EL CHAMÁN Y EL ANTROPÓLOGO
Por JOSÉ ZANARDINI
josezanardini@hotmail.com
Envuelto en un poncho pyta, el chamán Nyben se sentó en el apyka y me preguntó:
–¿Puedo conversar contigo sobre temas de mi comunidad? Los tiempos cambian, los jóvenes de hoy son diferentes y nos producen fuertes akarasy, y siento la necesidad de compartir con alguien mis preocupaciones.
No respondí nada: en la selva no se habla mucho, y no contestar se entendía como aceptar. Aticé el fuego, le eché encima trocillos de cedro, instalé tranquilamente mi hamaca entre los árboles de incienso cercanos y nos dispusimos a conversar.
Nyben pertenece a un pueblo indígena que desde hace decenas de miles de años vive en ese magnífico bosque y yo soy un simple ciudadano, un extraño en esa tierra, un visitante curioso con deseos de comprender y compartir de alguna manera las angustias y esperanzas de los pueblos de la selva.
Aseguré la hamaca con doble nudo y me acosté plácidamente, disfrutando de esa peculiar posición distante del suelo que ofrece una sensación de libertad y armonía cósmica.
Nyben, concentrado en sus pensamientos, disfrutaba las bocanadas de humo de su pipa, que difundían un intenso aroma a tabaco fresco. Después de pasar una media hora de silencio, cosa frecuente en los encuentros con los sabios de la selva, le pregunté:
–Nyben, mba’e piko la problema?
No me respondió hasta después de un largo rato. Entonces apagó la pipa y soltó:
–Ore mitai kuera (nuestros jóvenes) no hacen caso de las enseñanzas tradicionales de los ancianos; se emborrachan, van a los pueblos, oyen música ruidosa, desertan de los rituales religiosos, quieren dinero, celulares, motos, comodidades, sueñan con vivir en las ciudades, creen que la vida allá es fácil y linda. El mundo anda mal y contagia también a los jóvenes indígenas.
Me quedé pensativo. No era la primera vez que escuchaba ese tipo de comentarios en las comunidades indígenas, y también en las no indígenas; me acordé de las palabras de Immanuel Kant (1724-1804): «Que el mundo está en el mal es una queja tan antigua como la historia; incluso como el arte poético, más antiguo aún». El filósofo prusiano escribió eso en su libro La religión en los límites de la mera razón hace más de doscientos años y el lamento persiste entre las poblaciones de las ciudades, el campo y las comunidades indígenas, así como en las familias pudientes, humildes y pobres. En cada generación se suelen repetir las quejas: «En mis tiempos había menos violencia, menos males, menos injusticias; en mis tiempos había más respeto, más tranquilidad, vivíamos más felices, hoy los jóvenes no están nunca satisfechos, quieren siempre más y más cosas».
Nyben esperaba silencioso mis comentarios, pero cuando decidí abrir la boca me detuvo un desagradable ruido de motos que a toda velocidad recorrían un sendero cercano levantando una nube de polvo que nos irritó los ojos y nos trancó la nariz.
–¿Te das cuenta –me dijo Nyben– de cómo es molesto el mundo de los jóvenes? Esos son nuestros hijos y nietos, sumergidos en tecnología, oscilantes entre nuestra cultura ancestral y la cultura no-indígena que nos rodea cada vez más. Nuestros jóvenes ya no se identifican con su comunidad étnica y buscan otras cosas porque la sociedad no-indígena nos discrimina, tiene dificultad para reconocernos como personas, nos reduce a objetos folclóricos y decorativos, vacía nuestras expresiones culturales, nuestras danzas, artesanías, arte plumario, pinturas corporales, rituales, mitos.
Intenté explicarle a Nyben que estamos en un cambio de época, de paradigmas de vida, y que la ruptura cultural de los jóvenes con la generación de sus abuelos y padres es un fenómeno generalizado en todas las latitudes y en todas las clases sociales.
