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JUANA INÉS SÖRENSEN

  VIVENCIAS EN EL AÑO 1362 - Relatos de JUANA INES SÖRENSEN


VIVENCIAS EN EL AÑO 1362 - Relatos de JUANA INES SÖRENSEN

VIVENCIAS EN EL AÑO 1362

Relatos de JUANA INES SÖRENSEN

Arandurã Editorial,

www.arandura.pyglobal.com

Tel.: 595 21 214.295

Diseño de tapa: Cecilia Rivarola

Asunción - Paraguay

2007 (107 páginas)

 

 

 

VIVENCIAS EN EL AÑO 1362: Una lectura del opúsculo de Juana Inés no puede ser sino sorprendente. Conociéndola como es, no se puede esperar otra cosa que una serie de desopilantes aventuras en un país lejano y con toda la carga de misterio y exotismo que caracterizan a los países del Medio Oriente.

Una vida sobre el filo de la navaja fue lo que Juana Inés vivió en el Irán de los ayatollah´s y mullah´s fundamentalistas y radicales. Su relato tal vez no tenga el encanto y la magia de los avatares de Sheherezade, pero así también, cada paso que tenía que dar en su vida cotidiana significaba un poco el pasaporte hacia la supervivencia, hacia el día siguiente, hacia el próximo instante que, así como es Juana Inés, espontánea y liberada, podía ser el último.

Por suerte, siempre lograba salir airosa de los entuertos en que se metía y vivió para contar esos momentos absurdos y hasta de terror, que ahora, en la distancia temporal, resultan divertidísimos, además de instructivos, porque enseñan diferentes aristas de pueblos y culturas tan lejanos en el espacio y en nuestra concepción de las cosas.

El libro no tiene más de 104 páginas, pero vale -y bien que vale- la pena disfrutarlo. ¡Buen provecho!

LUIS VERÓN

(Periodista, historiador y miembro de la

"Academia Paraguaya de la Historia") 

 

LAS MIL Y UNA PERIPECIAS: De la lejana y misteriosa Persia suelen llegarnos compilados unos cuentos, que siempre tienen la virtud de atrae a quien los estuviera leyendo. Ahora, aquí en Asunción, y gracias a la pluma de Juana Ines Salinas Riquelme de Sörensen, tenemos un libro, no de cuentos, sino de aventuras vividas que, al leerlos, sin embargo, parecen historias, relatos, cuentos muy bien hilados por la autora, una paraguaya que luego de casarse con un ingeniero alemán, y por ser él técnico de una gran empresa constructora, viajan ambos a Irán, la antigua Persia. Juana Inés llevó consigo, como lo principal y lo mejor de su equipaje, su condición de occidental y cristiana. Y así se interna en las tierras islámicas, naturalmente pasando de sorpresa a sorpresa, en donde las mujeres tienen, obligatoriamente, que ajustarse a prácticas, usos y costumbres totalmente diferentes a los de la autora. Es allí precisamente donde Juana Inés saca a relucir su espontánea y natural manera de ser. La autora, con gran habilidad narrativa, ofrece al lector momentos sorprendentes que entretienen, enseñan y traducen, en un lenguaje gracioso, todo lo que sucede. La lectura es recomendable, por lo que dice, cómo lo dice, y sobre todo porque la autora agrega un encanto especial en su narración. Esta virtud es reflejo de su personalidad. 

MANUEL B. ARGÜELLO,

Profesor universitario y escritor.

 

El libro relata las experiencias y peripecias vividas por la autora en el Medio Oriente, concretamente en Irán. En ese entonces corría el año 1362 para los islámicos, correspondiente al año 1983 de los occidentales, y tuvo que adaptarse al régimen fundamentalista imperante en el país. Le tocó vivir un periodo pos-revolucionario, al derrocamiento del último shah, además de encontrarse en guerra con Irak, bajo el gobierno de Saddam Hussein.

   

  

A la memoria de mi esposo, por consentirme y ampararme siempre.

A Mami por sus oraciones en vida para que no me salpiquen

las mise­rias humanas que siempre están al acecho

en los vaivenes de la vida, y que ahora me cuida desde el más allá.  

Juana Inés

 

 

  VÍVENCÍAS EN EL AÑO 1362  

 

 

INTRODUCCIÓN

La decisión de escribir mis vivencias en el Me­dio Oriente, a pesar de los años transcurridos, se debe a que parientes y allegados me impulsaron a hacerlo como algo interesante y fuera de lo común.

Como en Irán no había distracciones y todo es­taba vedado y censurado para la mujer, que no es considerada y sólo es tratada como comple­mento, opté por conocerlas mejor dentro de las posibilidades permitidas y así poder compartir las experiencias en un país maravilloso, que tuvo un cambio brusco a raíz de la revolución fundamentalista que destronó a la dinastía Pahlevi.

Lo narrado es como se desarrollaron los hechos, que los fui recopilando con anotaciones sobre mis experiencias cotidianas, en una época de transición, sin considerarme por eso escritora, sino simplemente una narradora.

Antes de adentrarme en mis vivencias hago un pequeño resumen de la historia, para comprender mejor el lector de dónde provienen sus creencias tradicionalistas.

Mi único propósito, al presentar este libro, es el de des­cribir, sin ninguna otra intención, lo que me tocó vivir entre los iraníes, a quienes respeto y admiro por sus creen­cias y costumbres milenarias, en un tiempo relativamen­te cercano al cambio radical en donde todavía queda­ban resabios de una etapa pos-revolucionaria en el año 1362 de los islámicos, equivalente al año 1983 de los occidentales.

