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ESTEBAN CABAÑAS

  ATAJO, 2012 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS


ATAJO, 2012 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS

ATAJO, 2012

Novela de ESTEBAN CABAÑAS

 

© 2012, Carlos Colombino

 © 2012, Santillana S.A.

Avenida Venezuela 276, Asunción, Paraguay

www.prisaediciones.com/py

ISBN: 978-99967-618-1-2

Impreso en Paraguay.

Printed in Paraguay

Primera edición: agosto de 2012

Fotografía de portada: Jorge Sáenz.

(La fotografía que aparece en el interior de la tapa pertenece

al archivo familiar de Carlos Colombino.)

Dirección editorial: María José Peralta

Edición: Ariel Dilon

Diseño de portada: Mariana Barreto Curtina

Maquetación: José María Ferreira

 

 

 

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

 

 

ATAJO

 

ESTEBAN CABAÑAS

 

 

 

I

 

         Ella no está en condiciones de elegir la palabra para expresarse. No quiere ese gesto, no busca hacerse comprender. ¿Qué es esa necesidad de internación? ¿Qué será del camino atravesado por la mudez? Quizá sea la oscuridad que se apiña en un sitio del horizonte. Una luna extraviada antes de la lluvia. Una pequeña música sin instrumento. ¿Qué es lo que se canta sin cantar? ¿Qué es lo que sin hablar se dice? Con el rostro lavado por incertidumbres y miedos, se introduce en una bruma traslúcida cargada de ausencias. Es una mujer entrada en años. Arrastra un peso que no está distribuido adecuadamente por todo su cuerpo y que se agolpa en la cintura, las piernas, las nalgas y los pies. En medio de la trampa de la incomunicación, ella es una suerte de animal que espía el amanecer.

         Este lugar se alarga hasta el viento y se diluye en un punto a lo lejos. En el ambiente, un tufo a humedad, un olor trasnochado que invade la estancia con aromas de sospecha. Es la mandrágora que, a pesar de ser repulsiva, la seduce y la inflama.

         Lo principal, se dice a sí misma Margot, es conservarse alerta y ocupada con la presencia del niño. Un niño que la mantiene viva: su último nieto. Un niño con los ojos negros, agrandados por el rumor.

         Cuando Margot se acerca al pequeño, siente que él aún no sabe de traiciones, de tratos oscuros, de papeles trasegados; que aún tiene la inocencia, que carece de la noción del pecado. Ella ya ha llegado a ese momento desde el cual no se regresa. Al contrario, el niño apenas se libra al inicio de todo. Ella aún no sabe si habrá que anotarlo en un registro; si ha de ser determinado por una instancia en la perversa reclusión de un paraje, un lugar, una lengua. Un ser baldío.

         ¿Cómo es posible ser libre? ¿Cómo es posible imponerse? Es decir, poner el ser. Ubicarse en la balanza y sopesarse. Dejarse fluir en el viento.

         ¿Es bueno meter el dedo en el fuego de la vida? ¿Incinerarse o retirarlo a tiempo? ¿Ver pasar el féretro de uno mismo al final de un camino que aún no ha sido trazado?

         Hay cosas que el niño no puede comprender. Menos aun si está sentado dentro del largo tubo de desagüe que desemboca en el río. Una cañería subterránea que cruza la cancha y tiene varios registros de entrada. Su única salida, redonda como un sol, da a la playa. Pinasco es un pueblito que vive de sus talleres formidables, talleres de los que todas las tardes, después del trabajo, vuelven el padre y el abuelo del chico. Sin embargo, él no los espera, más bien los rehúye; a las manos grandes, llenas de grasa y hollín, que le repugnan. Rechaza todo contacto. Se oculta en el fondo, junto al depósito de leña. Allí retornan aquellas reflexiones acerca de nacer o no nacer. Sabe que estas ideas le son inoculadas desde el cerebro asaz potente de Margot. No cree que el mismo esté involucrado. Se ha propuesto desaparecer. Es el litigio entre ser y no ser. La opción de volverse invisible, como el personaje de la historieta que aparece en las revistas de su abuela, con todas esas palabras que aún le son desconocidas. Fotografías de ciudades fantásticas, pinturas famosas. Y el delicioso perfume del papel sobado y las tintas coloridas.

         - No son de aquí - aclara la voz gangosa de Margot, refiriéndose a las revistas-. No las toques -le ordena.

         El niño cierra de golpe la revista y se esconde detrás de la cabecera de la cama; sabe que puede recibir un coscorrón, dado con el dedo gordo de la mano, toc-toc-toc. Ella, la abuela, fue una muchacha que cruzó mares, territorios ignorados, ríos inmensos, y un día se encontró con el amor.

         Allí hubo un engaño. Pues es cierto que el amor es un condimento ridículo del sexo. Y todo lo ve falseado. Porque son dos cosas distintas. Una se verifica en el cuerpo. La otra no tiene ubicación.

         Sin embargo, aquello estaba a un paso de ser perfecto. Algo que atrapa, lo vuelve a uno dependiente e instala un dolor agudo en la cabeza. El amor no es buen consejero, arruina el mejor juicio, arrastrando la razón a esquinas inconfesables.

         La perfección, a veces, resulta altamente peligrosa. El juego, la enmienda de un error, el deslizarse por una pendiente que no conduce a ninguna parte. La luz cegadora, el viento que hila la cabeza ausente. El poema que libera una señal.

         Ella sigue copiando en su cuaderno. Al traducir algún verso, tiene la impresión de que lo está haciendo nacer. No por la creación, sino a partir de la ilusión del espía.

         Alguien tiene que alegar imaginación dislocada o locura. Quizá deba sentenciarse y ya. Quien no tiene miedo a la muerte es libre. La vacilación es un producto de la duda.

