CUENTOS QUE NO SE CUENTAN (PRÓLOGO)
Narrativa de LUCY MENDONÇA
Texto de JUAN MARÍA CARRÓN
PRÓLOGO
¿Cómo es posible? Me pregunté luego de leer esta obra, ¿cómo es posible que una buena ama de casa, madre de nueve hijos, confinada durante casi toda su existencia en una chata y perezosa comunidad semirrural irrumpa así en el torbellino de letras? La sorpresa no era total; Lucy Mendonça de Spinzi ya nos había adelantado algunos detalles de su apasionado ingenio pero ahora tiene «la fuerza de un huracán aunque no sea más que un suspiro trémulo», ahora destroza, conmueve y subyuga, violando los recovecos más íntimos de la conciencia humana. Hacía falta que Lucy se propusiera el objetivo que más seriamente había deseado: los cuentos que no se cuentan, los cuentos que no se quieren contar porque nos lastiman y, a veces, nos asquean, porque nos acusan y nos hacen sentir mal. Quien quiere sólo divertirse que no lea esta obra, que cierre la tapa del libro y que se sumerja en esa torpe inconsciencia que tanto nos gusta.
Hay en esta obra algo así como tres niveles o tres lecturas posibles, que hay que recorrer como estancias del infierno o del paraíso, como quiera llamárselo. En primer lugar, toda la obra puede ser considerada como un alegato. De hecho empieza con un denso ensayo. Los cuentos son las piezas con las que se construye el resto del alegato. Es una elaboración ordenada y razonada para probar una tesis o un conjunto de tesis.
Este alegato es un acto de rebeldía de la razón contra tanta gazmoñería tonta que difunden algunos religiosos y moralistas. A pesar del cotidiano espectáculo de «multitudes sometidas a huidas masivas, hambre, desnudez, matanzas y martirios». A pesar del «déficit espantoso en que se encuentra la infancia en cuanto a salud mental, emocional y psíquica» se siguen propiciando la procreación y la paternidad irresponsable, el rechazo de la tecnología moderna para otorgar a la mujer la libertad de decisión sobre su capacidad genésica y la proliferación de niños que serán luego inadaptados, inseguros, quizás delincuentes. El primer reproche (al que me adhiero con toda mi convicción) cabe hacer a los que bajo el pretexto de «defender la vida en el seno materno» envilecen la vida de la pobre gente. Sustituyen el amor evangélico por un fariseísmo hipócrita. Tienen la soberbia de creerse guías de un mundo cuya evolución y problemas ya no se comprenden. Empujan al pobre hacia la desesperanza y a la persona lúcida hacia la blasfemia. Debido a una peligrosa mezcla de ignorancia, estupidez y terquedad extrema dañan a los que siguen sus enseñanzas y enfurecen a los que las rechazan. Todavía no aprendieron que el vino nuevo debe ser puesto en odres nuevos, que la moral evangélica ya no puede ser echada en la bolsa del maniqueísmo agustiniano.
También alcanza el reproche a otros tipos de líderes: antropólogos ingenuos, desarrollistas, ecologistas, cuando se niegan a considerar «las tremendas consecuencias del laisseferismo genésico» o pretenden recuperar el «buen salvaje roussoniano», utopía que es desmentida por la dura realidad de que entre los «buenos salvajes» la anticoncepción y el aborto eran fácilmente aceptados así como para ellos «la eugenesia», la eutanasia y el canibalismo ritual fueron tan socorridos y sagrados como lo es hoy el «derecho a la vida». Ni siquiera es aceptable echar la culpa de todos los males a la mala distribución de la riqueza. «Como si ella estuviera allí, como tierra de nadie cuando la tierra estaba poco habitada» y como si la explosión demográfica no fuera el subproducto del avance científico y tecnológico.
Dentro de este alegato cada cuento es como un argumento más que contribuye a probar la tesis. El primero «Día de visita», es una exaltación de la locura como única actitud válida ante un mundo desquiciado. «El Ángel de la Villa» se refiere a la espantosa manipulación que se hace de la niñez y a qué tipo de vida se la condena. «La inocencia de Eulogia» muestra el desánimo y la abyección en que cae la pareja pobre cuando se llena de hijos. Y así sucesivamente hasta llegar a «Por unos zapatos rojos» donde se cuenta el resentimiento materno que percibe un hijo que nunca fue deseado y la quemante pregunta: «¿Por qué no me abortaste? ¿Si no tuviste temor religioso para fornicar acaso ibas a tenerlo para abortar?» El discurso se vuelve narración y el alegato queda probado con argumentos que son pedazos de vida.
