LA CASA DE LA MONTAÑA
Poemario de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Prólogo de Emilio Barón
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
Asunción (Paraguay), Arandurã, 1996.
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO
I
No hace mucho tiempo tuve el placer de leer uno de los más recientes libros poéticos de Hugo Rodríguez-Alcalá, Palabras en los días. De aquella primera lectura conservo una atmósfera gratísima, hecha de mediodías y parras, de soles e higueras, de patios, evocaciones y brillos que el tiempo no venció. Ese mundo sensual y como dormido que es la infancia recordada del poeta -materia de Palabras... y de otros poemas del autor- me captó al instante, sumergiéndome en sus estampas de una infancia que, a fuerza de personal, de ser la infancia del poeta Hugo Rodríguez-Alcalá, se erigía en imagen de la infancia. Si me viera obligado a cifrar en pocos ejemplos aquella faceta del libro que más caló en mi sensibilidad en dicha primera lectura, citaría los siguientes versos:
La higuera abrillantada, con hormigas
ciegas de sol y hambrientas, por sus ramas.
En la tierra bermeja, reventones,
yacen higos maduros casi negros.
(p. 27)
Una lectura más reciente del libro de H. Rodríguez Alcalá, me ha permitido apreciar en sus versos la presencia de un tema nuevo con respecto a la poesía anterior de este autor; un tema que se repite, además, en su libro último de inminente publicación, El Portón invisible. Quizá convenga, para entendernos desde ahora, llamar a este nuevo tema «el exilio del tiempo». En esta denominación confluyen los dos elementos que articula dicho tema: el sentimiento de ser un exiliado de la juventud, y el presentimiento de la propia muerte que ya se otea en el horizonte y que trae consigo un exilio más inquebrantable que los que el poeta había atravesado hasta ahora: el exilio de la vida.
En un bello artículo sobre la poesía de H. Rodríguez Alcalá, Celia Correas de Zapata insiste en la importancia del tema del exilio en dicha poesía. Augusto Roa Bastos, novelista y paisano de Rodríguez-Alcalá, ya había escrito en el «Apunte liminar» que encabeza a Palabras...: «Con Heriberto Fernández y Rubén Bareiro Saguier, Hugo Rodríguez-Alcalá formaría la tríada de los nostálgicos de la tierra perdida» (p. 12). Ambos autores -Correas de Zapata y Roa Bastos- se refieren al exilio de la patria que los citados escritores han sufrido y que ha marcado sus obras. En Palabras de los días este exilio de la patria pasa a segundo término, quedando relegado por la presencia de ese otro exilio del tiempo al que aludí antes. Repárese en la cita que sirve de epígrafe al libro: «That is no country for old men...»; «esa no es tierra para viejos», escribe Yeats. Conviene recordar la posición del poeta irlandés frente al paso de los años. Luis Cernuda escribió al respecto: «La vejez, el hecho de envejecer, producía en Yeats un despecho, una rabia que acaso ningún poeta haya expresado antes que él. No se trata de lamentos sentimentales del género de «Juventud, divino tesoro», sino de un furor impotente que en Yeats encontró expresión acendrada (cosa rara, que pocos hombres, o ninguno, sientan el ultraje que es la vejez)». Ni Yeats, ni Cernuda, se dejan consolar por los elogios a la vejez, los De senectute ciceronianos. Tampoco Hugo Rodríguez-Alcalá. Sin embargo, a diferencia del poeta irlandés y del poeta español, H. Rodríguez-Alcalá no manifiesta en sus versos una rabia feroz contra la vejez. Ante el espectáculo de su propia entrada en esta ausencia de patria, de tierra, que es la vejez, el poeta opta por volverse con ansiedad sensual y melancólica hacia el país de la infancia, aferrándose con todo su sentir, a esos recuerdos de soles y parras, tratando de resucitarlos. Con éxito, en el maravilloso marco del poema: 
Con un rumor de insecto sobre el mármol
fulge el reloj de plata. El mundo es nuevo:
ha renacido mi niñez intacta
en el cristal de la pequeña esfera.
(p. 75)
La infancia. Según Sábato, un país no es sino el paisaje de la infancia. Exiliado desde 1947 del Paraguay, su patria, y próximo a un nuevo exilio (la vejez, «There is no country for old men...»), el poeta pugna por romper el primer exilio, el de la patria, a través del recuerdo de la infancia (la verdadera patria, según Sábato). He aquí la confluencia de los dos exilios que acosan al poeta, y el sentido de Palabras de los días: libro que clama contra la vejez a fuerza de rescatar la infancia:
Si pudieras pintar ese retrato
con las palabras justas,
estarías allí, en la vieja casa,
vencedor de tu exilio y, para siempre,
con tu tiempo mejor recuperado.
La muerte. Ese blanco desierto ilimitado -según el verso de Cernuda- en el que desemboca la vejez, surge también, inevitablemente, en Palabras... En el poema titulado «Entre dos orillas», el poeta se encuentra con su hermano muerto, y escribe: «Ese semblante se parece al mío» (p. 64).
Indirectamente, con miedo casi a nombrarla, el poeta está aludiendo a su propia muerte. Valor de eco, o de proyección, según querramos mirarlo, tiene asimismo la serie «Personas y lugares», cada uno de cuyos poemas alude a la muerte. Pero, ¿qué es la muerte? Cernuda se decía:
Si morir fuera esto,
un recordar tranquilo de la vida,
un contemplar sereno de las cosas,
cuán dichosa la muerte,
rescatando el pasado,
para soñarlo a solas cuando libre,
para pensarlo tal presente eterno
como si un pensamiento valiese más que el
mundo.
Y Hugo Rodríguez-Alcalá, en el citado poema «Reloj de plata», tras los versos en que el recuerdo de la infancia se erige, vencedor del tiempo, se pregunta:
Señor, ¿hay otra vida
para el hombre mortal tras de su muerte
o es la vida vivida la que dura
en trasmundo distante, incorruptible,
y nuestra muerte es el principio de una
recordación eterna de la vida?
(p. 76)
La vejez, la muerte. Exilio de la juventud, exilio de la vida. Exilio del tiempo. Hugo Rodríguez-Alcalá, exiliado de su patria, se siente ahora en Palabras... exiliado del tiempo.
Volverse a la infancia es una solución, don que el poeta sabe aprovechar e intensificar, como el amor, mejor quizá que los demás hombres. Y mientras tanto: el poema. Dije que H. Rodríguez-Alcalá no se desata, como Yeats y Cernuda, en improperios contra la vejez. Bueno, a veces sí; a veces al poeta se le escapa un amargo reproche contra ese enemigo invisible que le roe. Hay en Palabras... un poema, un hermoso poema, que dice así:
(En el patio, en la huerta, en todas partes,
abril, alborotando, retozando,
continúa, el jolgorio).
-¡Abril, cómo hoy me duele
verte tan juvenil cuando envejezco!
(p. 74
II
Palabras de los días, publicado en 1972, reúne poemas que van desde 1962 hasta 1970. Los poemas que componen El Portón invisible han sido escritos en su mayor parte entre 1968 y 1977. Ambos libros representan un periodo muy particular dentro de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Un periodo dominado por el tema, casi obsesivo, de la infancia. En Palabras de los días, como ya dije, el poeta se vuelve hacia la infancia empujado, en cierto modo, por el espectáculo de la fuga de su propia juventud. Así comienza una aventura lírica que lleva el sello de la eternidad. Esta vuelta al origen como reacción contra el paso del tiempo constituye el primer momento de dicha aventura. Acosado por el fantasma de la vejez, el poeta se deja arrastrar en una especulación sobre la muerte, sobre una muerte que poco a poco, ante la sorpresa del propio autor, va adquiriendo los perfiles de su propia muerte («Ese semblante se parece al mío»). Uno no puede sustraerse al recuerdo de Edipo y de su obstinada búsqueda del asesino del rey, de un asesino anónimo que termina por cobrar la figura del propio Edipo. Dicha especulación marca el segundo momento. El tercero viene dado por la primera parte de El Portón invisible. En estos poemas, tras el anterior desvío, el poeta regresa al mundo mágico, intemporal, de su infancia, para recrearla y recrearse en sus aguas, en esas aguas que aseguran la eterna juventud. El poeta ya ha visto la muerte, ya se ha asomado a ese abismo blanco, pura ausencia de instantes. Ya es un poco como Lázaro. Y como Lázaro, regresa a la vida. ¿A qué momento de ésta? Viniendo de la Nada, ¿a cuál otra podría regresar, sino a la infancia, a la primera eternidad?
