EL PROYECTO DE LA MANDYJU PORÃ
Novela de ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN
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Ilustración de portada e interior: JUAN MORENO
Diseño y diagramación: NATALIA DOMENECH
Traducción de textos:
Guaraní: FELICIANO ACOSTA
Portugés: CARMEN GARCÍA
Corrección: BLANCA MEDINA
Asunción, Paraguay
1a Edición, 2011
Tirada 500 ejemplares
ISBN: 978-99953-54-32-9
ÍNDICE
Capítulo 1 : Un viaje al viejo mundo
Capítulo 2 : Río de Janeiro
Capítulo 3 : El cruce del Atlántico
Capítulo 4 : La princesa Mora
Capítulo 5 : Don Juan Manuel
Capítulo 6 : Londres
Capítulo 7 : La otra cara de Inglaterra
Capítulo 8 : París
Capítulo 9 : Por los cielos de Europa
Capítulo 10 : La blanca navidad de Azucena
Capítulo 11 : Nubarrones de guerra
Bibliografía
EL PROYECTO DE LA MANDYJU PORA
CAPÍTULO I
UN VIAJE AL VIEJO MUNDO
Más de tres mil personas reunidas en la ribera del Río Paraguay, se apretujaban para ver, curiosas, a aquel personaje venido desde Buenos Aires y de quien algunos habían visto sus retratos en la prensa venida desde la capital porteña.
El general Sarmiento, moreno, de mediana estatura, cargado de hombros e inclinado, cabeza grande y llamativa, frente amplia, cara surcada de arrugas, bastante animado a pesar del fatigoso viaje, escuchaba atentamente el discurso de bienvenida pronunciado por Don José Segundo Decoud, uno de los intelectuales más brillantes de Asunción.
... “Saludo en vuestra ilustre persona a uno de los patriarcas de la libertad y considero vuestra visita a este país como un augurio feliz para la patria paraguaya, en momentos que se incorpora resueltamente al progreso americano siguiendo las huella luminosas de sus hermanas mayores que tienen realizadas ya tantas conquistas para radicar las instituciones libres en nuestro hermoso continente. He dicho”1- término el emotivo discurso de Don José Decoud.
El viejo sanjuanino, vestido con un frac negro, camisa blanca y moño haciendo juego con el traje y sus bien lustrados zapatos, agradeció, con su voz pastosa, las palabras del ilustre personaje con un breve discurso que improvisó en ese mismo momento:
“La afectuosa bienvenida que me ofrecen por vuestro conducto los ciudadanos que representáis, hace doblemente grata la sensación que experimento al pisar las playas del Paraguay.
Puede calcularse la duración de la vida humana por los años que transcurren y por la extensión de la tierra en donde alcanza su nombre; y puedo lisonjearme, al ser tan simpáticamente recibido, de que el mío ha llegado hasta aquí, convertido en un mito de los que el pueblo inventa, personificándolos con las cualidades que desea encontrar en sus hombres públicos.
De cuanto habéis coordinado para honrarme, acepto sin reserva haber sido el primero en estos últimos tiempos que ha intentado hacer que nuestros países sigan el movimiento del mundo moderno, derramando por las escuelas la educación sobre el mayor número de habitantes.
Pero a otra causa atribuyo la singular simpatía con la que soy recibido en Paraguay. Es el corazón y la sangre que hablan por vuestra boca. Éramos argentinos y paraguayos hasta la embocadura del Río de la Plata. Paraguay está escrito sobre las Pampas en los antiguos mapamundi y globos que nos venían hasta hace poco y argentinos erais vosotros hasta los tiempos que alcanzan al nuestro. Estoy, pues, entre deudos, parientes, y amigos.”2
Las últimas palabras de Don Faustino quedaron sepultadas entre la avalancha de aplausos y vítores de la gente allí reunida.
A pesar de la euforia reinante en el ambiente, mis pensamientos estaban ajenos a aquella algarabía.
A mí alrededor, pude ver con tristeza, los edificios asuncenos que a mi partida estaban siendo construidos febrilmente y que ahora llevaban las cicatrices del bombardeo sufrido hacia ya un poco más de diez y ocho años, entre ellos el palacio mandado a construir por Don Francisco Solano López y que nunca pudo habitar.
Si bien las personas que nos rodeaban estaban vestidas a la usanza europea, un poco más alejadas se encontraban otras en donde predominaban las mujeres vestidas concamisón blanco y rebozo sin ningún tipo de calzado, con sus cántaros y cestas llenas de chipas como las recordaba.
La ausencia casi total de hombres era el reflejo de la guerra.
Sin hacer caso a los discursos políticos, traté de reconocer entre los presentes alguna cara amiga pero por más que me esforzaba no encontré a nadie.
Sin darme cuenta me fui apartando del puerto, caminando por la Calle de la Aduana Nueva3 , en dirección a donde se encontraba la casa de Don Venancio López que había sido convertida en un lujoso hotel. Al pasar junto a un afilador de cuchillos que se encontraba sentado junto a la entrada, éste se asustó tanto al verme, que cayó al suelo con estrepitoso ruido metálico.
El hombre, de unos treinta y seis años, que llevaba una prótesis metálica en el lugar donde debería estar su pierna derecha, dijo preso del pánico tratando de pegar su cuerpo a la pared del edificio:
- ¡Ave María purísima...! ¡Un pora!
Sin comprender la reacción del pobre hombre intente ayudarlo pero este lo impedía tomando distancia con su bastón que blandía como si fuese una espada.
¡Pora, pora!-gritaba asustado y alarmando, al botones del hotel y a un grupo de residentes de este que se acercaron a la puerta a ver que pasaba.
¡Dios mió!, es imposible- dijo una mujer vestida con ropa de camarera-. ¿Gustav, es usted? ¡Está vivo!
Disculpe... ¿la conozco?
Mi nombre es Lourdes, Lourdes Herrero, de Luque. ¿Me recuerda?
Miré a la mujer que aparentaba mucho más de los años que tenía y reconocí detrás de su rostro prematuramente arrugado, a la alegre luqueña amiga de mi difunta esposa Azucena. Inmediatamente miré al muchacho que blanco como un papel me miraba atónito. A pesar de la terrible mutilación, a la altura de la rodilla, y su aspecto desaliñado pude reconocer a Gustavo, el hijo de Don Giuseppe, el herrero de Loma Tarumá.
En su rostro, curtido por el sol y vaya a saber por cuantas penurias de la guerra pasada, todavía se destacaban sus expresivos ojos azules y su prominente nariz.
Extendí la mano a Gustavo, para ayudarlo a levantarse, al tiempo que dije:
¡Que alegría de verlos!
Pensamos que había muerto en el río... después que le dispararon los hombres del teniente Díaz- dijo la mujer sin poder creer todavía lo que veían sus ojos.
Créanme que hubiese preferido cambiar mi suerte por la de Azucena... Ella y nuestro hijo no deberían haber muerto de ese modo...
Pero... Azucena no murió en el río- musitó la mujer.