         - No flaquees -se oye decir.

         Esa tarde ella miró fijamente a Rolando y le dijo:

         «Ojalá no sepas nunca lo que es la soledad».

         - La quinta tarjeta -agregó. Miró inquisitivamente, de nuevo, al nieto y se preguntó si había existido en la familia algún tipo de trastorno que se prolongara hasta el.

 

 

II

 

         Tomar un atajo al principio del viaje sin llevar nada es conservar en el interior cierto ímpetu. Una cuota de humor. Como todo guionista, el escritor no asoma sus narices; aún no se introduce profundamente en el texto; es inducido por las palabras a dejarse llevar. Por la línea que cruza y se detiene sin conducir a lado alguno.

         «No puedes imaginar mi desconcierto al concluir.» El orgasmo inútil. El semen que cae en el molde. La nota que el silencio oscurece y mata.

         «Se supone que debo conocer toda la historia desde el inicio o simplemente caminar con las frases que surgen y se escriben en un papel para dejar consignado el devenir. El transcurso.»

         Este es un trabajo de encontrar el hilo, los diversos personajes para ese tiempo de la representación que ocupará la escena con la escondida intención de dar con un final.

         Pero está siempre la oportunidad de olvidar o irse a otro sitio y suponer que uno puede valerse de varias opciones. Inventar un amor, un lugar fuera del lugar, una música que sustituya la que está en el aire.

         Y se devana la mente por encontrar cosas ocultas, intervenciones que señalen el camino de vuelta a casa. Dejar unas semillas a cada paso, o lo que es más seguro, piedras, porque las semillas podrían ser comidas por las aves y después será imposible regresar. La selva es inmensa e impenetrable.

         Tampoco hay suficiente tiempo para buscarlo perdido, para recobrarlo, subsanar el error. Entresacar la mala hierba y dejar la tarde libre de alimañas.

         Cuántas divagaciones en la cabeza de esta mujer, Margot, en el declinar de su vida. Atemorizada por el asalto de las preguntas constantes que se instalan dentro de ella, queda petrificada y no se anima a realizar movimiento alguno.

         Estoy desplazándome, piensa la mujer, como un fantasma propiciatorio en otro mundo.

         Creyó que no todo estaba perdido y necesitó una salida. Se abrió el telón: ahora se inicia, con el texto, un baile de disfraces. Los personajes del reparto están aquí.

         Cómo espantar lo superfluo y concentrarse en el folio correcto. Pues las divagaciones alteran el conjuro, insuflan un aire de distorsión. Intentan asumir una rara paciencia que instaure un desenlace, que señale algún itinerario no contagiado por la insania de los hombres. Intentan que nada se oponga. Que se vaya develando el corazón de los cuerpos: cáscara tras cáscara hasta llegar a la médula.

         No sabrás nunca lo que es la soledad, piensa.

         La quinta tarjeta.

         Todas estas conjeturas dibujan un extraño panorama. El paraje sigue siendo el mismo. Un amplio espacio verde, casi un pequeño campo desolado.

         Los vaqueros traen hasta aquí sus animales, los atan. A medida que los animales pastan se crea un círculo raleado alrededor del eje. Las hojas vuelven a aparecer, arrastradas por la mandíbula babosa que las mastica. Los caballos están sueltos, sus cuerpos de ataúd se mueven con mesura. Sus pieles tiemblan para espantar insectos molestos. Convocada por la lluvia, que allí escasea, brota una multitud de lirios minúsculos que manchan de amarillo el suelo. Allí acampan los circos ambulantes con sus fantoches, sus faroles chinos, un par de tigres cenicientos y esas mujeres de enormes tetas rosadas. El viento vuela sobre este lugar, levantando lo que encuentra a su paso. En las noches llega la neblina que refleja el resplandor lívido de la luna. Y las sombras. Sombras de sombras de pie, caminan. Se reproducen en una pantalla de cine improvisada en medio de esa intemperie, que arriba se ilumina con innumerables puntitos.

         Cae, a veces, una estrella. Un rayo que raya y se desvanece con la rapidez de un soplo.

         Margot se sienta en el umbral de la casa a gozar uno de esos momentos gratos.

         Apaga sus molestias. Aparta sus congojas. Debe sentirse libre para mirar más allá de sí misma. Siente el ardor que el sol ha dejado latente sobre el suelo. Una tibia sensación le sube desde los pies.

         El río, más allá, impone su poder, la correntada voluminosa desagua desde el Norte y busca la pendiente irremediable que se abre a su paso. Trae consigo la promesa de la lluvia, de las tormentas fragorosas que esparcen sus lampazos incendiados. Pero también la fragancia de la tierra; el olor al agua fresca de la tarde, que huye bajo el feroz manto del crepúsculo.

         Margot se aprieta el pecho. Le caen lágrimas. No puede convencerse de que sea ese sitio el que la ha arrebatado, ese sitio donde sin embargo se sabe extraña. Al que tiene la certeza de ser siempre ajena.

         Se dice a sí misma: «los hombres no tienen raíces».

         Ella cree que los aguapes que flotan en el río se hicieron para ella. También los llantenes, esas rosas de un verde pálido abiertas sobre el pelo del agua y que se estancan en las orillas. El canal los arrastra, y en Margot se enciende y apaga el deseo de ir con ellos.

 

III

 

         Las tarjetas poseían un extraño poder. Convocaban a una reflexión, a semejanza de los horóscopos. Inducían a contagiar la realidad con las palabras contenidas en cada pedazo de cartón. Podían incluso modificar el sentido, desviar el camino de la flecha, cambiar el objetivo. O asegurar el que se escogió, ubicado en el centro de su pecho. Le sugerían motivos más secretos.

