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ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH

  MONEDA PAPEL y EL COMERCIO EN EL RÍO DE LA PLATA - Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH - Año 2005


MONEDA PAPEL y EL COMERCIO EN EL RÍO DE LA PLATA - Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH - Año 2005

MONEDA PAPEL. MONEDAS ESPAÑOLAS EN LA PENÍNSULA Y LAS PROVINCIAS DE AMÉRICA

y EL COMERCIO. LOS METALES PRECIOSOS EN EL RÍO DE LA PLATA

 

Por ALFREDO BOCCIA ROMAÑACH

 

 

MONEDA PAPEL. MONEDAS ESPAÑOLAS EN LA PENÍNSULA Y LAS PROVINCIAS DE AMÉRICA

Entre las creaciones más perdurables que la China aportó a la posteridad se conocen: el papel, la pólvora, la imprenta y la brújula. Durante el reinado de Hien Tsung (806-821) una grave escasez de cobre obligó al emperador a subsanar el problema ordenando la circulación de valores en forma de hojas de papel. La aparición del papel moneda, que vendría a ser adoptado por la generalidad de los pueblos civilizados acarreó, con el exceso de emisiones, el mal incontrolable de la inflación. Los chinos aceptaban que el papel nunca debería ser dinero, pero prudentemente sostenían que tan sólo habría que emplearlo como un signo representativo del valor existente en metales o productos en las arcas del Imperio.

Marco Polo (1289) se sintió tan impresionado con la novedad del papel moneda chino, que lo consideró como una forma de magia. Afirmó que: “La fábrica de la moneda del Kublai Kan se halla tan organizada que uno podría muy bien decir que ha dominado el arte de la alquimia”. Polo señaló que el Kan ordenaba que todo pago, en cualquier parte de su imperio, se efectuase en papel moneda. “Y nadie se atreve a rechazarlo so pena de la vida” 85.

Chinos, japoneses e indios consideraban los metales preciosos apenas como artículos, como bienes con un valor de uso genuino y como tales los conservaban. No reconocían en ellos su utilidad como medio de pago. ¿A qué razones se atribuía entonces el valor de estos metales? Al mismo que le otorgaban los indios americanos: como elementos de ornamentación, por su belleza y resistencia, especialmente recomendables para adornos de la indumentaria y mobiliarios 86.

“Ninguna pintura en tinte podía proporcionar un color tan espléndido como un revestimiento áureo” (Adam SMITH, 1776)

Las monedas de oro eran tan valiosas durante la Edad Media que apenas circulaban entre la gente corriente. Usualmente las empleaban los comerciantes para sus negocios con el extranjero, los recaudadores de impuestos, la corte del propio rey y los monarcas como medio de comprar enemigos o de pagar rescate de amigos y familiares. Estas transacciones se hacían con cierta cautela en virtud de la inseguridad que ofrecían las monedas de oro en su composición y tamaño. La “piedra de toque” era y sigue siendo el método común para determinar la pureza del oro. Consistía en un sistema de comparación de colores en la marca dejada por la fricción del metal con patrones de quilates predeterminados. Como el oro es dúctil y maleable, al pasar de mano en mano pierde algo de su materia, especialmente cuando está trasformado en monedas.

Con la peseta, eliminada por la aparición moderna del euro se terminó de borrar de la mente española, el histórico real, moneda que había sido básica en el sistema monetario español desde mediados del siglo XIV hasta mediados del siglo XIX, cuando fue substituido por la peseta. A pesar de los años el real ha perdurado como tal en el lenguaje coloquial. El pueblo mantuvo el término real para llamar así a las fracciones del escudo, como la pequeña moneda de plata de 10 centavos 87.

El real nació como moneda de plata de 3,40 gramos con Pedro I de Castilla y León (reinó entre 1350 y 1368) y permaneció como tal hasta la reforma monetaria del 26 de junio de 1864, durante el reinado de Isabel II cuando se introdujo el sistema de escudo de plata que tuvo una efímera vigencia de sólo cuatro años 88.

Como el metal puro no quedaba en la Torre de Oro de Sevilla ni pasaba a engrosar las finanzas del reino, debido a la insuficiencia de los fondos oficiales, los comerciantes de ultramar eran indemnizados en vellón. Fue el signo más claro de la declinación financiera de España.

