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AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA

  LAS VIDAS DE LA VIDA II-DES-ARRAIGOS - Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA


LAS VIDAS DE LA VIDA II-DES-ARRAIGOS - Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA

LAS VIDAS DE LA VIDA

II- DES-ARRAIGOS

Por AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA

 

ARANDURÃ EDITORIAL

2007 (278 páginas)

Tel.: (595 21) 514.295

www.arandura.pyglobal.com

Asunción – Paraguay

 

 

 

 

 

 

 

A MANERA DE PRÓLOGO

LO QUE AUSBERTO RODRÍGUEZ SIENTE BAJO SUS TALONES

 

         Podría empezar esta presentación recitando unas frases del inolvidable señor Guevara de la Serna, en homenaje al Ausberto Rodríguez revolucionario, al socialista impenitente, perdón, al reincidente. Recontar desde la valoración de su testimonio -réplica de otros y otros testimonios de paraguayos que crecieron en la resistencia- su bellísima vida contenida en este libro. Pero he resuelto buscar otro camino. Menos obvio. Más identificado con mi curiosidad por resaltar la inmensa riqueza que vive en la palabra que camina en sus botas de "siete lenguas".

         Y lo hago desde este punto, porque creo que hay un aporte fundamental de Ausberto para el Paraguay enclaustrado que nos fabricaron las guerras y nos "empaquetó" la dictadura. Una lección para los jóvenes, que adosa al valor de escoger una idea política reprimida y perseguida el valor de enfrentar los signos de diversas culturas, respirar sus aires, beber su agua, contar la vida desde sus vidas...

         oh jinete de camello negro

         cae de nuevo y mantén tu juramento.

 

         En las lunas que embadurnan el sinuoso vientre del desierto se escucha a las muchachas cantar este canto, mientras sus hermanos más pequeños saltan entre las rocas jugando con la noche. Jugando con la noche.

         ¿Cómo se ve mi mundo desde otros mundos? Me pregunté varias veces mientras trataba de escribir una presentación para esta obra de mi querido amigo Ausberto. ¿Cómo poner otra lente, otro enfoque, al ancestral misterio de la despedida y el regreso?

         Busqué respuestas en El Libro de los Seres Imaginarios, una curiosa obra en colaboración de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero o, en "Donde empieza el desierto", de Michael Roes y en otros matrimonios entre lo mitológico y el viaje.

         Y mientras pulsaba en esta guitarra con teclas por lo menos dos notas para empezar, encontré que una buena forma era subvertir la "despedida-regreso" como sucedáneos de principio y fin (muerte y resurrección) tan omnipresentes en nuestra cristiana manera de mirar el mundo. No siempre volver es regresar como no siempre viajar es ir. Eso está tan claro en el pensamiento originario Tomáraho que recoge Guillermo Sequera en "La Resistencia Anticipada".

         "Cuentan que un día Holyiet salió en busca de nuevos lugares. Fue entonces cuando encuentra un lugar lleno de animales y se sienta en una piedra a mirar a los animales, pensando en los buenos tiempos que había pasado con su hermano".

         "Las Vidas de la vida" no es un manojo de anécdotas embaladas bajo un título más o menos llamativo; es un diario de vida y una bitácora al mismo tiempo, desde donde el autor y su entorno juegan la más clandestina comedia del mundo posmoderno. Esta que devela que la diferencia entre Bill Gates y Agapito González es algo más que la falta de oportunidades; esta que llama "miseria" a "la economía abisal" de los libros del Fondo Monetario Internacional.

         Esa polaridad que tanto niegan los globoconsumistas (o defensores de la "próspera" globalización); ese prófugo y contumaz Lázaro de nuestros días que se escapa del cementerio neoliberal gritando a quienes quieran oírlo: ¡soy la ideología, no me mataron con éxito!

         Esta obra es una deliciosa manera de recorrer los rumbos de la idea política de un mundo rebelde, con la utopía de una comunidad mundial justiciera; marcha de gente, mucha gente, entre laque vemos a Ausberto Rodríguez, el estudiante-periodista-esposo y padre, quien nos facilita esta lectura desde un sitio que todos conocemos: la incertidumbre pero la esperanza.

         Lo hace desde un caminar muy sabio (y esta es otra lección para nuestros jóvenes), inmerso en las culturas locales, mezclado en las urdimbres revolucionarias de Montevideo, de polizón diplomático hacia Cuba, o bebiendo un meloso café turco en un mercado de El Cairo, pero siempre desde allí, sin entregarse a ese limitante amarre "retornero" del "techagaú" que amilana, encierra, aísla, a muchos paraguayos en el exterior.

         Un valor ejemplar de "Las Vidas de la vida" de Ausberto Rodríguez en su segunda generosa entrega constituyen las vivencias de un "hombre concreto" -como gustaba decir el gran Mons. Ramón Bogarín, otro viajero- de un ser humano nacido en el Chaco paraguayo, por tanto, lejos, que un día se encuentra escribiendo artículos para el próximo noticiero en el Piso 27 de Radio Cairo, en Egipto. El recorrido vital del autor no tiene nada que ver con el turismo, con el glamour de un picoteo superficial de "lo mejor" de cada sitio, sino supone el inconmensurable esfuerzo del ser humano por convivir con el otro, enriquecido en el otro, en el lugar del otro y recogiendo fuerzas e ilusiones de la poesía del otro.

         La reseña vivencial y ricamente presentada en imágenes y construcciones narrativas del recorrido político de un tiempo inolvidable en la historia del mundo latinoamericano con la Revolución Cubana y las ramificaciones nerviosas de este gesto en todo el cuerpo continental es un aporte vital de este libro, que ofrece nuevas alternativas para leer los acontecimientos desde la mirada de un estudiante, tan cargada de utopías y ganas de ver cambiar la historia. Ausberto no era cualquier estudiante: era ¡un estudiante de los sesenta!; por tanto, un joven universitario de ese sitio en la historia del mundo cuando hicieron el amor los jóvenes y política.

         El libro aporta al movimiento socialista desde esta provocación de entender la tarea como fundada en el ser humano con sus convicciones y propósitos altruistas, pero también con su necesidad de ser feliz, de crecer en el amor, de escribir una canción recordando un sitio. "Mi casa rodante con dos patas", se llamaba el mismo Che, al escribir a Alberto Granados, el "gitano sedentario", como lo bombardeaba con su cariñosa ironía. Hay muchos "gitanos sedentarios" en el proceso de la lucha política. Hay muchos hombres y mujeres que se entregan a la teoría de un mundo nuevo, a la ingeniería de una nueva realidad pero tienen enormes dificultades técnicas para desalojar la yerba de la guampa del tereré. "Las Vidas..." nos enseña cómo "la militancia" no es un circo que se lleva a la gente sino una experiencia que ayuda a interlocutar con el mundo. Una oportunidad a la que se opone el sacrificio, la recolección y el intercambio de saberes.

         Hay otras cuestiones que quiero rescatar ya no sólo del libro sino de su autor porque son atributos que se encaminan como los ratones del Flautista de Hammerlín, hacia una irremediable extinción: Ausberto Rodríguez es un docente de la Lealtad. Si no ha sido fácil para él graduarse en esta profesión cargada de sobresaltos, la "Maestría" que también le adorna ha sido ya un sacrificio innecesario para una comunidad muy cargada de multifaciales histriones grecos. Yo soy testigo. Lo he visto en el último lustro mirando muchos seres superiores de nuestra fauna (o sea, aquellos que alcanzaron a erguirse parcialmente) preguntando sorprendido: ¿pero Ud. no había dicho lo contrario?

         Ausberto Rodríguez -me disculpará él y su querida familia, pero debo decirlo-, es un inadaptado histórico: Es honesto. Es coherente. Es humilde. Es un apasionado de la autoformación. Es rebelde ante la injusticia. Está comprometido con la causa de los desfavorecidos. Es un apasionado trabajador. Ama a su familia. Generalmente no miente (salvo en sus desvaríos sobre la suerte de cierto club franjeado) y por sobre todo es buena gente. Por ello sus dificultades de adaptación las salva con prudencia que más que una apuesta a la resignación viene a ser otra virtud que lo adorna.

         "Las Vidas de la vida", no deja de tener un mensaje muy significativo para los cultores de la comunicación social, y aunque fuera lógico pensar que el aporte más nítido es la coherencia, podríamos encontrar también que existe una entrega diáfana e ineludible que recoger como legado "ausbertiano" al mundo de nuestro quehacer periodístico de hoy: el ardor por el conocimiento. Ojalá podamos encontrar en este testimonio de vida esa fórmula que nos motive a la nutrición de conocimientos, evitando esa lamentable tendencia de muchos compañeros de ruta que en proezas casi houdinilícas son capaces de sobrevivir seis meses en la profesión, sin leer un libro. Y al mismo tiempo que llame a las escuelas de periodismo a un replanteo serio de la calidad del aterrizaje profesional que se provoca, ubicando el conocimiento general como un resultado esperado del proceso formativo. No podemos transmitir el mundo sin conocerlo.

         Debo testimoniar aquí mi alegría porque trabajamos juntos con el autor en la producción y la conducción de un programa en una importante emisora en Asunción y demostramos que en Paraguay otro discurso radiofónico es posible... por varios meses.

         Al mismo tiempo hemos sido testigos de cómo sitios donde ayer se abrevaba la resistencia contra la opresión, el totalitarismo y la injusticia en Paraguay si no están en paulatina retirada se encuentran en ardorosa fuga.

         Y por último, Ausberto Rodríguez nos recuerda -con todo respeto- que en este mundo de hoy mareado por el tiovivo cada vez más "vivo" de la acumulación y las apetencias crematísticas hay islas de decencia, que persisten pese a que no están de moda y cuyos habitantes suben todos los días en el colectivo de la vida a ofrecer esas baratijas orladas de valores, amores, perdones. ¿Quién no soñó un mundo así, no? Con líderes de países, clubes de fútbol, iglesias, partidos políticos, medios de comunicación, que fueran, al mismo tiempo, buena gente.

         Yo sé que hoy el autor, al entregarnos esta obra ya siente nuevamente bajo sus "talones el costillar del rocinante", y volverá al camino con su "adarga al brazo", para entregarnos una tercera parte impostergable, y cuando ella llegue será como cuando Whitman se obstina en que se comprenda que estas historias nos pertenecen y explícita que "es vuestra canción la que vais a escuchar".

 

         Augusto dos Santos

         Sur del Paraguay, 9 de abril del 2007


 

 

VUELOS Y REVUELOS

 

         Son los últimos días de marzo de 1972, y el verano montevideano comienza a apagarse. Desde el mar, el otoño sopla un viento frío y seco, los días van perdiendo su brillo estival, y las hojas de plátanos tapizan las calles de la ciudad.

         Doce años atrás, nadie hubiera podido imaginar el salto (o sobresalto) que está dando mi vida; una suerte de segundo exilio, hacia mundos desconocidos e inciertos. Miles de imágenes recorren mi retina, otros tantos pensamientos se arremolinan en mi mente, y sentimientos encontrados se apretujan en mi alma.

         Desde la angosta ventana de mi cuarto contemplo la fracción de geografía uruguaya con la que he convivido durante todos estos años, y alguna que otra cara amiga que pasa y me saluda, ajena por completo a las vivencias que me inundan en este instante. Mientras, dentro del apartamento, la brigada familiar, en medio de un tenso silencio, va de un lado a otro ordenando enseres, libros y documentos que conformarán el bagaje de mi inminente partida.

         Salgo a la calle, y me despido de algunos amigos del barrio. Fernando, el farmacéutico de la planta baja, gallego frío y flemático, apenas sonríe y me desea suerte; la Pocha y la Coca, las vecinas de al lado, que me abrazan en silencio, en el reducido espacio de su quiosco; Carmen y Dino, los despenseros de la esquina, me miran con ojos humedecidos, me abrazan fuerte y también me desean suerte, casi sin hablar. Más allá, a la vuelta, Popona, mi "paciente", me asegura, llorando, que nunca encontrará un Practicante que le controle la presión arterial, le aplique inyecciones, y le escuche sus demás penas, como yo. Sé que esto no es verdad, y se lo digo, pero ella insiste. "¿Quién podrá tenerme tanta paciencia como vos?", me dice, con la cara bañada en lágrimas.

         Esto es precisamente lo que quería evitar. Nunca pude acostumbrarme a las despedidas, pese a las muchas que he tenido que sufrir en mi vida. Puedo soportar con entereza las situaciones más adversas, pero las despedidas me derrumban y me reducen a mi expresión más frágil. Toda vez que me despido o despido a algún ser querido siento una desgarradura, el desprendimiento de una parte de mí mismo.

         Regreso a casa. Mis equipajes están ya junto a la puerta, y toda la familia sentada alrededor de la mesa del pequeño comedor. Menos Ernestito, que sigue dando vueltas, entretenido con algunos juguetes, sin comprender la razón de este súbito cambio en la rutina hogareña. Algo intuye, sin embargo; es lo que presumo, por lo menos. Porque me salta al llegar, me rodea el cuello con sus pequeños brazos, y se acurruca en mi hombro, sin "alvar" nada. Porque él tiene apenas dos años, y no sabe que "hablar" se escribe con "h" y "b" larga. A esta altura de su vida, se mofa de algunas reglas ortográficas y gramaticales. "Me lele el estámbolo", dice, por ejemplo, apretándose la barriguita, para explicarnos que le duele el estómago; "¡Paiaio con puntula nooo!", grita desaforado, cuando aparece el payaso pintarrajeado que su "tío Oca" contrató para su cumpleaños; "¡Lempe Lampo!, ¡Lempe Lampo!", grita, haciendo coro con los grandes, y agitando la bandera del "Frente Amplio" en los luminosos días de la primavera del 71, cuando creíamos estar a punto de alcanzar las estrellas con la coalición de izquierdas uruguaya.

         No es raro que me salte al cuello, como ahora. Lo hace con frecuencia. Pero hoy siento que lo hace de manera diferente, que en ese gesto está volcando todas sus interrogantes, todas sus dudas, toda la angustia que lo invaden por dentro. Siempre fue de expresarse más así que "alvando". Yo lo conozco.

         Marita, ya con signos de su incipiente embarazo, el rostro contraído y los ojos enrojecidos, llora por fuera, pero sé que por dentro está contenta. La coyuntura es difícil para todos, particularmente para ella, pero se abre para nosotros, como familia, una perspectiva de vida más prometedora

         Como hace doce años en el Paraguay, el Uruguay me va cerrando ahora, una tras otra, sus puertas, en uno y otro sentido. No puedo retomar rumbos en mis estudios, mi relación con la medicina está virtualmente empantanada, el clima político se enrarece progresiva y peligrosamente, y nuestras posibilidades de realización humana y matrimonial se estrechan cada vez más. Se abre entonces, con el desafío presente, un ancho cauce por donde discurren nuestra ilusión y nuestra esperanza de espacios y tiempos mejores.

