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Juan Moreno
  EL FOTÓGRAFO DE LOMA TARUMÁ, Novela de ALEJANDRO HERNÁNDEZ (Ilustración JUAN MORENO)


EL FOTÓGRAFO DE LOMA TARUMÁ, Novela de ALEJANDRO HERNÁNDEZ (Ilustración JUAN MORENO)

EL FOTÓGRAFO DE LOMA TARUMÁ

Novela de

ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN



EDITORIAL LINA S.A.

Casa Central: Julián Rejala 106 c/ Garcia de Zuñiga

Telefax: (595-21) 334493/

e-mail: editorialina@hotmail.com

Asunción - Paraguay

Dirección editorial: Prof. MARÍA TEODOLINA DÍAZ CORONEL

Ilustraciones de Portada e interior: JUAN MORENO

Diseño de Portada: NATALIA DOMENECH

Diagramación de interior: BERTHA JERUSEWICH

Foto de contraportada y solapa: Foto Cine Paraguay

Traducción de textos en guaraní: FELICIANO ACOSTA

Corrección: ALICIA COLMÁN

Edición al cuidado del autor

Asunción - Paraguay

1º Edición, abril 2011

Tirada: 500 ejemplares.

ISBN: 978-99953-54-27-5

 

ÍNDICE

DEDICATORIA

CAPÍTULO 1 - RECUERDOS

CAPÍTULO 2 - ASUNCIÓN Y SU GENTE

CAPÍTULO 3 - EL CUMPLEAÑOS DEL GENERAL LÓPEZ

CAPÍTULO 4 - ENTRE FOTOGRAFÍAS Y VALSES

CAPÍTULO 5 - EL FERROCARRIL

CAPÍTULO 6 - EL RAMAL A LUQUE

CAPÍTULO 7 - MANDYJU

CAPÍTULO 8 - EL GENERAL URGUIZA

CAPÍTULO 9 - MI BODA

BIBLIOGRAFÍA

 

 

 

CAPÍTULO 1

RECUERDOS


 

Lunes diecisiete de junio de 1887. Un día como cualquier otro en el puerto de Buenos Aires.

Los estibadores, la mayoría de ellos, inmigrantes venidos durante el gobierno de Avellaneda, cargan en sus espaldas pesadas bolsas desde los cincuentaiún almacenes del edificio semicircular de la moderna Aduana Nueva ubicada detrás de lo que fuera el viejo fuerte de la ciudad. En ángulo recto con la aduana se levantan losalmacenes del sur, depósitos suplementarios, donde se había trasladado la aduana desde 1863, al demolerse el viejo fuerte para construir en su lugar la casa de gobierno pintada de color rosa.

Un poco más allá, en el muelle construido hace unos meses, otro grupo de estibadores cargan un barco de bandera inglesa con cereales transportados en ferrocarril hasta el puerto.

Junto a mí, pasajeros próximos a embarcar, conversan animadamente. Los hombres vestidos con pantalón bombilla, cuello duro, corbata plastrón o moño, sacos con muchos botones y elegantes galeras o sombrero bombin. Por otro lado las damas lucían sombreros de los que asomaban largos bucles y polleras ceñidas a la cintura, largas hasta los tobillos que descubrían al andar solo la punta de los zapatos, muchas de ellas con sombrilla al hombro coqueteando tanto como los buenos modales y el recato lo permiten.

La rampa de acceso al vapor San Martín, próximo a zarpar, se encuentra frente a mí. Un oficial que se encargaba de controlar los pasajes preguntó:

  • ¿Va a abordar el buque señor?

Miré el pasaje en mi mano y dudando respondí:

  • Aguardaré un momento más.
  • Decídase porque el buque ya zarpará.

Me encontraba en una encrucijada. Los recuerdos se agolpaban en mi memoria. Deseaba encontrarme con mi pasado, pero por otro lado temía a lo que podría encontrar.

  • Me alegro de que haya aceptado la invitación que le hemos hecho Don Gustav -dijo un hombre de unos setenta y dos años con una amable sonrisa, a quien de inmediato reconocí como mi amigo y confidente Don Esteban Adrogue, dueño del hotel La Delicia, en donde yo vivía desde la época de la fiebre amarilla.

Junto a don Esteban, andando lentamente, apoyado en un bastón, como si cuidara un dolor recrecido en las piernas, vestido de un frac negro, camisa blanca, moño y bien lustrados zapatos, caminaba el ex presidente don Domingo Faustino Sarmiento, sonriendo ásperamente y fumando un habano.

Presidente de la república Argentina entre los años 1868 y 1874, aunque maestro por vocación durante su larga vida, había regido los destinos de esa nación con gallardía y buen tino.

Moreno, de mediana estatura, cargado de hombros y algo encorvado, cabeza grande y llamativa, frente amplia, rostro surcado de arrugas, me miraba inquietamente con sus brillantes ojos aguardando mi respuesta mientras sonreía amablemente, como si de esta dependiera su propia decisión de abordar el navío.

Había conocido al general intercambiando pareceres de política internacional y nacional, años atrás, mientras trabajaba en el hotel La Delicia de don Adrogué, donde residía y trabajaba tomando algunas fotografías a petición de los huéspedes.

Tomé aire y luego de suspirar hondamente respondí a don Esteban Adrogué:

  • Así como el señor presidente dijo ayer en La Delicia: “sólo podemos acabar con nuestros fantasmas enfrentándolos”. Abordemos el buque. Señor presidente...
  • Dígame don Demczszyn, ¿Cuántas veces le he dicho que me llame por mi nombre? Ya no soy presidente, aunque si me dieran la oportunidad tendrían que aguantar mi carácter por diez años más -dijo don Sarmiento gritando, debido a su sordera.

El gran sanjuanino, como le llamaban muchos, abordó al San Martín junto con su nieto don Belén Sarmiento y otros acompañantes, entre los cuales se encontraban, don Alejo Peyret, inspector de colonias de la república Argentina; el doctor José Longinos Ellauri, presidente del Uruguay en 1873 y el ya mencionado, don Esteban Adrogué.

Levanté la pequeña maleta que constituía todo mi equipaje y junto con los demás, ascendí al buque que, en pocos minutos más levó anclas y con un grabe silbato zarpó hacia su destino; la ciudad de Asunción del Paraguay.

Desde la baranda de la popa del barco vi alejarse el puerto con sus tres espigones: el de Carga y descarga; el del Bajo de la Merced desde el cual habíamos zarpado y el de Las Catalinas, también utilizado para pasajeros desembarcados y embarcados desde lanchones y carretas tiradas por caballos que operaban alrededor del hotel de inmigrantes.

Observé mi viejo reloj de bolsillo como acto reflejo, ya que ni me fijé la hora que marcaban sus agujas, y lo volví a guardar en el bolsillo de mi chaleco. En ese instante escuché unos pasos y el golpe de un bastón. Era don Domingo que, con voz pastosa me preguntó:

