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MÓNICA BUSTOS
  CHICO BIZARRO Y LAS MOSCAS - Novela de MÓNICA BUSTOS - Año 2010


CHICO BIZARRO Y LAS MOSCAS - Novela de MÓNICA BUSTOS - Año 2010

CHICO BIZARRO Y LAS MOSCAS


Novela de MÓNICA BUSTOS

 


ISBN: 978-99953-937-2-4


PREMIO AUGUSTO ROA BASTOS DE NOVELA 2010. Novela en la cual aparecen personajes desopilantes en situaciones casi irreales,

que ofrecen una visión descarnada de la realidad paraguaya. Escritora,

Bustos ha publicado entre otras obras "León muerto".


Prisa Ediciones,

Sello ALFAGUARA, 2010

Fuente digital: http://www.prisaediciones.com/py

 Enlace actualizado: Febrero 2012

 

Chico Bizarro… es la historia de una peculiar banda de delincuentes, integrada por un gánster enamorado que acapara dinero y poder para conquistar a su arpista inaccesible; un artista fracasado que deviene pintor de éxito gracias al polvo mágico que la mafia transporta en sus bastidores; un falso jesuita que intenta establecer las nuevas misiones sobre la base de un cultivo bien remunerado; unos hermanos siameses; unos Niños Cotonetes que juegan a la ruleta rusa con el revólver del mariscal José Félix Estigarribia… El objetivo del jefe es trabajar duro ahora para poder, algún día, retirarse e irse a vivir al campo con su amada

El jurado internacional de la primera edición del Premio Roa Bastos, compuesto por el escritor peruano-español Jorge Eduardo Benavides, la escritora uruguaya Claudia Amengual y el director de Ediciones Generales del Área Sur del Grupo Santillana, Augusto Di Marco, decidió otorgar el premio a esta novela “por su calidad narrativa que logra amalgamar potentes imágenes, personajes desopilantes y una visión descarnada de la realidad paraguaya con solvencia estilística”.

CHICO BIZARRO… es la historia de una peculiar banda de delincuentes, integrada por un gánster enamorado que acapara dinero y poder para conquistar a su arpista inaccesible; un artista fracasado que deviene pintor de éxito gracias al polvo mágico que la mafia transporta en sus bastidores; un falso jesuita que intenta establecer las nuevas misiones sobre la base de un cultivo bien remunerado; unos hermanos siameses; unos Niños Cotonetes que juegan a la ruleta rusa con el revólver del mariscal José Félix Estigarribia… El objetivo del jefe es trabajar duro ahora para poder, algún día, retirarse e irse a vivir al campo con su amada
El jurado internacional de la primera edición del Premio Roa Bastos, compuesto por el escritor peruano-español Jorge Eduardo Benavides, la escritora uruguaya Claudia Amengual y el director de Ediciones Generales del Área Sur del Grupo Santillana, Augusto Di Marco, decidió otorgar el premio a esta novela “por su calidad narrativa que logra amalgamar potentes imágenes, personajes desopilantes y una visión descarnada de la realidad paraguaya con solvencia estilística”.

 

 

 

 

CUBISMO


Los bomberos cavan al compás, como un ballet de desenterradores; me salpican tierra en los zapatos, los veo reír y hacer bromas entre ellos, no les importa para nada lo que están por descubrir. El aire comienza a heder de forma extraña y natural. El forense me mira ansioso, parece querer hablarme, y yo espero que no lo haga. Intenta acercarse y yo me alejo. Estoy cansado de la gente rara.

El pozo crece, el sol me mira a la cara y yo lo miro a él, quiero que me ciegue. De pronto, se hace un silencio general, tenso, expectante. Una de las palas acaba de dar con algo. El poder de todas esas mentes golpea mi cabeza con una única pregunta; todos desean saber lo que pienso. Sí, palabra por palabra. Pero ni yo lo sé, por eso miro el sol esperando quedar ciego para apagar mis propios pensamientos; ahora lo tapa el helicóptero, y yo quedo bajo su panza de metal. Agacho la cabeza, aunque sigo rehusándome a mirar lo que hay en el fondo del pozo. El forense me toma de la mano. Me da asco pero me saca una risa nerviosa.

Un fémur. Eso es lo primero que se ve. No quiero seguir mirando, todavía tengo esperanzas de despertarme de algún sueño. Entonces, algo zumba. (Estoy perdido. Una mosca.)

El murmullo vuelve. Los flashes, a mi cara. Todos gritan lo que antes solo se permitían pensar:

–¿Qué dice sobre eso?

–¿Qué piensa de este descubrimiento?

–¿Qué va a hacer ahora?

–¿Puede reconocer los restos?

–¿Cómo se siente?

Como el 26 de septiembre de 1973, el día en que nací: no siento nada. Pero no lo digo.

Suena mi teléfono. Elmer llama para decirme que voltee a mi izquierda, para que mire a una cámara y lo salude. Siempre fue inoportuno, inepto e inmaduro.

Elmer nació en algún lugar recóndito del Chaco paraguayo, junto a un puerto clandestino; tiene diez años más que yo, pero la inteligencia de un niño de cinco. Sus padres trabajaban para mis abuelos en la estancia familiar, y eran muy pobres; peor, eran ignorantes. Nadie en su familia sabía leer ni escribir, él lo aprendió con el paso de los años, gracias a mí. Su vida comenzó a cambiar cuando se mudó conmigo a la ciudad, al cumplir veintiún años.

Imagino que todo ese contexto de ignorancia e incomunicación fue lo que llevó a sus padres a inscribirlo en el Registro Civil con el nombre de Elmejor Aquino Cañete.

Aseguraban que ese era un buen nombre. Personalmente, pienso que es emocionante la idea de que los padres le tengan tanta fe a un hijo, pero no creo que llamarlo así resulte bueno para nadie, a la larga. Él no pensaba de esa manera, se vanagloriaba de ser el único de sus once hermanos que tenía un certificado de nacimiento, el nombre con el que había sido inscripto le resultaba irrelevante. No obstante, años después, yo le hice el favor de llamarlo Elmer, un apelativo que considero distinguido y cálido.

Apagué mi teléfono, y antes de mirar adentro del pozo, pensé.

Pensé en cómo pudo haber sido la vida de Elmer si nunca lo hubiese traído conmigo. Quizás tendría no menos de seis hijos, todos con nombres ridículos. Vendría a verme una vez al mes para pedirme dinero y después se iría de juerga. Mandaría a sus hijas a trabajar de empleadas domésticas a la ciudad. Una de ellas trabajaría para mí, yo la embarazaría y la mandaría de vuelta a su casa; Elmer aprovecharía para exigirme dinero, yo le enviaría algo para mantenerlos lejos; pero él no le entregaría nada a ella, y entonces yo tendría a la mujer siempre alrededor, pidiéndome plata.

Con todo este lío, se habrían olvidado de la menor de las hijas, quien habría ido, quizás, a trabajar a Hernandarias.

Sin que nadie lo supiera, estaría encerrada en un prostíbulo donde la obligarían a tener sexo sádico y puerco por nada de dinero, sin ninguna opción, apartada del mundo, despojada hasta de su última prenda de dignidad. La golpearían mortalmente y un día su cuerpo simplemente amanecería flotando a orillas de un arroyo, hinchado y morado. La policía no haría nada al respecto, porque los burdeles no deben clausurarse. Prestan los juguetes para que les dejen seguir jugando. Aunque el cadáver fuera hallado por la prensa, no serviría de nada; igual Elmer no asociaría la descripción con aquella hija porque nunca habría de leer los diarios —de no ser por mí seguiría analfabeto—, ni tampoco tendría televisión. Aunque, pensándolo mejor, sí la tendría; la gente como él tiene televisión antes que letrina.

