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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  MANACÁ - Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

MANACÁ - Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

MANACÁ

Versión: MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

 

(Se respeta dicción original

en Guaraní del documento fuente)

 

 

Mbaracayú el audaz guerrero, eximio tirador de flechas y tañedor de mbaracá, cruza sus extensos dominios del litoral a los confines, llevando la guerra con sus huestes indómitas a las tribus enemigas de más allá de las sierras, de más allá de los acantilados. Descansando de sus luchas persigue a las fieras. Una onza extraordinaria, de soberbia estampa, divisa en la espesura. Le dispara una flecha certera.La bestia huye dando brincos; bravía trata de sacudir la clava que le hiende el flanco. En la furia de la huida su infalible instinto la guía hacia lo más inaccesible de la selva. El cazador va en pos de las huellas sangrientas con tozudez. Típico ejemplar de su nación guaytacá, el joven, con la ligereza de un gamo, puede cubrir distancias sorprendentes; y su destreza intrépida y su bravura audaz no admiten la vacilación ni el miedo.

De noche durmió en un desconocido repliegue de la jungla. Al amanecer retomó la pista ensangrentada hasta alcanzar el matorral donde se guareció la bestia, cuyo bramido de postrera rebelión estremeció la selva.El guerrero despojó a la víctima de los valiosos colmillos y de la espléndida piel, bello manto principesco que luciría con orgullo en justas del valor.

La lluvia que caía a torrentes lo limpió de sangre. Cuando pasó la tormenta quiso volver sobre sus pasos, pero el suelo mojado no tenía memorias de caminantes y por la espesura no se divisaba el sol. El guerrero tomó entonces precauciones infinitas en su marcha.

Dos días lleva en la selva desconocida. Tiene que avanzar de árbol en árbol; suspendido como un cuadrúmano de las ramas enredadas de juncos, sorteando abismos, troncos y ofidios.

Por fin alcanza un vergel donde la voluntad humana parece haber dominado la selva. Fina gramilla cubre el suelo; abunda la caza; gorjean los pájaros y se respira un ambiente de calma y bienestar.Mbaracayú se tiende a descansar bajo un árbol elegido al azar. En sueños siente que le cae un rocío perfumado. Se levanta y reconoce el árbol a cuya sombra se halla. Es el ysapy, árbol de la dicha, cuyas hojas dejan caer una finísima llovizna que aleja a los espíritus del mal. Mbaracayú se siente renovado. Seguro de una dicha inmediata camina con agilidad, optimista y casi alegre.

A la luz de la luna divisa unos montones rojizos que semejan una absurda cordillera de juguete. Toda la cosecha de mandioca se halla acumulada ahí, al alcance de aquellas mujeres morenas, que raspan las raíces con el tapi i yú; las desmenuzan y luego las trituran en sendos morteros de madera, faena que ejecutan sin premura, a modo de diversión. Los hombres caminan de un lado a otro, bromean parcos, o quedan callados, fumando; otros beben caúy inclinados sobre grandes vasijas que ocultan el rostro. Los niños sacuden las batatas cocinadas al rescoldo, en espera de la carne asada.

Entre el sordo golpear de los morteros se escucha el ruido que hace el agua cayendo en los cántaros, el del apererá al ser vertido en las bateas, el de las cuerdas ajustándose a las tapas de cuero de las tinajas llenas del líquido para el vino. Guerreros jóvenes untados de achíote, miran de soslayo a las mujeres que se cimbrean al pie de los morteros.

 

Sendos apycá pucú ostentan profusión de zapallos y pulpas de cocos rociados con miel silvestre, pirámides de frutas y maní, tortas de almidón y de maíz en forma de medialuna, de sol, de serpiente con patas, de armadillos, nidos, aves, peces con cabeza de pájaro. Sobre el césped hay odres de miel, tinajas de chicha, calabazas llenas de vino.

