del guaraní, lográndose una escritura polifónica que salva la cadencia y la música de la oralidad ancestral.

         El animismo prehistórico del cuento infunde vitalidad a la fauna y flora que enmarca el "cuento", surgido de la memoria colectiva y sublimado por medio de la escritura individual del autor.

         En esta obra magistral aflora lo "mitopoético", la religiosidad popular y la concepción platónica que iguala el bien con lo bello.

         El niño, hijo del patrón, sujeto del relato, es testigo del discurso del peón, que se enfrenta a él en relación dialógica.

         "¿Se tratarla de una versión castellana de un relato guaraní?" se pregunta Ramiro Domínguez, cuando se refiere al pensamiento mágico y la fábula popular.

         El crítico literario José Vicente Peiró no cree que Mancuello y la perdiz haya sido primero escrito en guaraní y luego traducido al español (como pretende Villagra Marsal). Él cree, más bien, que la obra es "un ejemplo de transculturación paraguaya y resultado del mestizaje hispano-guaraní".

         La segunda edición de 1991, sería la versión corregida (más culta) de la edición de 1965 (más espontánea).

         Hay una metamorfosis de lo popular a lo culto, que afianza la subjetividad y el "yo" del novelista. Esta transformación es casi un metalenguaje, una superación del anonimato medieval y el regionalismo latinoamericano.

         Villagra Marsal me ha dicho que su creación es "una fábula silvestre, forestal, mediterránea" y la acepto como tal, agregando que la actitud "mesiánica" del ángel liberador, tiene resonancias cabalísticas, es la manifestación divina de la justicia.

         La obra tiene además sus connotaciones políticas al condenar el caudillismo y el "caciquismo" de los políticos que nos han llevado a sufrir nefastas dictaduras.

 

 

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

La lectura de MANCUELLO Y LA PERDIZ propone el desafío de decir algo que todavía no se haya dicho sobre la que, sin duda, es la mejor novela corta paraguaya. Los críticos más eminentes se han ocupado de ella exhaustivamente, y cada uno la ha enriquecido con una nueva perspectiva. La tarea se vuelve más difícil cuando quien escribe estas líneas no es un crítico profesional sino apenas un lector compulsivo y, a veces, un escritor a quien cada línea le causa el padecimiento de un galeote.

Las reflexiones que propongo tratan de eludir la gravitación intelectual de quienes me precedieron en la aventura de sumergirse en Mancuello y la perdiz. Pero es imposible prescindir del rigor conceptual de sus respectivas contribuciones. Caminaré, pues, por un sendero que ha sido desbrozado, quizá con exceso. Basta con mencionar a Julio César Troche, Rubén Bareiro Saguier, Ramiro Domínguez y Juan Manuel Marcos entre los críticos nacionales, y José Vicente Peiró, español, Poli Délano, chileno, y Jaime Marchán, ecuatoriano, para no mencionar sino a los prologuistas e introductores de la novela. Por lo demás, se insertan en esta edición fragmentos de algunas opiniones críticas de otros escritores, nacionales y extranjeros.

Y ahora, los necesarios datos bibliográficos. Carlos Villagra Marsal nació en Asunción, en 1932. Abogado, catedrático, diplomático, escritor. Pertenece a la generación que se formó en la Academia Universitaria, centro de ebullición intelectual de la posguerra civil de 1947. Su obra es fundamentalmente poética, pero también ha frecuentado la prosa, aunque con menos asiduidad. El oficio de poeta ha influido, sin duda, en su prosa, otorgándole los matices que la enriquecen; ejemplo de ésta es Mancuello y la perdiz, escrita en 1964, en Santiago de Chile. El original fue presentado con el seudónimo de “Compuestero”, lo que quiere decir “autor de compuestos”. En 1965, la obra le hizo ganar el Premio del diario La Tribuna, de Asunción, en el concurso literario más prestigioso de la época, en el Paraguay.

La primera edición fue prologada por Julio César Troche. Una nueva versión, corregida y variada, apareció en 1991, en la Biblioteca de Estudios Paraguayos de la Universidad Católica, con prólogo de Rubén Bareiro Saguier y epílogo de Ramiro Domínguez. Hay, además, dos ediciones ecuatorianas, de la colección Antares, de Libresa, Quito, Ecuador, con Estudio introductorio, notas y cronología de Juan Manuel Marcos (1996 y 2000); una edición española de Cátedra, Letras Hispánicas, con Introducción, bibliografía, notas y glosario de José Vicente Peiró (1996), y una edición chilena, en la Colección Letras del Mundo, de la Editorial Lorn, con Prefacio de Poli Délano (1999).

Según el autor, el argumento proviene de un “compuesto” que le fue transmitido verbalmente en 1957 por un anciano, durante un viaje por el departamento de San Pedro, zona despoblada por aquel entonces. Desde luego, el “compuesto” es transmitido oralmente, hasta el punto de que fácilmente se pierde su origen. Aparte de este detalle, lo que importa es que siete años después escribió la primera versión en guaraní, que trasladó posteriormente al español.

Al relato básico, de origen anónimo, concebido originalmente en verso, se añade la tradición familiar para abortar nuevos elementos a la arquitectura de Mancuello... Aquella aporta el recuerdo del temido asesino Santacruz, que llegó a disparar contra el abuelo del autor, conservándose hasta hoy la huella de dos tiros de fusil en la casa solariega de los Villagra, en Piribebuy. Y también, la memoria de una antepasada, Isabel Villagra, que encanecía y murió pocos días después del asesinato de su esposo, a quien unos asaltantes ahorcaron ante ella. Este hecho ocurrió, según tradición familiar, en la última época del gobierno del doctor Francia.

 

EL “COMPUESTO”

Todos los prologuistas de las ediciones sucesivas se encargan de escudriñar el parentesco de la obra con el género del compuesto, hecho que, por otra parte, fue revelado por el propio autor. De hecho, el propio seudónimo de “Compuestero”, es decir, escritor de compuestos, utilizando para presentar el original al concurso de La Tribuna, proporciona la primera clave para aproximarnos a la obra. Las razones son notorias.

¿Mancuello y la perdiz, un pariente cercano del compuesto? En verdad, hay en la novela elementos propios del relato lineal, a veces deliberadamente tosco y despojado casi totalmente de artificios literarios, típico del compuesto. No podía ser de otro modo, porque el género excluye la metáfora para concentrarse en la narración. Salvo, naturalmente, en la versión más refinada de quienes lo utilizaron sólo como un molde para construir una poesía más refinada. Bastará con recordar el Romancero Gitano de Federico García Lorca y, en el Paraguay, El gallo de la alquería de Oscar Ferreiro, para saber cuál es el terreno que pisamos.

Y aquí, una digresión inevitable. El “compuesto”, que suele ser de origen anónimo, es la narración en verso de un “sucedido”, voz que designa una historia trágica de personajes de la épica popular. Y digo trágica porque, además del impacto emocional que producen estos hechos, suele haber en el compuesto un eco lejano de la estructura de la tragedia: el anuncio inicial de la desgracia inminente, la manera ciega e inexorable con que el protagonista marcha rumbo a su destrucción, el desprecio por los signos del desenlace inminente.

Así puede leerse en el “Compuesto de Hilarlo Vargas”, quien recibe y ofrece hospitalidad a sus victimarios y después acepta ir con ellos hasta el sitio donde será asesinado. Su mujer e hijos adivinan el desenlace, y sólo escucharán, poco después, los estampidos. O en “Mateo Gamarra”, quien hace caso omiso de las amenazas y advertencias de Delfina Servín, a quien lleva a un baile sólo para humillarla con los devaneos dirigidos a “una tal Emilia Ortiz”. Delfina, calcinada por la furia propia de la mujer despechada, descarga “los cinco tiros seguidos” sobre su amado, a quien prefiere muerto que entregado a la rival. Y, una vez ante el hombre que agoniza ante sus ojos, afirma con fiereza su orgullosa condición de diosa de la venganza con una frase estupenda: “Ché ha'e Duna Servín,/ ne'ira chekuaapá”. Esta frase que, con el perdón de los críticos, justifica todo el poema, equivale a decir: “Yo soy Delfina Servín;/ no has terminado de conocerme”. Aclaro que la frase, dicha en español, carece del matiz rotundo y desafiante del guaraní.

Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal coinciden en que el romance desciende directamente del Cantar de gesta. Los fragmentos más gustados por el público eran repetidos, y con el tiempo cobraban autonomía, para ser cantados o recitados. Se trataba, evidentemente, de episodios autónomos, con entidad propia. Le ocurrió al romance algo parecido a ciertos fragmentos de ópera, que se han convertido en piezas autónomas. Anotan los críticos que, al emanciparse, el romance pierde su fuerza épica, pero gana en profundidad poética, en subjetividad y en calidad lírica. En algún momento del cenit de la Edad Media, el romance adoptó el octosílabo y la rima (generalmente asonante en los versos pares), como su medio natural de expresión.

