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LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA - Cuentos de HELIO VERA - Año 2004

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LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA - Cuentos de HELIO VERA - Año 2004

LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA

Cuentos de HELIO VERA

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay 2004.

 

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“LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA Y OTROS CUENTOS”, reanuda el ciclo de narrativo del autor, inaugurado en 1984 con “Angola y otros cuentos”. Como en “Angola”, Helio Vera fabula libremente con el trasfondo, entre lo mágico y violento, de la realidad paraguaya. Para ello, explora con frecuencia el pasado, en busca de las secretas claves que expliquen las angustias y frustraciones de nuestro pueblo.

Dos cuentos – “Primeras Letras” y “La tierra sin Mal no está muy lejos”- proponen una visión descarada y cruel de la conquista española, que se aparta inesperadamente del discurso romántico centrado en el paradigma del “Buen salvaje”. En ambos, el pueblo indígena busca liberarse de la opresión colonial y se encuentra ante obstáculos inesperados.

En “Valois”, la historia de un gallo de riña se cruza inesperadamente con las vidas de un poderoso encomendero criollo de Asunción y de sus esclavos, quienes, a pesar de vivir oprimidos, también son abrasados por la pasión.

“Manorá” no es sino el relato, con algunas licencias, que no son tan arbitrarias, del asesinato del presidente Juan Bautista Gill y de su hermano Emilio, dentro del marco de una conspiración.

“La Muerte” nos lleva a la antigua cárcel pública de Asunción. Donde los prisioneros políticos convivían con los delincuentes, circunstancia que favoreció un plan clandestino a asesinar a un líder estudiantil que el gobierno consideraba insufrible.

“La Paciencia de Celestino Leiva” describe la relación patológica entre un militar retirado y la oreja de un montonero, que aquel conserva durante años, como recuerdo de las luchas de la posguerra civil.

“Un Problema de Volúmenes” se inspira, como debe resultar obvio, en un episodio memorable: la represión de un grupo de campesinos que, después de haber sido expulsados de un inmueble que habían ocupado, se apoderaron de un ómnibus para llegar hasta Asunción.

Por último, “La Estrella de Nizan” reproduce el ambiente suntuoso, siempre plagado de intrigas, de “Las Mil y una Noches”; sólo que, en este caso, el escenario no es Bagdad de Harún al-Raschid, sino Ispahan, capital del imperio de los turcos seijúcidas, donde el gran Visir, Nizam, un personaje histórico, es el verdadero poder detrás del trono.

 

 

ÍNDICE

-        PRIMERAS LETRAS: JUEVES SANTO, 1539

-        LA TIERRA-SIN-MAL NO ESTÁ MUY LEJOS

-        VALOIS

-        MANORÁ: 12 DE ABRIL DE 1877

-        LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA 

-        LA MUERTE

-        UN PROBLEMA DE VOLÚMENES

-        LA ESTRELLA DE NIZAM

 

 

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PRIMERAS LETRAS: JUEVES SANTO, 1539

A Ramiro Domínguez

La india Juliana hojea, absorta, el libro que el capitán Juan de Salazar de Espinoza, su señor, le ha dejado sobre la mesa. Sus ojos se llenan con las imágenes deslumbrantes que se despliegan en el papel. Nunca había visto estos colores tan intensos que no se encuentran en la selva ni en el cielo, ni formas humanas tan nítidamente dibujadas; ni hubiera pensado que existiesen sobre la tierra objetos tan extraños y bellos como los que está viendo.

Los grabados, surgidos de la mano de un artista exquisito, describen amplias habitaciones con pesadas cortinas bordadas, altos muebles de madera tallada y vitrinas en las que reposan, al abrigo del polvo, porcelanas y crista-les de las mejores fábricas de Europa. Hay manos pálidas gramática y la ortografía; con él encuentra el significado que esconden estos diminutos trazados, tan parecidos a arañas esquivas sobre la superficie del papel.

 

II

Salazar la mira, satisfecho, mientras afila la espada con una piedra de amolar. Juliana no solo es la más cariñosa de las indias que pusieron en sus manos los caciques karios de Lambaré, sino también la más inteligente. Le sigue a todas partes como una sombra y, como una limosna, recoge cada gesto, cada palabra, cada desdén y cada caricia que el español entrega a su paso. Ante ella, pues, hace dos años comenzó a hojear sus libros, para enseñarle las primeras letras de este idioma enrevesado.