         Mamá, desde su diminuta figura, resumida por los años y los sufrimientos, vive con extraña entereza este segundo desprendimiento del hijo varón. Siento también que desde sus lágrimas emanan rayos de fuerza y luz para el nuevo camino que tengo por delante. En su admirable intuición de mujer sencilla y profunda ve, tal vez, que esta circunstancia me aleja de peligros inminentes y me acerca a escenarios más seguros para reorientar rumbos y seguir creciendo. Acepta resignada esta ruptura de mi penoso romance con la medicina y el inicio, ya a nivel profesional, de mi relación con el periodismo. Sé que todas estas cosas pasan por su quebrantada mente, como también que su corazón se estruja dolorosamente. Soy consciente de la pena que le estoy causando, pero mi dilema es de hierro: o persisto en los planes originales que me trajeron aquí -virtualmente truncados desde hace demasiado tiempo-, y corro los riesgos de seguir en un Uruguay que ya no es, en donde la rebeldía empieza a ser pagada también con la prisión, el exilio o la muerte, o me voy, a través de este atajo inesperadamente abierto en mi destino.

         Yo decido irme. Lo hago con una angustia similar a la vivida hace doce años, cuando dejaba mi tierra para venir aquí. Dejo en esta geografía física y humana lugares y seres que ya forman parte de mi vida. Dejo, como sabe decirse, una "segunda patria", cuya suerte hice mía, con sus penas y alegrías, y en donde aprendí tanto y me hice hombre. Me voy con el sufrimiento redoblado: el acunado por la añoranza hacia mi patria lejana y castigada, y el que me inspira este Uruguay irremediablemente condenado a transitar tiempos de intolerancia y opresión similares a los de mi país natal. Pero me voy también con la porfiada esperanza de que, más temprano que tarde, mis hermanos uruguayos recuperarán su país perdido, y volverán a abrir sus amplios ventanales de libertad para apreciar, sin restricciones, la realidad propia y la del mundo.

         Mis hermanas, Minas y Ñoñó, no pueden ocultar su angustia al ayudarme en la preparación del viaje. Mis cuñados, Luis y Oscar, tratan de matizar la tensión reinante con chistes y bromas. Y hacen bien, porque los minutos se hacen cada vez más difíciles, a medida que se acerca el momento de la partida. Creo que también ellos sienten esta separación. Después de todo, más que hermanos políticos, somos compañeros y amigos, y juntos hemos compartido muy solidariamente las aventuras, venturas y desventuras de los últimos años. Ellos son garantía firme para el apoyo de la madre, la esposa y los hijos que dejo, cualesquiera sean las circunstancias. Y esto me ayuda, y mucho, para no mirar hacia atrás y concentrar todas mis fuerzas en el desafío que tengo por delante. Dudo seriamente de que, sin estos pilares de sostén, mi nueva aventura hubiese sido posible. Por eso, ahora que los veo así, en estos instantes de tensa espera, rodeándome afectuosamente, quisiera abrazarlos muy fuerte y jurarles que, si fallo en el intento, no habrá sido por cobardía ni debilidad, ni falta de empeño... y que, si todo sale bien, el logro habrá de ser compartido por todos; un tributo al amor fraterno que nos une.

         Mis sobrinitos, Joselo y Marianita, más chiquitos que Ernestito, no comprenden nada, y sonríen con ojos vivaces cada vez que los miro y les digo algo. Veo mucha alegría en sus inocentes miradas, y quiero creer que los niños saben ver la vida con un optimismo que los adultos a veces perdemos con los golpes y avatares de circunstancias presentes. Oscarito, apenas está cumpliendo dos meses, y duerme plácidamente en su carrito, claramente decidido a asistir con total indiferencia a todo el barullo imperante a su alrededor. Ninguno de ellos, seguro, me reconocerá a mi regreso, ¡sabe Dios cuándo!, aunque, con los años, me irán imaginando con las mil y una anécdotas que les contarán sus padres y la "Tata paraguaya".

         Mis compañeros, hermanos, Raúl Gil, Nucho Garcete, René Báez y Pibe Guerrero también están aquí, firmes, como siempre, para ayudarme y darme fuerzas. Raúl y Nucho viven en Montevideo desde hace años; René y Pibe, en Buenos Aires, pero pasan por mi casa con frecuencia. Son hijos adoptivos de mi madre, y hermanos míos en ese amor compartido, y en el dolor y la esperanza comunes de jóvenes exiliados que somos. (No hace mucho, antes de imaginar siquiera este distanciamiento, solos en casa, sentados en el comedor, le leo a René la carta de despedida del Che a sus hijos, y terminamos llorando calladamente. Nunca le había visto llorar a René. Él también tiene a sus hijos lejos, y, ese día, de su tronco de roble y de su callada forma de ser, resumieron lágrimas incontenibles... y puras; y me conmueven, y quedan humedeciéndome el alma para siempre).

         Mientras veo y pienso y siento todo esto, los minutos corren, llegan los familiares de Marita, y con ellos la hora de partida hacia el aeropuerto. Nos repartimos en dos o tres autos, y rumbeamos hacia avenida Italia. A mitad de camino, Ernestito, quien va con su "Tata padaguaya", llora y exige desconsoladamente venirse conmigo, que voy en el auto de Jaime, cuñado de Marita. Esto termina por quebrarme, y llorando y abrazados llegamos a destino. Aquí, Ernestito toma plena conciencia de lo que está pasando: papá se va, y no se consuela con la promesa de que muy pronto se volverá a reunir con él. En ese inútil afán de consolarlo se pasan los minutos finales hasta la hora de vuelo, y llorando recorro la distancia entre los últimos abrazos y el avión.

         Ya a bordo, sentado en mi mullido asiento, puedo ver, allá lejos, al núcleo familiar con los brazos y pañuelos levantados hacia un punto imaginario. Ellos no me pueden ver. Yo sí. Sobre todo, puedo fijar la mirada hacia una cabecita de cabello rubio intenso que trata vanamente de ubicarme detrás de una de las diminutas ventanillas del inmenso "Jumbo" de "KLM" que se dispone a despegar. Ellos no pueden verme ni escucharme; porque si el ruido es así aquí adentro, me imagino lo que ha de ser alla afuera, con el trueno cada vez más infernal de las turbinas.

         Pero es mejor que sea así; estoy llorando como un niño (o como un hombre), y no quiero que me vea nadie. Ni esta señora que viaja a mi lado, quien seguramente me ve muy "entero" detrás de mis oscuros anteojos. De pronto, me siento suspendido en el aire y dibujando un círculo sobre Montevideo, antes de enfilar hacia el norte. ¡Cuán inmensa e inabarcable era cuando caí sobre ella hace doce años, y cuán chiquita va quedando atrás, ahora, cuando voy dejándola! Antes de extinguirse entre las nubes, miro fijamente y comprimo con un cinturón visual a esta ciudad en la que tanto amé y a la que tanto amo. Y así, como un manojo de flores, llevo su imagen y su recuerdo apretados en los lazos infinitos de mi retina y mi memoria.

         La dama que va a mi lado no habla una pizca de español, y con mucha misericordia trata de entender mi rudimentario inglés o mi balbuceante francés. Eso equivale a que durante muchas horas tendré por únicas compañías el monótono andar de este monstruo volador, algunos diarios y revistas argentinas, las rutinarias atenciones de dos amables azafatas de nacionalidad indefinible, y los "Pall Malls" sin filtro que voy fumando uno tras otro. Esto último me permite, al fin, el primer signo de comunicación seria con mi compañera de vuelo, quien abre su cartera negra, y saca y me regala una caja de los "Winstons" con filtro que fuma ella. Una forma elegante de expresarme que ya no soporta el humo de los míos. Yo entiendo el mensaje, y se lo acepto con gusto. "Muchas gracias, Señora", "Merci beaucoup, Madame", "Thank you very much, Madam". Me río por dentro, y esto me ayuda, por unos instantes, a aliviar la mente y el corazón de toda la tensión que estoy sufriendo.

         No es la primera vez que viajo en otro idioma. Hace seis años, recuerdo, tuve que hacer una vuelta al mundo similar para ir a Cuba, tratando de eludir el rígido control que la "CIA" norteamericana ejercía, ejerce, sobre quienes se atrevían, se atreven, a visitar la "Isla maldita". Era entonces secretario general del Centro de Estudiantes Universitarios Paraguayos en el Uruguay (CEUPU), e iba a representar a Paraguay en el "IV Congreso Latinoamericano de Estudiantes" (IV CLAE). Viajé junto a cinco compañeros de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU), y eso fue pura jarana, pura alegría, sin lágrimas ni tensiones.

         - ¿Minerraluorer? me preguntó aquella vez la atenta azafata de la "Swissair", al iniciar el vuelo.

         - No, gracias. Sí le agradecería un vaso de agua, le respondí yo. Y mis compañeros soltaron la carcajada.

         - ¡Si te está ofreciendo agua, "paragua"!, me gritaron, en coro, muertos de risa, y yo los miraba a ellos y a la gentil aeromoza sin entender nada.

         Ahí aprendí, y para siempre, que "Minerraluorer", significa "Mineral water", en el inglés de fuerte pronunciación yanki, lo que a su vez significa "Agua mineral", en español. Lo cierto es que aquella vez sacié mi sed, amplié un poquito más mi horizonte pueblerino, y anoté una simpática anécdota de viaje que sirvió por mucho tiempo de cargadas con mis compañeros uruguayos. Y ahora mismo me estoy riendo al cruzárseme aquel recuerdo por esta mente abrumada de penas, incertidumbres y preocupaciones, como una forma de defensa levantada por esta atormentada cabecita mía.

         Pero ya estoy más canchero, más fogueado para este tipo de vuelos, y le entiendo perfectamente a la azafata cuando me pregunta si prefiero un "whisky", un "vermouth" o una gaseosa. Me inclino por el "whisky". Sé que puede contribuir a aliviar esta opresión que siento en el pecho. Prendo uno de los "Winstons" y así, entre un trago y una pitada, voy observando el universo de figuras dibujado por las nubes que sobrevuelo. Hay de todo allá abajo: ovejitas, osos gigantes, gusanos enormes, árboles cubiertos de nieve... de todo.

         No sé qué hora es cuando me despierto con todas las luces encendidas y me acercan la bandeja con la cena. Tampoco ahora me entusiasma la variedad de comiditas envueltas que me ofrecen a bordo. Comiditas de juguete, cubiertos de juguete, en bandejitas de juguete. Porque es verdad; las comidas de los aviones no son más que eso: bocados de entretenimiento para las horas suspendidas en el aire hasta el regreso a tierra firme... y a las comidas de verdad. Cumplen sin embargo, y muy bien, su finalidad. Sobre todo para mí, que creo no haber probado bocado en todo el día, debido al nudo en que se me convirtió el estómago. No estuvieron mal el "whiskycito" y el sueñito para desanudar angustias y tensiones, ni el refrigerio con el que me despiertan, ni el cafecito que me ofrecen ni este segundo "Winstons" que enciendo. Estoy mejor.

         Con mucha dificultad me abro paso para ir al "toilette". Regreso a mi asiento, y con dificultad similar mi compañera de vuelo encoge las piernas para permitirme reocupar mi lugar. ¿Va a ser así durante todo el viaje? La situación me incomoda más a mí que a ella, que sigue concentrada en la lectura de su libro en un idioma desconocido. Lo miro de reojo, y presumo que es en alemán. Sí, es en alemán. Me lo confirma ella misma, cuando le pregunto su nacionalidad, holandesa, y el idioma en que lee.

         Afuera es una oscuridad total, y adentro una semipenumbra, alterada aquí y allá por diminutos reflectores que apuntan hacia algunos pasajeros que van entregados a la lectura. Yo ya no leo; mi compañera tampoco. Reclina hasta el límite su asiento, y rápidamente se queda profundamente dormida. Trato de hacer lo mismo, pero no puedo conciliar el sueño. En mi cabeza soñolienta se agolpan ideas, pensamientos, recuerdos, imaginaciones, que no me dejan espacio para vencer el estado de vigilia. Hice mal en dormirme antes. Debí haber reservado el cansancio y la tensión para liberarlos ahora, en la larga noche que me espera. Pero me quedo así, con los ojos cerrados, y oyendo respiraciones profundas y ronquidos a mi lado, enfrente y atrás, con el telón de fondo del suave y monótono zumbido del avión.

         En realidad, no sé exactamente qué rumbo tomamos; si vamos hacia el norte o hacia el este. En medio de los quebrantos últimos, no pregunté en la compañía la ruta de vuelo o el itinerario, o lo que sea. Pero la lógica y la experiencia anterior me indican que seguramente vamos hacia Rio de Janeiro, escala obligada para los vuelos transatlánticos. Pese a haber dejado de ser la capital del Brasil, en 1960, Rio sigue siendo hoy, doce años después, la ciudad de mayor atractivo turístico de ese país de casi 90 millones de habitantes, y del sur americano todo, y es el punto insoslayable de las líneas aéreas internacionales.

         Lo que sí ignoro por completo es la primera escala europea, antes de llegar a Ámsterdam. En mi viaje anterior, la ruta seguida fue Montevideo-Rio-Lisboa-Zurich. Y desde Lisboa le envié una postal a la "abuela portuguesa", mi vecina de Montevideo, que me adoptó como nieto, y en cuya casa comía con frecuencia. Nunca comí en mi vida "sancochos" tan sabrosos como los preparados por la "abuela portuguesa", vieja dulce y simpática, cuyos ojos azules se velaban de húmeda nostalgia toda vez que nos hablaba de "sua terra" lejana. Y nosotros, con Poupée, su nieta verdadera, decíamos estupideces y hacíamos monerías para sacarla de su añoranza.

         "Abuelita querida: aquí va, desde "sua terra", un cariñoso abrazo de su nieto paraguayo. Esto es muy lindo, abuela; el aeropuerto, por dentro y por fuera, está cubierto de plantas y flores, y sus colores y aromas hablan de toda la ternura que hay en su gente", le decía en aquella postal. Me contaron después, a mi regreso, que la "abuela portuguesa" no pudo contener las lágrimas al recibirla y leerla. Ella ya tenía las pupilas resecadas de tanto llorar la prematura muerte de "Totito", su pequeño nieto, al caer de su bicicleta y llevar la cabeza contra una piedra, cuando apenas tenía 9 años. Esta era una historia recurrente en nuestras charlas con la abuela y, no sé, pero quiero creer que ése, el de Totito, fue el lugar que ocupé, aunque más no fuera veladamente, durante los años vividos y convividos cerca de ella, en el apartamento de la calle Agustín Sosa, muro de por medio.