¿Que quiere decir?... Azucena no...
¡Señora Herrero!-exclamó interrumpiendo un hombre con acento porteño- Se le paga para que trabaje no para que sociabilice con los transeúntes.
¡Disculpe señor! Es que el caballero preguntaba si había cuartos disponibles...-respondió la mujer bajando la cabeza sumisamente y hasta si se quiere en forma humillante.
¿Es cierto eso caballero? ¿Desea hospedarse en el Hotel Argentino?- inquirió el hombre vestido con un pulcro traje negro con chaleco, de cuyo bolsillo asomaba la gruesa cadena de oro de su reloj.
Acabo de llegar en el vapor San Martín... y sí, quisiera hospedarme en este lugar.
En este hotel siempre hay cuartos para ciudadanos respetables provenientes de Buenos Aires-respondió servilmente el hombre- Señora Herrero lleve hasta el cuarto numero cinco el equipaje del caballero.
No hace falta señor...-dije deteniendo a Lourdes que se había precipitado a obedecer la orden de su patrón como si este fuese un terrorífico cíclope salido de los relatos de Homero-. Yo llevaré mi equipaje, es que tengo equipo delicado en él.
No se preocupe caballero, Lourdes no es torpe como la mayoría de la chusma de esta ciudad, hasta sabe leer. ¡Por eso la he contratado!-dijo el hombre acercándose a mi como queriendo evitar que la muchacha escuche sus hiriente palabras.
Como le he dicho, prefiero subir yo mismo mi equipaje aunque puede acompañarme para indicarme la ubicación del cuarto.
¿Esta sorda señora? Vamos, rápido... Lleve al caballero a su habitación.
Lourdes, siempre con la cabeza gacha obedeció a su patrón pidiéndome con voz casi imperceptible que la siga, luego de tomar de la conserjería un manojo de llaves de bronce.
Al llegar a la puerta de la habitación, luego que la mujer abrió la puerta, pregunté:
La confesión que me hizo en la calle respecto a mi esposa me quema en el pecho. Dígame ¿Azucena sobrevivió a aquel día? ¿Está... viva?
Azucena sobrevivió a aquel disparo que la lanzó al río según lo que supe tiempo después, aunque habría sido mejor, para ella, morir en ese momento.
¿Que quiere decir con eso?
Ella enloqueció de tristeza arrojándose a las aguas del río Paraguay, desde el peñasco de Ita Pyta Punta, meses después.
Una extraña sensación recorrió todo mi cuerpo. Mi corazón, que latía acelerado, parecía estallar.
¿Y el bebé? ¿Nació mi hijo?
La muchacha, al escuchar estas palabras dejó caer al suelo el manojo de llaves el cual se apresuró a levantar diciendo nerviosa:
No sé nada con respecto al bebé. Ramona no me dijo nada al respecto y si sabía se lo llevó a la tumba. Disculpe, debo volver a mis obligaciones, la guerra nos ha cambiado la vida a todos.
No tiene porque disculparse Lourdes, la comprendo...-dije tomándole su ajada y callosa mano. Todos tenemos nuestros fantasmas.
¿Tiene más equipaje en el puerto? Puedo hacer que mi hijo vaya por él – dijo la mujer, apartándose de mí.
No. No he venido por mucho tiempo, éste es mi único equipaje. solo el tiempo necesario para escribir unos cuantos artículos sobre Don Domingo Faustino Sarmiento y su estadía en Paraguay.
Está bien...si necesita algo hágamelo saber.
Eran visibles los estragos que los horrores de la guerra habían hecho sobre aquella que fuera una risueña y encantadora muchacha, cuyo promisorio futuro se había desmoronado, al igual que el esplendor y glamour de Asunción en los años que la conocí.
Me acerqué al balcón de la habitación y vi alejarse con dificultad a Gustavo que arrastraba su falsa pierna ayudado por su bastón, deteniéndose para comprar de una burrera, una chipa.
Permanecí detrás de aquella ventana de finos cortinados, quizás los mismos que Don Venancio López había mandado a colocar años atrás, hasta mucho después que desapareciera de mi vista el joven afilador de cuchillos.
Me recosté en la mullida cama con la intención de descansar un instante mis fatigados huesos pero el sueño me venció.
Desperté con las primeras luces del día y la añorada sinfonía de las miles de aves que volaban sobre la verde espuma vegetal, salpicada de rosa, blanco y amarillo de los lapachos en flor, en la que se encontraba inmersa la ciudad.
Acomodé mis escasas pertenencias en una cómoda de la habitación y tomando mi libreta de anotaciones comencé a escribir sobre el viaje de Buenos Aires a Asunción.
Al momento que mi reloj marcó las ocho de la mañana, me disponía a bajar a desayunar, cuando escuché que golpeaban la puerta de la habitación.
Señor, disculpe, este sobre acaba de llegar para usted -dijo un muchacho de unos veinte años, cabello negro como la noche y, lo que más me llamó la atención, vivaces ojos azules.
Gracias- dije tomando el sobre para luego entregarle unas monedas.
La nota remitida por el General Sarmiento decía:
Estimado Mister Demczszyn:
Luego de haber caminado por la ciudad de Asunción, he quedado sorprendido por la exactitud y puntillosidad de su relato durante nuestra agotadora travesía. Tanto que al ver algunos edificios pude reconocerlos y sorprender a mis anfitriones dando los nombres de sus antiguos dueños.
Quisiera me acompañe en el almuerzo para que me siga narrando sobre su paso por estos lugares.
Podrá encontrarme en el lugar al que llaman “La cancha sociedad”.
Atentamente
Domingo Faustino Sarmiento.
A levantar la mirada de la nota vi que el muchacho se encontraba todavía delante de mí observándome.
Dígame joven: ¿Queda lejos de aquí la Cancha Sociedad? ¿Podría indicarme como llegar hasta ese lugar?
El muchacho sonrió con una sonrisa que pareció iluminar la habitación y dijo:
Claro que conozco ese lugar, si quiere puedo conseguirle un coche para que lo lleve, o puedo enseñarle donde abordar el tranvía.
¿Es lejos de aquí ese lugar?
No más de tres kilómetros.
Me gustaría ir caminando ¿Puedes indicarme como puedo llegar?
¡Si quiere lo acompaño! Mi madre me ha dicho que usted conoció a mi tía y a mi abuelo.
¿Eres el hijo de Lourdes Herrero? ¡Claro que me gustaría que me acompañe!
Así es, mi nombre es Gustavo Herrero.
Claro que conozco a su abuelo, Don Toribio, y a su tía, Mónica. Dígame: ¿cómo están ellos?
El muchacho hizo una breve pausa, lo que me indicó que mis palabras no habían sido acertadas, y respondió:
Mi abuelo murió poco antes de que la capital se traslade a Luque, durante la guerra, mientras que de mi tía nada se sabe. Probablemente haya muerto como tantas residentas4.
¡Lamento lo que dice!, disculpe mi torpeza... es que...
No se preocupe, son cosas de la guerra.