Un súbito encogimiento detiene las tareas. Alguno ha advertido la presencia del forastero, y ha llamado sobre él la atención de los demás. Mbaracayú se aproxima; extiende en el suelo la piel de tigre, se sienta sobre ella y toma el mbaracá de manos de uno de los músicos. Su porte bravío y noble se impone a los hombres; su gracia provoca la admiración de las mujeres. El personaje central de su canto enciende la imaginación de las jóvenes y de las viejas, que siguen de las hazañas de ese príncipe Chimboí, jefe de los Karios, arrogante y perturbador, solitario habitante de un gran palacio blanco, en el cual ambula suspirando por una mujer bella y mará ne y, ideal de perfección humana que encontraría acaso, ahí, entre esa tribu notable por excelencia de sus mujeres. Las muchachas, predispuestas a lo novelesco, inspeccionan la propia belleza, la comparan con la de las otras y, ante la indiferencia de las muy feas, se preguntan si el príncipe solitario sería tan turbador como este tañedor de mbaracá.

La cosecha de mandioca coincidía con las fiestas de la nubilidad. En andas, como diosas, llegaron las que festejaban su mocedad, ostentaban sendas riscas bermejas en las mejillas, en el pecho y brazos, y el imperceptible hilo rojo de la virginidad en torno de las caderas. Familias enteras las seguían con muestras de regocijo, bailando, cantando, proclamando a gritos las virtudes de la doncella que les pertenecía. Los sonidos de tereropiá, del mbaracá y del peteque-peteque levantaban al pináculo la alegría y los ensueños.

 

Cuando se dio comienzo a la danza multitudinaria, la última raspadora de raíces levantóse para exhibir su arte o su plástica.

-Nde porá jha ne potí -Re hesape jha re mimbí -opá re yeroky roky-Ni yaí yacy tate (1). Cuando Mbaracayú, ofrendó este canto a la joven que venía en brazos de sus dos primos, sintió que el corazón le golpeaba como atabal convocando a la pelea.

La procesión se detuvo. Los rayos lunares destacaron a la muchachita que cruzó los brazos sobre el pecho, ladeó ligeramente la cabeza y evitó el intenso mirar del forastero; parecía una sensitiva plegada al contacto adverso. Los dolorosos sacrificios de la nubilidad, aquellos tres largos meses de escarificaciones, de ayuno, de encierro en la hamaca sin ver la luz, habían hecho de ella una figura casi blanca, delicada, de finura adorable, increíble de que perteneciera a un grupo primitivo y enérgico.

 

-¡Esta será la esposa de Chimboí! -declaró el forastero, palabras que hicieron aflorar un conato de rebelión en el más joven de los primos.

 

La familia acató la opinión de la anciana Chiró, abuela de cien nietos, entre ellos Coetí, la belleza admirada por Mbaracayú. Chiró recordaba que en la noche del nacimiento de Coetí, brillaron las constelaciones de la dicha. Pronósticos y cábalas estarían a punto de cumplirse. Aquel príncipe poderoso sería la lumbre de felicidad proyectada sobre el porvenir de la niña, y este forastero el enviado providencial de las potencias que sujetan los destinos de los astros. Chiró le pidió que le indicara el camino que conducía al palacio blanco. Mbaracayú se ofreció guiarla y los tres partieron esa misma noche. A Chiró no le pesaban los años ni sus alforjas, en cambio la joven caminaba con lentitud, se diría que esperaba la ocasión de escaparse y volver al lado de aquel primo que, a una señal de la abuela, había quedado cual planta seca de espinillo, huraño y hostil.

Cerca del mediodía los caminantes, habiendo hecho un largo trayecto, quedaron a descansar. Chiró sacó una hamaca de su aúllo; la sujetó a las ramas y dejó en ella a su nieta. Mbaracayú anunció que traería un venado para el almuerzo, y se perdió en la arboleda. Cuando Coetí se despertó, el venado se asaba al fuego y Mbaracayú conversaba amistosamente con Chiró. La niña corrió al arroyo y regresó con el cabello mojado; las gotas de agua le rodaban por el cuello cual polvos de cuarzo hialino. El mozo se adelantó a su encuentro y la tomó de la cintura con vehemencia. Intervino Chiró; sirvió el asado y después de comer, preguntó a qué hora se llegaría al palacio blanco.

-Cuando yo quiera -declaró Mbaracayú- Coetí será mía y tú desanda el camino. Cuanto antes mejor.

-Has prometido conducirnos al palacio de Chimboí-repuso Chiró.

-¡Yo soy Chimboí! Mbaracayú es sólo mi nombre de guerra -replicó el mozo.