         Sí, la dulce y cadenciosa voz que nos dio la bienvenida a bordo al despegar de Montevideo, y nos indica cada tanto que hay que abrocharse o desabrocharse los cinturones, anuncia nuestro próximo aterrizaje y una breve escala en el aeropuerto "Galeäo", de Rio de Janeiro, la antigua capital política, y la por siempre "capital de la alegría" de Brasil. Aquí, la propia gente tiene aspecto multicolor, carnavalesco: blancos, negros, rubios, mulatos ("todos mezclados", diría Nicolás Guillén). Los ojos, las sonrisas, las ropas de colores abigarrados, alegres, y el fuerte aroma de café que impregna los inmensos salones nos dicen, sin la más mínima duda, que estamos en tierra brasileña.

         Me ubico en uno de los mullidos sillones que dan hacia la iluminada pista, y mato el tiempo observando su incesante movimiento, y el de la gente que va de un lado a otro o se detiene, abstraída, frente a los mil y un escaparates en los que se exhiben y venden los más diversos artículos, y exóticos productos de la variada artesanía local. Recuerdo que aquí, en este mismo aeropuerto, a nuestro regreso de Cuba, hace diez años, en un breve y emotivo acto, se despidió de nosotros Francisco Juliäo, líder "das Ligas camponesas" del empobrecido nordeste brasileño. Nos juró que seguiría sin desmayos "sua luta" al frente de los sufridos campesinos nordestinos, y que la próxima vez nos esperaría, en este mismo lugar, pero ya en un Brasil liberado de la dominación extranjera y de la pobreza secular. Poco después, sin embargo, supe que decidió abandonar su país, y su lucha, para radicarse en Cuernavaca, México, ante la imposibilidad de sostenerse en Brasil, por el hostigamiento y la persecución de la dictadura militar. Porque esta ya no es la tierra de Janio Quadros, quien debió renunciar a la presidencia, por presión de los militares, tras su entrevista con el Che Guevara, en 1961, ni la de Joao Goulart, depuesto en 1964, por un golpe de Estado castrense, debido a su tolerancia con las fuerzas revolucionarias y progresistas brasileñas que iban cobrando un peligroso desarrollo.

         Esta es ahora la tierra de los uniformados y, aunque no se los sienta aquí, en este colorido lugar, se los presiente en el inusitado despliegue de efectivos militares y policías en los exteriores de esta enorme terminal aérea. Me recuerda al Paraguay que dejé hace doce años, y al Uruguay del que me voy alejando. Todo el sur del continente se va tiñendo de verde, que no es de esperanza, sino de miedo. (¿Qué habrá sido de aquella linda brasileñita, dirigente de la "UNEB", Unión Nacional de Estudiantes del Brasil, que conocí en La Habana, en mi primer viaje a la isla, hace diez años, y que me decía: "Nos somos hermaos na luta antimperialista". Y yo lo que quería ser de ella era, además de eso, "un poco más que eso", pero... una argentina, con mucho menos "carga ideológica", y mucho más "impulso afectivo" le ganó, me ganó de mano. ¡Qué escena me hizo la porteñita al verme un día, en nuestro recorrido por Cuba, charlando muy entusiasmado con la brasileñita! Pero, en fin, aventuras que hoy están muy atrás, perdidas en el recuerdo, y sepultadas bajo los amores presentes que ahora van conmigo).

         No, nuestra próxima escala, antes de llegar a Ámsterdam, no es ni Lisboa ni Zúrich, sino Fráncfort, ciudad alemana industrial y bancaria por excelencia: "La patria de Goethe", según mis escasos conocimientos geográficos e históricos. ¡Cómo hubiera querido aprovechar más las magistrales clases de Geografía Universal del profesor Paiva, allá, en los lejanos años del 5° curso del Colegio Nacional de la Capital, de Asunción!

         El profesor Paiva nos exigía aprender de memoria el mapa y los límites de los países, y la historia de las ciudades más importantes. "Dibuje el mapa de España", ordenaba. "¿Donde nació Cervantes? ": "En Alcalá de Henares", contestábamos. "¿En qué año", replicaba, sobre la marcha: "En 1547", respondíamos. "¿Dónde murió?": "En Madrid". "¿Dónde está ubicada Madrid?": "Aquí". "¿En qué año murió": "En el año 1616". "¿Cuál fue su obra más importante?": "Don Quijote de La Mancha". "¿Por qué lo llaman también 'El Manco de Lepanto'?": "Porque perdió la mano izquierda en la batalla de Lepanto". "¿Y dónde queda Lepanto?": "Aquí".

         ¡Qué tortura hermosa! ¡Cuánta enseñanza! ¡Cuánta utilidad, ahora, que voy dibujando geografías distantes y distintas con mis propios ojos, y no simplemente con la imaginación! ¡Gracias, mil gracias, profesor Paiva! ¡Toda la bronca y la humillación que sentía cuando fallaba en sus incisivos interrogatorios, se tornan hoy en una inmensa gratitud, un cariñoso reconocimiento hacia su particular y exigente forma de ayudarnos a descubrir "El mundo ancho y ajeno", de Ciro Alegría, de aquellos tiempos. Gracias a eso, hoy tengo a ese mundo ante mis pies, al alcance de mis manos y de mis ojos. Ya nada me es tan ancho ni tan ajeno... aunque quede aún mucho mundo por recorrer, mucha gente por conocer y amar.

         La noche, aquí adentro, es larga, oscura, y su silencio sabe a zumbido ensordecedor e implacable, que por momentos se torna insoportable. Lo combato con recuerdos, con los ojos cerrados. Hace rato que mi compañera guardó su libro, apagó su luz y se echó a dormir. Todos duermen. No hay nada que ver ni adentro ni afuera. Sólo yo sigo en vigilia, con la mente revuelta en mis circunstancias de ayer, y de más allá de ayer. ¿Qué estará haciendo mi gente? ¡Cómo quisiera volar hacia atrás y meterme en la cabeza de Marita y Ernestito, de mi madre, mis hermanas, mis cuñados, y mis amigos y compañeros! ¿Sentirá Marita un alivio a nuestros últimos, confusos meses? ¿Sobrellevará bien su incipiente embarazo? ¿Estará gestándose sana Tania, si es nena, o Ramiro, si es varón, en medio de estos golpes emocionales? Porque Tania, o Ramiro, tiene apenas tres meses en la panza de la madre, pero ya tuvo la fuerza para instalarse en nuestros planes... y alterarlos.

         Nadie preveía su llegada hasta poco después de recibir los pasajes para viajar a Egipto con toda la familia, es decir, Marita, Ernestito y yo. "Si es así, yo le recomendaría que viaje primero usted solo, y después su esposa y sus hijos", me aconsejó, ante la buena nueva, el Embajador egipcio en Montevideo. "Porque, a pesar de que allá todo está asegurado para usted, Egipto es un país distinto y le llevará un cierto tiempo para adaptarse. Sólo por eso" me dijo el señor Nabil Reda, en una de nuestras últimas conversaciones.

         Ya éramos amigos, después de tantas visitas a la Embajada y de haber rendido y aprobado allí el concurso para el cargo de redactor, traductor y locutor del Departamento Latinoamericano de Radio Cairo, la emisora oficial de la República Árabe de Egipto, que voy a ocupar. A Marita no le gustó nada la idea de que viajara solo, pero tuvo que resignarse y aceptarla. Con estas cosas no se juega. Aquí o allá pueden surgir imponderables, y no nos perdonaríamos las consecuencias de algún inconveniente. Me voy solo, entonces, con todo el peso que significa esta separación imprevista y dolorosa. Es mejor así... aunque se sufra mucho.

         Nunca supe cómo hacíamos para caber tanta gente en el reducido espacio del living-comedor de nuestro pequeño apartamento. Un día, Orlando Agrelo, el vecino del piso de arriba, me encontró en la escalera del edificio y me preguntó: "Perdoname la curiosidad, Puki; pero decime, ¿cuánta gente había anoche en tu casa?". "No sé, 13 o 15, no sé", le contesté. "¡Ese apartamento es de goma!", me dijo, asombrado pero afectuoso, y salimos a la calle riéndonos.

         Y así estamos ahora, encimados, charlando y jaraneando alrededor de la mesa, o sentados en las sillas, en el sofá-cama o en el suelo. Estamos todos juntos, amigos y compañeros paraguayos y uruguayos, hasta que la conversación se hace en guaraní puro, y Luis Caprario, uruguayo, salta y reclama: "¡Chééé, paren un poco paraguas, tradúzcanlo, que nosotros no entendemos un carajo!". Estalla la risotada general, y Ernestito, que juega solo en un rincón, salta, espantado de susto, y se prende al cuello de la madre. "¡Pobre ángel! ¡No pasa nada, estamos jugando nada más, mi rey!", le dice Marita. "Dámelo, pobre criatura, es que está muy nervioso y asustadizo por la ida del padre", dice mamá, y se lo lleva hacia el cuarto, a consolarlo. Y yo, que estaba allí, pero en realidad aquí, volando, me despierto sobresaltado, inquieto, me reacomodo en mi asiento, miro a los costados, veo la claridad del amanecer por todos lados, y escucho el anuncio de que estamos acercándonos a destino.

         Estamos llegando a Ámsterdam. Ni me había percatado de la escala en Fráncfort, y no puedo liberarme de la pesadilla. Los sueños son premonición de algo, pienso, y desde el hotel le escribo a Marita, angustiado: "Temo que esto sea el presagio de todo lo que me espera en estos ocho meses de separación que tenemos por delante"; le digo, y le recomiendo: "Cuidá mucho de él, cuídate mucho vos. Desde que los dejé me asaltan temores hacia vos y Ernestito. Cuídense mucho. No olvides que estoy partido en dos, tres, cuatro pedazos, y todo cuanto pueda ocurrirles a vos, a mamá, a Ernestito, su hermanita o hermanito que viene, a todos, me preocupa mucho, a cada instante. Contame siempre la verdad, por dura que sea. No me ocultes nada", le insisto, en forma casi enfermiza.

         Presiento que todo lo que veré en estas escalas de cinco días entre Ámsterdam y Londres no tendrá ningún sentido, y hubiera sido mejor, mucho mejor, volar directamente a El Cairo, con la menor demora posible, impregnarme rápidamente de mis nuevas tareas, e iniciar, sin más trámites, esta nueva etapa de mi vida. Eso, seguro, me hubiera evitado tensiones y sobresaltos innecesarios. ¡Qué me importan la casa de Rembrandt, los mil y un Museos, los terrenos ganados al mar ("polders" le llaman), los canales, ni nada! Además, aquí en Ámsterdam aterricé con el "pie izquierdo". Se celebran las Pascuas, la ciudad está abarrotada de turistas de todo el mundo. Sólo consigo hotel por un día, hace un frío de mierda, y llueve copiosa e ininterrumpidamente.

         No importa, me digo. Mañana me voy a Rotterdam a ver a Arturo Navarro (amigo uruguayo, hijo de paraguayo), que hace un posgrado allí. Paso con él un día y medio y regreso a retomar el vuelo hacia Londres. Pero, ¡oh sorpresa!: Arturo no está, se fue a pasar estas fiestas a Copenhague, y no regresa hasta la semana próxima. Le tiro a su compañero de apartamento la idea de quedarme aquí el breve tiempo que necesito, le entrego la carta de su familia que llevo, me deshago en explicaciones y súplicas, pero no hay caso. La negativa es rotunda. Estoy en Europa, sin duda, no en América Latina, en donde todo se resuelve "entre amigos". Aquí la desconfianza es total, y no hay lugar para este tipo de gauchadas.

         Doy unas cuantas vueltas por la ciudad, no tanto para "matar el tiempo" sino por desatino, porque el tranvía me lleva y me trae, en su circular itinerario, mostrándome tres o cuatro veces los mismos lugares, hasta dar finalmente con el "Central Station" donde desembarqué a mi llegada. Tomo el tren y regreso a Ámsterdam. Después de todo, de tanto recorrerla a pie durante todo un día, esta ciudad me es más familiar. Pero en el hotel tampoco hay indulgencias. Pese a mi insistencia y mis ruegos, sólo me permiten dejar mi equipaje en conserjería. Ni siquiera aceptan que pase la noche, fría y lluviosa, en uno de los sofás del amplio "lobby", que fue mi último pedido.

         Salgo a dar otras vueltas por el Centro, en busca de un hotel de refugio, me toma la noche, y me encuentro ante un restaurante con un enorme y colorido toldo de lona en la vereda, alrededor de cuyas mesas veo juntarse un número cada vez más grande de personas, en su mayoría chicos melenudos y chicas de indumentaria desaliñada. Desanimado por mi agotadora e infructuosa búsqueda, opto por la misma alternativa, y me instalo en una de las sillas disponibles, junto a unos jovencitos de edad y nacionalidad indefinibles. Más tarde me entero de que son polaquitos, de entre 16 y 18 años, que cruzaron "a dedo" toda Europa para llegar acá y pasar las Pascuas. Me entero también de que, en Ámsterdam, estas fiestas son muy tradicionales para los europeos y congregan, año a año, a miles de turistas, y que el drama del alojamiento también es conocido por estas fechas.

         ¡Quién me mandó a mí hacer escala aquí, justamente aquí, por estas fechas! ¡Nadie en la "KLM" me advirtió de este inconveniente! Accedieron simplemente a mi pedido de acomodar mi itinerario para sacarle el mayor provecho posible a mi vuelo. ¡Maldita sea la hora! Tengo los pies ensopados y helados, y las pesadas ropas totalmente humedecidas. Mis compañeritos polacos son una ayuda formidable, sobre todo por la botella de "vodka" que me invitan a compartir, y que me hace entrar en calor rápida y milagrosamente. Chusmas, como los mejores latinoamericanos, me codean cuando tres francesitas, muertas de frío y cansancio, se acercan al improvisado refugio totalmente colmado, y cuatro alemancitos se levantan, les ceden sus sillas y les ofrecen sus pesados abrigos. Mis compañeros y yo pensamos enseguida que detrás de ese gesto vendría, por contrapartida, alguna "pícara propuesta". La noche fría y lluviosa, y el promiscuo hacinamiento, eran circunstancias por demás propicias para lances de este tipo. Sin embargo, nada. Los alemancitos se tendieron al piso, y las francesitas se pasaron durmiendo plácidamente en sus respectivas sillas. ¡Qué bofetada a mis prejuicios criollos!

         Amanecemos con la melodía de un solitario gaitero de colorida indumentaria, típicamente escocesa, que viene cruzando la plaza sobre la que está el restaurante virtualmente sitiado por nosotros. Me llama la atención, y al mismo tiempo me sobrecoge el cuadro de este solitario músico abriéndose paso por esta plaza y estas calles ornadas de tulipanes. En todas partes hay lugar para el romanticismo y el esparcimiento espiritual. Sin duda.