... Deja abierto
el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas
en el patio, mirando a todos lados,
marchando de puntillas hacía el fondo...
Si en Palabras... el autor disponía los elementos y los lugares que habrían de componer el maravilloso retablo de su infancia provinciana, en El Portón... se demora en nombrarlos, y repite una y otra vez esa parra, ese patio, aquella higuera... entregado a su tarea como un virtuoso artesano que ensaya y ensaya, absorto en su búsqueda del fragmento ideal:
Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.
Un ejemplo de esta insistencia, de esa morosidad: la parra, los sucesivos versos en que el autor nombra, canta, define, a este elemento de su infancia, que llega a adquirir categoría de símbolo. Vale la pena citarlos, aunque sólo sea por su belleza:
La casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos,
sombra con su opulencia de racimos
reventones de miel cada verano
¡frescura de los pámpanos,
racimos de uvas blancas!
Inmenso ser viviente de alma verde,
veo cubrir la parra los dos patios,
que lustra los sarmientos de la parra
y a las uvas convierte en yemas rojas.
En su ubérrima parra los racimos
fueron la miel de todos los veranos, (etc.)
Todas estas variaciones sobre un mismo tema, metamorfosis inagotable de un recuerdo, consiguen crear en el lector el efecto prodigioso de ese mundo transvasado en el sentir del poeta. Y es dicho sentir, hecho arte, el que rescata a la parra de la fuga de las horas: «Ella, en mis sueños, sigue siendo mía...».
Surge así en El Portón invisible todo un mundo de la infancia en un marco rural y provinciano. El lector español piensa en Azorín, en Machado, en Cernuda, en tantos autores que dieron forma a ese instante, hechizados por su brillo intemporal. Manuel Mantero, el poeta sevillano, comentó así estos poemas: «Hay en sus poemas «Elegía» y «El escenario», algo como un aire de sueño, como una mitología de la infancia, con sus personajes -dioses y héroes-; un patriarca anciano, su esposa, las hijas, los criados... Ese mundo que tan bien describe -con alma- es el que yo viví también allá en la provincia de Sevilla. El cielo azul, las muchachas «misteriosas» (¡ay, entonces!); las campanas, las palomas, los caballos, los tíos conversando en la esquina sombreada. Yo me instalo en ese mundo, mío y de todos porque es lo efímero no pasando del todo».
La vuelta a la infancia suscita, cómo no, el acento elegíaco. Las citas de autores italianos con que se inician varios poemas son suficientemente expresivas y sitúan al lector, de entrada, en la cuerda emocional propia al sentir de dichos poemas: «Ma quel giorno non torna»: «Mas aquel día no vuelve», escribe Cesare Pavese. Y Pasolini: «Ah non e piu per me questa bellezza». («Ay, ya no es más para mí esta belleza»). Acento elegíaco que provoca a su vez un deseo ciego de revivir -no fuese más que por un instante- ese sentirse unido a la creación entera, esa sensación de eternidad que sólo en la infancia gozamos:
¡Y vivir otra vez, en un minuto
la plenitud de un día de esos años!
En este mismo sentido deben ser leídos esos versos en que el poeta proclama la eternidad de su infancia: eternidad de lo que un día fue:
Por eso en ese patio, eternamente
estaba, estoy, y habré de estar jugando.
Como escribe el propio autor, el sabor que dejan estos versos, el sentimiento que suscitan, es quizás eso que resuena en la palabra «añoranza». Una última nota sobre estos poemas. Al hablar de Palabras de los días, subrayé que es la proximidad de la muerte la que despierta en el poeta los recuerdos de su infancia. Pues bien, hay en El Portón invisible un poema -biografía en verso de un emigrante-, en el que se dice:
Sólo antes de su muerte, un mediodía,
habló de su niñez, triste y nostálgico.
(Don Manuel, el Patriarca)
III
En El Portón... se pueden distinguir, creo, tres partes bastante distintas entre sí. Una, formada por los poemas de la infancia, ya comentados. Otra, por aquellos cuyo tema es el canto a la mujer (en los que se percibe el eco de Verrà la morte de Pavese), ciertas visiones que tienen algo del sueño, del pasado y de la muerte, y que hacen pensar en los pueblos fantasmales de Juan Rulfo («La casa», «Nocturno»...).
Hay, no obstante lo dicho en sentido contrario, un rasgo común que une a las tres partes: la sed de eternidad. Evidente en los poemas que tienen por motivo el rescate del mundo mágico de la infancia, impregna asimismo el resto de los poemas.
En la segunda parte -la más heterogénea-, el canto a la mujer tiende a destacar en ésta lo que podríamos llamar el lado metafísico de la carne: el acto de unión con la mujer supone para el poeta la unión, la reconciliación, con el universo entero. El acto amoroso resulta ser así la sustitución de la armonía de la infancia; durante ese instante de la unión de los cuerpos, el poeta y su amada son uno con el cosmos, y el tiempo se borra diluido en «un viento rojo, un suspirar de brisa». De aquí el afán de fusión con la mujer manifestado por el poeta; de fusión y de perpetuación:
Una mujer en llamas, toda llamas;
pero una sola, sí, que queme, incendie,
¡y en este sol de carne hacer mi carne!
En cuanto a las estampas del presente. El poeta aspira a eternizar ese instante en el que la realidad le libra su belleza: «El día urge a la inmortalidad. A veces ocurre que esa contemplación del presente conduce al poeta a recordar su infancia:
El día se parece
a algunos días mágicos de antaño
tanto más bellos cuanto más lejanos.
Algunos de estos poemas -como «Vislumbre», «Desayuno en la terraza»- señalan una influencia de la manera cortada, impresionista, un tanto forzada, de Jorge Guillén. Son, por cierto, unos poemas extraños -en cuanto a la dicción del verso- dentro de este periodo de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Acostumbrado a la fluidez de su verso, el lector es detenido por este cambio un poco brusco en la tónica del libro. Quizá sea ésta la misión que el poeta ha querido darles situándolos en la mitad del conjunto: la de frenar, la de obligarnos a mirar ahora -tras el vuelo melodioso a la infancia- esa realidad no menos maravillosa que está ahí y ahora, esa
Clara Belleza sin caducida (Vislumbre)
Universidad de Almería,
Facultad de Humanidades Cañada de San Urbano, Almería.
EMILIO BARÓN
Índice del poemario LA CASA DE LA MONTAÑA (En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO
- I - LA CASA EN LA MONTAÑA
A una casa en el sur de California/ Al pie de la montaña/ Proyecto de poema/ Entre usted en la casa.../ La casa/ La casa de los duendes/ Los cantos de la casa/ Jacaranda en California
- II - MORADORES DE LA MONTAÑA
Zorros plateados/ La virgen de oro o el regreso de Atalanta/ Esperando a los zorros plateados/ Mañanas de la llanura, mañanas de la montaña/ Amores en la montaña/ Apostasía en la montaña/ La musa terrible/ Las dos gigantas
- III - SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO
El padre y el hijo: una instantánea/ La larga espera/ Abuelos victorianos/ Cuando los muertos no parecen muertos.../ Lo inalcanzable/ La visitante/ La durmiente
- IV - ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES
Último amor/ La rosa escarlata/ A una mujer muy blanca/ Tanto gentile e tanto onesta.../ El fuego/ Sueños/ Majita desnuda
- V - UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS
Lázaro Montiel regresa al pueblo/ Dijo el Juez de Paz Lázaro Montiel/ El pueblo/ Areguá/ La casa del cielo/ Génesis del poema/ Alquimia del verso/ Mes de junio en California/ Primer recuerdo/ El pueblo y su arroyo/ Berro de Areguá/ La reina de Villa Rica
- VI - POEMAS DE ASUNCIÓN
Despertar en primavera/ En agosto de mil novecientos.../ Crepúsculos de antaño/ Asunción, 1908/ El triciclo en el patio/ Verso a verso el pasado y el presente/ La lluvia y el lago/ El tajamar del parque/ Iglesia y plaza de San Roque/ El árbol de oro/ San Roque en la iglesia de San Roque.
- I -
LA CASA EN LA MONTAÑA
A UNA CASA EN EL SUR DE CALIFORNIA
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A Víctor y Dirma Carugati
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Al contemplarla -ya antes de ser mía
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tranquila y blanca con sus dos palmeras
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y sus huertos en flor, me parecía
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atesorar en sí sus primaveras.
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En los taludes, flores escarlata;
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en los rosales, rosas amarillas,
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y el limonero, rico en oro y plata
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exhibiendo sus mudas maravillas.
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Había en mí el extraño sentimiento
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de un reencuentro amoroso; yo sabía
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que ya esa casa me pertenecía
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de muy antiguo, en el presentimiento.