Así, la india aprende de memoria las palabras que designan las cosas y las ideas. Una por una. Después, las combina en complejas cadenas sintácticas que le permiten obtener los significados. No es fácil. Hay un nombre y un sonido para cada animal, cada acto, cada sentimiento, cada perversión. Ella debe repetirlo varias veces, hasta estar segura de haberlo aprendido para siempre.

El idioma de los pytagua, pese a su capacidad para describir ideas complicadas y cosas que nunca supo que existían, tiene sus limitaciones. Carece de las voces exactas -el guaraní abunda en ellas- para definir hechos simples pero inconfundibles: el momento en que el sol asoma en el

Levante, amarilleando las copas de los árboles; o cuando ha pasado el cenit y se encamina hacia el dominio de las sombras; o aquel en que se yergue, alto y potente, sobre el horizonte. O los diversos modos en que el agua cae del cielo: la lluvia que desciende a cántaros de un cielo desgarrado por los relámpagos; la llovizna fría y otoñal, que estremece los huesos y llena el alma de una larga melancolía; el aguacero bravo pero fugaz; la lluvia serena, que moja lánguidamente la tierra. Esta es, precisamente, la manera de comunicarse en el guaraní de Juliana. Cada palabra se forma con diversas raíces, y son ellas las que definen el significado y enuncian las características más llamativas del objeto que designa: rugoso, suave, achatado, abultado, punzante, redondo, húmedo, silencioso, plano, pequeño, chato, blando. Para decirlo de un modo más claro: no hay palabras sino combinaciones de raíces. Pero basta con unirlas para designar todo lo que uno quiera.

El capitán se coloca la cota de malla. Hace varias se-manas que no la usa, y ello le causa una ligera incomodidad. El viento Norte, con su agobiante humedad, acentúa el malestar que le ocasiona el peso repentino que carga sobre la piel. Juliana le pasa la espada desnuda. Él blande el acero y, para practicar, lanza estocadas al aire, dirigidas al vientre de un enemigo fantasmal. Después, respira profundamente y se santigua con rapidez. Tiene prisa. Brilla fugazmente la hoja toledana al ser enfundada en la vaina. Hoy es Jueves Santo, y ella deberá acompañarlo durante la ceremonia principal.

 

III

El capitán Salazar no es el único de los rudos soldados que, además de dominar el arte de matar, sabe leer y escribir. Por eso, cuando cruzó el mar con la armada del Adelantado don Pedro de Mendoza, fue uno de los pocos que tuvieron la precaución de traer consigo algunos libros. Ellos le distrajeron en el océano en los días de calma, a la sombra de un velamen ávido de vientos, mientras los marinos dormían abrazados a los cañones y los vigías se entretenían jugando a los dados o a las barajas. Tuvo tiempo de repasarlos durante el largo sitio de Buenos Aires, cuando las ilusiones iniciales se desvanecían bajo el cielo plomizo y las ventiscas incesantes, y el hambre y el frío se encarnizaban con las almas atormentadas, mientras el horizonte trepidaba con el ulular escalofriante de los indios. Hubo quien, abrumado por el hambre, comió carne de gente.

El Adelantado ordenó entonces la exploración de los ríos gigantescos que serpenteaban hacia las entrañas del continente, y las tierras misteriosas que bañaban a su paso. Los indios de las islas, enemigos de los que rodeaban el fuerte, le habían dicho que en esas regiones lejanas encontraría el camino hacia el reino del rey Blanco y sus riquezas fastuosas. Sería la salvación, el esperado premio que justificaría todas las desdichas.