Pero no vería los noticieros, ni escucharía amplitud modulada; así que nunca podría siquiera imaginar el fatal destino de su hija menor. Yo sí me enteraría del suceso a través de los diarios, y sin figurarme de quién se trata aquella nota, diría: “Qué triste...”, y le daría vuelta a la hoja. Nadie iría a reclamar el cuerpo a la morgue judicial, y un grupo de estudiantes de medicina lo adquiriría en una macabra subasta a cambio de cien o cincuenta mil guaraníes, o alguna droga de moda. Y sus otros hijos de seguro solo vivirían para drogarse junto a los semáforos. Hasta imagino el momento en que el pobre diablo de Elmer terminaría sus días: una tarde, aún joven, mientras ve un partido de fútbol, Argentina versus Paraguay quizás, se pelea con un amigo nacido en Clorinda solo porque el equipo albiceleste mete un gol.

Uno saca un machete, el otro un revólver, y El mejor Aquino Cañete muere de dos tiros en la cabeza.

Elmer es un tipo con mucha suerte. Pienso y sonrío.

Me olvido de todo lo demás al reconocer cómo le cambié el destino a este hombre. Elmer ahora se mueve en un Mercedes rojo con los vidrios bien transparentes para que todos lo vean, vive con dos putas rubias, tiene un televisor de cincuenta pulgadas y hasta sabe revisar sus emails desde el teléfono celular ultradelgado. Ya está aprendiendo a tener iniciativa, anteayer él solo logró encontrar las obras perdidas de Saturio Ríos y ni siquiera me preguntó cómo hacer para adquirirlas ni a quién vendérselas, y hoy ya me llegaron por encomienda tres paquetes con cuadros —todavía no pude verlos bien, solo me fijé en uno que ilustra ciertas escenas de la Triple Alianza que los libros nunca nos contaron.

Elmer una vez tuvo un accidente y una chica se embarazó. Nunca volvimos a saber de ella, ni si llegó a existir o no ese hijo. Cantinflas se encargó de ellos.

Le decíamos Cantinflas porque se llamaba Mario Moreno. Pero no tenía nada de cómico, ni tampoco era amistoso. Era un sicario de barrio, de los peores que hay, por seis latas de cerveza te traía la cabeza de quien quisieras, y por algo de dinero extra se la enviaba a alguien más. No creo que le haya hecho eso a la mujer de Elmer.

En los años que pasó conmigo aprendió a trabajar con más delicadeza y categoría.

El problema con Cantinflas es que todavía no encuentro su cuerpo. Hace dos meses que vengo recibiendo, cada semana, una foto de su cadáver, las fotos muestran progresivamente su descomposición. Como fue uno de mis chicos, me gustaría ir a bajarlo de la cruz en la que lo han clavado, y darle un entierro digno de cualquier ser humano. Las fotos no revelan con claridad el lugar donde está, se hace difícil descifrarlo, y el grupo de personas que le hizo eso no suele ser nada agradable conmigo; por eso no los llamo para solicitarles especificaciones más exactas del paradero de mi difunto amigo. Elmer opina que ese lugar está en el cerro Lambaré, a mí me parece que podría ser cualquier parte, también podría ser Iquique o Bariloche. No voy a gastar combustible buscando el lugar. Algún día saldrá en la prensa, y entonces iré a recogerlo. O le diré a Jeremy que vaya por él.

Lo difícil, en ese caso, será que Jeremy venga de Luxemburgo solo para retirar un cuerpo de la morgue. A Jimmy no le gustaría la idea, no en vano renunció el año pasado. Me alegra que después de diez años la gorda Penélope por fin lo haya correspondido. Se casaron y ella le pidió alejarse de todo, empezar una vida nueva en otro continente. A mí, además de gorda, me parece cursi. Si no fuera por nosotros Jeremy jamás hubiera podido pagarle la fiesta de bodas y el anillo de diamantes. Sin embargo, en el fondo sé que si lo llamo y le digo que lo necesito para un trabajo no dudará en venir, lo que sea por agradarme, Jimmy no es malagradecido. Después de todo, si no fuera por mí, él aún sería un guardia de seguridad en el aeropuerto Silvio Pettirossi. Jamás habría podido conquistar a Penélope sin dinero, y tampoco habría podido comprarse el piano. Y Jimmy no toca el piano, pero le gusta verlo. Siempre soñó con hacer el amor sobre uno. Tuvo esa oportunidad muchas veces, pero nunca fue amor, asegura él. Porque ninguna de esas veces fue con Penélope. Me gustaría haberlo visto en su luna de miel, me hubiera encantado ver cómo fue. Yo solo me enteré el día siguiente, cuando Elmer me contó que había encontrado el piano aplastado en el salón. Sí, Elmer y Jeremy vivían juntos. Una semana después de la boda, los recién casados emprendieron viaje.

Qué habría sido de Jimmy si no nos hubiéramos conocido. Tal vez habría renunciado a su trabajo en el aeropuerto hace diez años, para buscar nuevos horizontes y toda esa basura; pero él solo no habría llegado a más.

Estaría trabajando con un carrito, al lado del parque Ñu Guasú, vendiendo panchos. “Al menos soy mi propio jefe”, diría, tratando de disimular su fracaso. Estaría soltero y habría de terminar sus días de esa forma. Es tan flaco y débil, que por un resfriado un día acabaría muerto sobre sus salchichas, o por alguna desgracia —me lo imagino como si sucediera ahora mismo—: el gas con el que enciende las hornallas le estalla en las narices cuando intenta escuchar un ruido extraño, como de alguien en plena digestión, que proviene del interior de la garrafa.

No sé cómo, pero lo seguro es que se habría muerto joven. Jimmy no nació para ser pobre o fracasado.

En cuanto a Pibe, lo último que supe de él fue que mandó a juicio a un sacerdote que había abusado de él desde los ocho hasta los diez años. Antes yo creía en su historia, ahora me parece que solo se la ha inventado para chantajear a la Iglesia y así ganar dinero (no sé de qué manera, solo sé que todo lo que emprende termina siendo un embuste para conseguir dinero, y que siempre acaba malogrado). Pibe, mi némesis, es una mala imitación de mi persona, nunca logrará ser como yo. A veces me pregunto si eso es bueno o malo. Los muchachos y yo lo echamos de la banda después del incidente Chilavert.

Nunca dejaré de sentir rencor por aquel hecho. Nos traicionó a todos. Pero no quiero hablar de eso ahora.

A pesar de que soy un amante de la crueldad y la vileza, y de que aprecio todo acto maquiavélico, la traición de Pibe nunca acabará de parecerme imperdonable.

Pero también es cierto que él es el único que, aun si no me hubiera conocido, habría tenido el mismo destino.

Pibe nunca dejó de envidiarme. Él quiso reclutar a Cantinflas para su grupo. Y ese fue el final del mío. Con la partida de Jeremy nos debimos haber separado, ya no necesitaba nada más; sin embargo me tenté: las ganas de vencer a Pibe, que venía pisándome los talones. Juan José García Verón, ese era su verdadero nombre. Nadie lo llamaba así, solo yo, cuando quería sentirme superior.

Con vencer, me refiero a que quería hacer algo que él nunca hubiese podido imitar o superar. Y por fin sucedió, tres meses atrás.

Éramos solo Elmer, Cantinflas y yo. No debí proseguir sin Jimmy, y no es que Jimmy fuera indispensable—nadie es indispensable— sino que su ausencia era una señal, una clara señal para detenerme. Hacía un par de años que veníamos arrastrando sospechas sobre Mario, nos parecía que jugaba para ambos equipos. Para Dios y el diablo.

Y yo soy el diablo. Todo el tiempo sospechábamos de él; pero, como no teníamos pruebas, seguíamos trabajando en equipo. Y luego, con la partida de uno de mis chicos, debí darme cuenta de que era momento de jubilarme.