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Al pie de la montaña -¡tan discreta
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en su enorme silencio pensativo!-
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la casa donde hoy vivo, donde escribo,
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es un cumplido sueño de poeta.
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El ventanal abierto a la hermosura
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de un panorama de égloga, renueva
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para mí, cada día, la pintura
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de la eterna montaña siempre nueva.
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¡Oh casa de las próceres palmeras,
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de huertos y taludes florecidos,
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en cuyas deslumbrantes primaveras
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hallé la paz, la paz y sus olvidos!
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¡Hoy que debo emprender un largo viaje,
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un viaje tal vez definitivo,
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quiero llevar conmigo este paisaje,
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estos huertos, la sala donde escribo
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y esta paz en que vivo y me desvivo!
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California, 1982.
AL PIE DE LA MONTAÑA
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La casa del Sur reluce
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sobre una altura arbolada.
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En sus cinco patios crecen
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miles de exóticas plantas.
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No es loma la tierra fértil
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que la sostiene y ensalza:
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ella se alza en la fornida
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ladera de una montaña.
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Dos palmeras gigantescas
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a su vera montan guardia,
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y ella, la casa, sonríe
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sabiéndose bien guardada.
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Los patios le brindan flores
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de variado color, muy raras,
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que al venir la noche cierran
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sus corolas hechizadas.
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Mucho viven estas flores,
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¡quién sabe cuántas semanas:
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cerrándose cada noche
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y abriéndose a la mañana!
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El limonero perfuma
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todo cubierto de nácar.
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Palomas revolotean
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sobre el techo de pizarra:
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tienen sus nidos ocultos
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en huecos de la fachada.
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Los ventanales reflejan
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luces de coches que pasan.
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Orgulloso de su verde
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el pino exhibe sus ramas:
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en ellas también hay nidos
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de sinsontes y calandrias.
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La casa, como sus flores,
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de noche está clausurada;
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pero de día contempla
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con arrobo a la montaña.
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Apenas brilla la aurora
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cada flor mira a la casa;
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y la casa las bendice
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con una quieta mirada.
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La casa, a veces, parece
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ascender a la montaña
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cuando la niebla esfumina
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el perfil de su fachada.
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¿Qué aguardan los cinco patios
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que circundan esta casa,
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y qué aguarda ella que bajen
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de allá arriba, por la falda,
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cuando apenas amanece
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y es aún la luz escasa?
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Allá arriba hay hondas cuevas
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y fuentes de limpias aguas:
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finos zorros plateados
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tienen guarida entre zarzas.
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(Más que zorros, son los duendes
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que embrujan a la montaña).
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La casa y sus cinco patios
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se estremecen en el alba
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si ven bajar a los zorros
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todos vestidos de plata.
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Mayo, 1995.
PROYECTO DE POEMA
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Un poème c'est bien peu de chose...
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Tema:
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mi madre en la casona vieja,
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entre las cuatro y cinco de la tarde.
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Que se la pueda ver a sus ochenta
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y tantos años, pulcra y sosegada,
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leyendo en su sillón del corredor.
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Que el corredor se haga imaginable:
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largo, con sus baldosas coloradas
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y las que han sido más o menos blancas.
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Que, como fondo, el patio sea intuible
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con las palmas, la parra, el jazminero,
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y el aljibe en el centro.
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No abusar de detalles:
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lo esencial es la dueña de la casa
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leyendo en su sillón.
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Rostro moreno,
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hermoso todavía,
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capaz
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de la alegría más vivaz
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como de la tristeza
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más discreta.
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El cabello rizado, todo blanco.
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El aire de la patria, dulce y ácido,
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ha de sentirse en torno a su figura.
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Y no olvidar:
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que a pocos pasos de ella
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brinquen y píen cuatro o cinco audaces
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gorriones, reclamando
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las migajas rituales de la tarde.
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Si pudieras pintar ese retrato
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con las palabras justas,
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estarías allí, en la vieja casa,
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vencedor de tu exilio y, para siempre,
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con tu tiempo mejor recuperado.
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Mayo-junio, 1970.
ENTRE USTED EN LA CASA...
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Entre usted en la casa, vea esas palmas,
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esas de finos, variados troncos,
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troncos pulidos con anillos claros
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que ufanos blanden abanicos verdes.
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Alce la vista de lo verde; expláyela
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sobre ese largo corredor: es alto
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y es ancho, con pilares bien erguidos
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de sobrios capiteles.
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En ese corredor pavimentado
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de antiguas losas que, enceradas, brillan,
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usted podría ver lo inesperado.
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Mire a su izquierda ahora, mire al patio.
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¿Ve el jazminero umbrío? Por sí solo
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es un jardín de innumerables flores
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cuyo blanco perfume sube al cielo,
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fresco sahumerio que embalsama el patio.
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¿Y la parra, la parra con techumbre
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de pámpanos que el sol, viril, traspasa
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a la hora del cenit, tejiendo encajes
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de tibia luz sobre baldosas viejas
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que hoy no son ni celestes ni rosadas?
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Fíjese bien usted en este cuadro
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que merece atención: ¿ve allí, en el centro,
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ese duro cilindro, coronado
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de un artístico adorno de metal,
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del que pende, hoy callada, la roldana?
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Es un aljibe de aguas llovedizas
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en las que giran pececillos de oro.
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La parra, el jazminero y ese aljibe,
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con las lucientes palmas,
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están perpetuamente dialogando.
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Sólo interrumpen el coloquio cuando
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una niña, hace tiempo fallecida,
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asómase al brocal, mira hacia adentro.
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(Súbitamente ha aparecido). Y dice:
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«¡Hay todavía pececillos! Gracias.
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La casa es la de siempre». Y cuando ella
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desaparece tal como ha venido,
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las palmas y la parra y el aljibe
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reanudan, sin palabras, el coloquio.
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Llegan entonces gorriones rápidos
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ansiosos del festín, vieja costumbre.
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Y pasa ahora lo que siempre pasa
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sin que nadie lo vea ni lo sienta:
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calladamente por la galería,
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una dama de blanco, casi niebla,
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llega hasta el patio y de sus manos vierte
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migajas rituales, favoritas
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de pájaros asiduos,
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hace ya muchos años, muchos, tantos,
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que el mismo aljibe no recuerda cuántos.
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Octubre, 1995.
LA CASA
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A Demetrio y María Luisa Ayala
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Yo estoy, estaba, he de estar, siempre he estado
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en esa soñadora, dulce casa,
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en donde el tiempo, quieto allí, no pasa,
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sino perdura como eternizado.
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En mi niñez feliz, nunca he gozado
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de días como días de esa casa,
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en que el gozo las horas acompasa
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como si uno estuviera allí embrujado.
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Cuando contemplo su fotografía
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ya anticuada, ya sepia, pero hermosa,
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me conmueve su larga galería
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y recupero mi niñez dichosa,
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mecido en ancha hamaca cadenciosa,
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todo inocencia y todo fantasía.
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Mayo, 1989.
LA CASA DE LOS DUENDES
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A Stella Blanco Sánchez de Saguier
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Quien no ha vivido al pie de una montaña
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como aquella montaña azul y verde,
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y en una casa como aquella casa,
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en la que el tiempo, deliciosamente
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se arremansa en mañanas como siglos
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de aire delgado y de fulgor celeste;
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una casa con duendes en los patios,
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a los que en albas en que faltan duendes,
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descienden en parejas, misteriosos,
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delgados zorros de plateadas pieles;
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quien no ha vivido allí sintiendo el beso
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de la altura bajar sobre su frente
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en claras noches de estrellado seno,
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no sabe qué es vivir en paz; no sabe
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¡no sabe qué es vivir, sencillamente!
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Mayo, 1985.
LOS CANTOS DE LA CASA
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A Yula Riquelme de Molinas
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El corredor termina donde se alza
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la escalera que ofrece tres peldaños
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para acceder al fondo de la casa.
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Un tibio sol de octubre incendia el patio
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que en dorados y verdes resplandores
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acoge la visita de los pájaros.
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Llegan gorriones grises, benteveos
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más amarillos que su agudo canto,
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y arman un alboroto de gorjeos.
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Una voz juvenil modula un tango
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repitiendo una misma melodía
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de no se sabe qué doliente caso.
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Chirría la roldana del aljibe
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bajo el brillante toldo de los pámpanos,
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y allí, en la oscura y clara superficie
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del agua subterránea, suena el sordo
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golpe del balde, ansioso de frescura.