El primero en partir fue Juan de Ayolas, fiel segundo del Adelantado, al frente de una expedición; después hubo otra, cuando la primera no volvió dentro del plazo previsto: Salazar fue uno de sus miembros. Los bergantines remontaron el Plata y, siempre navegando río arriba, entraron al impetuoso Paraná. La poderosa corriente parecía empeñada en devolver al mar las débiles embarcaciones. Fue un viaje lento y penoso. Encontraron la boca del río Paraguay, en el que se internaron resueltamente, no sin antes dispersar una flotilla de canoas repletas de flecheros agacés que intentaron cerrar el paso. Días después, dos cerros, repentinas esmeraldas en medio del monte infinito, brotaron en el horizonte. Y después, la entrada de esta bahía de superficie mansa, el sitio ideal para calafatear los bergantines en tierra y ofrecer un descanso a los hombres entre indígenas amigables.

Salazar no sabía entonces que estaba destinado a quedarse en este lugar apartado del mundo, y que nunca conocería las ciudades pavimentadas con ladrillos de oro. Los sueños de riqueza se fueron esfumando. Como magra pitanza de la conquista y por ausencia de metales preciosos, el gobernador Martínez de Irala le entregó una chacra; además, una cincuentena de indios para trabajar la tierra y una veintena de mujeres para su placer. Juliana es una de ellas; la más avispada, sin duda, y por eso la distingue con su interés.

 

IV

Los libros le hicieron más soportable a Salazar el largo aburrimiento del fuerte Nuestra Señora de la Asunción. ¿Debemos recordar que los trajo del saqueo de Roma, donde entró como soldado del emperador Carlos V? Fue en 1527, un día de horrores y sacrilegios cuando perdieron su alma para siempre. Los incendios calcinaban los palacios y el aire enrarecido por el hedor de la pólvora y de la carne quemada ahogaba a los asaltantes de la ciudad. El papa Clemente VII aún se defendía en el castillo de Sant'Angelo; un alto cilindro de piedra erizado de cañones, mientras las tropas imperiales, entre las que abundaban los luteranos, destrozaban la ciudad de los Césares.

Entró a una mansión cuya entrada presidía el jactancioso escudo de un cardenal. El viento se colaba a través de ventanas con vidrios rotos y de puertas cuyas hojas habían sido derribadas a tiros. Lo recibió una nube de humo que venía del fondo. Afuera se sucedían estampidos, gritos, las quejas de un herido, el piafar de una cabalgadura. Comprobó con pesar que el lugar ya había sido visitado por sus camaradas. Recorrió las habitaciones vacías, en otros tiempos regiamente alhajadas. Finalmente, entró a la biblioteca, y vio que nadie se había interesado en su contenido: estaba intacta. Allí no había oro ni joyas. Eligió apresuradamente algunos volúmenes, un poco por lo llamativo de los títulos y otro poco por la calidad del empastado o de las imágenes que los ilustraban, y los acomodó en un trozo de cortina que cortó con la espada. Después, corrió hacia la calle. A sus espaldas, el palacio comenzaba a desmoronarse.

 

V

Faltan pocas horas para la procesión del Jueves Santo. En su camino a la catedral, el arcediano Gabriel Francisco de Ibarra pasa frente a la chacra del capitán, sobre el arroyo Jaén. Lo ve desde lejos, sentado frente a una mesa, bajo la sombra de un gigantesco yvapovo, en el centro de un patio protegido por una baja empalizada de tacuaras. Salazar saluda con la mano. Juliana, absorta ante un grueso libro abierto, apenas levanta los ojos para mirar al sacerdote. Éste comprende. ¡Es tanto lo que debe de aprender la pobre, para conocer todo lo que está más allá de las aguas infinitas del mar! El fraile lo bendice, y después aprieta el paso.

El arcediano admira la curiosidad de la india. Es seguro que pronto leerá y escribirá. Tal vez dentro de seis meses podrá repasar, por sí misma, las oraciones ordenadas a los fieles por la Santa Madre Iglesia. Piensa, con amargura, que los demás conquistadores deberían seguir este sano ejemplo. En vez del cepo, deberían enseñar a los indígenas la devota lectura del Nuevo Testamento, los salterios y el catecismo que les alentarán a domar sus vicios: la antropofagia, la poligamia y la borrachera. Son los tres males que practican con cerrada contumacia, pero ninguno es peor que el pecado nefando, el mismo que llevó a la destrucción de Sodoma y Gomorra, y al que a veces se consagran, con repugnante desenfado, incluso bajo la delatora luz del día.