Recibí un mensaje del Presidente de la República, quería hablar conmigo para devolverme un favor. Hacía años que esperaba esa llamada. Pibe pincha todos mis teléfonos. Por eso, cuando algún amigo tan íntimo como el Presidente necesita hablar conmigo, debe buscar for- mas inusuales para hacerlo. Por eso él llama a una mujer que vive a dos cuadras de Mburuvicha Róga, y le dice un número del uno al cuatro. La mujer le dice ese número a su hijo, y cuando él va camino a la escuela se detiene en una farmacia, y le dice a la mujer que lo atiende que su mamá quiere una, dos, tres o cuatro aspirinas, dependiendo del número que su madre le haya dicho. Cuando la farmacéutica recibe esa orden, llama a cualquiera de mis teléfonos y me dice, por ejemplo:

—Le estoy enviando una aspirina.

Solo el Presidente y yo conocíamos las claves.

Había cuatro cabinas telefónicas posibles a las que él podía llamar, las habíamos escogido en una reunión hace mucho tiempo, a cada dirección le habíamos asignado un número. Solo nosotros sabíamos los números que correspondían a cada una. Los horarios siempre debían ser los mismos, y secretos. En la cabina Uno, debía estar a las 14 horas. Si la cita era en la Dos, debía llegar a las 16; en la Tres, a las 18; y en la Cuatro, obviamente, a las 20.

La farmacéutica me enviaba dos aspirinas. Fui a la cabina que quedaba en Trinidad. Hice un par de llamadas antes, solo para despistar. Llamé a Martina y a Lorena. Les dije que tenía ganas de verlas. Las dos eran modelos, principiantes, yo las metí a ese mundo luego de examinar sus cuerpos. Me debían varios favores, ellas solas no hubieran llegado hasta ahí. A mí no me gustaban, pero a veces me sentía muy solo, y a Soledad no le interesaba hacerme esa clase de compañía. A ella, hace mucho que no la veía, y sin embargo, o por eso mismo, soñaba todas las noches que nos encontrábamos junto al lago Ypacaraí.

A las dos en punto de la tarde, le corto el teléfono a Martina; apenas cuelgo, vuelve a sonar. El Presidente me habla.

—Los datos los está recibiendo Elmer en este momento —me dice, y corta.

En ese instante, dos agentes de tránsito detienen el Mercedes de Elmer, le piden sus documentos, le dicen que no están en orden. El oficial le hace una multa.

Elmer guarda la boleta en la guantera. Dos cuadras más tarde un Volkswagen Gol blanco, sin matrícula, lo choca por detrás. Elmer, histérico, baja gritando y agitando las manos. Les dice varias groserías en guaraní. Del auto bajan dos hombres armados, lo apuntan directo al cuerpo y le piden la billetera. Sorprendido, Elmer le entrega todo lo que lleva; mientras uno lo mantiene reducido con el arma, el otro sube al Mercedes y se lo lleva. El asaltante que queda lo golpea con la culata de la pistola y sube rápidamente a su auto. Elmer logra levantarse, extrae un arma de su campera y dispara contra el Gol que se aleja, pero no le acierta ninguna bala.

Elmer no contestaba su teléfono. Tenía urgencia en hablar con él, avisarle que de alguna forma le llegaría un mensaje muy importante. Fui a su casa, y él no llegaba.

¡Nderakóre! ¿Podés creer que me robaron el auto, y después lo dejaron a veinte cuadras de ahí?

Elmer acababa de llegar y venía cansado. Yo lo miraba con rabia, aquel asalto era exactamente lo que presumía que sucedería. Le pregunté si antes de eso logró esconder bien los datos.

—¿Qué datos?

Pibe fue más astuto. Seguramente lo planeó hace años, sin que yo lo viese venir, él también esperaba aquella llamada del presidente, no dejó de vigilarme ni un solo día.

¿Pero cómo pudo haber sabido el truco de las aspirinas?

¿Cómo supo desde qué cabina hablaría yo? Aquello olía a Cantinflas. Tal vez él estuvo relacionado con estos hechos, tal vez no. No puedo dejar de pensar en la sutileza con la que Pibe manejó el asunto, tanto tiempo expectante. Para esperar la llamada. Para estar preparados a interceptar al niño, seguirlo a la farmacia, escuchar su pedido. Para avisar a los cuatro hombres parados, cada uno, frente a una de las posibles cabinas. Dos aspirinas, se avisaron por radio. El hombre en Trinidad intervino todos los teléfonos del locutorio al que yo me dirigía. Me escucharon hablar con Lorena, luego con Martina. Mientras dos autos Gol seguían, uno a Elmer, quien acababa de dejar a una de sus novias de vuelta en el colegio, y el otro a Cantinflas, quien almorzaba en algún bar del centro.

—Los datos los está recibiendo Elmer en este momento —se me dijo.

Apenas lo escuchan, los que siguen a Elmer miran el auto, él va manejando solo. No entienden cómo recibirá la información. Una mosca se posa sobre el vidrio de la cabina en la que me encuentro. Inmediatamente llamo a Elmer. Dos agentes de tránsito detienen un Mercedes rojo en una calle paralela a la avenida Mariscal López.

—La boleta de infracción... —murmura uno de los que van en el Gol, su compañero sigue la acción con la mirada y asiente.

Cuando los zorros se alejan en su moto, ellos aceleran, chocan contra el vehículo rojo y asaltan al hombre incauto. El teléfono de Elmer suena. Pero él no puede atender porque está entregando sus cosas. Los maleantes solo quieren el auto. El ladrón que se lo lleva busca la multa con una mano mientras que con la otra conduce.

Veinte cuadras más tarde la encuentra. Abandona el carro, y su socio con el Gol blanco lo recoge.

Todos los datos. Breves. Concretos. Contraseñas y hasta nombres de personas a implicar. Todo resumido en una multa de tránsito. Solo me enteré del valor de la información contenida en aquella boleta un mes después: once millones de dólares. Pudo haber sido mi paga por toda una vida de negocios bizarros. Sin embargo me tuve mucha fe, y subestimé a Pibe. Siempre quise ser malo, él resultó ser peor.

Cuando Elmer me preguntó:

—¿Qué datos?

Supe que me quedaban quince minutos antes de que el Gol llegara a destino. Seguro se reunirían en una de las casas de Pibe, en Ñemby, Luque o Lambaré. Tenía un minuto para llamar a uno de mis amigos policías, avisarle del Gol blanco. En el siguiente minuto todos los agentes estarían recibiendo el mensaje. Como se trata de mi persona, tardarían nada más que seis minutos en localizar todos los autos con las características que informé. Un minuto más para avisarme que hallaron, quizás, cuatro posibles vehículos. De los cuatro hallazgos, eliminaríamos las opciones más obvias, como por ejemplo los que no se encontraban cerca de las ciudades en las que Pibe reúne a su gente. En cinco minutos revisaríamos los restantes, a leguas se puede distinguir un vehículo o a uno de la gavilla de Pibe. Elmer los reconocería inmediatamente. En un minuto los torturaríamos con facilidad, sin siquiera bajarlos del auto, a través de las ventanillas, y nos entregarían la boleta. Exactamente para el momento en que, por la radio del Gol, se oyera la voz de Pibe que diría:

—¡Por qué no llegan todavía!

Y entonces yo contestaría:

—Porque están conmigo.

Pero no tenía ganas de esos quince minutos de adrenalina y estrés. Tenía una peor venganza, diez veces peor de lo que él me hizo años atrás, ese desastre al que llamo “el incidente Chilavert”. Así que dejé que todo pasara.

Estaban en los periódicos. En los canales. Un asalto a un transportador de caudales. Esa debió ser mi tarea.