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Se oye la triste voz, de allá, del fondo
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de la casa, y el largo corredor
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tiembla con la nostalgia de aquel aire:
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¡Caminito que todas las tardes
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feliz recorría cantando mi amor!
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Febrero, 1988.
JACARANDA EN CALIFORNIA
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Cuando regreso a la casa
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y lo columbro de lejos,
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todo vestido de gala
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y enamorado del viento,
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con el lila de sus ramos
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tembloroso de deseo,
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se me figura impaciente,
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como si fuera un velero
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queriendo soltar amarras
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y navegar por el cielo.
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Bajo del coche y avanzo
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por la escalera de piedra,
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y a su vera me detengo
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para admirar su belleza.
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Y él se me antoja que inclina
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su copa de primavera
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y que a mis pies, saludando,
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vierte sus flores más tiernas.
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1979.
- II -
MORADORES DE LA MONTAÑA
ZORROS PLATEADOS
|
A Roque González Salazar
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Preguntaba a menudo la extranjera:
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-¿Ha visto usted los zorros plateados?
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La vecina muy vieja cuyos ojos
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verdes serían en sus verdes años.
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|
-No -respondía yo. -De la montaña
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bajan liebres, conejos y lagartos;
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bajan también coyotes que no he visto,
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y los topos que ahuecan nuestros patios.-
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-¿Pero no ha visto usted los zorros? -insistía.
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|
Y yo, alzando la vista hacia los pájaros
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|
que en parvadas oscuras acudían
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a estremecer la paz de nuestro barrio,
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respondía: -Esos zorros existen en su mente.
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Usted los sueña. Siga usted soñándolos.
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Nadie los vio jamás en las laderas
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ni en las cumbres. Acaso algún sonámbulo
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de los que suben por torcidas sendas
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en la noche, hacia picos escarpados,
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|
creyó atisbarlos en los matorrales
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y sólo vio visiones de borracho... -
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La extranjera mirábame a los ojos:
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yo advertía en los suyos un chispazo
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de su lejana juventud, un brillo
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entre irónico, alegre y apenado.
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Y aconteció que una mañana, un día
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de inolvidable luz de sol temprano,
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miré hacia el sitio donde se alza el pino
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junto al muro encendido de geranios,
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|
y de pronto los vi, pareja mágica:
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él, delante, ella atrás, ágiles, rápidos,
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|
pasar todo a lo largo, sobre el muro,
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con su lujoso traje plateado:
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|
ambos lumbre y amor, visión furtiva
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de la montaña, en albas de verano...
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Noviembre, 1983.
LA VIRGEN DE ORO O EL REGRESO DE ATALANTA
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(A renowed and swift-footed huntress...)
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Es fama que son sus pies
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más veloces que dos alas;
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al correr se hace invisible
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como una flecha que pasa.
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«Es más que mujer la virgen»
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|
-se asegura en la montaña-.
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«Todo es áureo en su figura:
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todo, el brillo de su cara,
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el esplendor de sus pechos,
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|
sus fugaces piernas largas,
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|
sus castos brazos de virgen
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y la lumbre de alborada
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que incendia su cabellera
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llameante a sus espaldas».
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Reina de toda la selva
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que enverdece la montaña,
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|
ella, la gran cazadora,
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|
que lleva flechas de plata
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|
ansiosas de dispararse,
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resonantes en la aljaba.
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No hay fieras que le hagan frente;
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todas huyen espantadas
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si la ven, vertiginosa,
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|
en correrías de caza.
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Cuando se quita la túnica
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para bañarse en las aguas
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de su fuente, su belleza
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resplandece como un ascua
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que pone el agua de oro
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de puro maravillada.
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Han venido pretendientes
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de muy remotas comarcas
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y a todos ha desdeñado
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su virginidad huraña.
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El jabalí sanguinario
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trajo el pánico a la selva.
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Muchos valientes murieron
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aplastados por la fiera.
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Entonces la virgen de oro
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con un solo par de flechas
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hizo del monstruo un cadáver
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bañado en su sangre negra.
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Julio, 1995.
ESPERANDO A LOS ZORROS PLATEADOS
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Cheveux et gorge au vent...
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Antes de la amanecida
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los esperaba en el patio.
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Los dos vendrían, lucientes,
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con ágil y mudo paso.
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|
La primavera en el cielo,
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floración de lirios blancos,
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|
resplandecía, latiendo
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mansamente, en los espacios.
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|
Los mundos no estaban quietos.
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|
Giraban como soñando:
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tarareaban muy quedo
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su casi inaudible canto.
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Y mientras así giraban,
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|
el rebaño de los astros,
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|
pestañeaba soñoliento
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|
con diamantes en los párpados.
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|
Al primer rayo del alba
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|
hubo inquietud aquí abajo:
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|
¿fue que ya de la montaña
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|
bajaban los plateados?
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|
No. No eran los que venían
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zorros, ni ciervos ni gamos.
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Eran... ¿Quién iba a creerlo?
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|
eran dos seres alados
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sin alas, pero que vuelan
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|
como flechas de sus arcos,
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|
como esos trazos de fuego
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|
punzante que son sus dardos.
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|
Eran dos vírgenes rubias
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y de un color de alabastro,
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|
desnudo el pecho y desnudos
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|
sus firmes, temidos brazos,
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|
y echando luz todo el cuerpo
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|
con reflejos nacarados.
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|
Me vieron junto al rosal
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|
próximo al linde del patio,
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|
Y yo las vi de repente:
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|
-¡Diosas! -grité estupefacto.
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|
Me pareció, vanidoso,
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|
que ellas también se asustaron.
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|
|
¡Iluso! Las fieras vírgenes
|
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|
sonrieron con sarcasmo:
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|
-¿Qué quiere usted con los zorros?-
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|
dijeron y se marcharon.
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|
Enero, 1996.
MAÑANAS DE LA LLANURA, MAÑANAS DE LA MONTAÑA
|
A Beatriz Eugenia
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|
Las mañanas de mi pueblo
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|
eran plácidas mañanas,
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|
no como estas imponentes
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|
mañanas de la montaña.
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|
Las mañanas de mi pueblo
|
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|
|
-cielo azul y nubes blancas-
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|
no eran mañanas solemnes
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|
para telones de dramas.
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|
Las mañanas de mi pueblo
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|
eran modestas y mansas,
|
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|
|
con su llanura muy verde
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|
y cerros en lontananza.
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|
Las mañanas de mi pueblo
|
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|
tenían algo de santas:
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rezaban con un susurro
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si repicaban campanas.
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|
Nunca había allá coyotes,
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garduñas ni musarañas,
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|
ni feroces animales
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|
ni apariciones paganas.
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|
Aquí hay duendes y hay visiones
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|
que temen las mismas águilas.
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|
Y cuando rondan los duendes
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|
vuelan de espanto las garzas,
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|
enmudecen las palomas
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|
con las alas congeladas.
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|
Pero aquí también, a veces,
|
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|
hay gloriosas madrugadas,
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|
|
|
cuando zorros plateados
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|
de empinadas cumbres bajan,
|
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|
|
uno tras otro, muy próximos,
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|
hocicos y colas largas,
|
|
|
|
y apenas tocando el suelo
|
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|
|
el peluche de sus patas...
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|
1965.
AMORES EN LA MONTAÑA
|
|
Una fuente habitaban
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de rumorosas linfas:
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|
altos chorros de plata,
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|
incesante armonía.
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|
No lejos de la fuente
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|
una caverna umbría
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|
|
servía de refugio
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|
a ambas mozas divinas
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|
|
cuando el zigzag del rayo
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|
la montaña encendía.
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|
Su amoroso estertor,
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|
sus jadeos de ninfa
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|
|
suspendían a cuantos
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|
al alba las oían:
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|
a aves, ciervos y fieras
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|
y hasta a traidoras víboras.
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|
Aquellas dos deidades
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|
ardientes y mellizas,
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|
|
eran en la montaña
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|
|
un deslumbrante enigma.
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|
|
Las visitaban siempre
|
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|
|
pero nunca de día,
|
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|
|
un par de extraños seres
|
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|
que vivían dos vidas:
|
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|
cabeza y torso de hombre
|
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|
con gravedad erguían:
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|
lo demás era equino,
|
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|
recia caballería.
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|
|
Los brazos de las diosas
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|
el tórax les ceñían,
|
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|
|
y los hombres-caballos
|
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|
|
piafaban de delicia.
|
|
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|
|
Bajo la luna llena
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|
|
causaban maravilla
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|
|
el galope relámpago
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|
|
de corceles sin brida
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|
|
y las diosas desnudas
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|
que llevaban encima...
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1995.