Tiene razón, la guerra nos cambió a todos.
Para las nueve de la mañana estábamos en camino Al lugar donde se hallaba hospedado Don Domingo.
Gustavo era un joven muy agradable e inteligente, de conversación fluida y vivaz. Un poco más alto que yo, vestía una camisa blanca al igual que su pantalón. A pesar de su condición social y a diferencia de muchos muchachos de su edad, usaba unos zapatos negros raídos por el tiempo.
A lo largo del trayecto pude ver las heridas no cicatrizadas de Asunción, como ser las paredes destrozadas por las baterías brasileñas del palacio de Francisco Solano López; o un ambay, de grandes hojas en forma de mano, creciendo junto a la cúpula a medio terminar del derruido aunque derruido edificio, copia del Scala de Milán, que debía haber sido el Teatro Nacional, ubicado frente a la que fuera la casa de doña Elisa Linch; e infinidad de casas abandonadas con las puertas y rejas arrancadas, mudo vestigio del pillaje del ejercito aliado.
El silbato de un tren me hizo mirar a la estación del ferrocarril, ahora en posesión de una empresa británica.
¡Mi madre estuvo en la inauguración de la estación!-dijo orgulloso el muchacho que hasta ese momento poco había hablado pero se había dado cuenta de mi interés por la ciudad y sus edificaciones.
Yo también estuve ese día. Lo recuerdo como si fuese ayer. ¿Ve aquellas columnas de la recova? De ellas colgaba un cartel de tela con el nombre del presidente de ese entonces. Su madre y tía acompañaban a una señorita que se apellidaba Garmendia. Las tres eran muy amigas de la que tiempo después fue mi esposa.
Mi madre me contó anoche sobre su esposa. Ella se suicidó arrojándose al barranco de Ita Pyta Punta. Al igual que a mi tía, la guerra se ha tragado a muchos seres queridos sin que podamos saber donde descansan sus restos. En algunos casos, como en el de la señorita Garmendia, se sabe que fue asesinada por el mismo López, pero en otros como el de mi tía Mónica...
¿El General López mató a Pancha?
El Mariscal mandó matar a muchas personas a quienes en su delirio creyó conspiradores, entre ellos Pancha. Según se dice, la desdichada fue lanceada, debido a que en esa época había muy pocas balas.
¡No puedo creerlo!
Pues así cuentan los que sobrevivieron.
Luego de unos minutos de fluida conversación divisé la entrada de la antigua quinta de Salinares donde conocí a doña Elisa Linch.
Allí es-dijo Gustavo señalando la entrada de la quinta.
Pero si es la casa de doña Elisa.
Ya no- dijo en tono burlesco sonriendo el muchacho-. Del mismo modo que los López confiscaron la propiedad que perteneció al ultimo gobernador español, ahora el lugar a sido adquirido por el Doctor Andreuzzi que llegó a Asunción hace cuatro años, tiempo que utilizó para transformar el lugar en un importante hotel, con su teatro de verano y la primera pista de patinaje del país, entre otras mejoras. Toda la sociedad asuncena viene a disfrutar de este lugar.
Mi mente retrocedió en el tiempo y me pareció ver jugando en el nuevo jardín a los pequeños hijos del General López, del mismo modo que lo hacían la última vez que visité este lugar.
La entrada al jardín del hotel se encontraba custodiada por un grupo de soldados, lo que llamó la atención al muchacho.
Es curioso, no suele haber militares custodiando este lugar... salvo que... se encuentre el presidente Escobar ¡Como me gustaría conocerlo!
Si está en el interior de la casa con Don Domingo trataré que se lo presenten.
¿Enserio? ¿haría eso por mí?-preguntó con una mirada pícara que me recordaba a alguien a quien no podía identificar.
No se puede pasar, vuelvan por donde vinieron-ordenó uno de los soldados al ver que nos dirigíamos hacia la entrada.
El general Sarmiento me ha invitado para almorzar con él- dije enseñando la nota que me enviara el sanjuanino.
¡Aguarde!-dijo secamente, casi ladrando, enviando al interior de la casa al otro soldado con la nota.
No paso más de un par de minutos cuando el enviado volvió corriendo.
¡El señor Presidente quiere que pase!
Avance un par de pasos cuando el fusil de uno de los soldados impidió el paso a Gustavo Herrero que venía detrás de mí.
¡Elpies descalzosno entra!
El joven viene conmigo, además, no veo que esté descalzo-dije enérgicamente.
No me importa con quien venga. Este lugar es para la alta sociedad asuncena. Los sirvientes no entran.
¿Que ocurre ahí? –dijo un hombre de uniforme que acaba de salir de la casa.
El guardia de la puerta al escuchar al militar se puso firme como una tabla y cuadrándose respondió:
Disculpe mi general, este muchacho no comprende que en este lugar no se admiten pies descalzos.
El muchacho viene con migo, soy un viejo amigo de su madre -dije mirando fijamente al general.
Mejor me voy...-dijo Gustavo retrocediendo y reconociendo en aquel militar al ex presidente Bernardino Caballero.
Déjelos pasar soldado- ordenó, con asentó italiano, otro hombre que resultó ser el dueño del lugar-¡Los amigos de los amigos del General Sarmiento, son mis amigos!
El interior poco había cambiado en cuanto al decorado, aunque ninguno de los bellos muebles, incluido el piano, se hallaban en el lugar.
Sarmiento, se hallaba sentado junto a una larga mesa acompañado por Don Esteban Adrogue, Don Belén Sarmiento, el general Bernardino Caballero, Don José Segundo Decoud y el actual presidente, el general Patricio Escobar.
Don Andreuzzi, él es el hombre de quien le hablé-dijo Sarmiento desde su silla mientras encendía un habano.
Pasen siéntense -dijo el anfitrión-. Los amigos del general son bienvenidos a mi hotel. ¿Vinieron en el “Conductor universal”5?
No, insistí en venir a pie, estoy acostumbrado a caminar mucho.
Veo que ha venido acompañado- señaló el general Sarmiento.
Así es Don Domingo, como le dije al general, el es Gustavo Herrero hijo de una amiga de mi difunta esposa.
¿Su padre era europeo?- preguntó Don Andreuzzi observando en el muchacho rasgos caucásicos de los cuales no me había percatado hasta el momento, salvo sus penetrantes ojos azules de la misma tonalidad que los míos.
En realidad no conocí a mi padre, el murió en la guerra...
Comprendo... ¿y a que se dedica?
Trabajo en el Hotel Argentino junto a mi madre, hago de maletero y toda tarea que se me pide por la mañana y por las tardes ayudo en la limpieza de las prensas del diario La Nación. En el tiempo que me resta estudio en la nueva escuela publica en lo que estoy poniendo todo mi empeño para en unos años ingresar en la recientemente creada Universidad Nacional.
Me cae simpático jovencito-señaló el presidente Escobar quien escudriñaba la actitud firme y decidida de Gustavo al responder al dueño de casa-. En unos meses necesitaremos un mensajero... ¿Está de acuerdo Don Bernardino?