En un segundo nivel puede ser considerado este libro como una obra literaria, una pretensión de escribir bien, de llegar al arte de las letras si fuera posible. En este segundo nivel me introduzco con el temor del profano que no está ejercitado en la crítica literaria pero que quiere exponer sus opiniones y reacciones, aun a riesgo de que sean disparatadas y banales.
La narración discurre en un estilo directo y recio, sin rebuscamientos, como si se tratara de una pintura de trazos gruesos y nítidos. Los antiguos decían que el estilo es el hombre. En verdad puede ser perfeccionado, embellecido y pulido a medida que se perfecciona el oficio del escritor. Pero cuando la expresión literaria se maquilla demasiado pierde autenticidad. Es preferible una redacción dispar que una obra de calidad uniforme sin la vibración del alma del autor. En los escritos de Lucy Mendonça hay párrafos brillantes y párrafos donde la expresión se hace más torpe, pero ninguno de ellos carece de honestidad. En la honestidad de estas líneas se expresa el carácter de la autora, firme, luchador, honesto, siempre dispuesto a bregar por alguna causa altruista.
En «Los cuentos que no se cuentan» se retrata Lucy Mendonça, quizá no toda entera pero sí en la parte más generosa de sí misma.
Quizás por esto mismo la autora no termina de desligarse de los personajes que crea. Ellos están in fieri, como todavía en el momento del parto. No siempre pueden tener vida propia y caminar por sí solos por los caminos del mundo. La Doña Isidora de «El Ángel de la Villa» es apenas una sombra: su hija Ana María está, en cambio, con unos pocos trazos, muy bien diseñada. La descripción de las relaciones de pareja que se encuentra en «La inocencia de Eulogia» es literalmente correcta pero las motivaciones de los personajes son demasiado lineales. «Perla Mbarete» no se ajusta a lo que dijimos anteriormente porque en ese cuento el personaje se escapa de las páginas del libro y se agita ante los ojos del lector; también la mujer de «Tierna infancia» tiene vida propia sobre el trasfondo obscuro de una historia sórdida.
¿Cómo clasificar a esta obra? ¿Es literatura de denuncia, es autobiográfica, es testimonial? En verdad, es un poco de todo eso. En el cuento «Rosario» es autobiográfica. En todo el resto de la obra, a mi juicio, predomina la literatura de tipo testimonial porque la autora quiere contar lo que vio y palpó en el desgraciado itinerario sexual y reproductivo de las mujeres pobres de nuestro país. Si predominan el dolor y la queja no es porque lo quiera la escritora. Ella proclama «benditas las almas que carecen de la visión trágica de la vida. Benditos los frívolos, los simples, que flotan sobre el dolor que satura la tierra», pero no puede olvidar, «gime la especie mientras la naturaleza provee -instinto genésico mediante- de renuevos infinitos para las guerras, para el hambre, para las aberraciones, para la producción y para el consumo». No se trata de una preferencia por lo morboso, sino de una lucha contra el mal; poner la literatura al servicio del testimonio, es una opción legítima. Pero hay un tercer nivel, mucho más profundo, en el que discurre y debe ser leída la obra. Este nivel tiene resonancias místicas y semejanzas con el libro de Job. Es el nivel marcado por los cuatro «momentos» que se intercalan en el texto. Estas cosas no nos son contadas a nosotros; por el contrario, son lamentos del justo atribulado, son cuentos contados para Dios. No nos engañemos, nosotros no somos los destinatarios del mensaje, es Dios. Nos es posible enteramos de este diálogo entre la autora y Dios; pero esta obra sigue siendo una larga oración.
¿Acaso Dios no lo sabe todo? Parece ocioso que tengamos que informarle acerca de lo que pasa en Su mundo. Sin embargo la Biblia nos enseña que tenemos que hablar así a Dios. En el libro sagrado de Job el personaje bíblico se queja de que Dios «consume al íntegro y al culpable. Cuando de repente una plaga trae la muerte. Él se ríe de la desesperación de los inocentes» (Job 9, 22-23), en estas páginas se relata el sufrimiento de los humildes y de los pobres, el diálogo con Dios se convierte en una queja y en una recriminación, la oración a veces se crispa y se tuerce hasta los bordes de la blasfemia.