Irrumpieron en el aeropuerto en una camioneta, con una metralleta cada uno. Los chicos de Pibe. Él esperaba enfrente, cronometrando cada segundo. Estaba dentro de un Gol blanco, polarizado y sin matrícula. Adentro, sus hombres sometieron a los guardias de seguridad y a todos los que allí se encontraban. Nadie opuso resistencia. Se llevaron once millones de dólares. Todo duró exactamente ocho minutos.

Yo lo habría hecho en seis. Habría participado en el acto. Habría usado menos gente. Pero no puedo negar que lo hizo bien. Si no me hubiera tenido como enemigo, todo habría podido salirle a la perfección.

Apenas vi aquella noticia, hice una llamada. Uno de los dos periódicos más grandes y creíbles del país. Hablé con un amigo. Le di nombres, direcciones, teléfonos, seudónimos.

Le dije que le enviaría fotos y antecedentes.

Al día siguiente comenzó la investigación.

Inesperadamente, Pibe hizo lo mismo, llamó al periódico rival. Dio nombres, direcciones, teléfonos, seudónimos.

Prometió enviar fotos y antecedentes de mi gente. Lo supe de la misma manera que él se enteró de lo que yo había hecho. Los dos teníamos amigos en todas partes.

Una semana después me llama cierto policía. Con tono angustiado me asegura que no sabe qué hacer. Están tras tus huellas. Le digo que se tranquilice, que todo está bajo control. La prensa. La prensa es el problema, dice, andan preguntando demasiado. Todo está bajo control, es lo que repito una y otra vez. Yo mismo localizo a uno de los hombres que cometió el asalto, lo hago en un tronar de nudillos. Lo entrego a la prensa y a la policía. Le digo a mi amigo uniformado que no tema, que lo arreste.

Me hubiera gustado verle la cara a Pibe, el indescriptible éxtasis de su odio. Los hombres que él había informado en mi contra no hacían trabajos de esa naturaleza —asaltar bancos y esas cosas—, nosotros buscamos y vendemos piezas históricas. Y como no era nuestro perfil o modus operandi, su informe sería difícil de corroborar.

Mi gente no estaba implicada, y él no podía demostrar lo contrario. Yo sí pude hacerlo contra él. Pero mi satisfacción no duró. Pibe volvió a hacerlo en grande.

A la semana siguiente me cayeron a mí. Yo estaba en calzoncillos, tomaba helado. Veía Cartoon Network.

No pensaba en nada. Hasta que derribaron mi puerta.

No sabía por qué, ni cómo. Media hora más tarde estaba en una comisaría, solo con una campera de jean sobre la ropa interior. Había otro hombre detenido junto a mí.

Sin vergüenza ni timidez, osó presentárseme.

—Yo soy Elmer.

No lo era. Otra obra de Pibe. Obviamente lo contrató para que testificara en falso. Diría que fui el cerebro de aquel delito tan mediático, me culparía y saldría libre en unos años, con ayuda de su jefe. Libre, y encima Pibe lo recompensaría por hundirme. Yo no pregunté nada, no había nada que preguntar, nada que exigir. Sabía por qué estaba ahí, y que no tardaría en salir. Quedé callado y me sometí disciplinadamente a la situación. Una buena obra siempre se aplaude, aunque sea un plagio. Si está bien montada, solo queda aplaudir. Estuve encerrado en Tacumbú casi diez meses; planeaba el modo de salir de ahí y de ganarle a Pibe. Durante el primer mes armé un grupo de once reclusos. Nadie, ni uno solo de los demás internos sabía lo que planeaba. Ideamos un escape mientras jugábamos pool al lado de mi celda. Hablé con mis amigos guardias. Pedí a Elmer que me enviara dinero.

Arreglamos cada detalle, hicimos dibujos y ensayamos actuaciones. En la víspera del escape, me acobardé —al menos eso argumenté—, dije que no quería fugarme, sugerí que llevaran a otro en mi lugar, para que el plan se mantuviera igual en todos sus detalles. Le pagué a uno para que invitara al sujeto del grupo de Pibe, el que se hacía pasar por Elmer. No debía enterarse que yo planifiqué aquel escape, pues vaya sorpresa que se llevaría.

Lo hicieron al día siguiente. Todo salió perfecto.

Publicaron en los periódicos que uno de los fugados era un implicado en el caso de los once millones. Perfecto.

Volví a mis asuntos. A mis planes. Al salir de la cárcel debería quedar totalmente limpio. Me mantenía sin contacto con Elmer, o cualquiera que perteneciera a mi grupo. Solo recibía unos sobres blancos, anónimos, cargados con fotos desagradables, que me enviaban desde que caí detenido, como una amenaza. No me interesaba. Tres semanas después sucedió lo que yo esperaba. Entonces comencé a enviar cartas. A la prensa. A Elmer. Las cartas estaban preparadas desde hacía días, las envié cuando escuché en la radio que fue encontrado el cuerpo del prófugo comprometido en el asalto al aeropuerto. Asesinado de seis balazos —Elmer sopla el cañón del 38 cuando escucha la noticia—. Era mi oportunidad para demostrar mi inocencia, yo no estaba involucrado con aquel tipo a quien obviamente habían silenciado a causa del mismo asunto del cual me acusaban a mí (había muchas formas de probarlo, verdadera o fraudulentamente, pues era un pobre demonio del purgatorio pibetano). Yo pretendía que el pueblo y la prensa reconocieran la existencia de dos grupos; que inequívocamente yo no pertenecía, de los dos, al culpable; que el muerto de seis balazos había sido silenciado, lo cual quería decir que estaba implicado; y que si yo hubiese pertenecido al grupo de los asaltantes que se llevaron los once millones, sin duda me habría escapado con él o estaría colgado en mi celda, en un aparente suicidio. Sin embargo, aunque de ese modo habría ahorrado más que pagando fianzas o coimas, me di cuenta de que no sería fácil limpiar mi nombre —uno de los tantos que tengo— sin que me quedara alguna mancha que me dificultara seguir trabajando.

Cambio de planes: aunque no pudiera salvar mi nombre, todavía se podía salvar mi persona. Me tiré al recurso más sencillo y práctico que cualquier criminal debe conocer antes de graduarse. Decidí declarar mi inocencia ante todos los medios de comunicación. Solo un homónimo, al que la ineficiente policía mantenía encerrado para no verse obligada a vérselas con el verdadero. Para que lo creyeran, le escribí a Elmer indicándole que me falsificara documentos y me inventara un árbol genealógico, y que enterrara el cuerpo de un don nadie, un supuesto yo.

En los días siguientes comencé a enterarme de cosas.

Pibe comenzaba a salir en la prensa acusando a un cura por coacción sexual. Se estaba volviendo un hombre mediático.

Imaginé que eso quería decir que estaba seguro de que ya nadie podría comprometerlo en el millonario asalto. Me quedaban mis dudas sobre la veracidad de sus acusaciones contra el sacerdote, sospechaba que lo hacía para exigir dinero a cambio de evitar el escándalo. O sería talvez que Pibe también es humano, que siente ganas de vengar su humillación, su inocencia perdida. Yo seguía recibiendo sobres blancos, con aquellas fotos y sin nada escrito adentro, las veía y se las mandaba a Elmer para que las estudiara mejor. Eran fotos del cuerpo de Cantinflas. Elmer me había enviado una carta con los datos del lugar donde había enterrado el cuerpo del desgraciado al que supuestamente habrían debido encarcelar en lugar de agarrame a mí. Yo denunciaría aquel sitio y la policía iría a verificar si mi versión era cierta.