         Un juego cercano a la nigromancia establecido sobre la base del cálculo supersticioso o la conjetura. La caja con las tarjetas fue un obsequio de la madre de Margot. El día de la partida, ya cerrados los baúles, que eran cuatro, ella no tuvo empacho en abrir de nuevo uno para extraer la caja. No era muy grande: del tamaño de un libro.

         Margot la destapó, aún abrumada por el gesto tan poco usual en aquella extraña mujer, desabrida y lejana. Adentro, puestas una sobre otra, dormían las tarjetas.

         - Cada vez que te sientas sola, lee una. Hay en ellas un dedo que viene a tocarte y te rescata - dijo la madre.

         Margot le agradeció sin palabras. Enfrentadas las dos en ese instante crucial, ninguna dio un paso hacia el cariño o la despedida. Esa distancia no siempre fue tal; hubo instantes de acercamiento, determinados por el dolor, la ausencia. Fue en los inicios y a instancias de Charles, su hermano más afín. Al que ella amaba.

         Ahora había volcado todo afán sobre su nieto, que parecía beber el suspiro que emanaba de ella. Había sacado la quinta tarjeta, referida a la soledad. Ella miraba a su nieto. El rumor, un susurrante aliento, era parte del ritual. Rolando nunca intentó saber si dentro del soplo que salía de la boca de su abuela existían palabras.

         Las palabras que no conocía. ¿O carecía de toda palabra?

         Una exhalación del ánimo, un fluido que la delata al sufrir el vano empeño.

         Y la vacilación, el miedo de no acertar con la tecla justa.

         Ahí estaban, para ayudarla, las tarjetas. Como las piedritas que señalan el camino. Como los consejos al azar. Su temor era escuchar, a través de ellas, la voz de su madre. Esa voz que detestaba y que acalló al abandonarla. A lo sumo, un acercamiento a través de las cartas. Esa escritura que llega demorada por la lejanía, y que carece de sonido y no obtiene contestación. O una respuesta a través de un emisario, su hermano. Lo cual era otra forma de eludirla.

         Su hermano actuaba de filtro.

         Era placentero recibir cartas de Charles: traían el aroma de aquel pequeño puente, sin barandilla, que atravesaba el canal, adonde los dos solían escapar. Reconoció que había rescoldos. Algo de nostalgia. Aún no podía decir adiós a todo.

         Corría por la vereda hasta descubrir el Sena, el olor de las embarcaciones, las palomas grises. La arena pegada a sus pies. El viento, puñal de hielo, temblor sobre la piel desnuda. En los días de nieve, metida en un abrigo esponjoso de lana ovina, se acurrucaba junto al hermano sintiendo el calor, el sudor ácido de su cuerpo. Ahora todo se había esfumado.

         Ahora lejos, al cerrar los ojos, podía ver las piedras macizas surgidas del río para sostener las vigas de metal que unen las márgenes y sostienen los puentes y las pasarelas.

         Olía la cercanía del hermano. La boca que exhalaba el vaho.

         Me abrazó de repente, me rodeó con sus brazos fuertes, me envolvió con el aroma de las ropas guardadas en el desván, piensa Margot.

         El tiempo se detuvo. Ella se apartó bruscamente y emprendieron el retorno a casa. Uno detrás del otro. En silencio.

         - Fue un hermoso momento -dijo él. Margot sintió que el corazón se le arrugaba.

         Ahora que recuerda ese momento, vuelve a sentir una presión en el pecho. Lo mismo le ocurre con Rolando. Ella no se imagina cuánto de Charles está presente en su nieto. Cuánto de ese nieto había estado en Charles. Buscaba las señales de ese parentesco, de esa ligazón. Lo que los unía. Lo que continuaba en Rolando.

         Margot alzó los ojos, la oscuridad se apoderó de ella. Corrían arriba rebaños de nubes quietas.

 

 

IV

 

         Rolando -le llaman Rolo los amigos- abrió los ojos, pero no quiso, no se enteró de la frase contenida en el papel. No se dio por enterado. Se precisaba mucho tiempo para considerarlo. Era la quinta tarjeta. Fácil de ubicar desde la primera, cuatro espacios y allí estaba. Cerrar con sus seguros las puertas, las ventanas, los postigos. El fin del hilo de luz, la derniére ranura. Margot decía le dernier regard.

         La mirada que huye. La última.

         - ¿Qué estás haciendo? ¿Qué recuerdas ahora?

         - No osó responderse.

         Salieron a pasear a Tom en la plaza. ¿Era una plaza? Más bien un amplio espacio verde cuyo límite hacia el Este daba con el río. Corrían. Tom corría y Rolando atrás, sin tropezarse. Era un ir y venir. Algunas veces descendían al trote hasta la playa, incluso hundían patas y pies en la arena, al borde del agua.

         Tom poseía un hocico formidable y unos dientes de acero. Su ladrido podía ser oído hasta más allá del pueblo.

         Aquel día ¿o no fue aquel día?

         Quizá haya sido otro, con el mismo calor y con el mismo sol agobiante, que enviaba rayos poderosos a una tierra resquebrajada y sedienta.

         Fue cuando la barranca cedió bajo los pequeños pies de Rolando y su humanidad fue a dar al río. Se hundió de una sola vez y luego, flotando, fue llevado lentamente por la corriente. Tom, que observaba el incidente, no dudó un instante. Saltó desde lo alto, nadó con esfuerzo inaudito. Cerrando su mandíbula, sujetó a Rolando por la chaqueta y lo arrastró a la orilla.

