JOSÉ LUIS APPLEYARD, 2012. 85 AÑOS DE SU NACIMIENTO
(Detalle)
Ilustración de ENZO PERTILE
ME BASTA UN ESCRITORIO
Me basta un escritorio para escribir palabras;
me bastan las palabras para seguir viviendo;
me basta la visita cotidiana del tiempo
y me bastan la noche, la soledad, yo mismo
para ser lo que soy, lo que yo no comprendo.
Pesan en mi balanza los pecados del mundo,
pesa mi decisión de ser siempre imperfecto,
pesa mi voluntad de hartarme con el verbo
en cotidiano encuentro que es de mi ser el centro.
Y por eso no temo,
he llegado a ese adusto misterio del no miedo,
he llegado hasta el límite final de mi silencio
y hoy me basta el amor, el callado y no ciego.
No puedo pedir más al mundo que yo tengo,
yo no puedo forzar las paredes del tiempo;
yo no puedo callar porque me han dado el verbo,
la palabra, la forma de decir cuánto siento.
Yo no puedo callar, mis labios son el medio
que emite la palabra, la ajena, la que es mía.
Yo no puedo callar porque el silencio es forma
de hablar con la mirada, con la dación, el gesto,
y llegar hasta ti diciéndome: esto es nuestro.
EN MAYO YO HE NACIDO
A los cincuenta y seis años la vida
se me ha vuelto aventura prodigiosa.
Subir a una atalaya y desde arriba
contemplar la comedia deliciosa
de quienes quieren -eternos filisteos-
ser más por lo que tienen, que es la nada,
y se vuelven burbujas iriscentes
de un volcán que no fue, siendo encontrada
vanidad que ruidosamente acaba
fraguando, gris, el trueno de sus voces
en la inútil ceniza de la lava.
Mangrullo, alcor, lugar desde el que veo
mi propia solitud, mi sueño herido,
mi transitar de voces cuyos ecos
atesoran lo poco que he vivido.
La edad es la espiral de los recuerdos,
consigna irreversible que me lleva
al cofre que no fue, duro baúl mundo
torcido en su vejez como la esteva
de un arado combado por el tiempo,
transido por los años y los meses,
saliva de la tierra en la que mora
la dulce lenidad de tantas mieses.
Y estoy en el alcor que dan los años,
tan ciego y tan vidente como entonces,
cuando mi voz, desperdiciando vientos
cantaba en el insomnio de los bronces.
Tal vez quiera callar, tal vez la altura
se me llene de vértigo, de voces,
de campanadas locas de horizontes
huyentes hacia el fin, siempre veloces,
inatajables, desbocadas, plenas
de la febril primicia del intento
de decirles-decirme que la vida
es el juego terrible de un momento.
La altura da avidez de sensaciones
al tiempo que limita nuestras miras,
la altura de la edad es el comienzo
de ver la vacuidad de nuestras iras
y el descenso imposible dicta normas,
la propia gravedad se desvanece,
la altura de los años no permite
destejer esa túnica que crece
y comprime el futuro, lo hace estrecho
en un aire que presto se enrarece.
A los cincuenta y seis años la vida
-espiral ascendente- me depara
la aventura de un mundo sin mentiras
que me lleva a beber, lúcida y rara,
el agua que busqué desde la infancia
en incontables fuentes y hoy es pozo
profundo de mí mismo, el agua limpia,
lustral generadora de mi gozo.
LA VOZ ME HA SIDO DADA
La voz me ha sido dada
para hablar, para serme
profeta en la llanura
inmensa de un desierto.
Para gritar, insomne,
la angustia que nos roba
hasta el minuto simple
que lo queremos nuestro.
La voz que en mi garganta
estrangulan los garfios
del fútil prejuicio,
del temor, del desprecio,
de la fácil fortuna
que se prende en la escala
repugnante del sexo.
Del sexo, sí señor,
de aquello que era santo
y en labios agrietados
de lascivia y lujuria
se ha tornado en exceso.
Camino, trajinando
tal vez mi último tramo,
cansado por los años,
abrumado y confeso
de todos mis pecados,
y me han robado el báculo,
y sin bastón transito
hastiado de presentes,
agobiado de escarnios,
y de morir obseso.
La vida ¿qué me ha dado?
La vida que me rige
me ha demostrado el fútil
imperio de la nada.
He pretendido, idiota,
sublimarme en la voz
escalonando versos.
Y ¿después? La fatiga,
la rutina consciente
de transitar un mundo
que cada vez es menos
la imagen que tenía
de verlo un universo.
La calle es el camino,
la esquina la aventura
de no encontrar a nadie,
la casa es sólo un modo
de morir en silencio.
El resto es la rutina
con relojes y cuentas,
es vivir la zozobra
de la propia palabra
de la cual, siempre preso,
me señala la forma
de evitar que mi paso
se convierta en la cifra
-números todos dados-
en la cual ya ni el nombre
puede ser el regreso.
La voz me ha sido dada,
y qué profunda y grande
responsabilidad
surge del simple hecho.
La voz me ha sido dada,
igual que a los profetas,
y torno, nuevamente,
hacia el inicio cierto,
rescato la palabra,
la unjo y la valoro,
y mi garganta seca
se pregunta sin voz:
¿alguna vez, quizá,
ese sonido trunco
se habrá de redimir
cuando pueda ser verbo?
ME HAN DADO LA PALABRA
Me han dado la palabra
para decir mis versos,
para enhebrar recuerdos,
para ser lo que he sido,
para encontrar, de pronto,
en mi casa un ovillo
de golpes encontrados
que fueron mi universo.
Y en esta casa mía
saturada de libros,
de sueltas sensaciones,
de amores no vividos,
en esta pieza mía
-periódicos dispersos-
la palabra ha venido
sencilla, virgen, dura,
para dictarme el tono
que ha latido en los versos.
Poesías de JOSÉ-LUIS APPLEYARD
© de esta edición Alcándara Editora
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