  • Me comentó don Esteban Adrogué que fue bastante difícil convencerlo de hacer este viaje. ¿Acaso le es aburrido cubrir los pasos de este viejo barco 1 para el periódico La Nación 2 ?
  • Al contrario señor pre..., digo don Domingo. ¡Es un honor el que se me haya encomendado esta tarea y mucho más el acompañarlo! Sólo que...
  • No quiere ir a Paraguay -interrumpió el maestro-. Lo comprendo. El Paraguay fue una tierra de tiranos sanguinarios. Cuando mi médico, el doctor Roberto Lloveras, me recomendó que para reestablecer mi salud debía viajar a las que fueran tierras del sanguinario López, se me erizaron todos los pelos del cuerpo. ¡Imagínese ir a las tierras donde asesinaron a Dominguito! Pero no se preocupe. Mi médico me aseguró que el Paraguay de ahora es un país democrático y casi no queda recuerdo de su antiguo opresor.
  • Muchas historias se han contado de don Francisco y su familia, pero puedo asegurarle que no todo lo que se cuenta es verdad.
  • Me extraña que diga eso. Tengo entendido que peleó en la Gran Guerra contra el Paraguay.
  • Así es, y no me enorgullece lo que hice y vi en los campos de batalla. Pero no es de los años de la guerra que le estoy hablando, sino de cuatro años antes de que esta se iniciara. Cuando vivía en el Paraguay.
  • ¡Usted vivió en Paraguay! Eso sí que es nuevo para mí.
  • Es una parte de mi pasado que traté de enterrar, aunque como si fuese un corcho en el agua, siempre salió a flote cuando lo creía olvidado.
  • Ahora comprendo muchas cosas de usted y en especial la negativa para emprender este viaje -dijo el octogenario apoyándose en la baranda junto a mí y deslizando su mano al interior del bolsillo de su chaleco para un habano-. ¿Desea uno? Son cubanos ¡hechos a mano! Me llegaron un poco antes de partir -señaló luego de olerlo y cortar uno de los extremos.
  • No, gracias. No fumo.
  • ¡Hace bien! Mis médicos dicen que no es bueno para mis pulmones y mis bronquios pero... igual uno tiene que morir de algo ¿No le parece? –bromeó tras encender el cigarro y expulsar una gran bocanada de humo de penetrante aroma, para luego apoyarse en la barandilla del buque y volver a contemplar en silencio el paisaje que el generoso Río de la Plata nos regalaba, mientras el habano se consumía lentamente.

Tras varios minutos de silenciosa contemplación, en los que don Domingo de seguro esperaba que le contara sobre mis vivencias pasadas, tragué saliva y dije:

  • Tal vez sea hora de arrancar de mi pecho lo que por tanto tiempo ha sido guardado ¡Debo terminar con los fantasmas del pasado! Vamos al salón de pasajeros que pronto comenzará a refrescar. Le contaré, si no le importa, con detalles mi paso por las tierras guaraníes, mi gran amor, mis ilusiones y sobre todo mi gran dolor.

El ilustre pasajero me acompañó al salón reservado para los pasajeros de primera clase y sentándose en un sillón colocó su bastón entre las piernas y apoyando sus manos sobre el mango, escuchó atentamente mi historia.


***


 

Una mañana de abril, hace ya veintisiete años, un par de meses después de que mi madre falleciera, mi amigo Wilgem von Kraus golpeó la puerta de mi casa de Possen.

Wilgem, sexagenario y antiguo amigo de la familia, había nacido en Prusia y participado como corresponsal de guerra en la batalla de las naciones en Liepzig, donde la sexta coalición integrada por los ejércitos de Prusia, Rusia, Inglaterra, España, Suecia, Austria y la mayoría de los pueblos alemanes dio el golpe mortal a las pretensiones del ejército francés al mando del gran estratega Napoleón Bonaparte. Fue justamente en esta batalla donde Wilgem conoció a mi padre, quien un año después murió.

El prusiano era delgado y casi totalmente calvo; medía poco más de un metro setenta; su rostro era anguloso y fino rematado por una pequeña y canosa barba triangular; mientras que sus ojos, pequeños pero expresivos, eran de un color azul casi grisáceo, en uno de los cuales usaba un monóculo. Wilgem, que para ese entonces trabajaba en un periódico de Dresde en el cual yo era asistente, había aceptado viajar a las lejanas y casi desconocidas tierras guaraníes, por la generosa oferta que le hiciera un militar paraguayo que había conocido años antes y que junto con diplomáticos del presidente Carlos Antonio López se encontraban en Europa estimulando a profesionales que quisieran trabajar y compartir sus conocimientos con los habitantes de la nueva pero pujante república ubicada en el corazón de América del Sur.

  • Gustav, usted que siempre piensa en viajes, cacerías y aventuras no puede negarse a la invitación que le haré -dijo Wilgem muy animado con una carta en una mano y una botella en la otra, al abrirse la puerta de mí casa.
  • No cree que es temprano para beber vodka.
  • No estoy borracho muchacho. Recuerda que le conté de ese militar de Sudamérica que conocí hace tiempo.
  • Vagamente...
  • Pues me ha invitado a ir a su país y trabajar en un periódico local. ¡Quiero que me acompañe!

En realidad, con mis veinte años, poco podía aportar a la naciente república, no obstante, deseoso de conocer el mundo y atraído por las aventuras de los grandes exploradores como Marco Polo o el escocés David Livingston, quien descubrió las cataratas Victoria en África en 1855 y cuyo hermano, al igual que yo, había estudiado la técnica de fotografiar de Louis Daguerre, la expectativa de viajar a un país totalmente desconocido para mí, me sedujo totalmente por lo que acepté sin dudar.

En unas semanas estábamos en Le Havre. Treinta y seis días después nuestro velero atracó en el puerto de Buenos Aires donde nos hospedamos por unos días en el hotel de inmigrantes.

Tres días después de nuestra llegada a la capital porteña estábamos en marcha a Asunción, donde llegamos quince días después.

Unos minutos antes de fondear en la bahía de Asunción, justo donde el río cambia de dirección, sobre un rojo peñón que se hunde en las marrones aguas rodeadas de espesa vegetación, estaba la criatura más bella y angelical, aunque indomable a la vez, montada sobre un corcel negro como la noche observando con un catalejo hacia el barco. Poco después supe que ese ángel se llamaba Azucena del Carmen Ruiz Gato.

En este punto lejano de la geografía de América del Sur comenzó mi trunca historia.

Era también el mes de julio, pero de 1861 cuando mi buque con sus velas hinchadas ingresó a la bahía de Asunción. Desde la cubierta se podía ver la pintoresca y pujante ciudad ubicada, como la antigua Roma sobre siete colinas, donde las señoriales residencias de rojos techos de teja y blancas paredes adornadas con guardas al estilo europeo aunque conservando también el “toque local”, iban poco a poco desplazando a los pequeños ranchos de adobe y techos de paja que aún podían verse a lo lejos inmersos en el colorido follaje de los lapachos, palmeras y naranjos.

Un poco antes de que el buque ingresara a la laguna que forma la bahía de Asunción vimos espantados a un grupo de personas bañándose del mismo modo en que lo harían Adán y Eva en el paraíso, entre los camalotes y juncos de la costa sin el menor recato ante nuestros civilizados y prejuiciosos ojos europeos.

Entre mis compañero de viaje se hallaban arquitectos, ebanistas, orfebres y otros. Aguardamos a que el navío anclara cerca de un profundo barranco a unos metros del puerto, el que no era otra cosa que una porción de terreno en pendiente hacia el río, desprendida de la ciudad, en donde los buques atracaban sin ninguna facilidad portuaria; algo muy parecido a los fondeaderos de Europa de comienzos del 1800.

Luego de abordar pequeños botes de remo que nos condujeron a un pequeño muelle accedimos a un edificio, culminado en parte, en donde funcionaban las oficinas del puerto y la aduana sobre el cual ondeaba al viento la bandera paraguaya semejante a la bandera holandesa pero con los colores invertidos.

Una vez en el edificio, que no era otra cosa que un gran galpón en donde pululaban mendigos, vendedores y funcionarios de la aduana que dándose importancia nos hicieron formar una fila por un poco más de media hora sin importarles la larga travesía que acabábamos de concluir.

Un burócrata desaliñado en su vestimenta, bebía de un cuerno vacuno una infusión a base de yerba mate fría mediante una bombilla, se acercó al primero de la fila y haciéndole abrir la boca como si se tratara de un esclavo comenzó a mirar su boca.

  • Es por las enfermedades... No sabemos qué pulgas pueden traer estos extranjeros- me tradujo Wilgem, indignado ante lo que el funcionario dijo a un paisano que le preguntó el porqué de aquella inspección.