         Al despertar en la cama grande de la casa, Rolando percibió que había mojado la sábana, formando un círculo de humedad alrededor de su cuerpo. Oyó las alabanzas que la abuela dirigía a Tom por su osadía. Salvar a un niño a punto de ahogarse. Oyó la voz de la abuela:

         - ¡Es un héroe!

         La tarjeta 15: «Nunca permanezcas en la confusión».

         Pero ¿de qué confusión se trataba?

         Fue un accidente. Un mal paso. Mas aquello de la confusión resultaba muy vergonzoso y exigía una explicación, porque orinarse en la cama no era algo frecuente en su breve historial. La verdad, era la segunda vez que le ocurría. Recordó aquella primera, cuando dormía al lado de la ventana contigua a la galería que cubría la vereda. Una reja deshecha que parecía invitar a traspasarla.

         El frescor, el aroma de las guayabas maduras, de las madreselvas, lo embriagaban y sumían en duermevela cuando de un zarpazo entró por ahí un animal oscuro, una pelambre compuesta de mil alfileres que aplastó el mosquitero y, como si volara, volvió a retirarse por la misma brecha.

         Esa irrupción fue suficiente para despertar a Rolando y llenarlo de tal inquietud que le costó conciliar el sueño. ¿Podía ser ésta la confusión de la que Margot hablaba?

         Porque ambas anécdotas unen un espacio de inseguridad, una vacilación del ser, una extremada forma de estar expuesto. Quizá una entrega. Una transgresión emerge de ellas. Sonámbulo, hablando solo, manoteando el aire, Rolando dilapidaba con la mirada una ráfaga de viento clandestino, una luz parpadeante.

         Rolando buscaba la manera de eliminar la confusión y poder demostrar a su abuela la claridad, algo transparente y diáfano.

         Pero no era posible.

         Al mismo tiempo de estar consignada en la tarjeta 15, la confusión se instalaba en cada miembro de la familia.

         Implicarse es la forma de manipular el destino, pensó Margot.

 

 

V

 

         La representación intenta despejar las intenciones aviesas de superar el texto. De volverlo ininteligible. Hilvanando las frases con agujas.

         «No tomes el libro del estante. El estante se halla ubicado bajo la escalera.»

         «¡Vamos, Rolando! ¿Qué esperamos de la vida?»

         «No había qué contestar.»

         «Pero hay que mantener una relación poderosa con la realidad.»

         «Pisar con fuerza.»

         Importa más la imaginación. Pero la vida aquí es de segunda mano.

         Hay que respirar profundamente y no perderse en la orilla de las cosas.

         Eso de respirar debe hacerse al descampado, absorbiendo el aire que el río distribuye en la costa. Aspirar la humedad que sube por las fosas nasales, suavemente.

         Pasar del calor al frío. Establecer, en medio, las variantes. Los grises graduados.

         En el ojo, una luz atrapada. En el oído, sentir el silencio. Con las manos atadas a la espalda.

         ¿Y esas luces que viajan por el agua?

         Son las palabras. Pronto tendrán piernas, pies. Tendrán la posibilidad de arrastrarse. Buscar una mirilla redonda para encontrar a ciegas una mirada.

         Es que la esperanza no existe.

         Y esa es precisamente su fuerza: no creer.

         Envolverse con el toldo de las maquinaciones. Violar los límites. Meterse en el conflicto. Estar colgado justamente de los intersticios de ese texto lleno de imágenes irónicas, de extraños rostros sonrientes.

         Como en el teatro, la gente se maquilla: unos con los recursos de la comedia; otros, con la carcajada cotidiana, y todos ensamblan cada trozo en una suerte de patchwork interminable.

         Margot piensa:

         «Ir a un lugar donde no se conoce a nadie. Encontrarme, de pronto, sin mis paredes, sin mis puertas, sin mis calles, sin mis compañeros de colegio, sin mis hermanos. Parezco una pequeña mujer en disputa. Despegada.»

         No le dolió separarse de todo aquello.

         Nada era nada. Sólo valía quedarse.

         Poner entre dos partes un espacio inmenso. Y que durara. Tener la prueba palpable de que ella importaba.

 

VI

 

         Cada cual, en esa casa, iba por su lado. El abuelo no se apartaba de sus naipes: el solitario era para él una escapatoria. Sentado bajo la enramada, las barajas lo sumían en una nube de silencio. Margot lo despertaba, a veces, a fin de recuperarlo, pero la mayoría del tiempo le dejaba aislarse. Lo suprimía.

         Fuera de su trabajo, el hombre se transformaba en un animal macilento, un paquidermo gris, con ojos claros de los que huían las miradas.

         Margot disfrazaba su fastidio repasando el piso, limpiando sin cesar los muebles. Bombeaba el agua del aljibe y cantaba, canturreaba más bien, con un medio tono de murmullo sinuoso; casi imperceptible, caminaba por el escampado buscando flores que aparecían por entre el pasto. Largos paseos hasta el río. Se mojaba los pies en la orilla. Se hacía acompañar de Rolando.

         Al mirar el racimo de los mínimos lirios amarillos, de las yerberas rojas, de las liliáceas, se le vino encima un escalofrío.

         Se necesitan millones de años para crear una flor y sólo un minuto para matarla. Aun así las apretó contra su pecho.

         De vuelta a la casa las depositaba en un recipiente de porcelana china, al lado de la foto de Charles. Su pequeño altar.

         Cada mañana hablaba con el personaje retratado. Le dirigía miradas de reconocimiento. Y acudían en su auxilio los juegos en la granja de Boulogne-sur-Mer. Las escaleras de la casa de París, las calles por donde juntos corrían a comprar el pan.

         Esos recuerdos la llenaban de angustia y melancolía. El sopor le hacía estragos.

