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FRANCISCO (PANCHO) ODDONE (+)
  CR脫NICA DE UN IMPOSTOR, 2006 - Cr贸nicas de PANCHO ODDONE


CR脫NICA DE UN IMPOSTOR, 2006 - Cr贸nicas de PANCHO ODDONE

CR脫NICA DE UN IMPOSTOR

Cr贸nicas de PANCHO ODDONE聽

Arandur茫 Editorial,

Asunci贸n-Paraguay, 2006

Esta Cr贸nica es parte de una vida agitada y a la vez divertida. Los hechos y circunstancias no son el resultado de un ordenamiento de bi贸grafo, sometido a la implacable rigidez de fichas ordenadas, porque no he incorporado el orden como una de mis virtudes.

Me defino como impostor porque jam谩s pude creer en las bases en que supuestamente se funda la sociedad en la cual nac铆 y con toda sencillez rechazo el anonimato para relatar hechos, circunstancias y conductas de personajes que integran el folclore local. Confieso que aprovech茅, y super茅 como un intruso, los par谩metros impuestos por la hipocres铆a y el disimulo, en medio de la confusi贸n de valores supuestamente vigentes y fundamentalmente ignorados, perimidos o al menos discutidos de una comunidad que parece malversar su destino, si alguna vez la tuvo. Cuestiono no precisamente como un fil贸sofo, estoy muy lejos de serlo, sino como un simple aventurero, los valores que se recitan a la vez que se ignoran en la vida cotidiana. Tampoco pretendo ser un reformador.

Me limito a relatar historias reales, vividas intensamente, con la esperanza de que la conclusi贸n surja del ocasional lector que quiera entretenerse y divertirse. Una vez me preguntaron qu茅 eran 鈥淟os Principios鈥. Respond铆 que se trataba de un diario que se edita en la ciudad de C贸rdoba, en Argentina. Este parece ser mi mayor pecado, el sentido del humor, que entre risas y melancol铆as me ayud贸 a vivir en un duro, a la vez que pleno, ejercicio de la libertad. Para mucha gente esto puede ser dif铆cil de entender.



鈥淟os males que sufre la humanidad pueden resumirse en un 煤nico y mismo orden: los hombres est谩n enfermos de no saber vivir en libertad y de no conocer las delicias de la autonom铆a, la autosuficiencia y el pleno gobierno de uno mismo. Los s铆ntomas son evidentes: el gusto por lo fr铆volo, la liviandad, el dinero, el poder, los honores, la mezquindad, la estrechez de proyectos, el conformismo y la sujeci贸n a ideales seculares y alienantes como el trabajo, la familia o la patria鈥.

Di贸genes de Sinope

Siglo IV, a. J.C.


UNO

No hab铆a comenzado el oto帽o, por eso nos acosaban dudas desconcertantes sobre las extra帽as caracter铆sticas del clima que soport谩bamos. Se hab铆a anticipado el invierno. El oto帽o, reducido a una cifra en el almanaque, desconoc铆a las expectativas del a帽o que comenzaba. Penetrantes r谩fagas de viento fr铆o del sur hac铆an girar las hojas prematuramente secas en espor谩dicos remolinos, que incrementaban la sensaci贸n de fr铆o, insoportable cuando se filtraba por las ventanillas del auto del viejo escribano vecino de nuestra casa. El escribano, s贸lo as铆 y de ninguna otra manera lo llamaban en el barrio y en la ciudad que envejec铆a sin gracia en la pampa saturada de sol, pasto y vacas. El escribano ten铆a un nombre, ilustre para la mediocre vanidad provinciana, era soltero, muy rico y supuestamente deshonesto, seg煤n los murmullos imprecisos de sus adversarios pol铆ticos. Insisti贸 en prestarle el auto a mi padre para esta ocasi贸n memorable, as铆 considerada porque yo me incorporaba al Liceo Militar General San Mart铆n, instalado en un suburbio de la capital, donde antes hab铆a estado el Colegio Militar de la Naci贸n.

Nuestro viejo Hudson, que alguna vez hab铆a sido el orgullo de la familia, estaba en el taller sometido a una terapia terminal de la cual jam谩s lograr铆a recuperarse completamente, no obstante las promesas inevitablemente mentirosas del mec谩nico, que no hab铆a visto un Hudson en toda su vida. Se enfrentaba adem谩s a la hip贸tesis de no volver a verlo nunca, porque se acercaba inexorablemente a los ochenta y cuatro a帽os y la vista, para introducir la expresi贸n exagerada con que mezcl谩bamos maldad con diversi贸n no le alcanzaba para diferenciar un auto de una bicicleta. En cualquier caso era el mec谩nico de confianza de mi padre, no por los m茅ritos alcanzados a lo largo de su dedicaci贸n a esta oscura, misteriosa e imprecisa actividad, sino porque era su amigo y eso bastaba. Fue la 煤nica raz贸n por la cual puso en sus manos el veh铆culo de la familia, que nunca conoci贸 un taller, hasta que decidi贸 terminar con unas trepidaciones inoportunas y una in煤til furia impotente, durante las fr铆as ma帽anas de invierno. De este invierno prematuro, por ejemplo, que le imped铆an cumplir la misi贸n de alterar el empecinado silencio del motor, iniciar la marcha y conducirnos a la escuela, a nosotros los ni帽os, y a mi madre al mercado, porque pap谩 trabajaba en casa o era transportado por el auto de la compa帽铆a, bien cuidado y con un chofer eficiente, muy conversador y sumamente indiscreto. Cualquiera que lo escuchara lamentarse sobre las amarguras de la vida de casado, por est煤pido o inocente que fuera, descubr铆a que la hermosa mujer con que justa o injustamente lo hab铆a premiado la vida, extend铆a su generosidad er贸tica a los amigos del barrio y aun a los que no eran del barrio, ni tampoco amigos, pero en alg煤n momento hab铆an tenido la oportunidad de estar pr贸ximos a esta familia tipo constituida por el chofer, la Venus de extramuros y dos hijos peque帽os ajenos como era l贸gico suponer a la amplitud de criterio de la madre y al dolor del padre que imagin谩bamos fingido. Porque nunca intent贸 un cambio de rutina. Y si alguna vez lo hizo en la intimidad, recibi贸 como respuesta y comentario una carcajada que se extendi贸 por las calles de tierra del barrio, rebot贸 en las paredes de adobe y ladrillo y provoc贸 la inexplicable furia de las mujeres de la vecindad y la fingida indiferencia de los hombres.