El general Caballero observo calladamente al muchacho y dirigiendo la mirada a Don Decoud, quien asintió con la cabeza, dijo:
¿Está al tanto de la creación, el pasado dos de julio, del Centro Democrático6?
Sí, fue fundado por los señores Antonio Taboada, José de la Cruz Ayala, y Cecilio Báez, lo leí en La Nación de esa fecha.
Pues nosotros- prosiguió el ex presidente, señalando al general Escobar y a Don José Decoud -, fundaremos otra asociación7 en unos meses y como dijo mi compañero de armas y actual presidente de la república, necesitaremos un mensajero.
Si le interesa lo tendremos en cuenta-culminó el presidente Escobar.
¡Claro que me interesa!-dijo extendiéndole la mano entusiasmado al presidente quien, sorprendido por la decidida actitud del muchacho, se la estrechó.
El General Sarmiento nos estaba contando que usted vivió en Asunción en la época de los tiranos López y que tiene muy buenas historias de aquella oscura época ¿Es cierto eso?- preguntó el presidente.
Así es-dije sentándome en la cabecera opuesta a la del general Sarmiento- Creo que todos los fotógrafos tenemos la característica de recordar muy bien los lugares en donde hemos estado. Como por ejemplo recuerdo bien este salón en la época en que vivió Madame Linch... por ejemplo... en aquel lugar se encontraba el piano...
Me imagino que la madama Linch no se privaría de nada en este lugar. Pero todo ese lujo era producto de la sangre de nuestro pueblo- interrumpió el general Caballero, a pesar de haber sido uno de los oficiales de confianza del finado general López. - Pero cuéntenos, además de Asunción conoció otro lugar de la republica.
Así es, viví unos meses en Paraguari, en los tiempos cuando todavía se llegaba a caballo. Mi suegro era dueño de unas tierras cercanas a la ciudad.
Todavía no puedo comprender como un hombre venido de Europa decide casarse con una paraguaya... -dijo como al descuido malévolamente Don Belén Sarmiento.
No veo porque se asombra, Paraguay tiene bellas mujeres-respondió Don Decoud para luego dirigiéndose a mí y preguntar:- ¿Ha venido a reclamar esas tierras?
No... no pensé en ello... además no tengo los papeles...
Por favor caballero- rió el general Escobar- Luego de la guerra la mayor parte del Paraguay quedó sin dueño. Estoy seguro que podrá recuperar sus tierras, hoy convertidas en tierras fiscales, por unas cuantas monedas con las que se pagarán gastos administrativos. ¿Y se puede saber a qué se dedicaban en esas tierras?
Mi suegro era el Coronel Ruiz Gato y tenía cultivos de algodón.
El algodón de Paraguay es muy apreciado por nuestros amigos de Gran Bretaña –acotó Don Domingo mientras daba una gran bocanada de humo con su habano consumido hasta la mitad.
Es por ello, que viendo la calidad del algodón que se producían en esas tierras y teniendo en cuenta varios factores como que el ferrocarril estaba próximo a llegar a la ciudad, y la necesidad de Gran Bretaña de conseguir algodón de calidad, dado que norte América estaba en guerra civil, con mi suegro pensamos en crear un centro industrial procesador de algodón, en donde Paraguay no solo exportaría algodón en rama sino que produciría a gran escala ropa de calidad para vender a la Confederación Argentina y a Gran Bretaña.
Los presentes quedaron atónitos y en silencio al escuchar mis palabras, hasta que Don Decoud dijo:
Es una pena que los López no hayan aprobado su idea. Se hubiera vuelto inmensamente rico... Bueno... esto solamente si hubiera tenido el beneplácito del gobierno y para ello... usted me entiende.
No es tan así como usted piensa Don Segundo. Don Benigno López estaba de acuerdo y hasta me dio su apoyo hasta donde pudo.
A ese López a veces lo iluminaba la razón- acotó el general Caballero- Por algo fue fusilado por su hermano.
Me interesa lo que está diciendo- interrumpió el general Sarmiento- Cuéntenos más sobre aquellos sucesos.
Como le dije antes de abordar el vapor que nos condujo a estas tierras-respondí al general-, mi pasado está lleno de hiel y el hablar de aquellos sucesos me hace revivir una época a la que creía enterrada. Pero como también dije debo enfrentar a mis fantasmas del pasado por lo que si disponen de tiempo iniciaré el relato desde el comienzo, meses después de mi casamiento en la iglesia de la Encarnación.
***
Una tarde de diciembre, mientras tomaba mate con mi suegro en el patio de mi casa llegó un mensajero con una carta.
Tomé el sobre y al ver la estampilla de un penique con la imagen de la reina victoria en negro matasellado en Liverpool lo abrí presuroso y luego de una rápida lectura grité de alegría.
¿Qué le ocurre? ¿A qué se debe este alboroto?-preguntó el coronel ante mi desborde.
En esta carta están las noticias de nuestro futuro. Esta misiva me ha sido enviada por mi amigo de infancia y camarada de estudios Hans Estinhause a quien encargué averigüe sobre las maquinarias para nuestra empresa.
Mi estimado Gustav-iniciaba la misiva escrita en alemán- como me has pedido he contactado con las empresas que se encargan de la fabricación de las máquinas desmotadoras Whitney y las de tejer Cartwright, quienes si bien en un principio se mostraron reticentes, al corroborar los fondos de tu cuenta como me lo aconsejaste, cambiaron inmediatamente de actitud y están deseosos de conocerte y hacer trato contigo. En lo que se refiere al costo de las maquinarias han tenido una pequeña variación desde la última carta que te envié y la tendencia es que siga subiendo por lo que te esperamos a la brevedad.
El coronel luego de escuchar atentamente la misiva me dijo:
¿Qué tan bien conoce a este señor?
A Hans lo conozco desde el inicio de mis recuerdos en Possen. El y su prima Tatiana son como mis hermanos. Con el tiempo fuimos camaradas de estudios hasta que se decidió por la rama de ingeniería. ¡No se imagina todas las aventuras que pasamos juntos!
Mmm ¿Así que es ingeniero?
Sí, se graduó en la Berufsakademie8 para luego ingresar en el ejército Prusiano.
¿Y que está haciendo en Liverpool? ¿Esta comisionado como agregado militar en Inglaterra?
Él dejó el ejército y vive en Montmartre desde que se casó con una inglesa que es condesa... o marquesa, no recuerdo bien. ¿Por qué me hace este interrogatorio? ¿Acaso duda de mi amigo?
Cuando se trata de una suma tan considerable de dinero... yo desconfiaría hasta de mi sombra.
Pierda cuidado coronel. Solo esperaba esta carta para viajar a Liverpool.
¿A donde piensa embarcarse? ¿Acaso no pensaba decirme?-preguntó Azucena que, al parecer, hacia tiempo estaba escuchando la conversación.
Parece que su sorpresa dejó de serlo – dijo Madame Lafaiette, que en ese momento venia con unos pastelillos de dulce de guayaba de la cocina.
