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CHESTER SWANN (+)
  CUENTOS PARA NO DORMIR, 2007 - Narrativa de CHESTER SWANN


CUENTOS PARA NO DORMIR, 2007 - Narrativa de CHESTER SWANN

CUENTOS PARA NO DORMIR, 2007

Narrativa de CHESTER SWANN



Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor

Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay

Bajo el folio Nº 2.445, Foja 87.

Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999

A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153

De la Ley Nº 1.328/98 “De Derechos de Autor y Conexos”



ACERCA DEL AUTOR:

Nació en Guairá, Paraguay, en plena II Guerra Mundial, por lo que desde pequeño abrevó literatura, tecnología punta y fantasía científica de la mano de Chesley Bonnestell, Julio Verne, Theodore Sturgeon, Hugo Gernsback, Willy Ley, Arthur Clarke, Isaac Asimov y otros literatos e ilustradores de la naciente era espacial, que dieron vida a los sueños de Werner von Braun el pionero de la astronáutica americana. Vivió su infancia en Argentina, donde sus padres exiliados del 47 residieron hasta 1954 en que retorna al Paraguay.

Desde los seis años estudió guitarra iniciándose en la música y desde los diez años en el dibujo. Luego de su retorno al país y tras fallidos intentos de adaptarse al opresivo sistema del régimen, se convierte en un “rebelde con causa”, pero sin involucrarse en movimientos políticos ni cenáculos intelectuales de moda, prefiriendo ser un “lobo estepario” y creando sus propios espacios de expresión.

En 1977 ingresa al diario ABC color y luego a LA TRIBUNA, participando en exposiciones colectivas y haciendo periodismo de opinión y humor. Es artesano, escultor, músico y poeta subterráneo, siendo convicto de co-fundar el “movimiento del rock nacional” con algunos pelilargos de los 70, aunque prefiere considerarse un músico contemporáneo popular, sin encasillarse en géneros. Ocasionalmente pinta o esculpe en cerámica, pero su fuerte es el diseño gráfico, diagramación e ilustración de libros y revistas.

La serie ASTRA 20.001 que expuso en 1983 en galería ARISTOS y en el Centro de Balderrama, fue la más numerosa de su producción y su primera muestra individual, a la que siguió COSMOS color y forma, patrocinada por el Club de Astrofísica del Paraguay en 1987 y otras muestras colectivas en su actual residencia en Luque.

Participó con humoristas e ilustradores en seis muestras sucesivas de Humor e Historieta, colaborando con el diario HOY y otros medios locales. Hasta hace poco dirigía Radio Ara Pyahú (Tiempo Nuevo) FM 107.5 de su comunidad y ha trabajado en el Comité de Educación de la Cooperativa Multiactiva Luque Ltda. donde aportó algunas ideas en los emprendimientos educativos de esa institución. También es colaborador del Instituto de Desarrollo Comunitario IDECO, en tareas de educación cívica y participativa.

Ilustró libros educativos y literatura mítica para una conocida editorial asuncena, y entre otras cosas, infografías y diseños por computadora, escultura y diseños varios, aunque de tanto en tanto, escribe prosa y poesía o compone algo para matar el vicio y quizá arrancarse del alma el dolor de su país y su planeta. Está incluido en el “Diccionario de la Música del Paraguay” de Luis Szarán, como guitarrista y compositor, teniendo varias obras testimoniales en su haber. En la versión 2000 del VI Concurso de Cuento Breve del Club Centenario de Asunción, obtuvo el Primer premio, habiendo sido finalista en varios otros. Es autor además, dee la composición musical para la obra de teatro-danza "Kambuchi", la musicalización con letra de la obra de Darío Fó “Aquí no paga nadie”, representada por el elenco municipal en abril de 1996, además de poesía juglaresca y artículos de prensa. No desdeña ningún lenguaje expresivo, sea gráfico, musical o de cualesquiera tipos o géneros. Toda vez que tenga algo que decir, claro está. De lo contrario, enmudecería para siempre.

RUDI TORGA*

* Conocido poeta paraguayo, dramaturgo y director teatral, además de investigador de la cultura popular paraguaya, refiriéndose al autor en la solapa de uno de sus libros titulado “Cuentos para no dormir”. Hasta su desaparición prestó servicio en el viceministerio de Cultura como Director de Investigación Cultural y Cultura Popular paraguaya.

* Chester Swann formó parte de uno de sus elencos experimentales en 1971/73 y mantuvo con Rudi Torga una larga amistad y hasta afirma Chester haber sido discípulo de Rudi, aunque profesaran estilos literarios diferentes, e incluso puntos de vista diferentes, pero dentro de un marco de respeto mutuo que duró hasta el óbito de Rudi en 2002. Esta reseña fue escrita por Rudi poco antes de fallecer, para este volumen, inédito desde 1990. Poco después, el autor supo que había sido galardonado por LA TUMBA DEL ANGELITO en el 2003 y con menciones por SE VENDE ESTA CASA en el Centenario (2004), siendo uno de los finalistas del Premio Nacional de Literatura 2005, con RAZONES DE ESTADO.



DE CÓMO UN ALMA BIENAVENTURADA

HUYÓ DEL PARAÍSO CELESTIAL

(1ER. PREMIO DEL VI CONCURSO CLUB CENTENARIO 2000)


Tomadme por loco si queréis, mas no dudéis de las palabras de este servidor. No me ofende profesar el desvarío ni la poesía contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos y que aún laten en mi interior.

La santa locura de lo místico me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? para tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.

No negaré la dicha que me produjo mi ingreso al Empíreo tras la muerte física. Todo luz, todo claridad; música angélica de galácticos instrumentos y espirituales vo­ces de cristalino timbre... ¡al punto del hartazgo! La mistérica y severa paternalidad del viejo demiurgo Sabaoth nos inspiraba más temor que amor. Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras espadas y candentes adargas, no nos hacían sen­tir libres ni filiales. Más bien, sentíame poseído por alguna pesada y omnipotente burocracia celestial, si no alimento de ella o algo peor.

Una perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud. Tampoco experimentaba la cruda dureza de las expiaciones a que me sometí en vida física para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto tufillo de decepción y tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma —sin cuerpo que la apri­sionara ni mente falaz que la tentase— y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse tenso, cual arco saetario de los Guardianes del Umbral. En fin, la dicha inicial tornóse en aburrimiento grisáceo ad æternum.

Por otra parte, la inacción beatífica y las reglamentarias ala­banzas corales al Más Alto, se tornaron irritante y lacayuna rutina celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salva­ción eterna”. Como alma bienaventurada no disponía de opciones. Ni si­quiera un tour por alguno de los purgatorios, una expedición explora­toria al submundo del Averno (¡ida y vuelta, por supuesto!), o visitas furtivas a la legendaria Gehena. Debía, como todos, permanecer entre las almas castas y puras (ergo; aburridas e insulsas) que habían malgastado sus vidas físicas para llegar al mítico Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo que me aguardaba, que decidí meditar el modo de huir de la diestra del Padre; con todas las consecuencias que ello me deparase.

El Paraíso no tiene murallas visibles, rejas ni candados. Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con cilicios, penitencias y cáli­das meaculpas— para ingresar en él, imposible o poco menos es salir de allí. Siglo tras siglo lo intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables fronteras celestes. Simplemente me ignoraron o quizá fingieran hacerlo.

Si por lo menos aquéllo fuese el tal “paraíso terrenal”, de sabrosos frutos y colorida flora ubérrima, tal vez me sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego. Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es espiritual y puro —tal vez para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones con­tra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber! Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo nietzscheano para ser juzgado por la celeste inquisición y expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida.

Naturalmente, la comunicación con el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos purgatorios, estaban más cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros los espíritus bienaventurados per sæcula sæculorum para desgracia mía.

Busqué la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal y cuya efímera existencia física se hubiese carac­terizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurro­nes, beatos, ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de la espe­culación intelectual. De seguro, estarían tan arrepentidos como este servidor de haber desperdiciado sus sentidos y su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me comprendiesen y compartieran mi hastío.

Encontré ¡oh, desgracia! un alma, que en vida fuera monje dominico; ascético, cruel, apasionado y algo perverso, como salido de la delirante imaginación de Sade. Ganó éste, su si­tial paradisíaco delatando a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino que de lo demoníaco o maligno. Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo de torquemadismo sádico, huí de su compañía como de mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo Torquemada!

Otra alma que conocí en las alturas se me reveló como deten­tora, en su vida terrenal, de gloria y poder omnímodo como vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización no gozaban de buena fama. Habría sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —quien tuvo hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—, siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas— al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido bellaco, que bien supiera de epicureísmo antes que de aristotelismo.

Procuré conocer algunos lúcidos espíritus angélicos desconten­tos, como los que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engro­saran las huestes subversivas de Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más permeables —a las ideas libertarias que no libertinas que serpenteaban en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí. Un ángel de andrógino aspecto de nombre Anaël, casi delató mis pro­pósitos a la jerarquía. Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad fueron exportados o deportados al Hades, junto con su caudillo rebelde; el luminoso arcángel Luth Baal.

Los muchos que quedaron en el Empíreo eran fidelísimos y fanáticos vasallos del Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tí­midas insinuaciones acerca de una liberación. Si no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma perdida en el océano beatífico. Mas me sometieron a discreta vigilancia para evitar la propagación de ideales contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.

Me incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— a un coro de Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas, odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi reluctancia— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas imposibles. Todas las vías estaban vedadas a la evasión tan largamente anhelada.

La desesperación que me atenazaba aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria y, por causa de mi vanidad llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi piedad terrenal.

Tampoco parecía notar descontento entre las miríadas de espíritus que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o Tetragrammatón, para quien en-­tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! de militantes ultras, beodos, retros y desbocados de opus ætillicum. Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.

Si tuviese corazón acabaría éste por estallarme de tensión, sin duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo fuese algo así como una especie de cópula contra natura. ¡No sabéis lo que implica sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial; cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más desubicado, imposible!

En vida física supe lo que era rendir culto y fiel devoción de lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien, traté de mantenerme apartado de cortesanas pompas, fui —alguna que otra vez— impelido a besamanos y vasa­llaje y hasta a humillantes sesiones de Te Deums, ofrecidos por el príncipe de turno, agradeciendo a la divinidad por su totalitario poder. Mas, nada comparable a la seráfica y beatífica tiranía de un ser supremo —o que por lo menos cree serlo— aduladores y necios fanáticos mediante.

He visto, en vida terrenal, a legiones de sacerdotes y purpurados cometer sacrilegios que, a cualquier infeliz llevarían al patíbulo o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y en su abolengo. Fui conocedor de crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro; de incestos y aberraciones clericales y laicas, dignas de anatema. Hasta he firmado bulas y enchiridiones —contra reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me hubiese correspondido un sitial en el reino de Baal Z'ebuth o en las profundidades visitadas por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de todo lo que no hice!

Y heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos, maldiciendo el tedio de la pura y eternal bienaventuranza de los corderos, o dicho mejor: carneros del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del solemnísimo aparato de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de su condición de supina ignorancia y beatitud y, donde uno, no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las supuestas virtudes de ambas. Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o mediocres que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor y la duda: esa madre sufrida del saber.

¿Qué cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza ce­lestial? Bueno, me enteré por infidencias de un espíritu pobre de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el reino—, de que un grupo de querubes de inferior jerarquía entre los fieles legionarios divinos, partiría al mundo material en misión de agents provocateurs, para tratar de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cose­chaban conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o Tetragrammatón (Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y terrible cuando de almas y teolatría se trata, y no toleraba disidencias a su culto.

Me ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien, no las tenía todas conmigo y ciertos vigi­lantes dudaban de mis propósitos, logré eludir los rígidos controles de las alturas siendo admitido a dicha Misión proselitista. Sólo faltaban unos trámites de personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista neotestamentario de fustigante lengua, dudosa moral y apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese con tal de abandonar el Paraíso!

¿Se darían cuenta de mis intenciones? Es probable, pues el demiurgo es casi omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos. Pero estaba seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás. Amo demasiado la libertad para gozar de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no fuese mi propia conciencia.

Mas, para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido del Reino de los Cielos. Sería eternamente proscrito, sin acceso a los avernos ni regreso posible. Mi nombre sería puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros. Me tornaría maldito como el Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire, Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Cartago. Hube de sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis afanes libertarios.

Al final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre vosotros; condenado por siempre a vivir, morir, renacer y re-morir, volviendo a renacer y a recontra-morir hasta el final de los tiempos!

Mas, les puedo asegurar que ha valido la pena. Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón; entre la esclavitud áurea, o la subterránea libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad; entre ser cínico fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable. ¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré ejecutar los doce trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí! Tiempo es lo que me sobra.

Han marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la famelitud de sensaciones que llevo conmigo!

¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!



LA BÚSQUEDA

Cuando llegué a Guaramburé, casi en los linderos del lago Ypötï, no me imaginaba aún las dificultades que nos aguardarían en la búsqueda. Mis dos acompañantes mascotas y ayudantes voluntarios apenas cabían en su propia envoltura de carne y huesos, del terror abismal que los embargaba como oficial de justicia descarriado. No digo que uno no debiera tomar precauciones y ser prudente; pero de ahí a tener pánico de cualquier cosa hay un año luz de circunferencia, digo diferencia.

Por otra parte, teníamos armas, bagaje y herramientas para cualquier contingencia. Desde pegar el vil botón caído de una sfurcia mimetizadora hasta soldar el cañón de un catzobuk con soplete de hidroxinógeno. Nada nos detendría en nuestra paciente búsqueda. ¿Me preguntan qué buscábamos entonces? Aún lo recuerdo muy vagamente dado el tiempo transcurrido, pero creo que era un hueso maxilar bifronte del distinguido, pero ya extinguido y mítico ornitorrinco hormiguero ovovivíparo, perdido desde el período perjurásico.

Incluso mis dos acompañantes-mascotas, trataron de disuadirme entonces de encontrarlo al borde del lago, sugiriéndome que lo encontrásemos algo más al norte de nuestra sombra cenital. Tras ubicar geográficamente a nuestras sombras, siguiendo la sinuosa línea sub tropical de Aries que circunvala el hemisferio ecuatorial del Chacón meridional, nos dispusimos a encontrar el dichoso hueso. Sólo que para entonces, quizá dejase de ser un ornitorrinco hormiguero para transformarse en mangosta melífaga. ¡Esta fauna mitológica está cada vez más irresoluta! Cosas de la biología fantástica, digo yo.

Lo cierto es que mis eficaces colaboradores estaban tiesos de pavor y la causa exacta me era aún desconocida entonces. El miedo es harto contagioso por razones no del todo claras, y los dos no sabían quién contagió a quién y yo tampoco. Sospecho que la revisión de viejos documentos, —olvidados en el baúl del vecino— tuvo algo que ver con esta anomalía, o mejor, animalía. En ellos se hablaba de un animal totémico desconocido, que habitaba las profundidades del lago y salía los días miércoles del tercer mes de los años bisiestos terminados en pares, a exhibirse superficialmente y de paso fagocitarse algún cristiano, gnóstico o ateo funcional que se pusiese a tiro de sus fauces. Tal lo afirmaban esos códices apócrifos, celosamente ocultos a los profanos.

La existencia del dichoso animal nunca ha sido debidamente comprobada, ya que, quienes lo vieron... o creyeran haberlo visto, fueron devorados o simplemente olvidaron lo pasado, pisándolo, como lo hace el pueblo ante la corrupción. Y como saben, cualquier leyenda se inicia como alucinación individual, luego se hace colectiva y por último, masiva. Dicen, o presuponen, que dicho monstruo es un delfín atiburonado sextúpedo —aunque invertebrado y de lomo cartilaginoso— similar a ciertos políticos de espinazo flexible como salario de magisterio tercermundista.

Pero volviendo a nuestra presencia en el lago, se estaba haciendo ligeramente insoportable pese al paisaje, pletórico de jojobas, cactófagos y guayacanes desperdigados en fila india por el entorno. Un hilillo de agua ligeramente turbia salía de las orillas del charco con ínfulas de lago e iba ascendentemente, a extraviarse hacia los altos montes circunvecinos, donde tornaba a evaporarse y repetir su eterno ciclo cada vez más rotativo y cada vez menos periódico. ¡Qué naturaleza indecisa ésta! Uno de mis colaboradores se pasó de vueltas con el pánico quedándose paralizado por dos lunas y media, inservible para nuestros fines. El hallazgo o no, del bicho totémico, podría traernos más complicaciones de las esperadas y la más desesperada de las implicaciones.

Ese animal mitológico, —decían los antiguos sacerdotes de la Lujuria Lunar—, era parte de nuestra heredad perdida tras el pecado pre-original. La tarea de recuperarlo sería la culminación de toda una vida de oblación sacrificial vivida a regañadientes. Como sabrán, mis colaboradores estaban sin cesar de temblar desde que nos aproximamos al lago y uno de ellos, aullaba para tranquilizarse mientras, el otro, silbaba trémolos en mi bemol menor en septima disminuida, como tratando de exteriorizar su inquietud. Los comprendí perfectamente. El primero, era el knopus más fiel que tuve jamás. Tan mimoso que cuando mi hijo lo torturaba con fuego por sus rabos, le lamía la mano a éste con tal devoción que se olvidaba de sus incendiarias penas de torturado. Casi me recordaba al pueblo mangurujuense y su masoquista vocación de ser domesticados. El otro fiel ayudante-mascota, un psik, era muy servicial y buen confidente para mis días en baja. Gustaba de relatarme en su lengua transmaterna, lejanas leyendas de princesas ranas y emperadores gerentes o gerontes —no recuerdo bien— de megalopólicas empresas post-diluvianas, en pos de regalías, ilicitaciones y subsidios ilimitados.

El lago ardía bajo la novena luna semiplena —a tal punto, que debí usar gafas ultra coloradas—, pero la presencia del monstruo milenario se hacía desear, como si lucrase con nuestra temerosa expectativa ante un hallazgo trascendental. Mi fidelísimo knopus ayudante se recuperaba poco a poco de su vigilia de pavura. Ya no trinaba silbidos en mi bemol menor, y su taquicardia era normal: 188 latidos por minuto en cada uno de sus tres corazones (ya os dije que era harto cariñoso). El psik dormía, tras largas horas de temblorosa vigilia. Sus dos pares de rabos se alternaban para espantar a los insectos —dermatófagos, volátiles y saltábiles andantes— en sincronizada y automatizada labor, no exenta de cuotas de placer auto infligido.

Me sentía solo ante la explosión de luz selénica, como si tras una vida entera buscando el perdido hueso del ornitorrinco hormiguero, hallase sólo su polvareda o su fósil momificado. ¿Aguardaría quizá más público para hacerse presente? ¿Querría más testigos de su ausencia? Suspiré por enésima vez, como locomotora en celo de ferrocarril en bancarrota.

El monstruo de las profundas superficialidades del lago Ypötï no hacía ningún esfuerzo para dar a conocer su triunfal reaparición, tan aguardada por muchas generaciones de mangurujuenses. Mas, mi paciencia podía llegar a límites más allá de lo absoluto.

No dejaría de ojear sus quietas y superficiales aguas de profunda soledad. Algún día lo vería emerger del fondo de los recuerdos viscerales y atraparía su imagen para siempre. No me dejaría devorar la imaginación, bajo ningún punto de vista. Sépanlo de una vez. Atraparía, si pudiese, en verdad os digo, al monstruoso delfín atiburonado —catatónico e indeciso— que moraba en las profundidades de la memoria. No escaparía, ni aún escudándose tras los fríos muros del pensamiento especulativo de toda extrapolación filosófica que se preciara de tal.

Recuerdo años atrás, cuando era superficial de Inteligencia de una conocida unidad del Ejército de Perdición (el de Salvación había quebrado ya su capital moral a causa del Efecto Guaripola), y tocaba entonces el cornafuso en la banda del sargento Tamarindo Péstez. Claro que lo hacía sólo por vocación de ser vicio; nada más. En aquella oportunidad, fui llamado por mis aspirantes a superiores, a fin de participar en la búsqueda del antepretehistórico hueso, extraviado en los ignotos alrededores de este lugar. La emoción que me embargó en aquella ocasión, habría sido tan intensa que casi perdí el silbido que no el habla.

¡Imaginen ustedes cuánto honor, para mi modesta persona, el hecho de haber sido designado para tal honrosa misión! Como todos ustedes saben o creen saber, el lago Ypötï —situado en el hemisferio ecuatorial— es tributario del río Pokarë, y alberga, —o al menos eso creía— casi todos los misterios de nuestras magnas tradiciones; entre ellas, el perdido hueso del mítico ornitorrinco hormiguero. Debía hallarlo, aún a costa de los más ingentes y tangentes esfuerzos, que bien lo habríamos.

La novena luna semiplena descendía hacia su lecho situado tras el plateado horizonte del lago, bostezando olvidos tras una noche orgiástica de luz, pero el esquivo monstruo del lago retardaba su irreal aparición. El knopus, aún tremolaba de pavor y sólo se calmaría cuando la novena luna plena descendiese totalmente a su cuna, más allá del horizonte. El psik velaba aún y no daba señales de fatiga. Por tanto, lo dejé en guardia para que cuidase del instrumental y el equipo de rastreo de huesos y palabras perdidas en diccionarios posmodernos.