 

JUANA INÉS SÖRENSEN ASUNCIÓN 07/07/07

HURGANDO LA HISTORIA

 

El profeta Mohammed Mahoma que significa "El Altamente Alabado" (570-632 d.C.) fue el hombre llamado a cambiar la manera de sentir de sus compatriotas árabes. Único hijo de Aba­llah y de Amina, de la tribu de los Koreis, huér­fano de padre, a los seis años perdió a su madre y fue a vivir con su abuelo y al morir éste con su tío, en donde tuvo una juventud casta y monó­gama. La casa en que vivió era extremadamente modesta. Era reconocido por su bondad y no­bleza. De aspecto imponente, gentil, modesto, misericordioso y generoso.

A los 24 años entró al servicio de la rica viuda Khadidya, a quien la desposó después, teniendo cuatro hijas y un único varón que murió en la infancia. Mahoma le guardó fidelidad hasta su muerte, aunque después se casó con otras mujeres. Dirigía las caravanas hacia Egipto, Pales­tina y el golfo Pérsico. Conoció las doctrinas cristiana y judía.

A los 40 años, cuenta la historia que oyó la voz del arcán­gel San Gabriel, que se le apareció envuelto en luz en una cueva del monte Hira, con mensajes, precedido por el clá­sico "Assalam Alaykum" (La paz sea contigo), y que hasta hoy es el saludo común de los musulmanes.

Sus compatriotas árabes, al principio, no aceptaban su nueva doctrina, que censuraba a las divinidades y su en­riquecimiento, entonces emigró con sus seguidores a la ciudad de Medina, llamada entonces Yazrib, en el año 622, en donde predicó durante siete años, siendo un re­novador al elaborar una doctrina compatible a las anti­guas tradiciones árabes y de haber hecho del Islam una religión que tuvo una inmensa expansión que traspasó fronteras y que actualmente tiene, más o menos, mil mi­llones de creyentes repartidos prácticamente por los cin­co continentes.

La fecha de esta emigración conocida históricamente como "Hégira" (hijra), sitúa el comienzo de la era musul­mana del profeta al iniciar el éxodo de La Meca (actual­mente Arabia Saudí), en donde también se inicia el ca­lendario solar vigente en Irán.

La doctrina religiosa del profeta se halla contenida en el libro sagrado del Corán (Qur'an), en donde todo queda establecido sobre la religión, cuyo Dios es Allah, el único en el juicio final, en la resurrección de los muertos y en la predestinación, a la que designó con el nombre de Islam, que significa "entrega o sumisión a la voluntad de Allah".

Referente al libro sagrado, se especifican en él alusiones a los ángeles, como por ejemplo:

"La noche de gloria es más opulenta que mil lunas, en­tonces ángeles y revelaciones descienden, para la gra­cia del Señor". (Corán, XCV11).

"Rectitud es creer en Dios en el día del juicio, en los ángeles, en el libro sagrado y en los mensajeros". (Co­rán, 11. 177).

"Ante Dios se prosterna todo lo que hay en el cielo y la tierra, lo mismo los animales que los ángeles, todos se despojan de su orgullo". (Corán, S, XVI. 49).

"Y si te mantienes firme y actúas correctamente, aún cuando tu enemigo se arrojara con gran odio, tu Señor te auxiliará con cinco mil ángeles haciendo un terrible ataque en tu defensa". (Corán S.111. 125).

Se encuentran muchos valores espirituales compartidos entre el cristianismo y el islamismo, uno de los cuales es la creencia de la existencia de los ángeles como men­sajeros de Dios, el perdón a los enemigos, el de hacer caridad y la oración, como así mismo no hacer a los demás lo que se rechazaría para uno.

Los musulmanes que visitan La Meca (Kaabe-hajj-) de­ben orar ante la roca meteórica, que es un cubo negro que cobija una piedra santa que según la creencia había sido blanca pero quedó ennegrecida con el paso de los siglos por los pecados de los hombres.

Alrededor de ella se dicen las oraciones o plegarias, dan­do siete vueltas tratando de tocarla, si se puede, por la marea humana que converge a ese lugar sagrado. Actual­mente visitan el santuario de La Meca más de dos millo­nes de peregrinos al año.

Las leyes del Islam se fijan en los últimos años del profe­ta, en donde hay normas concretas sobre usos y costum­bres sociales que afectan al matrimonio. La poligamia obliga a dar una vida digna a todas las esposas con las que se ha contraído compromiso.

Se cuenta que un hombre le preguntó a Mahoma cómo puede saberse si alguien profesa la fe verdadera, y la res­puesta fue: "Si obtienes placer del bien que haces y te hace sufrir el mal que cometes, eres un verdadero creyente".

En el momento de su muerte (62), acaecida en Yazrib, llamada después Medina al-Nabi, ciudad del profeta, toda Arabia se encontraba bajo su dirección espiritual; expiró en los brazos de su tercera esposa, la preferida y bien amada Aisha, a quien la desposó cuando ésta tenía nueve años, dejando otras varias viudas.

Su deceso se produjo según algunas versiones a raíz de problemas intestinales o de una crisis de paludismo, por estar la malaria muy extendida en el oasis de Medina, en donde las aguas estancadas pululaban.

El Corán promueve el perdón y las obras de misericor­dia, prohíbe el adulterio, el homicidio, el robo, el alcohol(salvo el vino del dátil), el cerdo, la higiene, como la cir­cuncisión, la depilación de las axilas y el pubis, como asimismo los juegos de azar, el tabaco, las palabras hi­rientes a los semejantes, entre otras varias disposiciones. Los musulmanes iraníes son seguidores de los doce ima­nes, descendientes directos de Mahoma, conocido tam­bién como "al-Amin", el honesto, que son sus herederos legítimos y reciben por ello el nombre de "Deudecima­mos", según los cuales el último de los imanes que des­apareció en el siglo noveno emergerá, no se sabe la fe­cha, preconizando una nueva era.