El viejo escribano no era totalmente ajeno a los avatares sentimentales de la mujer del chofer, ni le preocupaba la falta de exclusividad. Ten铆a fama de libertino y talento de caudillo, dos condiciones irresistibles para las militantes del partido, que se completaban con una tercera condici贸n, un adorno pr谩ctico insustituible para quien pretend铆a triunfar en la lucha por el poder, en el azaroso campo de combate de la pol铆tica. El escribano era rico. Muy rico, como repet铆an los envidiosos con una inevitable cuota de Insidia sugerente.

Hab铆a insistido en que mi padre aceptara su autom贸vil apelando a una indefinida condici贸n de amigo, situaci贸n que un padre no aceptaba en su totalidad, pero tampoco rechazaba, dada la ambig眉edad y precariedad de las relaciones humanas. En realidad no le importaba mucho. Pensaba, con cierto fatalismo, que nada pod铆a alterar la condici贸n humana a partir del momento en que se produjo el tr谩gico accidente biol贸gico que determin贸 la aparici贸n del hombre, y tambi茅n de la mujer, sobre la corteza terrestre. Fue el punto de partida de una asociaci贸n coyuntural o permanente entre Dios y el Diablo, por la cual continuar谩n haci茅ndose mutuos reproches durante toda la eternidad, si 茅sta, la eternidad, verdaderamente existe, y no se trata solamente de una amenaza cruel ideada por el d煤o que la ilustraci贸n infantil representa como s铆mbolos del bien y del mal, tema que ser铆a materia de discusi贸n durante mucho tiempo entre buenos y malos, sin que podamos saber jam谩s a ciencia cierta o a ciencia incierta, cu谩les son unos y cu谩les los otros.

El escribano acomod贸 su peluqu铆n con innecesario 茅nfasis, un tic inevitable, introdujo los pulgares en los bolsillos peque帽os del chaleco como si se dispusiera a argumentar frente a un cliente y dijo, para lograr que mi padre aceptara la oferta, que se trataba de un colegio caro y con gente que viv铆a de la apariencia. Era est煤pido e insoportable pero verdadero, y yo, su hijo, bastante inaguantable, dicho sea de paso, tendr铆a que convivir en los pr贸ximos cinco a帽os con esa clase de gente, de manera que acercarnos al colegio caminando, qui茅n sabe desde donde, o en un maltrecho colectivo de la provincia, significaba, seg煤n la opini贸n del escribano conocedor de las miserias humanas, adem谩s de pol铆tico activo y soci贸logo vocacional, someterse a una capitis diminucio. No lo merec铆a mi padre, ni yo, a pesar de haber volado su gallinero siguiendo con precisi贸n y eficiencia los pasos del se帽or Nobel, sin haber logrado, hasta ese momento por lo menos, 茅xitos cremat铆sticos, aunque s铆 t茅cnicos. Similares a aquellos que desde entonces le permiten a la humanidad asesinarse de manera moderna, posiblemente sin la limpieza que esperaba el inventor, pero con rapidez y eficiencia, en el caso, ya no hipot茅tico, de que se produjera y vendiera cada d铆a m谩s p贸lvora, derivaci贸n inevitable esta 煤ltima del hecho anterior, lo cual iniciar铆a una larga competencia destinada a descubrir y precisar d贸nde colocarla de manera que pudiera ser m谩s letal para el enemigo.

Esta condici贸n fundamental no se cumpli贸 en el caso del gallinero, porque las gallinas no eran mis enemigas, tampoco el est煤pido gallo que cantaba cada madrugada antes de las cuatro, ocurrencia injustificada e insoportable, aunque suficiente para abonar la iniciativa de hacerlo volar literalmente, desestimando a priori la discutible virtud que pudieran proporcionarle sus miserables alas, sin el tama帽o, el peso, ni la liviandad necesaria como para elevarlo en un vuelo razonable y natural, diferente al que debi贸 emprender, sin propon茅rselo, como consecuencia de la explosi贸n que lo proyect贸 hasta el tejado del escribano. Una suerte de retorno a las fuentes, porque existi贸, y no lo imagino por pura fantas铆a, la intenci贸n de reunirse con su verdadero y eterno patr贸n. Y si la intenci贸n existi贸, fue frustrada por el inescrutable destino que lo abandon贸 en el techo durante varios d铆as, irremediablemente muerto, mientras era contabilizado como desaparecido, misteriosa consigna de los partes de guerra, en los cuales resulta imposible apelar a una correcta solvencia informativa, precisando nombre y grado correspondiente a la persona, o por lo menos a una parte suficiente de ella descubierta entre la metralla. La duda obligaba a la arbitraria identificaci贸n del cad谩ver, o de lo que quedaba de 茅l, una tarea in煤til con resultados inciertos. Era m谩s f谩cil hacer una cruz, poner el nombre del desaparecido y llevar flores cada semana durante el primer a帽o, porque ya para el segundo las cosas han cambiado y basta con el recuerdo, el silencio y el olvido.

No perturbo la proclamada amistad ni alter贸 la propuesta del escribano el caso del gallo madrugador, a quien le falt贸 tiempo para convocar a nadie con su 煤ltimo llamado. La explosi贸n, estruendo y la onda expansiva frustraron para siempre su despertar, que no puedo dejar de calificar de amargo, cualesquiera fueran las variaciones de su grito porque nadie puede creer que esos cacareos hist茅ricos constituyeran la est煤pida y alegre expresi贸n resultante del descubrimiento del nuevo d铆a. Pod铆an asociarse en todo caso con el amenazador recuerdo del d铆a anterior, durante el cual hab铆a escapado, como lo ven铆a haciendo durante el 煤ltimo a帽o, a la vocaci贸n gastron贸mica de mi abuelo que insist铆a en cocinar un gallo viejo, indispensable para cumplir los condicionamientos de la receta que le hab铆a confiado un viejo periodista retirado, con quien jugaba ajedrez desde la firma del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial.

