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LEÓN CADOGAN (+)

  EL PUEBLO, EL TIEMPO y EL CANTO - Textos de LEÓN CADOGAN


EL PUEBLO, EL TIEMPO y EL CANTO - Textos de LEÓN CADOGAN

EL PUEBLO, EL TIEMPO y EL CANTO

LA LITERATURA DE LOS GUARANÍES

Textos de LEÓN CADOGAN

 

 

EL PUEBLO

 

El guaraní se aísla. Los pequeños claros de la selva pueden surgir natural o artificialmente en demasía. No es su problema el espacio. Lo es el alimento. El despiadado mundo vegetal se reproduce y puebla hasta el exceso cada centímetro cuadrado capa sobre capa; parasita y asesina; estrangula y sofoca. El hombre se extiende, se dispersa; vive socialmente alejado de sus semejantes. Huye del parasitismo aunque brinde religiosamente el alimento al hermano famélico.
Sin poder central que los ligue, sin más vínculos que los necesarios para conllevar una vida de precaria paz con sus semejantes, los grupos indígenas vagan por la selva en busca de la salvajina y descansan un poco para sembrar sus granos y legumbres en el suelo que en cinco o seis años se agota por la erosión constante.

Es probable que antes de la llegada del blanco las migrantes aldeas fuesen mayores. Actualmente el número de sus miembros varía rápidamente por efecto de su mayor movilidad, y se encuentran desde pequeños grupos de cuarenta individuos hasta algunos otros, los mayores, con varios centenares. Estos últimos se fraccionan en parentelas aisladas que dirige un jefe religioso, y ocupan claros distantes sin relación aparente con el grupo central. La unión sólo es manifiesta cuando concurren a la casa de las fiestas religiosas.

Antiguamente era característica en las aldeas guaraníes la casa grande. Una plaza cuadrangular era rodeada por varias de estas enormes casas, suficientemente espaciosas para albergar algunas decenas de personas. La bóveda cubierta de hierba, de hojas de palma o de corteza, albergaba una familia grande, comunidad de producción, de consumo y de vida religiosa y política. Hileras de maderos que equilibraban la bóveda dividían las habitaciones de las familias individuales.

Las grandes habitaciones, que llegaban a medir cincuenta metros de longitud, constituyen ahora una excepción. La transformación económica y social que ha sufrido la vida del guaraní, su mayor movilidad actual y la influencia jesuítica y mestiza, han propiciado la creación de las pequeñas moradas, suficientes sólo para la pequeña familia.

El nuevo tipo de construcción manifiesta hibridismo: un techo de dos aguas, cubierto de hierba o de hojas de palma, se sostiene sobre delgados palos que descansan en los postes de paredes frágiles, formadas de vara y argamasa. La misma hamaca, aparentemente insustituible en las zonas tórridas, deja el paso a incómodas esteras y camas de plataforma.
En el exterior es frecuente observar cacharros metálicos adquiridos en las ciudades, puestos sobre las cocinas al aire libre o en armazones rústicas que muestran al curioso las pertenencias íntimas de la familia.

Más allá de las habitaciones se encuentran las tierras cercadas que ganan a la selva. Los ciclos del cielo y de la tierra se conjugan en la mente del agricultor, que sigue estrictamente el paso de las Pléyades para la roza, la quema de las matas silvestres, la siembra y la cosecha. El bautismo del maíz y las ceremonias de recolección son ocasiones de gran importancia religiosa, y es el campo también el lugar de reunión de amigos y parientes, que conviven en el alegre puxirau, trabajo colectivo de escaso valor económico, pero de gran relevancia social, que frecuentemente es acompañado de abundantes cantidades de chicha.

Aun cuando algunos grupos guaraníes viven casi exclusivamente de la caza, su situación es excepcional, debida a su providencial locación en zonas todavía ricas en fauna. La mayor parte de los guaraníes basan su economía en el cultivo del maíz, principal elemento actual de su dieta cotidiana.

De menor importancia, pero indispensable también en la dieta de la selva, la mandioca ocupa gran parte de la atención del indígena. La carnosa raíz de este arbusto es generalmente cocida o asada, rebanada o secada al sol. Es sobre todo de gran valor en la época del año en que escasea el maíz, pues, con la ventaja de que puede ser recogida en todos los meses, llega a constituir el platillo constante del hogar guaraní.

Otros productos del campo guaraní son el camote, el frijol, la mangara, el maní, la calabaza, el plátano, la papaya, la sandía, el melón, la caña de azúcar, que se complementan con la recolección de productos silvestres, algunos de fundamental valor proteico, aunque con exceso de grasas en relación a la dieta necesaria en el bosque tropical.

Importante recurso alimenticio es la recolección de miel silvestre, y algunos grupos se inician en la domesticación de abejas, con buenos resultados. Larvas de mariposas y de coleópteros pueden llegar a constituir suculentos bocadillos.

Pero el guaraní es ante todo un cazador. Ojos grandes y oscuros acechan entre el follaje el arribo de las bestias, y el silbido de la flecha o el disparo del fusil hacen rodar por el suelo al tapir, el oso hormiguero, al ciervo. Más allá la trampa cae pesadamente rompiendo los huesos y, reventando los intestinos del imprudente mono, o cepos de muelle capturan al coatí. Los perros, macilentos y tristes a pesar del cariño – no del cuidado – de su amo, le auxilian valerosamente en su lucha contra los jaguares, enemigos tradicionales del indio.

Cada vez con más frecuencia la algarabía de la selva se interrumpe con las detonaciones de las armas de fuego. Las cadenas biológicas empiezan a adelgazarse en algunos eslabones, y no está remoto el día en que el hombre se dé cuenta del error de la caza fácil. En una región tan gobernada por las leyes ecológicas, el hartazgo de hoy es el hambre del mañana.