-¡Tú, el príncipe! -Chiró no parecía dispuesta a creerlo.

-Entre los karios cualquiera es yeroviá jha ité como el más encumbrado de su casta-la orgullosa frase acrecentó las dudas de Chiró.

Ésta comprendió que vivía el minuto extremo del cual dependía su propio destino y el de su nieta. Afortunadamente las mujeres de su estirpe no cedían ante el primer osado que se les plantara en el camino. Ella había hecho una apuesta con el destino y estaba decidida a ganar.

-Hija mía, te dejo. Mi apresuramiento originó todo ésto; sin embargo confío todavía en que serás dichosa y que no tendré por qué arrepentirme de haberte creado esta situación. -Así hablaba la abuela, untando el pecho, la espalda y los párpados de la nieta, con cierta sustancia cuyo recipiente traía colgado al cuello.

El mozo contemplaba a las dos mujeres con curiosidad, convencido ya de que la anciana se iría. De repente parpadeó como para librarse de una nube que le cubría los ojos. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Miró a la anciana y sorprendió en sus pupilas una chispa de astucia, de burla, de inteligencia que le hizo sufrir y temer, a pesar de él mismo. Posó la vista sobre Coetí y sus ojos turbios le mostraron una silueta casi desmaterializada. Quedó inmóvil, mirando fijamente, tontamente a la niña que parecía esfumarse. Por fin salió de su fascinación; maquinalmente tuvo la evidencia de que iba a perderla, de que era necesario hacer algo para detener la obra de esa vieja ensorciladora y ladina, que ahora guardaba sus bálsamos de olor insufrible. Bruscamente inflamado, extendió las manos para asir a la joven y apoderarse de ella. ¿Por qué la encontraba tan ligera, tan singularmente flexible? Tiró nuevamente, pero sin resultado. El corazón le palpitó con fuerza cuando la sintió fija en el suelo, como si hubiese echado raíces. La sacudió con violencia, semi-inconsciente, sin darse cuenta de lo que pasaba. En un esfuerzo total para desprenderla definitivamente del suelo, dio con los pies en las brasas. En una sola impresión se mezclaron el dolor de las quemaduras y el asombro de encontrarse asido al tronco de un arbusto. Quedó oscilante, inútil como un panal vacío en la punta de una rama seca.

Cuando disminuyó su espanto, buscó a Chiró, pero también ella había desaparecido. Miró el árbol para descubrir algún indicio, alguna señal de que la transformación era ficticia. Prestó oídos al murmullo de las hojas, esperando alguna revelación; nada. Peor aún, el hechizo amenazaba penetrarlo a él también. Si no ¿por qué le pesarían tanto los pies? ¿Por qué la voz se le helaba en la garganta? ¿Por qué no podía correr detrás de la vieja y traerla ahí, para hundirle la cara entre las brasas?

Por fin cesó el suplicio de la inmovilidad y de la mudez. Podía moverse, andar, pero ¿hacia dónde? No quería apartarse del árbol; de un momento a otro Coetí podría reaparecer por cualquier lado. Sorprendióse a sí mismo preguntando al arbolillo qué había sido de ella, si estaba muerta o regresaría viva. Acechó las frondas. ¡Ni un ruido humano! Se echó bajo la planta y se recostó en su tronco.

La noche sobrevino silenciosa; cayó como polvo de carbón sobre las cosas, ennegreciendo todo. El mozo quiso dormir pero no pudo; en el tronco del árbol le parecía que latiera un corazón. Además creía que alguien le espiaba desde las sombras y quedó de nuevo inmóvil. No quería moverse; tampoco dormir. Debía permanecer despierto, porque ese alguien que le espiaba desde las sombras podía venir a hacerle algún daño terrible. Con la cabeza entre las manos, miedosamente, fue entrando en los dominios de la sombra.