No fue posible encontrar restos aceptables del gallo, que como indica este relato no era de mi padre ni de mi abuelo, ni del amigo periodista, sino del escribano que lo hab铆a regalado a mi madre, vaya uno a saber con qu茅 intenci贸n, porque era p煤blico y notorio que mi madre nunca tuvo vocaci贸n por la gastronom铆a, particularmente si depend铆a de su actividad personal, actividad inmoral e inaceptable para su formaci贸n cultural, sin contar que en ning煤n caso estar铆a dispuesta a enfrentarse a la necesidad de transmitir a la cocinera una orden acompa帽ada de las inevitables instrucciones, absolutamente desconocidas para ella, con el m铆tico prop贸sito de que cocinara el gallo viejo, suficientemente est煤pido como para cantar todas las madrugadas, qu茅 digo, mucho antes de la madrugada, cuando en el barrio algunos reci茅n se acostaban y otros comenzaban a conciliar el sue帽o.

De manera que aunque nadie lo dijo, tal vez por verg眉enza, cobard铆a o por una enf谩tica negativa destinada a rechazar el aliento a una inocente experiencia vinculada a las evaluaciones te贸ricas y pr谩cticas del programa de qu铆mica del colegio, el episodio fue intencionada y malignamente confundido con una equ铆voca experiencia criminal. La hipocres铆a de los vecinos los inclin贸 a silenciar desvergonzadamente la alegr铆a que experimentaron al descubrir, a trav茅s de voces an贸nimas, que el est煤pido bicho hab铆a pasado a mejor vida, lo que abr铆a las puertas a la esperanza de que todos pudi茅ramos tambi茅n pasar a mejor vida, porque no nos alterar铆an los nervios los fantasmas de la noche, convocados por el terror铆fico cacareo del gallo ante la inevitable huida de la oscuridad. Cuando apuntaran los dedos rosados de la aurora, como dijera un poeta latino, cuyo nombre nadie tiene obligaci贸n de recordar y repitieron centenares de poetas de mal gusto y peor memoria.

La historia del gallo y la explosi贸n fue enterrada en el silencio y en el pasado. Mi padre omiti贸 comentarlo durante el viaje, unos largos y aburridos kil贸metros entre la peque帽a y pretenciosa ciudad de Mercedes, con Tribunales de Justicia, regimiento y una perezosa aristocracia provinciana de medio pelo, suficientemente cerca de la Capital de la Naci贸n como para no poder desarrollar una vida propia e independiente y tan lejos como para evitar la posibilidad de gozar, aunque fuera marginalmente, los beneficios del suburbio. Hab铆a razones suficientes para escapar de la aldea cediendo al impulso irresistible de lanzarme sobre la gran ciudad que emerg铆a en mis recuerdos como una fantas铆a apenas disimulada en la nebulosa del pasado, colmada de excitantes recuerdos infantiles, la mayor parte de ellos inexistentes, pero absolutamente reales para mi f茅rtil imaginaci贸n de doce a帽os. Aunque una realidad contraria hubiera sido puesta ante mis ojos de manera imperiosa, no habr铆a logrado cambiar una min煤scula part铆cula de la atracci贸n irresistible que ejerc铆a Buenos Aires sobre mi esp铆ritu. Los hechos que me sucedieron en la gran ciudad, durante la introducci贸n al inefable per铆odo de inmadurez que algunos llaman fisiol贸gicamente pubertad, justificaron mis expectativas sobre el mundo real, porque Mercedes hab铆a sido solamente una t铆mida y aburrida aldea entre el desierto y la esperanza.

La inmensa, heroica e insoportable pampa argentina parec铆a un mar manso en el cual los colores jugaban un juego aburrido del verde al gris y del gris al marr贸n y luego nuevamente el verde, m谩s o menos intenso extendido hacia un pu帽ado de 谩rboles en el horizonte. 驴Y qu茅 tengo que ver yo con los 谩rboles en el horizonte, ni en el jard铆n de mi casa ni en la enorme, feroz, atractiva y salvaje hacienda de mi abuelo, donde los 谩rboles son enormes monstruos sagrados y no antiguas fotograf铆as descoloridas del horizonte inaccesible, donde se esconde la gente para sobrevivir protegida del sol insoportable, despiadado y eterno?

Mi madre dijo que nos detuvi茅ramos en Luj谩n para rezar a la virgen para que mi vida en el Liceo fuera feliz. Pero mi padre no cre铆a mucho en la virgen. En realidad no cre铆a en nada, y para ser sincero yo tampoco, de manera que no hizo adem谩n de entrar en el pueblo, observ茅 los puentes que cruzan la ruta y tuve la esperanza de que hiciera lo que hizo, esto es, doblar hacia la derecha siguiendo la amplia curva del puente, para tomar la ruta hacia Buenos Aires, de manera que no tuve que fingir nada, ni tuve que intentar rezar, historia de la cual ya me hab铆a olvidado, ni pedir por lo que no ten铆a ninguna intenci贸n de pedir, ni condolerme cristianamente por las cosas que me hab铆an defraudado y deb铆a tratar de olvidar. No, olvidar no, recordar con buen humor y alguna incredulidad, a mis dos t铆as marquesas pontificias, a mi madre, capitana de todas las comunidades cat贸licas de la ciudad, pueblo, aldea, o proyecto urbano o semi-urbano inconcluso en el que hubi茅ramos recalado transitoriamente como consecuencia de la actividad profesional de mi padre. Asist铆a a una cotidiana rogatoria por los pecadores, los leprosos, los pobres y los enfermos, y siempre se olvidaba, y yo se lo recordaba, que rezara tambi茅n por los miserables ricos hijos de puta que nunca ten铆an cambio para la limosna de la iglesia y miraban para otro lado cuando los chicos de la primaria sal铆amos a la calle para pedir las contribuciones para los pobres que viv铆an en los suburbios.