Vivimos en la surmodernidad, la «surmodernité», palabra con la que el antropólogo francés Marc Augé designa el periodo socio-cultural-económico que sigue a la posmodernidad. En la segunda mitad del siglo XX empezamos el periodo de la globalización y la posindustria; ahora estamos en el periodo del antropoceno y la surmodernidad. Esto implica, entre otras cosas, que los individuos viven en una dimensión planetaria donde todo está a su alcance espacial y temporal; sin embargo, no todos acceden a los beneficios que el marketing promete. Se vive en el mismo mundo globalizado pero no se comparte la misma condición; el distanciamiento entre grupos humanos es vergonzoso y creciente y las brechas sociales que genera son caldo de cultivo de resentimientos y movimientos de protesta.
Según Augé, en la surmodernidad surge la figura del exceso: exceso de ego: el individuo tiene a su disposición una avalancha de información que pretende entender e interpretar por sí mismo; exceso de espacio: todo el planeta está a su alcance con medios de comunicación instantáneos y viajes cada vez más rápidos; exceso de tiempo: suceden innumerables acontecimientos contemporáneamente y no podemos aferrar las ingentes noticias que se nos ofrecen.
En la surmodernidad, la persona se aísla pese a tener posibilidades de comunicación nunca antes vistas. El individuo se encierra en sí mismo y se convierte en un ser autorreferencial. Eso genera desmedidas aspiraciones de poder y dinero, características de los políticos de las sociedades surmodernas.
Augé introdujo el concepto de «no-lieux», no-lugares, para indicar aquellos espacios donde no se dan relaciones personales y se vive un anonimato; mencionaba, por ejemplo, los grandes supermercados, las arterias viales, los aeropuertos, todos aquellos ambientes donde las personas son números y no interactúan. Cosa que puede suceder también en una familia, durante la comida, cuando los comensales, atentos a sus celulares, no se comunican entre sí. Los no-lugares son parte de la actual crisis de la humanidad, se extienden cada vez más y robotizan a las personas. Les quitan lo más lindo: la libertad, la creatividad y la alegría de compartir.
El sociólogo polaco Zigmunt Bauman, en el libro Retrotopía, señala que nuestro tiempo está marcado por una utopía al revés (que él llama retrotopía), donde el futuro se presenta amenazador e incierto: «La retrotopía convierte el futuro, que es el hábitat natural de las esperanzas y las expectativas legítimas, en una cueva de temores e íncubos… El futuro aparece lleno de incertidumbre, corrupción y degeneración… El camino hacia el pasado se transforma en un itinerario de purificación de los daños que el futuro ha producido cada vez que se hizo presente». Algunos analistas sociales sostienen que los seres humanos nunca han vivido tan insatisfechos e infelices como en este comienzo del siglo XXI, a pesar de los innegables avances científicos y tecnológicos. ¿Es cierto? Y si es cierto, ¿cuáles son las causas?
–Entonces –preguntó Nyben–, ¿qué podemos hacer por nuestros jóvenes? ¿Cómo ayudarles a vivir en este mundo tan complicado?
Le respondí que, desde mi punto de vista, lo primero es no asustarse ni bloquear las protestas juveniles; lo segundo, aceptar los desafíos y dialogar profundamente con ellos estableciendo objetivos y valores alcanzables; y lo tercero, inventar una nueva educación para neutralizar los no-lugares alienantes.
–¿Y habrá resultados? –insistió Nyben.
–Los resultados dependerán de la pasión, el amor y la creatividad que adultos y jóvenes pongamos en lanzarnos hacia nuevas aventuras educativas.
–Esto me sobrepasa –concluyó Nyben.
–Sé positivo, chamán Nyben –le dije–: se trata de convencernos de que otro mundo es posible.
Bibliografía
Marc Augé: Condividere la condizione umana, Milán, Mimesi, 2019
Marc Augé: L´anthropologue et le monde global, París, Dunod, 2013
Zigmunt Bauman: Retrotopia, Roma, Laterza, 2017
Immanuel Kant: La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza Editorial, 1981
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Edición Impresa del Domingo, 18 de Agosto de 2019
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