Además Elmer pagó a unos cuantos testigos falsos. La opinión pública me defendía. Yo tenía una familia, vecinos, todos ellos podían atestiguar que yo era un honrado comerciante de ropa interior, con sus impuestos al día y mucha fe en Dios; me habían confundido con un maleante del mismo nombre que seguramente estaría ya muerto y enterrado por sus propios hombres, como quien quema un archivo comprometedor. Todos mis testigos eran actores frustrados. A los que tenían que lucir el oficio y explayarse ante la prensa, les pagué doscientos cincuenta dólares por cabeza. Otros, que me consiguió Elmer a través de informes de la policía, nos costaron solo ciento ochenta por testimonio.

Estos últimos no hablaban con los medios, su única comisión era declarar sobre el lugar donde vieron que se enterró al hombre buscado, el mismo lugar denunciado por mí. No tardé en quedar en libertad. A Elmer nunca lo inculparon, lo creían ya encerrado, fugado y muerto de seis disparos al escapar de su propia pandilla, cruzando un cañaveral.

Hay que dar las gracias por esto al testigo falso de Pibe, el supuesto Elmer que detuvieron el mismo día que a mí.

—Michi Luchi —me dijo un policía el día que salí, y me hizo un atrevido guiño.

Pretendía hacerme reír, quería caerme bien. A mí nadie me cae bien, solo los amigos que tengo desde hace muchos años. No me causó gracia que me dijera aquello, mucho menos aquel día. Quería que yo pensara que era uno de los míos. Solo porque estuvo en la boda de Jeremy no quería decir que yo debiera apreciarlo.

Además, esas palabras no eran una contraseña para reconocernos unos a otros. Eran simples palabras.

Jolgorio, lujo y locura. Una gran fiesta, lástima que a mí no me guste la gente ni el bullicio. Detestaba ir a fiestas y reuniones; pero se trataba de la boda de Jimmy.

No podía dejar de asistir. Después de mucho tiempo de no vernos, llamé a la sobrina de Soledad y le pedí que me acompañara al casamiento. Necesitaba sangre de Soledad circulando junto a mí, y un familiar suyo era lo más cercano que podía conseguir. Durante toda la noche no me dirigió una sola palabra. No sabía si odiarla o quererla porque se parecía a su tía. Asistieron trescientos invitados, nos conocíamos todos. Por sobrenombres. Quizás Jimmy conocía los verdaderos nombres de cada uno. Yo no. Ni me importaba. Jeremy me apreciaba demasiado, por eso me pidió que hiciera el brindis. Yo no quería hacerlo pero me obligaron. Me empujaron hasta el escenario, Penélope lloraba emocionada, anticipaba el discurso que le habría gustado oír. Todos me miraban. Una mujer embarazada tomó de la mano a su marido. Un borracho dejó caer una copa cuando creyó haberla puesto sobre la mesa. La música cesó. El micrófono chilló.

Miré a la sobrina de Soledad. Ella miraba a un mesero.

Le miraba el culo, mientras él se agachaba a servir la mesa de al lado. Todos los demás me observaban a mí.

Le di dos golpecitos al micrófono con el dedo índice y me acerqué. No sabía qué decir.

—Michi Luchi.

Confusión. Se preguntaban qué había dicho.

Penélope me hizo señas para que continuara. Me gustó cómo sonó. Fue la primera vez que aquellas palabras me agradaron. El silencio continuó. Los novios se ofendieron.

Yo no pedí disculpas. Sonreí y bajé del escenario. Katrina Lengüina hablaba con mi pareja. En realidad solo se llamaba Katrina, Elmer y yo le pusimos el alegórico apellido. La habíamos conocido la noche anterior en la despedida de soltero. Uno de los Niños Cotonetes me miraba desde lejos, parecía querer acercarse a mí. Le pedí a Cantinflas que lo cacheara, que se asegurara de que no viniera cargado con alguna bomba molotov. Katrina y la sobrina de Soledad desaparecieron. Una mujer con un bigote bien pronunciado me dijo que le agradó mi discurso. Yo no podía apartar la vista de los pelos de su cara. La mesa de la torta temblaba.

El novio de porcelana cayó. Nadie pareció notarlo. La mujer de los bigotes se aferró a mi brazo con toda su fuerza.

Había un pie saliendo por debajo del mantel.

Cantinflas apareció detrás de mí:

—Está limpio.

Yo me agaché frente a la mesa redonda. Elmer se acercó a preguntarme si había visto a la sobrina de Soledad con Katrina Lengüina. Yo le dije que se callara.

La orquesta interpretaba Madrigal, de Mangoré. Levanté bruscamente el mantel. Los que salieron de abajo volcaron la mesa. El pastel se fue al suelo. La sobrina de Penélope corría humillada, con el vestido subido hasta las nalgas desnudas. El último de los Niños Cotonetes se apresuraba a cerrarse la cremallera. Jimmy fue por la escopeta de su abuelo. También yo me puse nervioso, el pequeño cretino colmó mi paciencia. Elmer me alcanzó una botella rota. Lo golpeé tanto que le desfiguré el rostro.

Me parecía verlo relamerse los labios. Eso me enfurecía más. La noche anterior, Katrina se detuvo en medio de su danza convulsiva para mirarme a los ojos y relamerse los labios. Ella era una desnudista. Una pésima bailarina, pero nadie lo notaba. A mí, por el contrario, me habría interesado más de haber sido buena en su trabajo.

Pero ni siquiera sus meneos estaban bien logrados.

De pronto se detuvo, suspendió todo movimiento, bajó de la mesa y se paró frente a mí. Entreabrió los labios, la punta de su lengua emergió de la oscuridad y repasó el contorno de su boca. No lo hizo una vez, ni dos.

Continuó haciéndolo durante los cinco minutos que nos quedamos mirando frente a frente. Hasta que no lo soporté más y me eché a reír, creí que así ella abandonaría aquel juego repulsivo, hay cosas que definitivamente no me parecen sensuales, y esa era una de ellas. Todos los demás lo notaron. Pero ella no dejaba de hacerlo. Salí a la calle, para alejarme de aquella excentricidad. Cuando la fiesta terminó y las bailarinas se marchaban, ella me buscó para despedirse, apenas me vio volvió a relamerse.

Yo sonreí, e inmediatamente entré en la casa. Me burlé de ella e hice muchos chistes al respecto, no me abstuve en absoluto de comentar aquella mueca suya.

—A vos nomás te hacía —me dijo uno de los presentes.

Todos coincidieron en que la mujer tenía un comportamiento normal, salvo por aquellas molestas gesticulaciones que sin duda eran provocadas únicamente por mi presencia. Sea cual fuera la razón por la que lo hacía, o la situación que lo originaba, a mí no me interesaba, solo sabía cuánto me irritaba. Tal vez por eso, cuando el Niño Cotonete comenzó a lamerse la sangre de sus labios, lo golpeé con más insistencia. Pulvericé hasta el último pedazo de botella sobre su rostro. Jimmy bajó la escopeta. Las mujeres lloraban. Mis amigos contemplaban satisfechos. En cuanto a la integridad o dignidad de la sobrina de Penélope, no me interesaba en lo más mínimo. Ni siquiera Jimmy le tenía un aprecio especial. Ella no nos importó para nada, solo que siempre tuvimos el deseo imperioso de hallar una razón para lastimar hasta la sangrante locura a uno de los Niños Cotonetes. Me lavé las manos y la fiesta continuó. Quería irme, después de lo que hice debí abandonar el lugar inmediatamente; sin embargo fui a mi mesa, a tomar un trago.

Aparte de la cerveza, el mozo me dejó algo más: “Se lo envía la mujer parada junto a la puerta”. No volteé a verla, apenas vi el regalo supe que era el momento de irme. Dejé mi cerveza sin beber y el obsequio sin tocar, era un ejemplar de

Una confusión cotidiana de Franz Kafka.

—Los Niños Cotonetes son una maldición.

