DE CÓMO UN ALMABIENAVENTURADA
HUYÓ DEL PARAÍSO CELESTIAL
(1er. Premio del VI Concurso Club Centenario 2000)
Cuento de CHESTER SWANN
Tomadme por loco si queréis, mas no dudéis de las palabras de este servidor. No me ofende profesar el desvarío ni la poesía contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos y que aún laten metafísicamente en mi interior.
La santa locura de lo místico me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí, tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? Para poder tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto y con menguada frecuencia— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.
No negaré la dicha que me produjo mi ingreso al Empíreo tras la muerte física. Todo luz, todo claridad; música angélica de galácticos instrumentos y espirituales voces de cristalino timbre... ¡al punto del hartazgo! La mistérica y severa paternalidad del viejo demiurgo Sabaoth nos inspiraba más temor que amor.
Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras espadas y candentes alabardas, no me hacían sentir libre ni filial hacia el Más Alto.
Más bien, sentíame poseído por alguna pesada y omnipotente burocracia celestial, si no alimento de ella o algo peor.
Una perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud.
Tampoco experimentaba la cruda dureza de las expiaciones a que me sometí en vida física para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto tufillo de decepción y tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma inmortal —sin cuerpo que la aprisionara ni mente falaz que la tentase— y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse tenso, cual arco saetario de los Guardianes del Umbral.
En fin, la dicha inicial tornóse en aburrimiento grisáceo ad æternum.
Por otra parte, la inacción beatífica y las reglamentarias alabanzas corales al Más Alto, se tornaron irritante y lacayuna rutina celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salvación eterna”. Como alma bienaventurada no disponía de opciones. Ni siquiera un tour por alguno de los purgatorios, una expedición exploratoria al submundo del Averno (¡ida y vuelta, por supuesto!) como el divino Dante Alighieri de la mano del poeta Virgilio; o visitas furtivas a la legendaria Gehena bíblica.
Debía, como todos, permanecer entre las almas castas y puras (ergo; aburridas e insulsas) que habían malgastado sus vidas físicas para llegar al mítico Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo que me aguardaba por los siglos de los siglos, que decidí meditar el modo de huir de la extrema diestra del Padre; con todas las consecuencias que ello me deparase.
El Paraíso no tiene murallas visibles, rejas ni candados. Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con dolorososcilicios, amargas penitencias y vergonzosas meaculpas— para ingresar en él, imposible o poco menos es salir de allí.
Siglo tras siglo lo intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables fronteras celestes. Simplemente me ignoraron o quizá fingieran hacerlo.
Si por lo menos aquéllo fuese el tal “paraíso terrenal”, de sabrosos frutos y colorida flora ubérrima, tal vez me sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego. Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es espiritual, metafísico y puro —tal vez para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones contra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber! Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo nietzscheano ―o el simple ejercicio de la duda― para ser juzgado por la celeste inquisición y expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida física y materia.
Naturalmente, la comunicación con el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos purgatorios, estaban más cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros los espíritus bienaventurados per sæcula sæculórum, para desgracia mía.
Busqué la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal y cuya efímera existencia física se hubiese caracterizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurrones, beatos, ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de la especulación intelectual.
De seguro, estarían tan arrepentidos como este servidor de haber desperdiciado sus sentidos y su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me comprendiesen y compartieran mi hastío.
Encontré ¡oh, desdicha! un alma ¿luminosa?, que en vida fuera monje dominico; ascético, cruel, fanático, apasionado y algo perverso, como salido de la delirante imaginación del marqués de Sade. Ganó éste, su sitial paradisíaco delatando, juzgando y condenando a la hoguera a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino que de lo demoníaco o maligno.
Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo de torquemadismo cruel, huí de su compañía como de mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo Fray Tomás de Torquemada!
Otra alma que conocí en las alturas se me reveló como detentora, en su vida terrenal, de gloria y poder omnímodo como vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización no gozaban de buena fama. Habría sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —quien tuvo hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—, siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas— al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido bellaco, que bien supiera de epicureísmo antes que de aristotelismo agustiniano ¿Recuerdan a ése, el de Hipona llamado Agustín? Bueno, ése mismo.