Esta afición de Salazar por la lectura, extraña en esta multitud de gente de armas, ha despertado el interés del sacerdote, quien ve en ella el medio ideal para difundir la verdadera religión. Su luz cegadora disipará las supercherías que, hasta hoy, confunden a estas mentes vírgenes y las apartan del conocimiento del verdadero Dios. Las letras son el camino hacia Él, centro y suma de toda la sabiduría del universo. ¡Cuánta distancia entre este docto capitán y los otros duros soldados del imperio, con su feroz pedagogía del látigo y el perro de presa! Pero después de tantas crueldades, pocos de estos hombres feroces evitarán las llamas del infierno. Tal vez Salazar gane un puesto en esta minoría selecta.

El sacerdote sigue caminando, rumbo a la iglesia. A su paso, desde una colina, mira la bahía. Sobre el quieto espejo de plata revolotean los mbiguá, en busca de su diaria pitanza de peces.

Semana Santa. Como el año pasado, los odiados pytagua estarán ocupados en sus oraciones, agobiados por el enorme dolor que producen el martirio y la agonía de Cristo en la cruz, pero insolentes y fríos ante las penurias de los guaraníes. Para los indios ya se ha agotado el asombro que, el año anterior, les produjeron estas escenas truculentas, en las que vieron una invocación a las fuerzas insondables de la magia. Ya no los conmueven las lágrimas que ruedan sobre las barbas y se deslizan lentamente sobre las corazas, ni les asustan las voces de pesar ni los roncos latines de los frailes. Sometidos a una creciente opresión, ahora los karios saben que la imagen ensangrentada que va a ser elevada en la cruz, coronada de espinas, es la de todos. Y que el infierno con que los amenazan los religiosos, llameante, poblado de penurias y suplicios, con hondos pozos helados y espesas lluvias de fuego, ya les abrió sus puertas.

La procesión de sangre del Jueves Santo será el punto crucial de estas jornadas. Allí estarán todos los pytagua. Nadie, salvo algún moribundo, faltará a esa reunión. Ella dará a los karios la oportunidad irrepetible de recuperar la libertad y de acabar con todos en una única y justiciera matanza. De paso, recuperarán las mujeres que les entregaron tan imprudentemente, cuando aquellos llegaron como aliados.

El plan es muy simple. Los indios vendrán de todas partes en pequeños grupos y se reunirán en la Plaza de Armas, frente a la iglesia, sobre el alto barranco que domina la bahía. Acompañarán, con mentida adhesión, todos los pasos de la ceremonia. Mientras, con disimulo, con lenta seguridad, rodearán a los españoles, uno por uno. A la señal convenida, se arrojarán sobre ellos para inmovilizarlos. Bastarán dos o tres por cada enemigo. Los que tengan las manos libres se encargarán de matarlos con garrotes, con hachas, con cuerdas, con puñales, con las manos o con las armas que traerán rápidamente de los sitios donde las escondieron hace ya varios días. Las puertas del fuerte serán abiertas a empellones, y otros guerreros, que esperarán fuera de la empalizada, entrarán como una tromba para terminar la matanza. Los españoles, desprevenidos, no tendrán tiempo de reaccionar.

 

VII

Desde muy temprano, los indios comenzaron a llegar al fuerte, en grupos de cinco o seis. Vinieron sin sus mujeres, pero ostensiblemente desarmados. Apretujados en la plaza de Armas, frente al templo, se dispusieron a esperar los ritos centrales de la jornada. Algunos parloteaban animadamente, como para demostrar que todo se hallaba en completa normalidad. Otros dormitaban, envueltos en mantas extendidas sobre la hierba.

Después aparecieron los españoles; pero, cosa extraña, lo hicieron armados, erizados de lanzas y alabardas, cubiertos con yelmos y corazas. Sin prisa, se alinearon en la plaza, frente a la multitud, como protegiendo la entrada del templo. Enseguida del interior salió un pelotón que se desplegó sobre las gradas más altas del atrio. Allí, sobre firmes Horquillas, los hombres instalaron pausadamente los pesados arcabuces que acababan de sacar de un escondite detrás del altar. Otros españoles, que llegaron detrás, formaron una segunda fila de tiradores unas gradas más abajo. Un nuevo grupo arrastró dos culebrinas hasta ubicarlas en ambos extremos de la fila de arcabuceros, con las bocas de fuego apuntando a la multitud.

