EL CLUB DE LOS QUE NUNCA DUERMEN
Por MÓNICA BUSTOS
2012, Santillana S.A.
www.prisaediciones.com/py
ALFAGUARA – SERIE ROJA
Coordinación editorial: MARÍA JOSÉ PERALTA
Edición: MONSERRAT ÁLVAREZ
Ilustración de cubierta: CHARLES DA PONTE
Asunción – Paraguay
2012 (239 páginas)

SOY UN LOBO, NENA
Puedes pensar que estoy completamente loco y quizá sea cierto. Hace trece días que duermo en un infierno, y lo digo por el calor, no porque sea un cementerio. Aun así, es mi hogar. Algunas personas esperan que sus vidas cambien por sí mismas y, por lo tanto, no intentan cambiarlas. Yo soy de los que lo intentan todo el tiempo.
Tengo diecisiete años y, además de loco, estoy solo. Lo que más me duele de ser un incomprendido es la soledad a la que te lleva. Es una forma de volverse loco. La peor. Por eso vengo a esta cueva profanada por una banda de rock en el corazón de mi cementerio, para no sentirme tan solo.
Cuando tocan en la cueva, el suelo de la necrópolis vibra. Los normales lo llamarían «revolcarse en la tumba». A veces un solo de batería levanta polvo y yo imagino que lentamente algunos ataúdes se resquebrajan y que un día los huesos, por la energía de una canción, perforarán la madera astillada y la tierra será removida por el desenfreno de un slam subterráneo y cuando menos lo esperemos saldrán zombis musicales, vibratorios, y deambularán por esta ciudad.
Espero que los zombis no tarden; no me gusta andar solo por acá. Bueno, ya no me siento tan solo. Hay alguien. Aunque viva en un cementerio, mi historia es como la de cualquier hombre, pues la historia de todo hombre comienza con una mujer, con su madre. Pero no quiero hablar de mi madre ahora; por favor, no me hagas hablar de mi familia. Lo que quiero decir es que la historia de cada hombre parte de una mujer (sea su madre u otra), y que al mirar el escenario hace trece días supe que mi vida iba a empezar, porque cuando uno lo pierde todo solo le queda comenzar de nuevo, y encontrar a una mujer que sea el punto de partida es la señal de una segunda oportunidad.
Si el resto de mi vida fuera el que ahora ya soy, esta empezaría hoy con una mayúscula en negrita y en cursi-va, como en esos viejos libritos de cuentos de hadas, pero este cuento tendría una banda sonora de los mil demonios. La banda sonora sería tu voz.
Me sentí devorado por tu voz, atraído como un pirata impulsivo detrás de una sirena dispuesta a hacerle naufragar. Si te hubiera juzgado por tu voz, te habría comparado con Janis Joplin. Entré a la cueva abriéndome paso con urgencia para verte, sin poder creer que estuvieras haciendo una versión hará blues de Ball and Chain, mi canción favorita de Janis, me paré ante ti, te vi bajo un débil reflector a batería y descubrí que no solo la voz era parecida, pero espero que tu destino sea mejor.
Esta nueva vida tiene tu nombre, te lo puedo jurar. Tu belleza es digna de tu voz, belleza recóndita que solo brilla en este antro con riesgo de derrumbe. Pero a los raros que estamos en la cueva de un cementerio a medianoche no nos importaría quedar enterrados vivos con tu voz. A nadie acá podría importarle un entierro prematuro. De todas formas, no tenemos otra razón para vivir que desafiar a la muerte. No hay sitio para mí en ningún otro lugar del mundo.
Soy solitario como un lobo estepario, soy noctámbulo y me gustan las presas grandes. Vi que tienes una oveja negra tatuada en el hombro y afilo mis dientes porque ya tengo ganas de cazarte. Tienes piernas delgadas y largas que podrían ser mi cena y mi desayuno, pero tu mejor arma se dispara en tu garganta.