Condiciones de tipo ambiental y cultural hacen que cada grupo guaraní dedique particular grado de interés a la pesca. No obstante, nunca llegan a equipararla a la caza, que a través de los siglos ha contribuido tanto a la conformación de su idiosincrasia. Antiguamente pescaban con anzuelos de madera, que ahora han sustituido los de metal casi siempre de fabricación casera. Continúa hasta hoy la técnica de la pesca con arco y flecha; pero indudablemente los mejores resultados son obtenidos del uso de trampas fabricadas con canastos colocados en las represas, y de veneno – obtenido de una sapindácea – en las aguas de lento curso. La red y el arpón son desconocidos.

Como todo pueblo dedicado principalmente a la agricultura, que origina lapsos de gran actividad alternados con otros de relativo descanso, el guaraní complementa su economía con las labores artesanales. Son de importancia la fabricación de cestos, la de ornamentos de pluma, la tejeduría de lana y el teñido de telas con colores extraídos de plantas y raíces silvestres.

Día con día las ocupaciones del indígena se dirigen hacia la producción asalariada. La fuerza del extranjero penetra en la selva. Cada vez más el guaraní, atraído por los objetos brillantes que prometen una vida fácil, adquiere su uso, se liga, se encadena. Son las antiguas cuentas de vidrio que se trocaban por oro. Ahora se truecan por sudor. Cuando quiere separarse de ellas ya las tiene pegadas a su piel. Necesita dinero para obtenerlas. Necesita trabajar como asalariado para seguir viviendo.
Entonces empieza una verdadera lucha entre la antigua vida de la selva y el poder del extranjero. Frente al guaraní se encuentra un nuevo mundo, odiado y deseado simultáneamente, al que ingresará por la fuerza. Para hacerlo tendrá que ocupar bajos peldaños, peldaños profundos inventados para él, el "primitivo", el "incivilizado". Así podrá entonces comprender el verdadero valor de la moneda, que ahora adquiere como simple juguete que inexplicablemente lleva hasta sus manos los objetos deseados. Tendrá que comprar su vida entera. Ya no será el trabajo sólo la actividad requerida para la satisfacción de sus necesidades. Será él mismo un pequeño motor de los millones que impulsan una máquina monstruosa, incomprensible.

Llegará un día en que desde su bajo peldaño contemple la vida con la tranquila indiferencia de quien se ha habituado a otra selva, más grande, en la que ya no será él quien use los tocados polícromos y brillantes. Pero hoy la transición desgarra su refugio verde, sus nexos familiares, mientras el nuevo mundo lo recibe en plantaciones de yerba mate como al hombre-niño indolente, perezoso, torpe, que ni siquiera alcanza a comprender los beneficios de la augusta civilización del peón de la gran selva de hierro.

El guaraní ha adoptado la indumentaria del mestizo como único medio a su alcance en contra de la discriminación que lo señala como indio "pelado". Aquel que en sus propias aldeas usa la tradicional vestimenta, se oculta en su cabaña ante la mirada de cualquier extraño.

Antiguamente casi todos los guaraníes andaban completamente desnudos, adornados con penachos de plumas, collares de huesos, dientes y garras de animales salvajes, y vistosos brazaletes multicolores. Más al sur del Mato Grosso, donde los inviernos castigan con sus rigores, adoptó el uso de las abrigadoras prendas de los indios del Chaco. Fue así como se difundieron el txiripá, el txumbé y el ponchito. El primero, una faja de algodón que se sujeta a la cintura y llega a la altura de las rodillas es una prenda provista de franjas en sus bordes, con excepción de aquel que es fijado al cuerpo. Da vuelta y media en torno, cubriendo sencillamente la parte posterior y doblemente la anterior. Lo sujeta el txumbé, faja blanca de algodón que tiene profusión de bordados en hilos de colores, obtenidos con tintes vegetales. Por último, el ponchito es simplemente un poncho pequeño, que en ocasiones adquiere una belleza excepcional por los adornos de plumas que ostenta.

La indumentaria tradicional de la mujer, indudablemente influida por las prédicas jesuíticas, está constituida por el tupai y la vata. El tupai es simplemente un txiripá femenino, más largo, por lo que llega a cubrir con tres capas la parte anterior del cuerpo. La vata, cuyo nombre probablemente derive del castellano (bata), es una blusa con mangas que desciende hasta la cintura. Claro está que estas prendas tradicionales estaban afectadas por grandes variaciones, según las costumbres propias de cada grupo.

Característico de la cultura guaraní es el tambetá, que aún puede encontrarse en algunos grupos. Es un pedazo de madera de tacuara inserto en un orificio practicado bajo el labio inferior. Según investigaciones realizadas en algunos grupos, representa en el hombre, único que puede usarlo, la exteriorización de su cubierto miembro genital, y constantemente le recuerda sus obligaciones varoniles. La perforación se hace en la niñez, en una ceremonia de gran importancia, que, sin embargo, puede dirigir cualquier persona.

Mucho variaba también el arreglo del cabello, aunque eran frecuentes el corte recto a la altura de las orejas y la tonsura que llegaba hasta la frente. Actualmente, en los grupos que la acostumbran, se ha reducido a la manera de los frailes franciscanos. La pintura, principalmente diseños geométricos, constituye todavía un elemento importante en algunas regiones, y es fabricada con jugos de diversas plantas o con mezcla de carbón y cera o miel. También usaron algunos grupos antiguos el tatuaje de relieve, que demostraba su destreza en la caza.

 Todavía revisten gran importancia los adornos en los lóbulos de las orejas, en especial los de concha.