Tal vez no supe estar a la altura de tal misión, o quizá mis ayudantes eran algo más tímidos, cobardes y medrosos de lo prudencial. Nuestras sombras tampoco cambiaban de sitial como para que pudiésemos ubicar el lugar exacto donde podría hallarse el dichoso hueso.

Decidí levantarme de nuevo y salir a esperar la poco probable salida del monstruo del lago. El engendro se hacía aguardar demasiado para mi disgusto. El knopus había dejado de emitir esos sonidos de sexofón desafinado que le inspiraba el hipotético temor al engendro (no podía ser otra cosa, supongo), y se restregaba contra mis extremismos inferiores. Le di una cariñosa patada percusiva, que lo proyectó varias yardas a la izquierda de mi sombra, alejándose al trote para unirse al psik que aún velaba inmóvil como estatua de carne peluda.

Me puse en marcha hacia el borde inferior del lago, desde donde manaba el hilo de agua que se escurría hacia los altos montes, al otro lado del horizonte. No tenía planes acerca del hueso. Tal vez el ornitorrinco hormiguero húbose transmutado en mangosta melífaga de nuevo. Nunca se sabe lo que sucede con los míticos animales extraviados de la memoria, una vez que estén a buen cubierto de nuestra vista, o luego de esquivar el bulto a la arqueología. Tal vez no estuviese tan extraviado como se cree. Recuerdo que las horas abismales pasadas en la vera del lago, me trastornaron ligeramente provocándome pesadillas y livianillas turbias como licitaciones públicas.

Ustedes saben que es muy duro encarar una misión como aquella sin el apoyo decidido de los verilios, camarólogos y neuroplásticos; y todo ello, sin contar con la carencia de litocarburos efervescentes, tan necesarios para detectar palabras ocultas en el criptograma subliminal. Me preguntarán, sin duda, cuáles fueron los resultados de aquella no muy fausta aventura.

A decir verdad, nunca pude encontrarme espalda a espalda, en vida, con el delfín atiburonado; ni llegué a saborear caldo alguno de hueso de ornitorrinco hormiguero, ya que, las veces que estaba a punto de hallarlo, se transformaba, cual veterano travestí, en mangosta melífaga: un repelente mamífero reptilíneo de ambiguas formas. Pero no desistiría de tal empeño. El futuro es incierto y azaroso para con quienes fracasan en sus búsquedas y se extravían en los meandros vibóreos de la memoria pseudo-dimensional. Amnesia que le dicen.

Mis dos ayudantes sextúpedos, el psik y el fiel knopus (Aún no les puse entonces nombre alguno, por si acaso les daba por querer cobrarme salario), retozaban en la blanda arena aguardando mi decisión de dejarlo todo y regresar a la ciudad de Disfunción, capital de mi país.

El monstruoso delfín atiburonado, de muy flexible espinazo neopolítico, seguía sin hacer acto de presencia y privándome de poder ubicar el perdido hueso. Mi insistencia, proseguía con terca resolución burocrática. No debía volver sin la preciada reliquia ósea, asaz demasiado importante para los intereses de mi país y su cultura, por siglos suspendida en las evanescencias del tiempo y el espacio. Ese hueso era vital para nuestra identidad y nuestro reencuentro con los manes, lares y penates de la patria.

Según los sacerdotes de la Lujuria Lunar, el ornitorrinco hormiguero, fue, en tiempos muy pretéritos, el gran totem sagrado de nuestros antepasados, e incluso de nuestros post-presentes. Aún hoy, en algunas regiones del país, se rinde culto a su vieja memoria olvidada. Dicho culto se convirtió en política de veneración carismática sin perder fuerza ni color popular.

Me viene a la amnesia, de tanto en tonto, un tropel de recuerdos, desgastados por los días y los siglos. Dubitativos pensamientos, roles, nombres, apodos, patronímicos y rancios apellidos ilustres, de seres ilusorios aún no identificados por la historia, desfilan en mi mente. Pasé largas y angustiosas jornadas a la vera inferior del lago, aguardando con laudatoria paciencia la ímproba aparición del delfín atiburonado, que me orientaría en la misión. Por supuesto que en vano, como guardabarros de transatlántico o hélice de motocicleta.

El engendro se hallaba muy cómodo en la profunda superficialidad del lago y no daba señales de vida. En tanto, los estúpidamente fieles sextúpedos colaboradores: el psik y el knopus, ya relajados, se distendieron finalmente como intuyendo la nula presencia del largamente esperado engendro, cuya sola mención los aterrorizaba. En cuanto a mí, no podría ya retroceder o desertar de mi búsqueda. Ustedes saben que las viejas tradiciones precisan contínuamente de ser retroalimentadas, para que no se debiliten con el trote impávido del tiempo, que todo lo borra y diluye en el océano de los olvidos más profundos. No tenía salida, sino proseguir esperando.

Mas el dichoso engendro, no aparecía ni en retrato holográfico. El cansancio y la frustración de la espera, íbanse acentuando en forma aguda y prosódica, cual salobre agonía en terapia extensiva. La solitaria quietud del lugar, fue violada en tropel por los granizados graznidos de un knuff tricorne, extraviado tal vez de su ruta habitual, ya que esos rumiantes carnívoros no suelen deambular por esa región. Quizá olfateara su alimento favorito en la distancia. Recordé en aquel momento que el alimento favorito de un knuff era justamente quien les habla, o algún congénere semejante. Como no existían otros, en muchas trillas a la redonda, deduje que fui yo o mi aroma quien lo atrajo. Llamé a mis dos colaboradores —con un silbido en Sol menor en sexta aumentada— y tomé un arma blanca cargada con proyectiles de luz solidificada. Debería librarme del carnívoro rumiante antes que él se librase de mí. Por suerte esta pavorosa contingencia estaba prevista en el libreto, como verán.

De pronto, a diez pasos al sur de mi sombra, surgió la terrible forma del knuff tricorne, de entre la espesura del monte de jojobas. Sin dudar, dirigí hacia el mismo el tubo de luz solidificada y oprimí el corazón del disparador. Tras un destello cegador, el knuff recibió un duro impacto de luz blanca y, tras proferir otro amenazante rugido, se desplomó —herido en su amor propio, sin duda— como consta actualmente en el diccionario de las lenguas precivilizadas, o en raras y lujosas enciclopedias de edición incunable, con sus blancas páginas entintadas de sapiencia.

Tras recargar el arma blanca, me apliqué un poco de repelente discursivo para rechazar a los voraces insectos dermatófagos que pululaban por las cercanías de nuestro frugal campamento. El pobre psik apenas podía alejarlos con sus dos pares de rabos ortopédicos. Le apliqué también un poco de repelente.

El knopus no tenía problemas, ya que no atraía sobre sí a dichos insectos. Una mera cuestión hormonal, según parece. O, tal vez los repelía por sí mismo, como ciertos políticos repelen al sentido común y a la lógica sin ayuda alguna. Sobre esto último no desearía aventurar opiniones apresuradas, ya que ello merece una reflexión más profunda y digerida.

Tras recargar el arma blanca y otra prolongada espera desesperada, comencé a deducir que el monstruo del lago era un ser inexistente, o simplemente no deseaba ayudarme en la ardua localización del hueso del ornitorrinco. Yo estaba casi seguro que no me devoraría a mí ni a mis ayudantes, ni intentaría llevarnos a sus ácueos dominios para tenernos como mascotas.

El tiempo acaba por diluir las leyendas y los mitos, sin misericordia ni tregua. Ustedes lo saben mejor que yo. Tal vez, hasta recuerden aún al Mangurujú, bicho epónimo de nuestra patria. Llegó a desaparecer poco a poco. Primero de ríos y arroyos; luego de lagos y de la imaginación popular. Finalmente, se esfumó hasta de oficinas y dependencias ministeriales y por último de la oculta toponimia nacional.

Hoy apenas es un ejemplar legendario. Un ser burocrático que, muy trabajosamente, sobrevive en membretes de documentos y billetes de banco inflacionarios o bonos del Tesoro.

Mas ustedes saben que la esperanza es lo último que se aleja de nosotros. Cierta terquedad —de matices sonoramente onomatopéyicos— aún mantuvo latente mis ansias de esperar la aparición del mitológico engendro del lago Ypotï, el cual a ésas alturas apenas tenía caudal como para una laguna de cuarta. El implacable sol y la polución sonora del silencio imperante, lo iba reduciendo a mero espejismo innominable.

Observé la proyección de mi sombra y tras consultar el reloj de quartzsol, resolví aguardar la salida de la décima luna. Eché un astigmático vistazo a mis viejos libros —que siempre llevo conmigo en mis expediciones— buscando alguna clave oculta que me permitiese interpretar la situación.

Tras consultar página tras página de mis valiosos códices, comprobé alucinado que habían enmudecido quizá para siempre. Tal vez la humedad, o simplemente una amnesia irreversible acallaron sus voces. Me sentí más desolado que nunca, como podrán comprender. Más abatido e impotente que Hypathia ante el incendio de la biblioteca de Alejandría; o César ante Brutus que lo apuñalaba filialmente. ¡Mis queridos libros de Prehistoria Mitológica reducidos a páginas en blanco, como cerebro de ministro de lo Interior! ¡Mis valiosos incunables, convertidos en chatarra literaria, como viles certificados de ahorro en negro! ¡En páginas mudas como empleados públicos en jornada laborable! ¡Inútiles como carnet de soldado veterano jubilado!

Magro porvenir esperaba a mi país; la República de Mangurujú y sus habitantes, en caso de fracasar en mi búsqueda de la sinrazón del ser necional y otras sinrazones tan caras al pueblo. A partir de allí, tuve que confiar sólo en mi agotado instinto, y en el áspero olfato de mis aún fieles colaboradores: el knopus y el psik, que se reponían poco a poco de los días de terror sufridos. No disponía yo de referencias conocidas acerca de cómo sería el ornitorrinco hormiguero. Ni tan siquiera vagas alusiones de fábulas y modernas tradiciones futuristas, o por lo menos alguna descripción de nuestros remotos antepasados que pudieron quizá contemplarlo entonces. Mi ignorancia supina superaba los peligrosos límites aceptables. La intuición no me iba a servir de mucho tampoco. Con un silbido en tono de sol en séptima menor, llamé al psik y en su lenguaje de señas le ordené rastrear matorrales, arenales, cerros y collados, donde había nacido aquel hombre del bermejo partido desgarrado. No se perdería nada con intentarlo. Luego convoqué al knopus y con trinos armónicos (No conocía éste otro lenguaje), le sugerí que se zambullese en el lago, —cuya superficie se hallaba a la sazón bastante mermada— y olfatease bajo las aguas. Pese a su acendrado temor ancestral a los delfines atiburonados, no dudó en hacerlo. Sólo me restaba aguardar los resultados. Más no podía deshacer.

Tras media hora y cuarto de inmersión, el knopus emergió con las fauces vacías, pero con un brillo esperanzador en sus facetados ojos. Sus trinos ligeramente desentonados por la prolongada inmersión, me indicaron que habría algo parecido a un viejo exoesqueleto en el fondo, pero no estaba muy seguro de su origen. Luego de breve reposo, lo envié de nuevo a explorar el lugar de su hallazgo, tras su somera descripción de los huesos que supuestamente poblaban el fondo.

Hice un boceto previo del exoesqueleto hallado, de acuerdo a lo descrito por el knopus explorador subacuático, para intentar luego analizarlo detenidamente. El psik aún no regresaba de su terrenal exploración, lo que me intranquilizaba un poco, aunque éste era lo bastante prudente y sabría eludir a los astutos depredadores, recaudadores y aduaneros de la región.

En tanto, el knuff tricorne se recuperaba del impacto de luz solidificada con que repelí su incursión, y tras emitir un débil quejido de reprobación, se alejó hacia la espesura del monte de jojobas gigantes. Evidentemente, mi reacción lo había disuadido de atacarnos y resolvió, de motu proprio, buscar otras presas más desinformadas y accesibles. Me dio un poco de lástima dejarlo con hambre, pero debo apreciar demasiado mi carne como para prescindir de ella en tanto respire yo. A los pocos, reapareció el knopus desde el fondo del lago. Había dibujado algo, pero la humedad tornó ininteligibles sus torpes trazos de tinta plana. Sentí un escozor en el alma al suponer que debería ir yo mismo en pos del objeto hallado.

De pronto, se me ocurrió buscar una larga cuerda que incluimos por si acaso en el equipaje. Tras trinarle en re bemol menor —para ordenarle bajar al fondo con la cuerda y atar el exoesqueleto hallado— dije que trataría de izarlo a la superficie, tirando de ella entre los tres. El psik no tardaría en regresar, y sólo deberíamos aguardar el resultado de la operación. Mi fiel knopus fue al fondo con la cuerda. Sus cuatro pulmones le permitirían permanecer lo justo y necesario para concretar la faena de rescate, de lo que pareciera ser la reliquia ósea que procuráramos tanto tiempo.

Media hora más tarde, el psik retornó con las garras desgarradas de cavar frenéticamente por los alrededores. En su fino lenguaje, me transmitió lo vano de su larga búsqueda y su sincera desesperación ante nuestra frustrada expedición. Para tranquilizar sus ansiosas taquicardias, le expliqué que su compañero el knopus, habría encontrado algo en las profundidades del lago y no tardaría en regresar. Una vez calmado y con el aliento normalizado, aguardamos la reaparición del knopus, tras la cual, sólo deberíamos jalar la cuerda para obtener nuestro precioso botín paleontológico.

Este se hizo esperar algo, pero reapareció trinando de satisfacción aunque algo desafinado. Sin dudar nos dispusimos a jalar la cuerda, lo que hicimos con redoblado esfuerzo, pues el peso del viejo exoesqueleto superaba mis previsiones.

Tras largos minutos de jadeos, sudores y saliva, logramos acercar lo recuperado a la costa del lago. La impaciencia y la emoción casi nos devoraban ante la expectativa de culminación de nuestra larga búsqueda. Observamos lo capturado y quedé plenamente convencido de que era lo buscado. ¡El honor y la gloria nos aguardaban en la capital! ¡El hueso mítico volvería al altar de la patria!

El animal debió haber sido bastante robusto y pesado. La capa ósea externa, que lo cubriera en remotas eras, pesaba mucho. Tenía aletas palmeadas como las del extinto pingüino emperador y carecía de orejas. Su enorme pico dentado y aserrado aún se conservaba en buen estado y, sus ciento doce costillas falsas no habían sido profanadas por depredadores ni prostituidas por la humedad del lago. Tras el impacto emocional del momento razoné fríamente y decidí comunicar nuestro hallazgo a los sabios sacerdotes de la Lujuria Lunar, residentes en Disfunción, la capital.

Intenté comunicarme con la Sociedad Paleohistórica para transmitir la noticia del hallazgo. Mi telepulsador láser funcionó perfectamente y pude obtener contacto con el propio presidentísimo de la Honorable y ciento diecisiete veces Magna Asociación Científica de Manguruju. Este me recomendó que le cursara la más completa descripción de los restos hallados, lo cual hice inmediatamente. Esta relación —a causa de mis escasos conocimientos de paleontología— se dificultó un poco, pero tras una hora y veinte minutos de transmitir detalles del fósil, llegó la amable respuesta del tres veces ilustrísimo presidente:

“—¡Imbécil de seis por ocho, eso que me describe son los restos de un delfín atiburonado, cuyo único ejemplar conocido habitaba ese lago! ¡Prosiga búsqueda del hueso del sagrado totem patrio como sea! ¡Búsqueda no debe cesar jamás para gloria de la nación! Stop”.

En vano insistí en que me transmitieran datos fidedignos acerca del ornitorrinco hormiguero, por lo que levanté el campamento y regresé a Disfunción. Lo único positivo es que mis fieles colaboradores perdieron el miedo al delfín atiburonado para siempre. Ahora, supongo que querrán saber cómo acabó mi búsqueda tan llena de subsaltos y emociones. Tras mi regreso a la capital, me comunicaron mi dimisión unilateral y cesantía irrevocable del equipo de mitología histórica patria y de mi cargo de buscador oficial de huesos extraviados.

También pidieron mi desafuero vitalicio, por ignorar cómo era el ornitorrinco hormiguero y por desconocer el Himno Patrio Reformado al Hueso Perdido. ¡Ah! ¿me preguntan acerca del knopus y el psik que me acompañaron en dicha misión?

Finalmente, tras una temporada de descanso llegué a la conclusión decisiva de que quizá todo fuera un sueño y tal vez pudieron no haber existido ambos.

Por la cara que ponen, veo que ustedes no están ciento por ciento seguros de la veracidad de mi relato acerca de dicha aventura en la búsqueda del hueso prehistérico.

A decir verdad, yo tampoco.



EL JAGUAR Y EL CAZADOR

2º PREMIO DEL CONCURSO CHARLES DICKENS

DE CUENTO BREVE 2005


Kwälapöngi, el cazador nivaklé, olfateó a Köz’Jaät el jaguar. Preparó su arco y su más afilada saeta —ya previamente bendecida por el chamán—, para enfrentar a la astuta fiera cuyas carnes podrían, además de alimentar a él y a su tribu, proporcionarles la astucia y el valor de las que hacía gala en sus rampantes correrías. Kwälapöngi no tenía miedo del astuto felino Köz’Jaät. Más bien respeto y hasta si se quiere, admiración.

¡Tantas veces lo había visto —por los viboreantes senderos y cañadones— lucir su lasciva musculatura y elástica silueta, en pos de esquiva caza! No. No sentía miedo; pero así tampoco podía evitar que su corazón guerrero tamborileara, cual los telúricos parches de las sagradas cajas que hacían vibrar el vientre de la noche ritual del Chaco Boreal.

Köz’Jaät olfateó con felina impaciencia al esquivo y casquivano viento. P’alha’ä: el-hombre-que-mata-de-lejos, estaba cerca. El inconfundible aroma de sudor y algarrobo lo delataba. “—Si lo llego a cazar —pensó con su astuta lógica —he de adquirir el coraje y la sabiduría de los bípedos-del-brazo-que-vuela-y-mata, mas no debo dejar que me sorprenda”.

Volvió a agitar sus sensibles belfos para asegurarse de la ominosa presencia de su ancestral enemigo disponiéndose a la lucha.

Sabía que P’alha’ä —además de astucia e inteligencia— disponía de armas para prolongar el largo de su brazo y además, de certeza mortal. Pero también estaba seguro de su increíble fuerza y agilidad. En esto aventajaba al cazador y de su astucia dependería que sorprendiese a éste antes de darle oportunidad de arrojar su letal venablo de caña y alecrín templado a fuego y paciencia durante las luengas noches de fogata, chicha, algarrobos e instintos básicos adormecidos.

Kwälapöngi y Köz’Jaät ya se presentían próximos uno del otro, aunque no se divisaran aún. Tensos estaban ambos —como las cuerdas cósmicas que entretejen a las galaxias—, con las fibras musculares a punto de estallar en fragmentos meteóricos.

Su primigenio universo selvático íbase contrayendo, como tratando de absorber a ambos guerreros en sus fauces. Giraban sin pausa por los espinosos cañadones tratando de huir del soplo delator en paroxística danza, como enamorados de la muerte, quien se quedaría con el que se dejase sorprender primero... o con ambos quizá.

La distancia —que los separaba y unía a la vez— disminuía ostentosamente, mientras su alocada coreografía acechante seguía sin pausa entre jadeos, sudores, espasmos y latidos. La microcósmica danza los aproximaba al instante supremo en que uno caería en los brazos o garras del otro inexorablemente. Llegó el punto en que ninguno rehuiría la batalla, ni su destino. La osmosis los uniría en una suprema comunión alimentaria, en que ambos guerreros se conjugarían en un solo cuerpo y alma. En suma: la ley de la naturaleza en su máxima expresión.

De pronto, como presintiendo el desenlace de tan singular combate, el astuto Köz’Jaät, con un pavoroso salto ascendió ágilmente a las ramas de un robusto algarrobo. Las alturas son inmejorables para ver sin ser vistos y atacar por sorpresa. Especialmente si el adversario dispone de las extrañas armas arrojadizas que burlan la distancia, y buscan el corazón contrario con filosa decisión y mortífera precisión.

Kwälapöngi ya tenía su aserrada flecha calzada entre el arco y la cuerda. No dudaba de la proximidad de su adversario, ni de la posibilidad de ser, él mismo, presa de su digno oponente. La suerte estaba echada en el lúdico y letal microcosmos chaqueño.

El cazador nivaklé se detuvo un momento para vivisectar el espacio que lo circundaba. Sabía... o presentía que Köz’Jaät acechaba lo suficientemente cerca, aunque no estaba a tiro de ojos. Se apoyó de espaldas en un tronco de algarrobo para evitar ser atacado por retaguardia, mientras tensaba la cuerda del arco. La espinosa y rala vegetación del cañadón le impedía maniobrar con su larga flecha, por lo que debía ser harto precavido. El tiempo se detuvo en una elongada e implacable eternidad de instantes sucesivos, durante el prodigioso salto con que el astuto Köz’Jaät se proyectó sobre él.