Yo no duermo mientras la luna esté arriba, divertida como una bola disco de espejos. Por eso puedo esperar hasta que el sol salga y te quedes sola para poder contarte cómo haremos para gobernar las Tinieblas. No voy a decirte que estoy enamorado, porque no soy esa clase de tipo y tú no pareces la clase de chica que cree que alguien puede amarla sin conocerla. No. No voy a decirte que estoy enamorado, pero voy a decirte cosas parecidas, voy a comerte el oído con un poema porno eléctrico.
Y tú podrías amarme. Si tan solo pudiéramos hablar alguna noche. La noche en que al imbécil del Mustang rojo se le olvide buscarte. Si eso pasara, yo te cargaría en un pedazo de niebla y te llevaría a mi cripta para contarte los cuentos del lado oscuro de la Luna.
Estoy solo otra vez, con el eco de tu voz rebotando en cada lápida antigua de este laberinto.
LA MUJER BARBUDA
¿Querés saber cómo me metí en este lío? Para serte franca, creo que siempre estuve en él. O el lío estuvo latente en mí desde siempre. No soy quien creés que soy; soy peor. A veces quiero ser mejor persona, pero me pesan mi historia y mi futuro. Es decir, mírame, soy una chica que hoy perdió lo último que le quedaba: no tengo adonde ir y tampoco tengo planes. Hay muchas cosas que no quiero contarle a nadie, pero igual intentaré darte un paseo rápido por mi vida, para que te decepciones de mí de una vez por todas. Para no hacerte perder el tiempo.
Tengo este sueño todo el tiempo: regreso a la escuela y todos vuelven a burlarse de mí. Cuando despierto me siento grotesca, horrible. No como los demás, que se alivian al despertar de un mal sueño porque se sienten a salvo: al contrario, despertar hace que me sienta peor porque reviven las burlas que he padecido desde la infancia a la adolescencia. Ese recuerdo me acecha.
Vos podés mirarme ahora y pensar esta tipa no está tan fea como ella se recuerda, pero es porque no sabés nada de mí. Tenés que tener en cuenta que no hay nada más aleatorio que la belleza precoz ni nada tan inconsistente como el físico de un adolescente. Lo que jugaba antes en mi contra, hoy me hace atractiva. Aprendí a sacarle provecho a lo que tengo (y te puedo asegurar que sentirte sexy es lo que te hace sexy). Pero no lo aprendí sola. Todo se lo debo a una gran maestra que me tuvo mucha paciencia, mi mejor amiga y la guitarrista de la banda, Izel Fizz.
Siempre estuve perdida en mi mundo, ¿entendés? lira (y quizá sigo siendo) la encarnación del significado tic la palabra «lunática». Viví en la luna desde muy chica. Solo me relacionaba con el mundo a través de la música. Siempre he sentido que la única forma de darme a entender es tocando algún instrumento, pero en esa época eso no era tener onda, sino ser rara. Me volví una nerd total, .Hinque hoy lo digo con orgullo. Una nerd musical. Yo era la típica chica que inventaba excusas para no asistir a las clases de Educación Física; si asistía, nunca me elegían cuando armaban equipos, tenía en la cara un imán de pelotas, me fusilaban en el juego de «pelota muerta».
Mi mayor acto de rebeldía era escapar del gimnasio para ir a jugar con el piano en el salón de música. Las únicas que no se avergonzaban de ser vistas conmigo eran las estudiosas que sacaban las mejores notas. Pero no éramos amigas, porque decían que mis notas no estaban a su altura. En otras palabras, yo era mediocre; no pertenecía ni al grupo de las malas ni al grupo de las buenas. Pero lo peor de todo es que era fea.