Estos creyentes pertenecen a la mayoría shiíta, que se encuentra actualmente al mando del poder en Irán, en donde todas las leyes están supeditadas al Corán, que hace las veces de Constitución.

 

LA SITUACIÓN DEL PAÍS

 

Muchos iraníes se sentían temerosos por alguna delación de allegados al régimen y sólo confia­ban en la familia o íntimos. Con los extranjeros obviaban comunicarse por temor de que crean los demás que filtraban información al exterior. Lo máximo que expresaban si tenían algo de confianza era "Irán before was very nice, but now change" (Irán antes era muy lin­do, pero ahora cambió). Los que así se expresaban lógi­camente eran la minoría que habían adoptado el estilo de vida occidental. La clase alta prácticamente desapa­reció. Los que tenían educación europea optaron por callarse. Los que lograron salir del país lo hicieron con lo que tenían disponible, dejando todos sus bienes que fueron confiscados.

Cualquiera sea la condición si no se acataban las indica­ciones religiosas sólo quedaban dos caminos que seguir: salir del país si la persona era extranjera, o ir preso, según el grado de culpabilidad dictado por el Tribunal Islámi­co, si era iraní.

 

LOS DOCUMENTOS EXIGIDOS

 

El viaje a lo desconocido, pero ya previsto, co­menzó en Frankfurt, con dos semanas de vaca­ciones en Roma, en donde abordamos el avión de "Irán Air" en el aeropuerto Leonardo Da Vinci. En el stand iraní no aceptaban ninguna tarjeta de crédito, sólo cash y en riales (moneda nacional).

Algo anecdótico sucedió con el maletero del aeropuerto, un italiano vivaz y dicharachero, proclive a los gestos y gritón; cuando preguntó cuál era nuestro destino final - por hacer escala en Turquía-, mi marido le contestó: "Va­mos a Irán". Al escuchar la respuesta, en ese modo tan peculiar que tienen los italianos, se atajó la cabeza y ex­clamó: "Voi siete matti" (Uds. están locos), Gadafi, Khomeini, tutti capputi". Su expresión fue tan espontánea que todos los que formábamos fila nos reímos de buena gana, a pesar de estar informados de la situación del país. Una compañía multinacional alemana enviaba a mi ma­rido, ingeniero civil, en misión de un grupo de seis técni­cos para los estudios de factibilidad de una futura represa hidroeléctrica, por contrato con una consultora de inge­niería gubernamental iraní de energía.

Antes de partir ya teníamos reserva en el ex "Hotel She­raton", por quedar cerca del trabajo y cerca del aeropuer­to, por cualquier eventualidad de peligro que se presenta­ra y cuyo nombre fue cambiado por "Honra", que perte­necía a "Líneas Aéreas Iraníes". Fuimos por el plazo de un año, que luego se extendió más por la demora en el trabajo a raíz de la guerra que la inició Irak, entonces bajo el poder de Saddam Hussein y que duró ocho años (1980-88), sin que ninguno de los contendientes saliera victorioso.

Para ingresar al país nuestros documentos reglamenta­rios fueron controlados vía consulado con sede en Ber­lín, para ser visados y sellados previa consulta si nuestros progenitores eran o tenían conexión con militares.

Mi suegro, ya fallecido, era ingeniero civil. En mi caso, para evitar contratiempos, cambié la profesión de mi pa­dre de militar por comerciante. Siendo la hija de un coro­nel paraguayo podría tener problemas posteriores, aun­que no conocían dónde quedaba el Paraguay.

Solicitaban copia del certificado del matrimonio legali­zado, preguntaban si se visitó los Estados Unidos ante­riormente, si se tenía conocidos o contactos con Irán, opinión sobre la monarquía derrocada, qué religión se profesaba, si se había visitado Israel, si se tenía amigos o conocidos judíos, hasta si el matrimonio "se llevaba bien". Con todas esas preguntas solicitadas por escrito y firma­das, poco o nada quedaba por hacer en la aduana del ae­ropuerto en Teherán, ¡eso creíamos!

 

 

EL VIAJE A LO DESCONOCIDO

 

 

En nuestra última escala en Estambul, observé que varios hombres jóvenes y mayores subían a bordo vestidos a la europea, charlando entre ellos animadamente, pero al cruzar el espacio aéreo iraní, anun­ciado por el comandante de la nave en farsi, inglés, fran­cés, árabe y alemán, los mismos hacían cota frente a los sanitarios con sus bolsos de mano. Entraban como occi­dentales y salían como islámicos, con sus largas túnicas y turbantes blancos pero con los rostros cambiados, se­rios, sin hablar con sus "tasbihs" (equivalente a un rosa­rio católico de un misterio) en la mano en constante mo­vimiento. También a nosotras las mujeres, las azafatas nos indicaron cubrirnos la cabeza. En mi caso con un gran pañuelo, comprado exprofeso, de un color gris oscuro co­mún.

Al abordar el avión, digno de mencionar era el clima is­lámico reinante al mirar a las azafatas, que podían pasar por novicias de un convento medieval, eran muy jóvenes, aparentaban 20 años, de cabeza cubierta con un lien­zo tupido, que les cubría desde la frente hasta los hom­bros. Usaban como uniforme un conjunto de tela pesada color azul marino oscuro, en donde no se notaban las for­mas del cuerpo, era amplio, sin pinzas, de mangas largas con puño cerrado, abotonado desde el cuello hasta media pierna de donde le salían pantalones anchos que termina­ban en zapatones bajos abotinados con suela de goma gruesa, todas con la cara lavada, uñas al ras, sin esmalte ni anillos, sólo el reloj de pulsera cromado, tamaño me­diano y ordinario.

Siguiendo la norma islámica no se servían bebidas alco­hólicas, sólo agua mineral o jugos en lata de procedencia iraní. Las aeromozas como toque final, como si les falta­ra algo en su vestimenta, llevaban una visera del color del uniforme, como si fuera para cubrirse del sol.