En la primera época de los descubrimientos, los Reyes Católicos, por la Pragmática del 13 de junio de 1497, habían determinado un nuevo sistema de amonedación en todo el reino, otorgando el privilegio de establecer cecas (casas de moneda) a cinco ciudades de la Península. Esta regia ordenanza tuvo aplicación práctica en el Nuevo Mundo cuando por Cédula Real del 11 de mayo de 1535 se creó la primera casa de la moneda en México que sirvió de base para la formación de la casa de moneda en la Ciudad de los Reyes (Lima) treinta años más tarde.

Una de las disposiciones de mayor trascendencia fue la ordenada por Carlos I en 1537, en la que disponía que la moneda acuñada en América circulase sin trabas en todas las posesiones y los reinos de España, pero con prohibición de ser enviada a otra parte. “Primeramente, guardareis en la labor de la dicha moneda de plata e vellón las leyes de las casas de Moneda destos reinos que cerca dello disponen, fechas por los Católicos Reyes Don Fernando y Doña Isabel, nuestros señores padres y agüelos, porque al presente no se ha de labrar moneda de oro”89.

Durante el período de la conquista había muy poca o ninguna moneda acuñada en las Indias españolas. En el Perú, no había ninguna, a no ser los discos toscamente forjados por los conquistadores, hasta que se fundó en Lima una Casa de la Moneda en 1665. La política monetaria española era de carácter uniforme. La plata o el oro sellado en sus cecas tenían curso legal desde México al Río de la Plata y Chile. Las monedas eran del mismo valor, peso, impronta y título con la única distinción de la marca de la ceca emisora y el signo de los ensayadores.

Al tener curso la moneda labrada en Lima y Potosí, Felipe II estableció los valores en maravedíes que debían darse a las monedas de cuenta, como también el oro y la plata al “peso”, fuesen "corrientes” o “ensayados”. Por tanto, tenían curso solamente las monedas labradas en esas cecas, continuando la veda a la circulación de oro y plata en metal no amonedado. Esta ordenanza no tuvo cumplimiento, pues las escasas cantidades de piezas labradas no alcanzaban a cubrir las necesidades, especialmente en la región del Plata donde su falta era constante.

“Dos derechos fundamentales regulaban la administración y sostenimiento de la casa de la moneda: el de braceaje y el de señoreaje. El primero tenía por objeto resarcir al Soberano el rosto de los gastos de la labración de la moneda; el segundo era en beneficio del Rey, que por derecho propio le correspondía, ya que de antiguo la fábrica de moneda era considerada un derecho de regalía de la Corona, que tenía el privilegio de acuñación”90.

La prohibición de labrar oro en América del Sur subsistió hasta el siglo XVIII, cuando la Villa Imperial de Potosí, creada en 1574, pasó a pertenecer al Virreinato del Río de la Plata. Potosí fue la abastecedora de monedas de plata para la región hasta llegada la emancipación, durante el reinado de Fernando VII. La plata labrada convertida en moneda tuvo con el tiempo, circulación normal en todo el Río de la Plata y también en el Brasil, como consecuencia del progresivo movimiento comercial articulado entre ambas naciones ribereñas del gran estuario.

Hasta el advenimiento de Felipe V no se registraron modificaciones de relevancia. Por un decreto del 15 de noviembre de 1730 y promulgado por el Consejo de Castilla se sustituyó el régimen de control ejercido por el antiguo Consejo Real de Indias, por la Real Junta de la Moneda para la atención y manejo de lo referente a las casas de moneda, plateros, batihojas y artífices de oro y plata, a fin de que las labraciones se hiciesen respetando los títulos de ordenanza, que para el oro era de 22 quilates y para la plata de 11 dineros. (Ib.)

Por la Pragmática del 16 de Mayo de 1737 el rey Felipe V estableció la relación de valores de la moneda provincial, acuñada en las cecas de la Península y la nacional, acuñada en América, con la base de la moneda de Castilla. La moneda nacional (americana) tuvo por base el “peso fuerte” o “peso de América” de cordoncillo, en sus dos tipos columnario y de busto, de mejor ley y peso que la moneda provincial.