         Comer en un restaurante, aquí, no es asunto fácil. Rebasa sensiblemente lo que me permite el magro presupuesto establecido para este "minitour" europeo, y hasta hoy me he pasado a base de croquetas y empanadas de puestos de venta callejeros que son como tragamonedas. Les echás unos centavos de florines y, ¡zás!, te salta a las manos eso que estás pidiendo. "Eso", más unas papas fritas, untadas con abundante mostaza, que te venden en cucuruchos de papel en otros puestos de venta de atención "personalizada", dan para pasar unas horas, un día, pero finalmente resultan aburridos e insuficientes. Más aún con el frío que hace... y la lluvia que no cesa. Por eso, al pasar por enésima vez frente a este restaurante, con sus coquetas mesas cubiertas de manteles color cuadrillé rojiblanco, sus distendidos ocupantes, sentados frente a humeantes sopas de tomate, no resisto a la tentación, me meto adentro y pido lo mismo. Sé que es una transgresión peligrosa a mi economía, pero no me importa: el hambre por venir no es lo mismo que el hambre presente, que ya está, y no perdona. Después se verá. Pero ¡qué bien me hace esta sopa, roja y espesa, para el hambre y el frío que cargo! (Si alguna vez me preguntan qué fue lo que me quedó de Ámsterdam, responderé, sin vacilar, con esta vulgaridad: la sopa de tomate).

         Voy anticipadamente al aeropuerto, en donde, por unos centavos de florines (porque aquí al peso o al guaraní le llaman "florines"), podés afeitarte, ducharte y cambiarte la ropa humedecida que llevás puesta desde hace casi dos días. Ahora estoy fresquito, por el frío que hace y por el reparador baño que me di. Llegaré renovado a Londres, mi próxima escala.

         Sin embargo, la sorpresa ingrata se presenta: al despachar mi equipaje, el funcionario, con "cara de pocos amigos", descubre algo que vengo ocultando a duras penas: mi bolso negro, que no tiene nada de "hand baggage", e insiste en pesarlo junto con la valija. Finalmente cedo a su exigencia, y se descubre que mi "equipaje de mano", con mis libros, diccionarios y otros materiales de trabajo, pesa ¡16 kilos! Conclusión: debo pagar por exceso de equipaje unos 30 dólares. ¡Un golpe mortal a mi maltrecha economía!

         Seguramente, esto repercutirá directamente en mi estómago durante mi estada en Londres. ¿Cómo haré para recorrerla, conocerla, ver el Big-Ben, el Museo Británico, el Palacio de Buckingham, y otros atractivos de los que he oído hablar y maravillarse tanto a tanta gente? Lo haré a pie, y veré los lugares que no exigen erogaciones muy onerosas. Tendré que sacrificar la cultura ante el altar del estómago. No es cuestión tampoco de vapulear demasiado mi ya golpeado organismo. Tengo por delante un compromiso muy grande, y debo enfrentarlo, desde el inicio, con toda la energía posible.

         Pero sucede que debo pasar indefectiblemente por Londres para solucionar un problemita del pasaporte. Llevo recomendaciones para gente amiga de la embajada paraguaya para que me prolonguen su validez y le añadan hojas, porque ya está casi expirando y cuenta apenas con un par de hojas disponibles. ¡Toda una historia de los paraguayos con pasaportes expedidos en el exterior! Su aspecto es deplorable (semejan más a una libreta de almacén que a un documento de viaje), tienen escasas páginas para visados, y una validez de sólo un año. Una forma con que la dictadura mantiene "cortitos", bien controlados, a los ciudadanos de la diáspora, sobre todo a los que, de una u otra manera, la enfrentamos desde afuera, denunciando sus crímenes y tropelías, organizándonos para combatirla, apoyando a nuestros compañeros de adentro. Porque todo esto se sabe. No hay paso que demos que la dictadura no lo sepa, a través de una red muy bien tejida de "pyragües" ("soplones") dentro de las principales comunidades paraguayas del exterior: Argentina, Brasil y Uruguay... y en cualquier lugar del mundo. Y su método funciona, y muy bien, porque vivir y andar por el mundo con documentos así es una pena, una dificultad permanente, así como la necesidad inevitable de "reportarnos" regularmente ante la representación diplomática correspondiente. Somos ciudadanos libres bajo estricto control, lo que se puede llamar "en libertad condicional", dondequiera que estemos.

         Es hermosa esta vista del aeropuerto de Ámsterdam, y de la ciudad misma, desde esta altura en que me encuentro. Desde el cielo puedo observar mejor su sinuosa silueta, las lenguas de agua que la penetran, o las lenguas de tierra que lamen el mar. Por algo la llamaban "La Venecia del Norte". Estoy cruzando el Mar del Norte desde la "joroba" de Europa, hacia esa isla que, más que un país, es centro de un poderoso Imperio, cuya riqueza y fuerza se forjaron gracias a su extraordinario desarrollo industrial y a su imponente flota mercante y de guerra, alcanzados a expensas del despojo de la materia prima de otros pueblos del mundo en los siglos XVIII y XIX.

         Mi propio país fue víctima de la codicia imperial británica, y su trágico desenlace fue la guerra de la Triple Alianza de 1870, cuyas nefastas consecuencias se sienten hasta hoy. Porque no hay que engañarse: esa guerra no fue para liberarnos de una tiranía, como pretendieron hacernos creer los historiadores ofíciales de la posguerra, sino para acabar con el "mal ejemplo" que representaba un Paraguay que venía ensayando un modelo de desarrollo independiente y genuino. La mentira siempre ha sido un arma de dominación de los poderosos, y ha acompañado siempre al "garrote y la zanahoria" para imponer sus políticas y designios. Pero, mi sed de mundo no repara en consideraciones políticas, históricas o ideológicas. Yo quiero conocer, inclusive aquellos lugares desde donde nos dispararon tiros mortales a fines del siglo pasado, y abrieron el camino de décadas de infortunio. ¡Hace 102 años! ¿Y no decían que "no hay mal que dure cien años"?

         Atrás dejo ese inmenso "camello", con su cabeza en la península ibérica, su joroba escandinava, su abultada panza en la región central, sus patas en la "bota itálica", y su cola en los flecos dispersos de Grecia y sus islas. Voy hacia ese desprendimiento geográfico del Viejo Mundo, al que se llega habitualmente por ocupaciones económico-financieras puntuales o, como es mi caso, por curiosidad expresa y porque, ciertamente, es uno de los puntos desde donde los vuelos a Egipto son más frecuentes. No hay que olvidar que, por muchos años, Gran Bretaña tuvo puestos sus pies y sus garras en la antigua tierra de los faraones, que cuenta con las fibras de algodón más codiciadas del mundo, y con el canal de Suez, la vía más rápida y económica para unir Europa con el mundo árabe, la India, Ceilán... en fin, el Occidente con el Oriente.

         Me lleva poco menos de una hora este salto sobre el Mar del Norte, desde la capital holandesa hasta la City. ¿Setenta, cien kilómetros? No sé. Calculo simplemente esta distancia basándome en los casi treinta kilómetros del Canal de la Mancha, que une las costas franco-británicas.

         Pronto, la turbulencia que hace temblar el avión y las espesas nubes que veo abajo, nos dan señales claras de que estamos por aterrizar en "Heathrow", conocido, por las especiales medidas de prevención exigidas por sus condiciones atmosféricas habitualmente desfavorables, como "el aeropuerto más seguro del mundo". Damos algunas vueltas sobre Londres antes de pisar tierra, porque, además, esta es una de las terminales de más intenso tráfico aéreo internacional, y aquí se llega solamente por mar o por aire.

         Este no es el aeropuerto de Rio, sin duda, ni siquiera el de Ámsterdam. Aquí la flema inglesa impone sus reglas desde el vamos. Estamos todos, encolumnaditos y calladitos, haciendo cola para los controles de rigor. Un silencio extraño reina en sus inmensos salones. De hecho, aquí hay tres aeropuertos en uno, y su movimiento es incesante, aunque ordenado y calmo. Arrancar una palabra o una sonrisa a estos funcionarios de migración y aduana es un mérito histórico. Te miran fijamente a la cara, escudriñan tus ojos, inspeccionan tu documento hoja por hoja, página por página, a luz y a trasluz, hasta que, al final, sin prisa alguna, te lo sellan, y te sueltan con un seco y poco convincente "Wellcome".

         Yo, con mi pasaporte raquítico y deslucido, me arrugo por dentro esperando lo peor. ¡Menos mal que tengo en mi agenda los teléfonos de la embajada paraguaya y los nombres de algunos funcionarios por cualquier inconveniente! Pero no hay problema, y paso. ¿Y ahora? No sé. Tomo mis cosas y me encamino hacia uno de los "Exits" señalados por las flechas. Afuera, en uno de los prolijos andenes veo unos enormes ómnibus amarillos y, con mi deshilvanado inglés, me aseguro de que van hacia la "Town". En el "Bus Terminal" me informo de algún hotel cercano, subo a un taxi y me voy, con la tranquilidad de tener medio camino andado.

         Lo barato y lo caro son valores o conceptos relativos. Depende del mundo en que vivas o te muevas. En nuestros países, por ejemplo, un hotel barato significaría un tugurio de mala muerte, de escasas comodidades y dudosas condiciones higiénicas. En Europa, en cambio (por lo menos en las ciudades ya conocidas, de las que puedo dar fe), un hotel barato puede no tener lujosos salones con selectos cuadros colgados de sus paredes, espectacular mobiliario, costosas arañas colgando de amplios techos, exóticas alfombras, habitaciones principescas, etcétera, pero sí cuentan con todo el confort necesario para alojarse cómoda y dignamente en él.

         Y en uno de ellos, ubicado en el corazón de Kensington, estoy alojado, por orientación de un amable funcionario de la oficina de turismo de la Terminal de ómnibus. Es la hora del descanso, pero, primero que nada, de un reparador baño de inmersión en esta impecable bañera tendida a mis pies, como una amante en actitud de entrega, para entrar y quedarme en ella todo el tiempo que quisiera. Como suspendido entre nubes, cierro los ojos para no ver mi entorno, y vuelo sobre los mundos que dejé atrás, las almas que aprendí a conocer y amar, y hacia la tierra y los seres a cuyo encuentro voy: el misterioso Egipto cada vez más cercano, lleno, para mí, de desafíos e interrogantes. Pero me tengo fe, y estoy seguro de que sabré vencer retos e incertidumbres y, sobre todo, hallaré la fuerza necesaria para sobrellevar la tristeza del reciente desprendimiento, y los largos meses de soledad que me esperan.

         No es cuestión tampoco de quedarme dormido aquí, con todo el cuerpo sumergido en esta bañera. Son las cinco de la tarde y, pese a este cielo londinense perennemente nublado, afuera hay alguna claridad, e invita a salir. Despliego ante mi vista el mapa que me acaban de entregar, y trato de ubicar el punto de la ciudad en que me encuentro, y puntos de interés turístico más cercanos. Me interesa fundamentalmente ubicar "Crownwell Street", la calle de la embajada paraguaya.

         ¡Dios es grande, "aprieta pero no ahoga"!, y siempre pone al alcance de las manos una tabla salvadora. ¡Estoy a sólo cinco cuadras de la embajada! Hoy daré unas vueltas por aquí cerca, y mañana, a primera hora, estaré visitando a mis compatriotas y solucionando mi problema de documento. Con eso sólo, mi escala londinense habrá cumplido acabadamente su objetivo.

         El aspecto de esta zona de Londres es monótono, sencillo, pero lindo, como los "Rolls Royces" que hacen de taxis, uniformes en su línea cuadrada y en su color negro. Los edificios son todos parecidos, con sus entradas replegadas hacia adentro, y un pequeño espacio libre para el infaltable jardín cubierto de flores. La geografía humana sí, rompe, ¡y cómo!, la monotonía física. Junto al clásico, sobrio y elegante aspecto de los caballeros y las damas, están los jóvenes de cabezas rapadas o cabellos policromáticos, indumentaria deshilachada y andar suelto y despatarrado, ajenos totalmente a las pautas de la tradición y costumbres de este país, conocido por el buen vestir y los modales medidos de su gente. Pero ellos irradian libertad y felicidad por todos los poros. Allá van, solos, en alegre silencio, o en bulliciosos y divertidos grupos. Y eso es saludable.

         Le vienen bien a esta Inglaterra almidonada estos toques de transgresión y rebeldía. Yo me divierto mirándolos. Ellos son los contestatarios de la Europa desarrollada y, a su manera, contribuyen a la aspiración y quehacer comunes de una transformación de este mundo injusto y desequilibrado en la distribución de su inmensa riqueza. Son seguidores extremizados de los "Beatles", y continuadores moderados de los "Hippies" de la década pasada. Cuestionan el "establishment" dominante del norte, como nosotros, en el sur, el mezquino "orden establecido", y cantan a la paz, como nosotros a la guerra, aunque venimos de perder duras batallas. Ellos lloran un "Mayo francés" que no fue, una "Primavera de Praga" que no pudo con el invierno de la "Nomenclatura", y estigmatizan un socialismo que quedó congelado y sin alegría detrás de los Urales. Nosotros seguimos con el corazón herido por la muerte del Che, Fabricio Ojeda, Otto René Castillo, Javier Heraud, Luis de la Puente Uceda, Guillermo Lobatón, Camilo Torres, Jorge Ricardo Masseti, Paco Urondo, Líber Arce, Susana Pintos, Hugo de los Santos, Juan Rotela, Ignacio Talavera y tantos otros hermanos caídos en combate en los últimos años. Pero, aquí como allá, "están firmes nuestros pies sobre la tierra", y "está intacta la fe que no se rinde".

         ¿Es cuestión, acaso, de sumar más tristezas a las que ya cargo encima? No. Mi horizonte está hacia adelante, no hacia atrás, y arranca de este presente, aquí, solo y lejos, y de este estómago que me reclama. Esta pizzería no está mal. Debe ser barata, digo, por los jóvenes desaliñados que la ocupan. Igual, después de una larga caminata por los alrededores de Kensington, y de un viaje de ida y vuelta en tren subterráneo ("subway " le llaman acá), por no sé qué zonas de Londres, estoy de nuevo cerca de mi hotel. Pido una "napolitana", que es la que mejor conozco, y una gaseosa. No pago mucho, y mi estómago, mi organismo en general, quedan muy agradecidos.

         Regreso a mi hotel, me acomodo, y escribo una larga carta a Marita; la tercera o cuarta, no recuerdo, desde que salí de Montevideo. En realidad, no son cartas, más bien extensas "elegías" a la soledad, la tristeza y la añoranza. Sé que le hago muy poco favor con lo que le cuento, pero ella está con Ernestito (y Tania o Ramiro adentro), y rodeada de familiares y amigos. Yo, en cambio, ¿hace falta decirlo?, estoy solo en medio de mundos y rostros desconocidos, indiferentes a mis circunstancias y, como siempre, ella ha de ser la depositaria de mis penas y alegrías, de mis tribulaciones y esperanzas. Sé también que terminará riéndose de muchas de mis desventuras en este recorrido a tientas por estos lugares. Eso le hará bien, y eso me alegra. Total, cada día que pasa es un día menos que queda hasta nuestro reencuentro. Esta ha sido siempre mi "filosofía de vida" frente a todo empeño por alcanzar algo: no importa lo que queda por hacer, sino lo que ya se ha hecho; siempre falta menos. Y así encaro los meses que restan para el momento en que podamos volver a estar todos juntos.