¿Que quieres decir Mame? ¿Tú sabías que Gustav viajaría?-interrogó muy enojada mi esposa.
Cálmate princesa, ya no tiene caso ocultarte este secreto que con Madame hemos guardado celosamente desde hace unos meses. Este viaje aparte de ser de negocios será un regalo para que conozcas la tierra en donde nació tu madre.
¿Me llevarás a Paris?-preguntó con la cara de una pequeñita a la que se le ha regalado una muñeca de porcelana.
Así es, Iremos a Paris donde nos encontraremos con mi amigo, luego nos trasladaremos a Londres, y de ahí a Liverpool y Manchester- respondí al tiempo que, la muchacha, sin tener en cuenta que no nos hallábamos solos me abrazó y besó apasionadamente.
Un momento jovencito- interrumpió la francesa golpeándome suavemente repetidamente el hombro. ¿Usted alguna vez vivió en Paris? ¿Conoce acaso algo de esa ciudad? ¿Como piensa mostrarle a mi niña algo que no conoce?
No comprendo que quiere decir Madame... usted tenía conocimiento de este viaje...
Es cierto, estaba al tanto. Es por ello que he decidido acompañarlos no vaya a ser que se pierdan en la gran urbe.
Antes que pueda objetar nada, Azucena abrazó a la anciana y dijo:
Claro que te llevaremos ¿Acaso encontraremos mejor guía para recorrer los lugares en donde vivió mi madre?
Es una pena que no pueda acompañarlos-dijo mi suegro visiblemente emocionado-, alguien tiene que quedarse a cuidar nuestros intereses.
Un par de días después, Azucena y yo acompañados por Madame Lafaiette abordamos el vapor “Marques de Olinda”.
El Navío de bandera Brasileña proveniente de Corumbá, al mando del capitán Don Hipólito Betancour, nos llevaría a Buenos Aires haciendo escala en los puertos de Corrientes, Paraná, Rosario y San Nicolás.
El vapor de madera con ruedas laterales, que desplazaba ciento ochenta toneladas con un motor de ochenta caballos de fuerza, nos condujo, sin contratiempos, al puerto de Buenos Aires en donde deberíamos hospedarnos por casi dos semanas en espera a que zarpara el buque que nos llevaría con destino a Río de Janeiro y de ahí trasbordar a otro que nos conduciría al puerto ingles de Southampton para finalmente embarcar hacia el puerto francés de “Le Havre” en la margen derecha de la desembocadura del río Sena.
La ciudad de Buenos Aires, a la que nos dirigíamos y que sería nuestra primera escala, era la flamante capital de la confederación Argentina.
Luego de la derrota del General Urquiza en la batalla de Pavón por parte de las fuerzas porteñas encabezadas por el General Mitre, el presidente Derqui renunció siendo imitado, meses después, por el vicepresidente Pedernera, declarando en receso al Poder Ejecutivo. Por este motivo las provincias delegaron el desempeño del poder ejecutivo, desde ese momento con sede en Buenos Aires, al victorioso Mitre por cinco años.
Llamada por Pedro de Mendoza “Sitio Real de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire”, para cumplir la promesa que hiciera a la Patrona de los Navegantes que se hallaba en la Cofradía de los Mareantes de Triana y de la que él era miembro9 fue fundada por primera vez el tres de febrero de 1536 por el Adelantado anteriormente citado y por segunda vez por Juan de Garay el once de junio de 1580.
Luego de nueve días de cansino viaje por las aguas de los ríos Paraguay y Paraná llegamos al río de la Plata al que los conquistadores españoles dieran el nombre de Mar dulce, debido a la extensión existente entre sus horilla, aproximadamente dos horas y media entre el puerto de Buenos Aires, donde nos dirigíamos, y la ciudad de Colonia del Sacramento en la republica oriental del Uruguay.
Horas después, el buque se acercó gallardamente al puerto de la ciudad de Buenos Aires, anclando a cierta distancia del muelle.
Sobrepasando unos pocos metros el nivel de las aguas en un terreno perfectamente llano, la ciudad que se levantaba ante nuestros ojos, formada por un compacto conglomerado de viviendas en donde se destacan la casa de gobierno, la aduana Taylor, entre otros edificios. La nueva capital argentina no presentaba el encanto y atractivo de agradables e imponentes panoramas como sí los tenía la ciudad de Paraná vista desde el río.
A un cuarto de legua más abajo de la ciudad un profundo arroyo llamado Riachuelo, desemboca en el río; navíos de hasta trescientas toneladas entraban para varar o para anclar al abrigo de las tormentas, aunque las naves de menor calado que lo hacían delante de la ciudad también están a cubierto por un gran banco de arena que forma con la orilla un canal muy seguro y cómodo. Entre la costa y el banco de arena, a lo largo de la ciudad, un canal conduce a las naves de trescientas a cuatrocientas toneladas del puerto al Riachuelo.
¡Que cambiado que está el puerto!, apenas puedo reconocerlo- exclamó Madame Lafaiette. Ese muelle y aquel edificio redondo no existían cuando llegamos a estas tierras con tu madre hace casi veinte y cinco años.
Tiene Razón Madame –interrumpió un viajero que había abordado la nave en la ciudad de Paraná-, el muelle de pasajeros, ubicado en el Bajo de la Merced, fue inaugurado hace apenas ocho años y facilita notablemente el embarque y desembarque de pasajeros en relación a lo que era en la antigüedad. Aquel otro edificio de forma semicircular es la nueva aduana Taylor, llamada así por el apellido del ingeniero que la diseñó... o sea un servidor- dijo el hombre haciendo una reverencia con su sombrero.
Mucho gusto Mister Taylor – devolví el saludo estrechándole la mano mientras la francesa volvía a hablar:
Recuerdo que en ese lugar había un viejo edificio fortificado- dijo Madame Lafaiette.
Así es Madame. Era el antiguo fuerte español. El notorio auge alcanzado por el puerto de Buenos Aires ha hecho que se construyera la nueva aduana frente a la Plaza de la Victoria y detrás del edificio que usted ha mencionado, el cual fue derrumbado en parte. ¿Ven aquel edificio, con frente al río y de forma semicircular?, alberga cincuenta y un almacenes con techos abovedados, rodeados exteriormente por galerías. Sobre aquella torre central, como pueden observar, se encuentra el faro que es de gran utilidad debido a las características del puerto.
Del centro de aquella moderna edificación salía un extenso espigón de madera utilizado como muelle principal, ladeado por aparejos que facilitan la carga y descarga de las mercancías.
El capitán de la nave junto con varios oficiales nos ayudó a trasbordar sobre unos pequeños barcos de vela gracias a los cuales fuimos conducidos al muelle de pasajeros de unos doscientos metros de longitud ubicado al norte de la aduana Taylor.
Al final de este muelle, nos topamos con dos pabellones octogonales de chapa acanalada y estructura de hierro fundido, traídos desde Gran Bretaña, para el control de equipaje10, en donde tras la verificación de nuestros documentos y bagajes pregunté al funcionario al no ver ningún buque con bandera inglesa anclado.
