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IRINA RÁFOLS

  TRÍPTICO - Cuento de IRINA RÁFOLS


TRÍPTICO - Cuento de IRINA RÁFOLS

TRÍPTICO

Cuento de IRINA RÁFOLS


 

Yelén no consideraba lo que dejaba atrás. Por eso  todo se resolvería con interrumpir el conducto de las venas de su mano izquierda con la gillette, de modo que la sangre ya no circulara hasta el cerebro y entonces en­contraría una manera rápida de resolver el problema sin resolver el problema. Entregada a la obsesión de creer que el mundo debía ser como en los sueños, como en los cuentos de hadas, Yelén, no soporta, no aprueba la realidad elegida por su esposo de dejarla por otra, ter­minar rotundamente el matrimonio, cortar a la mitad lo que Dios unió.

—¡Ah, no, no!… No me van a ver arrastrándome a mí, ¡no! ¡Yo termino todo acá! ¡Prefiero terminar todo acá! ¡Terminar!

—¡No, dejáme, Miriam! ¡A mí no me sermonees! ¡Dejáme, que yo estoy bien así!… ¡No te atrevas a sacar­me la botella! —dice Miguel, mientras Miriam, su con­cubina, lo mira con ojos de depresión crónica, hartos de contemplar con angustia primero, con resignación después, al tomador de su compañero. Desempleado a los cincuenta años, ni viejo ni joven, no sabe cómo con­tinuar el camino. No tiene salida porque no la ve. No la ve porque no la busca, y Miriam se lo reprocha con los ojos, y le dice más cuando se le llenan de agua, que cuando habla. Es ahí donde Miguel no la soporta. La maltrata, la hiere. Ahora hace otro amague de quitarle la botella, pero el bebedor siente por instinto que el al­cohol se aleja de sus manos.

—¡Dejá, te digo! ¡Dejá de joderme la vida vos tam­bién! ¿Qué sos vos? ¿qué sos? ¡Bruja!

—Te vas a matar así… —atinó a decir ella, con tími­da impotencia.

—¿Y no te diste cuenta todavía de que es eso lo que quiero, boba? ¡Dejáme que me muera! Quiero terminar con todo. ¡Terminar!

Cuando terminó el acto y devolvió los ojos al pú­blico notó la fría indiferencia del fracaso. Apenas tres aletargados aplausos entre las cincuenta personas. Ema, la corista, que estudió ballet, jazz, canto, declamación, ahora se enfrenta de golpe con el defasaje del tiempo, la moda que pasa, la química que deja fluir. No hay programa; se cancela. Se cancela todo. Se terminan el contrato y las giras, la plata. No, ya no va más, hay que retirarse porque ya se terminó, ya no hay magia, ya no le gusta a nadie. Y siente que hace el ridículo mientras algunos la miran de reojo y hacen comentarios en voz baja. Escucha de pronto una risa como de burla. Se le aflojan las piernas apretadas entre la lycra del cancán, el tutú la hace sentir una flor de plástico, pero la que sí se marchita es la mujer de adentro.

—¡Hay que terminar con este ridículo! Hay que ter­minar. ¡Terminar!

Pero alguien golpea la puerta en el preciso instante en que…

—¿Mami?... ¿no me llevás a la escuela hoy?

Yelén mira a su hija, de pronto recordando su exis­tencia, su inexplicable existencia. ¿Por qué ella? ¿Por qué ella está ahí, interponiéndose en medio de mi angustia, interfiriendo con lo irracional de todo? ¿Por qué ella es así, y me mira rubiecita con esos ojitos celestes con forma de palomas, como si fuera ella misma un sue­ño bueno, un sueño fantástico entre las pesadillas? Un hada chiquita, luminosa, con un inocente derroche de magia que no hace nada… No tiene efectos en mí. ¿Por qué está ahí llamándome, diciéndome “¿Mami?...”, si yo quiero que todo se termine? Pero no tiene las palabras para decírselo, no puede hablarle de sus miedos y sólo los piensa. La mira como esperando que de pronto la figura inoportuna de su hija se deshaga en la puerta, desaparezca. Lo real es el dolor. El mal.