         Dormí bien, y me levanto mejor. Con este suculento "English breakfast", con jugo de naranja, revoltijo de huevo, jamón, queso, mantequilla, mermelada y dos tazas de café con leche, tengo para varias horas de estómago satisfecho... y algunos chelines de ahorro. Salgo a la calle y enfilo hacia la embajada. O no leí bien el mapa, o "Crownwell Street" no está muy cerca como me pareció anoche. Pero, ¿quién dijo que en estas calles uno puede caer muerto y nadie se detiene a mirarlo? Una pareja de ancianos, abrazados como adolescentes enamorados, advierten que busco algo, o que estoy perdido, y se me acercan y preguntan. Les explico, y me acompañan un par de cuadras hasta dejarme frente a la embajada. Los veo alejarse contentos con esta obra de caridad, y yo los despido agradecido, muy agradecido... y sorprendido. No, no es verdad: esta no es una sociedad fría, indiferente. Diría, simplemente, que es medida, sobria, de una amabilidad austera. "Thank you, Sir; thank you, Madam; thank you very, very, very much".

         Es la anécdota con que me presento a Graciela Scorza, secretaria, al capitán Juan A. Pane, cónsul, al Lic. Numa Alcides Mallorquín, embajador, y a un grupo de cinco o seis compatriotas que ocupan su despacho, tomando "tereré". "Esta es tu casa, mi amigo. Aquí nadie te va a preguntar de qué color sos para sentirte en ella como lo que es: tu casa. Basta que seas paraguayo, y listo", me dice el embajador, y rompe así cualquier barrera o prejuicio que pudiera tener. Me sumo al ruedo enseguida, y doy largas explicaciones sobre mis circunstancias, y el motivo central de mi visita a la embajada.

         - No hay ningún problema. Dame tu pasaporte y te lo preparamos de la mejor forma, para no tener inconvenientes. Te lo vamos a ampliar por dos años, y cuando esté cerca del vencimiento, nos lo mandás por correo, te lo renovamos y te lo devolvemos, me dice Mallorquín. Y Pane, que escucha todo, toma mi documento en sus manos, va a su oficina, y al rato regresa con mi problema resuelto.

         Me acerco al escritorio del embajador, y me llama la atención la pila de libros de autores latinoamericanos que están sobre su mesa. Roa Bastos, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Sábato, Benedetti y otros "autores prohibidos" en Paraguay, por ser "literatura subversiva", están allí en una exhibición que me parece insólita sobre el despacho de un embajador paraguayo.

         - ¿Qué está leyendo, embajador?, le pregunto, como distraídamente.

         - Es que me han pedido una charla sobre la literatura social de América Latina, y la estoy preparando, me dice, y yo trato de disimular mi sorpresa y satisfacción. ¡Qué lindo es ver a gente culta representando al país! ¡Qué diferencia con nuestros representantes en los países vecinos que, salvo alguna que otra excepción, más que diplomáticos son agentes policiales al servicio de la dictadura!

         A partir de ahí, la joda total, la risa con mis anécdotas, la curiosidad hacia mi próximo destino y mi trabajo allá, y la invitación, de uno y otro, para almorzar o cenar juntos, y conocer algo de Londres. ¡Estoy en el Paraguay; estoy en mi país!, me digo a mí mismo, al verme rodeado de compatriotas que no han perdido su sesgo solidario y fraterno. Por este solo hecho, valió la pena esta escala y todos los avatares previos.

         De allí salgo, renovado, a conocer el famoso Parlamento británico con su "Big Ben", el Támesis, el Palacio de Buckingham, el rito de la Guardia Real, el Trafalgar Square, Oxford Street, el Kensington Park, su lago, con la gente jugando con barquitos a control remoto, el Palacio de la Princesa Margarita, y a comer unos "bocadillos" en un puesto de españoles antifranquistas exiliados en Londres, con quienes me paso un rato charlando y soñando, como buenos condenados al "extrañamiento" que somos.

         Regreso al hotel tarde, y cansado. La de hoy ha sido una larga jornada, pero positiva, en todo sentido. Me doy una ducha, leo algo, y me duermo. Sueño, sí, seguro. Dicen que uno siempre sueña, aunque no siempre recuerda lo que ha soñado. Y seguro que soñé algo, pero con seres superpuestos, situaciones confusas, colores difusos... igual que si no hubiera soñado nada. Tampoco, al despertarme, hago mucho esfuerzo por recordar algo. Me basta con saber que dormí mucho más de lo previsto, que esta tarde viajo hacia El Cairo, y que tengo poco tiempo para visitar el Museo Británico, hacia el cual me dirijo sin demora. Según me dijeron, es el Museo más antiguo y uno de los más grandes del mundo. Fue fundado en 1753, y contiene muestras arqueológicas de más de dos millones de años de historia y de cultura. Aquí, como se sabe, está una de las colecciones más ricas de piezas arqueológicas faraónicas, producto de años de despojo sufrido por Egipto, con el que hicieron fortuna excavadores extranjeros inescrupulosos, en connivencia con los célebres "ladrones de tumba" nativos.

         Entre sus principales atractivos se encuentra, precisamente, la famosa "Piedra de Rosetta", "piedra angular" para el desciframiento de los jeroglíficos faraónicos. Y ante ella me detengo. Casi, casi, tiene la forma del mapa de la región occidental de mi país, y contiene signos de escritura incomprensible. Sólo el griego me resulta algo familiar, gracias a las clases de Raíces griegas y latinas recibidas en el Colegio, con el profesor Rubén Bareiro Saguier. ¡Para algo sirvieron aquellas clases que nos resultaban aburridas y sin futuro alguno! ¡Cuán equivocados estábamos!

         Para algo también me sirvieron las clases de Historia Antigua, de Oriente, Grecia y Roma, de aquel ya lejano primer año de secundaria. ¿Cómo se sabe lo que dicen los antiguos papiros egipcios hallados a lo largo de años de exploraciones y excavaciones?, preguntábamos, cuando nos hablaban de toda la sabiduría contenida en ellos. "Es que allá, por 1799, nos explicaban, las tropas de Napoleón que invadieron y ocuparon Egipto, hallaron una enorme piedra de basalto con inscripciones indescifrables, en la localidad de Rashid (Rosetta, en español), situada a orillas de la rama occidental del Delta del Nilo, en su desembocadura en el Mediterráneo". Y se la llevaron, ¡como tantas otras reliquias!, como parte del botín de una "guerra no declarada" contra ese país del norte africano. Poco más de treinta años después, Champolión, un arqueólogo francés, logró descifrar las extrañas inscripciones, basándose en el griego, y concluyó, acertadamente, que las otras dos líneas de escritura, en jeroglífico y demótico, significaban la misma cosa. Con este descubrimiento nace la ciencia de la Egiptología, que hoy ocupa a miles de estudiosos de todo el mundo. La contemplo admirado de todo su significado para la historia y la cultura humanas, y me asalta la inquietud de siempre: ¡cuánto se ha aprendido desde entonces, y cuánto resta por conocer! Me siento un privilegiado. Voy hacia la tierra de dónde provino esta piedra... voy hacia la cuna de la civilización. Con esa fuerza arranco, y voy hacia el hotel a levantar mis cosas y marcharme hacia el aeropuerto.

         Me aterra de nuevo el peso de mi bolso de mano, y la posibilidad cierta de que debo pagar nuevamente "exceso de equipaje". Lo escondo detrás de una columna del edificio, y me presento sólo con mi valija y mi guitarra a tramitar su despacho. Pero, para sorpresa mía, el antecedente de Ámsterdam figura en mi "Ticket", y hace que la moza me lo reclame con insistencia. Finalmente lo reconozco, voy a buscar mi controvertido bolso, y lo presento y explico que son materiales de trabajo para las funciones que voy a cumplir en El Cairo. Pero, aunque ingleses todavía, ya estoy tratando con empleados de la "Egyptair", y la providencial presencia durante el despacho de un funcionario de la embajada egipcia en Londres me libera de mayores explicaciones y discusiones.

         No, está bien, dice. Él es periodista oficial de nuestra radio, y tiene derecho a llevar todos los materiales de trabajo necesarios. Haga el favor de despachárselo como equipaje normal, para no ir a bordo con un bolso tan pesado", ordena, y la muchacha accede sin problema y, al ver mi guitarra, me pregunta si, además de periodista, soy músico. "No, apenas me acompaño con la guitarra y canto, y la próxima vez que pase por Londres vendré a cantarle bellas polcas y guaranias de mi tierra", le digo, Cuando en realidad lo que quiero decir es que en este momento tengo ganas de desenfundar mi guitarra y cantar cualquier cosa, y gritar un "¡Piiíiiiiipuuuuu!" bien agudo y largo, en medio de este inmenso aeropuerto, en celebración del nuevo escollo superado.

         Es de noche, muy de noche ya, cuando nos acercamos a El Cairo. Una inmensa ciudad, escasamente iluminada, y una línea sinuosa de luces desteñidas bordeando el curso del Nilo, me indican que estoy llegando a mi destino final. Atrás, muy atrás, quedan mi breve aventura europea, mis avatares de turista pobre y solitario, mi Paraguay nativo, mi Uruguay adoptivo, suma de alegrías, vivencias imborrables, de crecimiento humano y de tristezas y desgarraduras.

         ¡Un nuevo mundo me espera! ¡Una nueva vida se me abre por delante! Y con ellos, mi juramento de siempre: por mi madre, por la memoria de mi padre, por mi esposa, mis hijos y todos mis seres queridos, yo no puedo, no debo fallar.

 

 

 

DE ASOMBRO EN ASOMBRO

 

         No no, ¡"Yara" no! ¡Jara, Jara, con "jota"!, le insisto, ya casi fastidiado, a Fatma Taher, encargada de Personal del Departamento Latinoamericano de Radio Cairo, Cuando porfiadamente pretende escribir con "Y griega" mi segundo apellido en el formulario que debo llenar para registrarme como nuevo integrante del mismo.

         - ¡Jara, Jara, con "Jota"!, repito, ofuscado, ante la mirada atenta y asombrada de los demás funcionarios del despacho, que parecen no poder contener la risa. "No, es mejor Yara", me dice una ruborizada Fatma, envuelta en su cerrado atuendo de "Hermana Musulmana" (una de las organizaciones islámicas más ortodoxas de Egipto), y finalmente quedo registrado como Rodríguez Yara. Después me entero de que "Jara" significa "mierda", en árabe, exactamente así, con esa "jota" fuerte como suena mi apellido materno, lo que fue siempre motivo de risa y todo tipo de bromas con mis compañeros y amigos egipcios. (Llamativamente, el castellano es el único idioma del mundo en el que la "Jota" suena como tal; en todas las demás lenguas su pronunciación corresponde a la "Ye" o "Y griega", del español). Y así, con esta anécdota de dudosa connotación, comienza en Egipto lo que puedo llamar "mi tercera vida".

         Pero ya en Montevideo, a mi llegada, doce años atrás, tuve un polémico inicio con mi segundo apellido. En la Comisaría correspondiente a la zona de mi pensión, el oficial encargado de expedir el Certificado de Residencia me pregunta: "Jara, ¿con jota o con 'Hache'? ". "No, con Jota "', le contesto con naturalidad, mientras Emilio, que hace conmigo los mismos trámites, deja escapar una risita, más que de burla, de extrañeza. El oficial suelta su bolígrafo, se saca los anteojos, lo mira fijamente, y le espeta, ofendido: "Mire, muchacho: hace años que estoy en esto, y he conocido "Jara" con "jota", y "Jara" con "Hache". Le digo más, si supiera algo del nivel educativo del Uruguay, tendría que saber que nuestro país le lleva mucha ventaja en ese campo al Paraguay".

         Ni Emilio ni yo estamos preparados para semejante estocada, y terminamos callados. Podría ser así, como dice el funcionario policial, pero no creo que haya sido tanto el desliz de Emilio para merecer semejante descarga de soberbia. "¡Qué pucha! Estos policías no tienen nada que ver con nuestros "tahachís" de allá", me dice Emilio al salir de la Comisaría, todavía extrañado por la reprimenda recibida.

         Es el segundo día que estamos juntos con Emilio Benavente. Habíamos viajado desde Asunción en el mismo avión el día anterior, sin conocernos previamente, ni saber que veníamos con la misma intención de estudiar Medicina en Montevideo, ni mucho menos que traíamos la misma dirección del hotel "Tres Estrellas", sobre la Avda. "18 de Julio 1484" casi "Vázquez", en donde se alojan otros estudiantes paraguayos recién llegados, y de años anteriores.

         Nos sentamos en uno de los bancos de la "Plaza de los Bomberos" (o de "Los Abuelos", como también se la llama), para ver pasar la vida y la gente de la nueva ciudad que nos acoge. Me cuenta que es de Acahay, hijo de un viejo inmigrante español que plantó raíces en ese pequeño pueblo del interior paraguayo a principios de siglo.

         Enseguida, por sus observaciones y comentarios, siento que tiene una formación distinta, más completa y sólida que la mía. Me habla de libros y autores que yo desconozco, y de aspectos históricos del Uruguay que ignoro, pese a las lecturas que hice sobre este país al saber que vendría a vivir en él por algunos años. Por eso, no dudo en absoluto de que tiene, como me cuenta, algún parentesco con don Jacinto Benavente, el dramaturgo español, Premio Nóbel de Literatura, 1922. Sí, se nota clarito: Emilio viene de otra estirpe cultural. Su cuna en ese sentido es superior a la del resto de compañeros que compartimos la misma pensión y los mismos proyectos.

         Es el 1° de marzo de 1960, y el verano uruguayo empieza a declinar. Sin embargo, los transeúntes de esta "18 de julio", lucen aún el cutis bronceado, por efectos del disfrute intenso de las maravillosas playas que bordean esta ciudad que parece querer caerse al mar. Es lunes, pleno día hábil, pero el andar tranquilo y ordenado de la gente nos impresiona e indica que estamos en otro mundo, signado por códigos educativos y de comportamiento distintos a los nuestros.

         Emilio me explica que muchas de estas diferencias son producto del gran impulso dado a la educación y la cultura uruguayas por los sucesivos gobiernos de José Batlle y Ordóñez, a principios de siglo y que, más allá de lo que habremos de aprender en la Universidad, la sociedad uruguaya misma va a ser para nosotros una gran escuela. Y es verdad. Nuestro desenvolvimiento en la calle, o en los ómnibus, tropieza constantemente con nuevas normas de urbanidad que van remodelando, rápida e imperceptiblemente los comportamientos que traemos de nuestro país de origen.