En determinado momento de la interminable inspección un funcionario, que parecía de rango mayor, se acercó alprimero diciéndole algo en el oído para luego en pésimo inglés murmurar al inspeccionado:

  • Es difícil nuestro trabajo y puede ser más complicado para usted...con unas monedas todo puede ser más fácil para todos.

El hombre inspeccionado luego de maldecir y vociferar indignado metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extendió al funcionario una bolsa de piel que contenía una cierta suma en libras esterlinas.

Tomando como ejemplo lo hecho por el pobre prójimo cada uno de los que estábamos en la fila apartamos una cierta cantidad para obtener nuestra buena salud. De más está decir que en menos de dos minutos todos los presentes habíamos pasado el control sanitario, siendo conducidos luego ante un funcionario que nos leyó detallada y detenidamente, artículo por artículo, el reglamento policial. Cada uno de estos artículos era más insólito que otro:

  • “Queda prohibido hablar de la política de las provincias de abajo, por no importarnos lo que ahí pasa. Queda prohibido asistir a una fiesta o diversión sin el debido permiso o licencia previa de la policía. Cuando se pase frente a un centinela ubicado en cualquier punto del territorio se lo deberá saludar, con respeto, porque las armas que empuña representan las armas de la república”.

Todas estas normas y restricciones además del mal momento pasado anteriormente me hicieron pensar a mí y a muchos de los presentes, si había sido buena idea aventurarnos en esta joven república.

Una vez finalizada la lectura de aquel reglamento, un funcionario aduanero acompañado de dos soldados me pidió, no muy amablemente, que los siguiera con todo mi equipaje a una habitación, en donde, señalando continuamente mi cámara fotográfica, me hizo a hacer infinidad de preguntas que no comprendía debido a que el idioma que utilizaba el funcionario aduanero, que según él pretendía ser inglés, pero en realidad era cualquier cosa menos el idioma anglosajón.

El oficial en un momento de furia tomó su sable y lo blandió como para propinarme un golpe. Por suerte para mí en ese mismo momento se abrió la puerta e ingresó un oficial militar de alto rango que resultó ser el coronel José Ruiz Gato, amigo de Wilgem que había conocido años atrás en Prusia durante una misión paraguaya al viejo mundo.

Un poco más bajo y diez años mayor que él, el coronel estaba ataviado con un vistoso uniforme militar, chaqueta roja con una banda blanca que cruzaba de izquierda a derecha y pantalón blanco, tenía marcados rasgos hispanos; amplia frente de nobles contornos; sus negros cabellos cubrían todavía casi todo su vigoroso cráneo; en su rostro cuadrangular, brillaban como negros carbones sus expresivos ojos y una fina y bien recortada barba daba el marco final.

El funcionario al ver al coronel, envainó el sable y cuadrándose ante él comenzó a dar explicaciones que fueron interrumpidas enérgicamente por el recién llegado quien le ordenó que se me entregasen mis documentaciones.

El funcionario me miró de mala manera y tras sellar toda la documentación me ordenó que regresara con el resto de los inmigrantes.

Luego de los papeleos de rigor fuimos recibidos por una banda militar, que ejecutó varias melodías de su frondoso repertorio y por una comitiva encabezada por el coronel conocido de Wilgem.

Tras un breve acto de bienvenida, en inglés, francés y alemán, el coronel Ruiz Gato se acercó al sexagenario prusiano y le extendió su fina y huesuda mano, la cual fue estrechada efusivamente por Wilgem.

  • Bienvenido al Paraguay, tierra de abundancia, paz y progreso. Espero que hayan tenido un buen viaje -saludó el militar en perfecto alemán.
  • Agotador, pero bueno. Usted conoce bien lo que hablo... a nuestra edad...- respondió el viejo prusiano sonriente.
  • Lamento mucho el mal trato recibido en la aduana... Haré que se les devuelva todo cobro indebido. Lamentablemente es una mala costumbre arraigada en nuestros funcionarios debido al magro salario que reciben.
  • No se preocupe... comprendemos la situación. El mal momento que pudimos pasar queda olvidado. Quiero aprovechar la oportunidad para presentarle a mi asistente Gustav Demczszyn, que ha estudiado el nuevo arte de la fotografía.
  • ¿Demczszyn? ¿Acaso es usted del reino de Polonia?
  • Aunque mi apellido es polaco he nacido en Prusia, en la ciudad de Possen.
  • ¿En verdad ha estudiado la técnica de retratar imágenes sin pintura? ¿Ha traído una máquina fotográfica? -preguntó entusiasmado, mientras yo asentía con la cabeza tímidamente.
  • He escuchado mucho sobre los avances que se han tenido sobre los primeros ensayos hechos por el físico francés Nicéphore Niépce en 1793 -prosiguió cortésmente el coronel en fluido alemán.
  • Tiene razón, mucho se ha avanzado desde esa fecha.
  • Disculpe mi atrevimiento pero me gustaría conversar con usted sobre los nuevos avances, debido a que cuando fui a Europa las fotografías realizadas se ennegrecían a los pocos minutos.
  • Eso ya es cosa del pasado. Actualmente la fotografía es como un cuadro Solo que en blanco y negro. Si así lo desea, luego de alojarnos, puede venir con su familia para que pueda retratarlos. ¿Le parece mañana?
  • Me parece bien, pero desearía que ustedes se alojaran en mi solar. Tenemos muchas habitaciones para huéspedes. En una de ellas podrá montar su estudio fotográfico si lo desea. Mi esposa y yo nos sentiremos halagados de tener tan ilustres visitantes.
  • No queremos molestar. Mucho ha hecho usted al invitarnos a este hermoso país.
  • No es ninguna molestia, al contrario, me sentiría ofendido si no aceptaran mi oferta.

Diciendo esto el coronel llamó a dos soldados, que vestían un sencillo pero pulcro uniforme compuesto por un quepi azul al estilo francés, chaqueta roja con una banda blanca cruzada de izquierda a derecha y pantalón blanco, y les ordenó que llevaran nuestras pertenencias a la galera de su propiedad. La galera se desplazaba sobre sus cuatro ruedas, dos pequeñas al frente y otras dos con el doble de diámetro que las anteriores en la parte trasera. Aunque austera era confortable en su interior. Con dos largos asientos de madera acolchados enfrentados, en donde podían ir cómodas cuatro personas, poseía además una puerta a cada uno de sus lados bajo las cuales se encontraban sendas escaleritas de tres escalones que facilitaban el ascenso y descenso.

Una vez que nuestras pertenencias estuvieron bien sujetas y cubiertas por una lona sujeta al techo del carro, lo abordamos mientras que el coronel ordenaba al cochero:

  • José, llévanos a la casa.
  • ¡De inmediato señor!

El cochero, que servía a la familia del coronel hacia casi once años, era de raza negra, de unos cincuenta años, delgado, de un metro sesenta y cinco de alto, cabeza redonda, cabello mota, ojos negros, y una amplia sonrisa en donde se podían ver sus relucientes dientes blancos enmarcados por prominentes labios. Había llegado al Paraguay en 1820 junto con José Gervasio Artigas, a quien sirvió hasta la muerte de este en 1850 en San Isidro de Curuguatay, a ochenta leguas de Asunción, donde el dictador Gaspar Rodríguez de Francia lo había confinado después de darle asilo en Paraguay. Vestido con un saco, pantalón, y zapatos negros, camisa y guantes blancos, José se acomodó en su asiento, sacó el freno y haciendo resonar su teyuruguai3en el aire hizo que la galera se pusiera en movimiento.

Raudamente la galera se dirigió en línea recta por la sinuosa calle De la Aduana de la Rivera, donde podían verse con facilidad los trazos dejados por el agua que discurría, durante las torrenciales lluvias, desde las bajas colinas embellecidas por naranjos, palmeras y coloridos tajy.