Una vez le cont茅 estas cosas al que mandaba en la iglesia, un obispo seg煤n me inform贸 mi madre. Le pregunt茅 por qu茅 los ricos parec铆an m谩s avaros, ego铆stas y miserables que los otros, y no le dije hijos de puta porque me impresion贸 la sotana negra cruzada por la faja color violeta y su rostro espl茅ndido y varonil. Parec铆a m谩s alto que mi padre, que era muy alto y m谩s alto tal vez que mi abuelo al que ve铆a una vez al a帽o en la estancia, salvo esos d铆as que hab铆a venido a reunirse con el Presidente de la Rep煤blica, de quien dec铆a que era un insoportable cabr贸n. Pero este obispo parec铆a la imagen del poderoso defensor de la justicia, la ley y la virtud y entonces le pregunt茅 por los ricos y tambi茅n por su monaguillo, un tipo de unos cuarenta a帽os que cada vez que me ve铆a me llamaba con cualquier pretexto e intentaba tocarme el sexo. 驴Ten茅s una manchita en el pantal贸n? La manchita estaba, seg煤n el maric贸n del monaguillo, cerca de la bragueta. Por supuesto se le escapaba la mano. A m铆 me daba un extra帽o escozor, no puedo decir que desagradable, y bastante asco. Le sacaba la mano de un golpe y me marchaba. Se lo voy a contar al cura, no te va a creer dec铆a y se lo cont茅 al cura, que en realidad era el obispo, y no supo qu茅 responderme, si es que mi comentario era una pregunta que no hab铆a sabido formular. De manera que el cura, obispo, se larg贸 a recitar una estupidez sobre los buenos y los malos y los que eran tentados por el demonio y los que estaban amparados por la gracia de Dios. Lo que nunca qued贸 claro era qui茅n estaba tentado por el demonio y qui茅n amparado por la gracia de Dios, de manera que llegu茅 a pensar que yo era manipulado por el demonio, por eso cre铆a descubrir el pecado en el gesto inocente de un monaguillo o en la desaprensiva conducta de un rico, discreto y humilde, al que le resultaba m谩s dif铆cil, trascendente e importante entregar el alma atribulada por la amenaza del pecado a la gracia del esp铆ritu santo, un representante indiscutible de Dios, que unas cuantas monedas miserables que no pod铆an ser suficientes para salvar el alma de nadie, en el caso de que el consabido alguien tuviera alma, y fuera indispensable salv谩rsela. Simplemente esto fue 聽no dicho por el obispo, pero surgi贸 sutilmente de sus vacilaciones. Podr铆a haberme excitado la posibilidad de ser manoseado por el monaguillo, lo que ven铆a a unirse, a trav茅s de una curiosa l贸gica diab贸lica, a un hecho no opuesto ni siquiera contradictorio, sino integrado sutilmente a misteriosas congruencias indefinibles. Y era que sin ninguna precisi贸n en la err谩tica l贸gica de la existencia, por el mismo camino del absurdo hab铆a llegado a envidiar el desparpajo, la inocencia y la capacidad de desprecio de los ricos por los vulgares valores convencionales superados con sencillez, ya que desde hac铆a mucho tiempo no tem铆an a Dios, su mandante, porque se hab铆an constituido en sus verdaderos representantes en la tierra.

Lo cierto es que desde ese d铆a no volv铆 a la iglesia. Muchos a帽os m谩s tarde, un destino ins贸lito puso al obispo nuevamente en mi camino. Ambos hab铆amos cambiado.


DOS

Estacionamos a una cuadra del Liceo Militar. Hab铆a autos por todas partes. Algunos sobre las veredas o en doble fila, abandonados, sin nadie al volante. Bajo el sol brillante de marzo parec铆a una lujosa concentraci贸n de autos reci茅n lavados. Una expresi贸n de la burgues铆a opulenta a la cual no pertenec铆a. Yo era un infiltrado que hab铆a logrado acceder al Liceo por mis calificaciones. Hab铆a becados y medio becados seg煤n los resultados obtenidos en los ex谩menes de ingreso. Mi padre me dijo: 鈥淵o no puedo pagar ese colegio. Si te dan media beca, s铆. Si es beca completa, mejor鈥. Yo quer铆a estar en Buenos Aires o cerca de Buenos Aires. Me resist铆a a quedarme en Mercedes para vivir un secundario aburrido. Obtuve beca completa. Por eso caminaba por el pavimento afirmando los pies con seguridad, como si fuera mi propio territorio. Lo hab铆a conquistado pon inteligencia y con suerte, una buena combinaci贸n y un m茅rito que me deparar铆a momentos buenos y malos. A la vez me sent铆a un intruso.

Los soldados de guardia nos miraron con una extra帽a mezcla de curiosidad e indiferencia. En el parque y en el patio interior del colegio hab铆a decenas de chicos novatos como yo, acompa帽ados por sus familiares. Nos mir谩bamos sin ninguna intenci贸n especial. 脡ramos extra帽os, de or铆genes diversos, obligados a convivir. Oficiales uniformados paseaban entre la gente sin demostrar ninguna simpat铆a hacia los que reci茅n nos incorpor谩bamos. Era un estilo que precisaba las distancias desde el primer d铆a, para evitar errores conceptuales. No fuera uno a pensar que los de abajo eran iguales o parecidos a los de arriba, o que pudi茅ramos tener en com煤n algo tan est煤pido o innecesario como la simpat铆a. Los de abajo 茅ramos nosotros, los cadetes reci茅n ingresados, los de arriba eran los due帽os del poder y la autoridad. En silencio observamos el lugar y la gente. Mi padre nunca fue muy comunicativo. Padeci贸 siempre una incurable imposibilidad de revelar sus sentimientos, salvo cuando miraba a mi madre o cuando hablaba con ella. La imagen de autoridad y dureza, la poderosa expresi贸n de su imponente voluntad se transformaba en una delicada y sumisa dependencia sentimental extra帽a y sorprendentemente notoria. Un toro con una flor en la boca. La amaba como la amar铆a siempre. Nunca dio particular importancia a sus hijos. Yo era el 煤nico var贸n. Hab铆a dos hermanas mayores. Tal vez no fue capaz de demostrar afecto, como tampoco fastidio o una total indiferencia. Una actitud extra帽a, impenetrable.

