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Aquel marinero paraguayo de ojos tristes vagaba entre las sombras del puerto de Buenos Aires. Se sentaba a veces en el muelle y su pensamiento volaba hasta Asunción, donde había dejado una novia. Antes de partir, se habían jurado amor eterno y casamiento al regreso del hombre que hizo del río su destino en la vida.
Era a comienzos de la década de 1930. El gobierno paraguayo, que veía en el horizonte próximo la inevitable tormenta de la guerra con Bolivia, había enviado a la capital argentina una cañonera para su reparación. Era urgente que estuviese a punto para cuando la mecha del combate en el Chaco se encendiese. Uno de los integrantes de la tripulación era ese joven que, por momentos, parecía un enajenado.
Recordaba los aromas de su patria, pero se detenía en uno solo, recobrado en la memoria: el de su amada.
YVERÁ, la viuda de AGUSTÍN BARBOZA, recuerda que su ya desaparecido marido le contaba la historia de un muchacho que soñaba, ansioso con el retorno. Al principio, la ausencia iba a ser sólo de 30 días. Después se cumplieron dos meses. Y tres. Llegó a seis. El marinero sabía, entonces, cuánto duraba la eternidad.
Una mañana gris, recibió una carta de Asunción. Su novia le decía que el mes se había hecho muy largo y que, seguramente, las porteñas eran la causa de lo que supuso era ya el olvido. Dado el silencio, le comunicaba que la palabra empeñada quedaba sin efecto. Alguien le leyó la misiva al marinero que, al principio, disfrazó sus lágrimas mirando a lo lejos y jugando, nervioso, con las manos. Después ya no pudo y estalló:
- Ha mba’emi piko ajapóta (Y qué voy a hacer).
Sus compañeros, al verlo desconsolado, le dijeron que la solución era escribirle una carta de amor diciéndole que su cariño permanecía intacto. Sí, pero ¿quién tendría el mágico don de la palabra que la convenciera de que el retraso no era por culpa de él y de que en la distancia su ternura se había multiplicado?
-Ápengo heta músico paraguayo omba’apo. Ha’ekuéra oimemanteva’erã oikuaa la carta apoharã (Aquí trabajan varios músicos paraguayos. Ellos sin falta han de saber quién puede escribir esa carta imprescindible)-, le dijo uno de ellos, aludiendo a los estibadores del muelle bonaerense.
Preguntando aquí y yendo más allá, les dijo que el poeta
CARLOS MIGUEL JIMÉNEZ era el indicado para redactar el escrito que debía conmover a la destinataria. El marinero llegó hasta el pilarense, le mostró la carta de su novia y le pidió que le respondiera.
- Jajapóta ndéve peteĩ iporãvéva. Jascrivíta chupe peteĩ poesía. Mba’éicha piko héra ha’e (Te haremos algo mejor que una carta: le escribiremos una poesía. ¿Cómo se llama ella ?)
- Deidamia-, replicó el marinero.
Pronto la poesía estuvo terminada. AGUSTÍN BARBOZA le puso la música a MI ESTRELLITA BLANCA. El marino, cuando tuvo en sus manos el poema le envió, con la promesa de que una vez que volviese lo escucharía en una serenata.
Al poco tiempo, ya reparada la cañonera, el marinero volvió. Nadie supo dar detalles de lo que ocurrió entonces. Sólo se tuvo noticia de que el marinero y su "trigueña hermosa" se casaron. Lo demás ya son detalles sin importancia. La poesía y la música habían obrado el milagro.
de la Literatura Paraguaya.
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