El viejo ropaje de los lapachos, había cambiado mediante la mágica mano de la naturaleza por racimos de flores rosadas, blancas, moradas y amarillas, formaba una alfombra verde-ocre de hojas muertas mezcladas con el color terracota de la polvorienta tierra arenosa que cubría casi por completo la despareja calle elevándose del suelo al paso del carruaje. Desde la pequeña ventana cuadrada de la galera pude ver la frenética construcción de una de las dos extensiones simétricas, de frente rectilíneo, que se construía a ambos lados del edificio de la aduana y el puerto. Los soldados-obreros trabajaban afanosamente sobre frágiles andamios de tosca madera en la construcción de los seis arcos de medio punto que embellecerían la extensión, mientras eran supervisados por un oficial sentado a unos metros bajo la sombra de un frondoso árbol que mitigaba el efecto de los rayos solares que a pesar de la hora se hacían sentir.

Al igual que esa construcción, en el momento de mi llegada a esa maravillosa ciudad también eran construidas varias residencias señoriales. Entre estas, pudimos ver la construcción de una que se destacaba por tener más de un piso, lo que señalé a nuestro anfitrión.

  • Esa es la residencia de Venancio López, uno de los hijos del señor Presidente. ¡Será el edificio más alto de Asunción! ¡Tendrá dos pisos! El arquitecto encargado de la obra es el señor Alejandro Ravizza quien está a cargo de la construcción de los palacios de la familia López y de muchas de las modernas casonas y edificios públicos de la ciudad. Tal vez, si consigo que prospere un negocio que tengo entre manos, algún día le pida a ese arquitecto que proyecte y construya la mía -señaló con admiración y entusiasmo.

Tras cruzar algunos puentes, bajo los cuales corrían mansamente rumorosos arroyuelos, llegamos a uno de los antiguos caminos reales que iba del centro de Asunción al cerro Tacumbú pasando por la Loma del Mangrullo4. La arboleda se hacía más espesa y variada. Luego de recorrer esa calle giramos a la derecha hacia una callejuela ladeada por grandes árboles cuyas ramas no dejaban ver el cielo, la cual nos llevó a un claro en donde se hallaba la vivienda del coronel y un par de pequeños ranchos de techo de paja, uno destinado a las caballerizas y el otro para la servidumbre.

La casa principal era una antigua vivienda colonial de gruesas paredes de adobe cocido sobre las cuales descansaba la estructura del añoso pero bien conservado techo, hecho con palmas y tacuarillas, sobre las que se montaban las tejas con una argamasa hecha con barro y sangre vacuna, para homogeneizar la masa.

Seis grandes ventanas de señorial estilo español con la parte superior abovedada, lucían artísticas rejas de madera primorosamente labradas con arabescos diseños que llegaban hasta unos pocos centímetros del suelo, se alineaban a ambos lados de la puerta principal ladeada por dos gruesas columnas cuadrangulares decoradas, al igual que los detalles de las ventanas y en señorial coronamiento en estilo barroco americano.

Descendimos de la galera y fuimos conducidos por un estrecho sendero cubierto por una estructura de madera, a modo de parral, que sostenía un añoso y fragante jazminero y conducía a la exquisitamente tallada puerta principal y de allí a un amplio patio central cubierto de amplios baldosones. El patio estaba rodeado en todo su perímetro por un alero sostenido por gruesas columnas de madera tallada en forma de tirabuzón en cuya parte superior se veían esplendorosos capiteles tallados a mano y ricamente adornados por el trabajo de diestros artesanos.

Frondosos helechos y arbustos de vistosos follajes daban vida y color al vetusto patio, en cuyo centro, se erguía orgulloso un aljibe bellamente adornado con azulejos estilo árabe.

Al advertir mi admiración por el aljibe, el coronel dijo:

  • Así como lo ve, ese aljibe tiene casi trescientos años en ese lugar y calculo que unos quinientos desde que se construyó originalmente en España y todavía podemos extraer de él muy buena agua. Lo mandó a traer de Córdoba, ladrillo por ladrillo, azulejo por azulejo, un antepasado mío que vino a estas tierras con Juan de Garay. Según se cuenta este aljibe estuvo originalmente ubicado en la residencia de un califa moro, donde también vivía mi ilustre pariente en España
  • Pensé que no llegaría para el almuerzo -interrumpió una mujer de unos cuarenta años que lucía una gran peineta sobre la que descansaba un mantón de Manila color rojo y un vestido de amplias faldas que arrastraba levantando una leve polvareda al caminar.

A pesar de que no comprendí lo que la mujer decía, ya que hablaba en castellano, deduje de inmediato, por la cara del coronel, que las palabras habían sido dichas cínicamente.

  • Ven Teresa, quiero presentarte a mis amigos. Los señores vienen de Europa, de la lejana Prusia, y se quedarán unos días con nosotros hasta que puedan ubicarse en la ciudad -respondió en castellano.

La mujer, de un metro cincuenta, piel morena y muy buena figura a pesar de su edad se acercó lentamente apantallándose con su abanico, mientras nos miraba de arriba a bajo con desconfianza.

  • Teresa, él es mi amigo Wilgem von Kraus, del que tanto te platiqué –presentó el oficial.
  • ¡Gusto en conocerla! -dijo Wilgem en castellano, pero con marcado acento prusiano, mientras se inclinaba para besar delicadamente la mano de la mujer, cubierta por un guante de encaje blanco.
  • ¡Me asombra Wilgem! No sabía que hablara español -señaló sorprendido el militar.
  • Poco y nada, solo algunas frases que me enseñaron los soldados del ejército español cuando participé en la batalla de las naciones. Aunque no niego que aprenderé rápido.
  • El señor Wilgem luchó contra el gran Napoleón, tío de Napoleón III, actual gobernante de Francia.
  • ¿Entonces usted es militar?
  • No,... periodista... -respondió Wilgem.
  • El señor –prosiguió el militar la presentación dirigiéndose a mí- también es prusiano, aunque es de la región del reino de Polonia, como su apellido lo indica.

La mujer me dirigió una extraña mirada, al tiempo que, imitando a Wilgem besé su guante y dije:

  • Gusto en conocerla.

A diferencia de mi amigo, no tenía la más remota noción del significado de la frase de saludo que acababa de decir, dado que no hablaba español, pero gracias a mi facilidad innata con los idiomas repetí sin dificultad.

La esposa del militar, al escuchar mi saludo, creyó que sí hablaba castellano por lo que prosiguió diciendo:

  • El gusto es enteramente mío. ¿Le gustaría sentarse a mi lado en el almuerzo?-preguntó en tono sensual y mirándome provocativamente.

En ese momento quise que la tierra se abriera y me tragara. No entendía qué decía la mujer, pero la forma de modular sus palabras y el modo en que se desfiguró la cara del coronel al escucharlas me indicaron que intentaba seducirme.

  • Ramona los conducirá a sus cuartos –interrumpió secamente el coronel en alemán lanzando una mirada furtiva a su esposa. Luego les haré llevar sus cosas. En una hora almorzamos.

Ramona, quien tendría aproximadamente unos cincuenta años, a diferencia de doña Teresa, tenía marcados rasgos indígenas. De un metro cuarenta de estatura, cuerpo robusto, hombros anchos, caderas gruesas, muslos y pechos salientes, manos pequeñas, cabeza redonda con cabello lacio negro peinado en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. Vestía una blusa de algodón y una pollera que le llegaba hasta sus pequeños y callosos pies descalzos.