Ambos se confundieron en una única materia carnal-espiritual. En un abrazo ritual agónico y protovital. El nivaklé apenas pudo alzar la punta de su saeta al sentir la ominosa sombra caer a raudales sobre su empenachada, testa ornada de viriles atributos plumarios con que proclamaba su viril condición de cazador-guerrero.


Tras varios días de búsqueda, los demás cazadores de la tribu de Kwälapöngi hallaron sus restos, devorados por insectos y buitres junto al esqueleto de un gran jaguar cuyas fauces abiertas tenían una larga flecha, aún no disparada, clavada accidentalmente en su boca y cuya punta llegaba casi hasta donde latieran sus entrañas.


Cuentan los abuelos nivaklé que, los inquietos espíritus del cazador y el del jaguar, juegan eternamente su alocada danza ritual en los celestiales pagos de Yinkä’öp, tratando de alcanzarse el uno al otro, y así seguirán hasta el final de los tiempos, entrecruzándose inmaterialmente, sin poderse herir jamás, pues se merecen el uno al otro por su valor y pocos valientes escapan del eterno juego del acecho mutuo.



ALMITAS


Almita AA0234, sonrió con amor y beatitud, emitiendo un rayo de luz hacia lo infinito.

—Ellos todavía creen que sigo vivo, pues mi cuerpecito aún late en esa sala por medio de aparatos vitales. Piensan que hasta pueden extraer más órganos del mismo.

Almita BA043 quedó pensativo unos instantes y respondió al primero: —Tengo entendido que naciste en un país del sur de la Tierra...y te llevaron, tras adoptarte, para servir de depósito de repuestos de cuerpos ajenos.

Almita AA0234 prosiguió: —¡Así fue! Un equipo de leguleyos nos compró de nuestras madres por treinta monedas; otros fueron secuestrados de hospitales, con el propósito de darlos en adopción. Pero finalmente, fuimos llevados a Tel Aviv, Londres, New York, Amsterdam o Zürich, donde, tras sanitarnos y alimentarnos, nos enviaron a quirófanos. Luego nos provocaron coma cerebral para poder donar nuestros órganos por mucho dinero —respondió Almita AA0234 con otra sonrisa—. Sin quizás saberlo, estos modernos caníbales nos evitaron los sufrimientos que nos aguardaban a lo largo de la vida para la cual encarnamos. Vivir en un país lleno de miserables y algunos pocos ricos opulentos es una experiencia terrible y cruel. Madres prostituidas, padres delincuentes o alcohólicos, hermanos vándalos y patrones insensibles. Eso nos aguardaba. ¡Ahora somos libres!

—A mí, en cambio —dijo Almita RJ2304—, me raptaron de un hospital de indigentes, a poco de nacer, en Brasil. Un viejo ricacho de Texas necesitaba un par de ojos para su nieto ciego de nacimiento. Pagó más de trescientos mil dólares por mi cuerpo. En menos de una semana me descuartizó un matarife, doctorado con patente de cirujano. El resto de mis órganos, aún sanos, fue colocado en cientos de miles de dólares más, aún estando vivo. Muchos se enriquecieron con nuestros cuerpos.

—Yo ni siquiera tuve la suerte de ser anestesiado —replicó Almita AS0456—. Simplemente mientras dormía en un banco de plaza, frente a una iglesia, con otros niños compañeros de infortunio, fuimos masacrados a tiros por pistoleros con uniforme de policía militar en una ciudad del Brasil. Muchos llegaron aquí por esta causa. Nos consideran un estorbo al progreso y al orden. Como en mi ex país, orden es progreso... nos matan a tiros, de hambre o con trabajo esclavo. Y eso cuando no obligan a nuestras madres a abortarnos. Ahí está, por ejemplo, nuestra amiguita Almita AA0451, cuyo nacimiento fue interrumpido por una patada del padre contra la madre; o Almita ANY0765, abortada por “médicos” a cambio de dinero. Algo común donde reina el subdesarrollo espiritual.

—¡Ah, hermano! —exclamó Almita AA0234—. ¡Si supieras lo que está ocurriendo ahora mismo en ese planeta! ¡Para halagar la vanidad de las ricachonas finas, ofrecen productos cosméticos y afeites varios confeccionados con extracto de nonatos humanos abortados! ¡El summum de la delikatessen femenina! Y eso que en las escuelas y colegios enseñan que la denostada antropofagia es cosa del pasado.

—Es muy triste que todo esto ocurra en el apogeo de la tecnología, el derecho y la ciencia —replicó Almita AS1230—. Y en un planeta en donde debería reinar el amor.

—En el fondo, el hombre no ha cambiado mucho —explicó Almita AA0274—. Sólo que ahora no se mata por que sí, indiscriminadamente, sino con selectividad, discriminación... y saña. Los débiles son siempre los pisoteados en los aras de los dioses de los metales forjados para la guerra y el comercio. Marte y Mercurio; espada y caduceo: infames aliados de ocultos poderes imponen sus perversas leyes en el mundo material. Mientras, Eros y Psiqué languidecen en inaccesibles parnasos, de tristeza o aburrimiento.

Almita AS1230 prosiguió por su parte: —La niñez, casi es inexistente. Apenas aprendes a andar erguido y ya tienes que ir a escuelas castradoras, donde aprendes a ser ignorante con certificado gracias a docentes mercenarios de un sistema perverso y alienante, que no se sabe si enseñan o ensañan; o a sobrevivir en calles y plazas... o ambas cosas. Políticos, empresarios y uniformados con armas complotan para deshacerse de potenciales futuros marginales, reduciéndolos a servidumbre e ignorancia, o condenándolos a la delincuencia con el caramelo del dinero fácil. ¡Y pensar que esos tipos también fueron niños como nosotros! En el fondo, hemos sido afortunados de no ser crucificados en vida por la sociedad. En lugar de la miseria terrenal estamos en este limbo inmaterial aguardando cumplir nuestro ciclo. Sólo sufrimos por los que no tuvieron la fortuna de abandonar el mundo rápidamente como nosotros, sino agonizan toda la vida, acosados por la injusticia y las armas de los poderosos. ¡Estos son dignos de compasión!

—Así es —dijo Almita AS1765—. Esa prolongada muerte cotidiana que sufren los miserables del llamado tercer mundo, y aún los del primero que también los hay, es suficiente castigo y purificación, sin que encima haya que torturarlos y perseguirlos por pretender utopías igualitarias. Una profecía de los indios Hopi relata que se acercan los días de la gran Expiación y ello ocurrirá cuando desaparezca su montaña sagrada y santuario de Arizona: La Meseta Negra. Y no debe faltar mucho, puesto que una compañía minera la está reduciendo a polvo.

—Es más —agregó Almita OF204—.Todos ellos, me refiero a los zombies que habitan el plano de los cadáveres vivientes, deberán desaparecer para que el planeta renazca, feraz y ubérrimo, mediante pestes, guerras, terremotos o cualquier medio de nivelación biológica. Allí, en un relativamente cercano futuro podremos encarnar nuevamente y cumplir nuestro destino.

—¿Y qué se supone, será de los perversos? —preguntó Almita JU20498.

—Irán a mundos primitivos, acorde con sus bajas vibraciones espirituales. Tendrán que repetir el curso de perfección cósmica, desde pretéritos estados evolutivos. Por tanto, deberán volver a las eras prehistóricas para recomenzar todo. Su nivel espiritual e intelectual no da para más. Estaremos a siglos-luz de ellos —acotó Almita OB2098.

—¿Y qué debemos hacer en tanto, para aguardar nuestra futura reencarnación en la Nueva Tierra? —preguntó Almita AA0234. A lo que Almita OB2098 respondió finalmente:

—Mientras tanto, solo nos queda recibir y educar para ese futuro, a los niños e inocentes que nos envía la imbecivilización, en nombre del progreso y el orden.



UN MONSTRUO ABOMINABLE

A una bestia llamaba Mono Sapiens

Aterrado —irracionalmente, es preciso y justo decirlo— se revolvió en su precario e incómodo escondrijo, tratando de no ser visto ni oído por el repulsivo monstruo que se movía en sus adyacencias, y, al que contemplaba por primera vez en su vida. No recordó haber conocido —en todo su prolongado tiempo de existencia—, semejante aberración biológica. Tampoco en los centros de enseñanza, donde se formara intelectualmente vio —ni en imágenes siquiera— cosa igual.

Sus órganos de bombeo sanguíneo redoblaron los desaforados latidos, casi lindantes con la insurrección y su mente intentó vanamente serenar al resto del cuerpo. Gelatinosos temblores —de los que no era del todo ajena la cobardía, debió colegir en el caletre—, lo estremecieron ante la posibilidad, óptimamente probable por cierto, de ser descubierto por el aparentemente hostil especímen ¿viviente? que venía parsimoniosamente en su dirección, como reconociendo el entorno por primera vez; lo cual era casi seguro, pues nunca se habían divisado nada como eso que tenía ante sí, llegado desde el oscuro vientre del espacio, con certeza apodíctica. ¿De dónde, si no, llegaría tal espantoso engendro… bueno, quizá pensándolo mejor: esa forma de vida tan… exótica. No debía pecar de racismo, ese atavismo superado hacía eones, pero no pudo evitar sentir algo parecido al asco.

Otro estremecimiento lo sacudió por entero. ¡El horrible aborto cósmico —viviente o no, pues era difícil precisarlo a primera vista—, venía hacia él! Sus neuronas vibraron velozmente intentando hilar ideas coherentes. No podría huir como era su deseo, sin ser percibido. Y la probabilidad —abundante para más datos—, de ser localizado en su improvisado refugio aumentaba en proporción exponencial a cada instante, a cada movimiento dado por el extraño ser en dirección a él.

Observó mejor al monstruo articulado desde prudencial distancia. Sus torpes pasos, por llamarlo así —tal vez por la corpulencia que ostentaba—, eran más bien pausados, lo que delataban la imposibilidad o dificultad de moverse con cierta expeditiva rapidez. Pero ignoraba si el ser alienígena (—disimulando el asco lo llamaría así —pensó él, eclipsado por una roca que lo protegía provisoriamente) podría utilizar algún arma desconocida o acaso disponer de inteligencia. En todo caso, debía tenerla, puesto que de algún modo llegaría al planeta. Pero ¿con qué intenciones? ¿Habrían más monstruos por las adyacencias? ¿Sería una avanzada de invasión para una posterior conquista cruenta? ¡Tantos interrogantes pueden caber en una situación límite! ¡Y tantas respuestas hipotéticas también! Lo único que podría deducir con certeza apodíctica es que eso, no pertenecía a su mundo.

Recordaba que sus antecesores se habían impuesto en un lejano pasado, sometiendo a otras razas y especies, a extinción y esclavitud. No fue fácil escribir la historia y aún menos, vivirla. Muchos seres, considerados por ellos como “inferiores” debieron sucumbir e incluso desaparecer definitivamente, para que ellos sobreviviesen y conquistaran espacio vital. ¿No serían estos monstruos, en relación a ellos, lo que ellos fueran en el pasado para los primitivos habitantes del mundo conquistado? ¿No serían ahora ellos —los actuales amos del mundo— las próximas víctimas del extraño visitante y probable invasor? ¿No sería este ser una suerte de dios que regresaba por sus antiguos fueros, a reclamar sometimiento y sumisión nuevamente Tembló por enésima vez, luchando consigo mismo para alejar al miedo que pugnaba por poseerlo. ¡Tantas veces cazó y devoró presas inferiores, que la posibilidad de ser, a su vez, cazado y deglutido por alguna extraña criatura, lo ponía al borde del colapso nervioso! El monstruoso ser pasó de pronto bastante cerca, pero no pareció descubrir su escondite, quizá por haberse él mimetizado entre las rocas del lugar. Más temblores y espasmos recorrían su epidermis. El horrísono engendro de torpes pasos y bamboleante figura, no emitía sonido alguno fuera de los producidos por su desplazamiento y, tal vez, por lo que parecía una carga pesada que llevaba sobre sí. ¿Sería eso parte del ser, o simplemente un arma exótica y equipo de supervivencia? ¡Dioses! Era ímproba tarea adivinar o calcular, a causa de la penumbra circundante, la verdadera forma física del monstruo. Lo difícil se tornaba imposible. Hacía bastante que vivían en paz y dejaron de fabricar armas; por lo que se sentía indefenso e inerme al arbitrio del, o de los monstruosos visitantes. ¿Serían muchos? ¿Podrían resistirlos? ¿Tendría este monstruo armas devastadoras como las que antaño poseyeran los suyos para imponerse a los otros en la dura tarea de conquista de espacio en su mundo?

Espasmódicos calofríos recorrieron su piel nuevamente a través de sus poros. Transpiraba como un miserable condenado a la pena capital. Ciertamente, en su mundo ya no se la aplicaba hogaño, pero sabía de aprendidas que, durante la era post primitiva se la usó discrecionalmente. Y las variantes, utilizadas para ejecutarlas, eran tan imaginativas como crueles.

Su raza dominaba actualmente las artes, las ciencias, el gobierno mundial, las transacciones políticas, culturales, comerciales y los recursos del planeta. ¿Vendría otra especie, tan o más despiadada a reducirlos y esclavizarlos… o eventualmente a exterminarlos, robándoles su espacio vital tan duramente conquistado? ¿Habría una poderosa, monstruosa e inteligente raza en proceso de expansión colonizadora-esclavista o de exterminio? ¡Santo Nombre! Si no se hubiese sacrificado al antiguo culto en aras de la ciencia, hasta rezaría. Pero hacía tantos ciclos temporales que los antiguos dioses fueran olvidados o desplazados, cuando no prohibidos, por los más objetivos y menos crédulos preceptos científicos, más pragmáticos y menos metafísicos.

Siempre ellos se creyeron creados a imagen y semejanza del Gran Ingeniero del Universo, pero luego de la imposición del Magno Credo Sapiencial, las antiguas religiones y supersticiones desaparecieron o fueron abolidas. Nada restaba de culturas anteriores a la suya. Todo fue borrado de la memoria histórica, en utilidad de la política de dominación planetaria. Y ahora, apenas saboreado el fruto dulzón de la paz, el progreso y la justicia ... amenazaba con acabar el sueño e iniciarse la pesadilla ¿Quizá por exógenas venganzas de alguna providencia... o como se la llamase? ¿Volverían los antiguos y sanguinarios dioses por sus fueros? Pero...¿tan crueles serían los olvidados dioses, como para crear semejantes y absurdas criaturas vivientes? Porque era evidente que el visitante extraño no parecía un autómata. Tal vez mitad órganos vivos, mitad engendro artificial, o...lo que fuese. Pero de ser real, lo era sin duda. ¡Estaba ahí mismo, ante su azorada vista, como si siempre hubiera vivido allí!

La abundante transpiración brillaba en su clara y fina piel de estirpe noble. El temor de perder cuanto se hubo logrado tras eones de evolución genética, técnica, científica y jurídica, lo atormentaba. Seres horripilantes, como el que aún estaba ante su aterrada e impotente visión, no debían de poseer piedad alguna. Sólo los seres bellos y de áureas proporciones son cercanos y afines a la perfección, a los sentimientos nobles, a las virtudes y a la ética.

Recordaba las imágenes de los torvos gestos expresivos de sus primitivos antepasados violentos. ¡Eran feos, realmente! Pero aún así, la comparación entre aquéllos y esto... era abismal. El esperpéntico ser (—Debemos ser magnánimos con las criaturas ajenas a nuestro mundo, —pensó de pronto, entre espasmos y temblores) puso un extraño aparejo que evidentemente traía consigo, cerca de allí, y giró de pronto, volviéndose a por donde había venido.

Los recios temblores retornaron a un paroxismo paranoico exasperante. El frío terror alcanzó en él cumbres insospechadas y sus poros expelieron ríos de sudor gélido. ¡Ese monstruo no debió haber venido en son de paz! Sería imposible que tanta fealdad habitase en algún sótano tenebroso del Universo. Debería tratarse de una atroz pesadilla, fruto quizás de su conciencia, atormentada por milenios de crueles injusticias! ¡eso, no podría ser real! y sin embargo... allí estaba; transitando como por su casa, aparentemente sin preocupación alguna.

El horripilante monstruo pasó muy cerca de Vraa’Nkh —que de él se trataba—, sin verlo ni percatarse de su existencia. A paso inseguro se fue alejando a ras del suelo ¿Hacia el vehículo que lo trajera? ¿Hacia otros congéneres igualmente hostiles?

Respiró aliviado al notar el mayor alejamiento del extraño y exótico ser. Hasta sintió ganas de regurgitar de horror. ¿Sería posible que existiesen esos bichos tan extraños y repulsivos, cuya figura inspiraba hasta lástima por su fealdad? ¡Esas extremidades articuladas con las que se desplazaba a trompicones! ¡Esa protuberancia superior, como de órgano pensante, donde un par de brillantes puntos parecía detectar al entorno! ¡Y esos dos órganos prensiles, con cinco cortos tentaculillos articulados en sus extremos con los que asía objetos! ¡Algo imposible de concebir ni en la imaginación más perversa y fantástica! Incluso ese par de largas extremidades que utilizaba para desplazarse no daban la impresión de formar parte del extraño ser, sino de algún adminículo ortomecánico o algo parecido.

De pronto vio, a lo lejos, un objeto que se elevaba estruendosamente al espacio, seguido de una luminosa estela candente.

—¡Se va! —pensó con júbilo. —¡No nos ataca ni adopta actitud hostil. ¡Tal vez no fuese tan malo a pesar de su tosca fealdad!

Vraa'Nkh lanzó varios suspiros simultáneos de alivio al saberse fuera de peligro, al menos por el momento. Sintióse igualmente afortunado de disfrutar de un físico armonioso y lúcidamente perfecto; con cuatro cerebros independientes y localizados, siete ojos enormes y facetados. una piel fría y cristalina, decenas de tentáculos de extensión variable a voluntad; un cuerpo gelatinoso, translúcido y amorfo, capaz de levitar, detenerse o deslizarse y hasta tomar formas insospechadas...

Vraa'Nkh aliviado, intentó mentalmente revivir olvidadas oraciones e invocaciones, dando gracias a los ya olvidados y prohibidos dioses que los habían creado, a su imagen y semejanza, para la gloria del universo.



UN GRITO EN EL CORAZÓN DE LA NOCHE

El nuevo alcalde policial del pueblo escuchó el relato del tahachí (agente soldado) con una sonrisa de incredulidad. No era el típico contratado de las Delegaciones de Gobierno rurales, de bajo nivel cultural y sórdido pasado; ni el clásico patán uniformado de los que solían pulular por las comisarías (alcaldías, decían antes), por lo general con varios homicidios de gatillo fácil en su haber. Más bien era alguien que, por razones no del todo claras, abandonó la capital para pasar una temporada en el interior del país a cambio de la mísera pitanza pagada por la Delegación de Gobierno del IX Departamento de Paraguarí.

El conscripto, entre mate y mate a la vera del humoso fogón, relató al nuevo jefe de la comisaría acerca de los extraños sucesos que tenían lugar en ese lejana Compañía (distrito) rural del pueblo de Roque González, llamada Simbrón, una aldehuela de mil doscientos habitantes, incluidos el idiota y el borracho del pueblo que no podían faltar en el censo demográfico.

—Así es mi comisario... —dijo el recluta entre sorbo y sorbo del caliente mate—. El bicho ése, enviado del infierno, ya atacó a varios peones y dicen que mató a tres. Destroza a los animales vacunos y desangra a las ovejas. Nadie pudo verle en la oscuridad. Creen que es un ser peludo y baja pero con una fuerza de veinte hombres. Todo el mundo anda asustado y al caer el sol se trancan en sus el maldición.

—¿Y qué pasó después? —preguntó el alcalde al conscripto. —¿Desde cuándo apareció el monstruo aquél de que me estás hablando?

—Tengo miedo, che comí —dijo el azorado recluta—. Cuando hay luna llena, los pobladores trancan sus ranchos con cinco alcayatas. Y si hay luna nueva le rezan diez avemarías y siete credos a san Onofre y a san Lamuerte, con ocho velas y dos vasos de guaripola, por si acaso. Dicen algunos que es una maldición enviada por el finado Recalde Pukú, quien fuera asesinado por orden del coronel Bento de la guarnición militar de Paraguarí.

—A ver, contame ese caso, reclutón —pidió el nuevo alcalde al número de guardia que cebaba el mate—. ¿Qué tiene que ver el coronel ése con el bicho que se zampa a los animales de los ganaderos?

—Hace como diez años que apareció el coronel Bento por esta zona y comenzó a perseguir a algunos pobladores para comerles sus capueras y estancias. Dicen que el coronel es de confianza del general Stroessner desde el año cuarentisiete, y, a pesar de ser un coronel de reserva de infantería, manda más que el mismo comandante de la guarnición, que es general de división. El caso es que algunos abandonaron sus ranchos ante la prepotencia del coronel, pero Recalde Pukú le hizo frente y se le retobó y hasta le desafió en el boliche del pueblo a pelear de hombre a hombre. Recalde a los pocos días amaneció malherido a puñaladas. Antes de morir, acusó al coronel de haberlo emboscado y le echó una maldición. Todos tienen miedo, pero no tanto del bicho, sino del coronel. Dicen que es muy fiero y no perdona. Ha de ser cierto nomás, que mató a Recalde o lo hizo matar, pero no le cuente a nadie lo que le dije.