Procuré conocer algunos lúcidos espíritus angélicos descontentos, como los que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engrosaran las huestes subversivas de Luzbel, Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más permeables —a las ideas libertarias que no libertinas que serpenteaban en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí. Un ángel de andrógino aspecto de nombre Anaël, casi delató mis propósitos a la jerarquía. Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad fueron exportados o deportados al Hades, junto con su caudillo rebelde; el luminoso arcángel Luth Baal.
Los muchos que quedaron en el Empíreo eran fidelísimos y fanáticos vasallos del Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tímidas insinuaciones acerca de una liberación. Si no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma perdida en el océano beatífico, mas me sometieron a discreta vigilancia para evitar la propagación de ideales contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.
Me incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— a un coro de Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas, odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi reluctancia a las exégesis gratuitas— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas imposibles. Todas las vías estaban vedadas a la evasión tan largamente anhelada.
La desesperación que me atenazaba aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria y, por causa de mi vanidad llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas angelicales entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi ya olvidada piedad terrenal.
Tampoco parecía notar descontento alguno entre las miríadas de espíritus que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o simplemente El Señor, para quien en-tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! cual militantes partidarios ultras, beodos, retros y desbocados de alcohol etílico.
Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.
Si tuviese corazón acabaría éste por estallarme de tensión, sin duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo fuese algo así como una especie de cópula contra natura.
¡No sabéis lo que implica sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial; cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más desubicado, imposible!
En vida física supe lo que era rendir culto y fiel devoción de lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien, traté de mantenerme apartado de cortesanas pompas, fui, en ejercicio del oficio clerical —alguna que otra vez— impelido a besamanos y vasallaje y hasta a humillantes sesiones de Te Deums, ofrecidos por el príncipe de turno, agradeciendo a la divinidad por su totalitario poder. Mas, nada comparable a la seráfica y beatífica tiranía de un ser supremo —o que por lo menos cree serlo— aduladores y necios fanáticos mediante.
He visto, en vida terrenal, a legiones de sacerdotes y purpurados cometer sacrilegios que, a cualquier infeliz llevarían al patíbulo o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y en su abolengo. Fui conocedor de crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro; de incestos y aberraciones clericales y laicas, dignas de anatema. Hasta he firmado bulas y condenas duras —contra reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me hubiese correspondido un sitial en el reino de Baal Z'ebuth o en las profundidades visitadas por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de todo lo que no hice!
Y heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos, maldiciendo el tedio de la pura y eternal bienaventuranza de los corderos, o dicho mejor: carneros del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del solemnísimo aparato de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de su condición de supina ignorancia y beatitud y, donde uno, no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las supuestas virtudes de ambas. Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o mediocres que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor y la duda: esa madre sufrida del saber.
¿Qué cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza celestial? Bueno, amigos míos. Me enteré por infidencias de un espíritu pobre de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el reino—, de que un grupo de querubes de inferior jerarquía entre los fieles legionarios divinos, partiría al mundo material en misión de agentes provocadoress, para tratar de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cosechaban conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o en griego Tetragrammatón (Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y terrible cuando de almas y teolatría se trata, y no toleraba disidencias a su culto.
Me ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien, no las tenía todas conmigo y ciertos vigilantes dudaban de mis propósitos, logré eludir los rígidos controles de las alturas siendo admitido a dicha misión proselitista.
Sólo faltaban unos trámites de personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista neotestamentario de fustigante lengua, dudosa moral y apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese con tal de abandonar el Paraíso!
¿Se darían cuenta de mis intenciones? Es probable que sí, pues el demiurgo es casi omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos.
Pero yo estaba seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás. Amo demasiado la libertad para gozar de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no fuese mi propia conciencia.
Mas, para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido del Reino de los Cielos. Sería eternamente proscrito, sin acceso a los avernos ni regreso posible al Paraíso celestial. Mi nombre sería puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros.
Me tornaría maldito como el mítico Caín, como el legendario Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire, Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Jerusalén. Hube de sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis afanes libertarios.
Al final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre vosotros; condenado por siempre a vivir, morir, renacer y re-morir, volviendo a renacer y a recontra-morir hasta el final de los tiempos!
Mas les puedo asegurar que ha valido la pena. Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón; entre la esclavitud áurea, o la subterránea libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad; entre ser cínico fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable. ¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré ejecutar los doce trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí! Tiempo es lo que me sobra.
Han marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la famelitud de sensaciones que llevo conmigo!
¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!.
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