         Un día le dijo:

         - Ya estoy cerca.

         Otras cosas de ese tiempo las ocultaba en la trastienda de su memoria. Volvían, de pronto, a ramalazos, ominosos relámpagos, siniestras sensaciones que resbalaban sobre su piel.

         Una sombra de fuego fatuo, en el fondo de los ojos. Y las rechazaba.

         Trataba de reemplazarlas por otros recuerdos menos abominables.

         Detrás hay un muro, ambos lados están cubiertos por el pastizal del pueblo. Al fondo, el mar levanta olas inmensas y la nieve deposita en la orilla una espuma burbujeante.

         El calor levanta el polvo. Estas imágenes están cada una en un registro propio, que se superponen.

         - Soy Margot -dice ella-, encadenada a todas esas historias. Soy Margot, dividida en porciones. Soy Margot.

         Queriendo asegurarse de que no es otra persona y que tampoco es otra Margot.

         Ella misma, en un estado sujeto a la fragmentación, a sus mínimos requerimientos, delante de los objetos que colecciona. De lo que acopió para fabricar el escenario: el lugar, el marido, los nativos, el pueblo abandonado, y que en el tiempo transcurrido fue cosechando hijos, casas, nietos, ciudades, amigos. ¿Tenía amigos?, se preguntó.

         - ¿Tuve el valor de tener amigos?

         No quiso contestar.

         Se aferró al gesto de no abrir la boca. De internarse en un vacío. De diluirse.

         Salvo esa amiga que tenía en la capital, nunca se le conoció relación alguna.

         De pronto, en un resplandor, saltó la figura de Pilar, el mulato. ¿Pudo el haber sido un amigo?

         Ella lo niega, aunque fugazmente desea decir que sí. Lo niega y se convence de ello. Más, muy adentro, conserva una realidad diferente. Aquella que por no haberla vivido sólo existe en su interior. Un trozo intragable que le obstaculiza la respiración.

         Algo extraño atascado en su cuerpo y que no obedece a la orden de desaparecer que se le impone, que permanece allí convertido en piedra.

         - A la vuelta de la esquina me topé con un jaguar descomunal. Con sus patas de fieltro se desplazaba sobre el colchón de hojas con una enorme suavidad.

         Esto, dicho por Margot, parece una forma de eludir la realidad.

         «Sí, éramos muy pobres. Peor todavía. El aire fatigado. La imposibilidad de entender lo que deberíamos hacer.»

         «Dejándose llevar por las tendencias.»

         «No había otro sendero. No nos atrevimos nunca a pasar la línea.»

         «No pudimos superar el hastío.»

         «¡Gracias!»

         «No era mi padre este señor. Debo decir que se parecía a mi padre, pero no era mi padre. La semejanza siempre me ha perturbado.»

         «¡Gracias!»

         «Allí está mi padre. Sonríe. ¿Por qué me duele el costado izquierdo?»    «¡Gracias!»

 

 

VII

 

         Los viernes, día de pago, los hombres salen más temprano de los talleres. Padre e hijo acostumbraban regresar juntos, pero ese día no.

         Cada uno viene por su cuenta. Los viernes se ocupan en visitar Cadaverita, el prostíbulo donde se pasa una hora de juerga. Se bebe, se conversa; algunos juegan póker, escoba de quince, por dinero, que ese día cobran. También eligen mujer y se la llevan dentro de un cuarto.

         El padre se permite una hora, con el cuidado de no excederse.

         Pero es costumbre. Y los hombres tienen la virtud de callar esos deslices.

         El día último, sin embargo, el hombre bebió en demasía y se puso pintado y hasta agresivo. Le obligaron a trepar a la mesa y debió proferir todas las barbaridades contenidas en su mollera. Estaba totalmente desconocido. Nadie que lo viera en ese estado hubiera dicho que el de la mesa y el hombre circunspecto, callado y fiel esposo, eran una sola persona.

         - ¡Carajo! ¡Estoy harto de este lugar! ¡Pero vayamos al grano! -gritó, y saltando al piso se abrió la bragueta de la que emergió un turbulento pene en erección y a punto de eyacular. La gente se apartó hacia las paredes, no fuera que recibieran una salpicadura.

         «La diversión es suficiente, pero este colmo raya lo innecesario», pensó uno de los contertulios.

         Los otros fueron apagándose paulatinamente. Algunos se durmieron en los sillones de mimbre.

         Hay que aclarar que el padre estaba realmente harto de ciertas contingencias que le había deparado la vida, a las que aún no se puede acceder.

         Y no se puede acceder sencillamente porque el autor de este escrito no ha vaciado aún sus intenciones.

         No ha mostrado el desarrollo de la escena.

         Ha dejado sin ganas a un auditorio con percepciones banales, algunas aburridas.

         La realidad de la historia es sólo una colección de ráfagas descriptivas, cuyo acento está tan solo en la organización del lenguaje, en la potencia del pleonasmo, de las metáforas.

         «Voy por el filo de la navaja.»

         «O voy a despellejar las palabras.»

         «Comérmelas.»

         «Intenta seguir, a pesar de todo», le dice al lector.

 

 

VIII

 

         Atravesado por los íntimos episodios que en el pueblo suceden, el niño va pasando desapercibidamente de un día a otro, sin enterarse de nada.

         Esa noche cada quien debía portar una silla sobre la cabeza.

         La elegida por Rolando resultó muy pesada, por lo que la abuela trajo de su habitación la silleta para apoyar los pies.

         - Ésta te servirá -le dijo entregándole la silleta. Después tomó una silla del comedor, para ella. Se la puso sobre la cabeza-. ¡Vamos!