El romance llegó a América en las carabelas de Colón y se convirtió en el género poético popular por excelencia: desde el corrido mexicano hasta la poesía gauchesca rioplatense, pasando por el galerón venezolano y la “poesía de cordel” del Nordeste brasileño. Hay trozos conservados por Cieza de León, Gómara y Bernal Díaz del Castillo. En el Paraguay echó raíces sólidas, pero con una característica: el género exige el empleo del guaraní, generalmente con versos intercalados en ese idioma.

Diré más. El compuesto tiene una estructura más o menos padronizada, siguiendo en parte las más antiguas epopeyas occidentales, como la Ilíada. Comienza con un pedido de atención y el anuncio de su contenido, casi siempre seguido de la explicación de que el relato será acompañado por una guitarra, o que los versos serán cantados. Es exactamente el mismo introito que el Martín Fierro (Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vihuela/ que al hombre que lo desvela/ una pena estrodinaria/ como el ave solitaria/ con el cantar se consuela.) ¿Habrá que rastrear esta estructura en la Ilíada, cuyos primeros versos anuncian las desgracias que trajo a los aqueos la ira de Aquiles, hijo de Peleo y Tetis?

Podría aventurarse, quizá, una clasificación provisoria del compuesto, en los siguientes tipos: a) el “sucedido”, que cuenta un episodio que, por su resonancia, ha conmovido a la comunidad y, por tanto, queda registrado por la memoria colectiva. Ejemplos: “Compuesto de Hilario Vargas”, “Fortín Galpón” y “Mateo Gamarra”: b) episodios épicos, como “13 Tuyutí” o “Campamento Cerro León”; c) fábulas, como “Gura Compuesto” y “Casamiento del taravé”, d) descripción de lugares, como “Concepción Jerére”, de Emiliano R. Fernández o “Paraguaype”, de Manuel Ortiz Guerrero. La métrica también tiene un patrón que suele ser respetado, aunque con variable fidelidad. El relato se realiza en versos octosílabos, casi siempre con rimas asonantes en los versos pares.

 

EL ANTIHÉROE Y EL ARCÁNGEL

Mancuello y la perdiz escapa a esta clasificación, para instalarse en un escenario propio, que exige una investigación más profunda de sus fuentes remotas, muy probablemente medievales, donde lo fantástico irrumpe en el relato y domina la solución del conflicto. No es, desde luego, el primer caso de un cuento medieval conservado por la tradición popular, la cual suele complacerse en manipular el discurso narrativo para someterlo a un proceso de paraguayización. Recuerdo, sólo de paso, un relato popular sobre “Karai Rey y Perú Rimá”, recogido por Carlos Martínez Gamba, que Juan Bautista Rivarola Matto convirtió en un cuento, y “Póra” un relato de la tradición guaireña que, con las licencias del caso, incluí en mi libro Angola y otros cuentos.

El relato de Villagra es presentado como una caja china: hay un narrador que presenta a otro narrado, que es quien cuenta a un niño la historia del conflicto entre Pantaleón Mancuello y el Arcángel Gabriel. Se trata de un recurso antiguo como el que más, como lo sabe cualquiera que haya leído Las mil y una noches. O El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha que, según Cervantes, es la traducción del original escrito en árabe por el historiador Cide Hamete Benengeli.

El personaje, Pantaleón Mancuello, es el prototipo del antihéroe que ejerce impunemente su prepotencia hasta el extremo de cometer la insensatez de desafiar a lo desconocido, apoderándose del dinero depositado ante la cruz de Gringo kaigué, a la que “gana”, con trampas, una partida de truco. Mancuello no escatima violencias. Como si necesitara acentuar su perversidad, llega a cortar con un machete el cordaje de la guitarra de un ciego. Y hasta desafía al Niño Jesús, a quien increpa con acento destemplado. El malo lo es, pues, hasta el hartazgo. Pero Mancuello encuentra la horma de su zapato, en la persona de un oponente igualmente poderoso: nadie menos que el arcángel “Grabiel” (como se escribía en España en el siglo XIII), quien llega al paraje transmutado en arribeño. Éste le dará su merecido, desollándolo a “guachazos” ante la mirada jubilosa del vecindario.

Al trasfondo de anhelos colectivos de liberación se refiere Juan Manuel Marcos, quien ve en el relato una solución optimista del drama de la opresión. Para Marcos, al mismo tiempo que recupera la memoria popular, conservada por la tradición juglaresca, Villagra plantea una respuesta inspirada en un humanismo social, que se nutre de la realidad para trascenderla en una visión esperanzadora de la historia.

A nuestro juicio, Mancuello nos plantea una visión desoladora. El pueblo no es el actor de su propia liberación; es solo un testigo de lo que le ocurre a él mismo. Mira los hechos como si fuera extraño a ellos, pese a padecerlos en su propia carne. En el Paraguay, Fuenteovejuna no castiga al Comendador. Sólo aparece para aplaudir a su libertador, pero sin haber movido un dedo para castigar al tirano. Esta mansa aceptación de los hechos, este carácter de espectador de la propia historia que nos describe la obra, contiene alegóricamente todo el devenir del pueblo paraguayo. No debe ser casual que la novela haya sido escrita en la década de 1960, cuando el autoritarismo parecía un tótem inconmovible, y habían fracasado todos los intentos de derrocar al general Stroessner.

Estamos, pues, ante la imagen de todo un pueblo que acepta resignadamente la violencia que se ejerce desde arriba, con todos sus modos de exclusión social y cultural. Incapaz de rebelarse, espera que la salvación venga de las manos de un ser con poderes sobrenaturales, capaz de utilizar las fuerzas misteriosas de la magia. No es nada casual que se trate de un “arribeño”; es decir, alguien que viene de afuera y no un héroe surgido del propio pueblo, como Zapata o Sandino. Adentro no existen la voluntad ni las energías suficientes para abatir al opresor y establecer el imperio de la justicia.

El instrumento de la liberación es la magia, y no la voluntad resuelta del hombre. Y si faltara algo más para marcar la dependencia de las fuerzas sobrenaturales, ahí está la transmutación final de Mancuello en perdiz, tema recurrente de la cultura popular. Basta con recordar “La leyenda del Karã'u”, donde la transformación del mal hijo en ese pájaro es el castigo a quien ha desafiado las leyes inmutables de la naturaleza. Esta impresión es reforzada por otro hecho simbólico: la lluvia espera que el narrador termine la evocación del “sucedido” para caer sobre el lugar.

1“Campamento Cerro León”, en una de sus versiones, comienza de este modo: Campamento Cerro León/mariscal/López o dispone; tamombé'umi peéeme/guerra tiempo pe guaré. “Gura Compuesto”, que comienza así: Escúchenme los señores/ y también las señoritas/permítanme que les cuente/ del Anó y la Piririta. O “Fortín Galpón”: Señores daré principio/ a la triste relación/ de los tormentos pasados/ allá por Fortín Galpón. O “Compuesto de Hilario Vargas”: Atención pido señores/ atención ko cjerure/ ko che versope apurahéiia/ Hilario Vargas ojehuvaeke. O “Mateo Gamarra”: Atención pido Señore/ un momento pehendumi/ la desgracia sucedido/ en el Puerto Guaraní.

 

LA AVENTURA DEL LENGUAJE

Una de las canteras de la singularidad de Mancuello... se encuentra en el lenguaje elegido por Villagra. El propio autor explica que el traslado de un idioma a otro tuvo la finalidad expresa de conservar la sintaxis y las estructuras propias del guaraní. De esa manera, Villagra pudo llevar al texto las formas propias de este idioma e infundirle ese acento entre barroco y arcaico que le otorga su especial encanto. La segunda versión, escrita en 1991, admite un mayor deslizamiento hacia la tentación de la poesía, como si el autor necesitara confirmar su oficio original, y desprenderse de las exigencias formales del “compuesto”.

¿Guaraní traducido al español o simplemente español paraguayo, poblado de arcaísmos e infiltraciones semánticas y sintácticas típicas del guaraní? Diría que ambas cosas pueden ser rastreadas a lo largo de la lectura, que admite, desde luego, varios niveles de análisis. Diría que en la versión final del texto básico se encuentra, pródigamente, el peculiar español paraguayo, en el que conviven estructuras originarias del guaraní con arcaísmos y construcciones propias del castellano medieval, tal como era hablado por los marinos y soldados que llegaron con la armada de Pedro de Mendoza, como bien lo ha estudiado el lingüista Germán de Granda.