         Aquí, los semáforos y las "cebras" son respetados tanto por los vehículos como por los peatones. ¡Cuidado, joven!, te señalan, cuando distraídamente o movido por impulsos atávicos, uno pretende cruzar la calle a mitad de cuadra, o hacerlo en una esquina con la luz roja encendida. ¡Córranse, por favor!, pide el guarda, desde su cómodo asiento junto al conductor, para ordenar la disposición de los pasajeros en el interior de los ómnibus.

         En Asunción, en cambio, no hay semáforos ni "cebras", estamos habituados a cruzar las calles en cualquier parte, y en los "camiones de pasajeros" impera la "ley del mbareté" (del "más fuerte"), para abordarlos o para ocupar asientos. Recibimos imperativas órdenes, y pitazos y silbidos de frenéticos guardas que semejan arañas desplazándose de una punta a otra por las desvencijadas carrocerías de madera, agarrados a sus ventanillas laterales, en medio de alocadas carreras entre unidades de la misma línea que se disputan pasajeros a lo largo de su itinerario.

         Estamos, sin duda, en "otro mundo", y ante exigencias aparentemente "absurdas", como la de esta funcionaria policial, encargada de inscribirme como residente y de expedirme la Cédula de Identidad Provisoria, que me pone ante un nuevo escollo, ¡y nuevamente por mi segundo apellido! "No, mi hijo, si yo lo inscribo lo voy a hacer como "Jaro" y no como "Jara", me dice, tajante, al reparar que en mi Partida de Nacimiento la "a" final de Jara, tiene la "colita" separada de su cuerpo circular y queda como una "o" y una "coma". Es cierto, pero yo me resisto a ser registrado como "Rodríguez Jaro", y le explico, le muestro otros documentos, le ruego, le imploro que deje pasar el error de escritura, y que me resuelva el tema de la Cédula que necesito para inscribirme en la Facultad.

         Finalmente accede a expedirme una Constancia de que mi Cédula Provisoria está en trámite, hasta la llegada de una nueva Partida de Nacimiento con la "a" correctamente escrita, y debidamente legalizada desde el Paraguay. Un nuevo problema y un nuevo gasto para mi familia lejana, y ya bastante quebrantada afectiva y económicamente. Porque estos trámites son dificultosos y costosos en mi país, sobre todo cuando uno no tiene "influencias" ni dinero para agilizarlos.

         Lo cierto es que, en menos de tres días, este es un segundo problema con mi apellido materno en Montevideo. ¿Será que mi segundo apellido está maldito?, me pregunto, aquí, sentado en este bar de "San José" y "Yi", la esquina de la Jefatura Policial de Montevideo, tomando una de las primeras "Coca Colas" de mi vida. Porque en Asunción no la tenemos; están el "Naranjín", "Manzanet" o "Pulp Pomelo", de licorerías nacionales.

         Después de todo, yo no debí llamarme ni Rodríguez, ni jara. Mi primer apellido, o paterno, debió ser no sé cuál, pero sí sé que mi segundo apellido debió ser Romero. Así me lo contó mi madre, en medio de esas interminables historias familiares con las que nos inundó días y noches enteras de tertulias hogareñas.

         Mi bisabuela materna se negó, muy dignamente, a que su hijo llevara el apellido de ese padre que no quiso casarse con ella, y prefirió darle el apellido del hombre que finalmente accedió a formar con ella un hogar, de hecho y de derecho. Por eso mi abuelo lleva el apellido de su padrastro. Mi propio abuelo, según mi madre, se negó a reconocer a su padre biológico cuando éste se le acercó un día para explicarle las circunstancias por las que él llevaba el apellido Jara y no Romero, como habría correspondido.

         - No señor, mi padre es el señor jara, fue entonces la seca y rotunda respuesta de mi abuelo. Tenía entonces doce años de edad, y ya se desempeñaba, con destreza admirable, en la mensura y venta de rollos de madera. Y rememorando todo esto, en esta céntrica esquina de Montevideo, me reconforta la muestra de entereza de aquel niño que después fue el padre de mi madre. Lo importante no son los nombres, sino la carga de amor propio y dignidad con que se los lleva. Por eso, no importan las dificultades y los gastos que va a deparar a mi familia este trámite imprevisto. Mi segundo apellido es JARA y no "Jaro", como pretende "tozudamente" esta funcionaria policial uruguaya.

 

         El día de mi llegada a Montevideo era un hermoso y soleado domingo y, a lo largo de "18 de Julio", estaban las sillas acomodadas, una al lado de la otra, para el tradicional corso carnavalero. Nosotros lo miramos desde el balcón de la pensión que da sobre la misma avenida. Y desde esa privilegiada ubicación podemos ver los "cabezudos", los "tamboriteros" y las "murgas", que son los componentes más atractivos, para niños y adultos, de estos desfiles. Los compañeros más antiguos nos explican la fuerte presencia de la cultura africana en estos festejos del carnaval uruguayo. Es, sin duda, una fiesta de todos, pero fundamentalmente de la población de origen africano de este país, que es mucho más importante de lo que uno podía imaginarse, y todas estas celebraciones llevan su impronta innegable. Los "tamboriles", las "batucadas", los "candombes", imprimen a estas fiestas sonidos y ritmos que han venido de muy lejos, desde las profundidades del continente de color, y han sabido resistir y sobrevivir al cruce a latigazos del inmenso océano, y a la esclavitud, el hambre y la marginación ancestrales.

         Algunas gotas de sangre de estos seres de piel oscura y brillosa corren, según me han contado, por mis venas. Es lo que pienso al recordar los rasgos morenos de la ascendencia materna de mi padre, la única que conozco de él, porque mi abuela paterna llevó a la tumba el secreto del amor que le dio el hijo de quien provengo. Desprendimientos, tal vez, de remotos troncos de origen africano enraizados alguna vez en tierras guaraníes, o restos de los negros pertenecientes a las huestes del máximo prócer uruguayo, José Artigas, que buscó y obtuvo asilo en el Paraguay a principios del siglo pasado, o de las tropas brasileñas que invadieron y ocuparon mi patria en la Guerra Grande.

         No sé, pero algo de sangre negra corre, según muchas evidencias, por mis venas. No es ésta una expresión de deseo pueril de emparentarme con la negritud, sino de lealtad elemental hacia mis raíces, cualesquiera que ellas fuesen. Después de todo, asisto por primera vez a una fiesta con fuerte presencia negra, y me es imposible sustraerme al recuerdo de ese viejo enigma familiar. No tengo, sin embargo, como debiera ser, ninguna sensación de llamado sanguíneo con estos ritmos y sonidos que son de contorsionada alegría, una suerte de ritos de expiación de antiguos dolores y tristezas. Por el contrario, mi sangre y mi piel acuden con mayor facilidad a los llamados de la nostalgia y la melancolía; prefiero las guaranias a las polcas, los "fados" a las sambas, las rumbas o candombes, las zambas a las milongas, los boleros al "rock". Pero, además de los legados genéticos, ¿cuántos otros factores o circunstancias vitales gravitan en la determinación de una personalidad o un carácter? ¿Quién sabe? ¿Dios? No sé, pero, sin duda, aquellos legados no vienen siempre en línea recta, y pueden sufrir, en su extenso y sinuoso recorrido, alguna que otra mutación en función de la historia y los avatares de la vida del ser humano.

        

         Desde el mismo balcón de mi pensión, estoy viendo hoy, martes 2 de marzo de 1960, en plena tarde, al presidente norteamericano Dwight Eisenhower, en un auto descapotable, recorrer la céntrica "18 de julio", en su primera visita oficial a este país, en medio de entusiastas manifestaciones de simpatía de una muchedumbre que portabanderas uruguayas y estadounidenses. Su paso frente a la Universidad, unas pocas cuadras antes, no debió ser, sin embargo, de su agrado. Enormes carteles con leyendas de repudio a su presencia cubren totalmente la fachada del enorme edificio, y una multitud hostil ocupa su amplia explanada.

         Después de ver pasar la caravana presidencial, vamos hacia allí junto a otros compañeros de pensión. Nos metemos entre los manifestantes que cuestionan la presencia del jefe de Estado norteamericano. Por primera vez en mi vida veo y leo una leyenda que va de una punta a la otra de la fachada universitaria, y que dice: "ABAJO EL IMPERIALISMO YANKI". ¿Qué significa eso? ¿Qué quiere decir "imperialismo yanki"? Estoy, sin duda, ante las primeras expresiones de una nueva y curiosa cultura política. Para nosotros, en Paraguay, la política se limitaba a conceptos muy simples como "libertad", "democracia", o reclamos muy concretos como "amnistía general", "elecciones generales libres", "eliminación del examen de Ingreso a la Universidad", "no aumento del precio del pasaje en el transporte público", y otros.

         Aquí, en Montevideo, en cambio, las pautas de la movilización estudiantil tienen, por lo que veo y escucho en los corrillos formados frente al imponente edificio universitario, expresiones más complejas e incomprensibles para mí. La propia policía mantiene en torno de la revoltosa concentración un cerco alejado y pasivo, sin la menor intención de arremeter contra ella, y yo siento refrescarse mi alma ante este respeto a la libertad de expresión y a la autonomía universitaria que tengo ante mis ojos.

         ¡Cuán lejos en la geografía, pero cuán cerca en el recuerdo, están los salvajes atropellos recibidos por el estudiantado y el pueblo paraguayos en estos seis años de dictadura, especialmente en los últimos meses del año pasado! Para las fuerzas represivas de mi país no había (no hay) manifestación opositora que quedara impune ni espacio físico que no fuera brutalmente violado; llámese Universidad, Colegio, Hospital, o lo que fuera. Todavía está fresca en mi memoria la brutal apaleada policial sufrida en la Plaza Italia; en mayo pasado, así como las indiscriminadas cargas represivas vividas en las calles y en los predios del propio Colegio Nacional de la Capital; todo por oponernos al aumento del costo del pasaje del transporte público.

         ¡Qué distintos, refrescantes y aleccionadores son estos aires montevideanos que estoy respirando! La vida en libertad es posible, la tolerancia y el respeto hacia las ideas ajenas existen, y la represión no es estrictamente necesaria para preservar el orden y la seguridad de las sociedades. Esta es la confirmación de profundas convicciones sostenidas desde mi escasa formación y desde mi incipiente e ingenua cultura política.

         "CUBA SÍ, YANKIS NO", leo en otros innumerables carteles adheridos a las paredes de la Universidad y en las pancartas que portan los manifestantes. Los uruguayos ven el mundo mucho más allá de su diminuta geografía, y han hecho de su país una conmovedora caja de resonancia de la lucha de otros pueblos. Esto concita rápidamente mi adhesión pues, aun sin conocerla mucho, traigo conmigo una enorme simpatía hacia la Cuba revolucionaria y su máximo líder, Fidel Castro. Mi madre ha sido el cauce por el cual afluyó a mi casa esta admiración por la gesta librada por Fidel, el Che Guevara y otras figuras de la Revolución Cubana, a través de sus lecturas y la cotidiana sintonía de emisoras extranjeras en nuestra vieja "Philco".

         - ¡Ay mi hijo, estoy tan feliz!, me había dicho, hace poco más de un año, al visitarme en el cuartel, el primer domingo de enero del año pasado, y darme la noticia del triunfo del Movimiento "26 de julio" y la caída de la dictadura de Batista, en Cuba. Yo, recuerdo, me emocionaba con su euforia y, unos tras otros, me ofrecía los detalles de la gesta de Fidel y sus compañeros.

         - Yo escuché su discurso al entrar en La Habana, y dice que una de las primeras medidas de la revolución va a ser la Reforma Agraria, para liberar al campesino cubano de la explotación en que ha vivido toda su vida, me decía, mientras se secaba el sudor y las lágrimas con uno de esos pañuelitos bordados que llevaba siempre, y desataba y me entregaba las cosas que me llevaba cada domingo de visita.

         - En nuestros países, mi hijo, la revolución tiene que apoyarse fundamentalmente en los campesinos, porque éstos nunca traicionan la causa que abrazan, me aseguraba, toda vez que hablábamos en casa de la necesidad de una revolución social, o de una transformación total del estado de cosas imperante en nuestro país. ¡Qué feliz se hubiera sentido hoy aquí, en Montevideo, al oír, a voz en cuello (y no a hurtadillas como en el Paraguay), la adhesión y la simpatía de esta multitud hacia Fidel y su gesta revolucionaria!

         - ¿Qué significa eso de "CUBA SÍ, YANKIS NO"?, pregunto a los compañeros que ya llevan más tiempo acá.

         - Es que la Revolución Cubana nacionalizó varias empresas y expropió y repartió a los campesinos grandes extensiones de tierra pertenecientes a ciudadanos y firmas estadounidenses. Y, a partir de esas primeras medidas revolucionarias, Norteamérica "le puso la cruz" a Fidel, me explican.

         Yo no sabía estas cosas, ni los riesgos de invasión norteamericana que se cernían sobre Cuba, ni qué medidas tan justas y legítimas iban a generar tanto problema, tanta enemistad por parte de un país, que yo consideraba un gran país, modelo de democracia en nuestro continente. Me asombro yo mismo de este aprendizaje e ignoro la trascendencia que tendrán para mí estas enseñanzas.

         Emilio tiene razón: la sociedad uruguaya, en sí misma, va a ser para nosotros una gran escuela. Aquí, para esto, no hay horarios ni materias específicas. El aprendizaje llega a cualquier hora, en cualquier lugar, surge espontáneamente ante nosotros, y vamos asimilando nuevos hábitos, nuevas formas de comportamiento cotidiano, y hasta nuevos modos de pensar y analizar las cosas. Las "anteojeras" se caen, las mentes se van despejando, y vamos viendo y viviendo el mundo sin tantas sombras, sin tantas interrogantes, sin tantas distorsiones.

 

         La vida en la pensión es hermosa. Estamos alojados en ella más de una docena de paraguayos, y la compartimos con estudiantes y trabajadores uruguayos del interior, es decir, "canarios", como llaman en la jerga común a los no montevideanos. Según me cuentan, es porque las primeras familias que se asentaron en lo que es hoy el cinturón de la capital uruguaya provinieron de las Islas Canarias.

         Pero, capitalinos o no, un signo común los identifica: el mate. ¡Es increíble! Amanecen y se acuestan con el mate en la mano y el termo bajo el brazo. Los uruguayos son gente macanuda, sencilla, noble, solidaria. En ningún momento nos hacen sentir extraños. Por el contrario, sienten hacia nosotros un afecto particular. No olvidan que Artigas, su máximo prócer, se asiló y murió en el Paraguay, y recuerdan con dolor el triste papel jugado por Uruguay durante la guerra de la Triple Alianza contra nuestro país, a fines del siglo pasado. Son los temas recurrentes en nuestras charlas vespertinas, alrededor del mate omnipresente.