El Liceo Militar era un h铆brido descubierto en Europa por el general Florit, que lo introdujo en la Argentina. Dicen que el general era un militar inteligente y culto, lo cual constituye sin duda un raro fen贸meno. Debo aceptar sin embargo que conoc铆 algunos militares inteligentes a lo largo de mi vida. Mis dos t铆os coroneles no estaban entre los militares inteligentes. Eran ignorantes, presuntuosos y soberbios y no superaron el grado de coronel. Les correspond铆a una reflexi贸n que el general Per贸n populariz贸 a帽os m谩s tarde: 鈥淧ara llegar a general lo 煤nico que hay que hacer es levantarse temprano y no hacer ninguna cagada. Es f谩cil鈥. Mis t铆os las hicieron.

El liceo era un instituto mixto, civil y militar, donde se cumpl铆an los programas del colegio secundario y a la vez una rutina de instrucci贸n militar que culminaba con la obtenci贸n del grado de subteniente de la reserva. Esto serv铆a para eximirse del servicio militar obligatorio. Siempre ser谩 discutible si el Liceo Militar sirve para algo. A m铆 me sirvi贸 para adquirir una costumbre que familiares y allegados, con los cuales conviv铆 de manera permanente u ocasional, condenaron sin atenuantes. La costumbre de levantarme temprano. Tambi茅n aprend铆 a mofarme de los militares. Sin odio ni rencor. Con buen humor. Por su terror al rid铆culo, aunque no se dan cuenta del rid铆culo y su pasi贸n por la autoridad sin discrepancias. Todo bastante razonable. El ej茅rcito es vertical y la autoridad jerarquizada invariable e indiscutible. Cuando esto cambia es porque se produce golpe militar, man铆a castrense machaconamente repetida a lo largo de la historia argentina.

En ese primer d铆a de Liceo todo resultaba desconcertante. Una multitud de cadetes reci茅n incorporados, rodeados por sus familiares, se amontonaban en el enorme patio interior que ser铆a durante varios a帽os escenario dram谩tico y bochornoso de hechos heroicos y lamentables. Me incorporaba parcialmente a la vida militar, de manera que esperaba, a trav茅s de una indefinible nebulosa, la precisa y misteriosa definici贸n del orden y las jerarqu铆as. Nada de esto parec铆a existir en ese recreo heterog茅neo, ruidoso y multicolor, como una fiesta de fin de curso cuando en realidad se trataba de la iniciaci贸n del curso. Todo cambi贸 cuando nos sorprendi贸 el rugido de la sirena y la aparici贸n de cadetes de a帽os superiores, vestidos con uniformes verde oliva. Saludaban correctamente a las familias de los nuevos cadetes y los invitaban a retirarse. Hab铆a terminado la fiesta de ingreso, sin protocolo ni discursos a los cuales son tan afectos los militares. Comenzaba el orden cuyas caracter铆sticas ominosas descubrir铆amos durante los d铆as siguientes.

Nos hicieron formar en filas de tres en fondo, de mayor a menor, desde los m谩s altos hasta los m谩s bajos, muchos de los cuales no parec铆an haber alcanzado los doce a帽os, edad m铆nima para ingresar al colegio. Los 125 cadetes fuimos divididos en tres secciones de acuerdo a la altura y luego mediante una complicada ecuaci贸n que resultaba indescifrable, fuimos incorporados a seis divisiones de estudio. Casi veinte alumnos y medio por aula. Alguien estar铆a de m谩s en alguna parte.

Los oficiales caminaban frente a la formaci贸n, heterog茅nea y un poco rid铆cula. Curiosamente, sorprend铆a la falta de uniformidad. La comparsa de un circo poco serio. Nadie puede pretender que un circo sea serio. Pero no era un circo. 脡ramos un pu帽ado de tipos desconcertados e inmaduros vestidos seg煤n las m谩s diferentes modas civiles. Esto pod铆a ser serio o no serio, cuando se integra sin plena conciencia, casi involuntariamente, una asociaci贸n de reclutas, de cualquier pa铆s, raza o condici贸n, que acaban de poner el pie en un nuevo sistema sin desprenderse del anterior. Una condici贸n ambigua, desconcertante y finalmente deprimente. Advertimos la diferencia entre la bizarr铆a de los cadetes con uniforme verde oliva y el desordenado amontonamiento de colores, alturas, melenas, gestos frustrados, miedos y tristezas de quienes fuimos invitados, con prudente energ铆a premonitoria de estilos m谩s severos, a agruparnos en l铆neas relativamente ordenadas. Hab铆amos sido expulsados del para铆so virtual de la familia y arrojados a la arbitrariedad de un nuevo modelo de conducta fijado por otros, extra帽os y diferentes. Desconoc铆amos su naturaleza. Sin embargo se trataba de seres humanos con dos piernas, dos brazos y una cabeza, lo cual no implicaba tampoco necesariamente una definici贸n precisa de la condici贸n humana. Algunos se preocuparon por revelar esta profunda certeza a lo largo del tiempo. Por convicci贸n ideol贸gica, o por imposibilidad de reprimir su desapacible naturaleza, atormentada por problemas que nunca conocimos porque no nos interesaban, y no eran parte de nuestra responsabilidad como futuros oficiales de la reserva.

Los familiares, entre ellos mi padre, abandonaron el gran patio interior. Nos asalt贸 la desalentadora convicci贸n de que est谩bamos solos. Para decirlo con m谩s precisi贸n, abandonados. No tengo dudas de que muchos habr谩n pensado emprender una loca carrera hacia el gran port贸n de salida del colegio para refugiarse en brazos de madres, padres y hermanos que expresaban la misma tristeza y una inquietante sensaci贸n de culpa. Esa fue, a partir de aquel d铆a, parte de nuestra fantas铆a.

Lo cierto es que cuesta incorporar tanto dramatismo a un episodio tan sencillo como es el de cambiar de mundo, de vida, de orden, de costumbres, de ideas y de respetos, a la vez de poner nuestro destino en manos extra帽as, amenazados por miradas oblicuas, desconfiadas y feroces. Parec铆an decir: 鈥淎hora descubrir谩n de qu茅 se trata y que Dios los ayude鈥.