Cuarenta años más tarde, en el gobierno de Carlos III, la Junta pasó a denominarse Real Junta de Comercio y Moneda. En 1777 se autorizó a la ceca de Potosí a labrar moneda de oro de todos los valores de la serie: ocho, cuatro, dos y escudo sencillo. La liberación local de amonedar oro llegaba con mucho retardo, pues en las cecas de México estaba permitida desde 1675.

El reinado de Femando VII introdujo transformaciones en el sistema numerario de América y en la Metrópoli. La invasión napoleónica, la prisión del monarca y la repercusión consecuente en las posesiones americanas apresurando su emancipación, se reflejaron en la vida económica con graves trastornos y alteración del régimen monetario imperante. La emancipación de las colonias y la pérdida de Potosí como principal fuente de numerarios acarrearon quebrantos en la economía regional.

El valor de las Onzas que circulaban en el Virreinato del Río de la Plata a principios del Siglo XIX con respecto al peso fuerte era de uno al 16 y con el peso corriente de 1 a 17 con dos reales.

 

NOTAS

85. Remstein. Op. cit., p. 170.

86. Agustín Yanez , A. de la H , n° 44,2002.

87. Los Reyes Católicos (1469-1504) siguieron acuñando el real, mejorando su ley (contenido de plata pura) que se había ido deteriorando. Los Austrias y los primeros Borbones mantuvieron el real a través de los años. La autorización para acuñar monedas de oro en América, data del reinado de Carlos II, por RC del 25 de febrero de 1675.

El Escudo es el nombre que se dio a ciertas monedas de oro y plata, de diversos países y épocas, originados por el blasón de armas o escudo que mostraban en una de sus caras, siendo su origen muy antiguo. El escudo fue la unidad monetaria colonial para el oro. Los múltiplos del escudo eran conocidos como “doblones”.

La Onza fue la moneda acuñada en España y América con valor de ocho escudos y tuvo un peso de 27 gramos seis centésimos. Las onzas americanas coloniales eran de tres tipos: la macuquina, la de rostro y la pelucona. Las primeras onza y media onza amonedadas en Potosí llevaban el sello de 1779, y la última de Femando VII con fecha de 1824.

Se conoce con seguridad que la moneda corriente del sistema monetario español para sus posesiones de América fue el “real” para las monedas de plata y el “escudo” para las de oro. A partir de 1538 se ordenó que el real plata en América tuviese un valor de 34 maravedíes. Al “real de a ocho” se lo llamaba también duro, patacón o peso fuerte.

El Real fuerte era moneda de plata de buena ley a diferencia del Real vellón que era moneda de cobre. A la moneda de cobre menuda se la conocía como maravedí con un valor medio de 34 maravedíes para un Real Plata y 20 maravedíes para un Real de vellón, pero que fue la unidad más variable de la moneda colonial.

88. Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, lib. IV.

89.  Humberto Burzio F., 1981, En Historia Argentina, t. IV, p. 1983.

90. Haring. Op. cit., p. 147.


 

EL COMERCIO. LOS METALES PRECIOSOS EN EL RÍO DE LA PLATA

Entre los mitos impulsores de la conquista de América, se confunden los verdaderos como el afán de fortuna y lucimiento personal y los legendarios, revestidos de añosas especulaciones y desbordantes fantasías. Así se explica que los europeos llevaran a cabo tan osadas expediciones con el propósito de hallar la “Montaña de plata”, de la que habían llegado noticias de boca de los indígenas de las costas de la Laguna de los Patos, muy próximo a las del Río de Solís. Entre todos los mitos corrientes, el más conocido de ellos era el de “El Dorado”.

En la península corría el rumor que tan sólo era suficiente remontar el Río de la Plata y el Paraná para adentrarse al corazón de Sudamérica. Desde esas latitudes era posible reexpedir mercaderías europeas para hacerlas llegar a las sierras, por la vía del Tucumán, transportadas en recuas de mulas, las que retornarían cargadas de oro y plata. Estaba firmemente articulado en el imaginario peninsular el mecanismo de la fortuna fabulosa y fácil, a la que se podía acceder con un poco de capital y mucho de audacia.