Del lenguaje elegido, de la presencia viva de la lengua indígena a través del discurso narrativo en español, se ocupa extensamente Rubén Bareiro Saguier en el prólogo a la ya mencionada edición de Estudios Paraguayos. Recordando a Horacio Quiroga, Bareiro Saguier señala el recurso, también utilizado por Villagra, de dar por conocidos los términos autóctonos, salpicándolos a lo largo de la obra con “gran desenfado”, sin traducciones ni explicaciones de ninguna clase. El significado de las palabras se infiere limpiamente del contexto, sin necesidad de notas de pie de página ni de otros recursos propios de la bibliografía erudita. A pesar de ello, y teniendo en cuenta que no todos los lectores de la novela conocen necesariamente el guaraní, hemos incluido también en esta edición las Notas y el Glosario elaborados por el especialista español José Vicente Peiró.

 

¿NOVELA CORTA O CUENTO LARGO?

¿Novela corta o cuento largo? Para José Vicente Peiró, Mancuello y la perdiz se hermana con el cuento tradicional, con su clásica confrontación de arquetipos: el arcángel y el malvado, conflicto que termina con un castigo ejemplar para este último. No podía de ser de otra manera, ya que su fuente es, precisamente, el más tradicional de los géneros: el romance español que, en su versión paraguaya, se conoce como “compuesto” y que en el Nordeste brasileño, donde hasta hoy mantiene una sorprendente lozanía, es conocido como “literatura de cordel”.

Novela corta, dice Marcos. Cuento, postula Ramiro Domínguez en el Epílogo a la edición de Estudios Paraguayos. En todo caso, cuento que proviene de la venerable tradición oral, conservada en los fogones de los caravaneros, en el relato del chaman que reconstruye la memoria colectiva ante los asombrados niños de la aldea. Por tanto, cuento tradicional, no menos digno que el cuento moderno, cuya estructura se halla nítidamente codificada, en lo cual me remito a lo que escribió al respecto Edgar Allan Poe. En todo caso, Miguel de Cervantes llama indistintamente “cuento” o “novela” a sus Novelas Ejemplares, cada una de las cuales, dicho sea de paso, posee una extensión similar a Mancuello y la perdiz.

En conclusión, Mancuello y la perdiz reconstruye el entero imaginario colectivo paraguayo, con sus mitos, sus tabúes y sus esperanzas, con un trasfondo de omnipresente irracionalidad. En ese empeño, nos propone un reencuentro con la tradición oral, territorio poblado de los signos que revelan, de manera inequívoca, la huella inconfundible del mestizaje cultural. Uno de sus escenarios más sugerentes es aquél donde se producen los contactos y conflictos de dos lenguas. Es el campo donde el autor realiza una sorprendente cosecha, y donde obtiene las claves que le permitirán construir su discurso narrativo. Al aprovechar inteligentemente todos los recursos de la oralidad, logra constituir un hito relevante en el doloroso camino de la literatura paraguaya hacia su definitiva madurez.

Helio Vera

Asunción, marzo de 2005

 

 

 

 

 

DOS

 

         "Bueno. Esto que le voy a contar, che patrón'í, se sucedió hace ya un tiempo largo, en un pueblito un poco retirado de acá pero cerca de Horqueta, hacia la frontera con el Brasil.

         En esa capilla vivía un tipo, Pantaleón de nombre, Mancuello de apelido26. Hombre más malo y de laya más fea no se ha de topar en la superficie de este mundo: un zafado imposible, malevo sin segundo, mañero como novillo erado27, peligroso como víbora chininí, tan provocativo como víbora capitán y más traicionero que víbora-liana, ese era Mancuello. Él, luego, no había vicio que no tuviera: él, habla sucia; él, jugador trampero; él, haragán sin conchabo; él, cuatrero y ladrón; él, último puerco. Y para completarse, le gustaba formalmente el trago. Lo único que no podía ser es gaucho alegrador-de-mujeres (aunque le hubiera gustado), porque ni por nada iba a encontrar una que le aguante.

         ¡El mentado Mancuello!: un arriero chico, carapetón, pero forzudo y de huesos duros; de ojos saltones, era tan mulato como pálido, medio kambá lento, con una condición que, como marca, servía para diferenciarle de lejos: tenía en su cara y sus muñecas (y seguramente en todo el cuerpo) una cantidad de manchas, grandes y redondas como níqueles y más oscuras que la piel. Y después, Pantaleón Mancuello sudaba siempre, día y noche, igual si soplara Sur o 1'Este28 angosto, haciendo frío.

         Pero cuando oprimía el calor chorreaba como bajo un aguacero. Entonces, con el rostro rociado y brilloso detrás de las rodajas negras, su pellejo parecía mismamente ceniza todavía quemante.

         Y justamente, che patrón, el calor picaneaba29 al demonio que trajinaba entre sus venas. Así sí que Mancuello era terrible como nunca. A caballo, salía de recorrida por el pueblo en la siesta de balde o en la mañana temprano o bien en las altas horas. Se entremetía con cuantas se toparan con él de paso, piropeando con feroces groserías a la hembra que viese, niña o vieja, linda o fea, sola o acompañada, pero sobre todo a ésta: precisamente a la busca de una trenza, al facilitar al que iba con ella.

         Pero nadie se puso nunca por él, eso jamás de la vida, y si por un por si acaso alguno quería ensayar una protesta o una contestación apropiada, Mancuello desmontaba como balín para cruzar repetidamente la boca del prójimo con su fusta redonda de cuero de mboreví; si el otro se defendía, sacaba el bandido de su faja su inseparable y ancho machete Barcelona30 y le metía de plano, de la barriga al cuello. Y cuando la mujer no disparaba, raspeándole también, o era una machona de esas que procuran ayudar a su compañero en la pelea, Mancuello ponía de punta su Barcelona y clavaba. Sí, patrón, clavaba, pero poquito nomás, en una de las tetas de ella y en el hombro o el trasero del ciudadano: uno, dos dedos, suficiente ya para que les salte un buen chorro de sangre y se les llevara a descansar unos cuantos días en el Hospital de Horqueta.

         Mancuello odiaba a los muchachitos de la postura31 de usted, patrón'í. Cuando veía uno de ellos le rondaba al galope, como para atolondrar ñandúes, llegándole después por derecho y refrenando de un tirón casi sobre la criatura; le pecheaba de seguida con su caballo hasta que el inocente, desesperado, por fin conseguía librarse y correr, tiritando y temblando de susto.

         O de no32, mangueaba33 por sus juegos, esperando que se rejuntasen para tirárseles de repente en el medio, tal cual un karakará entre pollitos; allá cortaba el hilo de sus pandorgas34 o les ‘confiscaba’, a según su decir, el trompo arasá o la hondita (que luego arrojaría al fondo de la remansada), y curuvicaba bajo los cascos de su montado35 los bodoques36 secándose al sol.

         Últimamente los mitá'í ya no querían dejar sus casas, por el grande temor de encontrarse con este desgraciado. Ni en la escuela estaban seguros, porque un mediodía Mancuello penetró con su caballo entero en el primer grado superior, donde enseñaba una trigueña de hermoso estado. En ese momento daban clase. El hombre, apintonado37, pretendía que ella le diera un beso... La señorita se resistió, lloró, quiso escaparse. Mancuello acabó arrastrándola del cabello por el aula, entre la lamentación de los chicos. A los escueleros y escueleras que apelotonados en la puerta se esforzaban por desaparecer, estorbándole la salida, les arreó de pasada unos cintarazos. El infeliz de Mancuello soltó a la maestra sólo frente a la puerta de la Dirección. El pueblo íntegro se calentó cuando supo la nueva hazaña del miserable, pero inútilmente porque ninguno fue osado como para lavar la ofensa a la maestrita. Demasiado miedo se le tenía a Mancuello. Asimismo, era ya demasiado ordinario con los viejos: apenas se le ponían delante, les retaba con mala dureza. Como postre solía aplicarles pesados ‘güey kaká’, golpeándoles con toda su fuerza en la raíz-dela-cabeza, con la mano abierta; lógicamente, los pobrecitos trastrabillaban o caían. De igual modo, esto indignaba demás a la gente, pero ¿quién era el macho capaz de enfrentarse a ese hijo de la diablesa? Ya le dije que era enorme el temor a Mancuello, patroncito.

         Ninguno se pulseó38 nunca por él. Hasta el Comisario, el Juez de Paz y el Intendente le respetaban formal. Y con razón, chamigo.

         Por ejemplo, en ocasión en que la servihá del Comisario, una rubia gordota, volvía de la modista, Mancuello se metió con ella ‘requebrándole’ en su estilo; muda, con la garganta apretada, la mujer intentó andar más de prisa, pero Mancuello con un galope corto pasó a su lado rozándole y, hábilmente, le pinchó con su espolín en la nalga izquierda. Al llegar a su casa, la concubina comprobó, sollozando, que un gran coágulo se extendía sobre la pollera verdegay.

         El Comisario mandó que los cinco conscriptos le fuesen a apresar inmediatamente y le trajeran, maniatado con alambre de púa, a la Alcaldía Policial.