Sin embargo, en ese momento no parec铆a tan tr谩gico o malo. Lo peor empez贸 m谩s tarde. Se present贸 un se帽or de guardapolvo blanco, bigotes rojos con las puntas hacia abajo que le daban una c贸mica apariencia de foca, labios gruesos que parec铆an estar siempre babeando, ojos col茅ricos y amenazadores, y una voz aguda que terminaba en una suerte de ronquido espeluznante.

Yo soy su preceptor. Su jefe. Su autoridad. Soy quien va a ense帽arles a respetar, obedecer y cumplir con el deber de un buen soldado.

Este personaje que debimos soportar durante a帽os no era militar. Debo aclarar el concepto. Era militar hasta la modula. Hab铆a nacido para eso y asum铆a la responsabilidad de interpretar con su conducta la verdadera naturaleza de lo que se supone que debe ser un militar. Expresaba formalmente la condici贸n exterior, bastante rid铆cula, como una 贸pera bufa mediante la cual intentaba demostrar autoridad y violencia. Impuso la violencia sin ganar autoridad. Vivi贸 durante complejos y penosos a帽os, ajeno al descubrimiento de que el orden y la autoridad en la vida militar deben servir a prop贸sitos nobles. Ganar o perder una guerra, preservar la autoridad del gobierno, derribar el gobierno, presionar al presidente, obligarlo a abandonar el cargo, hacer negocios con los proveedores, lucrar con el rancho y la ropa de los soldados, adem谩s de muchas otras importantes o intrascendente actividades destinadas a demostrar qui茅n manda.

El sistema no estaba destinado a satisfacer las frustraciones de un pobre hombre nacido para la milicia, a quien un destino cruel lo hab铆a castigado apart谩ndolo de su vocaci贸n de soldado para convertirlo, sin 茅xito, en maestro.

He olvidado su nombre. Tal vez quise condenarlo al olvido, prop贸sito que deliberadamente ignoro al escribir esta historia. Una prueba inocente de mi inconsecuencia. De mi incapacidad de generarme odios permanentes. A partir de su marcial presentaci贸n, el peque帽o grupo que integr谩bamos los irrespetuosos y sinverg眉enzas, seg煤n la evaluaci贸n caracterol贸gica del maestro, lo bautizamos el Mariscal, apodo que tuvo resultados sorprendentes. Para nosotros el mote lo condenaba al rid铆culo. Para 茅l, fue una expresi贸n de honrado reconocimiento de sus dotes castrenses ignoradas por los complicados avatares de la vida, o por su absoluta incapacidad de imponer una mediocre personalidad, torturada, deficiente, contradictoria, confundida y esencialmente d茅bil, como descubrimos mucho tiempo m谩s tarde, cuando llor贸 desconsoladamente por las canalladas que debi贸 soportar de sus imposibles disc铆pulos. Tampoco entonces tuvimos piedad. Desde ese momento fue el Mariscalito Llor贸n.

No debemos ser condenados por eso. El Mariscal trat贸 de hacernos la vida imposible, y lo logr贸, aplicando a esa tarea el mismo entusiasmo que pusimos nosotros al servicio del objetivo de destruirlo.

Los nuevos cadetes se agruparon por origen, raza, religi贸n, costumbres, procedencia, clase social, sometimiento, rebeld铆a y desprecio cr铆tico a un orden que desde el primer d铆a pareci贸 arbitrario, y fundado en principios discutibles. No nos conoc铆amos. Se produjo un reconocimiento intuitivo. Solidaridad por semejanzas que se asomaban oscuramente como debilidades discriminatorias y, aunque parezca sorprendente, por el color de la piel. Blanquitos de origen alem谩n, jud铆os vergonzantes que, m谩s tarde o m谩s temprano, pagar铆an por su condici贸n, en una sociedad militarista, racista, fascista y cargada de prejuicios. Provincianos del litoral, del norte, del sur o del centro del pa铆s. Correntinos y entrerrianos primitivos, cordobeses pretenciosos y soberbios, tucumanos acomplejados, salte帽os elitistas con reminiscencias de antigua aristocracia, porte帽os indisciplinados y burlones, sure帽os que no olvidaron los desiertos fr铆os que acentuaban la soledad, alentados por una dignidad estoica con la cual defend铆an la independencia y la amistad basada en decisiones inalterables.

En pocas horas se desarroll贸 un complejo tejido de solidaridades, adhesiones, simpat铆as y antipat铆as. Redes arrojadas al azar destinadas a capturar relaciones necesarias en un mundo novedoso, desconocido e inescrutable. Comenz贸 la diferenciaci贸n entre los que obedecer铆an con presteza y los que resistir铆an por sistema. Los lindos, los fuertes, los feos, los d茅biles, los pusil谩nimes, los obsecuentes, los buenos alumnos y los que no ser铆an nunca buenos alumnos. Los carism谩ticos y los imbancables. Los que se mofaban de todo, y los que no comprender铆an nunca que adem谩s de aprender, disciplinarse, formarse, ganarse el afecto de los jefes y la admiraci贸n de los compa帽eros, objetivos que no eran comunes ni tampoco deseables para los burladores, la convivencia generaba un cat谩logo de tonter铆as criticables, cuyo descubrimiento se帽alaba la sutil diferencia entre la libertad, dif铆cil pero alegre, y el sometimiento a un sistema de valores incomprensible y en muchos casos insoportable.

Formamos una larga fila frente al dep贸sito de las costureras, seres m铆ticos instalados en la penumbra de su sal贸n de trabajo desde un tiempo inmemorial. Gordas, ancianas, bondadosas, comprensivas, posiblemente sentadas en ese lugar y en las mismas sillas, desde antes que el general Florit inventara el Liceo o desde el tiempo en que cursaba el Colegio Militar, instituto que hab铆a estado instalado en el mismo predio, en los mismos edificios pintados de amarillo, no se sabe por qu茅, rodeados de los mismos jardines bien cuidados, entre 谩rboles pintados con cal. Para esto hab铆a una explicaci贸n. Impedir que las hormigas satisficieran su voluntad de sobrevivir, comiendo las hojas de los 谩rboles, conducta inocente y de ninguna manera reprochable.