En el aeropuerto internacional "Mehrabad", después de pasar por la aduana, las islámicas que controlaban a las mujeres, al caminar arrastraban sus mantos largos (sha­dor) por el piso, y lo que les sobraba se lo ponían en la boca, algunas usaban guantes. Esas mujeres-policías, que no hablaban ningún idioma extranjero, sino el de su país, sólo conocían de memoria las siguientes palabras en in­glés: "¿gold?, ¿money?, ¿how much?, ¿speak farsi?, ¿first time? (¿oro?, ¿dinero?, ¿cuánto?, ¿habla farsi?, ¿primera vez?), refiriéndose a la llegada al país. Luego nos hacían pasar en forma individual detrás de un biombo de tela negra que lo utilizaban como vestidor, y allí comenzaba el manoseo por todo el cuerpo por si se ingrese algo es­condido, incluso si se estaba con la "regla" pedían el pro­Lector y lo sustituían por otro palpándolo por si se escon­diera un microfilm, lo mismo con los pañales de los be­bés, por eso llevaban guantes.

Algo similar sucedía en la fila de los hombres. Los con­troladores de ese sector eran barbudos, usaban pantalo­nes de jeans gastados, camisas desabotonadas. Las cor­batas en general estaban prohibidas por ser moda occi­dental. Portaban metralletas al hombro, zapatillas fran­ciscanas y a algunos se les notaba al hablar, dientes de oro. Al llegar notamos en la estación aérea que unos cuan­tos tenían larga la uña del dedo meñique, andaban de a dos, como las mujeres, pero los primeros se entrelazaban de los dedos. No opiné, pero pensé: "¿no serán gay's?", ¡Pero no! Era la costumbre, entre amigos.

También revisaban los zapatos, tanto de los hombres como los de las mujeres, con o sin taco, por si fueran huecos, pensando que podría ser un lugar ideal para esconder algo de valor. Después de la revisión corporal, desde la cabe­za por si se lleve algo entre el cabello, comenzaba el che­queo de las maletas que, a nosotros, no nos causó ningún contratiempo porque nuestras valijas no estaban cerradas con llave, por aviso de otros colegas de mi marido que habían visitado el país anteriormente, especificando esos detalles.

Al informarme sobre el clima muy seco viajé prevenida con varios potes de crema para el rostro y el cuerpo que llegaron, pero no pasaron de la aduana por la sencilla ra­zón de que fueron apartados para ser revisadas, que no las reclamé al día siguiente, por estar probablemente adulteradas y usadas. Las cremas de belleza importadas eran muy solicitadas.

Nosotros fuimos los primeros en ir por un largo periodo de tiempo, por ser un matrimonio sin hijos, ya que en Teherán no había escuelas ni colegios bilingües para los extranjeros.

 

LA ÚLTIMA BARRERA

 

Para terminar nuestro paso por la aduana en el aeropuerto, puedo agregar sin exagerar que las maletas las revolvían en el interior como si fue­ tan una licuadora, aún más, las daban vuelta desparra­mándose por el suelo su contenido. Tanto trabajo en aco­modar una valija para que todo entre prolijamente y justo al final del viaje, al llegar a destino, aquello se convertía en un "drücken", como dicen los alemanes.

Palpaban con la mano los forros dulas maletas y si so­bresalía algo, lo cortaban con navaja por si se ingresara moneda extranjera al país sin declarar en la sección co­mercial bancaria.

Las valijas que estaban con llave de otros pasajeros inad­vertidos eran saltadas con una tenaza, sin esperar que sus dueños buscaran sus llaves respectivas por la demora que ello implicaba, teniendo en cuenta el tumulto de los de­más pasajeros que desembarcaban casi en el mismo ho­rario, tanto del exterior como del interior del país. Nadie se atrevía a protestar por semejante actitud.

Nosotros quedamos asombrados al verlo, porque también palpaban cada ropa y descosían los ruedos de los abrigos gruesos con la navaja, sin delicadeza, siempre hurgando por algo inexistente.

Después de ese procedimiento los pasajeros tenían que enfrentar la tarea de volver a acomodar sus ropas apresu­radamente, hasta el próximo paso a seguir.

Una iraní me contó que su primo a raíz de una caída, tenía la pierna enyesada. Cuando iba a viajar por nego­cios al exterior, él mismo se denunció anónimamente para informar que dentro del yeso llevaba oro escondi­do. En el aeropuerto lógicamente se lo rompieron, y al no encontrar nada, creyeron que fue una denuncia para perjudicarlo, que fue justamente lo que se propuso el "informante". Cuando regresó después de unos días y volvió a viajar al mes, siempre con su pierna entablilla­da, no lo tomaron en cuenta, sin embargo, en esa opor­tunidad se llevó escondido todo el oro que pudo, siendo esa una treta astuta que se la jugó con éxito para burlar a los gendarmes.

Los iraníes tenían ideas magistrales para poder sacar oro sin ser descubiertos, de ahí el control exhaustivo al ingre­sar o salir del país.

Como trámite final hicimos cuatro paradas en que se en­tregaban papeletas impresas numeradas, que lo llamamos "la última barrera", en donde cuatro guardias a su vez lo firmaban sucesivamente hasta el sello final que decía en inglés: "Ingresó al país en condiciones normales". El úl­timo preguntó en un inglés básico nuestro destino, cuan-

do mi marido ya harto le contestó parcamente "Shera­ton", a lo que el otro con una mueca de desdén respon­dió: "Sheraton kaput, now Homa" (Sheraton se terminó, ahora Homa), que significa pájaro que vuela alto o en libertad.