         El hotel "Tres Estrellas", nuestra pensión, consta de dos partes: una, central, en la que viven sus dueños, don José y su esposa, doña Lucía (un matrimonio español radicado desde hace años en el Uruguay), y algunos huéspedes, y donde está el comedor, un largo y amplio pasillo; punto de encuentro al mediodía y a la noche; luego, edificio de por medio, está el anexo, un caserón inmenso, similar al anterior, en el primer piso de una de esas típicas viviendas céntricas de Montevideo, con grandes patios interiores cubiertos de, para nosotros, novedosas claraboyas. Aquí, en el anexo, estamos la mayoría de los pensionistas, lejos de la estricta vigilancia de los dueños, y lo convertimos en reducto casi exclusivo, donde impera un clima de alegría y de compañerismo sincero y solidario.

         Aquí recibimos la diaria visita de doña Genoveva, la mucama encargada de hacer las habitaciones, y la visita semanal de Rosita, la lavandera, para recoger la ropa sucia y devolverla al día siguiente lavada y planchada. Los servicios de doña Genoveva están incluidos en el costo mensual de la pensión; los de Rosita no, y yo prescindo de ellos: los 15 pesos extras exceden mi presupuesto, por lo que yo mismo cargo con el lavado y planchado de mis ropas. No hay drama: estoy recién salidito del cuartel y bien fogueadito en estos menesteres. En todo caso, el drama está en que el planchado debo hacerlo clandestinamente, porque en la pensión está estrictamente prohibido el uso de artefactos eléctricos, que implica un sobre consumo de energía eléctrica no contemplado en la mensualidad. Pero no sólo yo, muchos otros también se las ingenian para transgredir esta disposición. Es que este ahorro de 15 pesos por mes es "vital" para hacer frente al costo de la cena de los domingos, que no se ofrece en la pensión, y que tenemos que hacerla afuera.

         Claro: la clandestinidad tiene sus riesgos, como cuando Chacho compró un calentador eléctrico para termos de un litro y quiso adaptarlo al suyo, de tres cuartos. Los fusibles del tablero central saltaron por los aires, y la oscuridad se hizo en toda la pensión. Para ocultar su responsabilidad, Chacho apareció en los pasillos, como el más ofuscado por el inconveniente, profiriendo quejas, y recibiendo desesperadas disculpas de don José, que se disponía a solucionar el problema sin demora. Nosotros, entretanto, metidos en nuestras respectivas habitaciones, asustados, y luchando nerviosamente por contener la risa.

         Los compatriotas más antiguos y los uruguayos nos toman a los recién llegados como auténticos pupilos. Nos orientan en nuestro desenvolvimiento cotidiano, y en los desafíos académicos que tenemos por delante, y nosotros los escuchamos con atención y respeto. A mí me asustan las advertencias acerca de los rigores del régimen de estudios y de exámenes, triplemente más fuerte que el de Paraguay. A algunos de ellos los veo amanecer y anochecer estudiando, con breves pausas para el almuerzo, la merienda y la cena, nada más. El simple hecho de verlos así, levantarse y acostarse encorvados sobre los libros, me angustia y desespera. Yo no sirvo para esto. Yo quiero salir, ver la ciudad, la gente, concurrir a los actos culturales y políticos, aprender, incursionar y devorar mundos más allá de la medicina, que me apasiona, pero también me aprisiona. Una lucha interna muy dura se desata en mi interior: ¿cómo compatibilizar la "microescuela universitaria" con la "macroescuela social"? Ese es el dilema en que me debato, pero ya hallaré la manera de superarlo... o no. O sí, claro que sí. No es cuestión ahora de amilanarme. Hay demasiadas expectativas sobre mi emprendimiento actual, y no puedo defraudarlas.

         A la Facultad vamos a la mañana temprano, para las clases teóricas. Lo hacemos en "fila india", todos juntos, charlando, riendo, gastándonos bromas de todo tipo. Aquí podemos hacernos las bromas más crueles, y nadie se enoja. Y si alguien se enoja, es tan sólo por unos instantes. Después, todo vuelve a la normalidad. A media mañana regresamos a estudiar, ducharnos, almorzar, reposar un rato, para volver a la tarde para las clases prácticas. Retornamos ya al anochecer, justo para el baño, la cena, algunos minutos de esparcimiento, y de vuelta a los libros y apuntes, hasta bien entrada la noche. Nuestros días son de una monotonía rigurosa... y angustiante. Pero, debe ser así. De lo contrario, los riesgos del fracaso son serios.

         El rigor se siente hasta en la forma de vestir para asistir a clase. Los más antiguos se encargan de señalarnos la necesidad del uso de saco y corbata, que no es de nuestro agrado, pero acatamos y seguimos estrictamente sus indicaciones. No es simple capricho de ellos, sino imposiciones culturales del nuevo mundo académico en que estamos. Desatender estas pautas, sería desentonar con el modo de ser y el comportamiento de los universitarios uruguayos, y no estaríamos dando una buena imagen como paraguayos. Esta es otra preocupación constante: no dejar mal a nuestro país; toda acción nuestra, nos insisten, no será vista como la de "un fulano", sino como la de un paraguayo. No es un problema personal, nos dicen, sino de "honor nacional". A veces, la carga de esta conciencia se hace pesada, pero la aceptamos y sobrellevamos con la mayor dignidad.

         Pese a seguir estrictamente las indicaciones de los más antiguos, y tratar de no desentonar con nuestro aspecto exterior, no logramos pasar inadvertidos. Somos el grupo de estudiantes extranjeros más numeroso, y en cada hora libre nos "rejuntamos" en los pasillos para charlar, contarnos nuevas experiencias y tomarnos el pelo unos a otros. Lo hacemos, como es normal, en nuestro idioma más extendido, el "jopará ", esa mezcla de castellano y guaraní que es la forma más habitual de comunicarnos. Esto despierta la curiosidad de nuestros compañeros uruguayos, que se desesperan por integrarse a nuestros corrillos y entender lo que decimos. Somos los "bichos raros", y les llama la atención, nos dicen, el "cantito" con el que hablamos. Nosotros negamos rotundamente que nuestro acento tenga un "cantito". "¡Ustedes son los que cantan al hablar!", replicamos.

         No obstante, le sacamos mucho provecho a nuestro «cantito». Son frecuentes las invitaciones para visitar la casa de nuestros compañeros y compañeras "para que sus padres y familiares puedan oírnos hablar". Gracias a eso rompemos, muchísimas veces, el aburrido menú de la pensión, para deleitarnos con comidas especiales preparadas en nuestro honor... o en honor de la curiosidad. Gracias a ese "cantito" van naciendo también apasionados romances, una forma sumamente efectiva de combatir la soledad, la nostalgia, y la añoranza hacia los amores dejados en el Paraguay. La distancia, por lo visto, no es buena aliada en cosas del amor, y aquellos se extinguen irremediablemente, unos tras otros, ante los nuevos impactos afectivos que recibimos.

         Una broma pesada, del tipo que nos gastamos aquí en forma permanente, también puede ser culpable del desvanecimiento o la extinción fatal de los lazos de amor dejados en el terruño. Una práctica muy extendida es la del "secuestro" de cartas, y el consiguiente pedido de "rescate" por ellas. La "negociación" puede durar horas enteras, y culminar a cambio de un café, un refresco o cualquier cosa. Otra modalidad, que finalmente no se generalizó ni se extendió en el tiempo, es la de violar lisa y llanamente las cartas y añadirles letras o palabras que alteran su sentido. Chacho fue una de las víctimas de esta travesura de dudoso gusto, cuando le añadimos una "n" en la mitad exacta de su apodo, y allí donde decía "Mi amado Chacho", terminó diciendo "Mi amado Cha-n-cho ". Esto motivó un furibundo intercambio epistolar entre Montevideo y Asunción, cuyo colofón lamentable fue la ruptura entre Chacho y su novia asuncena. Hasta mucho tiempo después nadie se hizo responsable de esta diablura. Ya para entonces los ánimos del afectado se habían apaciguado, y pasó sin mayores consecuencias.

         Pero un amor lejano perdido se compensa rápidamente con otro hallado cerca. Aunque nos cuesta, eso sí, adaptarnos a la muy rápida definición de "novios" que dan aquí a los amores que surgen, y a la facilidad con que nos adoptan como tales en el seno familiar. En nuestro país hay primero un largo trecho de romance furtivo; de allí se pasa a ser "pretendiente", luego "candidato" y, ya muy avanzada la relación, en el tramo final de la misma, ya al borde del altar, se pasa a ser "novio", una suerte de "fase culmen" de los lazos afectivos y sentimentales. Aquí, en cambio, en un abrir y cerrar de ojos se pasa de la etapa del "dragoneo" (como les llaman a los primeros signos de atracción entre un chico y una chica), a la de "noviazgo". Y esto nos cuesta aceptar, y nos asusta. Pero pronto comprendemos que este hecho cultural no conlleva la seriedad ni la gravedad que aparenta tener, ni implica una responsabilidad mayor o un compromiso irreversible. Los "noviazgos" se rompen cuando no se colman las expectativas de una u otra parte, o cuando nuestro "cantito" deja de ser una curiosidad o el atractivo motivador de un romance, y ¡por muchas otras razones!

         La distancia se siente de manera angustiosa, por sí misma, y porque las comunicaciones son difíciles, lentas e inciertas. Una carta, un giró bancario o una encomienda tardan diez, quince, veinte días en llegar. A veces más, y a veces se extravían por el camino. Y este puede ser el motivo de desencuentros y rompimientos. "Llevo más de un mes sin recibir noticias tuyas", es el comienzo frecuente de muchas cartas, seguido de reproches y sospechas de eventual agotamiento afectivo u olvido. Regularmente las explicaciones que regresan vuelcan la responsabilidad sobre las precariedades y deficiencias del Correo paraguayo. Y convencen. Otras veces, en cambio, las explicaciones o excusas y disculpas llegan tarde, o simplemente no llegan, y la relación se extingue.

         Por eso hemos dejado de jugar con las cartas; ya no más secuestros, ni violaciones ni alteraciones. Sus efectos, constatamos, son graves para nuestros espíritus ya demasiado golpeados por la angustia y la añoranza. El acuerdo no surge de iniciativa personal de nadie sino del grupo completo, en una suerte de "asamblea" convocada expresamente para tratar este tema, y es acatado por todos, porque, al fin y al cabo, cada uno de nosotros puede ser víctima de esta broma de particular mal gusto.

         Nadie, sólo quienes viven circunstancias similares a las nuestras pueden comprender en su real dimensión toda la expectativa que despierta aquí el anuncio de una carta, de un giro o de una encomienda. Con ellos llegan retacitos de seres queridos, suaves brisas del recuerdo que nos tienen, aromas de la tierra que dejamos.

         No es raro entonces que alguien salga presuroso y sobresaltado de emoción ante una llamada telefónica anónima que le anuncia la llegada de una carta o una encomienda. En medio de una noche fría y lluviosa, ese alguien puede pasarse horas enteras recorriendo hotel por hotel, a lo largo de la avenida "18 de julio", en busca de esa encomienda traída por esa persona cuyo nombre desconoce y alojada en un hotel inexistente, para regresar a la pensión, ya entrada la madrugada, frustrado y deprimido por su estéril búsqueda, y encontrarse con que se trató de otra broma de los propios compañeros.

         Tampoco es raro que una noche, al regresar de la Facultad, me comuniquen que hay para mí una encomienda y que la tiene fulano, y fulano me diga que se la dio a mengano, y mengano me diga que se la entregó a zutano, y que después de largas y penosas indagaciones me encuentre de cara ante la risa generalizada de los autores y los cómplices de otra broma.

        

         "FELICIDADES. STOP VA GIRO REGALO BANCO BRASIL. STOP. BESOS. STOP. TÍA MELINA", dice el telegrama que recibe Fretes en pleno festejo de su cumpleaños. Durante todo el día se estuvo manifestando extrañado de no recibir ningún mensaje de la macanuda tía para el sobrino preferido. De un salto, se para, pide silencio, lee en voz alta el texto del telegrama, y pide a don José que no escatime en la cantidad de vino y otras bebidas que alegran la celebración. "¡Vamos a reventar todo este giro esta noche, pe añamemby!", anuncia a voz en cuello, y la alegría se generaliza y sube a niveles inusitados. Sólo cuando el entusiasmo tiende a desbordarse, alguien se le acerca, y con mucha dificultad le convence de que se trata de una broma meticulosamente preparada por un grupo de traviesos incurables. Las consecuencias de este falso anuncio las siente a fin de mes, cuando don José, implacable, le pasa la cuenta de lo gastado en bebidas la noche de su cumpleaños. Como siempre, nadie asume la responsabilidad del hecho, y menos de sus consecuencias, pero queda para la historia.

         Para la historia queda también la "invitación especial y exclusiva" que reciben Pedro y Pepe para el cumpleaños de Graciela, una compañera brasileña de familia muy pudiente, que vive en un lujoso piso del centro. "Por favor no cuenten a los demás porque estoy invitando a un reducido grupo de amigos y compañeros muy especiales", dice la voz, forzadamente afeminada, desde el otro lado del tubo. Pedro cuelga el teléfono, le pasa al oído la confidencia a Pepe, suspenden la cena, y se despiden de nosotros con inocultable aire de suficiencia. Nosotros los vemos aprontarse con sus mejores pilchas, llamar un taxi y partir con destino desconocido. Un rato después, sin embargo, los vemos regresar con evidentes signos de disgusto, humillación y ofensa en sus rostros, y profiriendo amenazas a los cuatro vientos. El cumpleaños no existió, la invitación menos; era, simplemente, un invento más de algún o algunos compañeros que, teléfono público mediante (¡otra gran novedad para nosotros!), imitaron con habilidad admirable la voz de la compañera en cuestión, y cursaron la falsa invitación. La celebración de la broma estalla entre todos los que, conociéndola, quedamos en la calle aguardando el regreso de los "invitados especiales". Yo, lo confieso sinceramente, tengo algo que ver en el asunto, pero no digo nada porque comparto con ellos la habitación y temo la represalia que seguramente llegaría en su momento.