Son las ceremonias religiosas las que actualmente contribuyen en forma más activa a la conservación de la antigua indumentaria. La riquísima ropa ceremonial de los médicos nativos, adornada con finas plumas de tucán, obliga el uso del txiripá, de las bandas galanas que se cruzan sobre el pecho, de las pulseras y de los bellos tocados de pluma.

Fuera de estas ocasiones el indio se cubre de andrajos. Los nuevos patrones culturales han convertido al hombre que se sentía señor de la selva, vestido con el brillo de su piel y el colorido de las aves, en un mendigo de raídas ropas. Adquirió su uso por vergüenza; pero no tomó los patrones complementarios. El lavado del cuerpo, innecesario cuando éste se encuentra totalmente a la intemperie, no se practica ahora que lo cubren. Las prendas de vestir tampoco son lavadas, y generalmente no se desprenden de ellas hasta que se caen en pedazos.

Bajo este aspecto de notable aculturación, el guaraní sigue conservando, por ahora, patrones de inmensa importancia en su vida social, aun cuando en algunos se refleja la antigua o actual influencia exterior. Pero en todo caso, la adopción de instituciones extrañas ha sido hecha después de estrictas interpretaciones y adaptaciones del pensamiento indígena, favorecidas principalmente por la relativa independencia que hasta ahora han permitido su capacidad de vivir aislado y su movilidad constante.

La atención de las mujeres preñadas es estricta. La influencia de los espíritus de plantas y animales, como en todos los periodos críticos de la vida, es buscada o temida, según el caso, cuando la mujer se ha percatado de que un nuevo ser vendrá al mundo. Muchos de los alimentos comunes, en especial la salvajina, son retirados de la mujer guaraní porque su ingestión puede producir el nacimiento anormal del nuevo ser.

El nacimiento del niño implica que el padre, y entre los mbyás también la madre, se encuentren en estado de aku, periodo crítico que obliga a múltiples precauciones. Después del alumbramiento la placenta es enterrada en el interior de la casa, y el mismo tratamiento se da al ombligo. Para apresurar el proceso de desecación del ombligo se aplican a la criatura diversas substancias, que varían con las costumbres tribales.

Como otros muchos pueblos amazónicos, entre ellos los witotos, los guaraníes practican la couvade. Después de nacimiento del niño el padre está obligado a protegerlo, y abandona toda actividad que pueda ser mágicamente nociva a la criatura. Se retira a su hamaca y ahí permanece hasta que el ombligo del niño se desprende, en caso de que el hijo sea varón, y después de un lapso de dos semanas a treinta días si es niña. Por supuesto, este estado de aku también obliga una dieta estricta, y hay prohibición de usar instrumentos de hierro. La mujer, por su parte, suspende todo trabajo pesado.

Si acaso el padre desobedece los preceptos establecidos y, a pesar de su aku, no resiste la tentación y sale de cacería, el arco iris y algunos animales, entre ellos los sapos y las serpientes, pueden convertirlo odjépotá: el animal se le presenta como ser humano, y el hombre confundido, pasa toda la vida a su lado.

Entre los grupos que aceptan la reencarnación, corresponde al médico agorero determinar a quién perteneció el espíritu que ahora se aloja en el niño. También corresponde a él buscar el nombre del niño, para lo que antes, investiga de qué región del cielo procede su alma. En caso de peligro o de grave enfermedad, su nombre se cambia en otra ceremonia similar.

Poco antes de llegar a la pubertad, el niño es sometido a la ceremonia de iniciación, tan rigurosa que ningún extraño puede observarla, y aun se retiran las bestias de los contornos. Después de que el menor ha sido anestesiado con cerveza, se le perfora la parte inferior del labio con un punzón de madera o de cuerno de venado. Sigue por varios días una dieta estricta a base de maíz.
 
Al terminar la iniciación está capacitado para abandonar las palabras infantiles y empieza a pronunciar las de los, adultos.

Esta ceremonia se efectúa cuando existe un buen número de niños de edad adecuada, pues la perforación de la parte inferior del labio es colectiva. Los iniciados reciben una serie de recomendaciones de conducta futura, que sean dedicados al trabajo, que se abstengan a hacer mal a sus semejantes, que no golpeen a sus esposas cuando contraigan matrimonio, que no beban licor en demasía, etc.

Los cuidados que se otorgan a la mujer cuando aparece la primera menstruación son más bien para apartarla de todo peligro en tan difícil momento de su vida, que para reconocer ceremonialmente su cambio de vida y su posibilidad para contraer matrimonio. En esta etapa la mujer se encuentra rodeada de circunstancias desfavorables, entre ellas el riesgo del ya visto odjépotá y la influencia de los espíritus de los árboles, del agua y de las piedras. Gran parte de su futura salud y la de sus descendientes depende del cumplimiento de las reglas establecidas.

Los días de reclusión no son desaprovechados. La madre instruye a la hija con consejos referentes a su futura vida marital, palabras que recibe y contesta en voz baja. Es enseñada después a realizar las labores manuales que realizará en su matrimonio; pero se aparta de toda labor pesada.

Pasados los días críticos, el médico sacerdote la lava con una decocción especial.

En contraste con la atención prestada a los cambios de la vida a que anteriormente nos hemos referido, ya sea por considerarlos peligrosos mágica y biológicamente, o porque pueden ser aprovechados, dada su importancia, para fijar en niños y adolescentes las normas y los conocimientos indispensables de su vida adulta, relativamente poca atención dan los guaraníes al matrimonio.