APOSTASÍA EN LA MONTAÑA
|
A Miguel
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|
Ella, veinte años en flor
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no era divina, era humana,
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|
aunque inmortal parecía
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si subía a la montaña.
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|
La montaña bien sabía.
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|
La montaña adivinaba
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|
lo dichosa que era ella
|
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|
en noches en que hasta el alba
|
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|
ella miraba los astros
|
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|
en las cumbres escarpadas,
|
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|
cuando las lunas de estío
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|
su perfil transfiguraban.
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|
Muy negra su cabellera
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para que fuera más blanca
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|
la blancura de su cuerpo
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|
en ella dos veces casta.
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|
|
En vano en noches de luna
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|
cuando ella se desnudaba
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|
|
para bañarse en la fuente
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|
que decían de Las Hadas,
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|
en vano zorros y ciervos
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|
en la sombra la espiaban:
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|
nunca vieron los tesoros
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|
que había visto la montaña.
|
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|
Era hermosa sin saberlo
|
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|
en su inocencia cristiana:
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|
en roja Biblia de herejes
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|
su misticismo exaltaba.
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|
Pero un día esta inocente
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|
volviose -dicen- pagana.
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|
Dicen que un duende en el bosque...
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¿Un duende? Un duende con alas
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|
le disparó una saeta
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invisible por lo mágica.
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Y esta saeta invisible
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penetró su carne blanca
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|
y entre dos pechos dulcísimos
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|
le entró hasta el fondo del alma.
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|
Transformada entonces, ella,
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|
loca ya, desmemoriada,
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|
ella, la tan inocente
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y piadosa si no santa,
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|
|
olvidó su religión
|
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|
|
y Amor la volvió pagana.
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1996.
LA MUSA TERRIBLE
|
|
Protege su carne rosa
|
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|
relumbrosa piel de fiera:
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|
puma o jaguar que ella misma
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hirió de muerte en la selva.
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|
(Toda flecha que dispara
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|
pone a sus pies una pieza).
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|
Recelosa, nadie sabe
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|
dónde ha elegido su cueva:
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|
hay muchas en la montaña
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|
|
pero ninguna es de ella.
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|
Rara vez la ven sus ciervos
|
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|
tendida sobre la hierba,
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|
|
dormida, resplandeciente,
|
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|
en el sopor de la siesta.
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|
|
Revolotean palomas
|
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|
|
sobre su rubia belleza:
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|
palomas que la acompañan
|
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|
y la sirven dondequiera.
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|
|
Cuando más veloz que el viento,
|
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|
llameante la cabellera,
|
|
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|
tensado el arco de plata,
|
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|
|
los fieros ojos alerta,
|
|
|
|
|
cruza el bosque donde tigres,
|
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|
|
pumas y linces acechan,
|
|
|
|
todos huyen con espanto,
|
|
|
|
temiendo dardos o flechas
|
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|
o el brillo de una mirada
|
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|
|
que puede hacerlos de piedra.
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Junio, 1995.
LAS DOS GIGANTAS
|
J'euse a viure auprés d'une jeune géante...
|
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Idénticas son las dos
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y de estatura muy alta.
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Rara vez se dejan ver
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por gente de la montaña.
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|
Y huyen si alguien las acecha
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no se sabe si asustadas.
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Pero ¿a quién pueden temer
|
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|
si son un par de gigantas?
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Se ponderan su hermosura
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y su titánica gracia,
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pero quienes las ponderan
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jamás les vieron la cara
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y mucho menos sus formas
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entre divinas y humanas.
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Se cree que son parientas
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de la virgen Atalanta.
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Con áureo nudo en la nuca
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sus largos cabellos atan.
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Por la selva sin caminos
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andan, se dice, descalzas.
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Pero tanto aquí se miente
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entre las cumbres y escarpas,
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que entre tantos vanos díceres
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es mejor no creer nada.
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«¡Amazonas, Amazonas!»
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-un montañés las retrata-
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«Son dos mujeres brutales
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armadas de arcos y lanzas,
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que gozan vertiendo sangre
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y que con sangre se bañan».
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Pura leyenda. Hoy sabemos
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que ellas son en la montaña
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las nodrizas de esos zorros
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que lucen pieles de plata.
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Julio, 1995.
- III -
SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO
EL PADRE Y EL HIJO: UNA INSTANTÁNEA
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(Año 1924)
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A Ramiro
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El caballero y el adolescente
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andando vienen por la angosta acera.
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La calle es una calle silenciosa
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de Villarrica, al promediar la siesta.
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Hay umbríos follajes sobre un muro.
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El sol de enero desde lo alto ciega.
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Casonas centenarias
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sostienen sus fachadas soñolientas
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como cansadas ya de erguir los siglos.
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En el pleno vigor de la existencia,
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el caballero evoca con su aplomo
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el recio señorío de otra época.
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Sus botines brillantes pisan fuerte
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las losas blancas; su robusta diestra
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adelantada a su figura prócer,
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oprime el ala del sombrero y lleva
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la prenda alzada con soltura y garbo,
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en ademán resuelto que a la prenda
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confiere un no sé qué prestigio ufano,
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cual si ésta fuese un arma o una enseña.
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En su mirar impávido y austero
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arde la voluntad de un alma ascética.
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Su hijo el adolescente apura el paso.
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Se sabe junto al padre un niño apenas
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a quien, entre inhibido y orgulloso
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la acera le parece aún más estrecha.
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Esta fotografía es enigmática.
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No sé qué extraña sugestión encierra.
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Hay un contraste tal en las figuras,
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como también una emoción secreta.
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Sin dialogar dialogan padre e hijo:
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el uno, sin hablar, guía y enseña:
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el otro, sin mirar, siente la magia
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del ejemplo y vigor de la presencia
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del caballero. Y ambos, en silencio,
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en recíproco amor se compenetran.
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Muchos años pasaron desde entonces.
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Cambió la vida de aquel viejo pueblo.
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Esa casa hoy no existe, ni esa acera
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ni esos umbrosos árboles, que han muerto.
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Cambió también el mundo como siempre.
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Lo único que perdura es el recuerdo
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de aquel amado pueblo y de su gente,
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gente que era el decoro de aquel tiempo.
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Y un día, hoy ya remoto, muy anciano
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y baldado, muriose el caballero.
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Perdida el habla, opaca la mirada,
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ruina en fin de sí mismo, era un espectro
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que poco a poco en la casona triste,
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|
desmemoriado, se nos fue extinguiendo.
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El muchacho creció. Como su padre,
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tan gran señor, fue su heredero auténtico.
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|
La hoy larga trayectoria de sus años
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refleja fiel, como vital espejo,
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momentos de la vida de su padre:
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se percibe en sus actos un modelo,
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tal como en rostro y ademán y aire,
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|
el padre muerto en él sigue viviendo
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¿Aconteció quizás que en aquel día,
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a media siesta en el callado pueblo,
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tuviera él vislumbres de un destino,
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del destino cabal de un caballero?
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1983.
LA LARGA ESPERA
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A María Teresa
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Quiso ella verla, verla a treinta años
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de la muerte. La madre nunca vista.
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La que al darle la vida dio la suya
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en una primavera remotísima.
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Y fuese al panteón toda expectante
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y temblorosa pero decidida.
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Hombres oscuros con sus herramientas
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tras mucho esfuerzo el ataúd abrían.
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Y columbró primero bajo el vidrio
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y luego sin el vidrio, blanca y nítida,
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|
una apacible joven en reposo,
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|
una joven hermosa, palidísima,
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de anchos ojos cerrados como en sueños;
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denso el cabello en torno a las mejillas,
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|
blanco el vestido aquel del desposorio
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|
y un Cristo blanco en manos casi niñas.
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Estaba intacta. En los pequeños labios
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se había eternizado una sonrisa
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|
apenas perceptible. Era la novia
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tan admirada en la fotografía
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|
de las bodas cercanas a la muerte.
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|
Era la novia tantas veces vista:
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|
-Esa es mamá, mamá que está en el cielo-
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|
le decían cuando era pequeñita.
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|
Idéntica al retrato, incorruptible,
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|
el vestido nupcial de tela fina
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|
con pliegues relucientes. Sobre el pecho
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|
el Cristo de marfil no se le hundía.
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|
La madre joven en la caja negra
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parecía esperarla, aunque dormida.
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|
ABUELOS VICTORIANOS
|
(Dos retratos al óleo)
|
A Nicolás
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Están allí callados y abstraídos
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en su visión lejana de otro mundo,
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|
hombre y mujer, aún jóvenes -viejísimos-
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en una eternidad sin tiempo que es su asilo.