         Aunque estaban armados, a los soldaditos les espantaba la probabilidad de topetarse con Mancuello; éste, mañeramente, se les escondió en un pirizal cercano al arroyo. Ahí aguardó que se sumergiera el sol y, ya en el centro de la noche, se acercó en silencio al local. En el portón, el número de guardia dormía parado, con dos dedos de los pies-descubiertos prendidos a la culata de su máuser39 y agarrado con ambas manos al caño: en realidad, se sostenía en su propio fusil. Como una las ánimas en pena, Mancuello arribó40 junto a él y sin un ruido, con cuidado, le sacó el arma. El adolescente se columpiaba con suavidad, dejando hacer; al faltarle apoyo se recostó por el poste y dejó caer lánguidamente sus manos en el regazo; Mancuello quitó el cerrojo y volvió a colocar el fusil en su lugar; el soldado ni se intranquilizó: desde el sueño, aceptaba con indiferencia la operación; seguidamente, el malintencionado metió el cerrojo en su bolsiquera y se introdujo en la Alcaldía.

         Hacía calor. En la habitación más amplia y fresca el Comisario, reclinado en su hamaca vacapí, tomaba el tereré postrimero de la jornada, cebándole su ordenanza. Mancuello no le dio tiempo de sentarse: unos buenos veinte minutos largos procedió por él; rabiosamente, le cuarteó el pecho y la cara a berrencazo41 limpio. El ordenanza, paralizado del susto, no tuvo la oportunidad de zafarse, porque el Satanás moteado se interponía en el umbral. De despedida, Mancuello le rompió a este uniformado la cabeza, en nueve partes, con la guampa (que también se quebró).

         Los reclutas no hicieron caso del doliente griterío del Comisario: con seguridad era Mancuello, y no había quién se animara por él.

         Con el señor Juez sobrevino algo parecido. Mancuello vivía, solo y único, en un lote de las afueras que fue de la madre de un su primo segundo. Al finar aquella vieja y tras la sucesión, el título de propiedad del cuarto de hectárea quedó por la cabeza del familiar.

         Cierta vez, Mancuello ocupó el baldío, adonde se mantenía un ranchito de mala muerte y una mínima plantación-de-rama. Desde entonces, el Mancuello se estableció en el rancho, que más se asemejaba a un taperé. Pagando a un personal (con plata42 ganada en juego y carrera-plana) para que siembre un poquito, conseguía los bastimentos que precisase.

         El pariente, que ya tenía su casa en el pueblo, no dijo ni una palabra cuando el sinvergüenzo se adueñó del lote, porque en verdad también entraba en el terror general a Mancuello. Y bien, nada más que aquel primo era la gente que le restaba a Mancuello al pie del mundo, el cual no quita que ligara cada tanto su ración de guascazos43 y trompadas.

         Posiblemente causa de una garroteada más contundente que las anteriores, el perjudicado primo malvendió su casa y se cambió a Asunción. Unos meses después, y sintiéndose a lo mejor disimulado entre las muchas caras de la ciudad, le pleiteó a Mancuello por el terreno.

         El Juez, al recibir los papeles de la Capital, le hizo poner una citación con un propio; Mancuello vino al Juzgado a media mañana: terminó de pegarle al Juez cuando éste desmayó. Como rúbrica, le obligó al Secretario -que no pudo avanzar un paso mientras duró el azote, porque Mancuello le avisaba continuadamente que iba a liquidarle si se removía- a tomar todo el frasco de la tinta, con la amenaza que, o de no, le capaba; antes, le ordenó que pronuncie: ‘¡Hasta verte, Cristo mío!’. Mancuello se retiró del despacho tranquilamente, dejando a su Señoría amoratado de la cintura para arriba por los fustazos, y al Secretario gomitando jiel azulenca 44.

         Ya en la esquina, Mancuello miró a su rededor45 en desafío, rebuscando a alguien que le reprochara por lo que hizo. ¡De dónde!: nadie habló y menos reprobó, nadie se le plantó; es que Mancuello sabía imponerse.

         Al Intendente sí que le aconteció de distinta forma. Resúltase que le notificó a Mancuello, por escrito, para que se apersonara 46 al Palacete Municipal a poner en regla no sé qué impuesto. Mancuello no llegó ni mandó ningún mensaje, pero al día siguiente ocurrió lo que ocurrió. El Intendente solía ir ya oscurecido a bañarse, quizá porque era tripón de feo molde y no le gustaba que se le viese en calzoncillo bajándose al remanso grande acompañado de su hijo, un muchachón de catorce años que portaba la linterna.

         Al tiempo que el Intendente se enjabonaba, desnudo y con el agua tibia al ombligo, surgió Mancuello a unos metros y le cayó encima: se había ocultado desde el ocaso, hundido hasta la quijada bajo las anchas ramas paralelas del ingá-blanco que rasaba a la mitad la superficie. Mancuello trincó el cuello del aterrorizado y resbaloso Intendente y le zambulló. En una salpicadura de espumas, el mocetón ganó arrebatadamente la orilla y se puso a correr, en tanto clamaba ayuda a voces. Pero muy pronto se calló y se derrumbó en seco: ¿qué pasó?: que Mancuello, librando la derecha, había tanteado con rapidez en el cauce y con un certero guijarro le partió la sien.

         Mancuello reflotó al Intendente sólo cuando paró de retorcerse y patalear; tirándole como a una bolsa de carbón en la playada, trepó feliz y contento por la barranca.

         Ni un alma se presentó a los pedidos de auxilio: no existía un gallo que chocara con Mancuello.

         A la medianoche, el farmacéutico continuaba sacando líquido del estómago del Intendente; en cuanto al hijo, perdió el sentido varios días y el mismo idóneo tuvo que coserle doce puntadas.

         Y para que sepa, patrón, que Mancuello no respetaba a nadie, hasta con el sacerdote fue resolvido47. Desde el púlpito, el padre le señaló como un mal ejemplo para el pueblo. Al otro domingo, bastante después que se termine la misa de diez, Mancuello entró en la iglesia.

         El pa'i remendaba su casulla en la sacristía: Mancuello le repuntó a patadas del altar mayor hasta la base de la escalera del coro; la corpuda víctima levantó el ruedo de su sotana para huir mejor, mientras sus aúllos pidiendo socorro reunían un enjambre de pequeños ecos en el crucero vacío. Al sacristán, guarecido en un confesionario, le descubrió y, sin detenerse, le sacudió un planazo, dejándole con una oreja colgante, casi rebanada.

         Satisfecho, Mancuello salió al atrio y anunció vociferando a la plazoleta soleada que ya le había descocado al cura tal por cual, preguntando si, por un casual, existía un toro que remedie aquello. Qué esperanza: Panta Mancuello dominaba el ambiente. Sólo le contestó un gañido lejano. Pero, por el tono, se sabía bien que hasta ese perro estaba medroso.

         Sin embargo, Mancuello no había matado a nadie, al menos en su valle. Verdaderamente, anduvo clavando por la calle (como ya le relaté, patroncito), y en algún baile a los que le embarrasen la botamanga48 de su pantalón blanco o le pisaran, o de no por razones de juego, pero ninguno de los heridos murió.

         Se rumoreaba, a pesar de eso, que ya tenía cuatro cascabeles en su haber: unos atestiguaban que Mancuello regolló a un puestero que le pilló cortando alambre de un su piquete de invernada, en la jurisdicción de Lima.

         Otros garantían que al Sureste, en la picada entre Unión y Ypehú, liquidó en guasú apí, de cinco balazos (para asegurarse), emboscado y a traición, al habilitado de un obraje, que era el chico de una morena linda que despreciara a Mancuello.

         Los que sabían, declaraban que adentro del Brasil, en Mato Grosso, había terminado con su mano a un fazendeiro49 que quiso joderle (¡tan luego a él!)50, pagándole con vales la hacienda robada. El cuarto crimen fue el comentario de todo el pueblo: en un almacén de Loreto, un feriado51, Mancuello se desgració con un desaprensivo que le acusara de trampería en el bojo. Con seis puñaladas, el arriero falleció esa noche salivando y maldiciendo.

         No estorbando estos delitos, nunca a Mancuello se le amolestó52, ni se le persiguió, ni jamás fue detenido y ni qué decir sumareado: es que tenía buen cartón con el Delegado de Gobierno, que le respaldaba (indudable por motivo de cuatrerajes). Éste no le puso de Oficial de Compañía seguramente porque conocía de sobra el corazón-irritado que se tenía hacia Mancuello, y calculó que iba a ponerse muy patente.

         Las veces que Mancuello bajeaba al pueblo no era sólo para abusar por su semejante, sino principalmente a beber caña blanca53 clandé54 y a jugar. Uno por uno, recorría los bolichos55 buscando contrario de truco al gasto, monte o maká; aunque se trataba de trampero conocido, nadie se iba negar a sentarse, por miedo.