Al abandonar la terminal aérea uno quedaba desanimado después de cuatro horas de examen minucioso (mismo procedimiento al salir del país). Ya en el exterior sólo se acercaban los taxistas a los extranjeros, de nuevo todos barbudos, con sus tasbish (rosarios) coloridos en la mano, y allí tuvimos otra sorpresa; al decir al hotel tal, a pesar del precio elevado que cobraban, lo mismo esperaban hasta que se acerque otra pareja de extranjeros para lle­varlos a otro hotel con el mismo itinerario cobrándoles lo mismo, pero como en la valijuela no entraba el equipaje extra lo colocaban en el techo del taxi (sin portabultos) sujetados por el chofer con piolas para asegurarlas que no se deslizaran durante el trayecto, mientras nosotros aguardábamos "pacientemente".

 

 

ARTESANÍA

 

 

En la librería se vendían también marcos artesa­nales iraníes hechos de hueso de camello pinta­do en diferentes matices -una hermosura-, artículos típicos, como ser llaveros, billeteras y bolsos de cuero repujado con diseños de motivos persas antiquísi­mos, pintura en miniatura sobre madera lustrosa, verda­deras obras de arte que se pulieron después de seis mil años de experiencia y perseverancia en la técnica artesa­nal iraní.

También se vendían lapiceras y bolígrafos de la marca "Cartier" legítimos. Los persas con dinero adoraban todo lo que sea Cartier de París, inclusive se vendían billete­ras, portadocumentos y monederos. Las mujeres visita­ban el lugar y sólo compraban artículos costosos como los nombrados, de ser posible con incrustaciones en oro para mandar grabar su monograma en la joyería que que­daba al lado. Todo lo demás que podría ser comodidad y esparcimiento dentro del hotel quedó cerrado. Como re­cuerdo quedó sólo el resto de las vajillas, cubiertos con el clásico monograma de "S" de Sheraton, algunos rayados a propósito. También quedó el elemental mobiliario, nada más. En todo el edificio la decoración interior fue des­mantelada y en su reemplazo colgaban carteles con dic­támenes, proclamas, oraciones, frases en contra de sus enemigos, empezando por los Estados Unidos e Israel.

Los grandes salones de recepción fueron asimismo clau­surados, quedando uno para fiestas, exclusivamente para uso de los colaboradores que quisieran utilizarlo para sus eventos particulares.

 

TESOROS DESLUMBRANTES

 

Lo más espectacular y maravilloso fue visitar con pase especial del gobierno iraní la sede cen­tral del Banco Melli, en cuyas bóvedas en el sub­ suelo estaban resguardadas las joyas persas.

Esos pases se concedían a través de cada embajada acre­ditada, en donde se solicitaba el ingreso con seis meses de anticipación. El nuestro fue lógicamente por interme­dio de la embajada alemana. El permiso fue concedido después de sesenta días de la solicitud correspondiente. Otras representaciones diplomáticas lo otorgaban después de varios fineses. Los alemanes en irán estaban muy bien conceptuados y eran muy apreciados.

En un grupo de cuarenta personas ingresamos al banco, bajo estricto control al entrar y salir, en donde fuimos chequeados con un detector de metales, sin permiso de llevar cámaras filmadoras o fotográficas. Ya en el inte­rior, recorrimos todo lo que pueda llamarse riqueza ex­puesta en joyas. Describirlo detalladamente es imposi­ble, había tanto que admirar por la espectacularidad, la variedad y la combinación de las piedras preciosas mon­tadas en oro por los orfebres, que al salir después de recorrerlo por horas, uno quedaba transportado en el tiempo por haber estado en ese mundo de las mil y una noches.

Todo lo expuesto estaba lógicamente resguardado con vidrios anti-bala, circuito cerrado de televisión, luces es­peciales de alarma, guardias cada tres metros, todo un equipamiento de seguridad especial. Las guardias feme­ninas estaban como estatuas, inmóviles y no podían ha­blar con nadie. Para preguntar algo me acerqué a una de ellas y enseguida un guardia me hizo un gesto en actitud hostil. Todos tenían metralletas al hombro y observaban a cada uno de los visitantes con desconfianza.

Quedó impresa en mi memoria para toda la vida, una cama descomunal como para descansar toda una familia con escalones para subir. A los costados de la cabecera tenía dos leones estilo barroco, absolutamente todo de oro macizo, tan increíble que pregunté al guía si en realidad era legítimo, porque parecía pintura dorada. La cabecera estaba salpicada de miles y diminutos diamantes, que parecía una estela de estrellas en el firmamento. Los apoyaderos, equivalentes a mesitas de luz en ambos costa­dos, iban unidos a la cama en diferentes tonalidades de oro, que en conjunto resplandecía.

Se exhibía tanta cantidad de perlas del mar Caspio que parecía irreal, por estar encimadas (sin vidrio protector, así como otros objetos). De un baúl que más se asemeja­ba a una cómoda, sobresalían perlas engarzadas como si fueran cintas que iban al piso. Había tanto que exhibir que por falta de espacio, los objetos eran colocados en el suelo, por ejemplo, un impresionante cuadro de platino, y superpuesto de manera resaltante el mapa de Irán de oro amarillo, donde cada región del país estaba delineada con diferentes piedras preciosas. Al costado se encontra­ba un busto del shah Reza Pahlevi de pie, llamado tam­bién Rey de Reyes (Shahanshah) en bronce, con unifor­me de gala pero con las presillas, condecoraciones, espa­da y banda imperial de oro.

En una caja cuadrada con vidrio protector en el medio de uno de los salones, se exhibía un solitario y espectacular diamante rosa, llamado así por su tonalidad, el más gran­de del mundo, de trescientos veinte quilates.

Se exponían cintos anchos de diez centímetros de oro para hombre, con hebillas cuadradas recamadas de piedras, que no se podían usar más de dos horas por lo pesado, según el guía, cuya explicación era en inglés y alemán para los extranjeros.