La diversidad de ceremonias practicadas por los diferentes grupos, la confusión existente acerca de qué autoridad debe dirigir el acto y, sobre todo, la gran cantidad de elementos extraños que se inmiscuyen en la vida del indígena en esta ocasión, obligan a suponer la existencia anterior de una ceremonia sencilla y casi sin importancia, o la participación directa y efectiva en ella de los dirigentes de la familia grande, institución ahora casi desaparecida.

Antes del matrimonio puede decirse que hay bastante libertad sexual. Sin embargo, existe la creencia de que los jaguares prefieren como alimento a los hijos de solteras y adúlteras, lo que ya implica cierto límite a la tolerancia abierta.
Sin embargo, puede perfectamente el guaraní tener un matrimonio informal, a prueba, por medio del cual se liga a una compañera sin que existan obligaciones definidas en lo económico, y sin fundar un verdadero hogar, puesto que la lleva a vivir a casa de sus padres.

Para concertar el matrimonio formal el varón acude directamente a su suegro, aparentemente porque el asunto puede tratarse de hombre a hombre; pero en el fondo con la conciencia de que nunca el padre tiene el mismo interés por el futuro de su hija que el que tiene la madre.

Ésta, en verdad, será la que fije su atención en el presunto yerno, y establecerá las barreras necesarias en caso de que lo crea un desobligado, un vago, o simplemente porque sea miembro de otro grupo o de origen paraguayo o brasileño. El padre, por tanto, con su indiferencia, asume el papel de un simple intermediario, cuando no de un aliado.

 Deja poco a poco el matrimonio de ser un lazo que se encarguen de concertar dos familias. Actualmente interviene ya la voluntad de los jóvenes, y empiezan a darse casos en que el varón, demasiado impetuoso, rapte a la muchacha. Claro está, esto origina el escándalo y las represalias de los ofendidos padres.

La poliginia ahora es demasiado rara, atribuible a la falta de capacidad económica de los varones. En este caso, según la propia opinión de los indígenas, la mujer más vieja recibe todo el peso de los trabajos domésticos, mientras la joven descansa en ella.
La desaparición de la familia grande que, como anteriormente manifestamos, es ahora excepcional, ha ocasionado un relajamiento en las relaciones matrimoniales y un creciente número de separaciones de los cónyuges. Es frecuente el caso de que el esposo, enamorado de otra mujer, abandone a la primera, dejándole a los hijos, o que la esposa, cansada del carácter de su marido, se separe de él.

Uno de los aspectos culturales acerca de los cuales los guaraníes se muestran más reacios en revelar a los extraños, es el relativo a las prácticas funerarias. Antiguamente, como se ha comprobado por múltiples hallazgos, acostumbraban enterrar a los difuntos en grandes ollas de barro. Con los contactos extraños, el guaraní se ha proveído para sus usos domésticos de utensilios de metal y la alfarería casi ha desaparecido.

Esto y la observación de los entierros cristianos, los han llevado a utilizar los ataúdes de madera, o simplemente a enterrar el cuerpo sin envoltura alguna, pero poniendo sobre el túmulo una cruz y las pertenencias más queridas del muerto.

 Aparentemente el hecho de que pongan una cruz pudiera hacer suponer una aculturación de tipo religioso. Revela lo contrario el que los cadáveres sean enterrados a gran distancia de los lugares habitados, ya que tratan de alejarse del alma animal de los difuntos, que no va, como la divina, en busca de la Tierra Sin Males, sino que permanece sobre la tierra causando daños a los hombres.

Los cuerpos son enterrados algunas veces en posición fetal; pero cuidan en todo caso de colocar los pies hacia el Oriente, a fin de que no exista dificultad para que el muerto se dirija al Paraíso. Para este fin también es costumbre encender hogueras en las tumbas, que iluminen el camino al alma del difunto. Los niños, por tanto, necesitan poca luz o ninguna, ya que sus almas no encontrarán dificultad para llegar a la Tierra Sin Males.
Es preciso detenernos aquí para tratar lo relativo a la dualidad del alma. Como es de suponerse por las radicales diferencias grupales, las ideas relativas al alma varían notablemente, aunque aquí la divergencia es acentuada por las experiencias sobrenaturales individuales.

Hay indígenas que admiten sólo la existencia del alma singular, pensamiento que parece estar más de acuerdo con la antigua ideología guaraní. Otros, por el contrario, admiten tres almas en cada individuo, una de las cuales hace el papel de protectora, principalmente cuando el hombre se encuentra dormido en lugares peligrosos; pero que constituye parte de él. Cuando el hombre muere, el alma que como sombra cae al frente o atrás se dirige al Paraíso; la de la izquierda, ruin, queda vagando en el llano; mientras que la que cae a la derecha vaga por el aire, sin hacer mal alguno.

Algunos llegan a creer en cuatro almas en cada persona: una que mora en la cabeza, otra en el corazón y las otras dos a los lados del cuerpo, como protectoras.

Las almas pueden entrar y salir libremente del cuerpo del hombre, por la coronilla, lugar de recepción de la inspiración divina. Pero una exteriorización simultánea y total produciría la muerte inmediata.

Indiscutiblemente la creencia más importante y extendida es la de la dualidad anímica.

El momento de la concepción y su origen son identificados por sueños que avisan a la madre o al padre que se ha gestado un niño. En los grupos que admiten la reencarnación se acepta que el difunto puede avisar su futura aparición en el cuerpo de un menor. Hay que hacer mención que quienes creen en la reencarnación admiten que cuando la muerte de un hombre produce un gran dolor a sus familiares o cuando ese hombre fallece con un gran deseo insatisfecho, los dioses le envían nuevamente a la tierra.