Era fea sobre todo porque no me importaba mi apariencia, no tenía idea de cómo se manejaba la sociedad en general, era muy naïf y creía que la gente iba a conocer mi interior y a amarme por ser como era. Obviamente, eso no sucedió nunca. Yo era fea, y eso es lo peor que te puede pasar en el colegio. Era tan fea que mi nombre siempre formaba parte de algún juego, como El último en llegar se sentará junto a Lyla Collins o ¿Qué preferís: besar a un perro sarnoso o besar a Lyla Collins? Siempre ganaba el perro. Por si esto fuera poco, me enamoraba de muñequitos Ken tan superficiales que lloraban al enterarse de que me gustaban porque sentían que mi admiración «secreta» les restaba popularidad. Durante mi pubertad, esa etapa en la que se mezcla la crueldad de los niños con la locura de las hormonas descontroladas, la pasé de lo peor. El chico que me gustaba, en lugar de sonrojarse cuando alguna chismosa contaba que en mi cuaderno estaba su nombre dentro de un corazón, se aprovechaba de mí. Y no en el sentido de que se propasara conmigo o algo así, que al menos me hubiese subido la autoestima, sino que se aprovechaba pidiéndome que le hiciera la tarea.
Yo siempre caía. Venía algún chico con ojos enormes de color almendra y pestañas larguísimas, elogiaba mi caligrafía o mi capacidad retentiva y, sin que me diera cuenta, me dejaba su cuaderno y yo hacía su tarea con tanta alegría como si fuese un honor. Claro, una vez entregada la tarea el enamorado se evaporaba, y no con caballerosidad ni agradecimiento, sino bromeando en medio del aplauso de los demás, rompiéndome el corazón, coqueteando con las Barbis preadolescentes frente a mí, frente a todos, ganándose el título de chico malo y burlón a mi costa. La primera vez, el chico fue el idiota; las siguientes lo fui yo. Como dije, yo siempre caía.
Una mañana mi barbilla sentenció a muerte a mi poca expectativa de vida social. Al lavarme la cara, mis dedos sintieron lo único que me faltaba para ser aún más lea. Me miré aterrada al espejo, me acerqué, lo toqué y lo vi: no había duda. Había viles brotes de vello facial en mi mentón. Me estaba saliendo barba.
Fui tan tonta que acudí así a la escuela, esperando que nadie lo notara. Cualquier otra chica en mi lugar se habría refugiado bajo sus sábanas a llorar, jurándose no salir nunca más, y una más inteligente se habría afeitado y guardado su secreto en una bóveda. Pero yo fui a la escuela con una barba incipiente en el mentón.
Imagínate, tenía quince años, un metro setenta y nueve y por lo menos cien kilos, y mi peso no hubiese sido tan llamativo ni tan preocupante si no fuera porque m i silueta no tenía sentido y las curvas no estaban donde debían estar. Era tan blanca como ahora, pero, por alguna razón, eso no era bueno, y las chicas competían por ver quién llegaba más bronceada al colegio. Mi abuelo era un inmigrante escocés, y sus genes no me favorecieron a esa edad, aunque, con los mismos genes, mis hermanas sí eran bellas. Mis compañeros me reclamaban ¿Por qué no sos hermosa como tus hermanas? ¿Por qué nos tocó la fea de la familia? Me había acostumbrado a esos comentarios y creía que tenían razón y que me los merecía. Yo no parecía una niña, ni un niño, sino un señor. A veces, en el patio del colegio, me llamaban profesor por error, y esas confusiones eran la delicia de mis compañeros, que se morían de risa al escucharlas. Tenía un corte «taza» que se imponía a los niños menores de cuatro años entre 1960 y 1980, pero ya en aquella época los niños con actitud se negaban a usarlo. Solo le quedaba bien a Johnny Ramone. Yo llevaba ese peinado desde los seis años. Ya tenía quince, ya estábamos en el siglo veintiuno, el ser humano estaba por poner un pie en Marte y yo seguía con el mismo corte de Chucky el muñeco diabólico. Pero era cómodo y me había acostumbrado a mi casquito rojo indespeinable. Usaba anteojos con cristales rayados de marco dorado y enorme. Parecía que los hubiera encontrado en el basurero de un abuelo auditor que vivió en 1959 y murió por sobredosis de mal gusto. Ahora sigo usando anteojos grandes, pero retro cool, onda Buddy Holly. No obstante, a los quince años los anteojos son difíciles de llevar. Hay que tener mucha seguridad, y yo no la tenía. A todo esto hay que sumar que tenía acné y que por algo me decían Calamardo. No hace falta explicar el tamaño de mi nariz; la llegada de Bob Esponja a Latinoamérica acabó con lo poco que me quedaba de vida social. En el fondo yo sentía (o sabía) que era mi culpa que nadie me respetara, pero no hacía nada al respecto.