         Y entretanto, tomando 56. Cuidado pues que era trago grande, tomaba tendido, tomaba como si recién tuviera garganta.

         Mareado completo, se interrumpía hasta otra oportunidad cuando los gallos ya se hendían con frecuencia la nariz en el aire todavía oscuro. Con arcadas como las gallinetas ypaka'a, con un balanceo de las cosas y una cerrazón sobre las vainas-de-los-ojos, subía a caballo a la tercer o cuarta tentativa y rumbeaba hacia su arruinadilla casa techo-de-paja.

         Volvía solo alma, con las dos manos agarradas al basto de su recado, por no caer. Y como ya no tenía a quién maltratar, borracho por la noche, insultaba con la lengua trabada a las estrellas cercanas y a los altos árboles quietos...

         Me olvidé de comunicarte sobre el pingos57 de Mancuello, che patrón'í, Lo robó siendo un cojudillo58 de una estanzuela, un ‘establesilencio’59 ubicado en La Caída, contigua al Agua-del-Paraguay.

         Era animal arisco, de pelo tordillo rodado, que repetía extrañamente en la carretilla, la grupa y la verija60 los manchones de su dueño.

         Mancuello no tenía un amigo en la zona. Esto sí, unos arribeños eran sus compañeros de farra y sinvergüencía. De cuando en cuando, se demostraba en el pueblo junto con sus compinches; la pobre gente, entonces, llaveaba sus puertas y acerrojaba sus ventanas como si una peste procurase llegar de visita.

         Los socios de Mancuello eran también malevos y viciosos; pero si bien le copiaban en su bandidaje y palabras-sin-respeto, ni uno se le comparaba: el de la cara asperjeada61 era el taita, sin discusión."

 

 

TRES

        

         “Muy fuera del pueblo, en la costa del camino real que va a Estribo de Plata, hay una altura de la más preciosa, así llamada Gringo kaigüé; pero no vayas a creer, che patrón, que se le puso el nombre ese por un gringo que era desganado. Otra completamente fue la cosa: mucho antes, unos cuatreros asaltaron el tambo62 que tenía allí un extranjero rubio y largo63, del que maliciaban que fuese rico.

         El mburuvichá de los bandidos era un tal Greco, justamente hijo de extranjeros también, al que después de un tiempo se le apresó y de seguida se le condujo engrillado a bordo de un macate, desde Puerto Yvapovó, al ‘Corral Grande’.

         Cuarenticinco64 días más tarde moría Greco en la misma Cárcel Pública de Asunción, asesinado en el momento que dormitaba la siesta por un contrabandista pilarense, Niño Nacimiento Chaparro, que le curuvicó su nunca65 con una piedra.

         Pero ese ya es otro melón, como dice aquel hablar. El asunto es que el Greco y su banda pillaron al rubio mientras encebaba una carona66 en su galpón, a la luz de un farol-murciélago; le torturaron y jugaron por él esa noche entera y finalmente, en vista que no les supo decir dónde mismo guardaba la su plata, le colgaron boca abajo y prendieron fuego a la casa.

         Cuando acalló de arder el lugar, gentes compasivas cavaron una hoya y enterraron el torrado cuerpo-que-fue. (No se le llevó a esponjar la tierra del cementerio porque no sabía si era cristianado).

         Así, el paraje quedó con ese nombre: donde-se-quemó-al-gringo. Y bueno, sobre la tumba se plantó una cruz que se alzaba a un metro del tronco chamuscado del lapacho-de-cerro adonde le zangolotearon y sapecaron al pobre gringo.

         En la temporada en que se pasa lo que le estoy narrando, la crucecita de Gringo kaigüé era ya muy milagrosa: por su virtud, multitud de enfermos se curaron lindo y otros hasta salvaron la su vida67. Por eso siempre se copia con esmero a su alrededor y no le faltaban adelante una cantidad de ramos frescos y velas encendidas; su estola de ñandutí, asimismo, permanentemente estaba lavada, almidonada y plancheada68.

         Una vez, un promesero69 agradecido le regaló plata porque ella le dejó sano y bueno a un su hijito que tuvo hígado; la gente continuó con esta clase de ofrendas, que depositaba en la limpiadita de la cruz, de modo que no dejaba de haber en ese punto, entre el medio de los floreritos y los candeleros, monedas todo brillantes, billetes sa'i arrugados como cigarros de hoja y uno que otro billete pirirí de más valor.

         Los domingos de tarde el cura venía a recoger el dinero, como contribución al nicho de material que, a según la su opinión y la del resto, hace rato merecía la crucita. Yo le he referido esto, patrón'í, porque fue exactamente de la Cruz de Gringo kaigüé de la que se rió demasiado mal el atrevido de Mancuello, escupiendo así en el puro Nuestro Señor Jesucristo.

         El caso sucedió de la manera que sigue: en una malcaliente mañana de noviembre, un poco después del Día de las Ánimas, regresaban Mancuello y su cuadrilla de una farra70 en una apartada Compañía de Angelito. El áspero resol y la borrachera de la noche anterior, de la que la mayor parte aún no se desataba, se asentaban en la caballería dándole un tranco espacioso y descuidado.

         Los cascos avanzaban trabajosamente por la intensa arena amarilla de la arribada, que se desligaba en delgados remolinos, mientras los arrieros soñolientos, con el sombrero pirí encajado hasta las cejas y el barbijo puesto, se bamboleaban encima de sus aperos.

         Iban pasando por Gringo kaigüé. La cruz se levantaba a la orilla del camino y su limpiada, como de habitual, estaba repleta de florecitas recién arrancadas y de candeleros de barro y de lata, con velas apagadas por el viento.

         ¿Qué se le importaba a Panta Mancuello del finado y su cruz milagrosa? Distraído, echo un parpadeo hacia ese costado. Pero de golpe, sus abultados ojillos color mercocha71 se posaron, acertadores como los del halcón azul, en la plata esparcida ante el madero: junto a las monedas relumbrosas, había reparado en una partida de billetes, algunos saguasú, atajados con cascotes o floreros para que no volaran. Refrenando, Mancuello gruñó a sus socios:

         - Quedémonos un poco que -y señalando con un gesto añadió-: Aquella cruz me llama. Qué cosa ha de ser la que quiere...

         No era sino la estola que, hamacada por el cambiante viento flojo, se erigía en una mano blanca haciendo señas o un amistoso adiós de saludo.

         Mancuello se apeó pesadamente y se acercó con pachorra a la crucecita, acuclillándose frente a ella.

         Sus compañeros, curiosos, se fueron arrimando también y, sin desmontar, formaron una semirrueda a corta distancia de los dos. Era mediodía: las estampas trasnochadas y los altos sombreros despedían un hilo de sombra sobre la reducida abra, en tanto Mancuello sacaba del fondo de su bombacha un mugriento y gastado mazo de naipes.

         - ¿Qué es lo que anda queriendo jugar? -le preguntó, letrado. Contestando él mismo, repuso: Truco, ¿verdad? -y agregó inmediatamente: Listo, ya está.

         Conforme barajaba habilidosamente, disponía:

         - Pongamos ley: vamos a jugar en un dieciocho. En nueve nos abuenamos. La falta vale el partido, el que malcanta pierde todo, tres cuatro no vale nada. Usted va a dar. Soy mano.

         Le extendió el mazo a la cruz, pero cuando ya tocaba la madera negra se quedó un instante y lo retiró de nuevo, al tiempo que le decía:

         - Mejor doy por sus veces, porque me parece nomás a mí que tiene reuma: con razón esos sus brazos se separan grande: todo duros pues.

         Rió de buen talante y sin cortar repartió, a tres cartas por cabeza, dándose él la primera.

         Pelaba las suyas despaciosamente, mediante un pequeño y continuado vaiviene72 de la derecha, estudiando mientras de reojo a su silencioso contrario: pero entretanto la brisa dio la vuelta uno de los naipes que había acomodado en el suelo, pegados a la crocita.

         Rápidamente, Mancuello lo colocó de nuevo en su puesto y, tapando las tres barajas con un candelero de latón, dijo irónicamente:

         - No me vaya a mostrar su baraja; no quiero ver carta ajena.

         Con precaución, puso entonces uno de sus naipes frente a él, apretándolo contra la tierra con el índice y el pulgar. Sin largarlo todavía, afirmó:

         - Voy a ir callado -y al dejarlo, apartando la mano, ladeó la cara en la pose del que procura oír mejor. De seguida, manifestó agriamente:

         - ¿Qué? Diga bien, pues -cómo si la crucecita hubiera murmurado una palabra que muy apenas le llegó.

         Al recibir, ya con claridad, la respuesta imaginaria, reviró sobre la marcha:

         - Envido, dice -y medio vuelteándose73, le guiñó un ojo a los otros. Ahí, uno de ellos se dispuso a hacer algún comentario divertido, pero al abrir la boca el Mancuello le paró desabridamente:

         - ¡Mirón y moscón, por la tapia! -y atendió otra vez el luego.