Todo el lugar relucía con esmeraldas, rubíes, aguamari­nas, brillantes y otras piedras preciosas. Aquellas ge­mas valiosas se irisaban de luces y colores. La piedra insignia del país es la turquesa, cuyas canteras son fa­mosas. Se destacaban en un lugar de honor sueltas, en diferentes tamaños dentro de un arcón antiguo con dise­ños persas. Al lado se hallaba majestuosa una diadema en juego con el collar, pulsera, broche y anillo de tur­quesa y brillantes, que según el guía era una de las pre­feridas de la emperatriz.

Asimismo se exhibían perlas irregulares de color gris y blancas, dagas antiquísimas con el mango engarzado de piedras, el "Trono del Pavo Real", era una magnificen­cia, también decorado con piedras de diferentes tamaños. Se podían apreciar todas las coronas imperiales antiguas. Las de diseño moderno, usadas por la emperatriz Farah, llamada también "shahbanu" (esposa del rey), estaban apartadas. Entre ellas sobresalía la que usó el día de su coronación, que fue encargada a un orfebre en París con piedras iraníes, toda una exquisitez de buen gusto y es­plendor.

No faltaban las borlas para cortinados de oro, broches tan grandes como un posavaso, brazaletes para llevarlos en la muñeca y antebrazo, pulseras haciendo juego con la diadema, pendientes, anillos, gargantillas y collares de cuatro vueltas de diamantes, grandes como aceitunas que al mirar, despedían chispitas como estrellas decorativas de Navidad.

En otro sector estaban los abanicos con varillas de oro y tela de pura seda, hasta una sombrilla para cubrirse del sol, también con varillas de oro y mango salpicado de

diamantes. En un rincón se encontraba una maceta pe­queña, en comparación a todo lo descomunal expuesto, de oro rojizo, el pasto eran cuatro esmeraldas cuadradas, unidas al tronco que tenía una tonalidad entre rosa y ma­rrón y las hojas de un color amarillo, denominado "oto­ño". El guía indicó al pasar que también habían otras que representaban las tres estaciones del año restante, que me pasaron por alto. Me imagino que la de "invierno" habrá sido de perlas blancas como símbolo de la nieve.

En la sección de vajillas, se exponían platos de mesa que parecían posaplatos, fuentes, bandejas, potes, juegos de té completo y cubiertos de oro en general.

Todo lo exhibido era un despliegue de riqueza iniguala­ble para quien lo viera y valore quedando extasiado ante tanta maravilla.

Al salir, mi marido comentó con ironía que todo era una exageración, pero que se habían olvidado de algo muy importante: ¡una cocina de oro!

 

ALFONBRAS PARA TODO USO

 

Describir a un persa sin alfombras es como nom­brar a un paraguayo sin su "tereré". En las mon­tañas era común observarlos sentados en sus al­fombras a la vera del camino, igual que en los hogares en la ciudad, en donde la usaban colocando almohadones para recostarse y así charlar en familia, ver TV, o simple­mente comer, como tomar el té.

También era normal ver pasar por las calles o avenidas a todo un rebaño de ovejas o cabras con sus respectivos pastores, llamados "chupan", con atuendos a la usanza antigua y con sus campanitas tocando, como se ven en las películas bíblicas, a veces obstaculizando todo el trán­sito y la paciencia de los automovilistas.

Cuando tocaba la hora de las plegarias, en cualquier lu­gar, avenida, calle o barrio, todo se paralizaba y era co­mún ver a los persas islámicos tender su alfombra en don­de les tomaba la hora, arrodillados con la cabeza inclina­da al suelo orando a Allah.

Las casas en las montañas eran cuadradas, también de estilo bíblico, todas en grupo llamadas aldeas con el te­cho plano, donde no se vislumbraba ni un signo de civili­zación.

Cuando visité una de esas aldeas, invitada por mis ami­guitas del hotel, Masik y Nasrin, me consideré un poco protagonista del pasado ingresando a la vivienda como una más de la familia. La gente del interior era hospitalaria, pero poco comunicativa por la barrera del idioma. Primero observaban antes de tomar confianza, para lue­go ofrecer un refrigerio. De mi parte fue todo "mercí" y algunas frases en farsi aprendidas de memoria.

Los de cierta edad tenían los rostros avejentados, pero las jóvenes parecían salidas de una pintura de El Greco, por los rostros alargados, abundante cabellera, de tez mate, ojos negros expresivos y cierto aire de misterio, tal vez por el manto que las cubría. Al caminar se mecían suave­mente, no por coquetas, sino porque era innato en ellas.

 

LOS CINCO PILARES DEL ISLAM

 

Las cinco reglas obligatorias de un buen musul­mán son:

1) El ayuno en el mes de Ramadán que suele caer el no­veno mes del año, en el cual se ayuna durante las horas del sol, renunciando a la comida y bebida, incluso agua - algunos hasta de tragar la saliva- desde la salida hasta la puesta del sol.

Ramadán es el mes en que la humanidad recibió a través de Mahoma, el Corán, de modo que ésta es más bien una ocasión jubilosa. Se exime a los enfermos, embarazadas y a los que tengan que viajar, que deben en vez de ayunar, alimentar a una persona pobre por cada día de ayuno que no puedan cumplir. Los niños también quedan excluidos, pero deben seguir cierto grado de abstinencia.

2) El rezo cotidiano debe hacerse cinco veces al día (5 raquat) de acuerdo con las instrucciones del profeta, cuya intención era asegurar que todos los creyentes dedicasen un tiempo, incluso en días muy ocupados, para la re­flexión. Al principio, las plegarias (namaz) se decían en dirección a Jerusalén, pero en el año 624 el profeta cam­bió la dirección hacia La Meca. Antes de la oración se procede a un ritual de lavado simbólico del rostro. Se ora de pie, inclinándose, arrodillándose y postrándose. La oración es para reafirmar la fe en la persona.