El alma procedente de la divinidad se integra al cuerpo después del nacimiento, y tiene como función principal, al ser verbo sobrehumano que desciende a la tierra de las imperfecciones, dar al individuo la facultad de la palabra y de la designación de las cosas. Al fallecer el individuo, esta alma busca de inmediato la Tierra Sin Males. Existe en la búsqueda el peligro de su desvanecimiento y, por consiguiente, de su extinción.

El individuo adquiere al nacer otra alma, la animal, que determinará los rasgos más importantes de su carácter. Si acaso recibe la de un jaguar, su carácter será violento e irascible; si procede de una mariposa o de un colibrí, será bondadoso y tranquilo; si es de mono, será travieso, y así por el estilo. Por este motivo no se culpa al individuo de las acciones derivadas de su natural carácter. Muchas veces el hombre malvado merece toda la conmiseración de sus semejantes.

Al morir el hombre, esta alma queda vagando peligrosamente sobre la tierra, haciendo mal a sus semejantes. Los lugares destinados a cementerios son evitados por los vivos, ya que el alma maligna del difunto puede ocasionarles la muerte.

El alma divina es aficionada a los alimentos vegetales, mientras la animal gusta de las carnes. La primera habita en el pecho; la segunda, en la parte inferior del rostro. La creencia en ambas se ha explicado por la coexistencia en el individuo de impulsos nobles y antisociales, que alternadamente predominan y dirigen su vida.

La vida religiosa del guaraní ha sido siempre un problema fuertemente individual, personal. El ser humano tiene la extraordinaria facultad de recibir las vivencias que los dioses le otorgan para que se eleve místicamente. Una nueva idea que llega hasta la selva, ya débil y suave, filtrada por la red vegetal, no es el fundamento de nuevos pensamientos. Escucha el indio y calla. Tal vez hasta afirme aceptar. Después, en una noche de inquieto sueño, un estallido de graves palabras, de música sacra, de inspiración sobrehumana, sobrecoge al iluminado y lo hace que se aferre a su nueva posesión, al canto religioso. Ahí irán incluidas algunas notas del canto lejano.

Fundamentalmente todo guaraní cree en la existencia originaria de la absoluta oscuridad, cuando luchaban los Murciélagos Eternos. Surgió de ella Nuestro Gran Padre, que se encontró a sí mismo y disipó las tinieblas con el resplandor de su pecho. Creó después el mundo, que sostuvo sobre la Cruz Eterna.

Tuvo Nuestro Gran Padre como compañera a Nuestra Madre, la primera mujer, a la que compartió con Nuestro Padre que Todo lo Sabe. De esta unión nacieron los Mellizos, Nuestro Hermano Mayor y Nuestro Hermano Menor, hijos respectivamente de Nuestro Gran Padre y de Nuestro Padre que Todo lo Sabe. Nuestra Madre fue muerta por los Jaguares, quienes, sin embargo, no pudieron comer a los hermanos. Cuando éstos crecieron les fue revelado el misterio de la muerte de su madre, y mataron a su vez a los asesinos.

Otros dioses se siguen encargando de la labor creadora y educativa. Moran todos en la extensa Cruz del Cielo, desde donde contemplan al hombre. Un día, tal vez no muy lejano, cansados del presente mundo ordenarán su destrucción. El hombre, por tanto, trata de acercarse a ellos a través de la oración, de la migración o de la muerte misma. Allá, en su morada, encontrará por fin una selva libre y plácida, donde vivirá eternamente.

El Paraíso, la Tierra Sin Males, se encuentra en dirección del amanecer, más allá del Océano Atlántico, o tal vez – y esto lo creen los grupos que tienen alguna noción de tierras de imperfecciones en aquel rumbo – se encuentra en el cenit.

La esperanza de librarse del mundo que poco a poco pasa a poder de los extranjeros y el miedo de la destrucción final, ha motivado verdaderas migraciones masivas que siguen la voz de los iluminados. Una vez llegados a la costa, su viaje se interrumpe.
Ahí esperan vanamente que los rezos y las danzas constantes libren sus cuerpos de imperfecciones, para que una vez sin la pesantez de la carne puedan volar sobre las inmensas aguas.

El mito salva las barreras geográficas, y son algunos los que han logrado embarcarse y llegar hasta la isla deseada. Pero todos aquellos que quedan contemplando las rojas aguas del amanecer marino, vuelven tristes a seguir soñando en la felicidad no lograda. Allá, en la Tierra Sin Males, no habrá muerte, no habrá enfermedad, ni fieras, ni serpientes, ni mosquitos... ni extranjeros. Algunos esperan recibir de sus dioses protectores ubérrimas tierras que podrán cultivar libremente. Otros, menos industriosos, esperan que no exista necesidad de cultivo.

La creencia en la Tierra Sin Males se ha convertido en la obcecación del pueblo oprimido. Los dirigentes, médicos-hechiceros, llegan a arrastrar a sus pueblos a las costas o a la lucha contra el intruso, contagiándoles su inmenso fervor.
 
Estos hombres son los inspirados por la divinidad. Con una virtud a toda prueba, dirigida al amor por la comunidad, los médicos-hechiceros obtienen su poder de la abstinencia constante y de la dedicación a las prácticas religiosas. En sus sueños adquieren los cantos más sagrados, los más poderosos, que siempre utilizan en beneficio de sus semejantes. Permanecen alejados de las aldeas, entre la selva, buscando los alimentos más puros. De ellos viven hasta que su cuerpo es tan liviano, tan limpio de imperfecciones por los sacrificios, por la penitencia, por la inspiración divina, por los cantos y danzas sagrados, que pueden elevarse por los aires y realizar verdaderos milagros en el arte de la medicina.