         De repente se le encendió de dicha la mirada, como si en realidad hubiese escuchado que saliera de la cruz la contreada de un ‘falta envido’, y dio un gran grito:

         - ¡Al punto quiero, treinta y tres! -tirando ostentosamente dos de sus naipes sobre la tierra apisonada.

         En la barrida luz blanca de las doce, casi no se reconocían unos sucios siete y seis de oro.

         Empezó a recoger las barajas de la cruz, diciéndole con su voz normal.

         - Vamos a ver un poco sus cartas.

         Y cuando se fijó en el rey de copa, el caballo de basto y el sota de espada que él mismo le diera, se asombró falsamente:

         - ¡E'á! Había sido que no se encartó completamente. Todas figuras. ¿Y cómo faltea con estas puerquezas? ¡Vea nomás hasta dónde es tan mentirosa, usted!

         Y con brusquedad, dijo por fin:

         - Bueno, aquí se acabó el pleito: ya gané, kurusú'í. Guardó el mazo y después sí que agarró con prontitud, hasta el último cinquí, el dinero sagrado.

         Y a según introducía la plata en su tirador, explicaba placenteramente:

         - ¿Verdad que ligué bien? Al mirar por esas dos blancas, dije en mi corazón: ya es mío el partido. Mismo74 con el velo, ‘la rubia-que-se-come-por-el-camino’.

         - Tengo pues suerte nomás yo -siguió el hipócrita, que había preparado las cartas, eso es muy seguro-. Treinta y tres, los años de su Jefe75. Y de mano, encima. Qué me dice. No, de balde, crucita. Yo soy hombre pesado, luego. No hay quien se me empate.

         Y terminó con desprecio:

         - Pero usted ya me conoce.

         Se levantó, se palpó la faja y dijo de despedida, arrastrando las palabras:

         - Muchas gracias solamente, crucecita. Ahora en otro le he de dar el desquite. Hasta luego, che ama.

         Y pisoteando flores fue a montar su tordillo rodado que pasteaba a unos metros, con la rienda corrida hasta las orejas. Durante el luego, los capangas76 de Mancuello le festejaron con risas discretas, pero al dirigirse éste a su flete, un coro de carcajadas que acababan en alaridos golpeteó el desierto, dando espanto a los pájaros hasta una legua.

         A la tarde y la noche, cansó los despachos de bebidas del poblado la versión, repetida doscientas veces, del partido de truco entre Mancuello y la cruz de Gringo kaigüé. Alabando a su cabezante, los hombres se sacaban la palabra para casear77 hasta sus menores detalles el asunto mechándolo de burlas y gritos broncos de caña, suspiros y juramentos. Alguno confidenció entre hipos que cuando reanudaron la marcha a la vehemente ondulación solar las máculas de Mancuello despuntaban más que nunca, como brisas negras encostradas en el pegajoso rostro pálido-brillante.

         Unas horas después, al despellejar el alba, Mancuello y compañía resbalaron nuevamente del lugar, en busca de otra diversión o bien para una correría de cuatrero."

 

 

CUATRO

 

         “Aquel sacrilegio ya pasó de la raya: los ancianos, la autoridad y toda la gente estuvieron de acuerdo de que era demasiado necesario ir en peregrinación a desagraviar a la crucecita y demandarle que le libertara al pueblo del azote de Mancuello. Ella, la última burlada, no es capaz que no oyera el hirviente ruego colectivo.

         Y por ese tiempo, la región entera se afligía bajo la gravedad de una larguísima seca (que ya duraba mucho más que esta que ahora se termina, patrón). Desde hacía un mes, las campanas de la iglesia tañían las veinticuatro horas, requiriendo las aguas de lo alto.

         Entonces, se resolvió aprovechar igualmente la Rogativa para reclamar al cielo desvaído que desprendiese, en fin, las lluvias codiciadas.

         En la segunda quincena de noviembre, un día martes por cierto, a las cuatro y cuarto de la tarde salió el gentío por la puerta grande de la iglesia.

         Parecía una procesión, en la que sólo faltaba la banda: enfrente, unos cuantos hombres transportaban elevadas cruces y estandartes; después venía un joven acólito cachando el encadenado incensario de plata (aunque no se sacó fuera del templo al Santísimo en su Custodia, el cura decretó por su cuenta sahumar a los Santos que se llevaban para la ceremonia, considerando que la situación estaba muy mal). Seguidamente iba el sacerdote de sobrepelliz y estola púrpura, leyendo letanías entredientes; luego, en sus andas llanas, primero la ‘Virgen de Dolores, con un pañuelito bordado en la mano y el corazón goteando a flor de pecho, punzándole una corona de espinas, y detrás el San Juan Evangelista de cabellera lacia. Las dos imágenes podían salir únicamente cada Viernes Santo, al hacerse la procesión del Santo Sepulcro, y los Sábados de Gloria a la amanecida, para el Tupasy ñuvaitĩ. Con todo, el padre también decidió que se les trajera, por la razón que ya le dije, patroncito.

         Se presentaba la Dolorosa, de dulce mejilla en que se deslizaba para siempre una lágrima inclinada de diamante, vestida sombríamente de negro con orla de oro, y el Evangelista de hábitos blancos y faja violeta.

         Escoltándoles, iban los cinco conscriptos de aseados verde'ó, con los fusiles en posición de marcha.

         Flanqueaban a los abanderados, el acólito, el sacerdote y los Santos una cantidad de monaguillos formados en dos filas, con su falda blanca hasta el tobillo, su túnica de vivo colorado y su capita de lo mismo.

         A continuación caminaban varias monjas y de seguida, en una hilera confundida y rota cada el momento, los principales del pueblo con el semblante alargado: allá estaban el Comisario, el Intendente, el Juez de Paz, el Agente de Impuestos Internos, la Directora de la Escuela, el Gerente del Banco Agrícola, el Farmacéutico y los más ricos de la zona.

         De trecho a trecho el padre, andando de espaldas, incensaba a los Santos, meciendo él también el esplendoroso braserillo. Las Hermanas y las mujeres maduras dirigían el rosario, las jóvenes los cánticos al Señor y a María Santísima y el pa'í, algunas veces, una oración. Un viejito sin dientes y de barbilla agrietada trajeado con decencia de azul marino, daba indicaciones o voces de mando a los que, empuñando las plateadas barras, se turnaban para sostener las altas efigies oscilantes, mientras permanecía, como un fondo opaco, el incontable arrastrarse de los pies descalzos.

         Cuando alcanzaron las casas de la orilla, la espesa polvadera y la neblina picante del sudor-de-árbol quemado ocupaban el aire marchitado.

         Causa de la lenta comitiva, se tardó dos horas y pico en llegar a la tomada de Gringo kaigüé; una vez ahí la muchedumbre se arracimó, cercando casi la limpiadita de la cruz.

         La fatiga y la desesperación blanqueaban las caras arcillosas: a todos les percutía sin compasión la seca, y prácticamente a todos les debía Mancuello humillaciones y malos tratos.

         Depositaron a la Virgen y a su acompañante en una planchada de piedra, mirando de cerca a la crucecita, sobre unas sillas que se trasladaron a propósito. Acto seguido, el padre rezó un rosario (con la jaculatoria ‘Luzca para él la perpetua luz y descanse en paz, amén’ que se repite al comienzo de cada uno de los cinco misterios y al acabarse el rosario) por la salvación del que se enterrara allí. Con esto se enjaugaba78 el pecado inmundo consumado contra la cruz.

         Cuando el sacerdote primeramente se persignó, fue como si un viento duro se estuviese abalanzando sobre los presentes: no hubo el que no hincara las dos sus rodillas en la tosca.

         Ya durante el rezo la multitud, agitándose de aquí para allá, parecía tomada por una inquietud creciente, El enronquecido murmullo se agujereaba a cada el rato por el llanto incontenible de las sedientas criaturas de pecho, que las madres intentaban acallar presionándoles las kámas flacas y sin leche contra las pequeñas encías pálidas, y por las riñas de los perros que, por docenas, se sumaron al peregrinaje.

         Después, parado sobre otra silla, el pa'í se dispuso a decir su sermón, en el que seguramente iría a solicitar al grandioso Poder de la Cruz, en el nombre de la comunidad, que se manifieste cuando antes contra el del rostro percudido y el cielo reseco. Pero no bien pronunció ‘Mis queridos hijos...’ se desgarró el bochinche: unas viejas mujeres de manto negro, lamentándose a los cielos, corrieron a prosternarse ante la cruz hasta refregar la boca por la tierra color cuajamiento-de-sangre79, para preguntarle de seguida desvariadamente (como si no supieran o la crucita pudiese replicarles) si qué es lo que aquel hombre de maliciosa naturaleza había hecho con ella.