La noche íbase apoderando del pueblito y de sus habitantes. Simbrón, envuelto por los misterios de la oscuridad y la fría llovizna que castigaba la zona, no tenía sueño. El alcalde Brizuela no creía en bultos ni aparecidos. Era medio impermeable a las leyendas pueblerinas de fogón y media voz. Era en suma, un tipo leído y hasta sabía tocar la guitarra, cuyos sones ahuyentaban espíritus en pena y sombras de finados, que medraban, dizque, por los rincones de las capueras y montes. Pero lo de la prepotencia de los militares podía creerlo sin hesitar. Eran tiempos de injusticias y despojos, sin duda, y podría atestiguarlo, de tener la certeza de ser escuchado. Estaba seguro de que ahí nadie mentía. Es más; conocía al coronel Bento personalmente. Lo vio en el cuartel de Paraguarí, pegado como garrapata al comandante de la guarnición; más como celoso vigilante que no como escolta. Alto y flaco como pescado seco, de pelo ralo y canoso, con su inseparable revólver, "Smith & Wesson" del treinta y ocho niquelado al cinto. La mayoría de sus colegas usaban pistolas automáticas, pero Bento no formaba parte de la oficialidad "de carrera". Su carácter hosco y frío no admitía réplicas ni súplicas. Sabíase perro de presa del general y estaba orgulloso de ello.

El alcalde, tras media docena de mates y largo silencio meditativo, despidió al agente conscripto y encendió una lámpara de simple queroseno en la piecita del rancho doble culata que fungía de despacho y "oficina": allá, cerca del ventanuco una mesa mugrosa de grasa y polvo con un cuaderno medio deshojado que ejercía de "libro de novedades", un bolígrafo casi sin carga y un desvencijado catre de trama de cuero, probablemente lleno de chinches y otras sabandijas, que le serviría para echar sus fatigas al mundo de los sueños, sin perecer en el intento.

Pero, ¿ podría entregarse al reposo luego de escuchar cuanto le relatara el soldado agente, con el candor propio de los pilas del campo? ¿Soportaría su conciencia el vil despojo a que era sometida la gleba, víctima más que nada de su ignorancia de las leyes y otras trampas creadas justamente para la especulación? ¿Se atrevería a indagar los entretelones del caso?

Tantas preguntas se agolpaban en su mente como estafados en bancos quebrados, que casi no pudo conciliar el sueño y acabó nuevamente tomando mate al filo de la aurora, sin apenas pegar el ojo una media hora o menos.

—¡Buen día mi acarte! —saludó el locuaz y servicial tahachí—. ¡Tené' cara de no dormir, che komí!

—¡Buen día m'hijo! —replicó, más que saludó el nuevo titular—. ¡Acercate al fogón que hay mate espumoso! Seguíme contando lo del coronel ese que me dijiste ayer. ¿Hay más gentes en pleito con Bento o ya no queda ninguno?

—La verdá, che komí, tengo un poco de miedo de ese coronel. Pero por ser a vos, te voy a contar. Tomó un sorbo de mate y se hizo dar un buen resuello como para cantar a viva voz, pero luego reanudó con voz queda y medio asordinada: —Ya no quedan contrincantes. Cinco se fueron abandonando sus ranchos y hasta sus aperos. Creo que a Posadas o a Buenos Aires, no recuerdo. Los otros dos desaparecieron en manos de la policía de Asunción. Lo de Recalde Pukú usté ya conoce. Pero por favor, no hable con nadie de esta' cosa del diablo, que de otro no ha de ser, señor... comisario. Me va a mandar matar el coronel o su' hijo' kuéra (forma paraguaya de pluralizar vocablos). Eso’ tipo’ no perdonan una.

Tras asegurarle discreción, el alcalde Brizuela, desconocedor aún de las ocultas y penosas realidades de tierra adentro, más que nada, por ser un guacho de plaza, o sea, un engendro del asfalto. Se repantigó en el viejo apyká (banco rústico de costanera), disponiéndose a ser todo orejas. ¡Por fin estaría en contacto directo con cosas que se contaban en voz baja en la capital pero los diarios callaban sistemáticamente!

Años hacía que el gringo Stroessner, apodado "el rubio" por el populacho que lo entronizó, cual nefasto y oprobioso ídolo de adulones, manejaba el país como feudo familiar. Pero éste, contaba con sus apologistas y censores que silenciaban cualquier información no alineada debidamente en el riel oficial. Muchos jóvenes nacidos a mediados de la década del cincuenta o de los sesenta han olvidado los días de sádica crueldad y fueron domesticados a imagen y semejanza del déspota y su entorno. La falaz "seguridad" y "el orden", eran preferidos a la libertad y a la responsabilidad. Moloch y Marte, contra Venus y Minerva.

Fue así como nació la llamada "tierna podredumbre". Una generación banal, domesticada, acrítica y prepotente, al amparo de las universidades nacionales. En suma, untuosa: repugnante y falaz.

—Desde la muerte de Recalde Pukú, es que apareció esa cosa fea y peluda —prosiguió el soldado. —¿No tiene forma de gente, de cristiano? —interrumpió Brizuela— ¿o parece animal de otro mundo como esos dibujos de las revistas de Superman y otros parecidos? ¿Alguno de por aquí lo vio alguna vez?

—Ni uno ni otro che komí. Esa cosa no tiene nombre ni forma. Ni siquiera ko' estamo' seguro si existe. Nadie le vio de cerca, y como usté' sabe, en la oscuridá' todo' lo' gatos son pardo. ¿No?

El recluta sorbió otro trago de escaldante infusión de mateína, antes de proseguir su casi fantástico relato de almas en pena y sombras. —Los arrieros que fueron atacados por eso; perdone pero no sé cómo le puedo llamar, no dijeron demasiado. Apena' vimos lo que hizo y sus resultados: peones heridos y el ganado muerto. También soldaditos verde’ó (del ejército) del coronel fueron atacados por... eso. Y ha de ser nomás la maldición. Digo yo.

Se sirvió otro sorbo de mate, como para enganchar pensamientos y memorias, desde alguna torva dimensión desconocida.

—El coronel mandó traer una Compañía de Comando de la unidad de Paraguarí, para dar caza a... ¡bah! la cosa, que atacaba a sus capanga' kuéra. Y hasta ahorita mismo no pudieron hacerle nada. Como si eso se burlase de ellos. Y justamente el coronel Teófilo Bento pidió por usté al señor delegado de gobierno. El coronel tampoco es zonzo y cree que un tipo de la ciudad es menos miedoso que los de la campaña, porque lee mucha' cosa'. ¿Cierto pa, che komí?

—No del todo, agente. Simplemente nuestros miedos son diferentes a los de ustedes —respondió el alcalde entrante. —La gente de la ciudad le tiene más miedo a los vivos que a los muertos. Y más pánico a la luz que a las sombras. Los de la capital buscan la oscuridad y huyen de la luz. Especialmente los que mandan.

Una llamita estalló en el fogón campesino de una alcaldía policial remota, perdida entre los cerros del IX Departamento, como queriendo dar una señal al cosmos de más allá del barroso camino vecinal de una aldea llamada Simbrón. En ese instante, un súbito estremecimiento cortó el gélido aire de esa madrugada húmeda y fría; como si el aire y el silencio en su aterradora majestad imperasen de pronto enmudeciéndolo todo, enrareciéndolo todo, hasta las conciencias, con su mordaza de cobardía.

Por fin, tras agotarse lentamente el tibio rescoldo y enfriarse el agua del mate, la Palabra hace su entrada en el aposento mísero del rancho destinado a comisaría policial del valle. Desenmudeció el recluta Centú y recobró el habla, pero ya arrepintiéndose un poco de sus confidencias que podrían convertirse en infidencias. El tipo éste, que llegaba allí, estaba hecho de otra madera y otro cuero. Tal vez hasta otras sangres y desconocía las crudas e inexorables leyes que rigen las rígidas creencias populares. Y eso, podría desatar las iras de ciertos entes que anidaban en las gargantas de la noche.

El soldadito pensó un instante en lo que le haría el coronel si se enteraba de sus tímidas indiscreciones. El código impuesto en el interior del país debía ser respetado. La muerte violenta era la recompensa a los que osaban enfrentar a la podredumbre que, poco a poco se apoderaba del país corrompiéndolo todo a su paso. Recordó el soldadito que su madre le hablaba de los tiempos de antes, es decir, hacía nueve o diez años. Hablaba de una palabra hogaño desconocida: "solidaridad", que hacía que un vecino asistiese a otros en apuros, o salvase al animal ajeno sin recompensa alguna. Ahora, en plena "segunda reconstrucción", la mutua desconfianza y la animadversión mantenían a familias en enconados roces entre sí, como si el propio Añá (Satán) gobernase una sucursal del averno, implantada en un país torturado por dos guerras internacionales, un hato sucesivo de tiranuelos y gerenciado por contrabandistas de medio pelo. Y encima usando cizaña a guisa de cetro, como si todos fueran malos y egoístas sin dios ni ley. Como si una perversa entidad, invisible pero tangible, controlase todo el país con esa omnisciencia y omnipresencia opresiva, corruptamente administrativa y gerencial.

Se despabiló definitivamente el dueto, brebaje mediante, pero la hosquedad posterior disipó su cómplice comunicación. El soldado calló definitivamente y ya no hubo caso de persuadirlo a que cuente cuanto insistía en silenciar. El alcalde decidió postergar sus rudas investigaciones sobre el misterioso ente que atacaba a capangas y soldados del coronel. Le parecía increíble todo el ambiente de temor y desconfianza que imperaba en el pueblo, pero cuando un río suena... algo arrastra su corriente.

A media mañana, resolvió dar una vuelta a caballo por las calles de la aldea. No portaba uniforme. Apenas un pantalón de vaquero, botas tejanas, camisa a cuadros, impermeable y sombrero de fieltro negro y aludo, más un viejo "colt" al cinto, como salido de una vieja película. Una escueta tarjeta con su foto y la firma del delegado de gobierno de Paraguarí, lo acreditaba como una suerte de sheriff del subdesarrollo. Tras ensillar un rosillo medio perezoso y mancarrón, el único que tenía la alcaldía para patrullar ciento cincuenta leguas cuadradas, se dirigió al primer lugar que se le ocurrió: el almacén del pueblo, propiedad del turco, don Yaluv Elías (en realidad era libanés y cristiano maronita).

Recordó que los animales enemigos hacen tregua tácita en las aguadas del monte o del desierto. Raras veces el tigre ataca a un ciervo en la aguada. Y el boliche del pueblo era la aguada del lugar, donde los rencores se posponían para luego; en el camino estrecho de una emboscada, o en el duelo cara a cara a puños o puñales. Algunos paisanos se liaron a cuchillo, machete, balazos, puños o incluso a palabrazo limpio en el boliche de don Elías, rompiendo las reglas de tregua, pero siempre se cortaban los encuentros a primera sangre. Sólo que a veces la primera era la última por exceso de derrame y los contrincantes pasaban al otro lado. Antes no habían tantos pleitos porque la gente hacía honor a su palabra. La palabra era un documento intangible pero inapelable e inviolable. Ahora, por aquí y por allá aparecían mentirosos, vividores y logreros, como salidos de alguna picaresca cervantina.

El vocablo pókãre (Mano torcida), que adjetivaba esto último, era de reciente data y una palabra pisoteada o borrada con el codo era actualmente moneda corriente. Y falsa de yapa. Brizuela entró al boliche y tras dar los buenos días al paisanaje se presentó como el reemplazante del titular de la alcaldía ausente con permiso. Se rumoreaba que por orden de algún caudillo del entorno. Intercambió pareceres y tragos con los presentes para hacerlos entrar en confianza. Mas cuando inició la conversación acerca del misterioso "bulto peludo" que hacía la vida imposible al personal del coronel, el silencio pareció rodearle completamente cual amorfa materia aislante. Los presentes se despidieron presurosamente, alegando tareas urgentes y tomaron la puerta por delante.

El turco Elías lo encaró de nuevo. —¿Vino a enderezar las cosas o a proteger al coronel y su gente del bicho ése? Si es para lo primero, le aviso que todos tienen más miedo al coronel que al fantasma o lo que sea que mandó Dios contra su gente. Si intenta descubrir quién es ese...no sé como llamarle, le digo que nadie le dirá lo que sabe o cree saber. El miedo no es zonzo, alcalde. Ni una palabra, o peor, ni media palabra partida por la mitad. ¿Me explico? Alguien dijo por ahí, que escuchó en Paraguarí al coronel Bento pidiéndole al delegado que cambie al alcalde Torres por otro que sea de la capital. Uno que no se deje macanear por fantasmas o bultos que se menean en la noche. Dijo, o mejor dicho, ordenó al delegado que enviase algún zorro de ciudad y termine con el asunto, porque no podía manejar sus estancias de acá y su personal está cagado de miedo por causa del... qué-sé-yo-qué-cosa. ¡Bueno! El bicho.

—No supe eso —replicó Brizuela—. Sólo me ordenaron que cubriera a Torres que iría de permiso a la capital. Vio la mirada dubitativa del turco y continuó—. Usted sabe que a nosotros nos dan la orden y listo. No explican nada y ni siquiera me dijeron lo del bicho ése. Me enteré por gente del lugar. Créame.

—Le creo don —respondió don Elías. —Pero debe hacer que le crean todos. Los viejos lugareños no simpatizan con el coronel Bento y sus hijos, pichones de cuervo y mbóichiní (víbora cascabel). Usté' tiene cara de inocente, cosa rara en las autoridades de la zona, y creo que no tiene la mínima idea de lo que le espera en este lugar abandonado de la mano de Dios y en proceso de traspaso de propiedad al Diablo.

El nuevo alcalde de la compañía Simbrón se asombró de la sinceridad del turco Elías, y decidió que había llegado el momento de tomar una decisión, para bien o para mal. Pero acaso ¿existía una mínima posibilidad de justicia? Agradeció al turco sus consejos y se despidió. Ya tenía un hilo para agarrarse. Era seguro que la bestia ésa o como se llamase, tiraba contra el coronel.

Brizuela prosiguió visitando a los vecinos expectables en cierto orden: la señora directora de la escuela, el presidente del club de fútbol local, el encargado del Registro Civil, que simulaba hacer de juez de paz y el seccionalero en especial, pues "mandaba" más que todos. Tuvo a bien cuidar de decir lo que sospechaba. Más bien trató de estirar la lengua de sus anfitriones. La directora fue la única que dejó entrever algo raro. Su presencia en el pueblo se debía a influencias de seccionaleros asuncenos y no conocía al tal coronel, pero estaba al tanto de lo que se comentaba a sotto voce. El nuevo alcalde tal vez le cayó bien por ser capitalino como ella y traer noticias frescas de la lejana Asunción. No tuvo la docente pelos en la lengua, para soltar su opinión sobre las crudas exacciones de tierra de los lugareños.

—Mire, no vaya a andar diciendo lo que le dije por ahí. Algunas gentes son malas y me pueden hacer echar por hacerle la contra a ese Bento. Pero debe usted saber que lo que se dice por acá es ciertoité (enfático). Pocos quedan ya de los parientes de quienes fueran estafados y perjudicados por el coronel. Si quiere, le puedo citar a ellos para que hablen con usted mismo. Tal vez sepan algo del monstruíto que dicen que ataca a las vacas y ovejas del coronel, y a los capangas y soldados que trabajan en sus estancias. Brizuela escuchaba atento el relato. —Curiosamente, el bicho ése emboscó a un grupo de peones de Bento, justo cuando robaban vacas ajenas de don Víctor, el que tiene un tambito lechero al sur del pueblo. Dicen que fueron sacudidos por esa cosa, y quedaron tumbados y de a pie. Lo cierto es que las vacas robadas regresaron solitas a lo de don Víctor, misteriosamente. Uno de los peones murió después de los mordiscos que le dio la cosa esa, mientras estaba tirado en el suelo como colchón de preso.

Este detalle hizo pensar al alcalde policial que habría alguna explicación lógica. Cinco rufianes de armas tomar son muchos, aún para un Pombero, como llaman los simples campesinos paraguayos a bultos inexplicables. La cosa, debía tener algún medio para dejar fuera de combate a grupos enteros sin ser percibida por los atacados. Nadie la había visto de cerca. Eso estaba comprobado. Habría que conocer a la mala sombra en persona por que de seguro, habría alguien que personificase al bulto... o a los bultos.

—¡Qué cosa más extraña —pensó para sí el alcalde interino —Teófilo en griego significa "el que ama a Dios". Es un nombre algo absurdo para quien no ama ni siquiera a su prójimo. Dicen que es un ex sargento de infantería, elevado al rango de oficial por el presidente, en pago de "servicios leales" y fidelidad perruna al general. ¡Menudo dolor de cabeza me espera! Por lo que sé y me consta, es que el tipo es frío como navaja, cruel como un SS y ambicioso como Onassis.

Esa noche, un grito desde el corazón de la oscuridad lo sacó de sus cavilaciones. Saltó de su humilde catre de tramas y despanzurrado colchón, ajustándose el cinto con un viejo Colt Frontier del cuarenta y cinco. Despertó a su asistente para que le ensillara el lerdo rosillo. Trataría de seguir el juego de los fantasmas, pero iría solo. No valdría la pena arriesgar a sus conscriptos sin estar seguro de la sobrenaturalidad del ente que aterrorizaba a la comarca. Especialmente a los sicarios y peones del coronel Teófilo Bento, el temido y cruel mandón feudal de la zona. Al paso de su remolón y estólido caballo, llegó al camino principal que pasaba por frente a una de las fincas del coronel, las cuales iban engrosando su patrimonio poco a poco. Trató de ir lo más silenciosamente posible. Si bien llevaba su linterna de tres elementos prefirió no encenderla, dejando que el instinto de su jamelgo lo orientara. Este tomó un camino vecinal poco frecuentado por su pésimo estado y que apenas permitía bueyes y caballos a causa del lodazal de esa lluviosa época, fría como finado de ayer. El fuerte viento de los cerros de Acahay ahogaba los ya cansinos pasos del flete del alcalde, o dicho mejor de la alcaldía. La llovizna pertinaz cedió su tozuda persistencia hasta el punto de garúa mansa, mientras el rosillo arrocinado íbase fatigando a mayor velocidad que sus torpes patas abotagadas por el sobrepeso.

Una lejana luz— de linterna tal vez, o farol “petromax”—, horadó las penumbras del entorno. Por si acaso, Brizuela descendió de su cabalgadura y tras amarrar las riendas a un cocotero, emprendió marcha hacia la fuente del aún débil resplandor. Debería ser extremadamente sigiloso, cual furtivo amante de solitarias "kuñakaraí" de caliginosos vientres, turgencias voluptuosas y cachondas confrontaciones. Como era de esperarse, iba a tientas y sin utilizar su linterna para no ser pillado, lo que dio varias veces con sus huesos en la blanda pero fría barrosidad del lugar. El sibilante sur invernal seguía calando huesos y refrigerando el alma del alcalde que apenas se guarecía tras sotos y vallados. Debió sortear además varias alambradas, algunas de espinos, lo que le produjo no pocos cortes y rasgaduras de sus veteranos jeans. Pero no cejó en llegar hasta el venero de luz. Algo debía cocinarse para que a tales horas hubiese luces en movimiento. Los pobladores dormían con sus gallinas y recién a las cuatro y media bostezaban ante el pozo y la palangana. Si fuesen los hombres del coronel habrían serios problemas, pero si fuera el famoso bulto peludo de la luz mala...mucho peor.

Casi a inicios de la hora primera pudo escuchar algunas voces. Redobló su furtivo accionar buscando acercarse lo bastante para ver sin ser visto y escuchar sin ser oído. A los pocos metros, reconoció la voz de uno de los capataces del coronel Bento. Una débil y oculta fogata bajo un quincho de empajado y barroso aguaráruguái (“cola de zorro”, paja usada en techumbres), proporcionaba una débil luz y le permitiría acercarse al máximo. ¡Ojalá no tuvieran perros! Por suerte, tenía viento frontal y no podrían olfatearlo. En el poste central del quincho, un hombre bastante vapuleado se hallaba atado de pies y manos. Sus tumefactas facciones tenían huellas de golpes y sangre semiseca. El capataz y tres hombres lo estaban "interrogando" al estilo de los cuerpos de élite del presidente. Esto es, con la saña y vesanía que en forma usual los caracterizaba. Primero golpes, luego las preguntas.

—¡Decime nde añámemby! ¿quiénes son esos que se animan a molestar a nuestra gente y nuestros animales? ¡Seguro que fantasmas no son, y vos sos hijo de tu papá, el comunista Recalde, que nos culpó a nosotros de lo que le hizo algún marido celoso para vengar cuernos!