         Otra noche, en plena cena, Cabrera recibe la "llamada" de un tío que reside desde hace años en Montevideo. "Sabes que le estamos festejando el cumpleaños a tu primito, y queremos que compartas con nosotros la cena. Así que prepárate que en 15 minutos te paso a buscar con el auto", le dice la voz en el teléfono. Ni corto ni perezoso, Cabrera regresa a la mesa, hace a un lado el plato de sopa que estaba tomando y, autosuficiente y burlón, nos dice: "Sigan ustedes con este ‘jugo de media’, que yo voy a pegarme una 'cenita cualquiera' en casa de mi tío". Sin pérdida de tiempo se dirige a su habitación, se afeita casi en seco, y se apronta para esperar a su tío. Nosotros detrás de él, tratando supuestamente de obtener detalles de la súbita invitación, y reprochándole que no la extienda a todo el grupo. "¡Pero cómo piko voy a llevarlos si es una cena familiar, chamigo!", nos dice, empeñándose en justificar lo que nosotros consideramos un gesto muy egoísta, mientras dobla y mete en el bolsillo del saco una revista de aventuras que llevaría de regalo al primito de cumpleaños. Salimos con él a la calle para esperar al tío. Pero los minutos pasan, y el auto negro no aparece por ningún lado. "Sospecho que esta es una nueva joda", dice finalmente, y la risa generalizada le confirma su presunción. Las consiguientes amenazas de venganza no se hacen esperar y, obviamente, nadie se hace responsable de la broma gastada, pero la nota queda registrada en el rico anecdotario de nuestras vivencias montevideanas.

         ¿Qué es lo que nos lleva a este tipo de bromas tan imaginativas y crueles?, me pregunto a mí mismo, y no hallo otra respuesta que la nostalgia, la necesidad incontenible de encontrar en ellas una forma de mitigar los efectos de la distancia, la soledad y la añoranza que nos golpean sin piedad. De alguna manera tenemos que contrarrestar estos efectos, así como la rigidez de las exigencias académicas que enfrentamos. Y los caminos más fáciles para compensar el rigor existencial que sufrimos son las ruedas de guitarra y canto en la pensión, los partidos de fútbol improvisados en la rambla de Montevideo y, por supuesto, las burlas y bromas recíprocas que nos cruzamos. Pero, aparte de la "calentura" inicial, nada pasa a mayores, y víctimas y victimarios terminan festejándolas en las reuniones colectivas de chistes y repaso de experiencias y anécdotas vividas.

         Hay una gran hermandad entre nosotros. Las alegrías y los sinsabores son compartidos solidariamente, y nada, ni las bromas más crueles, quebrantan el clima de afecto fraterno que impera dentro del grupo. Venimos del mismo país, aunque de mundos sociales y culturales distintos, pero la circunstancia vital común borra diferencias e identifica por igual a jóvenes provenientes de familia adinerada con los de origen humilde; a quienes provienen de colegios privados costosos con los de colegios públicos gratuitos.

         Tratamos de ayudarnos y asistirnos mutuamente en situaciones de necesidad y dificultades, como lo hacemos con aquel compañero que arribó a Montevideo con 8 pesos en el bolsillo, y una valijita y una guitarra en las manos. Pagó 2 pesos de Impuesto de desembarco en el aeropuerto, y 5 pesos para la "Bañadera" (como llaman aquí al ómnibus que transporta al público desde la terminal aérea hasta el centro de la ciudad). Conclusión: llegó a la pensión con un peso, apenas para pagarse una frugal merienda. La rica imaginación colectiva le adjudicó, sobre la marcha, el mote de "Humaitá", en alusión a nuestra histórica ruina, precisamente por la ruinosa situación en que se encontraba. Pero, más allá de esta folclórica tendencia nacional a reírnos de nuestras propias desgracias, un "operativo de emergencia" se puso en marcha inmediatamente, y logramos sostenerlo desde esta difícil situación inicial hasta el momento en que, gracias a su guitarra y su voz, logró instalarse y abrirse camino por sus propios medios. "Humaitá" también dejó anécdotas imborrables en nuestra extensa galería, y lo recordamos siempre con inmenso cariño.

         Las "canalladas", a pesar de todo, suman y siguen; no hay límites para la imaginación y la creatividad en este sentido. Martín, que acaba de llegar, no se siente bien. Está afiebrado, con escalofríos, y se lo confiesa a algunos de los más antiguos.

         - Me da la impresión de que estoy por engriparme, cuenta.

         - ¡A la pucha, che ra'á! "Fiebre de adaptación" es eso, le dicen.

         -¿Y eso qué es?, pregunta, preocupado.

         - Es una especie de gripe que les agarra a muchos recién llegados porque no se adaptan al clima. Andá enseguida a la farmacia de enfrente y pedí "Botijas en tabletas" para evitar complicaciones, le recomiendan.

         Sin mediar trámites, Martín se cruza a la farmacia y hace su pedido a viva voz, delante de varios otros clientes. Estos quedan mirándolo sorprendidos, y el farmacéutico, viejo conocedor ya de las bromas que acostumbran gastarse los paraguayitos de la pensión de enfrente, le pide que se acerque y le pregunta:

         - Decíme: ¿de dónde sos? ¿Sos paraguayo? ¿Vivís con los demás chicos de enfrente?

         - Sí señor, responde un Martín extrañado por tanto interrogatorio.

         - Mirá, esta es una de las tantas cachadas que se hacen los muchachos, le dice el farmacéutico. "Botija" significa aquí "muchacha", "chica", y te imaginás que no te la puedo vender y mucho menos en tabletas", le explica, sin poder contener la risa, al igual que los demás clientes.

         Finalmente, Martín regresa a la pensión con los antigripales apropiados, pero indignado y dolido por la vergüenza sufrida ante tanta gente extraña. Los otros compañeros lo reciben retorcidos de risa, entre ellos Juancho, el inventor de la broma quien, sin embargo, ante la penosa figura de su víctima, doblemente afectada por un estado pre-gripal y por una humillación inesperada, sale a su encuentro, y le abraza y le pide disculpas por la travesura.

         ¿Bautismo de fuego? ¿Derecho de piso? ¿Forma particular (e insana) de bienvenida? ¿Cómo calificar a estas duras pruebas a que son sometidos los recién llegados, pero que, en el fondo, son hechas sin el menor signo de maldad? Muy contrariamente a lo que pudiera pensarse, de estas travesuras nacen las más hermosas y sólidas amistades, y víctimas y victimarios terminan siempre confundidos en la más afectuosa relación.

         No hay caso: podemos llevar ya meses, años de vida universitaria, pero seguimos siendo colegiales. Ya estamos en plena juventud, pero seguimos siendo adolescentes en nuestras relaciones interpersonales cotidianas. Con el tiempo, el número de compañeros se agranda, y estamos repartidos en varias pensiones, a las que designamos no por sus nombres sino por las calles en que se encuentran: "18 de Julio", "Paysandú", "Chaná", "Pablo de María", "Jackson", "Las Heras", etcétera, y en cada una de ellas reinan la misma relación, las mismas "jodas", los mismos hábitos, el mismo clima de hermandad y solidaridad. Son pequeños "enclaves" paraguayos en la capital uruguaya, y trasladamos a ellos las vivencias telúricas. Todos (salvo alguna que otra oveja extraviada, siempre presente en cualquier rebaño), vivimos en permanente contacto. Nada de lo que ocurre en un lugar u otro le es ajeno al resto, sea para divertirnos, sea para asistirnos en caso de necesidad.

         Estos fueron los casos de Chemo y Gusti, repentinamente afectados por una enfermedad nerviosa, y que concitaron nuestro aglutinamiento inmediato para acompañarlos y analizar los caminos más adecuados de asistencia y recuperación. Ambos, en distintos tiempos claro, entraron en crisis de enajenación similar. Súbitamente, con la mirada sanguinolenta y la boca espumosa, comenzaron a gritar desaforadamente, a tirar y a romper todo lo que tenían a su alcance en su habitación, y a agredir a todos los que trataban de sujetarlos. Parecían poseídos por el demonio, y se tuvo que recurrir a emergencias médicas con personal adecuado para poder dominarlos.

         Chemo fue el primero en sufrir el ataque, y era muy triste verlo en el sanatorio con la pierna inflamada por la trementina que le aplicaron para inmovilizarlo. Pocos días antes me había llamado por teléfono para citarme en un bar cercano a mi casa y confiarme "una importante decisión personal".

         - Te quería contar nomás que decidí regresar al Paraguay para integrarme a la lucha revolucionaria, me dijo.

         - ¿Estás seguro, hermano, de lo que estás haciendo? Mirá que las condiciones no están dadas, y así es insensato arriesgarse tanto, le dije.

         - No creas, están todas las condiciones dadas y tengo el apoyo logístico y organizativo necesario, pero no digas nada a nadie, me contestó; sin el menor signo de duda.

         Charlamos largo sobre el tema, y lo despedí con tristeza y preocupación. Yo estaba muy lejos de imaginar que esta era una de las primeras manifestaciones del mal que lo atacó y prácticamente terminó con su vida. Nunca más pudo reponerse totalmente.

         A Gusti, en cambio, no lo había visto en los últimos tiempos. Pero lo suyo fue más leve y, finalmente, con el riguroso tratamiento recibido, pudo restablecerse, y hasta logró culminar sus estudios.

         Para entonces, ya el Centro de Estudiantes Universitarios Paraguayos en el Uruguay (CEUPU) contaba con una organización ejemplar, y estaba en condiciones de hacer frente a emergencias de diverso tipo. Disponía de Secretarías de Finanzas y de Acción Social, y de una Comisión de Becas para asistir a los compañeros necesitados. Una actividad combinada de estas dependencias permitió la recaudación de fondos para abrir una línea de préstamos, sin intereses, destinada a cubrir las necesidades surgidas por la tardanza en la llegada de los giros y, lo más importante, otorgar becas completas (alojamiento y comida) o medias becas (alojamiento o comida) a los compañeros con dificultades económico-financieras más serias, o con problemas de salud.

         El Secretario de Organización quedó a cargo de la redacción y envío del telegrama a los familiares de Chemo para comunicarles lo ocurrido y pedirles que viajaran con urgencia a Montevideo. Acordamos que el texto del mensaje fuera mesurado, para no alarmar mucho, pero suficientemente claro como para no demorar su venida.

         Al día siguiente, un grupo de compañeros fue al aeropuerto a esperar a la madre de Chemo, quien descendió del avión llorando desconsoladamente, y apenas sostenida de los brazos por dos miembros de la tripulación de "LAP", la línea aérea paraguaya que hace el vuelo Asunción-Montevideo-Asunción. Sorprendidos y asustados ante ese dramático cuadro, le pedimos a nuestro Secretario de Organización que nos mostrara el texto del telegrama enviado: "VENGA URGENTE. STOP. SU HIJO DEMENTE. STOP AVISE DÍA DE LLEGADA. STOP", decía el lacónico mensaje.

         - ¡Nde bárbaro! ¡Té dijimos bien que fueras claro pero mesurado! ¡Esa pobre señora se nos puede morir!, le reprochamos casi en coro.

         - ¡Y acaso no está claro y mesurado! ¿Qué más quieren? ¡No le dije que su hijo estaba loco!, nos replica con absoluta seguridad. En medio del drama que estamos viviendo, esta impávida respuesta es motivo de risa y una forma de distensión.

         Más allá de esta tragicómica anécdota, siento un orgullo y una emoción muy particulares al observar este gesto colectivo de amor fraterno, expresado en situaciones y circunstancias tan desgraciadas, como también que muchos compañeros y compañeras pudieran seguir estudiando gracias a la solidaridad institucionalizada desplegada por el CEUPU. En torno de él nos mancomunamos todos, o casi todos, y en su seno aprendemos mucho, y crecemos como universitarios y como ciudadanos. Allí, en las reuniones de su comisión directiva y en sus asambleas, nos entrenamos en el juego de la discusión, del intercambio y confrontación de ideas, del acuerdo y del disenso sin restricciones, ni temores ni agresiones. En ellas vivimos, de manera práctica, el clima que soñamos para nuestro país, para un Paraguay tolerante, pluralista, incluyente, y que no se empeñe, como hoy, en castigar o expulsar a sus hijos por razones políticas, sociales o culturales.

         Porque, es verdad, en esas reuniones no todo es "color de rosa". Acaloradas discusiones se desarrollan en ellas, en base a nuestra diversa procedencia político-partidaria y a nuestras disímiles ideologías. Al amparo de esta atmósfera democrática en que estamos inmersos, las diferencias de criterios y las discrepancias estallan en todo su esplendor y con toda intensidad. Somos jóvenes y apasionados, seguimos con puntualidad, interés y preocupación todo cuanto ocurre en nuestra patria y en el mundo, y no siempre tenemos la misma lectura de los acontecimientos ni la misma postura ante ellos. Las discusiones nos dividen en bandos claramente definidos, pero volvemos a unirnos en las acciones de interés común, como son la vigencia de nuestro Centro, la consolidación constante de la Comisión de Becas, el éxito de nuestras fiestas, las actividades de celebración de fechas patrias, y los eventos culturales y deportivos regularmente organizados.

         ¿Qué importan las diferencias, si éstas se diluyen al influjo de objetivos comunes que nos hermanan, y nos ayudan a desarrollarnos en un clima de afecto y respeto recíprocos? ¿Qué importan las discrepancias, cuando trabajamos codo a codo para nuestro baile anual, "Los paraguas de Montevideo", que se convierte en el baile más célebre y convocante de la ciudad, gracias al desinteresado apoyo y asesoramiento de Homero Rodríguez Tabeira, el más conocido presentador de la radio y la televisión uruguayas, y de cuyo éxito depende el fortalecimiento y expansión de nuestra Comisión de Becas? ¿Qué importan los furibundos enfrentamientos políticos o ideológicos, si luego estamos todos juntos en los encarnizados torneos de fútbol, en los que participan, año a año, más de seis equipos integrados exclusivamente por estudiantes paraguayos? O en el grupo de danzas típicas, formado por chicas y chicos del CEUPU, o el conjunto musical "Los Indolatinos", integrado por Bernardino (Papucho) Méndez Vall (arpa), Germán (Yiyo) Garcete y yo, en guitarra y voz, y Juan Carlos Martínez (el payador más joven del Uruguay), "infiltrado" entre nosotros. No hay evento cultural organizado por la FEUU de Uruguay en el que no se pida nuestra participación. Y lo hacemos con gusto, con la sensación de hacer conocer más lo nuestro y hermanarnos más con nuestros compañeros uruguayos.

         Un aprendizaje aleccionador surge de esta experiencia compartida: la acción conjunta en pos de objetivos comunes bien definidos es la mejor manera, si no única, de superar diferencias y desencuentros. Quienes no aprendan esta lección seguirán nadando en una laguna desecada, y hundiéndose en su fondo lodoso.

 

 

ÍNDICE

 

Explicaciones, salvedades y gratitudes

 

A manera de prólogo

LO QUE AUSBERTO RODRÍGUEZ SIENTE BAJO SUS TALONES

 

VUELOS Y REVUELOS

DE ASOMBRO EN ASOMBRO

EN LA ISLA AISLADA

CIMIENTOS Y CRECIMIENTOS

LOS SOLES DESOLADOS

EL DESIERTO INCIERTO

DESTIEMPOS DEL TIEMPO

 

 

 

 

 

 

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