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|
Pero residen hoy y no lo saben
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en una casa de desconocidos,
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de insospechados nietos, allende el vasto espacio
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|
del Atlántico. Aquí los dos perviven.
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|
Y es que alguien, de muy lejos, hace años
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de vidas y de muertes y catástrofes,
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quiso que el polvo y el olvido turbios
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|
no destruyeran esos viejos lienzos.
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|
Él, sobrio y sosegado y victoriano,
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|
|
tan victoriano como su pareja,
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|
es como ella una imagen puritana
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|
de a mediados del siglo diez y nueve.
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|
Marcos dorados, cuerdas centenarias,
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|
ya os espera el taller indiferente
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|
de algún restaurador de cuadros viejos.
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|
Pero señor, señora, estáis presentes
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|
en vuestra dulce ausencia soñadora,
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|
|
mirando este vivir incomprensible,
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|
|
sobre un televisor que os estremece,
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|
|
cerca del grito urgente del teléfono,
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|
|
en otro mundo, y sonreís acaso
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|
|
cuando mueren las luces cada noche,
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|
y os sentís en la sombra acompañados.
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|
Agosto, 1976.
CUANDO LOS MUERTOS NO PARECEN MUERTOS...
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|
Cuando los muertos no parecen muertos
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|
y se los oye en las habitaciones
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contiguas de la casa
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|
conversar y reír y estar a gusto
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|
|
expresando comunes emociones,
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|
y estar tan vivos como los que viven
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|
|
y los recuerdan con angustia y pena;
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|
|
Cuando cómodamente sentados en sillones
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|
para ellos y nosotros, familiares,
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|
los sentimos tan cerca, tan reales,
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|
|
¿cómo creer que se nos hayan muerto
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|
y que no gocen de la luz y el aire?
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|
Enero, 1996
LO INALCANZABLE
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|
Cuanto más exquisita la Princesa
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|
es tanto más difícil ser su amante.
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|
Amar su cuerpo, su mirar, su gracia,
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|
|
es un duro ejercicio,
|
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|
|
una aventura
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|
en que el amante pierde rumbo y pierde
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|
en un ofuscamiento, en un delirio
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|
el dulce paraíso en que soñaba.
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|
|
En un bosque de luces cegadoras
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|
la ve el amante huir, entristecida,
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|
con los ojos llorosos. Y él comprende
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|
|
que ese bosque, esas luces y ese lloro
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|
son la inmortal Belleza Inalcanzable.
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|
Diciembre, 1985.
LA VISITANTE
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Rápido el paso, la melena al viento,
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|
los brazos extendidos, la mirada
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|
brillante de impaciente sentimiento:
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|
entreabiertos los labios, agitada,
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|
|
comunicando a cada movimiento
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|
el ansia de besar y ser besada,
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|
|
de confundir su aliento con mi aliento,
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|
en muy estrecho abrazo a mí abrazada...
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|
Veinte gradas tenía la escalera:
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|
ella subía y yo bajaba y era
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|
|
|
cada encuentro un chocar de corazones.
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|
¡Ningún amor como ese amor perdido
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|
|
sobre un fondo de muertas ilusiones,
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|
|
sin posible consuelo en el olvido!
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|
Julio, 1989.
LA DURMIENTE
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|
Más ágil era que un pájaro
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|
viniendo como venía
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|
en primavera, volando,
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|
por la arbolada avenida.
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|
Las duras gradas de piedra
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|
con asombro la veían
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|
|
subir en un torbellino
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de leves faldas y risas
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|
hasta los brazos que ansiosos
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|
su grácil talle ceñían.
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|
Se dijera que las alas
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|
invisibles de su prisa,
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|
se plegaran al sentir
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|
presión de amor y delicia
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|
|
en sus labios sin aliento,
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|
|
en su espalda estremecida.
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|
En el sofá, luego, hablaba,
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|
|
hablaba mucho y reía,
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|
|
con una luz fulgurante
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|
|
|
en las pupilas verdísimas.
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|
|
El silencio la calmaba
|
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|
|
hasta dejarla dormida
|
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|
|
de perfil, sobre la almohada,
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|
|
las manos blancas unidas.
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|
|
Al despertar suspiraba
|
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|
|
con una tierna sonrisa
|
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|
|
toda sorpresa y deleite
|
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|
|
de sentirse tan tranquila.
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|
Íbase, luego, gozosa,
|
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|
|
ahíta de besos y ahíta
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|
de miel, el cuerpo vibrante
|
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|
por un millón de caricias.
|
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|
Dejaba una flor brillando
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|
sobre la mesa amarilla,
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|
|
y un rumor como de alas
|
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|
|
en la casa atardecida.
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|
|
12 de marzo, 20 de mayo, 1979.
- IV -
ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES
ÚLTIMO AMOR
|
|
¡Cómo se va mi corazón al tuyo
|
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|
y cómo es imposible retenerlo!
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|
¡Último amor se llama esta locura,
|
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|
|
último amor, más dulce que el primero!
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|
|
Yo te conozco pero desconozco
|
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|
|
aún mucho más de lo que en ti sospecho;
|
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|
|
¡tan remota y tan próxima, muchacha
|
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|
transparente, velada de misterio,
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|
|
|
irradiante de gracia y cortesía!
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|
Corazón: no delires, ya estás viejo.
|
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|
último amor se llama tu locura,
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|
|
último amor, más dulce que el primero.
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|
LA ROSA ESCARLATA
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|
La rosa llegó en la tarde
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|
|
que ya estaba anochecida:
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|
con ella vino un mensaje
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|
|
|
y el mensaje contenía
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|
un mundo de fantasía.
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|
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|
La rosa roja de vida
|
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|
ni un punto languidecía.
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|
Creció en rojez y fragancia
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|
en perfecta lozanía
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|
y eterna me parecía
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|
y más rosa cada día.
|
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|
Llegué a soñar con la rosa
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|
y, apenas amanecía,
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|
corría a ver si algún pétalo
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|
desmayaba y se moría.
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|
|
|
Pero cada día más
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|
triunfaba su lozanía,
|
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|
|
¡y ahora el viejo corazón
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|
|
orgulloso florecía!
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|
|
¿Sabrá quien envió la rosa
|
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|
que me envió la Poesía?
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|
¿Sabrá que un ángel sonríe
|
|
|
|
cuando, en secreto, la cuida?
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|
|
A UNA MUJER MUY BLANCA
|
|
Sospecho que los hombres que te amaron
|
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|
|
y cuyo amor te sueña todavía,
|
|
|
|
se enamoraron de tu voz sedante,
|
|
|
|
amiga mía.
|
|
|
|
|
Y si tu voz no ha sido lo que un día
|
|
|
|
sintieron les llegaba al corazón,
|
|
|
|
se enamoraron de tu fantasía,
|
|
|
|
se enamoraron de tu dulce risa
|
|
|
|
y de tu pura y cálida alegría.
|
|
|
|
|
Pero si yo llegara a enamorarme,
|
|
|
|
sería por tus senos redonditos,
|
|
|
|
-tibias, suaves naranjitas blancas-;
|
|
|
|
|
sería por tus manos diminutas,
|
|
|
|
tan blancas en su gracia,
|
|
|
|
|
tan ágiles y tiernas,
|
|
|
|
que en ellas ha de residir tu alma
|
|
|
|
|
y desde ellas dejar sobre las cosas
|
|
|
|
un rayito de luz que no se apaga.
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|
|
|
1983, 1995.
TANTO GENTILE E TANTO ONESTA...
|
|
¡Oh modestia gentil de su figura!
|
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|
¡Oh verde luz de su mirar sereno!
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|
|
¡Oh paz del corazón cuya dulzura
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|
al atrevido amor ponía freno!
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|
|
|
¡Aquel ser candoroso, casto y bueno,
|
|
|
|
raro por su inocencia y su hermosura,
|
|
|
|
tan ajeno al doblez y a la amargura,
|
|
|
|
y a la humana bajeza tan ajeno!
|
|
|
|
|
¡Aquel talle flexible, aquellos pechos
|
|
|
|
para los besos temerosos hechos,
|
|
|
|
temerosos de herir por lo ardorosos,
|
|
|
|
|
y aquel solaz del corazón florido!
|
|
|
|
¡Todo debo olvidar días gloriosos,
|
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|
|
todo debo olvidar pero no olvido!
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|
|
Febrero, 1988.
EL FUEGO
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|
Nadie ha de sospechar cuánto la extraño
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|
|
y trato de apartarla de mi mente.
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|
|
Pero han pasado un año y otro año
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|
y muchos más y no la siento ausente.