—Todo lo que tenía que hacer era arrojar una granada...

—Nos cagó un millón, el pelotudo nos cagó nuestro millón...

—¿Vos sos loco? De cobrar, vamos a cobrar, el trabajo se realizó, ahora el Rápido es presi, nos va a conseguir la plata sí o no...

—Sí o sí...

—Sí.

—No, que no se dice sí o no; se dice sí o sí...

—¿Sí? Yo siempre he dicho sí o no...

—Pero vos sos un boludo, Elmer, ¿qué sentido tiene decir sí o no? Eso abarca las dos posibilidades...

—Pero yo siempre dije así...

—No por decirlo muchas veces se convierte en una proposición acertada. Al contrario, revela que siempre fuiste doblemente boludo...

Aquella granada que no explotó nos ponía en grave riesgo de ser descubiertos, pues debía borrar hasta la última evidencia que pudiéramos haber olvidado en la escena del crimen.

Aunque todo estaba minuciosamente calculado, y tenía un sinfín de amistades que habrían podido avalar cualquier coartada que se me ocurriera con posterioridad (esto en el hipotético y casi improbable caso de que llegaran a sospechar de nosotros), porque siempre es recomendable ser precavido y eliminar todo lo que podría convertirse en una pista. Sin embargo, teníamos un plan tan perfecto, dada la multiplicidad de antecedentes que habrían podido ocasionar el magnicidio que nosotros nos atrevimos (o quizá deba decir, nos adelantamos) a llevar a cabo. Y en contraste con esa multiplicidad, estaba la teoría de que si ese crimen llegaba a realizarse, solo podría atribuirse a un único culpable.

Alguien que no era yo, ni nadie con quien estuviera relacionado, sino un politiquero sin buenos amigos, del que prefiero no hablar ahora. Por eso el plan era perfecto, porque la idea de que mi grupo tuviera algo que ver con ese magnicidio resultaría tan absurda como fantástica. Es probable que los conocedores, los que están en el ajo del crimen, la mafia y la corrupción, tuvieran un ápice de duda sobre los victimarios expuestos por la policía y la prensa, o acaso supieran toda la verdad sobre el hecho; pero aun así no me delatarían, pues mi plan no solo favorecería mi propio bolsillo, sino los de toda una tribu, antropológicamente conocida como los argentívoros. No me refiero a los oriundos de Argentina, sino a unos depredadores amazónicos que solo sobreviven devorando plata, y no plata ganada con trabajo honrado precisamente, sino con artimañas tan viles como las mías, arrancándoselo de las entrañas a esos pequeños seres productores de la sustancia que viven en la selva pseudocivilizada, gobernada por una cleptocracia, y que se pasan la vida huyendo del acecho de sus voraces enemigos, pero siempre sin poder escapar. Por eso no me preocupaba que pudieran llegar a dar con mi persona. Pero esta seguridad no significaba que los prejuicios que tenía contra los Niños Cotonetes fuesen a aminorar o a desaparecer, todo lo contrario, los acrecentaba. Porque mi intolerancia nunca retrocede, nunca adelgaza, se alimenta de sí misma y me presenta visiones del debilucho cuerpecito del Niño Cotonete colgando de un árbol, y hace que aquella idea se vea cada día más agradable. Así como mi intolerancia crece alimentándose de sí misma, también lo hace mi ambición, y por ende, mi amor. Todas mis pasiones parecen querer cobrar vida propia, ser un yo paralelo a mí para saciar los deseos que yo no les puedo satisfacer.

Hago lo que puedo, es lo que siempre digo. Y es a mi ambición a quien siempre escucho más atentamente, porque ella sabe compartir sus deseos con mi amor y mi intolerancia. Hay días en que soy tan débil que no soporto la lucha triádica que se traba en mi interior, donde mis tres pasiones juegan a pasarse mi moral como si fuera una papa caliente, y entonces, cuando me despierto, me inflamo con los principios de la pasión que haya terminado por quedársela. El amor casi nunca gana, cuando lo hace debo salir corriendo a buscar a Soledad. En cuanto a mi ambición y mi intolerancia, la primera fue quien llenó mis trece arcas de oro y poder, y la segunda fue quien me permitió hacerlo sin que mi conciencia pusiese objeción.

Le pregunté a Elmer si acaso fue él quién le dijo a Cantinflas que trajera un Fiat en lugar de un Gol. Me contestó que no, que ni siquiera había pensado en ese detalle.

Yo no me subo a un auto que no sea un Gol, recalqué, para que no quedaran dudas. Estaban asustados, ya era bastante con la preocupación de asesinar al Vicepresidente de la República, como para que encima yo me rehusara, a última hora, a subir al vehículo destinado a la acción. Entonces le mandé al carajo a Cantinflas, pero igual le di las llaves de mi Gol blanco a Jeremy, y para no estropear el plan consentí en subir al repudiado autito que consiguió mi secuaz incompetente. Cada uno sabía su puesto. Franco, Elmer y yo interceptaríamos la 4x4 entre las calles Venezuela y Santa Rosa. Jeremy y el Niño Cotonete estarían esperando en esta última y nos avisarían en cuanto vieran a nuestro blanco acercarse. Cantinflas estaría oculto entre el yuyal de un baldío, y desde allí dispararía el tiro de gracia. De esta manera los testigos, que de seguro los habría, estarían pendientes de los tres que interceptamos la camioneta, quienes simplemente nos dedicaríamos a disparar a quemarropa, muy velozmente y por lo tanto sin precisión, mientras que sería el del baldío quien midiera y calculara cuidadosamente el disparo para asegurarse de que la misión estuviera cumplida.

Elmer y yo tomaríamos todas las diligencias necesarias y oportunas para ocultarnos de la justicia, o más bien del pueblo, porque es el pueblo el que exige a la justicia que se ponga en funcionamiento, a mí esa señora de ojos vendados no me toca ni aunque quisiera. Dejaríamos a Franco a su suerte, y este, loco y descuidado como es, no tardaría en caer preso, los testigos obviamente lo reconocerían como uno de los que participaron en el atentado, y al allanar su residencia encontrarían pruebas contundentes, que mi grupo habría tenido el suspicaz descuido de dejar ahí. Esto, sumado a su reconocido oficio de francotirador, no dejaría dudas de que él era culpable. Como es un fanático de su líder político (cree que es por él que hacemos todo esto, como un favor), Franco no nos delataría, convencido de que somos sus camaradas revolucionarios, y se sostendría firme en sus grotescas declaraciones, cualesquiera que fuesen, ya que es bastante esquizofrénico y vive en un mundo en el que vale todo con tal de conseguir un propósito, por más estúpido que sea.

Todo se perfilaba para resultar un éxito que yo podría restregarle en la cara a Pibe. Jeremy esperaba en la paralela a la calle en la que estábamos nosotros, y hacía bromas en la radio, nos decía que el objetivo ya venía y después que se había equivocado. Esto no hacía más que enfurecer a Elmer, que estaba al volante y maniobraba rápidamente para entrar en la calle donde sorprenderíamos al Vicepresidente, y luego tenía que volver el auto enseguida a su puesto, cuando Jimmy se retractaba y se oían las risas del Niño Cotonete como alaridos desafinados de alguna hiena, lo que nos ponía coléricos a todos.