Brizuela crispó los puños. No tenía más que dos balas en su viejo colt que portaba, más con fines disuasivos que defensivos. Un peón joven le cruzó al hombre el rostro con un revés de su curtida mano.—¡Hablá pué' nde tipo! —graznó en etílico acento. El capataz se le acercó y tras dar una pitada a su cigarrito de tabaco liado, lo restregó en la frente del prisionero quien, con ojos vidriosos y ausentes, apenas pestañeó para acusar dolor. De pronto, surgieron de la nada veloces manchas oscuras que, en medio de ladridos frenéticos atacaron al capataz y sus hombres. Eran bestias sin duda, y feroces. Uno de ellos intentó huir de esa cosa peluda y sanguinaria, pero en veloz carrera eso lo alcanzó y tras derribarlo, le dejó la yugular como carne picada para so'ó josopy (Sopa de carne molida al mortero). Los otros corrieron igual ventura. Ni tiempo tuvieron de esgrimir sus machetes y revólveres, cuando ya entregaban sus negras almas al averno.

El alcalde permaneció en su escondite. No estaba en condiciones de hacer frente a las cuatro fieras, cuyas indefinidas formas lo llevaron a dudar. Tras el mortuorio silencio posterior a la masacre recién concluida, un silbido reunió a los cuatro seres en torno al poste en que se hallaba aún el hijo de Recalde Pukú. Una figura de negro poncho, aludo chambergo del mismo color y ágil porte se acercó al torturado y con certeros golpes de puñal yvapará (cachaspintas) liberó de sus ligaduras al hombre torturado, que se desplomó inconsciente. Luego de acostar al herido sobre un apyká de basta costanera, llamó a cada uno de los monstruitos silenciosos que lo rodeaban expectantes y les quitó una suerte de pelliza de piel de oveja descubriendo a cuatro robustos perros negros de raza dobermann vestidos de malasombra. Pieles de ovejas merino teñidas de negro daban el disfraz justo, pero ¿quién sería el recién llegado? ¿Debería arrestarlo por los cuatro muertos con las gargantas trituradas por los colmillos de las fieras? Lo cierto es que se lo merecían por otra parte. Apenas respiraba para no ser olisqueado ni oído por los perros. Decidió finalmente seguir esperando. El recién llegado, alzó al exánime cuerpo del prisionero a la grupa de un zaino y se alejó lentamente por un desconocido sendero, seguido de sus cuatro malasombras, dejando los fiambres de los que, en vida, fueran capangas de Bento, en el lugar, tirados como nivel de vida. El alcalde no hizo intento de seguirlo, temiendo por la integridad de su garganta.

Cuando se hubieron alejado lo bastante, Brizuela se aproximó al sitio, comprobando que ninguno estaba como para atestiguar nada.

—Se hizo justicia de todos modos. —pensó el agente de la ley. Recordó que antes del ataque le pareció oir como un silbido muy suave y casi inaudible. Tal vez se trataría de esos silbatos ultrasónicos con que se manejan perros de presa y de guarda bien entrenados.

Tras aguardar un tiempo prudencial tomó el sendero de regreso. Al día siguiente por la tarde, visitó a un pariente político del viejo Recalde. Se le hacía que el hijo de aquél, que la noche anterior había estado en tan incómoda posición entre los capangas del coronel, estaría guardando reposo en algún rancho del pueblo. El capitalino intuyó una tácita conspiración entre algunos pobladores antiguos del lugar y los misteriosos malasombras. Y deseaba no errar el tiro esta vez. Tras algunos titubeos y despistes, como si no supiese nada, el viejo Polí (Policarpo quizá) condujo al alcalde junto al herido. Este parecía duro como lapacho centenario y se reponía velozmente de la paliza infligida, pero debería escayolarse el antebrazo. Se lo habían roto o rajado en un intento de hacerle cantar acerca de los misterios circundantes. Tras solicitar que los dejen solos, Brizuela se dirigió en tono muy sordo al herido:

—He visto lo que le ocurrió anoche en los linderos de la estancia de Bento. Llegué un poco tarde, y ya lo tenían estaqueado en el quincho. Cuando los perros disfrazados de espíritus malos atacaron a los capangas debí quedarme quieto como agua de tajamar para no ser destrozado por esos perros dobermann entrenados. ¿Desean ustedes vengar al viejo Recalde o asustar al coronel para que despeje el área?

El hijo del aludido, sorprendido ante las revelaciones del alcalde, respondió en un hilo de voz: —Piense lo que quiera. Si está Ud. de parte del coronel puede hacerme apresar, torturar y asesinar ahora mismo. Bento no perdona a sus contrincantes, aunque sus hijos son algo menos crueles, pero no espere de mi ninguna información acerca del caso.

—¡Sólo quiero que se haga justicia, señor...

—Recalde. Porfirio Recalde, servidor. El herido hizo esfuerzos para hablar, pero se reprimió.

—Como le decía, sólo deseo que se haga justicia aquí —prosiguió Brizuela—, y necesito más detalles para incriminar a los Bento. He venido de Asunción, por expresa orden del Inspector Bachem y del ministro del Interior, el Dr. Insfrán. Como Ud. sabrá, los Bento son leales al presidente y en el partido de gobierno late un proyecto civilista, con el Dr. Insfrán a la cabeza. Y tengo carta blanca para que, quienes siembran el terror entre el campesinado sean castigados como fuese. Aún por sobre la ley, si ésta es injusta.

—¡Ah! ¿Era eso entonces? —exclamó sorprendido Recalde—. Yo lo creía de parte de ese... hijo de yryvu (buitre). Entonces, si estuvo ahí anoche lo habrá visto al hijo del turco. Calló de pronto como si hubiese hablado de más. El salvador no se había quitado su negro poncho y sombrero, por lo que no pudo ser reconocido por el alcalde; pero a lo hecho, pecho. Brizuela tomó la iniciativa.

—Lo supuse. No es común ver perros dobermann por la campaña. Tengo entendido que el hijo de don Elías estudió veterinaria en Asunción. Debe ser un experto en domar esos perros y hacerse obedecer. El caso es que, si para hacer justicia hay que saltar por encima del derecho... del más fuerte, voy a tener que hacerlo nomás. El convaleciente lanzó un prolongado suspiro de alivio intentando, tal vez, convencerse de la sinceridad del nuevo alcalde policial. Los tiempos eran duros en el noveno Departamento. Entre la corrupta claque militar del entorno presidencial y los tejemanejes del presidente del Instituto de Bienestar Rural se repartían cuantas tierras fiscales o privadas podían, a los caciques civiles y militares del régimen.

—Va a tener que contarme cómo empezó todo este embrollo y después debemos calcular cómo terminará —prosiguió el alcalde—. No omita nada que no haya olvidado.

—Hace pocos años, uno de nuestros compueblanos acosado por deudas de usura, tuvo que hipotecar su capuera. El coronel Bento, animado por el Dr. Frutos compró la deuda y ejecutó con ayuda de jueces la propiedad. Luego, a la señora del coronel le gustó el lugar y decidieron comprar, es un decir, toda la tierra que pudiesen, al precio que ellos imponían. Algunos, como los Ramírez y los Yaharí, no se hicieron rogar mucho. No tenían títulos y vendieron así nomás y se largaron. Otros, como los Rojas y los Recalde, nos negamos a vender nuestra heredad y esa fue nuestra desgracia. Mi padre tuvo cierto día la ocurrencia de desafiar al coronel a un mano a mano, en el boliche de don Elías. Tal vez impulsado por el espíritu de la guaripola (aguardiente). El coronel se le achicó, pero a los pocos días lo emboscaron en un tape po'í (sendero estrecho, en argot campesino) y lo dejaron por muerto. No contaban con que pudo vivir unas horas para desenmascarar a sus asesinos.

—Hasta ahí, ya me han comentado, interrumpió el alcalde - pero es bueno oírlo de primera boca. Cuénteme cuándo y cómo empezaron las "apariciones" y su relación con este caso. ¿Qué tiene que ver el turco Elías con ustedes?

—Somos todos valles (compueblanos) y eso hace que seamos solidarios entre nosotros. Usted viene de la ciudad, donde casi nadie sabe quién es su vecino. ¿Cómo van a poder entender de estas cosas? Casi todos nosotros fuimos a la misma escuela, jugamos en la misma canchita, bebimos en los mismos pozos, nos refrescamos en el mismo riacho... ¡y de repente viene un pajuerano a quitarnos nuestras chacras, porque sí!

—Viví en Asunción, pero nací y me crié en la campaña —replicó Brizuela—. Soy del Guairá y me crié por ahí. Conozco bastante de la gente del interior. Y sepa que antes de venir como policía, yo era músico y asistente social. Incluso viví en un rancherío de los Avákatueté (aborígenes guaraníes) en Alto Paraná. Fue a causa de la malaria que me enviaron a Paraguarí, una de las pocas zonas no palúdicas del país. Pero no soy de la madera de los otros policías de la delegación. Delgado Ibarrola es un ex cuatrero, Jimene'í es un asesino incorporado, igual que Mandi'oro (mandioca amarga) y todos los otros, excepto media docena, tienen su historia.

—Eso mismo nos dijo el turco. Que usté' no parecía un malandra de esos que suele enviar la Delegación. Por eso le dijimos a la señora directora que le cuente todo. Ahora usté' tiene que decidir entre apresarme o...

—¿ ...O qué? Parece que el operativo está bastante bien encaminado. Su padre ha sido vengado, pero el coronel puede traer un pelotón de infantería y barrerlos a todos. Tarde o temprano vendrán. Ellos tienen sus armas y nosotros apenas algo de inteligencia. Debemos trazar un plan para que los Bento se alejen para siempre de la zona. Y para eso, hay que asustarles a fondo. Cada semana voy a tener que ir a la delegación a dar parte, y tal vez aprovecharé para pispar lo que se comenta en el entorno de Bento. Pero mientras tanto, dígale al hijo del turco que suspenda las incursiones de sus fantasmas. Todavía no di parte al juzgado de los fiambres que quedaron en el quincho ése. Voy a esperar a que alguien los encuentre para intervenir. En cuanto a Ud. es mejor que vaya a la capital y se haga enyesar el brazo. Por acá corre peligro.

—Gracias, sr. comisario. Vamos a portarnos bien hasta que vuelva, pero no descansaremos hasta liquidar todos los animales del coronel, así como él se comió los nuestros —se despidió el hijo de Recalde Pukú.

En Paraguarí causó revuelo en el clan Bento la noticia del hallazgo de sus capangas, triturados por una bestia desconocida. El coronel estaba con un humor de perros, con perdón de estos pobres cánidos, y denostaba contra la incapacidad de la policía y la gendarmería del IX Departamento. El delegado de gobierno lo escuchaba preocupado, mientras en la oficina contigua Brizuela se mordía las uñas. El coronel tenía mucho poder, incluso más que algunos generales, por gozar de la confianza del presidente. De pronto el coronel encarando al delegado le espetó —¡Voy a ordenar que vaya una compañía de comando a perseguir a los abigeos que asesinan a mis empleados! ¡Y usted ordene a su alcalde que no asome el pico fuera de la alcaldía, para que no moleste en la limpieza! Voy a tomar Simbrón bajo mano militar y espero que su alcalde no se meta en este entrevero. Vamos a ver quiénes son esos póra (fantasmas) que se animan a enfrentarnos.

Brizuela intuyó que Bento desconfiaba hasta del propio ministro del interior, ya que se notaba su influencia en varias seccionales partidarias del noveno departamento. Ello presagiaba un paulatino endurecimiento de la represión militar contra los civiles. Y si el Dr. Insfrán fuese destituido debería irse de la Delegación. Todo se iría al traste. No simpatizaba además con el candidato a suplirlo: un tal Montanaro, mediocre y repelente si los hay.

Una vez reincorporado a su oficina, se reunió en la casa del turco con el hijo de éste. Bento no tardaría en aparecer por Simbrón con sus hombres. Y defenderse del ejército era suicida. Lo mejor sería desaparecer por un tiempo hasta que las tropas regresasen a la guarnición militar. Luego se podría contraatacar hasta donde se pudiese y replegarse nuevamente.

—Yo no voy a poder estar con ustedes por mucho tiempo —comenzó el alcalde—. Bento está pidiendo a gritos las cabezas del ministro y del delegado. Con ellos me voy a tener que ir. Podemos urdir un plan de largo plazo, pero no le hagan frente a los soldados. Ellos son conscriptos y no tienen mucha vela en el entierro. No ataquen más que a los animales. Usted como estudiante de veterinaria, ¿no tendría conocimiento de alguna plaga que pudiese exterminar el ganado del coronel, sin arriesgar el cuero de nadie?

—Pudiera ser un arma de doble filo —respondió Ibrahim Elías. —Una peste puede aniquilar todo el ganado de la región. Pero tal vez, algunas trampas, o dardos emponzoñados con curare amazónico, quizá...

—Lo que sea con tal de que no haga ruido. contestó el alcalde. Sus perros son muy ruidosos e identificables...

—No si yo se los ordeno. Chuck, Atila, Rex y Pombero pueden ser más silenciosos que pantuflas de seda y peluche, e incluso atacar sin hacer bocina. En mi caso, perro que muerde, no ladra. Y los vellones de lana negra son difíciles de pillar en la oscuridad. Repuso el interlocutor. —Claro que a la hora de atacar, no son muy selectivos. Cualquiera que se encontrase frente a ellos estaría perdido. Sólo saben dos cosas. Asustar o matar. Pero no puedo enseñarles a matar ganado y asustar al mismo tiempo a los soldados.

—Creo que será mejor cuerpearle a los soldados mientras tanto. ¿Cómo funcionan los dardos?

—Con rifles de aire comprimido o cerbatanas indias. También puedo construir armas más potentes con gas licuado, como para disparar a cientos de metros sin hacer ruido. No me gustan las armas de fuego. Porfirio Recalde está a salvo en Asunción, aunque Bento tiene poder para hacerlo apresar en cualquier sitio dentro del país, pero no creo que lo haga. Sólo su capataz sabía algo de nuestro plan, pero se llevó el secreto a la tumba. El coronel aún ignora en qué andamos. Está más perdido que gorrión en aeropuerto.

—Creo que me van a trasladar a Paraguarí antes de despedirme —aclaró el alcalde. —Parece que el presidente y sus secuaces sospechan que el Dr. Insfrán le hace la sombra o competencia, o algo por el estilo, para captar adeptos y seccionales para su nuevo proyecto político de neto corte civil. El ministro piensa que se debe volver al gobierno de la ley. No entiendo mucho de política, pero creo que el poco poder que tienen los civiles se está acabando. Hay un tal Montanaro que aspira al ministerio del interior, y es cercano al entorno del "rubio". Si esto sucede, haga lo que pueda aquí. Yo no podré ayudarles más. El alcalde calló.

—Con ocultar nuestro secreto ya hizo bastante. Si hubiera sido como los otros estaríamos todos muertos o torturados en la Delegación o en la Artillería. Hay allí un tal mayor Carpinelli, de carrera que no dudará en aplastarnos. Es cruel como Bento y mucho más ambicioso. No va a parar hasta llegar a comando de algo.

—Bueno, despídame de don Elías. Mañana viajaré hacia Paraguarí a presentarme al delegado. No se arriesguen sin necesidad.

Brizuela se dirigió hacia la alcaldía a recoger sus magros bártulos. Tal vez en una semana volvería a Asunción. El posible defenestramiento del ministro era cuestión de horas, quizá. No debía quedar a merced de las nuevas autoridades. Tal vez se quedase en Paraguarí pero desvinculado de la delegación, aunque poco le importaba. No tenía pasta de torturador ni de fanfarrón de feria.

Acertó plenamente en sus corazonadas. Los militares se salieron con la suya y reforzaron su poder. Pero el coronel Bento, poco a poco y ante la impotencia de sus capangas y soldados vio disminuir sus animales; no carneados por cuatreros, sino simplemente muertos por una rara enfermedad o atacados por alguna bestia sanguinaria que apenas les destrozaba la yugular, pero no más. Simplemente mataban y se iban al corazón de la noche.

Ante la tenaz oposición de los lugareños y su aparente desconocimiento de los depredadores que lo asolaban, el coronel se replegó hacia Paraguarí con sus soldados, tras quedar casi sin animales en sus campos, cubiertos de carroña y silencio. Tampoco encontró quienes quisieran atender sus establecimientos por todo el oro del mundo. Sus hijos se recluyeron en la capital en oficinas públicas y se negaron a volver hacia sus abandonados latifundios.

Ibrahím Elías y Porfirio Recalde volvieron años más tarde a Simbrón. El ex alcalde los acompañó a caballo por todos los rincones de la compañía de Roque González de Santa Cruz. Los campos del coronel seguían vacíos y yermos. Pesaban en ellos leyendas de tétricas maldiciones proferidas por un muerto, e incluso los pobladores esquivaban el bulto al pasar por sus cercanías. Sólo malezas y espinos campeaban en lo que fuera la estancia modelo del coronel. Sus hijos no volvieron a intentar ocupar la extensa propiedad, prefiriendo medrar en puestos públicos en la capital. El coronel había fallecido recientemente en olor de carroña y sofocado por la impotencia de ser derrotado por un muerto con todo su poderío bélico y político. Los Recalde y otros damnificados por su prepotencia no tardarían en volver. Nuevos tiempos se avizoraban en un no lejano futuro y grandes cambios llegarían tras el derrocamiento de una larga tiranía militarista y totalitaria, para bien, para mal… o para peor; pero algo cambiaría sin duda.

Cuatro perros dobermann —de edad provecta pero aún erguidos y sanos—, trotaban alegremente tras Ibrahím Elías, como recordando sus correrías fantasmales por esos andurriales. Tal vez sus descendientes quedarían como recios centinelas de justicia. Recalde Pukú podría ya descansar en paz



NEBULÆ


Soy lo que soy, desde el ¿principio? de una entidad ilusoria denominada tiempo en que mi expansión se puso en perpetuo movimiento hacia los imprecisos límites de otra entidad inmensurable llamada espacio, al principio vacío de densidad menos-cero. Un mega orgasmo expansivo fue la causa inicial de que me proyectara al exterior de una singularidad gravitatoria y seguiré creciendo —infinitamente— hasta siempre jamás.

Yo: Nebulæ, portador/portadora bigenérica de toda materia creada por mí y en mí, por las eras de las eras, por los tiempos de los tiempos, por los espacios de los espacios, donde voy creciendo y devorando cuanto me rodea, dando y destruyendo vida, mundos, soles y astros de infinita variedad, grandeza y cuasi-perennidad.

Mi cuna y hogar, es el espacio sin fin aparente, aunque definido por mi gigantesca —y aparentemente irracional— forma de nebulosa de gases y polvo, estoy desplazándome a miles de años-luz en pos de la nada; o quizá de algo indefinible como mi propia naturaleza, en la que indescriptibles átomos de tenue materia gaseosa danzan su eterna pasión de energía y radiación; absorbiendo espacio tras espacio, como alimentando las hornallas de mi inconmensurable atanor vital.

Heme —aquí, ahora y siempre— en un eterno estallido, expansivo, perpetuo y creativo. Yo: Nebulæ, soy lo uno en lo múltiple, lo efímero en lo eterno, lo tenue en lo luminoso, lo blanco en la negritud espacial, en una búsqueda —quietamente incesante— del Ser. Es decir: de lo inmutable y perfecto en su mayestática eternidad y sacro misterio matemático, aún insondable para los efímeros mortales.

Soy lo que soy, en el devenir de una sucesión infinitesimal de instantes. Perviven en mis átomos los tiempos congelados en la luz solidificada de lo intemporal, encegueciendo a la oscuridad cósmica, que intentara en vano envolverme en su gélida mortaja de olvido. En un principio era el Caos, hasta que una conmoción cataclísmica dio inicio al estallido de la protomateria, origen de todo lo creado. Yo: Nebulæ, soy la ultrapoderosa macromanifestación de lo grande en lo pequeño —el multum in parvo— de todo lo creado y por crear; la sucesión ininterrupta de una entropía que se despeña —en progresión geométrica— hacia su consumación y resurrección.

Yo: Nebulæ, soy la silentemente sonora e inmensa paradoja de la inestabilidad de lo inerte, de la levitación gravitatoria de los mundos, existentes e increados; de la negatividad afirmativa en la búsqueda de la materia mutante; de la solidez perfecta en su geometría molecular y espiritual —la explicación de lo inexplicable— que buscarían en vano los alquimistas de la demencialidad y los filósofos de lo banal. Yo: la panacea cósmica que intentarían infructuosamente encerrar en conceptos vacuos, los pretendidos sabios de la física cuántica y cazadores furtivos de micropartículas, tan evasivas cuan fugaces.

Llevo millones de eras expandiéndome sin solución de continuidad; destruyendo y creando metagalaxias, hipergalaxias, cúmulos estelares, quasares, soles negros, supernovas, púlsares, estrellas momificadas de neutrones, agujeros negros, planetas feraces, o estériles y absurdos, mundos bizarros de muy desfloradas primaveras, asteroides, cometas y corpúsculos infinitesimales; llevando en mis entrañas ionizadas y gaseosas, el polen efervescente y vital de las flores cósmicas. Ni recuerdo cuándo fue el estallido inicial que puso principio a mi existencia. Sólo sé, que desde los protoprincipios del UNO estoy en marcha a velocidades vertiginosas, devorando vacíos inconmensurables en todas las direcciones, como testimonio de mi omnipresencia casi total.