No es raro, por tanto, encontrar a los médicos-hechiceros encargados del poder político de las comunidades cuando no permanecen aislados en busca de la absoluta perfección. Tanto en la antigüedad como en el presente es el médico-hechicero, el hombre más virtuoso, el más poderoso y el más cercano a la divinidad, quien dirige y conduce a su pueblo en todos los actos colectivos.

Casi siempre el dirigente de una familia grande era médico-hechicero, auxiliado en sus labores de decisión por un Concejo integrado por los hombres más viejos de la tribu. Cuando no existía la coincidencia, el jefe político era orientado por la persona que recibía el poder religioso, hasta el punto de pedir su opinión en las expediciones militares.

Cuando en la misma comunidad surgía otro personaje religioso con poder suficiente, el grupo se dividía en dos partes pacíficamente, siguiendo a cada jefe su parentela.

Ahora que los gobiernos paraguayo y brasileño establecen autoridades sin poder carismático, quedan éstas como simples vínculos entre el gran Estado y el conglomerado indígena, o provocan disturbios considerables en la organización social.

El guaraní sigue así luchando contra la selva y contra el extranjero. Se apega con desesperación a su idiosincrasia milenaria de individualismo y libertad. Tradiciones y pensamiento cambian. La ideología fundamental lo sostiene en un mar de adversidades. Es el hombre que espera, que sueña, que canta. Pero sobre todo es el hombre que reza, que trata de conocer a la divinidad y vivir a su lado.

Trabajo, miseria, riqueza, sufrimiento y regocijo son cosas pasajeras, productos de todo este mundo de imperfecciones. Cuando el hombre se haya librado de su pesantez, cuando quede sola la palabra divina encarnada, el hombre será verdaderamente hombre y la Tierra Sin Males se verá totalmente poblada.

 

 

 

 

EL TIEMPO

 

Muchos guaraníes consideran a la selva como su patria de origen. Dentro de ella los siglos han visto su constante vagar.

Sin constituir jamás una unidad, grupo numerosos viajaban, luchaban y dominaban transitoriamente, sometiendo a su yugo a hermanos de raza y a pueblos vecinos.

Los grandes ríos, henchidos por las lluvias tropicales, quebrados por las frecuentes cascadas, cargaron sobre sus espaldas las grandes canoas de guerra.

El orgulloso incario se vio atacado por los indomables nómades de la selva, que anhelaban el oro y la plata que no poseían y que cruzaron el Chaco para arrasar pueblos que se encontraban bajo el dominio de los hijos del Sol.

Los grandes capitanes guaraníes mostraron sobre su pecho los ricos adornos obtenidos por la fuerza de las armas en campañas contra el coloso del altiplano. Muchos grupos quedaron incrustados en territorios dominados por los incas, sobreviviendo gracias a su valor y a su destreza en el manejo de las armas.

Un día llegaron hombres extraños. Buscaban oro y grandes ciudades. El guaraní, curioso, brindó su hospitalidad a los recién llegados. Los españoles se prendaron de la belleza de las indias, y así se inició una historia que no sería ni de unos ni de otros: la del paraguayo.

Ambas razas colaboraron estrechamente en la construcción de nuevos pueblos. Surgieron Yaguarón, Ypané, Tobati, Candelaria, Santo Tomé, Jejuí, Ytatí, Caaguazú, Guaramberé, Areguá, primeros de una lista inmensa. Los indios, orgullosos de su alianza con los blancos, empezaron a darse el nombre de "tobayaes" – cuñados – de aquel pueblo que les mostraba nuevas formas de vida. Pero esas nuevas formas de vida traían consigo el dominio y la explotación, la conversión y la encomienda. Algunos pueblos se levantaron en armas en contra de sus antiguos amigos, guiados por grandes jefes y médicos-hechiceros que hablaban ya de una Tierra Sin Males y sin extranjeros.

Las rebeliones fueron sofocadas; el indio empezó a perder su rostro, y en el antiguo territorio guaraní se extendió el nuevo pueblo mestizo.

No todos los guaraníes recibieron a los extranjeros con la misma hospitalidad. Los temibles guaicurúes, enemigos tradicionales del blanco, estuvieron en pie de guerra desde 1583 hasta 1798. Otros muchos presentaron combate constante o permanecieron marginales. Ellos son los antepasados de los actuales guaraníes, que aún se resisten a aceptar la influencia extraña.

Entre los militares extranjeros llegaron los sacerdotes.

Desde las proximidades de Asunción los franciscanos iniciaron la prédica de la religión cristiana con el catecismo escrito en la lengua oficial de la selva. Fray Luis de Bolaños, su autor, comprendió de inmediato la importancia del idioma materno para sus fines de dominación.

A ellos sigue el Ejército Ignaciano. Manuel Ortega, el portugués, Juan Solano, el español, y Tom Fild, el escocés, forman la vanguardia jesuita en tierras paraguayas. Tras ellos llegaron muchos más.

No vamos aquí a valorar su obra, controvertible y litigiosa ya por el simple hecho de ser labor de jesuitas. Ha sido suficientemente atacada y suficientemente defendida por polemistas que toman en consideración los intereses de la cultura occidental. Veamos escuetamente la organización de las misiones y las peripecias ocurridas durante su existencia.
Iniciaron los jesuitas su obra en la región del Guairá, donde los españoles habían fundado Ciudad Real del Guairá y Villarrica mucho tiempo antes. Los sacerdotes visitaron aldeas indígenas, pero no fundaron luego misión alguna. Posteriormente un gran criollo intervino para establecer las misiones. Hernando Arias de Saavedra, conocido mejor como Hernandarias, inició una labor de protección al indígena, dictando ordenanzas para reglamentar las relaciones de trabajo y adoctrinamiento. Prohibió que se obligase a trabajar a los menores de quince años y a los mayores de sesenta; hizo a los encomenderos que vistieran a los naturales y se preocupó, sobre todo por organizar pueblos y confiar la educación religiosa a un cura misionero. Más tarde, en 1607, auspició la instalación de las misiones jesuíticas y obtuvo del Rey el permiso para que fueran conquistados los 150.000 indios del Guairá.

