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THOMAS L. WHIGHAM

  LAS BELLAS TRENZAS DE MADAME LYNCH - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 14 de Junio de 2020


LAS BELLAS TRENZAS DE MADAME LYNCH - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 14 de Junio de 2020

LAS BELLAS TRENZAS DE MADAME LYNCH

 

Por THOMAS L. WHIGHAM

 

Profesor emérito de la Universidad de Georgia

Una deliciosa anécdota sobre la legendaria cabellera de Madame Lynch nos llega de los archivos del profesor Thomas Whigham.

En mi experiencia como coleccionista de episodios curiosos de la historia de Paraguay nunca me sentí decepcionado, ni siquiera cuando son casi con seguridad falsos o exagerados. Tal es el caso de esta anécdota de Madame Lynch, la consorte de Francisco Solano López. La encontré en una compilación titulada Leyendas guaraníes: Impresiones, tradiciones, anécdotas, escrita por el médico y folclorista uruguayo Oriol Solé Rodríguez y publicada por la Editorial Dornaleche y Reyes en Montevideo en 1902. La razón por la cual estoy convencido de que es falsa, me la guardaré hasta el final, pero creo que los lectores del Suplemento Cultural verán de inmediato por qué me encanta esta historia, que ocurrió supuestamente unos treinta o treinta y cinco años antes de su publicación a principios del siglo XX.

«¿Quién ignora que la famosa aventurera con quien compartió su suerte el tirano del Paraguay, además de haber sido mujer de belleza poco común, poseía una opulenta caballera blonda de todos admirada? Nadie seguramente que haya leído algo de lo mucho que se ha escrito acerca de la favorita de López II.

Pero lo que no se conoce, porque rarísimas son las personas que lo saben, es lo que voy a relatar a los lectores. Me refirió esta anécdota un anciano distinguido, que lleva un apellido respetable en su país. Cuando el hecho ocurrió, era un hombre joven, mimado por las damas de la mejor sociedad de la Asunción, apuesto, buen mozo, en fin.

Provisto de una presentación en forma, hízose anunciar, cierta tarde, a la “señora mariscala” en el entonces suntuoso palacio de la calle de la Palma. El objeto de esa visita era solicitar de la encumbrada dama un importante servicio, que solo ella podía otorgar en aquellos momentos: una audiencia con el dictador. Esto sucedía al iniciarse la guerra que tan fatal fue para aquella nación hoy amiga. López no atendía a nadie. Vivía preocupado exclusivamente de la campaña a emprenderse. Estaba, además, intratable, irascible, y las únicas visitas que recibía eran las de los jefes y altos funcionarios que iban a su presencia por asuntos relacionados con el servicio oficial.

De ahí que el joven referido hubiera pensado en Madama Lynch para gestión de tanta entidad. La favorita acogiólo amablemente. Era una mujer encantadora cuando quería, cuando le caía en gracia una persona, o no se hallaba atacada del terrible malhumor que a veces parecía contagiarle su dueño y señor. Valióle mucho al pretendiente, para ser atendido, su figura atrayente, su fino trato, su desenvoltura y despejo. Estas cualidades gustaban mucho a la compañera del mariscal.

Después de una media hora de amena charla, despidióse el joven de Madama Lynch, con la promesa de esta de que hablaría la misma noche al dictador. Le había citado, además, para el siguiente día, a fin de darle cuenta del resultado de sus diligencias. Muy complacido por el buen éxito de su entrevista, que superaba con mucho a cuanto había esperado, retiróse de palacio el solicitante, llevando en su espíritu la gratísima impresión que le causara la belleza y sociabilidad de la insinuante mujer.

Al día siguiente, a hora inoportuna para una dama que no abandonaba el lecho tan temprano como la generalidad de las señoras de la capital paraguaya, a quienes el clima hacia madrugadoras, presentóse nuevamente en la mansión de la favorita nuestro joven, siendo introducido, por distracción tal vez del criado, a un gabinete destinado a las vistas de confianza, contiguo a la sala donde fuera primeramente recibido. Largo rato hacia que se hallaba, sombrero en mano, aguardando a la “señora mariscala”, cuando el ruido de pasos y de una puerta interior que se abría hizóle volver la vista, apartándola un instante de un cuadro que examinaba.

Todavía recuerda con escalofríos de terror, el caballero que me hizo el relato, lo que sus ojos percibieron en ese instante. La cosa no era para menos, teniendo en cuenta la vanidad de la dama, la época que atravesaba el Paraguay y el secreto intimo que acababa de descubrir sin quererlo.

He aquí lo que vio, bien a su pesar, por cierto.

Vio a la Madama Lynch íntima, pero una Madama Lynch sin afeites, sin compostura, en una semi déshabillé grotesca y, lo que era más grave todavía, sin aquella opulenta cabellera blonda de hilos de oro que tanto la embellecía.

¡La favorita de López II era calva, totalmente calva!