Entonces, Izel Fizz me rescató. Nunca nos habíamos hablado hasta mi aparición como la mujer barbuda y la hiriente patada verbal de mis compañeros. Me prometí no regresar a la escuela, lloré varios días por todo lo que me dijeron y pensé que se burlarían de mí para siempre. No quería comer ni salir de mi habitación y mis padres no sabían qué hacer conmigo. Pensaba que era el fin de mi mundo. Hasta que Izel llegó.
No sabía cómo sería ella en persona. Nadie me hablaba como a una amiga, y cuando llegó a mi casa no sabía a qué venía. Como no sabía qué pensar, no pensé nada. A pesar del daño que me hacían, yo no era como los otros: no me formaba prejuicios. Mi mamá la dejó pasar a mi habitación, y yo me senté en mi cama y escuché lo que venía a decirme.
Izel era hermosa, a su manera. Solía tener una belleza evidente y estar siempre arreglada, de modo natural, porque la habían criado de esa forma. Pero cuando dejó de ser una niña comenzó a desafiar todo, desde las reglas escolares hasta su propia apariencia. Se tatuó al estilo de los presidiarios y a los quince años tenía tatuajes en el hombro, el cuello, los brazos, las pantorrillas, y no eran flores ni mariposas sino arañas, escorpiones, frases en latín sobre lo corta que es la vida, serpientes y calaveras. Se cortó ella misma su larga y oscura melena, el cabello le quedó encrespado y elevado y andaba despeinada eternamente. Su look tenía un aire ochentoso, sus ojos estaban delineados de manera natural por tupidas y negrísimas pestañas y cada día estaba más pálida. Fumaba, no salía nunca al sol y su piel lucía opaca y sin brillo. Era como si buscara acabar gradualmente con toda su belleza, pero esta se resistía a morir.
Ella es como quince centímetros más baja que yo, pero siempre tuvo más autoridad, más carácter. A mí ni siquiera mi altura me daba confianza. Yo era enorme y ella no me tenía miedo ni me llamaba monstruo como los demás. Me hablaba en un tono que ni mi madre habría utilizado conmigo. Se sentó en el tocador de un salto y cruzó las piernas. Tenía antejos oscuros, jeans pegados, que no le llegaban a los tobillos, como si fueran de niño, y una remera grande de hombre anudada encima del ombligo, quizás para disimular sus pechos de mujer adulta, que le habrían abierto cualquier puerta, pero se resistía a ser sexy, aunque debo decir que no podía evitarlo.
Izel fue contundente cuando me dijo No podés darte por vencida, simplemente no podés permitir que gente tan estúpida con argumentos tan tontos arruine tu vida. Sin sentimentalismo, me dijo que me apreciaba porque yo nunca fui como los otros, nunca actué de forma interesada ni aduladora por su dinero. (No te dije que la familia de Izel era multimillonaria.) Me confesó que no confiaba en nadie, que la aprobación de la mayoría de las personas no significaba que uno tuviese amigos verdaderos y que, aunque nadie se burlaba de ella, era igual de horrible vivir rodeada de aduladores. Me dijo que conocía a todos esos chicos que me gustaban y se burlaban de mí y que eran unos tontos infelices que no llegarían lejos. Me preguntó sobre las cosas que quería cambiar de mí misma y me ofreció su ayuda para hacerlo.