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|
Tras tanto repetido desengaño
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|
sólo ella es la gentil y la inocente
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|
que a mí, el autor de su inquerido daño,
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|
jamás inculpa su sentir doliente.
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|
Hay en los dos un fuego que no quema,
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|
el fuego del tristísimo poema
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|
en que urdimos los dos nuestros amores.
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|
|
Un fuego que los dos secretamente
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|
llevamos día a día entre la gente
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|
velando sus prohibidos resplandores...
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|
1988.
1996.
SUEÑOS
|
|
La hermosa niña soñaba
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|
|
con el Diablo; pero el Diablo
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|
que por milagro dormía,
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|
también la estaba soñando.
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|
A la mañana siguiente
|
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|
contó la niña su sueño.
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|
Unos ángeles de blanco
|
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|
atentamente la oyeron.
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|
Quedáronse cavilosos
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|
junto a la verja del cielo.
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|
Y de pronto se miraron:
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|
-El Malo es bueno, dijeron-.
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|
Agosto, 1979.
MAJITA DESNUDA
|
|
-Te entregas cual la muerte-
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|
¡Tierna azucena eras!
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|
¡Desnuda!
Juan Ramón Jiménez
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|
Eran las dos de la tarde
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|
en la casa de la altura.
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|
Y en la cama, la Majita,
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|
|
estaba tensa, desnuda.
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|
Blanco, muy blanco su cuerpo,
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|
de la más casta blancura.
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|
Las dos manos virginales
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|
unidas bajo la nuca.
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|
No imitó el cuadro de Goya:
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|
su actitud fue toda suya.
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|
Más delgada que la Maja,
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|
más púdica su hermosura.
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|
Erguidos los tiernos pechos
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|
con sus dos rosadas puntas.
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|
Cerrados los ojos verdes,
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|
y las suaves piernas, juntas.
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|
Temblaba la piel dulcísima
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|
de esta Majita desnuda:
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|
temblaban sus finos labios,
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|
temblaban sus comisuras.
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|
¿Cómo ocurrió esto tras tanta
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|
y vana amorosa lucha?
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|
¿Cómo explicar esta entrega
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|
tan libre en mujer tan pura?
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El sinsonte aquella siesta,
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más inspirado que nunca,
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desde una rama del pino
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vertió oleadas de música.
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Y en los taludes las flores,
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las raras flores diurnas,
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de noche no se cerraron
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y se bañaron de luna.
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Mayo, 1995.
- V -
UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS
LÁZARO MONTIEL REGRESA AL PUEBLO
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Un pueblo de Misiones limpio y blanco
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como otros pueblos de esas pampas verdes.
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Este pueblo tenía un camposanto,
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el más santo de toda la comarca.
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Y aconteció que un día, a mediodía,
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un hombre recio y fuerte,
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salió de la más blanca de las tumbas,
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y arengó a aquella gente silenciosa:
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«-Señoras y señores:
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¿Por qué estamos aquí tantas personas útiles,
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aunque dormidas en profundo sueño?
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¡Levántense, sacúdanse, despiértense,
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péinense con los dedos el cabello,
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y volvamos sin miedo a nuestras casas!».
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Se levantaron todos
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alegres, sin esfuerzo.
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Cuando llegaron ágilmente al pueblo,
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nadie en el pueblo se extrañó de verlos.
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Al hombre recio fuerte
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honraron todos como a Juez de Paz.
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Y la paz más feliz reinó en el pueblo.
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Del cementerio hicieron un jardín
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con una rosalera cuyas rosas
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dicen que nunca se marchitan.
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La Muerte entonces se marchó muy lejos,
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hacia el confín de la llanura inmensa,
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y se olvidó de los resucitados.
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Abril, 1991.
DIJO EL JUEZ DE PAZ LÁZARO MONTIEL
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«Queridos compueblanos:
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gracias por la adhesión, por el apoyo
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que, como a Juez de Paz, me brindan todos.
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Yo, Lázaro Montiel,
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me he podido escapar del cementerio
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y despertar del sueño a mucha gente.
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Hoy les propongo yo un experimento:
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declaremos un paro general
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tocante a la vejez,
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la enfermedad, la muerte.
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¡Sencillamente seamos inmortales!
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Todo niño varón que nazca en nuestro pueblo,
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debe llamarse Lázaro como este servidor.
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Yo di el ejemplo.
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Lo que propongo no es cosa imposible.
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Mírenme bien. ¿No estoy mejor que nunca?».
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El pueblo todo, unido en asamblea
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aclamó al Juez de Paz.
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Y el pueblo prosperó sano y dichoso.
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El Paro General obró milagros.
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Y nadie se enfermaba ni moría.
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Aconteció, no obstante,
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que por envidia o por superstición,
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los otros pueblos le tuvieron miedo.
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«Ese pueblo de Lázaros -decían-
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cree ser inmortal pero se engaña.
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Del cementerio hicieron un jardín.
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Pero esos vivos sanos y orgullosos
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no son de carne y hueso: son fantasmas».
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Marginaron al pueblo. Lo evitaron.
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El pueblo sonrió: «-Mejor -se dijo-;
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nosotros somos únicos, felices.
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¿Qué nos importa lo que piense el mundo?
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Abril, 1991.
EL PUEBLO
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Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
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Para su acceso no hay más que el recuerdo.
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Faltan los ojos puros, la inocencia.
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Faltan los pies pequeños.
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La calle larga, de calzada roja,
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de la casa dormida en el silencio,
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está en aquel lugar, acaso idéntica,
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bajo idéntico cielo.
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La que entreveo no es la misma calle
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y se esfumina y se me pierde, lejos.
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La casa del zaguán siempre cerrado
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y oscuro de misterio;
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la casa de la parra prodigiosa
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de racimos que asedian los insectos
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no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.
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Ha cambiado de dueños:
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La habitan hoy ancianas como brujas
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horribles de vejez y de ojos ciegos.
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Acaso el pueblo es pura fantasía.
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O un pueblo en que conozco a los espectros,
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pero en el que los vivos son extraños
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que nunca conocieron a mis muertos.
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Pero lo sueño siempre, lo persigo,
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y si jamás lo encuentro y recupero
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para mirarlo, allí palpable y vivo
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como se ven, palpables, otros pueblos,
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es porque es invisible, por llevarlo
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adentro, adentro, demasiado adentro.
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Abril 3, 1974.
AREGUÁ
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(A Gabriel Casaccia, que duerme el sueño eterno en Areguá)
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La calle principal (como la sueña
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el novelista acerbo), a media siesta:
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Su largo y ancho ámbito respira,
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pueblerina, apacible mansedumbre;
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una humildad que sabe ser amable,
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amable y dulce en su sosiego cálido.
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La calle principal sube a la loma
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y se detiene ante la iglesia blanca,
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y baja lentamente de la loma
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hasta llegar al lago: allí difunde
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el son de las campanas que ha escuchado
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y lleva luego a lo alto un son de aguas.
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Hagamos alto en esta calle sola:
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A la derecha vemos una acera
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-que se diría nunca transitada-
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y una verja de hierro. Detrás de ella
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un espacioso corredor callado.
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Es la fachada de una gran casona:
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una vivienda en que no vive nadie,
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en que no vive nadie sino el sueño
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de otro tiempo mejor: una nostalgia
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de antiguos días prósperos, de mozas
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vestidas de percal y muselina,
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que los domingos iban a la iglesia
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-la iglesia de la loma- ¡tan gentiles!,
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tocadas de mantilla o tul diáfano,
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bajo cuyo misterio sus miradas
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ardían en relámpagos esquivos
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ante la admiración de los varones.
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Ha tiempo que se fueron esas mozas
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y ni sus hijas ni sus nietas nunca
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vienen al pueblo tan feliz otrora;
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nadie entra en estas casas señoriales
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sumidas en un sueño melancólico.
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Cerradas puertas y ventanas, mudas,
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todas las casas saben un lenguaje
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que comprenden los árboles, los pájaros
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y el mismo cielo azul, que está tan alto:
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preguntan, se preguntan si habrá alguien
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que regrese, que oree las alcobas,
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que traiga del jardín abandonado
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un ramo de claveles o de rosas,
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que hoy, en arriates que no cuida nadie,
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piadosamente abren sus corolas.
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En esta calle, árboles muy viejos,
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pintados a la cal sus rudos troncos,
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|
dialogan en diálogo secreto
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con la brisa viajera. Se resignan
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a estar allí evocando días muertos
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y esperando, esperando que la vida
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que fue en el pueblo música y amores
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|
de juventud gozosa ya abolida,
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|
vuelva a traer su ruido y resucite
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|
todo el ardor que se ha llevado el viento.