De fisonomía inmutable, la mujer, en tono bajo y sumiso, nos pidió que la siguiéramos a nuestras habitaciones en el ala izquierda de la vivienda. Ramona, luego de abrir la puerta de la habitación que estaba destinada a Wilgem con una vetusta llave que llevaba en un manojo, se dirigió a una angosta ventana, la abrió y salió del cuarto para repetir la operación en mi habitación que lindaba con esta, luego, se retiró sin emitir palabra.

Mi habitación, se iluminaba a través de una angosta ventana que daba al patio interno, era pequeña pero acogedora. Una cama, sobre la cual colgaba un crucifijo de madera; una cómoda de cuatro cajones, sobre la cual se sustentaba un espejo con un marco de madera, probablemente de trébol, finamente tallado con detalles de rosas; y una pequeña mesa en donde se hallaba un candelabro de cinco brazos con las velas sin consumir.

  • ¿Puedo pasar? –preguntó Wilgem luego de golpear la puerta tres veces.
  • Creo que usted deberá aprender rápidamente castellano si desea permanecer en este país sin tener problemas – bromeó el prusiano.
  • Estoy de acuerdo con usted en ese punto como así también usted lo estará conmigo en que no podremos quedarnos mucho tiempo en esta casa.
  • ¿Por qué lo dice?
  • Creo que será mejor –contesté sin querer entrar en detalles.
  • No se preocupe Gustav- señaló palmeándole paternalmente la espalda-, las costumbres, en esta parte del mundo, no son las mismas que en Europa. Pronto se acostumbrará.

Manteniendo el austero lujo de toda la residencia, el comedor, estaba precedido por un cuadro de tamaño natural del coronel vestido con todas sus galas junto a una joven mujer ataviada con un bello vestido azul de miriñaque, con mangas globo que dejaban al descubierto sus brazos.

En la pared opuesta a aquel retrato, cubriéndola por completo, se hallaba una bien dotada biblioteca con textos muy variados, desde La Iliada y La Odisea de Homero; Fausto de Goethe; Historia de la guerra de los treinta años de Federico Schiller; Ivanhoe de Walter Scott; Nuestra señora de París de Víctor Hugo. Junto con estas joyas de la literatura universal se encontraba también El Paraguay, lo que fue, lo que es y lo que será, primer libro redactado por un escritor paraguayo llamado Juan Andrés Gelly, en sus ediciones en francés y portugués que el coronel había adquirido en un viaje a Río de Janeiro en 1848.

En el centro del salón, colgando de una de las vigas del tejado, se hallaba una majestuosa araña de cristal de origen francés.

Una larga mesa para doce comensales cubierta con un mantel blanco de algodón finamente bordado y trabajado con hilos color azul marino, sobre el cual se hallaban cinco platos de fina porcelana y gastados pero relucientes cubiertos de plata. El resto de la vajilla era de porcelana antigua.

El coronel Ruiz Gato estaba sentado en la cabecera, a su derecha se encontraba doña Teresa y a la izquierda una silla vacía.

  • Siéntense. En minutos más comenzarán a servir el almuerzo- expresó animado el coronel.
  • ¿Comeremos sin su hija o deberemos esperarla como siempre? No creo que a nuestros invitados les guste la sopa fría.
  • No se preocupe Teresa aquí llegué -dijo una cristalina voz detrás de mí.
  • Dejen que les presente a mi hija, la luz de mis ojos - dijo levantándose como con un resorte al ver entrar en el comedor a la muchacha de no más de quince años, negros y largos cabellos, muy bella de rostro, con tez de fina porcelana, vestida con un pantalón, botas hasta las rodillas, camisa de algodón y una colorida faja ceñida a la cintura-. Caballeros ella es Azucena del Carmen Ruiz Gato ¡Mi hija!

Grande fue mi sorpresa al reconocer a la mujer que horas antes viera en el caballo negro sobre la roca roja.

  • Cuantas veces te he dicho que te vistas correctamente para venir a la mesa- protestó enérgicamente doña Teresa. Disculpe señor von Kraus, señor Dem... Dem...
  • No se preocupe señora -respondió Wilgem interrumpiendo a la mujer al notar que no podía pronunciar mi apellido-. Son jóvenes no entienden de etiquetas y formalismos. ¿No lo cree así señor Demczszyn?

Todos esperaban que yo por lo menos asintiera pero me quedé mudo mirando a aquella beldad salida de un cuento de hadas que avanzaba hacia mí para finalmente sentarse al lado de su padre.

  • Mmm, disculpen, olvidé que estamos hablando castellano y Gustav no lo comprende totalmente- y pateándome suavemente bajo la mesa volvió a hacer la pregunta en alemán a la cual respondí embelezado con las palabras que había aprendido de Wilgem:
  • Gusto en conocerla.
  • Igualmente -respondió la muchacha cortésmente aunque sin prestarme mucha atención.
  • Hija, estoy seguro de que Ramona no te advirtió sobre la venida de nuestros huéspedes pero tu madrastra tiene razón. Debes cuidar las formalidades.
  • Está bien padre. Tendré más cuidado la próxima vez.
  • Si fuera mi hija no permitiría que salga al monte como una aborigen con ese caballo mañoso -masculló la esposa del coronel.
  • Klug mit den Klugen5 - musitó en alemán la muchacha mirándome de reojo.

Sorprendido al reconocer que la muchacha había hablado en alemán volví a mirarla pero ella fingió no verme mientras introducía delicadamente en su boca la cuchara repleta de la sopa que Ramona había comenzado a servir en los platos.

  • Cuénteme Gustav sobre el daguerrotipo y los avances de la fotografía -indagó el coronel.
  • Como sabrá el daguerrotipo fue el primer proceso fotográfico de aplicación práctica presentado por François Arago en la Academia de Ciencias de París el 19 de agosto de 1839. Este procedimiento fue un desarrollo de los experimentos, como le dije esta mañana, de los iniciados por Nicéphore Niépce, a quien Louis Jacques Mandé Daguerre se unió en diciembre de 1829.
  • Cuando estuve la última vez en París llegué a ver una fotografía de Niépce, pero al poco tiempo se oscurecía -señaló el militar.
  • Tiene razón. Este mismo problema tuvo Daguerre, pero fue solucionado tiempo después.
  • ¿Me podría decir cómo puede ser posible que una imagen quede atrapada en una plancha metálica? – preguntó la muchacha en fluido alemán.
  • ¡Azucena! Compórtate. Cómo interrumpes la conversación de tu padre con el joven ¿No se te enseñó modales? ¿Eres un animalito del bosque? Ahora comprendo por qué te llevas tan bien con ese caballo -reprendió doña Teresa.

El coronel miró a su esposa y dijo a su hija:

  • Azucena, debes comportarte, ¿Qué dirán de ti estos señores sobre tus modales?
  • Lo siento padre. Es que es muy interesante lo que dice el señor Demczszyn.

Lo único que entendí de esta última conversación entre padre e hija, en castellano, fue mi apellido que sonaba angelicalmente pronunciado por los carnosos labios de aquel ángel impetuoso. Sin pensarlo dos veces aproveché la oportunidad de responder a aquella bella musa:

  • El daguerrotipo es un proceso por el cual se obtiene una imagen en positivo a partir de una placa de cobre recubierta de yoduro de plata. Después de ser expuesta a la luz, la imagen se revela con vapores de mercurio, resultando una imagen finamente detallada con una superficie delicada que debe protegerse de la abrasión con un cristal y sellarse para evitar que se ennegrezca al entrar en contacto con el aire. Actualmente el daguerrotipo esta siendo desplazado por el calotipo de William Henry Fox Talbot, con el que a diferencia del daguerrotipo pueden hacerse muchas copias derivadas de un negativo inicial.
  • Tengo entendido que, para ser tomada una fotografía, la persona que posa debe estar quieta por casi treinta minutos. ¿No es eso molesto? - indagó la muchacha temerosa de un nuevo regaño.
  • Los tiempos de exposición se redujeron notablemente luego de los avances efectuados en Estados Unidos, Austria e Inglaterra.
  • Hoy en día –interrumpió Wilgem-, todas las ciudades de Europa tienen estudios fotográficos y cientos de personas posan ante sus cámaras.
  • Eso es muy cierto, pero muchas personas más lo hacen ante los fotógrafos ambulantes como yo –acoté orgulloso.
  • Debe haber fotografiado a mujeres muy bellas -apuntó el coronel.
  • Algunas –susurré sonrojándome.