Despertóse con el alba, invadido por un aroma penetrante. Al ponerse de pie golpeó la cabeza contra las ramas y cayó una lluvia de pétalos blancos. Todo el árbol florecía en esa albura primorosa. Pero él esperaba otro acontecer más extraordinario, y como no sobreviniera, acabó por evocar a la amada cual un fantasma que había ascendido al plano de su imprecisa teogonía. Huyó del lugar como una obscuridad sagrada. Cuando se alejó el forastero, Chiró regresó dispuesta a recuperar a su nieta. Sabía cómo hacerlo; pero sin embargo se detuvo vacilante. Con la boca abierta y las manos temblorosas, quedó mirando a un pajarillo rutilante, que aleteaba en giros rumorosos; no se veían sus alas ni sus plumas, nada más que una ovoidea criatura irisada, de pico largo y fino como espina de cocotero traspasada de luz. Con fugaces movimientos contráctiles se alejaba, rauda, esquiva, en temerosa apariencia de que lo detuviesen por más tiempo de lo que quisiera. Huía pero retornaba voluble, audaz para el goce, singularmente alerta aún en el instante placentero de libar el néctar. Parecía jactanciosa de su capacidad de mantenerse etérea, lejana, inaprensible. Chiró quedó espantada, pero no se atrevió, como no se atrevieron antes, ni se atreverán después, a darle caza y retorcerle el cuello. El ave se dio cuenta de la presencia de la intrusa, y huyó de un solo vuelo rectilíneo, hasta perderse como una hoja entre las hojas.

Las flores violadas a prisa quedaron temblando, empañadas de impreciso tinte que se diría de rubor. Extraño tinte que parecía venir del corazón de la planta, como un reflejo de tristeza, de humillación, que permeaba las corolas, invadía la blancura general con el cromatismo del violado, desde el lila rosado, color de lejanías, matiz de la añoranza, hasta el morado intenso, tinte de la carne macerada.

Al principio Chiró rehusó admitir la verdad de sus propios pensamientos; sin embargo era aquello tan claro, demasiado claro, pero también demasiado horrible. La reaparición de la joya alada cortó sus cavilaciones. Volvía el ave luminosa bajo el sol. Aparentemente inmóvil, parecía meditar sobre las corolas manchadas, vivir el recuerdo cercano de sus éxtasis, esos aromados segundos de embriaguez en las flores blancas. A la proximidad de la maravilla irisada, insolentemente bella, increíblemente cruel en su fragilidad y pequeñez. Chiró vio, sí, vio que las flores se movían temerosas o anhelando acaso otra invasión del rosado pico.

-¡Es él! -gritó la anciana, evocando un impreciso país radiante, Kuarajhy tava, donde habitaba Mbaé í humby, cierto príncipe voluble, condenado por los genios a la perenne e infructuosa búsqueda de su ideal. Este ser inconstante, ave de paso en todos los vergeles, realizaba sus extraordinarias nupcias en el limbo de las flores; y ahí estaba girando sobre las corolas, ronroneando desafiante, inexorablemente dispuesto a perforarlos vasos, pero sin pararse ya en ellos, como si amoratados como estaban hubiesen dejado de atraerlo. Vagaba de un lado a otro, experto, incólume brillantemente burlón ante sus víctimas.

-¡Manacá! -declaró Chiró, con los ojos llenos de lágrimas. Comprendía que había llegado tarde. Ya no se cumplirían los designios de los astros. La nieta se hallaba imposibilitada para el amor de los hombres de su estirpe, que exigían el mará né y en la elegida; la negación de toda culpa, lo puro, virginal e intacto. La anciana se acusó a sí misma de codicia desmesurada. Suya era la ambición que hizo la desgracia de su nieta. Pero esa desgracia podía ser reparada todavía. No haría nada para recuperarla ahora, ni después. La corola inhibitoria ocultaría lo irreparable. Desde entonces la blancura de la "azucena del bosque" disfraza el manacá. El arbusto, noche a noche, entrega su violado manto al rocío, al milagro de las emanaciones siderales, para recogerlo al amanecer, restaurado, con la aparente blancura del bien perdido.

De este modo se cumplió la revelación de los astros. Prisionera en la planta de manacá, Coeti se siente feliz con las caricias de un príncipe encantado, el picaflor. ,

 

 Notas 

1.- Tu límpida belleza ilumina rutilante como el lucero de la mañana.

Fuente: MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY. Compilación y selección de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH. Editorial EL LECTOR - www.ellector.com.py . Tapa: ROBERTO GOIRIZ. Asunción-Paraguay. 1998 (187 páginas)

 

 

 

 

 

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