Trazó un plan para mi regreso al colegio. Me ayudaría a destacar todo lo bueno que había en mí. Me dijo Serás una supermodelo, una pelirroja fatal, todos se enamorarán de vos y querrán ser tus amigos. Entonces tendrás la oportunidad de demostrar cómo sos realmente y de enamorar a los que te enamoraron y romperles el corazón a los que te lo rompieron.
Me contó que peleaba con sus padres para que no la enviaran al colegio con guardaespaldas y vehículos costosos con chofer y no le compraran ropas y objetos de lujo. Sus pocos años de experiencia le habían enseñado que eso atraía a personas que solo se le acercaban en busca de beneficios. Sus fiestas de cumpleaños eran un acto de ostentación de su madre, y cuando se aproximaba la fecha todo el mundo la abrumaba para ser invitado y después la dejaban sola. Cuando de verdad necesitaba amigos, no había nadie a su lado. Entonces renunció al glamour y se empeñó no solo en no verse bonita sino en parecer margina. Los chicos del colegio terminaron por creer que sus padres estaban en quiebra y se alejaron de ella. Izel esperaba descubrir de ese modo al menos una amiga verdadera, pero en el fondo sabía que la persona que aparentaba ser con ese cambio no interesaría a nadie. Y lo confirmó.
Seguí sus consejos, y me encantaría decir que nuestro plan de venganza funcionó, pero todo salió mal.
Izel hizo por mí algo que odiaba: pedir dinero a sus padres. Con ese dinero me llevó a los mejores salones de belleza y contrató para mí a un nutricionista y a un entrenador personal. Pero no me regaló todo eso, porque 110 quería que yo estuviera con ella por interés, así que aceptó algo a cambio. Solo podía ofrecerle clases de piano y guitarra, y a ella le encantó la idea.
A los cinco meses regresé al colegio. Todos se quedaron con la boca abierta al verme. La primera reacción fue el silencio. Le siguió la indiferencia. Nadie se animaba a hablarme. A veces parecía que la envidia los carcomía. Se diría que me odiaban por haber cambiado lo que les molestaba, como si eso hubiera dejado al descubierto sus propios defectos, lo que no podían cambiar.
Yo me sentí frustrada. Comencé a auto medicarme. Sentía que mi físico seguía siendo un problema. Tenía mucho miedo de volver a ponerme fea y de que todos se burlaran de mí. Empecé a tener esos sueños en los que me rechazan y me hacen llorar. Comencé a tomar pastillas para adelgazar. Un año después compraba pastillas para el estrés a un tipo al que conocimos con Izel en uno de esos antros under a los que ella me llevaba. Aprendí el significado de la palabra farmacodependiente y me volví anoréxica. Abandoné el colegio un año antes de terminarlo.
Izel tenía problemas. Sus padres no estaban de acuerdo con lo que quería hacer ni con lo que hacía. Al final, se mudaron de ciudad. Quedé devastada cuando se fue; ya no tenía a nadie. No quiero contarte lo que pasó después, así como vos no querés hablar de tu familia. Te iré contando cosas a medida que vos me cuentes otras a mí, un quid pro quo al estilo Hannibal Lecter y Clarice.
Podría contarte, por ejemplo, cómo fui a parar a un centro de rehabilitación y cómo Izel apareció una noche para ayudarme a escapar. Me llevó a su casa para cui-darme. Dijo a sus padres que yo era una estudiante de intercambio. Sus padres la dejaban hacer lo que quisiera; lo único que les molestaba era que no se interesara en los negocios de ellos, que pasara mucho tiempo en la calle, que actuara como si no tuviera dinero y, sobre todo, que la gente con la que se relacionaba no fuera de clase alta. Para asegurarse de que estudiara y porque no confiaban en que asistiera al colegio, contrataron a un tutor particular.