La primera misión en Paraguay fue San Ignacio Guazú. Poco a poco aparecieron nuevas misiones, de las que quedan actualmente importantes ruinas en medio de la selva.

Mucho variaron los sistemas para reducir a los indígenas en las misiones. Cuéntase que para conducir a los guaraníes del Tarumá se enviaron algunos regalos con indios ya cristianizados, con la invitación de que fueran a morar con un sacerdote que les daría gran cantidad de vacas a fin de que vivieran sin necesidad de trabajar. Con tan ventajosa promesa, los indios acudieron a la casa del sacerdote y pronto acabaron con las vacas. Pidieron más, y más fueron traídas.

Poco a poco fueron ablandándose los recién llegados, hasta que encontraron que los cristianizados eran más numerosos que ellos. Vino a hablarles el cura de la injusticia de su holganza frente a la laboriosidad de los conversos. Algunos juzgaron infundadas las recriminaciones y poco atrayente el trabajo que el jesuita ofrecía; pero la superioridad de los indios mansos y los halagos y castigos del sacerdote les hicieron desistir de su idea de abandonar la reducción.

Una vez reducidos, el jesuita los dispersó entre las misiones del Paraná. Disgustados, escaparon y volvieron a su país; pero pronto fueron nuevamente sometidos.

El gran florecimiento de las misiones, cuya población aumentaba constantemente, atrajo la atención de los mamelucos o bandeirantes, bandas de facinerosos mestizos de origen portugués que, procedentes de San Paulo, recorrían la selva con grandes contingentes de tupíes en busca de esclavos.

Las misiones fueron atacadas, los indefensos guaraníes capturados o muertos, y los jesuitas, con los indios que habían podido proteger, bajaron el Paraná después de abandonar las misiones.

Ruiz de Montoya, en vista de que más de la mitad de los cuarenta y ocho pueblos jesuitas habían sido destruidos por los mamelucos, pidió autorización al Rey para dar a los guaraníes armas de fuego. Obtenido el permiso, Domingo Torres, que había sido soldado antes de iniciarse en las lides misionales, adiestró a los indios en el manejo de las armas, y una vez atacados de nuevo por los traficantes de esclavos, pudieron sostener su libertad con la derrota de los enemigos. La última batalla, en 1651, terminó con la ambición de los bandeirantes.

La misión transformaba por completo la vida del indígena. Dos sacerdotes dirigían en cada misión la organización y el orden. Bajo ellos se establecía un gobierno civil formado por indígenas que ostentaban los cargos occidentales de alguaciles, alcaldes, alféreces reales y regidores, y el tratamiento de "don" acompañado de algunas prerrogativas.

Bajo este gobierno, sostenido por un riguroso sistema de castigos desconocido por el indio en su vida selvática, empezaron a formarse agricultores y artesanos en los más diversos oficios, que hicieron de cada misión una unidad casi autosuficiente.

Cada grupo familiar tenía por suyo el fruto de su trabajo; pero se les obligaba a guardar en almacenes comunes una cantidad suficiente de reserva en sacos que llevaban el nombre de sus dueños. El indio, habituado a una vida económica que hacía el ahorro casi imposible por la descomposición rápida de los bienes, era considerado por los misioneros como imprevisor y negligente.

 Vida destinada en lo espiritual a la transformación del indígena, transcurría entre cantos religiosos, ejercicios de culto y estricta moral cristiana. Los indios orgullosos antes de su desnudez, recibían anualmente sus atavíos de algodón, de color oscuro, que cubrían casi todo su cuerpo.

Para precaverlos de las malas influencias de los blancos, ningún español permanecía más de tres días en las misiones, y los guaraníes no eran enseñados a hablar el castellano, aunque los más aventajados aprendieron el latín.

Alejado de su mundo y del de los conquistadores, el indio se vio limitado a la vida entre los jesuitas, incapaz de encontrar fuera del pequeño círculo condiciones de vida iguales a las que lo habían ambientado. Dentro de la misión continuaría siendo el hombre-niño.

El indio había sido enseñado a utilizar las armas de fuego. De sus productivos talleres salían ya arcabuces, trabucos, lanzas y municiones. En las guerras contra los bandeirantes había demostrado su destreza, y su peligro en las hazañas militares de 1725 y 1735, cuando los jesuitas intervinieron en los problemas políticos del Paraguay con su contingente de guaraníes.

Desde esta época aumentó también el odio de los comuneros, que veían en los jesuitas a los causantes de la decapitación del defensor de la causa del Común, el Juez Antequera. Este peligro latente que representaban los jesuitas con su inmenso ejército, contribuyó a su expulsión. Carlos III desterró de sus dominios a la Compañía, que por ciento sesenta años (1608-1767) había tomado en sus manos la conquista y conversión del pueblo guaraní.

Muy diversa fue la suerte de los indios en las misiones. Muchos volvieron a la selva para aprender de nuevo las reglas de la antigua vida, llevando consigo el bagaje que tanto transformó su cultura. Otros muchos quedaron bajo el cargo de administradores laicos. Buena parte se dirigió a las ciudades para trabajar como peones o artesanos. Los que quedaron en las misiones, ahora a cargo de franciscanos auxiliados por administradores laicos, pronto vieron la intromisión de colonizadores que robaron sus ganados y destruyeron sus plantaciones de yerba mate. Poco después adquirieron de éstos el alcoholismo, y con él vino la ruina de sus ya resentidas organizaciones.