El vacío no terminará de llenarse jamás porque toda mi entropía resultante deberá reciclarse y principiar desde el menos-cero a lo infinito y absoluto. Yo: Nebulæ, Alfa y Omega de todo devenir. Yo: Nebulæ, inteligencia primordial y fuente de todo lo existente y por existir, coexistiendo con mis infinitas circunstancias y experiencias ilimitadas: desde la felicidad más irreverente y transgresora a la gravedad más circunspecta y fría. Todo me estará permitido en este continuum espacio-temporal.

Yo: Nebulæ, soy y seré suma de todas las sustracciones, negación de todas las adiciones; vector de todo lo cóncavo y azimut de todo lo profundo; no he de morir jamás, ni dejar morir al alma universal que contiene cuanto ha creado la Inteligencia omnipresente que emana de mí.

Yo: Nebulæ, soy dicción de las a-dicciones y estigma de todas las memorias y lo olvidado en horizontes de recuerdos. Yo: Nebulæ, soy misterio de la materia y material de todos los misterios, en un reposo cinético —aparente— de segundos infinitesimales, elongándose perpetuamente, por siempre jamás; no he de dejar de ser en mi eterno devenir.

Nada es definitivamente pequeño ni infinitamente grande para mí, en la minuscularidad de mi grandeza y en la perennidad de mi singularidad. Soy la materialización de todo lo espiritual y el alma de toda materia. Desde la micropartícula más elemental al macrocosmos más infinito.


Yo Soy, y me pertenezco, con los seres que albergo y creo, en una constante irracional y aritmética de lo transfinito. Seres burbujeantes, frágiles y efímeros —pero que encierran una evolución de eones y eones— viven en mis entrañas: la Vida en su múltiple manifestación y niveles de inteligencia, instinto y pasión contenida y continente.

Yo: Nebulæ, soy la chispa de toda deflagración y ceniza de todas las entropías consumadas y por reiniciar. Yo: soy armonía de esferas y luminarias cósmicas en su perpetua danza de cronométrica precisión. Yo: soy el Todo contenido en la Nada y creado de la Nada, en pos del Todo y nuevamente rumbo a la nada, sin solución de continuidad.

Yo: Nebulæ, soy y seré vehículo portador de la inteligencia primigenia y la sagrada simiente de la vida: generación-destrucción y génesis. Yo: Nebulæ, Soy lo que Soy, pero aún me niego a ser en definitiva a causa de mi devenir ininterrupto y constante. Ninguna razón filosófica me contiene y todas las filosofías me esbozan en su especulativo discurrir. Contengo todos los pensamientos y soy el pensamiento que lo contiene todo.

Yo: Nebulæ, soy y seré la marejada abisal proyectada desde el centro de la más absoluta singularidad, a las fronteras de lo incognoscible, sin poder jamás llegar a ello, porque soy la creación de mí mismo y mi propio límite impreciso e inmortal.

Miles de millones de eras pasarán, y seguiré devorando vacios, creando y destruyendo materia y a la vez dejando de existir poco a poco en mi forma actual, hasta alcanzar el postrer estado del espíritu inerte y perfecto. Hasta entonces, me darán muchos nombres, astrónomos, teólogos, filósofos, maestros, discípulos, charlatanes excelsos, sacerdotes, pastores, popes, cardenales, rabinos, lamas, brahmines, chamanes, mullahs o doctores de la teología de lo imposible. Ninguno satisfará mi condición de condiciones. Ninguno ha de insinuar siquiera mi naturaleza creadora e increada. Yo: Nebulæ, soy la paradoja de conciencias; matriz y matraz alquímica de inconciencias, origen de toda creencia y ciencia de todas las ciencias.

No intento describir más que una tímida parábola acerca de este misterio cósmico que engloba a todas las esferas y une todos los puntos, gravitando en cada átomo del Universo. Apenas borroneo pálidamente una mera pincelada de cuanto contiene mi existencia creciente; de cuanto sostiene mi titánica energía y mi efervescencia radiante; la fuerza que puede entretejer el cosmos con sus cuerdas gravitatorias y lacerar los vacíos existentes aún, llenos de nada. Y la Nada que ha engendrado en el excelso huevo alquímico al Todo a partir de la caótica danza de gases ionizados, se manifiesta en mí y desde mí.

Yo: Nebulæ, soy padre, madre, hijo y espíritu de la materia toda que impregna los abismos siderales. Yo: carne de las carnes que señorean los planetas, dotados de los dones misteriosos de la animación, locomoción, conciencia y deducción.

Nada me detiene, todo me contiene, mi fuerza me sostiene en un perpetuo movimiento de expansión, donde el tiempo desaparece en una vorágine de energía desatada desde el inicial microsegundo Alfa de mi creación infinita. En un principio lejano, he sido apenas un punto infinitesimalmente pequeño, pero de una densidad de increíble magnitud, que no puede ser imaginada ni contenida en ecuación alguna de la mecánica celeste.

Yo: Nebulæ, soy alambique destilador de todo Ser en cuerpo, alma y energía. Yo: la fuerza devastadora, creadora, destructora y conservadora; hálito de Brahma, según los pretéritos libros y de acuerdo a los delirantes atisbos imaginativos de los sacerdotes védicos.

Fue justamente el vacío sideral y no la energía centrífuga, lo que diera inicio a la expansión original. La singularidad del átomo-simiente-parental de infinita densidad —y cuya masa era del peso de toda la materia contenida en el cosmos— sin embargo no fue suficiente para la explosión primigenia. El vacío que contiene toda la nada del universo fue la gran aspiradora que puso en marcha la expansión del Todo hacia los abismos exteriores del espacio profundo.

El vacío me pertenece. Es mi alimento y mi fuerza motriz. No la gravitación, como creen muchos físicos teóricos y profetas de lo obvio. El vacío de densidad menos-cero fue la protocausa de mi devenir y del destino de cuantos evolucionaron en mi seno. Yo: Nebulæ, padre-madre-hijo-hija de las generatrices de todos los principios genéricos; causa primordial de todas las causas y efectos, seré siempre y por siempre, porque antes que materia soy espíritu; antes que espíritu soy energía, antes que energía, soy Conciencia; antes que Conciencia, soy Justicia; antes que Justicia, soy Amor. Yo: Nebulæ: Ser de seres.

Antes que la insignificante humanidad —contenida en una minusculísima mota de polvo perdida en los bordes de la inmensa espiral de la Vía Láctea— pudiese auscultar siquiera el misterio de su origen cósmico, habrá probado —para entonces— las amargas mieles de su final. Y yo: Nebulæ, seguiré siendo el contralor de todas las voluntades, el destino de todos los desatinos y luz de todas las tenebritudes. Yo: Nebulæ, unidad y multiplicidad, la suma y la sima, superficie, cénit y nadir de todo. ¿Cuándo cesará mi eterno expandir hacia los espacios exteriores que aún esperan mi omnipresencia? ¿Cuántos espacios esperan por mí? Aún lo ignoro, pero debo presuponer que los inmensos vacíos que no ha hollado mi energía vital, no han de terminar jamás, ni llenarse nunca, porque la materia se transmuta constantemente en energía y la energía en Conciencia, a velocidades de vértigo. Yo: Nebulæ, soy origen de todo lo conocido y por conocer; he de envolver aún tanto espacio como no cabría en la imaginación de todos los seres racionales e inteligentes del Universo. Soy la protomateria de cuanto ha sido creado y de cuanto aún espera el aliento vital de las nuevas deflagraciones estelares que darán inicio a nuevos sistemas y mundos con su cohorte de planetas y seres, vivientes o no.

Yo: Nebulæ, lo soy todo porque me he creado a mí mismo de la nada. Y finalmente, la nada será la meta final y el reinicio de todo. Sólo me intriga, el enigma que he suscitado en ciertos seres de uno de los mundos perdidos en mi inmensidad continente y que los haya motivado a inventar cultos en mi homenaje; que los haya inducido a crear ritos complicados de culpas e indulgencias; que los ha incitado temerosa y temerariamente a declararse esclavos o siervos míos y denominarme con ansiedad mal contenida y aún no exenta de incertidumbre: "dios".

Incluso hasta dudando a veces —acertadamente por cierto, supongo—, acerca de mi existencia.



EL SANTO DESCONOCIDO

Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción. Decían los más viejos entre los viejos de mi casa, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos.

Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro santo, que empezó a ser venerado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca'aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los bolicheros de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo en algún problema que tuvo. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela!

¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca'aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente.

Es que el santito tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales por lo que aportaban a los fondos de la familia. Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo.

Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional. Como tenía identidad ignorada fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? neomaquiaveliano), es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre y que, después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad, eso sí, muy simpático y dicharachero.

Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales.

La afluencia de romeros era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas de barro cocido, una pequeña imprenta para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca'acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cófrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y permaneció en Ca'acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.

Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental.

Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un presidente de seccional del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el seccionalero, un tal Itzvan Smirnoff, también hermano de logia, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.

Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era.

Demás está decirles que don Itzván aceptó en un inusual arranque de magnanimidad y, tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní.

Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio.

Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center.

Por esos días ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cófrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas maderas me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo.

Cuando alcancé la edad adúltera, quiero decir: madura me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos preparaba un conocido arquitecto capitalino, acabados poco tiempo antes de fallecer éste de una misteriosa enfermedad color de rosa.

Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al Canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables.

Pero sí sé con certeza que para nosotros no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad.

Amén.



LA NOCHE DE LOS SACRIFICIOS

Un sudor frío invadió todo mi ser tras despertar de mi sueño violentamente. A poca distancia de nuestro mortecino fogón, un astro luminoso y ominoso se precipitó al suelo con horrísono estruendo, haciendo temblar el suelo en derredor nuestro.

Ultimamente los dioses están irritados con nosotros. Yo: Grunt, hechicero y hacedor de lluvias del clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos, poco puedo hacer para que ellos me escuchasen y se dignaren proveer agua y comida a mi gente. Nuestro clan está pasando hambre y penurias a causa de desconocidas fuerzas que alteraron el clima y provocan constantemente la caída de rocas del cielo. Un volcán en el horizonte vomita fuego y piedras ardientes.

Malignas cenizas brotadas de sus profundas entrañas hirvientes cubren el entorno y nos provocan dolencias en el pecho. Mnik, la pequeña nieta de V’Zurah, la Gran Abuela del clan, acaba de viajar al país-de-las-largas-sombras para siempre. Poco he podido hacer para salvarla. Su cuerpecito ha sucumbido al hambre y la sed, además del mal que corroía su interior. Poco a poco, el clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos está desapareciendo de la faz de la tierra. Los días de paz y hartura lejos han quedado.

Diviso a la matriarca del clan tendida en su yacija de piel de oso de las cavernas, macilenta y pálida y con las ganas de vivir en descenso; como si insistiera en seguir el camino, largo y escabroso de quienes han partido para siempre. Me acerco a ella para asistirla y brindarle algunas hierbas y raíces que aún quedan y han sobrevivido a estos yermos tiempos que nos castigan implacablemente. V’Zurah me mira lánguidamente, cual rescoldo de fogata que aún pervive negándose a la extinción.

—Gracias, mi buen amigo. Pocas lunas me quedan ya para acompañarte. Lamento no poder ayudarte a aplacar a los dioses y salvar a nuestro pueblo. ¿Qué olvidado tabú hemos violado que con tal crueldad nos castigan? ¿Alguna mujer del clan transgredió casi olvidados preceptos de no engendrar hijos en luna llena? ¿Quizá hemos cruzado el prohibido territorio de algún dios desconocido sin saberlo? Lo cierto es que la naturaleza nos está negando el derecho a pervivir con nuestros descendientes. ¡Oh! mi buen Grunt. Debemos insistir un poco más. El corazón me dice que si resistiéramos vendrán tiempos mejores. Pero será preciso pagar su precio a nuestros dioses y ¿por qué no? a los ajenos también... y me gustaría acompañarte en la ceremonia del sacrificio del plenilunio azul.

Recordé que faltaban pocas lunas para el día de las expiaciones. Tal vez debería transmitir mis conocimientos a mi sucesor: Knat, un muchacho aún impúber, pero con una curiosidad y una sed de conocimientos que no le cabían en su ya macilento cuerpo canijo de privaciones y necesidades insatisfechas. Yo comparto con él mi ración de hacedor de lluvias, que aún en época de penuria es algo mayor a la que reciben los demás miembros del clan.

Un súbito resplandor en el firmamento preanuncia la caída de otro astro ardiente. Por suerte, el estruendo me indica que cayó bastante alejado de nuestro campamento; pero tal vez nuestra nefasta suerte nos castigase con otro de más puntería que nos haga desaparecer definitivamente. Cuentan los ancianos que cierta vez uno de ellos cayó en medio de un campamento dejando sólo un inmenso valle mustio y ceniciento. Y esas caídas son más frecuentes de lo que quisiéramos. Tal vez fueran dioses que se precipitasen desde los cielos tras perder su poder. ¡Vaya uno a saber!

Creo que deberíamos buscar otras opciones para la sobrevivencia, que no sea el humillarse e implorar a dioses desconocidos. Valernos de nuestros propios medios y de nuestra experiencia. ¡Lástima que tan poco conozcamos aún los secretos del funcionamiento de la naturaleza y sus inmutables leyes! ¡Ah! pero llegará el día —si sobreviviésemos como especie—, en que ella no tendrá secretos para nosotros y nos brindará cuanto necesitemos; para nutrirnos y cubrirnos de las inclemencias de los elementos.

Busco a Knat que se halla debilitado por las penurias, y le insto a acompañarme a recorrer los alrededores en busca de un poco de tierra húmeda con que aliviar nuestra sed y refrescar nuestras lenguas, que agua no queda ya en el entorno. ¡Tantas lunas hace que no cae una gota del cielo! Los pocos hermanos animales que nos alimentaban ya no están. Nuestro valle es un inmenso pozo reseco y yermo. Recuerdo que de niño contaban los abuelos que aquí, en tiempos olvidados y extraviados en la oscuridad de las memorias, habría caído una gran roca devastándolo todo. Puede ser. Alzo la vista al firmamento oscuro y señalo a Knat los astros fijos que chisporrotean en lo alto formando grupos y figuras imaginarias que nos orientan. Le hablo de las especies de plantas que sirven para aliviar dolores y curar heridas. Le explico pacientemente cuanto aprendí de mi antecesor y le relato historias que retengo en mi ya frágil memoria, acerca de nuestros antepasados que moran en el país-de-las-largas-sombras, aguardando por nosotros. Knat escucha pacientemente y trata de retener la mayor parte de cuanto trato de transmitirle de boca a oreja. Es muy aplicado y no hace muchas preguntas, como dando por cierto cuanto sale de mi boca y de mi corazón. Por cierto, he de procurar que mis palabras no tengan el dulce sabor de la mentira, pues de ello depende nuestra supervivencia en lo futuro.

De pronto, un aroma húmedo penetra con fuerza en mi nariz como tratando de excitar mis sentidos casi mustios. Sigo la dirección del seco y cálido viento que me lo trae, secundado del escuálido Knat, que a duras penas, trancos y tropiezos trata de igualar mis experimentados pasos. Tras cierto tiempo, un fino chorro de límpida agua se me hace visible entre rocas, a cuyo pie forma un diminuto charco barroso. Un pequeño roedor está abrevando, y, sin pérdida de tiempo lo golpeo con mi largo cayado. Tras alimentar a Knat, lo envío a buscar a los nuestros para acampar allí. Por lo menos tendremos hierbas y raíces, más alguno que otro animalito para comer mientras tanto.

Horas después, compartimos nuestras magras raciones con los sobrevivientes del clan-del-Tigre-de-los-largos-colmillos. V’Zurah, la Gran Abuela va recuperando, poco a poco, sus menguadas fuerzas y su depauperada vitalidad. También la Gran Abuela decide traspasar —a la que le sigue en edad— sus atributos matriarcales: es decir su pelliza de piel de oso de la montaña y sus collares y adornos relativos a su jerarquía. En nuestra tribu, la mujer de más edad, tiene el mando y las decisiones trascendentales sobre el destino de cada uno de nosotros. En cuanto a mí, hacedor de lluvias y curador de males, si bien, dispongo de cierto poder y respeto y la responsabilidad de la supervivencia de mi clan, no tengo poder de decisión y cualquier asunto que concierne al clan debo consultar con la matriarca, quien tiene la última palabra.

Tras pocos días, el pequeño surgente se fue agotando irremediablemente, por lo que debí partir con Knat a buscar otros sitios más propicios para medrar otro tiempo, hasta que volviesen a agotarse sus recursos. Indiqué a mi discípulo que escalásemos hacia la salida del valle, buscando tierras altas. Quizá hallásemos a otro clan o tal vez animales que cazar; toda vez que nos lo permitieran nuestras exiguas fuerzas. Tras dos jornadas de camino hallamos un grupo perteneciente al clan-del-Búfalo-negro-de-las-praderas. Luego de relatar nuestras penurias, nos propusieron cambiar dos mujeres jóvenes de nuestro clan por comida y agua para cuatro lunas, dentro de un pequeño roquedal alimentado por un manantial, aún inagotado. Como yo no podría decidir, envié al joven Knat, tras darle un magro alimento de raíces apenas cocidas y una vasija de barro con agua, junto a V’Zurah a fin de llevarle la proposición del clan anfitrión. Incluso, éstos sugirieron que podríamos vivir en el lugar por el tiempo asignado.

Los del Búfalo negro, habían perdido muchos cazadores y mujeres jóvenes en manos de un clan rival; y si bien disponían de alimentos y agua, necesitaban repoblar su menguado campamento hasta poder enfrentar nuevamente las incursiones del clan enemigo. De ahí su propuesta de canje, en estos momentos ventajosa para nosotros; que disponíamos de muchas jóvenes pero pocos cazadores. A lo lejos, los astros errantes continuaban surcando los cielos, con su estela de fuego y muerte, aunque pocos llegaban realmente a caer. Muchos simplemente se extinguían antes de tocar los suelos, pero de todos modos, apavoraban a nuestra gente con su trágica belleza. Hacia el oriente nocturno, cierta madrugada poco antes de despuntar el lucero de la mañana, apareció de pronto un astro inmóvil y fulgurante, con una larga cauda semejante a velo de agua escaldada. Nunca lo habíamos visto antes y deduje —tras observarlo durante varios días—, que tal vez los tiempos de penuria estuviesen tocando a su fin.

Poco a poco, el ominoso astro se fue alejando hasta desaparecer al cabo de varios días, aunque el recuerdo de su belleza perdurará tal vez mucho tiempo en nuestras memorias. Tras pocos días de convivir con los del clan del Búfalo negro, luego de acceder a sus condiciones, V’Zurah me propuso apurar el traspaso de atributos a fin de participar en la ceremonia de la Gran Expiación en busca de mejores tiempos para nuestro pueblo, ya al borde de su extinción. Incluso el viejo Hacedor de lluvias del clan-del-Búfalo-negro-de-las-praderas que nos albergaba temporalmente, nos sugirió que habría que realizar un sacrificio para mejorar las cosas. Accedí de buen grado y obtuve el apoyo moral de la Gran Abuela para tal fin.

Tras continuar la instrucción de Knat, y hacer lo propio V’Zurah con Wrakki, quien le sucedía en edad, y a la cual traspasó sus conocimientos y los mitos e historias de nuestros antepasados, el tiempo siguió su curso inexorable. La noche del plenilunio azul se aproximaba. Pasé buena parte del tiempo frotando la filosa piedra de mi hacha ceremonial contra las no menos duras y brillantes piedras del roquedal, al pie del chorrillo cristalino que sobrevivió, no sé cómo, a la atroz sequía que nos abrumaba.

Knat ya se ejercitaba solo repitiendo junto a la hoguera del clan los relatos interminables, historias y cuentos referentes a nuestros ancestros; así como avistando el cenit en busca de los astros caminantes que, día a día cambiaban de lugar escondiéndose o jugando a hacerlo, entre las miríadas de luminarias fijas que nos contemplaban desde lo alto. Deduje que Knat llegaría a ser un buen Hacedor de lluvias. Tal vez mejor incluso, que su predecesor, ahora atenazado por la impotencia ante las ocultas fuerzas de la naturaleza; que se empeñaban en poner a prueba nuestro amor a la vida y a nuestros hijos.

Tras cumplirse el plazo que nos fijaran los del clan-del-Búfalo-negro, nos ofrecieron la opción de permanecer diez lunas más en el lugar a trueque de una doncella núbil y un joven cazador. Tras consultar con nuestra matriarca y ésta a su vez, con los posibles candidatos al canje, se llegó a un acuerdo alternativo. La Gran Abuela propuso unir los dos clanes bajo la pintoresca denominación de "El-gran-astro-brillante-de-cola-hirviente", en alusión al misterioso fenómeno aparecido tiempo antes y que según la matriarca, nos depararía tiempos mejores. Además, aseguró la anciana V’Zurah, la unión nos haría más fuertes ante la adversidad y las privaciones, así como de las incursiones de otros clanes.