El Perkinson Park era perfecto. Sus puentes góticos sobre lagunas artificiales, sus nichos con gárgolas mutiladas y su variada fauna, que crece y se multiplica sin control humano, lo hacen único. Es tan tétrico que casi nadie lo visitaba, salvo entusiastas del terror, en Halloween, o gente que, como nosotras, huía de algo y podía esconderse entre las estatuas o en los jardines. Los clientes de nuestro antiguo club ahora eran asiduos de La Cueva del Perkinson Park. Hacían correr la voz y cada vez llegaba más gente. No hay mejor publicidad que esa. Fred, nuestro baterista y socio, trajo a uno de sus ex empleados para que cobrara la entrada, luego a otro para que vendiera bebidas y poco a poco fue convirtiéndose un mi negocio moderadamente rentable y altamente pelilloso. Izel y yo éramos las reinas de la noche. Nos ganamos respeto con lo que nos gustaba hacer. Yo cantaba, ella tocaba la guitarra y la armónica a la vez y Fred tocaba la batería con una máscara de Freddy Krueger. Éramos maravillosos, el centro del antro fantasma, y digo fantasma porque, aunque por las noches reventaba de energía y lodos sabían de él, cuando salía el sol no quedaban ras- i ros de nosotros y nadie hablaba de ello durante el día.
No es difícil imaginar cómo terminamos en una comisaría y nos confiscaron equipos e instrumentos. ¿Y cómo salimos? Entregando todo lo que teníamos, todo lo que ahorramos, para que nos dejaran ir. También fuimos fantasmas en la comisaría: no hay registros, no avisaron a nuestros padres, es como si el arresto no hubiera existido.
El hombre del Mustang rojo no pudo venir a buscarme esta vez porque no le avisé que fui detenida. Verás, ese hombre es Daniel, mi hermano, y me prometió no contarles a mis padres que había escapado del centro de rehabilitación a menos que volviera a meterme en problemas. Me costó convencerle de que yo sabía lo que hacía y de que podía confiar en mí. Por eso no pude llamarlo para que viniera a buscarme.
Entonces, ¿qué haremos ahora? Yo ya no sé qué hacer. ¿Vos tenés algún plan?
LAS MUERTAS EN PIJAMAS
Los cadáveres de dos mujeres de entre 17 y 19 años fueron encontrados en la madrugada de ayer por personas que transitaban por la carretera Escarlata que comunica San Judas con el interior del país, en las inmediaciones de la hacienda Mala Noche.
Conductores y campesinos encontraron los cuerpos que se hallaban a la berma de la carretera. Las víctimas, al parecer, fueron ultimadas por impactos de bala.
Luego del aviso de los transeúntes, se hizo presente la Policía Nacional para, junto al Cuerpo Técnico de Investigación, iniciar las diligencias del levantamiento de los cadáveres, los cuales permanecieron hasta la tarde de ayer como NN en la morgue de Planeta Exquisita.
Ambas jóvenes vestían ropa de dormir.
Según versiones extraoficiales, las jóvenes fueron vistas la noche del jueves en el centro de San Judas. Al parecer, buscaban el servicio de un taxi, pero al final subieron a una camioneta doble cabina Chevrolet Silverado 1978 de color violeta.
Las autoridades iniciaron las investigaciones para establecer las identidades de las víctimas y del asesino.
Izel Fizz practica tiro al blanco con un revólver Colt Peacemaker de colección en el majestuoso patio de su residencia. Los caballos árabes duermen en las caballerizas. No escuchan los disparos o están acostumbrados a ellos. El patio abarca las caballerizas y las praderas privadas, un campo de golf y un lago de doscientos metros. Izel muestra a Lyla cómo disparar diferentes tipos de armas antiguas en un corral de arena y madera. Ponen latas sobre la cerca y disparan. A Lyla eso no le divierte realmente, pero por ahora no tiene muchas opciones de diversión. Los policías les quitaron todo lo que tenían y no les queda nada, excepto rabia y frustración.