         Y entonces, como pateada por una corriente de electricidad, la muchedumbre se amontonó, cayendo y levantando, rempujando y pisoteándose, hasta encorralar por completo el sitio de la cruz.

         Los más, luchaban por acercarse a manosear el madero oscuro, contenidos mal que mal por los culatazos que, sin ponderar, repartían los soldados.

         Una partida que se tiró frente a las andas imploraba desatinadamente a la Madre de Dios y al Discípulo Preferido su divina intercesión delante del Señor de los Milagros para que, lo más pronto posible, le destruya y le condene a Mancuello, y para que roture el territorio macilento con torrentes de clara lluvia.

         A cuatro patas entre los restos achicharronados de la casa del gringo unos lloriqueaban, porfiando sobre los mismos problemas.

         Otros, orados en la cuneta, con un llanto sin consuelo mendigaban el agua de arriba, para mojarse un poco la lengua.

         Algunos se revolcaban en el pasto calcinado, arrancándose a puñados el cabello y arañándose el cuero, mientras se recordaban enojadoramente de Mancuello y se chupaban las lágrimas.

         Muchos temáticos machacaban idénticamente, hablando solos al otro lado de la ruta, a la bienoliente sombra bella de un manchón de enormes inciensos rojos.

         Y así, una mazamorra80 de vagidos, toses, maldiciones, gargajeos, gimoteos, palmetazos, frotaduras y griterías se arremolinaba como un flujo ferviente, cerrándose sobre la cruz y subiendo de seguida hacia el cielo impasible; era el castigado pueblo en pleno exigiendo en su sufrimiento a la crucecita de Gringo kaigüé que le librara de sus dos plagas: Mancuello y la seca.

         De a poco fue rebajando el desorden, a pesar de los pesares, hasta que calmó totalmente.

         Sólo se registraron unos cuantos lesionados sin importancia y varias mujeres a las que les dio un vahído, vaya a saber si por el bochorno del sol o el sentimiento general o las apretadas.

         En el humeante pardear, los grupos de gentes volvían chachareando y embromando después de meses. Estaban convencidas de que Dios escuchó sus rogaciones y que, de cualquier forma, les iba a favorecer."

 

 

CINCO

 

         “Por aquella época acaeció algo, de la mayor importancia en este verídico suceso que fue.

         Doña Candelaria Servián, una señora de la más mejor que vivía en la misma orilla de la población, era la dueña de un Niño Jesús, una imagen perfectamente hecha del tiempo de los jesuitas; heredado de madres a hijas, desde no se sabía cuántos años era propiedad particular de esa familia.

         El Niño de madera, sonriendo y lustrado de rosa y carmín, se parecía realmente a una criatura vistosa y feliz, con los bracitos abiertos como para retozar o dar un cariño.

         Se le tenía en un nicho, puesto en la pieza más grande. Allí, con abundantes flores de cartón y un cirio permanente encendido a sus pies, le veneraban los de su casa y las personas piadosas del barrio, rezándole a menudo novenarios por tal y cual intención. Muy bien. Pero una semana después de la rogativa, la menora81 de las cinco hijas de Ña82 Candelaria, suave blanca con trenzas del color de la javilla clara taguaná, que traía de nombre Fermina y recién cerrara dieciséis años, se enfermó de cuidado de un pasmo de sangre.

         Fermina agonizaba cuando su madre, desajuciada, ofreció un triduo al Niño para solicitarle urgente el favor de una curación en forma.

         Durante tres entradas-de-sol seguidas oró con sus parientes, vecinos, amigos y gentes con projimidad. Y a contar del último rezo, la muchacha se alivió con toda prontitud y se salvó milagrosamente de esa noche para la otra.

         Gozosa y desajogada, Doña Candé determinó homenajear al Niño con una grande tiesta debajo-enrramada, para agradecerle la salud recuperada de Fermina.

         Fijaron un sábado, desde allí en ocho, para echar a andar la farra. Se invitó a tantos, que a lo mejor no iban ni a caber en la casa.

         Al alcanzar esa fecha, la gente estaba doblemente contenta, primero porque, por suerte, Mancuello y sus sirvientes seguidores no habían vuelto, hasta el momento al menos, y segundo porque amaneció completamente nublado y se tenía la fe de que al cabo terminara la seca con un numeroso llover bueno.

         A partir del oscurecer se hicieron sentir los polvorines, como una bocanada invisible y cargada que subía a enconarse en la piel; al rato aparecieron una infinidad de ñati'ũ, hasta el punto que cuando uno se estriegaba83 el brazo o la frente ennegrecía la palma de la mano una pasta de mosquitos triturados con sangre.

         Ustedes por aquí no sufren de tales, che patrón, porque esto es campo y monte alto; en ese sentido, el establecimiento de su padre está en la más aparente situación en este Paraguái. Si bien en las islerías siempre va a topar desde mosquitos-caballo para abajo, al aire transparente no hay ni uno.

         En fin; aquella vez la gente aguantó con linda-piel las picazones, porque los millones de ñati'ũ prometían la importancia y cercanía de la lluvia.

         Por esto, y porque Mancuello se ausentó, los invitados cataban convencidos de que se iban a hallar en la fiesta. Fueron llegando a eso de las nueve. La casa culatas-enfrentadas de Ña Candelaria estaba como de día, debido a la docena de lámparas ‘Sol de noche’84 -la suya y las que le prestara la vecindad oportunamente- que se colgaron a ancho de la galería central y en la amplia enrramada bajo la que se iba a bailar. Formaba ésta un antiguo parral que, pesando en postes con alambres, regalaba una consistente y fresca cubierta.

         Era digno de ver cómo presentaban los adornos que se pusieron en el lance del medio, la enrramada verde y tres de los cuatro lados del corredor jeré: variadas guirnaldas de papel, flor de cocotero (ya era diciembre ya, patroncito), karandilla, banderitas tricolores nacionales, ramos de resedá tan perfumada que hacía doler la cabeza, y con otras, rosa siete hermanas, niño azoté, clavel, sinesia, jazmín paraguái, jazmín mango, jazmín del cabo y amarillo y de lluvia y del cielo y de leche y de plata, perlas y corales, azucena, poncho hovy, salvia morada, alelí, registro, hortensia, raído sombrero, mbery pytã, bola-de-gallo, guaireñita, amistad eterna, campanilla da lila y penacho desbordados.

         Pero era indudablemente el lugar del abogado de la familia, el niñito Jesús que le desvió de la muerte a Fermina Servián, el que mejor se atavió.

         Por el caso ofrecido, le sacaron de donde se le guardaba, preparándole cuidadosamente una ubicación especial en el corredor delantero, sobre una mesa pegada a la pared y tapada con un mantel de aopo'í totalmente exornado y con fragancia surgente de pacholí.

         Y ahora ahí estaba con su sonrisa límpida, con su débil y, sin embargo, continuada llama, coronado de capullos reventones y brotos con rocío, resplandeciente y victorioso; sus bracitos abiertos parecían hacer una señal para que comenzaran a divertirse en su nombre.

         Lo único molestoso era la cantidad de machos de hormigas-voladoras, avispas-de-derrame, langostas-esperanza, mariposas rosillas del gusano del coco, escarabajos-toro y compañía, como encajes instantáneos entreverados por cada lámpara.

         A medida que pasaba el tiempo aumentaban; constantemente los escarabajos chocaban contra la ropa o el cutis con la fuerza de una piedrita, o se experimentaba por la cara el apelusado vibrar de alas y a veces un doloroso picor, mientras se sombreaba el suelo, debajo de los focos de luz, con los cuerpitos estremeciéndose.

         La ramadita que se había levantado para los músicos (a un costado, fuera del parral, de modo que la pista quedase despejada) también estaba en regla, con sus cuatro estacas cubiertas de picardía blanca y rosada, de diáfanas orquídeas suelda con suelda, de racimos de orquídeas barbote-de-mono, doradas de pintas punzó85, su techo de hojas de pindó, ka'avó anís y laurel canela trenzadas.

         Formaban la orquesta un arpa -tocada por un ciego, el mayor intérprete del instrumento en varias leguas a la redonda-, dos guitarras, el acordeón de Hermenegildo ‘Kavará’ y un contrabajo contratado de Belén.

         Como de siempre, la fiesta anduvo de entrada casi en silencio, exclusivamente con el rumor de la conversa86 en los grupos de hombres que, pitando cigarrillos o naqueando87, suponían la lluvia y observaban el Sur, rasguñado desde la anochecida por el alumbramiento de oro de los relámpagos.

         Por su parte, las mujeres, sentadas en largas hileras de sillas arrimadas a las tapias y apantallándose con viveza (hacia un calor asfixiante), secreteaban de los vestidos ajenos y hacían buenos los suyos o la presencia de fulano.