Para sellar el acuerdo se unieron las fogatas de los dos clanes y se prepararon las ceremonias sacrificiales del plenilunio azul, donde V’Zurah y yo debíamos traspasar nuestros atributos a quienes estaban designados a sucedernos. Esa noche, la Gran Abuela, exultante y erguida pese a su estado de privaciones, se acercó a mí y me dijo:

—Quiero estar junto a tí, mi buen Grunt, en recuerdo de los muchos hijos que hemos engendrado juntos y de las noches que descubrimos astros nuevos en el cielo.

Acomodóse sobre mis pieles y nos quedamos un buen rato recordando lo pasado, junto a nuestro sufrido pueblo y a los que ya partieron y nos estaban aguardando, sin duda. Al llegar al cenit la luna, contemplamos nubes avellonadas, antes ausentes. Llamé a Knat y nos dirigimos con la matriarca y su sucesora al centro de las hogueras de ambos clanes unidos. Un poco de sangre debía rubricar la fusión de nuestros pueblos, y de paso aplacar a los dioses responsables de nuestras penurias. V’Zurah de pie junto a la hoguera de nuestro clan se despojó de sus pertenencias entregándoselas a Wrakki. Luego se arrodilló desnuda frente a la fogata, agachando la cerviz. Sin pérdida de tiempo le asesté un fuerte y certero hachazo en la nuca, que coincidió con el estampido de un rayo y las primeras gotas del cielo.

Contemplé el cuerpo exánime de la matriarca y entregué el hacha a Knat, arrodillándome a mi vez junto al cuerpo aún tibio de la Gran Abuela. Alzando la cabeza hacia lo alto veo nubes arremolinándose en torno a la luna llena, que aún nos contempla antes de ser oscurecida por el celaje. Un fuerte viento nos azota desde el poniente. Lanzo un fuerte grito, como desafiando a los dioses, mientras la tribu danza con gritos destemplados agradeciendo la bondad de los dioses que finalmente se disponen a enviarnos agua, y me inclino reverente sobre el yerto despojo de mi amiga. Knat alza el hacha, como dudando de utilizarlo y tuve tiempo de ver un relámpago cruzando fugazmente los cielos que parecen comenzar a llorar, mientras tímidas gotas de agua mojan mis cabellos, antes de…



LAS ALFOMBRAS DE ISHKANDAR


Un militar norteamericano —de cuyo nombre no quisiera acordarme—, estando en misión de ocupación en Iraq, tras los saqueos de los museos de Bagdad, oyó relatar esta historia por parte del profesor Ishmail Z`wari Mahmoud, quien por esos días intentaba infructuosamente detener el inicuo saco de milenarios tesoros culturales de una de las cunas de la civilización mundial, efectuado al amparo de la invasión extranjera.

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Hace muchísimos años, tantos que no pudieron haber sido calendarizados, el visir Shaar Ib’niz, en viaje hacia Ishkandar, se detuvo en un oasis para un merecido reposo, en casa de un varón justo de nombre Khemail Ish Fahan.

Khemail Ish Fahan comentó al Visir Shaar Ib'niz —el cual se hallaba de paso, en misión de recaudar los impuestos de vasallaje—, acerca de las maravillas de Ishkandar, reino tributario del Gran Rey de Persépolis. Desde perlas del tamaño de cocos, diamantes del brillo de un sol, palacios lujosos con la majestuosidad de monumentos y miniaturas apenas visibles al ojo humano, como una joya diminuta en oro y platino representando un oasis esculpido no mayor que una uña de meñique. El Visir Shaar Ib'niz prestaba atención auditiva a Khemail Ish Fahan, su anfitrión, con los ojos abiertos del tamaño de huevos de roc, y los oídos atentos como lebrel afgano. Estaba de visita por Ishkandar en representación del Sha'inshah, el Rey de Reyes de Persépolis, capital del reino feliz; o por lo menos, así lo creía el soberano, tan crédulo él como sus vasallos, gracias a sus diligentes informantes, de atroces memorias, imaginación excesiva y falaces lenguas.

Sabía de la tendencia de los iranianos a la magnificencia, la ostentación y la exageración, sólo superadoa siglos más tarde por los andaluces, los tejanos y los brasileños, y quizá los paraguayos; pero tenía a bien creer las maravillas relatadas por Khemail Ish Fahan, ya que éste tenía fama de veraz y varón justo, pero aún así, le costaba admitirlo.

Khemail mencionó la calidad de las alfombras de laboriosos y pequeñísimos puntos de tejido, cuya confección demandaba años de trabajo y casi una vida de consagración a la obra, donde adultos, mujeres y niños participaban en familia. Algunas de éstas poseían poderes mágicos desde el momento de su concepción y diseño y tenían fama de milagrosas; pero esto último no estaba del todo confirmado. Al menos el Visir nunca hubo visto una de ellas, y suponía que el interlocutor tampoco. Este relató al Visir que su abuelo hubo tenido pactos con el mismísimo Ahrimán, habiendo poseído una de estas alfombras mágicas y cierta vez viajó a Bagdad en la misma, y regresó de igual modo.

El Visir tenía por misión recaudar tributos para el Sha'inshah, de las arcas de los reyes vasallos; e Ishkandar era parte de sus reinos tributarios, por lo que debía estar satisfecho de cuanto hubo oído y lo que ello significaría para su misión. El diezmo del reino de Ishkandar sería de una magnificencia incalculable a su entender, al menos si su prosperidad no fuese más que espejismo para la exportación.

Tras beberse un té salado con grasa de carnero (exquisitez de los árabes, mongoles y persas, desearíamos creer), el Visir obsequió a su anfitrión Khemail Ish Fahan, un zafiro de treinta y dos quilates en prenda de amistad antes de proseguir su viaje a Ishkandar. Khemail por su parte, obsequió al Visir una de sus magníficas alfombras y otra para el Sha'inshah, en prenda de lealtad y obediencia al Gran Rey.

El Visir alabó el magnífico trabajo artesanal de los súbditos de Ishkandar, ponderando la paciencia de sus artífices y su casi oblación sacrificial en aras de su misión de crear una obra, tan cercana a la perfección como lo permitiese El Libro. El Al Qurain dice que sólo la obra de Allah es perfecta; el hombre es apenas la copia imperfecta del Original ¡loado sea Allah! por lo que toda obra humana sería casi errónea. Caso contrario, en la búsqueda de Lo Perfecto se incurriría en pecado de soberbia contra Él.

De tanto hilar e hilar, con la fe puesta en su obra que tienen los artífices, que parte de su energía impregna el tramado de su alfombra, en el momento de la concepción, de los colores y los nudos del tejido. Una alfombra es sacrificio de años de trabajo si realmente el artesano se entrega a ella en cuerpo, mente y alma. Y con él, sus auxiliares, generalmente mujeres y niños de su familia. Y no siempre la venden a buen precio. Algo parecido a quienes trabajan toda su vida en una corporación, y en pago reciben salario de subsistencia y endeudamientos deficitario, más una jubilación de miseria.

Y es acerca de la magia adquirida por la alfombra —que las más de las veces actúa con vida propia—, cuanto desearía acotar al relato de Khemail Ish Fahan a los oídos del Visir Shaar Ib'Niz. La magia de las alfombras de Ishkandar no reside en su propiedad de volar o vencer a la gravedad, sino en ser parte de su propietario y señor. Existen aún alfombras que tras ser compradas por un jefe de clan, pasa de padres a hijos por cientos de generaciones sin deteriorarse, tal es el cuidado que le es prodigado a una alfombra y aún más a las mágicas.

Dícese, aún hoy, que los tejedores de una alfombra, a propósito rompen la simetría de algunas tramas, nudos o colores, para evitar pecar en perfección contra Allah, porque sólo Él, es la perfección en suma. Aunque las alfombras preislámicas sí llegaban a la perfección absoluta, pues sus artífices desconocían la Sagrada Culpa que es artículo de Fe de muchas religiones, incluso las judeocristianas y es también conocida como el recto sendero hacia el sagrado hastío

Pero aún imperfectas en forma, aunque no en espíritu, las alfombras de Ishkandar hubieron conquistado reinos lejanos a donde fueran llevadas, como trofeos de batallas, como tributos o simplemente como obsequios de amistad o sumisión. Su belleza, sobriedad y calidez sobrepasaba cuanto húbose elaborado en humanas manos en parte alguna del mundo y cuanto fuese conocido en algún canto de la tierra.

Podría ser que las alfombras de Esmyrna, de Ishtambul, de Bagdad o del lejano Hindostán tuviesen casi el mismo trabajo, colorido y belleza, pero no sus virtudes y poder de seducción, quizá atribuíbles al denodado esfuerzo de sus artesanos, los cuales se entregaban con su propia vida como bagaje.

Antes de partir para Ishkandar, el Visir solicitó a su anfitrión una relación conocida acerca de los poderes mágicos de alguna alfombra; a la que tal vez buscaría hasta encontrarla para adquirirla. Necesitaría una de ellas, plena de prodigiosa virtud para abreviar sus largos viajes por el reino de los Mil Reyes, en su función de Ojo y Oído del Gran Rey, además de cobrador de tributos.

—Oye entonces con atención esta anécdota, ¡Oh! gran Visir del Gran Rey, porque de labio alguno la volverás a oír, aunque puede que otros conozcan dicha maravilla, pero mucho se guardarán de describirla. Si no a causa de su temor de desprenderse de su alfombra, quizá por su falta de elocuencia para describir tal prodigio.

Así principió a relatar Khemail Ish Fahan a su egregio visitante, el Visir Shaar Ib'Niz, acerca de una de las alfombras con poderes mágicos de ubicuidad y bilocación.

—Hace muchísimos años, tantos que ingresaron casi al olvido, un modesto tejedor de alfombras llamado Gudnu'z Kemal, oriundo de Turkestán y afincado en Ishkandar a causa de las persecuciones sufridas en su país, pidió a Dios que antes de morir deseaba hacer —con su ayuda e inspiración, claro—, una alfombra que fuese la quintaesencia de la belleza y la perfección. Gudnu'z Kemal vivió en Ishkandar muchísimos años antes de la llegada del Islam y no conoció la Palabra del Profeta, pero tenía harta fe en Dios, y a Él se encomendaba para cada obra y en cada situación crítica en su vida. Y Dios oyó sus plegarias otorgándole la necesaria inspiración y fuerzas para emprender la Obra.

Y sucedió que, tras ímproba labor, ayudado por sus seis hijos y sus mujeres, logró dar cima a dicha obra, que por su belleza y su escasa distancia a la perfección cautivara a propios y extranjeros en el mercado de Ishkandar donde exhibiría la alfombra. Un extranjero, oriundo de Srinagar y conocido como mago y alquimista del Rey de Ishkandar la vio, quedando extrañamente absorto y cautivado ante la belleza de sus intrincado diseño, que aún hoy es utilizado como patrón y modelo del arte textil de esta región.

El extranjero se acercó al artífice y, tras preguntar por el precio de tal obra de arte, extrañóse de la exigua cantidad solicitada por el tejedor. —Te ofrezco tres veces lo que me pides Gudnu'z, y aún más. He de rogarte que te traslades a mi palacio con tu familia y te recompensaré con largueza por tu arte. Quiero que confecciones otras para mí y te daré el poder de hacer alfombras con atributos mágicos. ¿Aceptas?

Gudnu'z Kemal quedó anonadado y confuso, pues era costumbre que los compradores de alfombras, casi todos mercaderes viajeros, ofrecieran harto menos de lo solicitado y subvalorasen el ímprobo trabajo de los artífices. El arte del regateo era ejercido por los revendedores, en desmedro del arte de los tejedores y sus productos en casi todos los reinos de Persia o Arabia. Gudnu'z aceptó la oferta del mago y muy pronto se instaló en una de las dependencias de su palacio, ya que éste estaba al servicio del rey de Ishkandar. Sin embargo, tras instalarse e iniciar la confección de otra magnífica alfombra para su nuevo amo, Gudnu'z tuvo un sueño que lo llenó de turbadores presagios. Una noche, oyó la voz (según creyó) del propio Allah, que le aconsejaba volviese a su antigua vida de pobre artesano tejedor, por que el extranjero que lo acogía en su casa, estaba en pactos con espíritus demoníacos y su magia era indeseable para el omnisciente Allah.”

“En tanto, el mago había encantado la alfombra adquirida tiempo antes en el mercado, y la utilizaba para desplazarse hacia su lejano país cuando lo deseara. Nunca nadie lo vio salir por ninguna ventana como dicen los cuentos de las Mil y Una Noches, pero siempre volvía con oro, pedrería y joyas de Srinagar. Según parece, le bastaba encerrarse en la habitación donde se hallaba la alfombra, sentarse en el suelo sobre ella y luego desaparecía con su tapiz.

Horas más tarde, antes de cantar los gallos, reaparecía en la misma habitación como si nunca hubiese salido de ella. En cuanto a Gudnu'z, estaba apenado por el consejo onírico de Allah a que abandonase la vida de protegido del mago hindú, astrólogo y adivino del rey. Es que la vida de un tejedor de alfombras no es un lecho de rosas, sino un constante y cotidiano batallar contra las enfermedades, la escasez de alimentos y las penurias del pobre. Evidentemente, nadie que haya salido de la pobreza quisiera volver a ella. Gudnu'z tampoco era una excepción a esta áurea regla, pese a los sueños premonitorios que casi cada noche lo conminaban a alejarse del mago quien, aún a pesar de su aparente bondad, andaba en pactos maléficos para incrementar su poder. O al menos, eso creía el pueblo todo (menos el rey, pero Alá sabe más).

Este, tras notar la preocupación en el rostro de su protegido lo interpeló a fin de sonsacarle la causa de sus preocupaciones, aunque como buen mago, intuía algo. Tras dudas, titubeos y soslayos, el tejedor confesó al mago cuanto le revelaran en sueños los enviados del Más Alto, o quizá El en persona. Por la gratitud que sentía hacia su protector sentía que no debía abandonarlo, pero no quería perder su alma tampoco y esto lo tenía afligido y confuso, llegando al colmo de cometer errores en las tramas, lo que en un artífice de su fama era casi imperdonable. El mago, Indragit Devaki, rió de las angustias del tejedor y le sugirió que hiciese caso omiso del aviso, admitiendo por otra parte el tener amigos en el mundo de los espíritus turbulentos, aunque prefería utilizar sus poderes en pro del reino antes que en su beneficio.

Le sugirió que si así le conviniese, volviera a su casa y de todos modos le seguiría comprando sus magníficas alfombras a buen precio para evitarle penurias que malograsen su obra. De todos modos era eso lo que deseaba, no retenerlo en su palacio contra la voluntad de Dios. El mago demostró tener buen corazón después de todo y aconsejó al tejedor ser humilde en la magnificencia de su arte.

—No te daré magia para tus alfombras, Gudnu'z, pero si eres grato a Dios y al rey, tendrás tu recompensa. Con la habilidad que posees, no precisas de magia alguna que envanezca tu espíritu. Yo me gano la vida con mis artes adivinatorias y alquímicas. Tu con lo tuyo, que es tu mayor riqueza.

Gudnu'z Kemal agradeció al mago sus palabras y prontamente abandonó el palacio, retornando a su humilde morada. En cuanto a sus alfombras, pudo terminar unas diez antes de entregar su alma a Allah y su oficio a sus hijos. Mas, de todas sus alfombras que por el mundo están, sólo la del mago Indragit Devaki el brahman poseyó el verdadero poder de translación y bilocación. Y esa alfombra ha sido contemplada en Bombay, en la India.

El Visir Shaar Ib'Niz quedó impresionado con el relato de su anfitrión y preguntó a éste quién era actualmente el poseedor de la alfombra de Indragit Devaki, ya que siempre deseó poseer una que le aliviase la duración de sus prolongados viajes por el reino.”

—Una alfombra de Ishkandar cuesta lo que os pidan por ella, pero si es mágica, todo el oro de Oriente sería poco para poseerla ¡Oh Gran Visir! Pero si eres magnánimo y justo con los vasallos de Ishkandar ante el Gran Rey, tal vez puedas obtenerla, aunque algún sacrificio te demandará. Es difícil ser justo y a la vez misericordioso. Especialmente para con los pobres.

—Si es preciso, he de pactar con el mismísimo Ahrimán para ello, ¡Oh generoso Shamir! Mas no he de renunciar a poseerla aunque sea por última vez en mi vida.

—Todo prodigio es obra de Allah, ¡Oh Visir del Gran Rey! Pero no harías bien en ser ingrato a Dios pactando con el Mal. Puede que la humildad y la generosidad te abran puertas que el propio Ahrimán no pueda abrirlas. Y ahora, toma mis presentes y emprende el camino. Ya tendrás noticias mías.

El Visir se despidió y encabezando su caravana se dirigió a Ishkandar, a fin de recaudar tributos del rey vasallo. Durante el largo trayecto pensaba en la alfombra mágica y al mismo tiempo en lo que exigiría al rey tributario como presentes para el Gran Rey.

Luego recordó las palabras de Shamir Ish Fahan quien lo acogiera en el oasis. “Si eres magnánimo y generoso...” . Evidentemente, la apresurada declaración suya de hacer hasta un pacto con el Malo, no era lo mejor de cuanto hubo salido de su boca y ya estaba arrepintiéndose de ello.

Tomó el Al Qurain que llevaba consigo y lo besó respetuosamente, encomendándose a Allah para que lo guiase en el más acá en el arte de ser justo, que es una de las artes más exigentes y donde más fácil es equivocarse.

Tras dura travesía, a camello y caballos, el Visir llegó a Ishkandar siendo recibido con honores por el rey vasallo Quraish Shamr Rudin, el Tigre de Ishkandar (casi todos los reyes guerreros tienen sobrenombres de animales fieros, por más que hayan perdido batallas o partidas de ajedrez), quien honró al Visir con la mejor de las doncellas de su reino para que lo acompañase durante su visita: su propia hija Naifah. Pero ésta se resistió a servir de carne de lujuria y al enterarse de la inminente pérdida de su virginidad, corrió a sus aposentos y se encerró en ellos. Su padre la conminó a salir y cumplir con su deber de Estado, mas Naifah optó por ingerir un poderoso veneno antes que entregarse al Visir, que por cierto ya le llevaba harta ventaja en años. El rey de Ishkandar llamó en vano a las puertas y envió a sus guardias a derribarlas, hallando tras éstas a su hija única agonizando en su lecho. Furioso el rey ordenó degollar a las ayas de su hija Naifah, pero el Visir detuvo su mano.

—No he venido a servirme de tu hija, ni te la he pedido. Antes debiste preguntármelo. Siento mucho que tu hija haya llegado a esta extrema decisión a causa de tus deseos de caerme grato, pero no permitiré que viertas sangre inocente de algo que tú mismo has provocado. Y a partir de hoy, responderás de tus acciones ante mí y el Sha'inshah de Persépolis. Me he jurado a mí mismo no permitir más injusticias en el reino. Y ahora, haz un funeral digno de tu sangre para Naifah, quien se lo merece. Ha defendido su tesoro con su vida, cosa que tú nunca has intentado, antes prefiriendo el vasallaje a la lucha, pese a llamarte el Tigre de Ishkandar. Y ahora, te ruego que me dejes solo, que lo prefiero a la compañía de un chacal con nombre de tigre.

Quraish Shamr Rudin quedó anonadado ante la severidad del Visir y ordenó que las honras fúnebres de la princesa Naifah fuesen las mismas de un rey. Luego se encerró en su estancia a llorar como un niño porque en el fondo amaba mucho a su única hija, cuya belleza eclipsaría a la misma luna y a las flores de su jardín.

Apenas amaneció al día siguiente de la muerte de Naifah, el Visir asistió a sus funerales, tras velar toda la noche con los hermanos de la princesa. Cuatro de ellos se comprometieron a partir con el Visir a fin de servir al Gran Rey en Persépolis y ser custodios de los tributos anuales que su padre enviaba al Sha'inshah.

Lo que ignoraba el Visir es que entre las magníficas alfombras que el Tigre de Ishkandar mandó envolver para obsequio al visitante, se hallaba una que había pasado por las hábiles manos de Gudnu'z Kemal... y por los encantos del mago Indragit Devaki: y llegara a las suyas a causa de sus deseos de justicia como premio de Allah, que como todos saben —o creen saber—, es grande, justo y misericordioso. Al menos, hasta que se demostrase lo contrario.



HALL O' WEEN


La hora vigésima cuarta del día de difuntos se acerca a pasos maratónicos, tras un día caluroso y una noche cálida, sin brisa alguna que atenuase la calina polvorienta, que teñía la luna menguante de un rojisucio ropaje. El reloj de la sala parece recordármelo con sarcasmo. Cada año me he preparado anímicamente para este momento y he hecho acopio de coraje.

Las tradiciones tanatológicas y necrófilas de los anglosajones que se perpetúan hoy en los sumisos países de la mal llamada América Latina, como si fuésemos descendientes de los legionarios cesaristas que sojuzgaran media Europa, hasta hace poco menos de mil seiscientos años. El día de difuntos no tendría nada de excepcional si de verdad fuésemos "latinizados".