Venía del baño; y, al verse descubierta en semejante desaliño, lanzó un grito y cerró bruscamente la puerta que acababa de abrir. El joven tuvo el buen tino de dirigir la vista a otro lado; pero ya era tarde: la perspicaz mujer había tenido tiempo de advertir que acababa de ser sorprendido su secreto. Júzguese la consternación de ese testigo involuntario de la decadencia física de dama de belleza tan celebrada. No sabía qué resolución tomar. Permaneció largo rato perplejo, y ya iba a abandonar la estancia cuando un nuevo ruido, el de una persona que se aproximaba a pasos rápidos, hízole cambiar su resolución.

Era Madama Lynch, que entraba al saloncito; la misma Madama Lynch del día antes, bella, elegante, luciendo un tocado aristocrático que daba gran realce a su melena de oro sedosa y perfumada. Estaba muy nerviosa. Clavó sus grandes ojos azules en los del joven, que se mantuvo sereno, imperturbable, sosteniendo la mirada altiva de la favorita sin inmutarse.

Con leve ademán, indicóle ella una silla.

–No me habían anunciado a Usted –dijo–. Si debido a la casualidad no lo hubiese visto hace un rato, al volver del baño, ignoraría que se hallaba Usted aquí... Ha sido una torpeza de los criados.

Y volvió a mirar con fijeza al visitante, que, como al principio, permaneció impasible. Cuando Madama Lynch acabó de hablar, le contestó, afectando extrañeza por lo que escuchaba:

–No comprendo lo que la señora quiere significar...

–¿Cómo? ¿No advirtió Usted nada...?

–En absoluto. Es esta la primera vez que tengo hoy el honor de verla –replicó con aplomo.

Madama Lynch sonrió complacida. En seguida, recalcando sus palabras, dijo:

–Sea o no cierto lo que me asegura, veo que es Usted un joven discreto y de talento…

Y añadió con acento dulce:

–Preséntese Usted mañana al mariscal con esta tarjeta mía. Le he hablado ya, y será Ud. atendido.

López II recibió, en efecto, al pretendiente, que obtuvo sin dificultad lo que deseaba.

Nadie supo entonces que la esposa morganática del tristemente célebre dictador paraguayo usase peluca.

No se engañó, pues, Madama Lynch al alabar la discreción y el talento del joven poseedor del secreto de su admirable caballera rubia. (Junio de 1901)»

Pues bien, lindo cuento. Y linda sorpresa para todos. Pero, pese a todo, no lo creo personalmente, y por cuatro razones. Primero, porque Madame Lynch era una persona vanidosa que cuidaba su presentación física con una especie de disciplina militar. Nunca hubiera aparecido de otra forma que como dueña del control total de su apariencia. Es la imagen que nos ofrecen sus biógrafos Michael Lillis y Ronan Fanning en The Lives of Eliza Lynch, Scandal and Courage (2009); ellos, conocidos expertos en la materia, jamás hablan de ninguna peluca. Y es algo que hubieran mencionado, de tener alguna prueba de su existencia. Segundo, porque en ese tiempo, al llegar a una casa de cierto rango, siempre aparecía un criado para decir «La señora esta visible» o «La señora no está visible», y no se dejaba entrar sin más al visitante, como ocurre en la anécdota. Tercero, porque se sabe que Madame Lynch trajo de París a su peluquero, que aparece en la novela El peluquero francés (2012), de nuestro amigo Guido Rodríguez Alcalá. Si hubiera sido calva, esto no hubiera sido excluido de la novela (aunque don Guido sí menciona, en un cuento de 1988, los rumores que circularon sobre su presunta calvicie). Y, finalmente, en cuarto lugar, por algo de mi propia experiencia que merece ser mencionado respecto al cabello de Madame Lynch. A principios de la década de 1990, estaba haciendo una investigación histórica en la Biblioteca Nacional, no lejos del famoso Gran Hotel del Paraguay. Pasé varias semanas ahí, revisando documentos y recortes de la Colección Juan E. O’Leary, entonces casi totalmente desorganizada. No había catálogo ni índice, y la búsqueda de materiales para un estudio sobre la guerra de la Triple Alianza, que era mi tema principal, tuvo que basarse en gran parte en conjeturas. Un buen día, del interior de una carpeta que estaba revisando, cayó un sobre. Lo abrí y encontré un anuncio de París de 1886 sobre la muerte de Madame Lynch, con un pequeño mechón de su cabello, todavía rubio (rubio oscuro, o castaño), a los cincuenta y dos años. Bajé de inmediato a la oficina del director con el sobre y el mechón. Llamamos en ese mismo instante a la televisión para contar el descubrimiento del curioso tesoro. Creo que sigue en exhibición en la oficina del director. Más tarde, charlando con Roberto Quevedo, entonces presidente de la Academia de Historia, me contó que era costumbre de las élites de aquel tiempo poner mechones de pelo del difunto en los anuncios de fallecimiento.

Según la evidencia preponderante, pues, resulta obvio que no pudo haber estado calva, ya que todavía tomaban mechones de su cabello para anunciar su fallecimiento dieciséis años después de Cerro Corá.

Pero sigue siendo una anécdota divertida. Y hay muchas, muchas más.



Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 14 de Junio de 2020

Página 2

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