Las 0838. Aquí Yerbamalanuncamuere. Objetivo en la mira; cambio. Matarilerilerón, te copio. Procedemos; cambio. Yerbamalanuncamuere. Viene un taxi y me voy detrás; cambio. Matarilerilerón. Cinco segundos para el encuentro; cambio. Yerbamalanuncamuere. Estoy detrás del taxi, ya les veo; cambio y fuera. Elmer voltea el volante con toda su fuerza hacia la izquierda, la Nissan Patrol frena. Tres hombres vestidos con ropa militar y escopetas bajan a cara descubierta del Fiat Tempra blanco que obstruye el paso al vehículo en el que viaja el Vicepresidente de la República, un chofer y un escolta. Disparan a matar contra los tres hombres dentro del vehículo, incluso antes de que estos puedan desenfundar sus armas. Un proyectil penetra la región lumbar, afecta el hígado, causa una hemorragia y continúa directo al corazón, atravesándolo por la aurícula derecha, para luego destrozar la arteria pulmonar del Vicepresidente. Bala que dudosamente pudiera haber sido disparada por uno de esos tres tiradores, y que lo hiere de muerte. Un Gol blanco al que nadie presta atención se adelanta al taxi y se detiene junto a la camioneta cuando los disparos cesan, todo el mundo corre a ver a los heridos y nadie ve al hombre que sale corriendo de entre el yuyal, con su escopeta, para abordar el Gol. Se abre una ventanilla, desde el auto alguien arroja una granada. El Fiat se aleja a toda velocidad, alguien prepara hábilmente una bomba molotov. En segundos, el Gol alcanza al primer auto, del que se bajan los tres hombres vestidos como militares y se suben al Gol. Un Fiat blanco se está incendiando a doce cuadras del atentado. La causa: una bomba de fabricación casera.

Cuando vi que Jeremy estaba alzando a Cantinflas en el auto, los tres ya nos habíamos metido con gran agilidad dentro de nuestro pequeño vehículo, agachábamos las cabezas por si algún hombrecillo con complejo de paladín de la justicia arremetía contra nosotros. Como sospechaba que aquello no sucedería, volteé a ver si a nuestros compañeros les iba bien. Elmer me codeaba para que mirara a Franco, yo quería ver si el Niño Cotonete cumplía su parte, Elmer me codeaba con insistencia. Que le diga que espere a que nos bajemos del auto para encender la molotov, me pidió mi amigo. Dejé de mirar hacia atrás, me preocupaban más la debilidad mental y el trastorno emocional de Franco, que podían terminar volviéndose contra nosotros. Urgente: “El Vicepresidente del Paraguay murió hoy en un atentado a tiros cuando se dirigía a su despacho”.

Nos mudamos de auto, seis tipos encimados en un Gol, un pequeño auto polarizado. Elmer le grita a Jeremy que acelere. Él contesta que está todo bajo control.

Veo detrás de nosotros las llamas que consumen el Fiat. El Niño Cotonete grita desesperado. Mario le dice que se deje de chillar. Estoy sentado junto a Jimmy, sobre Elmer, si se le para la verga le vuelo la cabeza. Ahora Franco se adhiere al Niño y también pide que abramos las ventanas. Jeremy les dice que se callen, que están locos. Todos están nerviosos, ¿qué pasa? Hay una mosca molestosa atrapada dentro del auto.

Prensa: “Falla intento de magnicidas por borrar sus huellas. Granada no hace explosión”.

Las 0745. Los pantalones militares que trajo Cantinflas me quedan grandes. A Elmer parece no importarle, él no tiene buen gusto, cree que todas las ropas son lindas y que todo le queda bien a todo el mundo. De hecho está feliz de usar para para’i, como le dicen en guaraní a la ropa camuflada. Lo miro a Franco, que en realidad no se llama así, ese nombre es solo la apócope de francotirador, y me tiemblan las piernas de solo verlo con aquella aterradora templanza que únicamente los psicópatas mantienen antes de cometer un crimen premeditado. Temo que se desequilibre en medio del acto y nos dispare a todos. También me preocupa el Niño Cotonete, se ha puesto los pantalones al revés y tiene los cordones desatados. Eso no es buen augurio. Su lampiña mirada me impide saber cuál es su estado de ánimo, aquella ausencia de cejas a veces me desconcierta, no sé si está serio o a punto de llorar. Jeremy ha estado encerrado en el baño toda la mañana, andaba tan nervioso que le dio diarrea. Me preocupa la puntualidad, a las ocho horas con treinta y cinco minutos será nuestro momento; sé que todo saldrá bien, los tiempos y distancias están bien calculados, estamos en la casa de Franco, a quince cuadras del fatídico destino de nuestra víctima. Me tranquiliza saber que es temprano, considerando que los cuatro ya estamos preparados, y después de la experiencia que tengo con Cantinflas no debería dudar de que en media hora conseguirá robar un auto y llegará aquí justo a tiempo.

Pero ay, los detalles, los pequeños datos, la incompetencia de algunos. Momentáneamente toda clase de ideas dan vueltas en mi cabeza, creo que es el día equivocado, o que dejé la ducha abierta en mi casa. Todo me preocupa. Y súbitamente todo me parece un juego de niños. Hablando de ellos, el Niño Cotonete está exagerando con su tarea, pegando por toda la casa demasiadas calcomanías del político al que queremos incriminar. Le está quitando a aquella decoración la naturalidad que necesita para ser creíble. No le digo nada, igual a Franco no le molesta aquel exceso, es un fanático irremediable de su candidato, y cree que todo lo hacemos porque tenemos la misma devoción que él. No digo nada. Callo.

Después de todo, será ese absurdo y desmedido fanatismo de nuestro cómplice el que limpiará mi nombre de este crimen.

—¿Un Fiat Tempra? Cantinflas, pelotudo de mierda, yo solo me subo a un Gol...

Elmer lo sabía, y hasta Pibe lo sabía. Cualquiera pudo haberlo adivinado. Con gente ignorante uno no puede tratar, le he enseñado a todos mis chicos todo lo que sé, y si después siguen comportándose como unos completos idiotas es que ya no tienen remedio, a esta altura de mi vida creo que hay cosas que si no cambiaron ya no pueden ser corregidas. Quizá hayan aprendido a leer, a escribir, a sacar cálculos y a tergiversar el Código Penal; pero la falta de iniciativa y de perspicacia creo que está por encima de sus capacidades. Hay cosas que uno no necesita decir, que la costumbre y la razón común te hacen comprender, y yo tenía bastante experiencia para confiar en que mi grupo pudiera entender todos mis deseos con solo una mirada, que todos sabrían qué hacer con solo plantearles el caso.

—Gonza, es tiempo de pagar...

—¿Gonza? ¿A quién le decís Gonza?

Le contesto que es a él a quien le digo Gonza. Le digo así porque no sé si le siguen llamando El Rápido, pero como él sigue sin reconocerme le tengo que decir Rápido, no te acordás... y ahí sí me entrega su alma, pero su alma no vale nada, entonces no me alegro tanto. Me cuenta que hace años no le decían así, y que hasta había olvidado que ese era su sobrenombre. Yo golpeo la mesa para que se calle, odio perder el tiempo y mucho más si se trata de perderlo hablando de alguien más, de alguien que no sea yo ni Soledad; y ahí salta su café, y él salta detrás. ¿Me hacés callar a mí?, me pregunta desafiante. Sí, a vos..., a vos ladrón de cuarta, pienso pero no le digo, me quedo callado, como un caballero malvado, como Drácula tan perverso pero tan galán, y así le gano, enseguida sonríe y me lo recalca:

—Seguís tan caballero vos, tan educado, tan decidido y tranquilo... ¿Cuántas pendejas te tirás al día? Ocho, nueve… ¿Cien? Ja. ¿Cómo hacés para ser un delincuente tan bien cuidado?

Y yo me callo. No contesto a todas sus pavadas. Si me quedo en silencio, a la larga se va a callar.