Recordemos que los etruscos celebraban fiestas orgiasticas en honor a sus finados. Cantos, danzas, libaciones... nada faltaba, como en México hispano-galo-mestizo. Pero en el negro universo plutónico anglosajón, la muerte adquirió características truculentas que nos contagiaron a través del judeocristianismo protestante, los ritos egipcios y algunos literatos delirantes de novelas góticas.

Y heme aquí, esperando lo inevitable en esta sudorosa noche, cuajada de voces de insectos y aves; de vibraciones pesadas de urbana estirpe y atávicas sensaciones. ¿Acudirían ellos a la cita? Las brujas y los vampiros; elfos, duendes, trolls y leprechauns no duermen. Y esta noche, menos que ninguna otra.

Debo seguir esperando. El cucú del falso reloj de péndulo sigue amenazando con dar doce tétricos chillidos, imitados por un electrónico dispositivo digital de cuarzo. El escenario está montado para un ritual que no responde a nuestras tradiciones telúricas, sino a tramoyas con sabor a azúcar de arce, hamburguesas y caca-colas foráneas, antes que a crucecitas de madera, paños artesanales, chipas y pintatas de cal en los cementerios ornados de flores y velas de pungente aroma a sebo vacuno.

El lúgubre canto del cucú electrónico del seudo reloj de péndulo me saca de mis cavilaciones, retrotrayéndome al justo presente del despertar de espíritus dormidos y fantasmas hibernantes de lóbregos cementerios y atroces remembranzas. No me sobresalta, pero me pone en estado de alerta. Me pregunto si debo apagar la luz o esperarlos con un libro bendito entre las manos y alguna ristra de ajos espantabrujas, pero de pronto, pienso que ello no me servirá de nada.

La hora de la cita está cantada, aunque aún no se hagan ver estos engendros. La paciencia que cargo encima no me impide un bostezo relajante. Esta noche será sin duda larga y preñada de sorpresas, pero estaré prevenido por lo que pudiese ocurrir.

Aguzo mis sentidos tratando de percibir indicios de alguna presencia en las cercanías de mi sala, aún sumergida en mortecinas luces de artesanales luminarias de candela. Nada. Inicia el proceso que me conducirá a la impaciencia, mas todavía me quedan baterías para resistir otra tanda de espera. Y algo me dice que no tardarán en llegar. El instinto me anuncia que ellos merodean las adyacencias de mi casa, como fingiendo una búsqueda a todas luces innecesaria. A la hora de la verdad, estarán aquí y nada logrará impedir su irrupción, puesto que conocen todos los recovecos de esta casa.

Los presiento cercanos, tal vez incordiando a algún buen vecino, a quien no dejarán dormir con traviesa precisión y aviesas muecas. No acierto a comprender aún cómo se originó todo este desaguisado en este país aldeano de ñandutíes y flores de coco, donde cada primero de noviembre se realizan festivas romerías en torno a los cementerios. Creo haberles dicho que la cultura y costumbres anglosajonas, ajenas a nuestra idiosincrasia de sencillez, a veces nos golpea con extrañas maneras de vislumbrar a la muerte. Nos expone a truculencias alternativas y horrores no previstos en nuestros códigos de conducta.

Siento, y esta vez con absoluta certeza, que vendrán por mí con su insolente prepotencia y sus horrendas facciones y vestimentas bizarras. Un griterío sordo los delata. Me preparo a recibirlos como se merecen.

—¡Treat or trick! —grita una voz desaforada en mi puerta, golpeando fuertemente sus hojas. Abandono apresuradamente la sala y corro a la puerta. No tengo escapatoria y todo sucede como estaba previsto: siete engendros de horrible sonrisa y cubiertos de harapos me extienden sus pintarrajeadas manos.

Resignadamente saco de mis bolsillos una bolsa de golosinas, unos billetes y con un mohín de fingido disgusto los pongo en sus manos. ¿De dónde estos niños se volvieron adictos a las tradiciones foráneas? Les reprendo suavemente diciéndoles que ya es tarde para que anden callejeando por ahí y los envío a la cama.

Mañana será otro día.



ATRAPADO EN UN SUEÑO

Cuesta hacerse a la idea, pero sepan ustedes lo tenso y harto difícil que me resulta habituarme a esta absurda situación. Busco desesperadamente un despertar ¿vital? que me libre de esta pesadilla. Ya casi no recuerdo cuántas eternidades hace que ¿vivo? inmerso, atrapado, aprisionado con invisibles cadenas, cual mísera partícula infinitesimal perdida en el horizonte enmarañado de algún oscuro agujero gravitatorio.

¿Que dónde? ¡En un sueño! ¡Sí! Como lo oyen. No sé en qué momento se me ocurrió dormir, es decir, ingresar al reposo voluntariamente; al mundo de lo irreal y lo lúdico, de la antivida o de la premuerte, como prefieran. Simplemente cedí a la tentación del reposo —necesario por otra parte—, a la febrilidad activa de luchar por ser. Simplemente ser. Me dejé seducir por la fracción onírica y falaz de la cuasi-existencia y no cerré debidamente mi defensa conceptual contra la pérdida de conciencia.

Me dejé llevar por la carroza de Morpheus hacia los ignotos lares de la sinrazón, sin ocurrírseme la posibilidad de no poder retornar a la vigilia.

Ahora, encadenado por las eras de las eras al mundo de los sueños, pienso si no hubiese sido mejor permanecer siempre en estado de vigilia, hasta el día postrero. Por lo menos ya hubiese muerto hace siglos. Incluso, el vehículo carnal que me habitara no existe pues ni siquiera es polvo, mientras mi psique vaga y permanece inalterable en este numinoso limbo sobrecogedor. En vano intento comunicarme con el mundo de lo físico, a través de otros seres que entran momentáneamente y al alba terrenal, retornan a sus cuerpos de buen o mal grado. ¡Pero tras el despertar lo olvidan todo! Y no me queda otro remedio que proseguir aguardando. Dicen que uno se acostumbra hasta a la costumbre. Pero créanme que no he llegado aún a compenetrarme en el no-despertar.

Siento la cósmica necesidad de no asumir mi —hasta ahora involuntario— rol de hombre-sueño. De gritar mi pertenencia al otro lado del espejo, de donde en mala noche partí para no regresar por toda la sempiternidad; de negar mi existencia y confutar la aparente realidad.

Pero lo evidente me enrostra, por decirlo así, lo opuesto. Estoy en estado de letargo perpetuo. E incluso no puedo encarnar en otro ser para proseguir mi terrena existencia, pues he dejado de existir (es decir mi cuerpo) en su proto-larval estado de hipoconciencia inconsciente. ¡Ni siquiera puedo darme el lujo de romper otra crisálida para morir! ¿Estoy condenado a no despertar jamás?

Recuerdo vagamente cuando conocí a la psique de un sesudo intelectual que, sueño mediante, se hallaba en este estagio-estigio de nadez absoluta en que me encuentro; en esta dimensión de vacuidad continente e incontenida. Tras realizar un vuelo sumergido, el alma del intelectual me desafió a un debate sobre el sexo del espíritu, donde, tras toda una noche de hiperbólicos y delirantes devaneos orales —dignos de orates, justicia es mencionarlo—, volvió a su vehículo físico con la locura ceñida en torno a su frente. Luego venía cada vez más a menudo, hasta que un día desapareció diluida en un proceloso y agitado océano de dudas. Volví a quedar solo, aburrido y rumiando silencios.

Luego de no sé cuánto, apareció por este lado del horizonte, un espíritu de doncella virgen (a pesar suyo, creo yo), vencida por el insomnio de la lujuria. Jugueteaba ella, con cuantos pensamientos arrojaba yo a sus alas extendidas, con las que me los devolvía en incesante passing-shot metafísico. Tampoco ésta hizo grandes esfuerzos para compartir mi vibrante soledad. Volvía de tanto en tanto, azuzada por algún tranquilizante que abotagaba sus sentidos por tiempo prolongado.

Luego, tras una intoxicación, pasó a otro limbo y se esfumó para siempre. Nunca supe el nombre de su conflictiva contraparte causante, sin duda, de sus locos devaneos oníricos.

No puedo dejar de mencionar a cierto espíritu-mente que llegó, como quien no quiere la cosa, y casi quedó en el lado oscuro del espejo. Deliraba en colores como casi todas las almas que sueñan creativamente en versos, y saltaba tras ebúrneos asteroides que orbitan una cascada de luz. Tampoco pude retenerlo ni darle algún mensaje dirigido al exterior del sueño en que me hallo. Mas, por lo menos mantuve una efímera aunque fructífera relación. Nunca supe su sexo ni su procedencia. Me da igual. En el mundo de los sueños, los seres son apenas soplos de irrealidad. Hombres y mujeres, hembras y machos, no son sino despojos descascarados en tránsito.

Y yo... el más despojado, el más descascarado, el más intransitante de todos, les pido que si una de estas noches han de ceder al obligado reposo, sueñen que están en este lado de la nada. Y si pueden, llévenme de regreso. ¿o ustedes pertenecen a la casta de los que nunca se dejan llevar por los morfeicos efluvios? ¿se creen o sienten filósofos acaso? Si así fuera, permítanme congratular tal certeza. Quizá fuesen entonces de entre los pocos elegidos de la Luz.

Quienes nos vemos obligados a permanecer en este estado de suspensión perpetua, tenemos vedado el acceso al final del túnel. Y no me pregunten cómo transcurre mi inexistencia por estos parajes de intermitente desolación y feérica uberrimidad. Las mutaciones del verbo son tan constantes, que no me sorprende ya nada. Ora llueven lagartos de protoplasma; ora fluyen ríos de estrellas, cual galáctico maremagnum, sin solución de continuidad. Todo cambia, todo muta, nada permanece... mas todo prosigue igual para mí.

Hace demasiado que estoy en este ¿lugar? que he conocido cientos de almas con sus delirios, frustraciones, realizaciones, bondades, deseos, represiones, lucideces y tenebridades.

Recuerdo, con cierto dejo de desmemoria, a un espíritu travieso y burlón de pre adolescente. Este pudo zafarse de ciertas leyes naturales que rigen nuestros universos y lograba trasponer el umbral sin que su cuerpo perdiera conciencia. Es decir: sabía soñar despierto. No me pregunten cómo lo hacía. Tal vez alguna sustancia alteradora de conciencia, o simplemente laxitud de voluntad. Tal vez, abulia física. No lo sé. Lo cierto es que su alegría estallaba, cual burbujas multicolores, ante cualquier acaecer que rompiese los rígidos esquemas que, infructuosamente, trataban de imponerle en su mundo. El de las estúpidas formalidades, ceremonias y solemnidades rituales de la vida terrenal, con el espíritu burocratizado de fórmulas huecas e inconsistentes.

Aquí todo es harto distinto. Los vientos son coloridos; los bosques vuelan; los peces corren; los pensamientos son formas proteicas mutantes y tangibles; las palabras saltan de rama en rama, como digresiones parlamentarias; los ríos giran rotando sobre sí mismos... en fin... ¡todo es posible en el mundo de los sueños! ¡Todo! Y el espíritu zumbón lo disfrutaba plenamente ¡Y sin recato alguno! Incluso me preguntaba yo, qué hallaba de agradable en este absurdo pandemonio irreal, mientras el dueño de mis pensamientos trataba infructuosamente de romper el cerco invisible y retornar a lo cotidiano y ¿normal? de la vida terrena.

Un día dejó de aparecer. Otros espíritus que lo conocían me informaron que la ley humana lo condenó a formalidad perpetua, y lo encadenaron a tierra para que no volase más. Sus ingrávidos desplazamientos despertaron la ira de la sociedad del mundo materialista. No pudo seguir soñando despierto, y languideció en una oficina hasta morir del todo y del tedio.

Tal vez algún día pueda romper este hechizo aglutinante que me ata a esta remota región, y recuperase las cenizas de lo que fue mi materia física. O tal vez, los hados y los dioses me desaten y permitan mi reingreso encarnado en algún filósofo. Que tal vez, y así lo quieran ellos, no se dejase seducir por la modorra y la fatiga. No soportaría retornar por otra eternidad a la absurda geografía, geocromía y geofonía de los sueños sin final.

Pero hasta entonces seguiré aguardando. ¿Podré conservar la paciencia jobiana, sin caer en la ignominia de la resignación? Sólo puedo seguir esperando hasta que los dioses se compadezcan de mis cadenas y de mis delirios, llevándome al nirvana de la conciencia y la vigilia total.

Mas no pierdo la esperanza del retorno y en tanto, seguiré ¿prisionero? del delirio eterno.



¡NO PASARÁN!


Nunca supo cuánto tiempo permaneció apostado y alerta en su solitario mangrullo arborícola. Sus dedos, casi estaban encallecidos de rozar alertas el disparador de su arma: viejo metal, enmohecido y ajado de estar semi inactivo, aguardando ocasión para entrar en acción de fuego contra quienes se atrevieran a desafiar la patrótica resistencia. Los últimos combates fueron tan esporádicos que casi los había olvidado. Pero ellos aún merodeaban cual bestias en celo, rampantes y agresivos por los alrededores.

Más tarde o más temprano deberían mostrarse ante su mirilla certera y precisa, sedienta de sangre de cipayos. Esta guerra, duraba ya demasiado tiempo y no daba trazas de acabar. El enemigo era tenaz y su insistencia en rebasarlos superaba los límites de lo humano. Acarició nuevamente el viejo Kalashnikov, compañero de rutas e infortunios. Muchas vidas había interrumpido con sus mortales carcajadas, dejando cuerpos huecos y yertos despojados de sus respectivas almas —suponiendo que las tuviesen—, por los traicioneros senderos de la húmeda selva.

Hasta entonces, pese a todo, tuvo suerte de poder seguir en la brega, pero en cualquier momento le tocaría caer abatido por otro más afortunado. De tanto en tanto, silbidos siniestros de proyectiles de obuses parecían llamarlo desde el dosel de la selva, pero no sentía deseos de acudir. Por otra parte, la orden de los jefes fue terminante: no abandonar los puestos de vigía, ni en caso de ataque masivo.

De pronto, le pareció oír el flap-flap característico de helicópteros de asalto por las cercanías. Tensó sus instintos y se preparó para lo peor. Hasta entonces, ellos no pudieron desalojarlos del cerro de Guazapa en que resistían hacía años, y no lo lograrían ahora. Si era necesario moriría en su puesto, como tantos hermanos que ofrendaran sus huesos por la libertad de su invadida patria. Después de todo ¿qué era la vida sin la sal de la libertad? El guía espiritual de su pueblo había caído víctima de los sicarios de las 14 familias, que compartían el dominio del país bajo la protección de ellos, los rubios extranjeros. ¡Monseñor Romero sí que regalaba coraje en cada homilía, desbordante de amor al campesino y a los pobres entre los pobres!

Sabía de oídas, pues era aún poco leído, que esas 14 familias reinaban en su pequeña patria como reyezuelos africanos de provincia, oprimiendo a los pobres y exprimiéndolos en duras condiciones. Los apellidos Deinigger, Puyá, Solá, Sol, Virola, Dueños, Hill, Mesa-Ayau, Alvarez, Meléndez, Castro, Quiñones, Vilanova, García-Pueto... eran sinónimos de tiranía. Descendientes de los colonizadores europeos y aventureros judíos venidos de Extremadura con el conquistador Pedro de Alvarado, imponían su ley a balazos en todo el territorio. Recordaba relatos acerca de la gran sublevación de 1932, violentamente aplastada por el General Maximiliano Hernández García, cipayo de los 14 y de la United Fruit, hoy United Brands, además teósofo y masón, por lo que lo apodaban El Brujo. ¡Casi treinta mil muertos hubo, entre los desiguales combates y los sumarísimos fusilamientos de indios rebeldes y campesinos proletarios!

Personalmente le tocó la tragedia, cuando siendo niño aún, toda su familia fue atrozmente masacrada por tropas conjuntas de su país, de Honduras y de los Estados Unidos, salvándose de puro milagro, arrojándose al río Sumpul. No hubo otros sobrevivientes. Apenas alcanzada la pubertad, se incorporó a los combatientes de la libertad, enfrentando a los mercenarios de las 14 familias de propietarios cafetaleros y a los propios norteamericanos, patrones de éstas. Y aquí estaba en su precario puesto en el corazón del cerro de Guazapa, jurándose a sí mismo: ¡No pasarán! mientras revisaba su corvo cargador pletórico de balas del 5,56.

La negra libélula mecánica, probablemente un Bell H-1 Iroquois de asalto, pasó rozando las altas copas de los frondosos árboles que lo cobijaban. No tardaría en volver. Preparó su arma y esperó que el enemigo se pusiese a tiro.

A los pocos, sintió la cercanía de la aeronave que se aproximaba nuevamente. Calculando cuidadosamente la distancia apuntó su fusil. Apenas divisó la oscura barriga del helicóptero disparó con rabia todo su cargador. Pudo ver como la apocalíptica bestia voladora era herida de muerte, estallando casi sobre su cabeza y cayendo en pedazos.

—Otro más... —pensó. Pero ¿Cuántos habrían por las cercanías? El incendio atraería a varios merodeadores hacia su puesto, con toda probabilidad, mas no lo abandonaría. Disponía de balas y coraje suficiente como para enfrentar lo que viniese. ¡Y vinieron con todo nomás!

Una escuadrilla de seis cazabombarderos A-4D Skyraider, probablemente pilotados por americanos veteranos de Vietnam, se precipitó descolgándose de las nubes con su mortífera parafernalia derramando napalm a raudales por los alrededores. Aguantó el alud de fuego a su alrededor, mientras su memoria revivía episodios de su casi clandestina infancia.

El Mozote, pequeña aldea de El Salvador, amaneció ese día rodeada de Rangers del batallón “Atlacatl”, sus instructores “Boinas Verdes” y miembros del grupo paramilitar ORDEN. Tras tomar posiciones en torno al poblado, el comandante del batallón reunió a los hombres, mujeres y niños en la pequeña iglesia, ante los desgarradores llantos y gritos de quienes se sabían conducidos al sacrificio.

Una vez adentro todos, los Rangers emplazaron piezas de ametralladora de punto cincuenta y comenzaron a disparar dentro de la iglesia. Pocos intentaron escapar, él entre ellos. Una vez fuera, fingióse muerto, mientras en sus oídos resonaban los disparos. Tras el silencio, los militares dinamitaron la iglesia y arrasaron el caserío, antes de retirarse del sitio de su hazaña. Ni siquiera se tomaron la molestia de sepultar a los muertos, lo que quizá fuese su oportunidad de salvación.

Al llegar la noche, huyó silenciosamente para eludir a las patrullas de los Rangers del “Atlacatl”, que merodeaban por la región. Tras largos sufrimientos y abundantes dosis de hambre y terror consiguió llegar hasta las líneas de los combatientes del FMLN, donde a pesar de sus diez cortos años, sentó plaza de estafeta y soldado.

En cinco años de guerra vio morir a muchos, amigos y enemigos. Pero su coraje aumentaba en proporción inversa a la represión inmisericorde desatada contra inermes e indefensos compatriotas. No sólo el ejército regular los sitiaba, sino los paramilitares de los “escuadrones de la muerte”, dirigidos por el tristemente célebre mayor Roberto D’Arbuisson, militar retirado y fundador del ultraderechista partido ARENA. Sólo la valiente y serena voz del obispo Romero taladraba conciencias e insuflaba valor y resignación ante los reveses. Pero Romero ya no estaba con ellos. El 23 de marzo de 1980, cayó bajo las balas de asesinos del ARENA y los políticos venales campeaban por sus fueros e impunidad. Ahora, quedaban librados a sus propias fuerzas, pero aún así, el ejército nunca pudo desalojarlos de Guazapa y Usulután, pese a las ayudas de los americanos y los hondureños, aliados de éstos. La lucha continuaría hasta el último hombre, en memoria de quienes cayeron en combate, en las ténebres mazmorras oficiales, o secuestrados y asesinados por los escuadrones parapoliciales. Eugenia, Carlos, Teo, Juancho, Manolo, Mauricio, Chirito... y tantos otros. El variopinto armamento de los esquivos guerrilleros de la libertad descansaba poco. Tanto como quienes los empuñaban.

El cazabombardero Skyraider A-4D se precipitó hacia él vomitando fuego y metralla. Supo que llegó el momento cuando apuntó su viejo AK hacia el halcón de acero. Disparó con ansias, apenas distinguió el emblema de sus alas claramente, tratando de calcular el blanco móvil. Luego vió el tanque de napalm desprenderse del fuselaje, en tanto el Skyraider recibía los impactos de su fusil justo en una de sus bombas. El estallido del avión coincidió con el del tanque de napalm arrojado hacia él.

Monseñor Romero ya no estaría solo. Tendría su monaguillo en el más allá. René Humberto, a los 15 años recién cumplidos, ingresaba a la inmortalidad en algún lugar de El Salvador llamado Guazapa.

Días después, un mensaje del U.S. Signal Corps y una medalla de Servicios Distinguidos, llegaban a manos de una mujer de Detroit, flamante viuda de un “desaparecido en acción” en algún lugar de América Central, mientras pilotaba un cazabombardero Skyraider A4D, llamado Midnight Cowboy, tras acumular una buena foja de servicios y palmarés de combate en Vietnam al servicio de la ¿libertad?




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