Doña Teresa, que había quedado totalmente apartada de la conversación que se llevaba en alemán y traducida por el coronel esporádicamente para ella, se levantó de la mesa para ir a la cocina y ordenar a Ramona que trajera el segundo plato que consistía en un cerdo asado acompañado de legumbres.

  • ¿No les gusta la mandioca? -preguntó la mujer del militar señalando unos tubérculos blancos hervidos, que se hallaban sobre una bandeja de plata al tiempo que tomaba uno con el tenedor y lo llevaba a su plato.

Cortésmente Wilgem y yo procedimos a servirnos el tubérculo un poco fibroso para mi gusto pero de sabor agradable.

Una vez terminado el opíparo almuerzo, el coronel se levantó de su asiento y dirigiéndose a la parte superior del cristalero que se hallaba enfrentado a la puerta de entrada al comedor, tomó una botella de oporto y limpió con una servilleta el polvo que el tiempo había acumulado.

  • Esta botella de oporto de Portugal me la regaló el general de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, junto con aquella espada, cuando estuvo hace dos años en misión diplomática para mediar en el conflicto entre Estados Unidos y Paraguay- dijo el coronel sirviendo el licor en pequeñas copas mientras señalaba con el dedo índice el sable que enfundado colgaba de la pared entre dos viejos mosquetes españoles-. Veamos si es tan deliciosa como el general me anticipó.

Luego de beber el delicioso licor, dulce como el néctar, el coronel con un amplio bostezo habló:

  • Es hora de la siesta. Nos vemos a las cinco de la tarde. Esta es su casa.

Así, el coronel y su familia se retiraron a sus aposentos mientras Wilgem y yo nos quedamos en el comedor conversando.

  • ¿Qué quiere decir siesta? –pregunté.
  • Es una costumbre que se tiene en estas tierras, por la cual se duerme después del almuerzo, según se dice, para facilitar la digestión.
  • ¿Duermen de día? Este país me esta gustando ¿Y cuándo trabajan?
  • Es usted un holgazán incorregible -dijo riendo de buena gana Wilgem mientras limpiaba su monóculo.
  • No es como tú crees. Según me comentó el coronel Ruiz Gato cuando nos conocimos en París hace algunos años, el calor en las tardes de verano es insoportable por lo que se levantan antes de despuntar el alba para dormir un par de horas luego del almuerzo cuando el sol está en su punto más alto, calcinando todo a su alrededor. Tenga en cuenta que estamos en invierno y la temperatura de todos modos es bastante alta.
  • Tiene razón ¡Estamos del otro lado del ecuador! ¡Estamos en pleno invierno y no hay nieve! ¡Que nos proteja la madona negra6 del calor del verano si esta es la temperatura del invierno!
  • Me temo que deberemos pasar el verano en alguna charca con el agua hasta las orejas como los hipopótamos del África de las fotografías de David Livingston- volvió a reír estruendosamente Wilgem.
  • Creo que no nos hará mal una siesta así, además de aprender las costumbres de este país reponemos nuestras fuerzas perdidas en el viaje.

Aunque estaba exhausto, la excitación del viaje y de todo lo visto hasta ese momento, además de los haces de luz que se filtraban por las rendijas de la ventana, impidieron que conciliara el sueño por lo que decidí salir a recorrer los alrededores a pie.

Al salir de la residencia me dirigí hacia el rancho que servía de vivienda a la familia encargada de los quehaceres domésticos. Allí vivían Ramona, su marido José y su pequeño hijo Carlos, de unos diez años, que atendía la caballeriza.

El rancho era una estructura rectangular, con piso de tierra, paredes de adobe y techo de paja, sostenida por gruesas vigas de madera. Junto al rancho, se encontraba un horno de forma abovedada hecho de barro en donde se preparaban el pan y otros alimentos.

Me dirigía a la caballeriza cuando un potente silbido me hizo tornar la atención en dirección a un frondoso árbol de mango. Allí, parado sobre una rama a unos dos metros del suelo se hallaba Carlos.

El pequeño, de cabellos pardo amarillentos, como la mayoría de los mestizos, era de contextura física fuerte, vivarás e inquieto y extremadamente ágil. Al llegar a unos cuatro metros del árbol, el niño, que se columpiaba de rama en rama como si fuera simio, dijo:

  • ¿Por qué no subes al árbol con nosotros?

Al no entender qué me decía, sonreí y volví a repetir la única frase que sabía en castellano:

  • Es un gusto conocerla...

El muchacho al escuchar mi respuesta quedó atónito y miró hacia arriba del árbol como pidiendo una explicación, al tiempo que escuché una cristalina risa. Me acerqué un poco más al tronco y descubrí a unos cinco metros del suelo, recostada sobre una gruesa rama y con una de sus piernas balanceándose, a la bella Azucena que comentó al muchacho:

  • Es un extranjero, no entiende el idioma y lo único que sabe decir es esa frase.
  • Creo que deberá aprender a hablar castellano señor si no quiere ser el hazmerreír de todos los niños de Asunción -dijo la muchacha en alemán bajándose con extrema agilidad del árbol-. Hagamos un trato. Usted me fotografía montada en mi caballo y yo le enseño a hablar castellano ¿Le parece?
  • Como negarme a la generosa oferta de tan bella dama -respondí galantemente haciendo una reverencia.
  • ¿Sabe montar? -preguntó la muchacha.
  • Sí ...
  • Carlos, ensilla a Panambí y a Kambá.

El niño echó una mirada expresivamente suplicante a la muchacha sin decir nada.

  • Está bien. Ensilla también a Kuruzú y ven con nosotros.

Carlos corrió al rancho que servía de establo. Para cuando llegamos a él, ya había ensillado al caballo negro, en el que había visto a la muchacha desde el barco, y comenzaba a ensillar a otro bayo.

Azucena tomó un puñado de sal de una caja de madera y dio de comer de su mano al equino, mientras que con la otra acariciaba sus largas crines.

Me acerqué al bello animal con la intención de acariciarlo también, pero este dejó de comer y se echó hacia atrás. Me miró fijamente, resopló y se acercó a mí dándome un leve golpe en el brazo con su hocico.

Carlos, que ya había terminado de ensillar la yegua de pelaje amarillento que yo usaría, asombrado, lo mismo que Azucena, dijo:

  • Embrujó a Kambá. Nadie, aparte de nosotros dos, se ha acercado tanto sin que haya sido mordido o pateado.
  • ¿Qué pasa? ¿Qué hice que me miran así? -pregunté mientras acariciaba el lomo del bello corcel- pregunté en alemán.
  • Nadie se ha acercado a más de dos metros de Kambá y mucho menos logró acariciarlo como lo haces tú -respondió sorprendida Azucena.

Instintivamente retiré mi mano del equino provocando que este vuelva a pegarme con su hocico.