Los que quedaron en los grandes centros de población, los refugiados en las plantaciones y los obligados a vivir en las misiones, continuaron el proceso de mestizaje del pueblo paraguayo. Los retornados a la selva aumentaron el número de los "monteses".

La ruina definitiva de las misiones es reciente. En 1817 el Dr. José Gaspar de Francia ordenó la destrucción de cinco misiones al sur del río Paraná. En 1848 Carlos Antonio López obligó a los 6.000 guaraníes que todavía vivían en las misiones a trasladarse a aldeas ordinarias como el resto de la población paraguaya.

Hay que recordar que muchos de los "monteses" jamás tuvieron influencia directa de los jesuitas. Cuenta la leyenda de dos grandes caciques, Paraguá y Guairá, de distinto comportamiento ante el blanco. Paraguá permitió que su gente fuese catequizada y bautizada; Guairá, orgulloso de su raza y de su cultura, se internó en la selva y permaneció al margen de toda aculturación. Los mismos "monteses" explican así con orgullo su actual condición, insobornables, independientes, fieles a sus dioses y a la selva.

Los movimientos políticos nacionales han afectado notablemente la vida del guaraní. Las luchas de independencia, los conflictos internos de mediados del siglo pasado, la desastrosa guerra contra Brasil, Uruguay y Argentina (1864-70) y la guerra del Chaco contra Bolivia (1932-35), han ocasionado graves pérdidas a este sufrido pueblo, que cuenta como único recurso de defensa su capacidad migratoria

Hoy se encuentra reducido a unos cuantos millares de individuos que viven en su mayoría en pequeñas reservaciones bajo la protección oficial. Sólo los del Paraguay oriental y los del territorio argentino de Misiones pueden ocupar actualmente áreas de relativa extensión. En el sur del Brasil viven dispersos algunos grupos de mbyás que emigraron de Paraguay probablemente a principios del siglo XIX. Son, con los mbyás paraguayos, los que conservan en mayor proporción sus tradiciones.
 
 
 
EL CANTO

 

El guaraní tiene sus ojos fijos en el mundo ultraterreno que adivina. Su vida, que aparentemente transcurre en medio de la indolencia y la rutina, es intensa, rica, cargada de emociones místicas:
 
Es el hombre la liga entre esta tierra y el mundo de los dioses, y tiene a su alcance el medio que los une.

El guaraní reza. El rezo es canto, danza, música. Libera al hombre de sus imperfecciones y lo eleva e ilumina. La verdadera vida se actualiza cuando enlaza ambos mundos en la experiencia personal, íntima, que enclaustra en la red de vibraciones del cuerpo que danza y de la música monótona que hace desaparecer el tiempo.

El canto, la danza, la música, aparecen en actos colectivos. Pero sólo sirven para provocar el aislamiento místico. Cada uno de los hombres vive alejado de sus semejantes. Más bien, no existen entonces semejantes. Tal vez existe sólo un mundo en el que se disuelve para alimentarse. Es el río que entre sus rizos se bebe.

El hombre recibe sus cantos de la divinidad. Cada canto es suyo, inalienable, íntimo. Algunos poseen dos o tres cantos. Otros más virtuosos cuentan con muchos. Son éstos los hombres admirados y respetados por la comunidad.
 
Para llegar a ser un verdadero rezador es necesario llevar una vida excepcional, alejarse de ambiciones terrenales, de deseos lúbricos, de pasiones insanas. El hombre devoto vive entre penitencias y abstinencias; nutrido con alimentos puros; inspirados por las danzas y la música. Así podrá alcanzar la vida que los dioses reservan a su pueblo; poseerá cantos fuertes para dominar las enfermedades de sus hermanos y aun para matar a los jaguares. El canto verdadero es el arma más potente del ser más virtuoso que habita la tierra de las imperfecciones.

Esta actitud del guaraní ante la vida ha producido la más rica y floreciente literatura indígena contemporánea. Influido ya más, ya menos por la cultura occidental, sus géneros literarios van desde los textos míticos que guardan en admirable estado de pureza los mbyás, hasta las canciones que han recibido el sello extraño en giros, ritmos o temas aprendidos en el éxodo que motivaron las dos terribles guerras paraguayas.

Algunos cantos son asequibles a todo mundo. Otros, en cambio, sólo pueden ser revelados a los miembros de las tribus y a los que gozan de absoluta confianza de sus poseedores. Existen, por esto, aparte del lenguaje corriente, otros dos.

Uno de ellos, el religioso, "las palabras de los situados encima de nosotros", es usado siempre con absoluto respeto por los ancianos y ancianas que reciben los mensajes que los dioses envían por su conducto a todos los miembros de la tribu. El otro es el idioma secreto, del que sólo se han podido averiguar algunas palabras, frases y oraciones, y que se revela únicamente a los iniciados. Recibe el nombre de ñe’e pará, "palabras de nuestros padres".

No debemos restar importancia a la dulzura, armonía y posibilidad expresiva de la lengua guaraní al hablar de la literatura. Sin perder sus características monosilábicas originales, se desenvuelve en giros de profundo sentido filosófico. Diversos tonos que determinan el significado de las palabras modulan una pronunciación suave, remedo del ritmo de las aguas. Es una lengua más para el canto y el discurso que para la comunicación cotidiana. Ha sido elaborada por hombres que tienen conciencia del origen divino de la palabra.
 
 
 
 
Fuente:
 
 
Versión de textos guaraníes por LEÓN CADOGAN
 
Introducción, selección y notas por A. LOPEZ AUSTIN
 
EL LEGADO DE LA AMÉRICA INDÍGENA
 
 
 
 
 
 

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