El primer rezo tiene lugar entre el amanecer y la salida del sol, el segundo al mediodía, el tercero antes del ano­checer, el cuarto entre la puesta del sol y la noche y el quinto a última hora de la jornada. No es necesario acu­dir a la mezquita, aunque la mayoría de la gente acude al templo, al menos una vez a la semana, preferentemente los días viernes.

Hay dos tipos de oración, la privada-espontánea, no suje­ta a ningún tipo de rito, ni de norma, y la otra que es la oración comunitaria, normalizada, ritual y acompañada de movimientos precisos. El rezo es obligatorio a partir de la pubertad, se tiene que orar descalzo, para evitar la suciedad de la calle y sobre una alfombra para evitar el suelo, teniendo que hacerlo tanto si se ora en una mez­quita, en la casa o en plena calle en donde caiga la hora.

3) La peregrinación a La Meca por lo menos una vez en la vida para redimir sus pecados y besar la piedra negra, que es el símbolo de los musulmanes.

4) La limosna, recaudada como un impuesto por el go­bierno para que lo use en beneficio del Islam.

5) La guerra santa contra los infieles, "Jihad", mal tradu­cido en Occidente, ya que en realidad significa "afán de proteger y expandir la fe en la tierra".

Durante las oraciones, en nuestro hotel, todo se paraliza­ba, hasta los elevadores no funcionaban. Inclusive el per­sonal se tomaba su tiempo para orar, sin atender ningún pedido de los huéspedes. En cada barrio eran difundidas por altoparlante las plegarias.

 

 

LA BEBIDA PROHIBIDA

 

Cuando llegó el cumpleaños de Dirk, después de meses de estadía, me pidió de regalo algo muy difícil y casi imposible de conseguir: una bote­lla de whisky de cualquier marca, ya que allá era todo ley seca, bajo pena de castigo severísimo, según las normas del Corán.

Consulté con mi amiga Sanie y en su compañía fuimos a un lugar conocido por ella, distante de la zona, en las periferias de la ciudad. Tomamos un taxi del hotel hasta el centro y de ahí otro al lugar indicado para despistar al chofer para que no nos delate, tanto a nosotras como al comerciante que vendía las bebidas clandestinas.

Las botellas estaban almacenadas y conservadas en la tras­tienda de un judío-persa tapicero, que las tenía escondi­das, desde la revolución, a un precio elevadísimo y que únicamente las vendía a "sus clientes conocidos". Sanie compró cuatro botellas. Mi problema consistió en cómo ingresar al hotel la bebida, a pesar de planearlo con ante­rioridad, pero logrando con suerte pasar el control y che­queo respectivo a la entrada. Esperé unos minutos antes del cambio de guardia de las 18 horas, que coincidía con la hora de la oración, entonces avancé resuelta y apresu­rada con un bolso de loneta, envuelta la botella prohibida con un trapo al fondo, encima coloqué otras cinco bote­llas de una gaseosa iraní de color blanco, llamada "Doug", más un kilo de masas. En el momento de entregar la guar­dia al turno siguiente, y aprovechando el apuro de la que salía y la firma respectiva en el cuaderno de registros, abrí mi bolso. La que salía le echó un vistazo a la ligera y dio su conformidad para mi ingreso.

Demás está decir que me juré nunca más tratar de hacer lo mismo. El otro problema surgió después, que no lo tenía previsto. Esa noche la bebida se evaporó por estar invitado otro colega de mi marido. Todo se complicó por no poder deshacerme de la botella vacía en el cesto de residuos, porque lo mismo íbamos a ser delatados por la limpiadora al día siguiente. La única salida fue tomar el ascensor e ir a la terraza y desde allí tirar la botella para que nadie se entere de qué piso había caído.

Eso pasó a medianoche, y como era cosa de subir y bajar enseguida y los pasillos del hotel a esa hora siempre esta­ban desiertos, no usé mi uniforme obligatorio. Ingresé al ascensor y a poco de elevarse se detuvo por corte de luz. Allí entré en pánico, imaginando lo peor, no tanto por mi vestimenta, sino por la botella en la mano. Calculando, más o menos, pasaron quince minutos que a mí me pare­cieron horas de incertidumbre y con un incipiente dolor de cabeza por la tensión.

Cuando el elevador volvió a 'funcionar, se paró en el décimo piso y el único que entró, gracias a mi ángel de la guarda, fue un huésped del hotel, un español en trán­sito, con quien me había cruzado en el hall, con un salu­do de cortesía.

Al notar el señor mi sorpresa y nervio evidente, me cal­mó con un "no se preocupe señora, ¿dónde está su mari­do?, al contestarle "durmiendo" y luego mi explicación toda alterada, me acompañó a la terraza como un guarda­espaldas y luego hasta mi piso respectivo. Al día siguien­te, cuando preguntamos Dirk y yo en la conserjería por el huésped, para agradecerle su gentileza, ya había partido.

 

EN LA VALIJERA DE UN TAXI

 

Tomar un taxi colectivo para trasladarnos de un lugar a otro, era digno de una comedia del cine mudo. Dentro del taxi iban sentados los hom­bres y en la valijuela sin tapa y acondicionada para el efecto iban las mujeres, como máximo tres, que son las que entraban, como si fuéramos bultos, porque un hom­bre no puede codearse con una mujer extraña que no sea la propia.

Para experimentar la sensación viajé de ese modo, como cualquiera de las demás iraníes que no disponían de ve­hículo propio. Después ya contratamos un taxi con servi­cio de puerta a puerta.