         - Yo no llevaré ninguna -se negó la madre de Rolando-. No pienso ir con eso en procesión -argumentó. Y concluyó ese rechazo con cierto desdén.

         - No te preocupes. Iremos Rolando y yo -Margot alzó sobre su rodete el asiento sosteniéndolo con la mano derecha-. Así lo lleva todo el mundo y salieron.

         La plaza -el pastizal de enfrente- estaba ya llena de público sentado. Algunos recién llegaban con sus sillas a cuestas, conformando una escenografía delirante.

         La abuela se ubicó atrás y mandó a Rolo al frente.

         La noche se iluminó en la enorme sábana extendida. Sobre el pastizal que lindaba con la playa, un hombre a caballo galopaba sobre las cabezas de los asistentes. El jinete, con las riendas bien ajustadas, se alejó por el camino polvoriento.

         Un horizonte sin nubes se prolongaba bajo un manto de infinitos puntos titilantes. Un cielo claro bajo un cielo negro. El aire hundía su hocico en la mancha ondulante del paisaje.

         No había árboles. Aquí tampoco. El viento traía sobre los cuerpos iluminados, absorbidos por la imagen que galopaba, el recuerdo del agua. Abajo, con una correntada pacífica, silenciosa, el río huía de sí mismo hacia el mar. Una placa de vidrio que se desliza suavemente, de la que escapa un fugaz rayo de luz.

         - Se han perdido al fantástico jinete -es la voz de la abuela dirigida a su gente cuando vuelven de la plaza.

         Ninguno se inmutó.

         Rolando devolvió la silleta a la casa de los abuelos.

         En el ijar un músculo plano se extiende y se contrae mientras el animal corre. El jinete le propina unos taconazos a cada lado para azuzarlo. Con unas espuelas estrelladas.

         - Lo hice casi igual aquella vez, pero con un cuchillo -recuerda Margot.

         «No añorar lo perdido», dice la carta 20.

         Salida de la bruma de la boca, con su gorjeo que arrastra un sonido gutural indefinible, la voz de Margot suena como la última sílaba de su propio nombre. También al andar semeja un gran fardo que se desplaza al compás de esa voz gangosa. Su castellano es recortado. Siguiendo el mismo sistema del lugar, no fluye; no busca concatenarse, unirse frase tras frase. Muchas pausas detienen las ideas, los objetos, las palabras; esos cortes o corchetes en el lenguaje obran también sobre sus gestos.

         - Tuve que aprenderlo para hablar con tu abuelo -le explica al niño. Como a Rolando esto le parece muy normal, no se hace ni idea de lo que fue para ella haber aprendido los severos idiomas del país. Aunque a decir verdad, habla mejor el guaraní. En éste no se le notan los diversos tonos que arrastra del francés. De todos modos, si hay algo que los separa es el misterio de ese lenguaje: Rolando intuye otro mundo englobado en esas palabras que no tienen sentido para él. Incluso cuando llama a su hijo mayor por su apodo, Petit, Margot llena la voz con efluvios; caricia de pequeña mora, de escaso y recóndito aroma. A pesar del apodo, Petit es un hombre grande. Nunca logró contrarrestar en su madre esa idea de su pequeñez.

         Sin que se diera cuenta, el tiempo iría rebasándolo, sin devolverle jamás la extraña dulzura que ella le prodigaba.

         Hay notas que no se comunican con palabras. De ahí el signo de esta carta 20: «No añorar».

         Porque la siguiente, la 21, dice: «Seguir adelante». De un día al otro. De un año al próximo. De una casa a la otra. De un país a otro. La necesidad de romper cadenas. La terrible necesidad de escapar. Miró a Rolando y le clavó los ojos. Unos ojos de un azul transparente, casi ciegos. El niño no puede reflejarse en ellos, sino verse atravesado como en un vidrio, o una gota de agua congelada. Oyó a su abuela articular palabras en ese idioma extraño. Se dejó atravesar.

         - ¡Qué silencio! -dijo al entrar la madre de Rolando. Traía verduras, cebollines y papas. Con la mano libre dio un golpe a la puerta. En ese momento todo fue roto. Cerrado el cajón. Clausurada la potencia del instante. La abuela, que se había arrodillado junto a él, cerró los labios. Se le dibujó sobre el rostro un pequeño tajo. Después se alejó.

         Su figura, asaltada por un temblor murmurante que nadie pudo descifrar, fue respuesta a una situación que la fastidiaba. Le bailaba la grasa en todo el cuerpo. Pensó de dónde había sacado Carlos a su mujer. Qué cuentos le metió en la cabeza. Qué hizo él para enamorarla y llegar al matrimonio.

         Pensó: participar en la boda fue harto difícil. Eso sí que fue un teatro insólito. Llegar hasta el altar, ella, que se había excluido de toda ceremonia religiosa. Ahora esos recuerdos se desvanecían. No podía tener una conciencia cabal de lo que hace tiempo había pasado. Aunque trata de ubicar cada momento de esa época, sus ideas toman siempre derroteros extraños, con una variedad de relatos.

         Una vía diversa y un sinfín de personajes paralelos.

         - Tráeme la caja -pidió Margot a Rolando. Éste abrió el cajón de la mesita de noche.

         - ¿Te importaría sacar todo el contenido y ponerlo sobre la mesa del comedor?

         Rolando alineó las tarjetas y las colocó en orden por números, ya que era lo único que podía entender. La caja estaba bastante ajada, con el brillo de aceites, sudores y lágrimas.

         Encontró una tarjeta sin palabras. En el medio, un dibujito que ocupaba todo el papel.

         - ¿Qué es? -preguntó.

         - Nadie lo sabe.