Las costureras distribu铆an la ropa de fajina. Uniforme verde oliva, pantalones amplios y blusas cerradas en el cuello, sueltas en el torso y ajustadas en la cintura. Un dise帽o inspirado por los institutos prusianos que observ贸 y copi贸 Florit. Un cadete de quinto a帽o, con jinetas de sargento, observaba la operaci贸n junto a un oficial que no le dirig铆a la palabra, salvo cuando alg煤n cadete se quejaba porque la ropa le resultaba chica o grande o inc贸moda. Las viejas costureras la repart铆an evaluando proporciones sin utilizar instrumento alguno de medici贸n. S贸lo la experiencia acumulada durante tantos a帽os de trabajo silencioso y eficiente, destinado a mantener en buenas condiciones la ropa de los b铆pedos inpl煤menes, definici贸n cari帽osa aplicada a los reci茅n llegados por los que hab铆an dejado de serlo el a帽o anterior. Inexorablemente, los b铆pedos impl煤menes pondr铆an voluntaria o involuntariamente esa ropa en las peores condiciones posibles.

La actitud irresponsable en cuanto al cuidado de la ropa cambi贸 a medida que descubrimos que el deterioro se traduc铆a en d铆as de castigo y prohibici贸n de salir los d铆as feriados.

La rutina formal del orden, la responsabilidad y las obligaciones, constitu铆an la superestructura, aceptada sin protestas especiales, de infinitas variables arbitrarias, ingeniosas, burdas o audaces tendientes a desvirtuarlas. Una provocaci贸n al talento y la creatividad de los cadetes. Nos somet铆amos, pero no tanto. Nos propusimos demostrar a esos est煤pidos aut贸matas, solemnes y autoritarios, que nos cag谩bamos en su orden, que m谩s val铆a ser astuto e imaginativo que un mero robot procesado por la autoridad, sin libertad para cambiar lo que estaba mal proyectado. La condici贸n que asumimos de astutos e imaginativos, nos vali贸 semanas y semanas de castigos que nos impidieron ver, al menos las calles del pueblo de San Mart铆n, donde estaba instalado el Liceo. La ciudad de Buenos Aires se hab铆a convertido en una quimera remota.

Los actos que resultaban de nuestro ingenio y audacia integraban un vadem茅cum especial y relativamente secreto que celadores, oficiales y cadetes de a帽os superiores manejaban con bastante soltura. Los imaginativos y audaces que nos precedieron hab铆an acumulado historias, circunstancias y experiencias universales, l贸gicas y comprensibles, donde la mayor parte de los datos de la realidad, los buenos y los malos, hab铆an sido analizados, estudiados, resueltos y documentados. Descubrimos finalmente que los oficiales y cadetes m谩s antiguos, tambi茅n hab铆an sido imaginativos y audaces, de manera que no ten铆an nada que aprender de nosotros, meros b铆pedos impl煤menes. Todo estaba en el vadem茅cum. No evitaban que fu茅ramos transgresores. Simplemente nos castigaban. El mensaje era claro,

En esa lucha de ingenio desarroll茅, meses y a帽os m谩s tarde, una estrategia que me vali贸 triunfos y derrotas, pero profundas satisfacciones, porque finalmente logr茅 penetrar, perforar, deteriorar y cagarme en el sistema, desde帽ando sin ignorar la nutrida acumulaci贸n de experiencias del vadem茅cum.


TRES

-隆Cadete Larroca!

-S铆, mi teniente.

-Cinco d铆as de arresto por estar mal afeitado.

El cadete Larroca mira al teniente con una mezcla de desconsuelo y desesperaci贸n. Murmura una explicaci贸n que no se escucha, pero tiene que ver con una excusa. Algo as铆 como 鈥淢i teniente, acabo de afeitarme鈥. El teniente no ha o铆do.

-隆C谩llese! No le he preguntado nada. No me importa si se afeit贸 o no. Est谩 mal afeitado.

El pobre Larroca es un indio correntino de ojos vivaces, una aguda inteligencia y excepcional talento para las matem谩ticas. Fue mi compa帽ero de banco en el aula durante cinco a帽os. Siempre fui un absoluto ignorante para las matem谩ticas. Un burro, para decirlo con menos rebuscamiento, de manera que el Indio, apodo que expresaba afecto y admiraci贸n, contrariamente a lo que pod铆a suponerse, me demostraba su amistad esforz谩ndose por desasnarme entre logaritmos y c谩lculos infinitesimales. No lo consigui贸, pero permiti贸 que superara los ex谩menes escritos y orales con cierta solvencia. No fue la 煤nica manera de demostrar su amistad. A帽os m谩s tarde, cuando llegamos al quinto curso, comand贸 al grupo de amigos que se jurament贸 para defenderme de los que quer铆an matarme antes que terminara el a帽o. Recuerdo con orgullo el episodio que tuvo precedentes menores, porque no fue el 煤nico. Durante una de las vigilias destinadas a no ser sorprendidos por el enemigo, Larroca me revel贸 que cuando terminara los cinco a帽os de Liceo ingresar铆a al Colegio Militar. Fue la primera vez que me sorprendi贸. Le sonre铆 aprobando su idea que en realidad no comprend铆a. Hab铆amos analizado muchas veces la vida militar. Condenamos el sometimiento, la verticalidad, la carencia de imaginaci贸n y la rutinaria exaltaci贸n de la supercher铆a. En unos minutos de conversaci贸n tuve la convicci贸n de que ser铆a un buen militar, pero por eso, y por muchas otras cosas, no llegar铆a a coronel. Se lo dije. Lo tengo bien pensado, respondi贸. Comienza un tiempo complicado. Golpes militares, movimientos populares, el loco de Per贸n que va a querer ser presidente vitalicio. Pienso llegar a mayor y retirarme. Me voy a vivir al campo de mi viejo en Corrientes. Me llamar谩n coronel, aunque como supones nunca llegar茅 a serlo. Ser茅 siempre el coronel, con mi jubilaci贸n y mi t铆tulo. Aunque no necesito ninguna de las dos cosas. Ten茅s que venir a Corrientes. Vamos a capturar yacar茅s y nos comeremos la cola asada.

Con voz en茅rgica insisti贸.