—Vos sabés que yo no era así… Viste cómo la vida me fue transformando. Un día me emborraché y enton­ces lo que estaba nublado en el camino se volvió negro, y fue mejor… Así no vi más niebla y no dudé más que el mundo fuera un lugar oscuro y horrible.

—Dame la botella, Miguel

—¡Pero dejáte de joder! ¡Mirá que sos repetitiva, Mi­riam! ¿No ves que sin esto no me puedo levantar? ¿Vos te creés que sin esto yo podría mirarte a la cara?

—¿Me volví tan fea?

—No te lo digo por eso. Sí; te pusiste vieja y fea, eso lo vemos todos. Pero no, sabés que no es por eso… Mirá… yo tengo vergüenza de vos. Me da vergüenza que me veas así, tan deteriorado a tus ojos.

—Pero, Miguel, si no abandonás el alcohol nunca vas a ver una salida. La vida no es tan oscura, hay que tener un poquito de voluntá a veces. Ya ves lo que hago yo, me levanto temprano y preparo mis sanguchitos y me voy al mercado a vender. ¡Se puede sobrevivir!… El resto del tiempo, lo que queda después de sobrevivir, tiene que ser vivir. ¿Me entendés, piko? ¡Y no te plaguees tanto! ¡Salí a caminar!... ¡Andá a visitar a tu madre! ¡Acompañame al mercado! ¡Hacé algo!

—Sí… yo hago algo, estoy tratando de terminar esta botella y vos no me dejás. ¡No me permitís terminar algo que empecé! ¿Ves que sos jodida? ¿Ves como me tratás? ¡Sos vos la que interrumpe todo!

—No. Sos incoherente, Miguel. Vas a conseguir que un día me mande a mudar.

—¡Ja, ja, ja! ¿Me vas a dejar? ¿Vos, luego? ¡Pero quien te va a creer eso, bruja! ¡Si estás más obsesionada conmi­go que yo con la botella! ¡Qué ridícula sos, mi argelita! ¡Ja, ja, ja! ¿Dejarme, vos? ¡Me das lástima!

—Les doy lástima… me doy cuenta —murmura Ema, todavía en suspenso, a un paso del último pelda­ño, a un paso del agujero negro, tenso todo su cuerpo de porcelana, pintado, brillante de tanta purpurina, de colorinches, de seda falsa, y por dentro un vacío crepus­cular, el terror de una nada punzante que la agarra des­prevenida, un cólico existencial. ¿Alguien puede morir­se de existencia?... Ella sí. Existir es un mal letal. En este momento, ella está pensando desesperadamente en que la tierra se la trague, y tintinean en fracción de segun­dos sus memorias en el triunfo de su juventud, como cuando era chiquita y mamá la llevaba de la mano a los castings y ella siempre era seleccionada, “¡Estrellita, mi Estrellita!”, la llamaba su madre orgullosa, ¿y ahora?... Los silbidos, las palabras pesadas:

—¡Gorda… bajátena!

—¡Eguejy la vieja! —Y los tiene que enfrentar a los ojos, y la afrenta, la injuria, la crueldad, la vuelven al presente, la vuelven a la realidad, a estar en su propio cuerpo, de pie, ante un jurado soez que la abuchea y la condena como si la pobre bailarina fuera una delin­cuente, y los mira, los mira de pronto a la cara a todos, y la rabia le hace subir de color, y la mirada grave, ira­cunda, parece transformarle el semblante:

—¡Hijos de puta! —les dice, por fin, con todas las letras y con una gracia y un énfasis que no tuvo la co­reografía. Ellos, de pronto, se quedan en silencio con­templándola como si recién ahora la vieran.

Y ella mira el aur de luz sobre su cabecita rubia, y los ojitos intrigantes…

—¿No me llevás a la escuela, mami?

No. No puedo ahora porque me voy a suicidar, más tarde… ¡No! Más tarde no voy a estar, no. No puedo porque estoy ocupada cortándome las venas. ¡No!, no era respuesta posible para su hijita, entonces prefiere no hablarle. ¿Qué culpa podía tener la nena por el aban­dono del padre, si al fin y al cabo era una víctima más como ella? Y sigue mirándola como desde el fondo de un corredor oscuro donde el mundo está en otra parte, y en el camino del corredor transita el suspenso, la desorien­tación de no poder discernir entre lo vivo y lo muerto.