         - Es un rulo -bromeó Rolando sabiendo que el dibujo debía de tener otra explicación, la forma simple de un caracol de enigmas; no un mero círculo, desfasado y abierto.

         La línea contenía un temblor. Como si estuviera hecha por una mano que delataba la edad y un pulso no muy firme.

 

 

 

 

 

 

 

ATAJO, DE ESTEBAN CABAÑAS, LA NOVELA DE LA FATALIDAD

Por MARIBEL BARRETO

 

Al comienzo del relato aparece la expresión: “Tomar un atajo al inicio del viaje sin llevar a nada” (15); la palabra atajo como un presagio, como una premonición, el atajo conduce a la nada y luego en la última parte: “Sólo el inmenso río puede huir de este paraje… el agua busca un atajo, la pendiente para ir derramándose” (179). El atajo lleva a la pendiente, a la muerte, es la palabra clave, el signo de la fatalidad.La novela se inicia y termina con la palabra del título.

Un fuerte dramatismo envuelve el ámbito novelístico con la omnipresencia de la muerte, el intenso pesimismo. La protagonista, Margot, vive un laberinto existencial y el río como símbolo donde flota la muerte, celaje del principio y el fin. La sucesión de episodios trágicos y siniestros, la delirante sucesión de simétricos saltos cronológicos no imponen una fatalidad abstracta, sino resultan, al menos, en parte, precisiones hechas sobre la vida de los habitantes de Puerto Pinasco. No es difícil vislumbrar una cosmovisión amarga y negativa.

Esteban Cabañas, superando el pintoresquismo, resiste a la tentación de presentar un paisajismo edénico, aunque tiene a la vista la vasta selva y el caudaloso río, mira la estrechez del poblado y el tupido bosque que lo encarcela, mira a los pobladores y supera el falso dualismo maniqueo entre buenos y malos, entre justos e injustos y pasando por alto el ingenuo historicismo.

Densa de significado, rebosante de episodios violentos y salvajes, de personajes en los que las fuerzas demoniacas están mezcladas con las fuerzas del bien no en un mero afán de confusión, sino porque el relato llama la atención del lector, en las escasas reflexiones internas; en las que el texto se constituye en un alegato contra la explotación inicua, sin necesidad de discursos largos ni personajes que se expliquen unos a otros. El relator con absoluta autonomía en su creación desarrolla la novela siguiendo el lúcido delirio de Margot, la gringa loca.

La intervención del autor con voz propia en varias ocasiones no interrumpe la secuencia de hechos sino con el afán de actualizarlos y de acercarlos al lector o de crear ambigüedad: “Esta indeterminación obedece a una vacilación del malicioso escribidor, que para no frustrar a sus lectores, sigue manejando el hilo con las imperfecciones de rigor” (42). Lo de escribidor nos recuerda al recurso de Roa Bastos en su obra cumbre.

La ambigüedad como recurso se da cuando Margot intenta resolver sus discrepancias en las relaciones con los miembros de su familia, los disturbios en la comunidad o las discordias de su vida conyugal recurriendo a un ardid; que consistía en elegir una tarjeta de un cajón que había sido preparado por su madre, una especie de horóscopo que le servía de guía, al cual obedecía como a la Biblia.

 

DISTANCIAMIENTO TOTAL

Geográfico y cultural respecto a la patria perdida. Margot es una extranjera, la gringa que perdió a su patria, a su familia, a sus parientes, vive su soledad, que más bien es incomunicación, se convierte en la extraña: no pertenece a ningún lugar, ha perdido sus raíces y es rechazada en el lugar que eligió para vivir.

El sexo se revela como un recurso válido contra la incomunicación, como un camino que permite la evasión, incluso, de la angustia existencial que en ocasiones se presenta como una enajenación a la protagonista.

La reacción contra los tabúes sexuales, la desmitificación del sexo y su inserción en un contexto, ante la pérdida de las ilusiones y el triunfo del tiempo sobre los proyectos de los personajes. El tiempo marca la degradación de esa sociedad hipócrita que convierte a los habitantes en víctimas del bestialismo y de la violencia. La liberación de los tabúes sexuales trae consigo la liberación de otras formas de opresión social. Otro factor que opera para que los individuos se liberen mediante el contacto sexual es su soledad y su necesidad de evasión psicológica. En un párrafo se lee: “El amor es un condimento ridículo del sexo” (13).

El narrador presenta escenas en que la brutalidad sexual simboliza la degradación de la persona, el machismo y la agresión sexual. Esta novela enlaza la visión desesperanzada del narrador con la condición desgarrada del ser humano, dentro de un discurso novelístico que no pretende ser unívoco, sino que ofrece apertura a varias interpretaciones. En un intento válido de renovación, Cabañas presenta una realidad múltiple, insiste en las ideas de la fatalidad. En Pinasco, la ignorancia hermana a los hombres, la crueldad los destruye, la miseria los aniquila.

 

LA CASA COMO METONIMIA DE SUS HABITANTES

La casa de Margot es su propio reflejo, un desdoblamiento suyo, cada objeto, una parte de ella misma, el escritor no la describe en forma completa, sino que la muestra parcialmente en cada rincón donde ocurren las acciones fatídicas. El relator utiliza eficazmente el temor y la ambigüedad. En los últimos tiempos, sus desvaríos eran continuos, ella veía unas sombras movedizas que la seguían o la acompañaban, reconocíalas como las de su madre, su hijo, o las del mulato, una verdadera paranoia como reflejo de su intuición ante el peligro, siente el horror de las apariciones.