Disculpe... ¿Podría indicarme si ya ha llegado el navío que debe partir con destino a Rió de Janeiro?
¿Usted cree que yo estoy acá para dar ese tipo de información? Rebúsquese por el puerto... capaz alguien sepa.
Antes que pueda decir algo el funcionario llamó al siguiente de la fila, obligándome a seguir adelante.
¡Que desconsideración!-protestó Azucena.
Como dicen en estas tierras- contestó Mister Taylor-, no se le puede pedir peras al olmo...que se le va hacer, pero... no se preocupen, es probable que venga con retraso. ¿Por que no se hospedan en su hotel y después averiguan?
En realidad no tenemos reservación en ningún hotel ni conozco ninguno a parte del Hotel de Inmigrantes de la calle Corrientes Nº 8, en donde me hospedé por un día cuando arribé a estas tierras en junio del sesenta y uno.
¡Por la Reina! Estoy seguro que no querrá hospedarse en ese lugar y más aún estando en compañía de estas damas. Yo conozco aquí cerca el hotel de mi amigo Mister Esteban Adrogué.
Entonces guíenos hasta ese lugar- dije a las ingles mientras tomaba del brazo a mi esposa y avanzábamos por el arbolado paseo de julio.
Mister Taylor, con la frialdad que caracteriza a los británicos, llamó a un carruaje de alquiler que avanzaba por la calle Piedad11, ordenando al cochero, una vez que abordamos el vehiculo con nuestro equipaje, que nos lleve al hotel Provence.
Si bien la modernidad de la ciudad de Buenos Aires distaba mucho de la varias de las ciudades de Europa, a diferencia de Asunción, tenía sus calles pavimentadas con empedrados que cubrían todas las calles, hasta quince cuadras al frente, derecha e izquierda de la espaciosa Plaza de la Victoria por la que el cochero cruzó de a drede, al percatarse que nuestro anfitrión era ingles.
¡Esta es la plaza de la Victoria!-dijo en voz alta el cochero-. Su nombre se debe a la aplastante victoria que los ciudadanos de Buenos Aires tuvimos sobre los ingleses al mando del Brigadier Beresford en el año seis, mientras el Virrey Sobremonte huía con los caudales públicos, a Lujan y luego a Córdoba, entre gallos y media noche.
Era evidente que el inglés no estaba a gusto con la información dada a viva voz por nuestro simpático anfitrión. En su rostro podía verse su orgullo herido por las humillantes, para él, palabras del parlanchín cochero que prosiguió su relato:
¿Ven aquellas marcas de bala en la recoba?- señaló con su mano mientras detenía el carruaje para que podamos apreciar mejor-, son las marcas de las balas de nuestras fuerzas, ya que es tras esos gruesos muros donde se escondían... perdón... atrincheraban las tropas del falso gobernador cuando el Capitán de Navío Santiago de Liniers y sus mil doscientos hombres tomaron El Retiro provocando que los “atrincherados” se escon... perdón...se retiren a defender el fuerte que no llegó a ser tomado por la fuerza porque el gobernador de su majestad se rindió enarbolando la bandera púrpura y oro de España. ¿Ven aquella puerta, la principal del Cabildo? Es justo en ese lugar en donde fueron entregadas las banderas, estandartes y armas a Santiago de Liniers.
El cochero en todo momento fingía ser cortés en sus palabras, aunque era más que sabido que la pequeña clase de historia estaba directamente dedicada a Mister Taylor, que estoicamente permanecía callado.
Seguidamente, el cochero, reanudó la marcha explicando detalles de la construcción de la catedral, de reciente finalización, cuyo frontis se estaba adornando y la casa de gobierno que se encontraba a un lado del Cabildo.
Unas cuadras después de haber salido de la Plaza de la Victoria todos creíamos que los ataques contra el ciudadano británico habían acabado. Sin embargo, con una sonrisa en los labios, el cochero señaló una casa cuyo balcón daba a la estrecha calle por la que transitábamos y a media cuadra de la iglesia de San Francisco:
Esa es la casa en donde vivió mi madre. Desde ese balcón ella con mi abuela tiraban agua y aceite hirviendo a una de las columnas inglesas lideradas por un tal Pack que junto con otras formadas en total por nueve mil hombres, se atrevieron a volver un año después de los hechos que acabo de narrarles, para recuperar sus cosas y por supuesto la ciudad.
El cochero siguió contando los pormenores de aquella segunda invasión del poderoso ejército inglés liderado por el General Whitelocke y como la ciudad organizada bajo las órdenes del alcalde de primer voto Martín de Alzaga.
Finalmente llegamos al Hotel Provence en donde un empleado nos ayudó con nuestros equipajes.
En el hotel, con un lujo digno del mejor hotel de Paris, nos registramos para retirarnos a recuperar fuerzas de nuestro agotador viaje fluvial y prepararnos para el que venía.
Antes de subir las escaleras agradecí a Mister Taylor su gentileza y traté de minimizar el desagradable momento que el cochero le hizo pasar.
No se preocupe, estoy acostumbrado a estas demostraciones de afecto que los porteños sienten hacia los ciudadanos de su majestad. Pero como dice el dicho, el que ríe último ríe mejor...
¿Que quiere decir? ¿Acaso sabe algo? ...
El inglés sonrió malévolamente y encendiendo su pipa me dijo:
Me imagino que sabe que los fenicios fueron los primeros comerciantes a gran escala de la humanidad. Sus barcos recorrían los mares conocidos e inclusive, algunos se aventuraron a recorrer los desconocidos con el solo fin de comerciar creando la necesidad de un producto determinado que desembocaba en la dependencia de esta ciudad para con los hábiles comerciantes.
Disculpe, pero no comprendo a donde quiere llegar.
El imperio Británico no pudo conquistar a esta ciudad por las armas, pero la ha conquistado económicamente. Hoy la mayor parte de todas las mercaderías que salen de su puerto van a Inglaterra y nuestras colonias, y lo más importante, al precio que nosotros fijamos. ¿Qué mejor conquista que esa quiere? A Su Majestad no le importa que un cochero hable de las glorias pasadas de unos campesinos incultos sino del lucro que obtiene, y obtendrá, de ellos y de sus descendientes.
Esas palabras me hicieron recordar lo que yo pensaba era simplemente testadurez de Don Carlos Antonio López, al negarse a pedir un préstamo internacional a la banca inglesa, para financiar la propuesta del General Urquiza12. Paraguay no debía nada a nadie y de hecho esto le daba la posición para escoger a quien vender sus productos y a que precio.
Un par de días después de nuestra llegada, estaba en el lobby del hotel, leyendo un ejemplar del periódico “La tribuna” de los hermanos Varela en el que un vocero hablaba en contra de la predica de otros periódicos de Buenos Aires de una guerra para liberar al Paraguay de una tercera generación de tiranos. ¿Será que gracias a la presidencia de Mitre, Don Francisco, podría llegar a un acuerdo en relación a los problemas internacionales? Todo parecía indicar que sí. Inclusive uno de los huéspedes me comentó que tenía conocimiento, gracias a un primo que trabajaba en la casa de gobierno, que el General Mitre mantenía una fluida correspondencia con el Presidente López.