Es lo que sucede. Se calla por unos segundos y se come un croissant de un solo bocado. Me dice que respeta el hecho de que yo haya conseguido tomar un café con él, sin primero haberme hecho conocer; me dice que se nota que soy uno de los grandes, un mafioso que lo consigue todo. Yo pienso: “Quién se cree este patán que es”, pero no llego a decirlo, no tengo ganas de perder el tiempo haciendo entrar en razones a un insulso timador como él; después de muchas vueltas, él mismo termina dedicándome unas lisonjas absurdas, diciéndome que no tenía idea de lo espectacular que soy. Sí, todo por haber conseguido una cita con él. Me explica que nunca se ve con gente a la que no conoce, porque hay mucha gente tratando de liquidarlo, pero que sus asesores averiguaron sobre mí y no dudaron en convencerlo de que me viera. Me dice que, para que ellos abogaran en mi favor, debieron de haber averiguado alguna cosa sorprendente.

Seguro sos de los grandes. Me vuelvo a callar y cuando él se mete un alfajor en la boca, aprovecho y le digo: “Me debés dos millones de dólares”. Y espero a que él escupa el alfajor y se atragante, o me tire el vaso, o como mínimo se eche a reír. Pero no hace nada de eso. Y no es que yo tenga miedo de que reaccione mal; no, yo preparé anticipadamente un .44 Magnum dentro del libro que tengo frente a mí en la mesa, para obligarlo a ceder. Hay una edición de Los hermanos Karamazov donde entra cualquier cosa, por eso es que sé como se deletrea Karamazov.

El Rápido me mira, traga el alfajor, y aún con el dulce de leche entre los dientes me dice que está bien. Que me lo va a pagar. Yo me asombro, no sabía que era tan idiota, no tenía por qué aceptar antes de que alguien le leyera mi currículum con un .44 dentro de su boca. Pero resulta que no es tan idiota (al menos no tanto), me dice que me lo va a pagar pero no porque haya perdido una riña de gallos, sino porque me quiere para realizar un trabajo. Si sos tan bueno como parecés ser..., comienza. Si con bueno se refiere a malo, claro que lo soy. Y me da un trabajo por el cual me pagará la mitad antes y la mitad después, cuando el trabajo esté hecho. Quiere que me encargue de eliminar al Vicepresidente, lo cual desataría una reacción en cadena: el Presidente renunciaría y entonces él, como es presidente del Congreso, ascendería directamente al puesto vacante, y con él todas las otras alimañas políticas.

Inculparíamos al caudillo que podría arruinar el plan, debido a su estrecho vínculo con el actual Presidente de la República, y a su obsesión por llegar al poder. Esa misma fama de obseso recargaría las sospechas sobre él, y su cercanía con el Presidente forzaría a éste a renunciar.

Alguien toca el timbre en mi casa. Claro, es domingo, hora de la siesta, seguro que mis chicos ya vienen con la carne para el asado y las rubias; las rubias les decimos a las cervezas, porque son las únicas blondas con las que me meto, ellos no son así de selectivos pero usan ese término para joderme, creen que eso me hace inferior a ellos. Si por alguna truhanería de la vida tengo que satisfacer mis necesidades básicas con demasiada urgencia y solo tengo a mano a una rubia, entonces la hago teñir de negro, negro como el pelo de Soledad. Y es por ella que no voy a abrirles enseguida, la razón por la que tardo.

Estoy muy concentrado revisando el Archivo del Terror, que no es el mismo que descubrió Martín Almada en diciembre del 92, donde se hallaban todos los registros de la Policía política de la dictadura stronista, sino nuestros propios registros. Obviamente no contiene expedientes de todo lo que llegamos a hacer, solo pasaportes falsos que ya no sirven, pagarés, contratos ilegales y documentos que alguna vez hicimos firmar a gente borracha o drogada.

Estoy revisando cuidadosamente esos papeles, tratando de encontrar algo que me pueda servir. Toda la noche soñé con Soledad, que por primera vez hacía el amor con ella, podía sentir sus manos heladas en mi espalda, se reía y su pelo se le iba a la boca, tenía el collar que yo le regalé, el collar se movía de un lado a otro con la agitación de su pecho, tal vez simbolizaba mi deseo de posesión sobre ella. También vi un lunar debajo de su ombligo, y sin embargo ella no tiene ninguno en ese lugar, mis celos lo pusieron ahí, para que yo pudiera jactarme ante cualquier hombre de conocer en su cuerpo un lunar que nadie más conoce. Y cuando le saqué el pelo de la boca, en mi mano vi un anillo, una alianza. Cuando me levanté, pensé en casarme con ella, volver a pedirle matrimonio, ya no sé por vez número cuál, y hacer que por fin me diga que sí.

Apenas vuelva se lo pido otra vez. Primero necesito más dinero, y renunciar a estos trabajos. Ya lo veo todo. Vendo esta casa de soltero inmaduro, me compro una gran casa en el campo, con una granja, solo para saber lo que es trabajar de verdad, y me busco un Jeep. Soledad será para mí solo, y haremos el amor todas las noches, y también durante el día, en el chiquero, entre las pajas del establo, a orillas del arroyo, en los senderos de tierra roja, y sobre la larga mesa de cedro al lado de la parrilla. Tendremos cinco hijos y se llamarán Quentin, Marino, Andrea, Dolores, y el pequeño o la pequeña Man Ray. Tendremos un mastín napolitano, Clemente. Haremos asados todos los domingos, y todos los sábados por la mañana compartiré una sesión de yoga con mi esposa al lado de una cascada, y por la tarde iré a pescar con mis hijos, mientras las nenas aprenden a tocar el arpa con su mamá. Habrá espantamoscas por todas partes. Y frente a la entrada de la estancia siempre rondará un viejo borracho, que jurará ser el nuevo Mesías y ahuyentará a los malos espíritus.

Y entonces, descubrí algo. Desperté de esas ilusiones y me acomodé en el suelo para examinar lo que había encontrado. Una carpeta con documentos copiados a máquina por Eloy, un amigo del colegio, papeles amarillentos pertenecientes a la época del “Crestaloca”, como le llamábamos a la competencia en la que Eloy, Kachike y yo presentábamos a nuestro gallo el Crestaloca como el galliforme de los espolones insaciables y el pico triturador. Hacíamos reuniones a las que invitábamos a todos los que quisieran presentar un gallo contrincante y hacíamos apuestas por mucho dinero; ya que los tres éramos dueños de Crestaloca, nos dividíamos la suma a pagar en caso de que perdiéramos (pero eso nunca pasaba).

La mayoría de las apuestas ganadas eran saldadas en el día o en las semanas siguientes, pero las sumas más atrevidas y jugosas nunca se cobraron, y ahora tengo todo eso en mis manos, en una carpeta con firmas de deudores, testigos, acta labrada de cómo se libraron las luchas, y en algunos casos caricaturas que pretendían ser el relato gráfico de lo sucedido. Tengo en mi poder un pagaré por dos millones de dólares, obviamente una broma del Rápido González, como le decíamos entonces, ahora ni siquiera debe recordar ese apodo, lo cierto es que tampoco figuraba con ese nombre en la carpeta, sino con el verdadero y hasta con su número de cédula. Él era uno de los más sinvergüenzas de los que conocíamos, pero siempre convenía ser su amigo. Por eso lo dejamos jugar y apostar esa suma, aunque ni siquiera vislumbrábamos la posibilidad de reunir entre los tres, alguna vez, una cantidad semejante para pagar en caso de derrota.

Elaboramos con mucho cuidado el documento para que valiera por el resto de nuestras vidas, en caso de que la parte ganadora tuviera en el futuro el capital suficiente para cumplir con el compromiso. Crestaloca ganó.

Durante años todos olvidamos que en nuestra adolescencia hacíamos aquello. No tenía idea de que este documento aún existía. El Rápido ahora es el presidente del Congreso Nacional. Y como sé la forma en que se manejan los Poderes de este país, no me cabe duda de que ahora tiene fondos suficientes para cubrir su deuda.



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