Los mercaderes, por su parte, daban por seguro que el trayecto fluvial por la América del Sur era más ventajoso pues aparejaba menos transbordos y que por el hecho de ser un camino ilícito, estaba libre de cargas fiscales. A pesar de los intentos, dicha ruta nunca pudo afirmarse como un canal principal de comunicación con el Perú, por las restricciones impuestas tanto por la Corona como por la interferencia de los comerciantes limeños.

Desde el momento en que Castilla recibió con alborozo los presentes de Hernán Cortés y el tesoro transportado por Hernando Pizarro, dejó de interesarse en las casi desconocidas tierras del Río de la Plata, de las que sí se sabía positivamente que en sus vastas comarcas no se hallarían minas.

Por estas razones la historia del comercio rioplatense registró una cadena continua de prohibiciones, permisos excepcionales y licencias encaminados a mantener el bloqueo de sus puertos en favor del monopolio ejercido por los comerciantes de Lima. El tráfico mercantil limeño, interior y exterior, estaba controlado desde Lima, Panamá y Sevilla por poderosos y agresivos grupos comerciales con consignatarios o delegados en todas partes del Virreinato del Perú, cuyos puertos en la costa de Pacífico eran los únicos habilitados para el comercio con la metrópoli.

Lima era virtualmente inaccesible a la navegación comercial del Atlántico, dado que la ruta por el estrecho de Magallanes era penosa, insegura y muy lenta. Pero, de igual modo, las mercancías arribadas al Perú por la vía del istmo de Panamá resultaban extremadamente caras por la acumulación de gastos durante la peligrosa travesía. Las cargas destinadas a Potosí se transportaban por mar hasta Arica y se mandaban desde allí vía Arequipa. La plata y el oro embarcados en el Callao con destino a Portobelo para poder ingresar al mar Caribe, sufrían parecidas vicisitudes y riesgos.

Por fuerza de las circunstancias y con el correr de los años, una parte de la plata ya no seguía la ruta Potosí-El Callao-Panamá-Cartagena de Indias-Veracruz, sino la vía de Buenos Aires. Los comerciantes intermediarios porteños la requerían para el pago de las mercaderías que ingresaban subrepticiamente de Europa y que debían ser encaminadas a Lima a las que llegaban por tierra, con precios mucho más accesibles. Comenzó de esta manera a incorporarse la plata peruana como moneda de pago en el comercio rioplatense.

Buenos Aires tuvo desde su fundación un aspecto mercantil muy distinto al de las demás regiones del Virreinato del Perú. Su alejamiento del epicentro político-comercial limeño hizo que no se convirtiera en el punto ideal para la instalación de un complejo mecanismo de arribo y de venta ilegal de mercaderías europeas, puesto que sus extensas costas favorecían el contrabando.

Por la lejanía de las más usuales rutas a las Indias el Río de la Plata se convirtió en una de las puertas del acceso ilegal favoritas para los intrusos. El gobernador de Buenos Aires, en una carta dirigida al rey en 1599, hace un instructivo relato acerca de la aparición en el río de un mercante armado de veinte cañones y que se suponía ser holandés y venir de Ámsterdam. El gobernador creía que el barco navegaba a Perú por la vía del Estrecho (de Magallanes) y que había recalado para coger víveres. En realidad formaba parte de una flotilla de cinco bajeles que se dirigía desde Holanda a las costas del Pacífico; su capitán pidió licencia para Canjear algunas mercancías que llevaban en sus bodegas por productos locales... “a pesar de las órdenes reales y en atención a la escasez reinante en Buenos Aires, las autoridades se empeñaron en que todo el cargamento fuera inmediatamente puesto en tierra y una vez pagados los impuestos de Aduana se procediese a su venta. Tras inútiles negociaciones y ante las estratagemas de los colonos que amenazaban tomar la nave por asalto, ésta zarpó con toda su carga abandonando a su capitán y otros tripulantes que se hallaban en tierra”91.

 

NOTA

91. Madero, Historia del Puerto de Buenos Aires, p. 259.

 

 

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