En la casa materna fue abusada por su padrastro y luego su esposo la violó durante cuarenta años. En una de las habitaciones ella prepara la muerte de su nieto, a quien no quiere abandonar ante la huida de sus padres que escapan de Puerto Pinasco, una noche, en búsqueda de su liberación. De ese lugar nadie sale si no se escapa, lo que significa unas veces libertad, otras veces la muerte en manos de los guardianes que recorren a caballo con sus perros para cumplir órdenes de los explotadores.

 

LA OMNIPRESENCIA DE LA MUERTE

Los hombres que trabajan en los talleres y en el monte son sorprendidos por la muerte en cualquier momento, viven con la visión minúscula del mundo y son estafados por una gran empresa que pone en primer lugar la ganancia basada en la explotación irracional que envuelve al trabajador en un contexto hipócrita, basado en la mentira, con una fuerte tendencia a ocultar la parte más noble de esos hombres explotados.

La visión sobre la situación de los pueblos indígenas es devastadora, tolderías míseras y hambrientas, hombres, mujeres y niños víctimas de enfermedades endémicas, a quienes asiste Margot como una forma de aliviar sus males, a sabiendas de que su esfuerzo aislado no será suficiente. Ella visita mensualmente a esos diversos pueblos indígenas curando sus enfermedades, vacunando a los niños y madres famélicas, restaurando heridas infectadas y enseñando cómo evitar que se mueran a causa de la suciedad aunque sin éxito, pues lo mismo se mueren. Ella se impone ese deber aunque sabe que la consideran una gringa extraña, una blanca amiga de los explotadores de su territorio ancestral.

El marido muere una noche, luego de haberla poseído brutalmente; ella lo encuentra horas después y en venganza con odio irracional comete necrofilia antes de abandonarlo en la habitación.

Después ella misma inyecta a su nieto inoculándole un fármaco letal, luego lo acomoda en una cesta, lo cubre con una manta, lo besa y lo despide depositándolo a la orilla del río donde ella contempla cómo es arrastrado por la corriente río abajo. El río, siempre el río, testigo de lo fatídico, de la desdicha, de la muerte.

El río como llamando a la muerte, el río como mortaja, el río liberador. Margot se sumerge en sus aguas, camina decidida a entregarse, parece la réplica de Alfonsina, se deja chupar por la corriente y navega flotando aguas abajo. Escenas muy fuertes, escalofriantes con que nos impacta la pluma de Cabañas, una vez más en el río viaja la muerte. Margot viaja hacia un tiempo inacabable.

La espesura también traga a los hombres; en la selva, los indios son asesinados a mansalva, es muy rotunda la denuncia del escritor sobre la matanza de indios en el Chaco. En el cuartel, los soldados reciben órdenes de aniquilar a los indígenas, el novelista nos muestra una escena espeluznante en que un soldado es premiado con la baja anticipada, gracias a que presenta la cabeza de un indígena envuelta con su poncho chorreante de sangre, pasaje escalofriante que interpretó como defensa de la vida y del derecho de nuestros pueblos ancestrales.

En conclusión: la novela trata de una gran variedad de motivos, la discriminación que sufre Margot, la extranjera, el machismo imperante en esa población donde la ignorancia iguala a los pobladores, ven a la extranjera como endemoniada por tener costumbres diferentes. La soledad tanto de Margot como del marido, ambos viven el amor en niveles diferentes, en que no es posible el entendimiento sino el sometimiento de la mujer. La destrucción de tabúes tradicionales como la presentación de todo tipo de escenas de sexo, infidelidad de la extranjera que tomó a un mulato como un objeto de satisfacción sexual, la indiferencia ante la muerte que se presenta a diario y que ocurre de las formas más inesperadas. También el autor hace referencia a las supersticiones, entre ellas a San La Muerte a quien recurre Margot junto con los huesos de un niño muerto; el tema de los huesos del angelito, común entre campesinos, ya había sido tocado por nuestro insigne escritor desaparecido, Helio Vera, en su cuento Angola.

El desvarío de Margot, su locura a causa de haber sido víctima del ataque sexual del padrastro, luego el hombre mayor que la posee después de salvarla de las coces de un asno, detrás de los talleres, luego ella decide quedarse en Pinasco y se casa con ese hombre cuando sus padres retornan a Francia, porque como técnico de los talleres tanineros ya había cumplido su contrato. Luego ocurre la lenta destrucción de su personalidad, pues ella flota permanentemente entre la cordura y la inconsciencia, sumado al gradual desapego de sus hijos por no brindar ni recibir cariño y, por último, su obsesión con su nieto Rolando, a quien considera de su propiedad, erigiéndose en dueña de la vida y de la muerte del niño. En su locura, cree que es necesario matarlo antes que dejarlo vivir sin ella. Locura progresiva, locura posesiva, Margot, enajenada, también decide eliminarse y se cierra la novela con su suicidio.

El lector encontrará en esta obra, sobre el dolor y la angustia, aspectos negativos de nuestra cultura, rasgos dolorosos de personajes bien definidos, referencias a episodios vergonzosos de injusticias contra los pueblos nativos del Chaco, explotación inicua de los trabajadores que se sumergen en el vicio para matar su soledad y su abandono.

Por último, afirmo que la obra de Esteban Cabañas, que ostenta El Premio de Novela 2012 “Augusto Roa Bastos”, es novedosa por la variedad de técnicas, por la claridad del lenguaje, no recurre a rodeos, pues el narrador expresa sin tapujos hasta las escenas más dolorosas. El novelista emplea una prosa que guarda en sí espejos de lirismo, en los que se refleja la imagen poética del escritor, aún para expresar el mal.

 

 Fuente: Suplemento Cultural del DIARIO ABC COLOR

Domingo, 31 de Marzo del 2013

Fuente digital: www.abc.com.py

 

 

 

 

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