Gritos de desesperación me hicieron mirar hacia la escalera.
Azucena, blanca como una hoja, bajaba corriendo pidiendo ayuda.
¿Que ocurre mi amor? Tranquilízate.
Mame se ha desmayado en el baño. ¡Necesita un Medico!
Un hombre, al escuchar los gritos, corrió para volver instantes después con un médico y una enfermera que socorrieron a Madame Lafaiette de inmediato.
Mientras que el galeno, en compañía de Azucena y la enfermera, estaba atendiendo a la anciana agradecí al caballero, que tan rápidamente había reaccionado para prestarnos auxilio, y que resultó ser el dueño del hotel. Don Esteban Adrogué.
Don Esteban, un hombre de cuarenta y siete años, de mediana estatura, delgado, con largas patillas y frente amplia, hijo de un inmigrante valenciano radicado a principios de siglo. Casado hacía veinte y tres años con Isidora Amestoy Arnais y Pinazo una porteña de alcurnia, era un hombre que después de dedicarse al comercio en el ramo de suelas, tuvo a su cargo varias obras públicas, entre ellas el puente sobre el Riachuelo. Fue además uno de los primeros propulsores del alumbrado a gas con el que se iluminaba la ciudad, inclusive por su iniciativa se pavimentaron muchas calles de ésta. En 1856, junto con Jorge Atucha, Mariano Saavedra y Jorge Iraola fundó, en la Plaza de las Artes, el Mercado del Plata.
Con esta breve descripción trato de retratar a un hombre desinteresado y siempre buscando la manera de ayudar al prójimo, que acababa de llegar de su quinta “Los Leones” ubicada en el pueblo de La Paz, el cual había fundado hacia un año, en las lomas de Zamora.
De amena conversación y viendo mi preocupación, me invitó a tomar un coñac y dijo:
El doctor Ferreira de la Loma es un excelente profesional, de seguro ayudará a la mujer.
¿La señora es su pariente? -dijo con rostro preocupado el médico al bajar las escaleras junto con su asistente, luego de estar media hora atendiendo a la francesa.
Es la nana e institutriz de mi esposa. ¡Es como si lo fuera!
Entiendo... No quiero mentirle. Su problema es el corazón. Aunque con unos días de descanso sobrellevará su problema. Es cuestión de tiempo para que llegue lo inevitable.
¿Cree usted doctor que no debe proseguir nuestro viaje a Europa?
Le seré franco, el cansancio provocado por un viaje tan extenso puede causarle la muerte, y como médico debo recomendarle que no lo realice. Converse con ella y trate de evitarle cualquier disgusto.
Trataré de convencerla doctor.
Dejaré al cuidado de la paciente a mi hija Liduvina, que es enfermera.
Le agradezco doctor y muchas gracias por todo.
Aboné los honorarios del médico y subí a la habitación en donde la anciana protestaba a la enfermera y a Azucena pues quería levantarse.
Debería hacer caso a la enfermera Madame.
No ha nacido nadie todavía que me diga lo que tengo que hacer- respondió enérgicamente la francesa. Es más ¡quiero que me dejen sola!
Recuerde Madame, no debe agitarse, puede tener una recaída- sentenció enérgicamente la enfermera.
Está bien, me quedaré en la cama, pero ¡Salgan de la habitación!
Seguí a Azucena y a la enfermera.
Cuando estaba cerrando la puerta, Madame Lafaiette dijo:
Don Gustav, tráigame por favor una jarra de agua.
Le traeré de inmediato-respondió la servicial enfermera con una gran sonrisa.
Mire jovencita, creo que usted no se llama Gustav, así que no se meta en donde no la llaman.
Salimos de la habitación y de inmediato volví con una jarra con agua y un vaso.
Pase- dijo la francesa al escuchar mis golpes en la puerta-. Cierre la puerta, deje lo que trae en aquella mesa y siéntese junto a mí.
Obedecí a la anciana que, tomándome las manos, prosiguió diciendo:
No hace falta que me oculte lo que ya sé desde hace unos meses.
¿Que quiere decir Madame?
No finja, sé que ese matasanos le dijo que estoy muriendo y es cierto, me lo dijo hace unos tres meses el doctor González en Asunción. Es por eso que quise hacer este viaje. Si he de morir quiero hacerlo en Montmatre.
Pero el doctor dijo que un viaje como el que nos espera puede ser fatal.
Nada pierdo con intentarlo. Ahora quiero que me escuche. Azucena no puede enterarse de esta conversación y mucho menos de mi estado de salud. Quiero que me lo prometa.
Ante la firme determinación de la mujer no tuve otra alternativa que aceptar.
Los días pasaron como robados por una ráfaga de viento.
Mientras Madame Lafaiette permanecía en cama y esperábamos que el buque que nos llevaría a Río de Janeiro arribase, Don Esteban y su señora, nos mostraron a Azucena y a mí varios puntos atractivos de la ciudad como ser el paseo de la Plaza Marte, donde ese año se había erigido el monumento al General San Martín, libertador del yugo español de Argentina, Chile y Perú; a los recitales y cafés-concierto del Jardín Florida13, el hipódromo en El Retiro, e inclusive nos invitaron a un paseo en el ferrocarril, que partía de la Estación del Parque14 y que tenía una extensión de treinta kilómetros en esos años.
De esta manera, durante el día, admiraba junto con mi esposa los distintos edificios y lugares de aquella pujante ciudad, mientras que por las noches aprovechaba para tomar notas en mi diario de viajes de cada una de estas vivencias y costumbres que caracterizan al porteño.
Estos idílicos días y los que pasamos en Europa casi un mes después, debo confesar que fueron de los que más gratos recuerdos tengo junto a mí adorada esposa.
Finalmente el día fijado para que nuestro buque zarpara llegó, como así también había regresado la salud de Madame Lafaiette.
Tres días después de la navidad, que festejamos en la quinta “Los leones”, Don Esteban y su señora, de quienes nos habíamos hecho grandes amigos nos acompañaron al muelle de pasajeros.
Viajeros y acompañantes se mezclaban entre abrazos y despedidas. Los hombres elegantemente vestidos con pantalón bombilla, cuello duro, corbatas de moño o plastrón, sacos con ribetes y galeras. Mientras que las damas, con vistosos bucles debajo de los amplios sombreros y coloridos vestidos estilo victoriano, se ocultaban coquetamente debajo de sus sombrillas de tela adornadas con moños y volados.
Esta vez, una carreta con ruedas de un poco más de dos metros de diámetro fue la encargada de transportarnos con todas nuestras pertenencias a bordo de un buque de bandera inglesa llamado Mersey, que nos llevaría hasta la capital del Imperio del Brasil, previa escala en Montevideo.