Lyla escucha reggae en una radio portátil. Izel recarga el arma, una hermosa pieza de 1873, blanca y platea-da, con dibujos grabados en el cañón y en el mango. Es su favorita, y también la de su padre, que ignora que su hija juega con ella. Él no sabe nada de mí, solía decir. Le importan más sus colecciones que yo. Lyla no puede opinar: apenas conoce al señor y a la señora Fizz. No pasan mucho tiempo en la casa, y tampoco le hablan a ella.
Por momentos, los ojos de Izel, que parecen dos balas de cañón, oscuras y duras, se humedecen y brillan y se disparan afuera de ella al mismo tiempo que aprieta el gatillo de su Colt 45. Disparar es su forma de llorar, piensa Lyla.
—Es terrible —dice Lyla—. El mes pasado desaparecieron dos chicas y una semana después encontraron sus cadáveres al lado de una ruta. A las dos les pusieron pijamas. Como si fuera un mensaje. Ahora informan que ha vuelto a pasar lo mismo, esta vez con tres chicas de nuestra edad. Esto es indignante, es violencia de género.
—Vi algo de eso en las noticias...—contesta Izel. Su
voz es ronca y firme.
—Es claramente violencia de género, en serio. Según los testigos que vieron por última vez a estas chicas, fueron recogidas en la calle por la noche. Quizás el mensaje sea para las mujeres, para que no andemos solas ni salgamos de noche.
—¿Y qué se supone que tenemos que hacer? ¿Irnos a dormir cuando entra el sol? ¿Vivir con miedo? ¡Ni loca!
—¡Ah! ¡Izel Fizz dice que no tiene miedo! —interrumpe una voz masculina detrás de ellas.
Las chicas se sobresaltan y voltean a ver al intruso.
—¿Quién sos? ¿Qué hacés acá? —pregunta Izel, encañonándolo.
Sentado en la cerca de madera del corral, que mide un metro de altura, está un hombre de entre veinte y veintidós años, rapado, con ojos verdes, casi amarillen-tos, que brillan en la oscuridad como los ojos de un gato.
—No es difícil entrar. Solo tuve que trepar una cerca. ¿Por qué te sorprendes? —dice sin mirar el arma que lo apunta ni una sola vez.
—Salí de acá ahora mismo —ordena Izel.
—Llama a la policía, Izel —dice Lyla muy asustada.
—Tú cállate, gordita —manda el hombre, sin mirarla. Sus ojos aún siguen sobre Izel.
—No soy gordita... —se defiende—. ¿Pero cómo sabés que yo...? ¿Me veo gorda? Para tu información, peso cincuenta kilos y tengo un bajo índice de masa corporal...
—No es momento para eso, Lyla —la calla su amiga, que camina hacia el intruso sin quitar el dedo del gatillo y le apoya el cañón en el pecho.
El hombre puede sentir el calor del metal sobre su
piel, atravesando su camisa. Izel tiene olor a pólvora.
¿Me vas a disparar?
-Eso lo decidís vos. Si te vas no te disparo.
-Deja de temblar, Izel Fizz. Nunca has disparado a un ser vivo, y ambos sabemos que nunca lo harás. Solo disparas a latas —dice, y ríe.
—¿Estás seguro? —pregunta intimidatoriamente.
—Seguro —contesta el hombre. Su cuerpo continúa rígido sobre la cerca, sus ojos blindados detienen la mira-da potente y belicosa de Izel.
Lyla tira a su amiga de la ropa, suplicándole que I lame a la policía. Ninguno de los dos se inmuta, de modo que Lyla le saca el teléfono a Izel y marca tres números.
—No lo hagas —El hombre la mira por primera vez.