Otra de nuestras salidas consistía en ir algunos viernes (no siempre almorzábamos con Sylvia y Alfonso o en nuestro hotel) para conocer otros hoteles internacionales, a su vez todos cambiados, pero no tanto como la riguro­sidad del "Homa".

 

DESPEDIDA CON BOMBAS

 

Dos semanas antes de partir, cuando le comuni­qué a Sanie sobre nuestra salida, ambas tristes por cortarse nuestra amistad, me dio ánimo y me convenció a ir juntas para un cambio de "look". Fuimos a una peluquería que antes pertenecía como una sucursal de las famosas hermanas "Carita" de Roma. Una de sus ayudantes, una italiana casada con un iraní, se quedó con su familia después de la revolución y mantenía el salón de belleza, en diferentes condiciones a años anteriores, pero en donde frecuentaban sus antiguas clientes, entre ellas Sanie.

Allí la conocí a la madre de la dueña del local, que coin­cidentemente viajaba el mismo día que nosotros con una hora de diferencia, pero con destino a Italia. Era una se­ñora sencilla, amable y comunicativa, que estaba en Te­herán visitando a la hija y nietos.

A su vez, mi marido recibió antes de nuestra partida una hermosa tarjeta muy profunda en su contenido, firmada por sus colegas iraníes escrita en farsi y alemán que de­cía: "Wir wünschen Innen glück gewárt, and dass Sie i­neren frieden erlangen" (Koran), cuya traducción es: "Le deseamos que ALLAH le conceda una gran felicidad, sin­tiéndose bien y en paz interior".

Cuando partimos de Teherán, en compañía de Alfonso y Sylvia, que coincidentemente iban de vacaciones al Bra­sil, todos elegimos "Lufthansa". Una semana antes de la partida, Dirk me anunció que me iba a "condecorar" por acompañarlo sin protestar durante nuestra estadía. Mi res­puesta espontánea no se hizo esperar con "que sea algo representativo". Todo lo que compré de oro iraní lo pude sacar porque se lo entregué a Sylvia para que lo pusiera en su bolso de mano, ya que tenía inmunidad diplomáti­ca. Lo único que pasaba libremente por la aduana eran latas de caviar, artesanía en general y enseres del hogar. En la terminal aérea teníamos que estar cuatro horas an­tes, igual que al ingresar al país. Entre la aglomeración de los pasajeros la encontré de nuevo a la señora italiana de la peluquería, que a su vez esperaba su hora de partida por "Alitalia", en donde, al pasar, surgió entre ambas una charla informal de cortesía.

Las únicas que me despidieron en el aeropuerto fueron las hermanitas, para sorpresa mía, que habían consegui­do un pase especial por trabajar en el hotel. Antes de pa­sar al preembarque nos abrazamos emocionadas, y allí ellas empezaron a llorar a gritos, hablando en farsi. Me tocaban el brazo, se retiraban unos metros y volvían ha­ciendo un movimiento con la lengua doblada hacia arriba emitiendo un sonido agudo, como símbolo de tristeza (cos­tumbre antigua en su región), que ellas me habían co­mentado cuando visité su aldea.

Todos los extranjeros reunidos miraban asombrados el espectáculo sin comprender nada, mientras yo lloraba de la emoción por ser la protagonista de tan honrosa despe­dida. Cuando Masik y Nasrin ya se habían retirado escu­chamos, sin previo aviso, la clásica sirena de bombardeo iraquí, con orden por los altoparlantes en varios idiomas de "cuerpo al suelo". ¡Ese sí fue un susto general! Algu­nos corrían hacia fuera y nosotros optamos por seguir las indicaciones al tirarnos al piso, sin saber realmente qué hacer. En seguida pensé: "¡Con razón lloraban mis ami­gas, de aquí nadie sale con vida!".

Unos minutos después se escucharon los aviones enemi­gos pasando encima del aeropuerto, y la artillería iraní contestando el fuego; todo fue desorden, nadie entendía nada, con bombas que caían cerca. Me acuerdo que tenía un rosario que el Papa me había entregado en El Vaticano (otra historia), lo saqué de la cartera y me lo puse al cue­llo, sin atinar a rezar del susto. En ese momento escuché que Dirk me decía: "¿No te sobra otro para mí?", a pesar de no ser católico.

Nos mantuvimos en el piso, con balas que pasaban sil­bando sobre nuestras cabezas, por ser el aeropuerto el blanco elegido. Sabíamos que los aviones comerciales que estaban en la pista no eran el objetivo de los iraquíes, para evitar conflictos internacionales con sus respectivos países.

Cuando parecía que todo se calmaba, recibimos la orden inmediata de abordar los aviones respectivos, con dife­rentes destinos, que estaban con los motores encendidos. Al incorporarme, ayudada por Dirk, noté que la señora italiana que se encontraba cerca parecía desmayada, y al tratar de despabilarla nos dimos cuenta que estaba muer­ta, con un hilo de sangre que le salía de la boca. Ahí pen­sé: "¡Dios mío, podíamos haber sido nosotros!". Después de ese tristísimo espectáculo, salimos corriendo aproxi­madamente a dos cuadras de distancia por la pista hasta subir a las escalerillas del avión, conscientes que adentro no corríamos peligro.

Todo lo sucedido antes del embarque pasó como un "ger­dbad sahra" (tormenta del desierto). No calculamos cuánto duró, sólo quedó en nuestras mentes el temor por la ten­sión vivida.

Cuando el avión tomó altura, nadie aplaudió. Hasta las azafatas se encontraban muy nerviosas. A través de las ventanillas, ya en vuelo, observamos que todo se desdi­bujaba a lo lejos. Esa fue, en la lejana lontananza, mi úl­tima visión de Irán. Sólo al cruzar el espacio aéreo iraní y entrar en territorio turco respiramos tranquilos. Allí pedi­mos champagne para brindar, porque salimos con vida.

 

   





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