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El final de la calle es invisible:
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el resol esfumina la distancia.
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En los patios guardados por las verjas
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que inútilmente yerguen lanzas negras,
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|
los mangos de follaje verde oscuro
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y tan tupido que ni el sol ni lluvias
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pueden filtrarse entre el verdor compacto:
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los mangos dicen un adiós callado
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a sus frutos dulcísimos que caen
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en madurez ya próxima a la muerte
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y dorados, se pudren en la tierra.
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|
LA CASA DEL CIELO
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|
¡Casa de Villarrica simple y fresca
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como un antiguo cántaro de arcilla!
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¡Casa de Villarrica hoy ya fantasma,
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en que alojé delicias de mi infancia!
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¡Casa de Villarrica en que persigo
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|
atisbos de unas piezas silenciosas
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como aquel dormitorio donde el sueño
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se posaba en mis párpados de niño
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|
tal como una dorada mariposa
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y aleteando sobre mí, muy dulce
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|
infundíame imágenes, visiones,
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que a veces hoy en la vigilia encienden
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|
relámpagos de cándidos reflejos!
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|
¡Antigua casa de mi antigua dicha
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que en vano ansío recobrar, andando
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|
por otros cuartos como aquellos cuartos
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que algo me dicen de mis viejos sueños!
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|
¡Casa de Villarrica, de altos patios,
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|
eres perdido cielo que quisiera
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|
fuese el eterno cielo del mañana!
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Febrero 28, 1988.
GÉNESIS DEL POEMA
|
(A María Teresa)
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¡Los estímulos son tan misteriosos
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en el alumbramiento del poema!
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Vemos un muro blanco, por ejemplo;
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el muro bajo el sol relampaguea.
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Es sábado. Hay reposo y hay silencio.
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|
El relámpago blanco nos recuerda
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quién sabe qué solar deslumbramiento
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ante la hondura de la azul esfera.
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Y ya sabemos que recuperamos
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una intuición del Ser que se renueva.
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Y entonces nos sentimos más ligeros,
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|
como impelidos por febril urgencia:
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hay algo que decir y hacerlo canto,
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|
y de un ardor de sol surge el poema.
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El muro blanco, nada más; un sábado,
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un resplandor oscuro que nos ciega
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pero que en una zona del espíritu
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|
¡una anhelosa música despierta!
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Julio 12, 1986.
ALQUIMIA DEL VERSO
|
(A Neida Mendonça)
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|
Mi verso, servidor de mi albedrío,
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me devuelve mañanas abolidas
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y muy lejanas siestas de mis juegos
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en que fui más que yo en mis alegrías.
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Lo que fui, lo que quise, lo soñado,
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son un soy y un querer en llama viva.
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|
Si se ha apagado el fuego, lo reenciende
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|
quemándome las manos y mejillas.
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Y así me encuentro con que soy los seres
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que se desperdigaron por la vida.
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|
El presente, el pasado, transfundidos
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|
modulan una sola melodía.
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|
Mi ayer, mi hoy y hasta el mañana incierto
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|
|
unidos forman una serie íntima.
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Julio 9, 1986.
MES DE JUNIO EN CALIFORNIA
|
|
¡Esto de estar en ti, en tus treinta días
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atenido al sinsonte,
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|
con los ojos colgantes
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del eucalipto alado!
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|
¡Esto
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|
de flotar en el aire
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|
voluptuoso,
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|
de oler la tierra que tu aliento orea!
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|
¡Mes del calor amable y cielo índigo,
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|
mes del sol con almíbar,
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|
mes del más hondo amor a lo creado!
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|
¡Oh Junio, Junio amigo,
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qué exaltación me dan tus días fugitivos
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|
hechos de muchedumbres
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|
de besos y de silbos!
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|
¡Esto es, Junio,
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|
la dicha:
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|
la dicha humana, breve, entre tus límites,
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|
Junio feliz que vives y que mueres
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|
palpitando en mi sangre,
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|
como el canto del pájaro que es eco
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|
de cantos infinitos sobre el mundo!
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|
Junio, 1972.
PRIMER RECUERDO
|
(1919)
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Primero fue la lluvia.
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Fue lo primero, la ilusión primera.
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Vi una puerta entreabierta
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que daba a un patio
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Vi sobre baldosas
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crearse y deshacerse
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copas brillantes, sin ruido.
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Vi las mojadas plantas,
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vi el paredón mojado,
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|
vi el viento impetuoso
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|
que aplastaba
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|
las copas instantáneas sobre el piso.
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|
Vi contra el cielo oscuro
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|
|
un tremolar de sábanas de fuego.
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|
Vi el agua, el agua interminable
|
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|
|
sobre los vahos del verano.
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|
Vi, dentro, luz eléctrica:
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|
vi unas figuras vagas
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|
mirar la lluvia.
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|
Yo, tras cristales húmedos,
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|
|
estaba, en brazos fuertes, mudo y tibio.
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|
|
Afuera, la frescura
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|
y la cristalería renovada
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|
sobre el piso.
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|
Y el viento rápido
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|
que iba y volvía impetuoso...
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|
Fue la ilusión primera.
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|
Fue el principio del mundo.
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|
1962.
EL PUEBLO Y SU ARROYO
|
(Piribebuy)
|
A Carlos Villagra Marsal
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Lo cruza de arriba abajo
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un arroyo transparente:
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un arroyo que va lejos
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y que de muy lejos viene;
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un arroyo en que desafían
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cardúmenes diferentes,
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unos de peces comunes
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y otros de muy raros peces.
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¡Ah, los eucaliptos blancos
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que como atletas se yerguen
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|
a lo largo del camino
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|
que desde el pueblo desciende!
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|
El pueblo antiguo y callado,
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|
de calles todas de césped,
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|
sombreado de mil árboles
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|
es casi del todo verde.
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|
Pero bajo el cielo azul
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|
que verde, a veces parece,
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|
las casas de muros blancos
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|
bermejos tejados tienen.
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|
A la iglesia austera y firme,
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heroica historia embellece:
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tronó el cañón contra ella;
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|
y aún hoy día pueden verse
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|
cicatrices que dejaron
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|
granadas rojas de muerte.
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|
¡Pero qué pueblo tranquilo
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|
el que este arroyo fulgente
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|
atraviesa susurrante,
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y luego desaparece
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|
para emerger victorioso
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|
tras galope subterráneo
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|
por soledades agrestes!
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|
Hay una casa en el pueblo
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|
merecidamente célebre
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|
donde todos los domingos
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|
bien se come y bien se bebe.
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Los que visitan el pueblo
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|
acuden siempre a este albergue,
|
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|
y allí le toman el pulso
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|
feliz, al pueblo y su gente.
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|
Julio, 1995.
BERRO DE AREGUÁ
|
A Gilda
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El berro que flotaba, que crecía,
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|
que fulgía muy verde en aguas tímidas;
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|
el berro era una magia de las vías
|
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|
del tren, en Areguá, mi patria antigua.
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Venía el tren y en Areguá abrevaba
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el agua de su máquina sedienta;
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|
y el agua que sobraba, que caía
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|
entre una y otra vía,
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|
daba vida a las hojas, a los tiernos
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|
y picantes pecíolos del berro.
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Y el berro era tan berro a los reflejos
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|
del Padre Sol de mi Areguá ya mítica,
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que yo creía que su nombre era
|
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|
una deformación color muy tierno
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|
de la palabra beso, en que la ese
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|
de puro verde se volvía erre.
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|
6 de enero, 1984.
LA REINA DE VILLA RICA
|
|
La Reina de Villa Rica
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|
mira con ojos muy negros
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sobre los que le fulguran
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|
oro puro, sus cabellos.
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La Reina de Villa Rica
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|
es de andares tan angélicos,
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|
que parece descendida
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|
este minuto, del cielo.
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|
La Reina de Villa Rica
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|
es virgen toda misterio:
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|
a su paso cadencioso,
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|
-que va imponiendo silencio-
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|
la gente baja los ojos
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|
|
y queda como en suspenso:
|
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|
nadie se atreve a mirarla
|
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|
|
para leerle el pensamiento.
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Dorada nieve sus manos
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de largos, de finos dedos,
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sueñan tañer una música
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que ella entreoye en los sueños.
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Siempre está como de paso
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por este mundo imperfecto,
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atenta a voces profundas
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que le hablan de muy lejos.
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La Reina de Villa Rica
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inaccesible en su Reino,
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cuando siente que la llaman
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entorna los ojos negros:
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y entonces le resplandecen
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aún más oro, los cabellos.
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Villarrica, 1995.
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