  • No tengas miedo. Kambá ya te ha aceptado. Ahora, monta a Panambí y salgamos a dar una breve cabalgata. Debemos volver antes de que todos despierten.
  • ¡Qué nombres extraños! Nunca he escuchado nombres como esos ni siquiera entre los españoles.
  • Es que no son nombres españoles. ¡Son guaraníes! Guaraní es el idioma de los primeros habitantes de estas tierras.
  • Entiendo. Entonces Ramona fue la que le puso esos nombres.
  • No. Mi madre los nombró así.
  • Disculpa pero... ¿Tu madre no era acaso europea?
  • Sí, pero al igual que todos aquí hablamos el idioma guaraní junto con el español. Debido al rico poder expresivo de la lengua guaraní esta subsistió, a diferencia de otras lenguas de América en donde los colonizadores impusieron su idioma, convirtiendo al Paraguay en un país bilingüe. El padre jesuita Ruiz de Montoya, había escrito a mediados del mil seiscientos que: “...lengua tan copiosa y elegante que con razón puede competir con las de fama”. Así mismo el escritor francés Michel de Montaigne describió a la lengua guaraní en uno de sus escritos como: “... dulce y de sonido agradable y las palabras terminan de un modo semejante a las de la lengua griega”. No obstante, a pesar de estos elogiosos comentarios de tan ilustres personalidades, nuestras autoridades han prohibido hablarlo en las escuelas so pena de severos castigos.
  • ¿Y qué significado tienen esos nombres?
  • Como ha escuchado mi caballo se llama Kambá que significa negro. El que montarás tú y que era de mi madre se llama Panambí que quiere decir mariposa. Le pusimos ese nombre por el color y porque es alegre y juguetona como una mariposa. Finalmente aquel tordo negro con manchas blancas de allá, que es de mi padre, se llama Kuruzú, que significa cruz, por la mancha blanca en forma de cruz que tienen en su negro hocico. En nuestras tierras de Paraguari está el caballo de mi hermano que es feo como un sapo por eso lo llamamos Kururú.
  • ¿Tiene un hermano?
  • Sí. Se llama Alejo. En este momento se encuentra supervisando que se realice correctamente la carpida, proceso por el cual se libra al terreno de malezas leñosas y semi leñosas para luego realizar, de mediados de julio hasta principio de agosto, la primera arada que permite introducir al suelo los rastrojos y demás restos vegetales a una profundidad de quince a veinticinco centímetros.
  • Por lo que veo conoce mucho de los preparativos para el cultivo. ¿Que siembran en sus campos?
  • Cultivamos algodón. Al parecer el gusto por las faenas del campo lo heredé, al igual que mi hermano, de mi madre.

La muchacha al llegar a este punto hizo una breve pausa tratando de reprimir una lágrima para luego bruscamente, tratando de disimular y esconder la gran tristeza que le daba hablar de su madre, decir mientras de un salto montaba su negro corcel:

- Es que vamos a salir con los caballos o quiere quedarse aquí toda la siesta conversando.

Monté a la yegua al tiempo que Carlos montó a Kuruzú. Instantes después nos alejábamos del solar a todo galope.

Azucena iba al frente, montando como una verdadera amazona con su negro cabello ondeando al viento como una bandera, seguida por nosotros dos a unos tres metros. Luego de recorrer sinuosos caminos y vadear algunos lechos de arroyuelos casi secos nos internarnos en un fino sendero que nos condujo a un acantilado en donde florecía un añoso lapacho amarillo.

El acantilado de roja roca caía bruscamente al río que murmuraba a nuestros pies al pasar por las pequeñas cuevas producidas por la erosión.

  • Este es mi lugar favorito -señaló la muchacha desmontando y sentándose sobre una roca que se hallaba junto al lapacho, mientras Carlos se empeñaba en atrapar una mariposa-. Suelo quedarme horas y horas mirando el río y las distintas embarcaciones que con sus velas avanzan por él. Mira -dijo extendiéndome el catalejo que extrajo de una de las alforjas de su silla de montar-. Ese de allí es un pájaro campana. Habita en lo más espeso del monte aunque algunas veces se lo suele ver por estos lugares.
  • Buen observatorio se ha encontrado señorita.
  • Antes solía venir todos los días con mi padre y mi madre, que Dios la tenga en su gloria -dijo nostálgicamente-. Mi madre, que era francesa, se sentaba en esta misma roca y mientras me mecía en sus brazos me cantaba una dulce canción de cuna en su idioma natal. Ahora vengo sola... aunque Teresa no quiere que venga... Una señorita recatada y refinada no debe montar a caballo como una aborigen salvaje- remedó burlonamente a su madrastra.
  • Es que en la sociedad...
  • ¡La sociedad! por favor... no me venga usted también con las frivolidades e hipocresías de las personas que dicen una cosa y actúan de manera diferente en nombre de los buenos modales y costumbres ¡Como Teresa!
  • Mira Azucena ¡la atrapé! -exclamó interrumpiendo el niño mientras traía entre sus manos una pequeña mariposa naranja.

Azucena tomó la mariposa de entre las pequeñas manos del niño y la encerró entre las suyas.

  • A veces me siento como esta mariposa. Atrapada por las costumbres de la sociedad. Se ha puesto a pensar alguna vez ¿Por qué las costumbres de la sociedad indígena son deplorables y las costumbres de la sociedad europea son las correctas? ¿Por qué ellos pueden vestirse simplemente mientras yo tengo que vestirme con fajas y corsés a pesar del intenso calor del verano?
  • Es que los indígenas son paganos...
  • Si los indígenas hubieran colonizado con sus armas a los españoles, portugueses, holandeses y a los ingleses en vez de venir ellos a estas tierras ¿Serían correctas entonces las costumbres de la sociedad indígena?

Sin saber qué responder me quedé en silencio mirando al río salpicado por los pequeños islotes de camalotes mientras que la muchacha liberaba a la mariposa que se alejó presurosa.

  • Volvamos, pronto despertarán todos en la casa y no verán con buenos ojos que hayamos salido juntos a pasear. Disculpe si lo he ofendido. No quiero que tenga un mal concepto de mi persona. No se por qué le he dicho todo lo que dije...
  • No se preocupe señorita, a veces yo pienso igual que usted. De hecho, creo que por un oculto sentimiento de libertad me aventuré a venir a este lejano punto del planeta.

Montamos los caballos y regresamos a la residencia de la familia Ruiz Gato antes de que el coronel, Wilgem y doña Teresa despertasen. Sólo José, quien se hallaba tomando mate, dijo:

  • Señorita, cámbiese rápido y póngase un vestido que si doña Teresa se entera de que volvió a salir con Kambá me regañará; y tú Carlos desensilla rápido esos caballos Nadie debe saber que salieron.
  • Tranquilo José -habló cariñosamente Azucena besando la mejilla del cochero-. Me cambiaré rápidamente y nadie se dará cuenta de que salimos.

Luego de volver del establo, Carlos volvió a treparse al añoso árbol de mango y yo me dirigí a la casa principal donde encontré al coronel, en ropa de cama, sentado en un sillón de mimbre de amplio respaldo y anchos posabrazos y Ramona al lado suyo sirviéndole un mate.

  • ¿No ha dormido usted la siesta? -preguntó extrañado con el mate en la mano.
  • No he podido conciliar el sueño y decidí dar una vuelta por la zona.
  • Debe tener cuidado de no encontrar algún puma en el monte –señaló el militar mientras Ramona, me miraba con ojos censores sin que su patrón lo notara-. Siéntese en ese sillón y tómese unos mates conmigo. Los mates de Ramona son famosos por estos lugares.

Yo había oído hablar de aquella bebida que el coronel me ofrecía y que hace un tiempo se había comenzado a beber en la corte prusiana aunque en tazas como el café o el té. Sin querer ofender al anfitrión, tomé con una mano la pequeña calabaza recubierta en fina plata labrada en cuyo interior se hallaba la yerba mate, a la cual se le había agregado agua caliente, mientras que con la otra mano tomé la bombilla de oro adornada con pequeños rubíes, y pensando que de una cuchara se trataba di con esta tres vueltas al espeso brebaje para luego extraerla del mate e ingerir la infusión como si de una taza de té se tratara atragantándome con la yerba al hacerlo.