—Es cierto, no lo hagas. Tu familia no sabe que estás acá, no necesitamos a la policía en esto.
—Menos mal que tu amiga es razonable.
—Vos callate. ¿Qué querés? ¿Cómo nos conocés?
—Del cementerio. Yo las admiraba, chicas, pero en persona son una decepción. Se creen las chicas malas de la ciudad, pero están muy asustadas. Mejor me voy, no sea que se orinen del susto —contesta saltando la cerca.
Izel baja el arma primero; después la cabeza.
—Sobre todo tú, Izel. Me decepcionas. ¿Pero qué se podía esperar de una princesita? —concluye, dándole la espalda y fingiendo marcharse.
—¿Qué dijiste?
El hombre no dice nada, continúa su camino. Izel salta la cerca y lo sigue.
—¡Mírame! ¿Qué dijiste?
El intruso voltea la cabeza para mirarla por encima
del hombro. Ella le llega al pecho.
—Te dije princesita.
—Sos un imbécil, estás equivocado.
—¿Ah, sí? Demuéstralo. Solo eres una niña caprichosa; tu rebeldía es otra forma de capricho. Eres tan mimada por tus padres que ya no sabes qué hacer.
—Eso no es cierto.
—Sí es cierto. En el fondo solo eres otra hija de papito, una consentida con mucho miedo. No eres nada sin tu mansión. No eres nadie sin el dinero de tus padres.
—¡Fuera de aquí! —dice Izel entre dientes.
—¡Claro! No voy a perder tiempo con una hija de papi que vive en su nube dorada. Ya me voy, no sea que llames a la policía porque creas que soy el asesino de las muertas en pijamas. Qué risa me dan, ya no escuchen cosas que dan miedo porque después no pueden dormir.
Un disparo al cielo nocturno le cerró la boca.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta Izel, hundiéndole la Peacemaker en el cuello.
—Luciano Fernando —sonríe encantadoramente, mostrando sus dientes grandes y blancos enmarcados por sus labios carnosos—. Pero tú puedes llamarme Lucy Fer.
—¿Qué te parece si te llamo Pobre Diablo? Creo que te va mejor, ¿no te parece Lyla?
—Sí, Pobre Diablo le queda perfecto.
—Ahora decime, Pobre Diablo, ¿cómo te demuestro que no tengo miedo?
—Acércate.
Lyla sujeta a su amiga y le pide que no se acerque. Hila no la escucha.
Lucy Fer la mira a los ojos. Es una mirada triste y culposa. Al menos así lo presiente ella. Él le dice:
—El dinero de tus padres te define. La idea de una casa y una cama seguras, la comida en tu mesa sin que tengas que ganártela. Si no te deshaces de eso, siempre serás una princesita. No eres una hija de la calle, como quieres hacer creer; no perteneces a la noche. Mejor dedícate a comprarte vestidos lindos en los centros comerciales y a asistir fiestas elegantes, y, por amor de Dios, hazte la manicura, niña, porque así como estás el hijo del vecino no se casará contigo y la fusión de sus empresas no se realizará como tus padres lo han planeado. Sí, ese es tu destino.
—Pobre Diablo, no me juzgues, no me provoques. No le tengo miedo.
—Pero deberías.
—No sos más que un pobre diablo.
—Y tú no eres más que una princesita. No podrías abandonar la seguridad de la casa de tus padres. No podrías mantenerte sola.
—¿Me estás desafiando?
—Izel Fizz, tú no me importas tanto —dice, y se aleja.
Izel entrecierra los ojos y lo ve desvanecerse entre las sombras de los árboles.
—Vamos por nuestras cosas, Lyla, nos vamos de casa.
—Pero Izel, ¿adonde iremos? ¿Qué haremos?
—Nos las arreglaremos. ¿O permitirás que te pongan un pijama y te manden a dormir? ¡Nos las arreglaremos!

ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA
(Hacer click sobre la imagen)