En el puerto carioca transbordaríamos al vapor Tyne, de mayor calado, que nos llevaría al puerto bretón de Southampton. Luego de nuestro viaje marítimo de aproximadamente veintiocho días deberíamos volver a transbordar a un buque con bandera francesa que, luego de cruzar el canal de la mancha, nos llevaría al puerto de Le Habre en tierras galas.
El pequeño vapor, con eje y hélice de madera de unas doscientas treinta y dos toneladas aproximadamente, llevaba una tripulación de veintidós hombres y veintinueve pasajeros, Levo ancla al tiempo que de sus negras chimeneas surgían grandes bocanadas de vapor.
Con la precisión de un reloj, característica innata de los británicos, el buque divisó costas uruguayas en el tiempo establecido de dos horas y media.
Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, está localizada a orillas del Río de la Plata, casi frente a las costas de Buenos Aires, a unas treinta leguas de ésta. En 1726, Don Bruno Mauricio de Zabala, Gobernador de Buenos Aires, fundó San Felipe de Montevideo, como ciudad fortificada, con el objetivo de controlar el contrabando que se realizaba vía Colonia del Sacramento fundada cuarenta y seis años antes por los portugueses convirtiéndose desde entonces en el principal puerto español en el Atlántico Sur.
Diseñada como una típica ciudad colonial en forma de damero rodeada de murallas, fue poblada por habitantes de las Islas Canarias que se sumaron a otras familias venidas desde Buenos Aires.
A fines del siglo XVIII se convierte en el único puerto autorizado a introducir esclavos a las posesiones españolas en América del Sur con permiso de libre comercio sin trabas fiscales.
Desde la barandilla del vapor pude apreciar en primer lugar un río que, entra tierra adentro con una isla pequeña, y desemboca en una ensenada o bahía en la cual hay otra isla en medio de su entrada que abriga y asegura de todo tipo de vientos, en especial los denominados pamperos y otros provenientes del mar, a los navíos que en este puerto buscan refugio.
Una de las ventajas de este puerto con el de Buenos Aires es que tiene una profundidad considerable, permitiendo que navíos de gran calado lleguen casi hasta la costa además de no ser necesario el continuo dragado.
El puerto estaba atiborrado de naves de distintas nacionalidades, Entre las que se destacaban las francesas, inglesas, alemanas, ondeando sus banderas nacionales y estandartes de las distintas compañías navieras.
En la costa podían divisarse los muelles y las dos escolleras construidas a principio de siglo, una en la punta llamada “San José”, y la otra en la falda del cerro sobre la cual se destaca un faro. Un poco más allá se encontraba la rambla portuaria con sus muelles particulares donde, como hormigas, subían y bajaban pesados sacos en sus anchas espaldas los estibadores, en su mayoría vasco-franceses llegados a estas tierras como muchos europeos a hacerse la América.
Horas después de nuestro arribo al puerto, el tiempo suficiente para subir un par de pasajeros y acomodar las bolsas del correo, los fornidos y hábiles marinos levaron ancla mientras el capitán ponía proa rumbo a la capital del Imperio del Brasil.
No pasó mucho tiempo para que pudiéramos divisar la marcada divisoria que indicaba el límite del Río de la Plata y el Océano Atlántico. Esta línea demarcatoria estaba bien definida, como si hubiese sido hecha por la majestuosa pluma de Dios, separando de un lado el color aleonado del río con el azul oscuro del infinito océano en donde, a lo lejos, se podía ver un grupo de toninas.
***
¡Que épocas!-dijo Don Domingo, mientras encendía otro habano de penetrante aroma. En 1863 yo era gobernador de San Juan, después de haber sido ministro de Mitre en Buenos Aires, había cumplido ya cincuenta y dos años, y lucía un bigote canoso y esta calva que me acompaña de mis años mozos. Recuerdo que a pesar de algunos levantamientos como los del Chacho Peñalosa, 1863 fue un buen año para mí inclusive estreché lazos con mi hijo Dominguito-expresó esto último con tristeza para luego levantarse sin decir nada y salir de la habitación.
Belén Sarmiento que conocía bien el estado en que se ponía su abuelo al recordar a su hijo muerto en la guerra del Paraguay dijo:
Caballeros, creo que ha sido una buena velada, agradezco su visita pero comprenderán que el estado de salud de mi abuelo no es el mejor por lo que les pediría que termináramos aquí y nos citemos para otra oportunidad en donde estoy seguro el señor fotógrafo accederá a contarnos sus interesantes aventuras.
¡Estoy de acuerdo! –secundó enfáticamente el presidente Escobar mirando su reloj de bolsillo- Quiero seguir escuchando su relato, me interesa mucho lo que esta narrando.
De esta manera salimos del hotel y mientras los generales Caballero y Escobar partieron en un coche con Don Decoud y Gustavo nos dirigimos a la parada del tranvía.
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1 Fragmento del discurso de recibimiento a Domingo Faustino Sarmiento dado por José Segundo Decoud pronunciado el 24 de julio de 1887 ( Extraído del artículo del diario “La Nación”(Paraguay) del martes 26 de julio de 1887)
2 Contestación de Domingo Faustino Sarmiento al discurso de recibimiento hecho a su persona el 24 de julio de 1887 ( Extraído del articulo del diario “La Nación”(Paraguay) del martes 26 de julio de 1887)
3 Actual Avenida Colón.
4 Se conoce con el nombre de “Residenta” al éxodo de habitantes de Asunción ante la inminente invasión del ejército de la triple alianza a esta ciudad.
5 el Dr. Andreuzzi obtuvo la concesión para instalación de la línea tranviaria junto con el Dr. Morra, desde la plaza Uruguaya (Ex Plaza San Francisco) hasta la Cancha Sociedad de su propiedad. Esta empresa tranviaria llamada orgullosamente por su dueño “Conductor Universal” llegaba a lo que hoy conocemos como Gran Hotel del Paraguay. http://www.granhoteldelparaguay.com.py/htmls/valor_hist.html
6 Esta agrupación fue la base para el actual Partido Liberal.
7 La agrupación a la que se refiere es “ La Asociación Nacional Republicana”(Partido Colorado) fundado el 11 de septiembre de 1887
8 En alemán: “Academia Vocacional” Fundada en Berlín en 1829
9 “Buen Aire” es la castellanización del nombre de la Virgen Bonaria, o sea, la Virgen de la Candelaria que era venerada también por los navegantes de Cádiz, España.
10 Actualmente desaparecido el lugar mencionado está ubicado entre las actuales Bartolomé Mitre y Sarmiento.
11 Actual Bartolomé Mitre.
12 Ver El fotógrafo de Loma Tarumá, capitulo VIII.
13 Ubicado en la ciudad de Buenos Aires en las actuales calles Florida entre Córdoba y Paraguay
14 Ubicada entre las calles Tucumán, Libertad, Cerrito y Viamonte. En el lugar, a principio del siglo XX se levantó el teatro Colón.
Fuente digital: http://ahve.blogspot.com
Registro : Diciembre 2011