  • Muy bueno... Muchas gracias... -dije tosiendo y entregándole a Ramona el mate.

La mujer trató de contener la risa y el coronel observándome atónito dijo:

  • Esta es una bebida muy difundida en estas tierras como el café lo es en el Brasil. No obstante, a diferencia de este, el mate se bebe con la bombilla a modo de pajilla para filtrar la infusión de las ramas y hojas de la yerba mate. De este modo uno puede disfrutar del brebaje sin atragantarse -explicó calmadamente el coronel succionando la bombilla del mate que la indígena le había vuelto a ofrecer hasta que se escuchó el sonido característico al acabarse la infusión.

Rojo de vergüenza por la torpeza que mi ignorancia y atropello me habían jugado, traté de disimular escuchando atentamente la explicación que el anfitrión me daba como si nada hubiera pasado.

El ruido de una galera acercándose hizo que el coronel se fijara en dirección a la puerta principal abierta de par en par.

  • Debe ser Madame Lafaiette, la maestra de francés y alemán de Azucena. Como habrá notado mi hija habla perfectamente el alemán y el francés al igual que su finada madre -explicó el orgulloso padre.
  • ¡Ave María Purísima! -dijo la recién llegada. Ramona tomó los pesados libros que la maestra llevaba y los colocó sobre una pequeña mesa al otro lado del patio junto a la ventana que daba a la habitación de Azucena.
  • ¡Sin pecado concebida! -respondió el coronel dirigiéndose junto a la mujer. Espero que halla tenido buen viaje desde la ciudad.
  • ¡Esplendoroso!, como si me desplazara por los campos elíseos –ironizó animadamente la mujer.
  • Sería mucho mejor si aceptara nuevamente nuestra invitación de quedarse a vivir en esta casa, después de todo, la finada Monique era como su hermana.
  • Se lo agradezco, pero como siempre declino su ofrecimiento. Usted sabe bien la gran estima que le tengo a su hija y a usted, pero prefiero vivir en mi casa de Loma Tarumá.

Madame Célestine Lafaiette había nacido en Francia durante los últimos años del reinado de Luís XVI y había venido a Paraguay junto con la flamante esposa del coronel, de quien era íntima amiga, en 1841, dedicándose desde entonces a la enseñanza del idioma francés y alemán que hablaba a la perfección, debido a que sus padres habían servido directamente a María Antonieta, hija de la emperatriz de Austria y esposa del rey Luís XVI. Cuando la madre de Azucena enfermó gravemente, Madame Lafaiette prodigó sus cuidados a ella, a su pequeña hija y al afligido coronel, durante los tres años que duró la enfermedad y un año después de la muerte de la mujer; hasta que el coronel tomó nuevas nupcias con doña Teresa, quien servía a la familia como ahora lo hacía Ramona. Alegre y de chispeante inteligencia, la septuagenaria maestra medía un metro cincuenta, un poco encorvada, de cara redonda, nariz ligeramente pronunciada y ojos pardos muy expresivos. Muy coqueta, usaba elegantemente una vieja peluca blanca sujeta por una peineta de oro y coral, un collar de coral engarzado en oro que caía pesadamente sobre su vestido azul, y de sus orejas colgaba un par de aros o namichaî de tres pendientes de pesada y rica crisólita.

  • Como quiera... sabe que esta casa es suya también -expresó el coronel.
  • Lo sé. Lo sé coronel... pero... ¿No me va a presentar a su joven invitado? Por su vestimenta veo que no es de este país -dijo cambiando hábilmente de tema.
  • Madame Lafaiette, él es Gustav Demczszyn y ha venido desde la lejana Prusia junto con mi amigo Wilgem von Kraus- presentó el coronel al mismo tiempo que la mujer hacía una reverencia y yo besaba su enguantada y huesuda mano.
  • Encantado madame.
  • Igualmente joven. ¿De qué parte de Prusia es usted?
  • De la ciudad de Possen.
  • ¡Mame, llegaste temprano hoy! Casi me encuentras dormida -interrumpió Azucena, dirigiéndose cariñosamente a la anciana. La joven llevaba peinado su cabello con dos trenzas que caían por delante sobre un bello vestido gris perla con encajes de color blanco en los puños y cuello.
  • ¡De verdad! Apenas puedo creerlo -ironizó pícaramente la anciana guiñándole el ojo a la muchacha.
  • Veo que te han presentado a uno de nuestros visitantes. No sabe hablar nada de español ¿Podrías darle algunas clases? Estudiaría español mientras yo estudio alemán.
  • No lo sé... no conozco tanto el castellano para dar clases...
  • Dígale padre que le dé clases...- imploró la muchacha al coronel tomándole las manos con mirada suplicante.
  • Creo que puede enseñarle lo suficiente para que pueda desenvolverse -señaló el coronel.
  • Por lo menos sabrá decir otras cosas además de gusto en conocerla- murmuró riendo pícaramente la muchacha escondiéndose detrás del abanico que portaba.
  • Si usted me da esas clases podría retratarla en una fotografía. He tomado muchas placas en la ciudad de Possen.
  • ¡Es cierto! el señor es fotógrafo. Puede sacarnos una fotografía aquí mismo.
  • Si lo desea termino de desempacar el equipo y les tomo la placa.
  • Está bien... Creo que será una experiencia gratificante.

De este modo, mientras Azucena asistía a su clase de alemán, yo preparé mi moderna cámara de fuelle sobre el trípode.

Luego de montar el fuelle a la cámara procedí a enfocar la lente deslizando el fuelle sobre el riel. Una vez enfocadas ambas mujeres, que sentadas fingían leer sendos libros, cubrí a la cámara y a mi persona con el paño negro que evita cualquier filtración de luz que arruinaría la placa para seguidamente sacar la fotografía. De inmediato me dirigí a mi habitación, sellé toda filtración de luz mediante una frazada que coloque sobre la ventana y procedí a revelar la fotografía que pudo apreciarse durante la cena.

  • ¿Por qué en la toma está esa madame y no yo? ¿Acaso no soy la señora de la casa?-protestó desairada doña Teresa mirando furiosamente a su marido.
  • Pero... usted dormía... Además mañana puede tomarse otra -contestó molesto y con tono fuerte el coronel.
  • La culpa fue mía -mintió Wilgem interrumpiendo lo que parecía ser el inicio de una fuerte discusión. Yo convencí a Gustav que debía calibrar lo antes posible su equipo fotográfico por lo que, con ese fin, tomó esta fotografía que carece de toda calidad. Mañana cuando el sol este en lo alto le tomará una a usted, si así lo desea. Como le dije esta toma Solo fue para calibrar el equipo.
  • ¡Qué muchacho tan responsable con su profesión! ¡Desde luego que deseo tomarme una fotografía! Me vestiré con mis mejores galas para que el brillo de mis joyas hagan que la foto salga mejor.
  • Estoy segura de ello -masculló Azucena.

Luego de la cena me despedí de todos y me dirigí a mi habitación. Me acosté sobre la cama sin desvestirme y me dispuse a rememorar el día vivido y sus acontecimientos que marcaron con fuego toda mi vida.

Minutos después, y con el acompasado sonido de un grillo, provocado al frotar el relieve acanalado del inferior de una de sus alas delanteras contra el afilado borde de la otra, y en mi mente la imagen de la angelical Azucena con su negro cabello al viento montada sobre aquel magnífico corcel, me quedé profundamente dormido.


1 - Denominación que el propio Sarmiento se daba a sí mismo en sus últimos años.

2 - Periódico argentino creado el 4 de enero de 1870 por Bartolomé Mitre.

3 - Látigo de cuero trenzado.

4 - Actualmente, Parque Carlos Antonio López.

5 - En alemán: Mañoso con los mañosos.

6 - Virgen venerada en Polonia.






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