         El chapoteo manso del palique sólo crecía cuando se intercambiaba el saludo con los recién venidos.

         Entretanto Ña Candé, en unión de sus hijas, comadres y parientes serviciales, ofrecían en bandejita (primero a los familiares más próximos) sopa paraguái, pastel mandi'ó, pajaguá mascada, costillas de chancho, presas de gallina asada y hasta sardina con pan sobado y, en vasos de barro o vidrio verde, clericó aguado de vino clarete ‘Carlón’ español, manzanet, naranjil o refresco de brosella a las mujeres, y a los arrieros cerveza o caña fuerte -con corteza de palosanto para colorarla y cáscara de guaviramí para aromarla.

         Había comida a cacharrata y bebida a patada88. Activaban sin parar Doña Candé y sus ayudantas para que todo sobrase. Incluso Fermina, pálida todavía y rengueando un poco (la pasmadura le dio en una su cadera), trajinaba acá y allí con una jarra en la mano.

         Después que los hombres se sirvieron cerveza y principalmente una dos rayas de la caña de sesenticinco grados, la fiesta se fue animando.

         Eran las once pasado cuando principió el bailongo; la orquesta había tocado, con la pista vacía, por una hora. Avergonzadamente iba saliendo una que otra pareja, ya que ninguna quería ser la primera; pero un poco más tarde la incansable música, en la que dominaba el contrabajo como un abejorro-de-bajo-tierra, el revolotear continuado girando entre las luces y emperrándose contra los tubos y metales candentes; las tallas, las carcajadas y el acompasado golpeo-golpeo en la pisoneada tierra rojiza, rebosaron el ambiente.

         Y siempre sobre su engalanado mantel, cubriéndose con el olor del pacholí, el festejado Niño Jesús, despierto y bienquisto entre flores, bendiciendo la farra.

         Pero todos seguían fijándose en los fogonazos sin sosiego del relampagueo, tremontado el río Ypané.

         Reculaba el calor; parecía que el viento estaba por arreciar y ahuyentar a los menudos bichos.

         Hasta algunos creyeron sentir, por encima del churuchuchú, las lejanas detonaciones del trueno, y los más optimistas salían minuto a minuto al aire abierto, para ser los primeros en recibir la delicia de las gotas frías.

         Ahora un nuevo entusiasmo bandeaba la diversión, porque parecía que últimamente, llovería cuando la que iba a ser la alborada se estuviera riendo."

 

 

 

NOTAS

 

26Apelido: en algunas zonas rurales y suburbanas del Paraguay, el pueblo utiliza esta forma en lugar de apellido, posiblemente por corrupción de apelativo.

27Erado: enorme. A veces, los novillos muy desarrollados se vuelven resabiados e ingobernables. Por ello, en algunos sitios del Paraguay el referido adjetivo tiene también estas connotaciones.

28L'Este: forma arcaica del habla popular de apostrofación del artículo ante palabra que comienza por vocal. El este.

29Picaneaba: En los países del Cono Sur, aguijaba a los bueyes con la picana y en sentido figurado, avivaba, excitaba.

30Barcelona: metonimia formada por la marca de un machete, cuyo nombre proviene de la ciudad en que se fabrica.

31Postura: altura y aspecto general, en el español paraguayo.

32O de no: locución del registro coloquial del español paraguayo, que tiene su correspondencia en España con o si no.

33Mangueaba: acechaba, en español paraguayo. El término se crea en razón del parecido en la posición física de quien acecha o atisba con la del que come el fruto del mango de pie y con las manos, agachándose para que el jugo no le manche la ropa.

34Pandorgas: cometas.

35Montado: caballo domado que se usa como cabalgadura.

36Bodoques: pequeñas bolas de arcilla roja o negra formadas con las manos y secadas al sol para que sirvan como proyectiles de las hondas infantiles, y que generalmente se utilizan para cazar pájaros pequeños.

37Apintonado: volverse alegre, dicharachero y algo excitado por la bebida, en español paraguayo.

38Pulseó: enfrentó, desafió. Español paraguayo. Viene de pulsearse, juego del pulso de manos.

39Máuser: metonimia de la marca de un fusil de repetición, calibre 7.65, conocido y usado en Paraguay a raíz de la Guerra del Chaco con Bolivia (1932-1935).

40Arribó: arcaísmo de llegó.

41Berrencazo: vulgarismo de rebencazo, fustazo en el español paraguayo.

42Plata: dinero, en el registro coloquial.

43Guascazos: azotes dados con una guasca o látigo de cuero.

44Gomitando jiel azulenca: forma vulgar de vomitando hiel azulada. En el guaraní y en el español paraguayo la h- se aspira y llega a sonar casi como una j-.

45Rededor: alrededor. Arcaísmo.

46Apersonara: forma vulgar con prótesis de a- de personara.

47Resolvido: vulgarismo del español paraguayo que significa resoluto y con osadía.

48Botamanga: forma que surge por corrupción de bocamanga. Canal del pantalón.

49Fazendeiro: hacendado. Término del portugués de Brasil

50¡Tan luego a él!: forma coloquial del español paraguayo, equivalente a ¡nada menos que a él!, que el autor emplea para reflejar la altanería de Pantaleón Mancuello.

51Feriado: día festivo en Hispanoamérica.

52Amolestó: molestó. Vulgarismo del español paraguayo.

53 Caña blanca: aguardiente de caña, de muy alta graduación e incoloro.

54Bolichos: boliches. Pequeños despachos de comestibles y bebidas.

55Tomando: bebiendo, en el español de América.

56Pingo: caballo de montar, en el Cono Sur.

57Cojudillo: potrillo joven no castrado.

58Establesilencio: en el español paraguayo el sustantivo silencio posee la connotación de sin novedad o donde no ocurre nada de mención; por ello, el autor juega con las palabras establecimiento (ganadero) y silencio para indicar despectivamente un sitio pobre y modesto.

59Verija: ijar de un equino.

60Asperjeada: rociada.

61Tambo: cuadra o corral de vacas donde se vende leche o donde se ordeñan las vacas, en el Río de la Plata.

62Largo: alto.

63Cuarenticinco: forma vulgar de cuarenta y cinco.

64Nunca: forma arcaica de nuca que se conserva en algunas zonas rurales de Andalucía y que pervive en el español paraguayo, principalmente en la campaña. Es una de las variaciones que el autor ha introducido en esta edición.

65Carona: en el Río de la Plata, parte del apero o recado de montar. Consiste en un cuero sobado que se coloca en el lomo de las cabalgaduras, después de la jerga de tela gruesa y antes de la montura propiamente dicha.

66La su: como en el castellano antiguo, es frecuente en el de Paraguay que se mantenga el determinante antes del posesivo. A lo largo del texto encontramos otros ejemplos como en su.

67Plancheada: forma coloquial de planchada. Como se observa, es frecuente en el español paraguayo coloquial la inclusión del sufijo de aspecto derivativo en verbos de la primera conjugación.

68Promesero: peregrino que cumple una promesa realizada ante una imagen religiosa.

69Farra: en lenguaje coloquial, fiesta, juerga.

70Color mercocha: color de miel de caña dulce concentrada y oscura. Mercocha es una forma vulgar de melcocha. Por rotacismo la liquida lateral alveolar se transforma en líquida vibrante.

71Vaiviene: vaivén. Neologismo creado por Carlos Villagra Marsal.

72 Vuelteándose: dándose la vuelta.

73Mismo: incluso.

74Su Jefe: referencia a Cristo que demuestra el carácter irreverente y despiadado de Pantaleón Mancuello.

75Capangas: sicarios, secuaces. Voz de origen brasileño del español paraguayo.

76Casear: narrar un caso, un cuento o un suceso cualquiera.

77Enjaugaba: forma coloquial de enjuagaba.

78Color cuajamiento-de-sangre: color del coágulo, rojo oscuro.

79Encorralar: acorralar. En el español paraguayo oral es frecuente la sustitución del prefijo a- por en-.

80Mazamorra: en este caso, confusión, mezcla de ruidos, personas y cosas.

81Menora: menor. Es costumbre en el español paraguayo popular acabar los sustantivos en -o si es masculino y en -a si es femenino.

82Ña: aféresis vulgar de doña.

83Estriegaba: forma vulgar de restregaba.

84Lámparas "Sol de noche": marca de faroles de queroseno, muy comunes en el interior de Argentina y Paraguay. Despiden una luz muy viva y son de camisa incandescente.

85Conversa: apócope de conversación en el español rioplatense.

86Pitando cigarrillo o naqueando: fumando cigarrillos o mascando naco. El naco es un pedazo de tabaco negro, fuerte y ordinario. Ambos verbos Proceden del español paraguayo.

87A cacharrata y a patada: en gran cantidad, vulgarismo del español paraguayo.

88Tranquera: portón de troncos o varas en un cerco o alambrado.

 

 

 

 

 

 

 

 

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