—¿Querés ver cómo desaparezco?

—¡Andáte, bruja, andáte! —le dice Miguel. Está to­talmente seguro de que Miriam no va a salir. La amaes­tró bien para este momento, para que no fuera capaz de tomar una decisión, la llevó todos estos años a un sórdi­da servidumbre. Primero, porque de joven era celoso y ella era bastante bonita, ¡la bruja fue un bomboncito! Y después que se cansó de la lujuria, la siguió entrenando por comodidad, para ser utensilio de cama y de cocina, descargue de malasangre y derrotas, desaguadero de su dejadez, ella, el residuo. “Ja ja”. ¡Qué sentido del humor tiene todavía! ¿Dejarle? ¡Pobre mujer! ¡Si está más afe­rrada a él, que él a la botella! Pero entre la risa sarcástica crujen los goznes de la puerta. Entra la luz de la calle. Miriam tiene un abrigo y el monedero en la mano. En su mirada aparece una máscara de frialdad desconoci­da. Una intención ya tomada redescubre otro rostro. Empuja la puerta. La puerta se abre… En la mirada de Miriam se delata la maniobra de algo que ya está suce­diendo. Entonces las pupilas de Miguel se dilatan, se dilatan, un espasmo incursiona en su estómago como si toda la inercia de su malograda vida se doblara.

—¿Qué hacés? —dice Miguel, entre sorprendido y asustado.

Ve que su hija avanza, avanza hacia ella que está a punto de…

—¿Mami? —Y entonces de pronto la corroe la ver­güenza. Toda la piel se le eriza y el cuerpo convulsiona­do por la tensión se dobla hasta las rodillas.

—¿Mami? —Yelén siente ahora de cerca a su hija, siente su piel suave, los vellitos de sus brazos, el perfume dulce, la vocecita tierna y las manitas que la sostienen, mientras ella se desmorona.

—¿Mami? —Y se tiene que enfrentar a verla, pero está avergonzada, entonces, disimuladamente esconde la gillette y la mira.

—¡Miriam! —grita Miguel—. ¡Miriam! —Y mien­tras la puerta se cierra y la figura de Miriam desaparece, preso de una rabia lacónica agarra la botella y la estrella contra la puerta—: ¡Bruja, no te vayas! ¡Te necesito!

Siente cómo los domina ahora con su ira, y por un momento, tiene toda la atención del mundo que la mira absorto y sorprendido. Silencio. Entonces con una fuer­za inexplicable decide por ella misma, decide hacerlo otra vez, decide darse ella (no que le den los demás) una última oportunidad, y canta y baila con la pasión de una enajenada, y siente un besito angelical sobre la frente, húmedo, dulzón, y los rizos rubios le cosquillean la nariz, tiene las uñitas largas y por apartar un mechón de pelo de la frente de la madre, la rasguña.

—¡Ay, mamita! ¡Te arañé! —Yelén sonríe de pronto y no sabe por qué se aferra a su hija, impelida por un espasmo, un desesperado abrazo y el instinto maternal la doblega con una fuerza desconocida, y dice la madre:

—¡No puedo dejar sola a mi chiquita, mi chiquita!

—¿Entonces me llevás a la escuela, mami?

Pero está preso del pánico. De pronto se ve en un de­sierto profundo, solo y aturdido, está a punto de llorar cuando vuelven a crujir los goznes y la puerta se vuelve a abrir. Entra la cara de Miriam fresca como una lechu­ga, lo ve a él en el preciso instante de hacer un puchero como un bebé, y entonces Miguel, le dice con la voz entrecortada…

—¿Ves? ¿Ves que… la puedo dejar?... —y Miriam si­gue con la mirada el fuego artificial de la botella hecha añicos y en su suave sonrisa no hay un goce de triunfo, sino una dulzura esperanzada en recuperar al hombre perdido, Yelén se levanta sin soltar la mano de su hijita entre sonrisas y lágrimas y sale, Ema termina su última pirueta, y en el saludo final, mezcla de sudor y sangre, de pasión y furia, oye un silbido estertóreo, el público está de pie y los aplausos arrancan de las manos una ovación al heroísmo. Un acto heroico para el final. Un acto heroico para el comienzo.

 

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 5 - AÑO 1 - SETIEMBRE 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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