El sacerdote comenzó a entonar un salmo. Todos se arrodillaron y rezaron, los yelmos en el suelo, las manos sobre el pomo de las espadas o el yesquero de los arcabuces. Después se levantaron y, al apropiado toque de difuntos, comenzaron a disparar sobre la multitud. La metralla hirviente vomitada por las culebrinas abrió surcos sangrientos en la masa humana. Después, los soldados arremetieron contra los aturdidos sobrevivientes. Estos, sorprendidos, no atinaron a reaccionar. Convencidos de que los enemigos habían conocido el plan mediante la magia, se dejaron matar resignadamente, casi sin defenderse. El combate, que más se parecía a una ejecución masiva, no duró mucho. Los heridos graves fueron rematados minuciosamente.

 

VIII

Ahora ya es entrada la noche. Los muertos permanecen en la Plaza Mayor y en los alrededores. Mañana serán llevados fuera de los límites del fuerte. Algunos, los principales, serán descuartizados: los trozos, distribuidos en los cruces de los caminos reales, servirán de escarmiento a otros resentidos. Las cabezas, ensartadas en picas, presidirán la entrada del fuerte; las manos, los muslos y los pies serán exhibidos en otros lugares. Después de algunos días, los restos serán amontonados en una sangrienta colina a la que se prenderá fuego. Los perros y los buitres terminarán la limpieza.

El capitán acaba de volver a su chacra, cansado, sucio, la coraza moteada de manchas de sangre. Sudoroso. Lo recibió una Juliana ávida de seguir penetrando el universo excitante que se despliega en el texto y en los grabados. Esta noche, ya repuesto de la fatiga de la matanza, Salazar le leerá las siguientes páginas del libro que abre las puertas de este idioma para ella desconocido: la temprana traducción española -una edición clandestina, sin duda originada en Barcelona- de una obra que los cortesanos y los burgueses hojean furtivamente en toda Europa.

Se trata de la colección de los célebres y desenfadados sonetos de Pietro Aretino, escritos a inspiración de cada uno de los dieciséis grabados con que su amigo, Marcantonio Raimondi, describía, con todos sus descarados pormenores, las dieciséis posturas básicas que la experiencia aconseja para disfrutar del amor. A la edición príncipe, fechada en 1525, siguieron varias otras, con los más violentos añadidos. El libro que Salazar trajo al Paraguay pertenece a una de esas ediciones. En él, además de los dibujos de Raimondi, hay otros -una espléndida serie adicional- que un pintor desconocido convirtió en otras tantas ventanas al antiguo arte del amor.

Juliana merece esa atención. ¿Quién más que ella? Al fin de cuentas, le debe la vida a esta mujer que se apretuja contra su pecho y que ahora le invita a acariciarla mientras sus cabellos negros, desordenados por el viento, le azotan las barbas rubias y le hacen cosquillas en el cuello. Con el libro que puso sobre la mesa, ella está lista para comenzar esta nueva sesión de aprendizaje.

Todo agradecimiento será poco. Lo que ella le contó hace dos noches, inclinada sobre las láminas, permitió detener el artero golpe de mano del Jueves Santo. La oportuna delación detuvo la mano que estaba a punto de cortar el hilo de la existencia de Salazar y de todos los demás españoles. Hubo, pues, tiempo suficiente para organizar la respuesta que convirtió el complot en una catástrofe. El castigo fue de una brutalidad ejemplar. La suficiente para dejar una memoria perdurable de este episodio y la convicción de que toda rebeldía estaba condenada al fracaso.

Gracias a la mujer, los pérfidos caciques karios no son otra cosa que restos miserables sobre los cuales los buitres comienzan, ahora mismo, a trazar altos círculos concéntricos. Mañana comenzarán a oler mal. Habrá que arrojarlos más allá de la empalizada del fuerte, para que todos puedan verlos. Después, serán quemados. El viento Norte llevará lejos las cenizas de la masacre. Y ella podrá seguir el aprendizaje de las primeras letras.

 


 





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