De un modo similar la autora comienza evocando la tierna imagen del Dios de su juventud. Un Dios que le hizo creer en la justicia; que le arrebató con la belleza de la obra de sus manos, por cuya causa se sintió partícipe de la armonía cósmica. Pero el tiempo pasó y llegó la experiencia «del sufrimiento que desgarra y tritura lo mejor de la creación», apareció la sospecha de que el fango de este mundo también es de Dios. No fue sólo la tristeza de la ingenuidad perdida, fue la peor de las humillaciones, el desencanto de la inteligencia que no puede explicarse lo de irracional que hay en este mundo; dolor tanto más fuerte cuando más creyente es la persona. Es el drama de la conciencia religiosa o de la conciencia cristiana a secas -que no alcanza a compatibilizar su idea de Dios con su percepción del mundo. Entonces el ser humano, aunque sea sólo una caña, pero una caña pensante, se yergue con rebeldía e interpela a su Creador.
En el «segundo momento» explota esta rebeldía contra Dios. Dice la autora: «Nadie más que vos sabe cuánto te quise. Nadie más que vos sabe cuánto quiero odiarte, acusarte. Creador supremo, quien seas y como quiera que te llames». No se puede convencer de que otro sea «el culpable de todo este espanto». Cuando alcanzó su madurez de ser humano se sintió con el derecho y el deber de reclamar por las «profundidades del horror que experimento en este mundo salido de tu mano». En un pasaje admirable por su riqueza mística y su calidad literaria la autora conmina a Dios a que le responda y hasta rechaza la seducción de lo divino porque quiere odiarlo libre e intensamente. Todo el pasaje sonará a blasfemia pero si el libro de Job es divinamente inspirado es el mismo Dios quien se interpela a sí mismo. Job llega aún más lejos, él no calla «no reprimiré yo mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma» (Job 7, 11). Aunque sabe que el hombre no puede justificarse frente a Dios (Job 9, 2) y que aun teniendo razón no podría ganar en una contienda con el Creador (Job 9, 15), el personaje bíblico se aferra a su dignidad humana y se enfrenta a Dios. «Yo tomo mi carne en mis dientes y coloco mi vida en las palmas de mis manos, aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él mi conducta» (Job 13, 14-15). Y no llegará hasta Dios en actitud humilde sino que expondrá ante Él su causa y «tendría la boca llena de recriminaciones» (Job 23, 4). En el discurso final Job dice: «¡Ahí va mi firma! que me responda el Todopoderoso» (Job 31, 35), como en un juicio donde el ser humano es el que acusa y el Ser divino el que está obligado a defenderse.
Sin embargo, este ser rebelde, no puede dejar de bendecir a Dios. En el «tercer momento» aparece de nuevo la admiración ante el universo, con su riqueza total, con lo que tiene de malo y de bueno, ya no la fascinación ingenua de la juventud basada en el desconocimiento del lado obscuro de los seres humanos y de las cosas sino la comunión con el todo de la persona madura que «agradece el infierno y el paraíso» y sigue elevando sus brazos hacia lo alto, tercamente. Porque así es la vida y así hay que aceptarla, para poder vivirla.
Finalmente, en el «cuarto momento» la blasfemia se disuelve en la adoración ante el misterio. La narración ha terminado, el alegato ha concluido, la causa ha sido presentada ante lo Alto. Este cuarto momento viene después del cuento en el que se relata cuán fútil puede ser el motivo por el que se da la vida. A veces Dios se parece a la madre del cuento «Por unos zapatos rojos» que demanda al hombre «gratitudes imposibles por el don de estar allí, vivo y amargado» pero al final la persona humana comprende que su existir enriquece a los otros y, quizás, enriquece también a Dios. Ahora sólo queda el silencio y la sumisión humilde: «Señor de mis amores, me inclino reverente ante tu majestad, con la rebeldía domeñada y con la paz puesta sobre mi pena incurable. Se acabó la búsqueda. Queda el misterio».
JUAN M. CARRÓN