-Me crece r谩pido la barba, mi teniente. Me afeito y parece que no estuviera afeitado.

Hubo risas sofocadas en la formaci贸n.

-De manera que esto es una fiesta. La secci贸n har谩 orden cerrado durante la hora de descanso despu茅s del almuerzo. El cadete Larroca aprender谩 a afeitarse y el resto aprender谩 a no re铆rse cuando yo castigo a alguien.

-驴Entendido?

-S铆 mi teniente -fue un rugido.

-No escucho.

-S铆, mi teniente -nuevamente. En voz baja algunas puteadas que el teniente no pod铆a o铆r.

Ordena romper la formaci贸n. Camina como un pato, con la colita parada. Debe ser porque es de caballer铆a. A algunos les crece el culo, como a las amazonas. Vamos a ver si despu茅s de unos a帽os en caballer铆a tambi茅n a vos te crece el culo. 驴Por qu茅 se mete con nosotros si no es jefe de nuestra secci贸n? Porque est谩 de servicio, bobo.

El mariscal nos ordena agruparnos en el patio interior. Las manos a la espalda, los ojos enrojecidos, los bigotes colorados sobre los labios gruesos. Saca pecho, nos mira como si fu茅ramos subordinados. Somos sus subordinados.

Un tigre furioso, sin ninguna raz贸n. La raz贸n est谩 en su interior, en sus frustraciones y desalientos.

El profesor de matem谩ticas se queja de ustedes. No estudian, no le hacen caso, se burlan. 驴Eso es cierto? -ruge sin esperar una respuesta-. Claro que es cierto. Ustedes son chicos bien, malcriados que creen que pagando la cuota anual ser谩n aprobados a fin de a帽o. -La mayor铆a no 茅ramos chicos bien. Apenas hijos de la burgues铆a que pod铆a pagar la cuota o salvarse de pagarla como yo.

El profesor de matem谩ticas es un viejo desagradable de aspecto rid铆culo. Con una vieja corbata de lazo con lunares, un traje arrugado y manchado, el pelo crecido en la nuca y bastante hist茅rico, como deben ser todos los profesores de matem谩ticas. Entre 茅l y nosotros se hab铆a impuesto un duelo de injusticias y arbitrariedades. 脡l era arbitrario e injusto para calificarnos y nosotros para evaluarlo. Era viudo y ten铆a una hija 煤nica de quince a帽os. Un d铆a fui convocado por Pablo Larsen, dorm铆a en la cama contigua a la m铆a en la cuadra, a una reuni贸n misteriosa. No me anticipo el tema. 鈥淪encillo, muchacho, sencillo -dijo reprimiendo la risa-, averiguamos d贸nde vive, nos hacemos amigos de la hija sin decirle que somos del Liceo, la enamoramos y la embarazamos. 驴Qu茅 les parece? As铆 destruimos al viejo miserable. Despu茅s de eso se suicida鈥.

- 驴Y si es fea? -pregunt贸 alguien.

-Hay que sacrificarse. El objetivo lo justifica.

Empezamos a mirar al viejo con simpat铆a. Al pobre le iban a embarazar la hija de quince a帽os. Nadie cre铆a que pudiera ocurrir, pero el tema sirvi贸 para divertirnos durante un tiempo. 驴Y el Mariscal no tendr谩 una hija? Nos miramos estupefactos. No pod铆a ser que ese ser asqueroso tuviera mujer. Mucho menos una hija. Y si a pesar de todo la ten铆a y era como 茅l, nadie se atrever铆a siquiera a darle la mano

Hicimos un cat谩logo por escrito de los profesores que en un momento aciago lleg贸 a manos del rector. El de psicolog铆a era un cuarent贸n con pelo entrecano, bigotito recortado, ojos claros y vest铆a a la 煤ltima moda. Trajes azules, grises o azules rayados, camisas de color y corbatas llamativas. Se dec铆a que ten铆a buenas mujeres, no por buenas sino por lindas. Es posible que hubiera esparcido la especi茅 para ganar nuestra admiraci贸n y confianza. 驴C贸mo andan los problemas sexuales, muchachos? Pregunta sin respuesta. Unas pocas risas c贸mplices para festejar la astucia del profesor. 鈥淪i van a Estados Unidos hay que tener mucho Ohio con el Connecticut鈥. Ja, ja, ja. El tipo quer铆a ser canchero. Ejemplo de incoherencia: cuatro por cinco, veinte, ch煤pame la camiseta. Ocho por cinco cuarenta, te espero en la lecher铆a. Ja, ja, ja. No s茅 si fue su talento histri贸nico o la sospecha de que sus insinuaciones fueran ciertas con respecto a sus aventuras er贸ticas, pero gan贸 alg煤n respeto y un compasivo silencio. Cuando dec铆a saquen una hoja porque vamos a tomar una peque帽a prueba, no opon铆amos resistencia y sac谩bamos una hoja. Esto no le ocurr铆a al pobre viejo de matem谩ticas, que para lograr ese objetivo ten铆a que llamar al oficial de guardia.

No le hac铆amos caso. Alg煤n miserable interrump铆a sus explicaciones y le preguntaba por la hija. 驴Qu茅 sabe usted de mi hija? 隆Mocoso insolente! No se meta en mi vida y estudie porque lo voy a aplazar tantas veces que lo voy a volver loco. Y lo aplazaba. No volvi贸 loco a nadie, pero estuvo a punto. No era mala persona, pero la compasi贸n y el respeto no eran fen贸menos corrientes en la composici贸n de nuestra conducta.

El profesor de anatom铆a y bot谩nica, un m茅dico ginec贸logo en su vida profesional, era la versi贸n seria y simp谩tica del profesor de sicolog铆a. Tambi茅n nos hablaba de sexo. Todos quer铆an hablarnos de sexo, como si eso fuera la cosa m谩s importante de nuestras vidas. Y ten铆an raz贸n, era la cosa m谩s importante de nuestras vidas. El profesor identificaba la anatom铆a con la bot谩nica. Con absoluta seriedad dec铆a que todas las especies animales y vegetales se asocian en una fiesta er贸tica, alegre, apasionada y loca, guiada por un orden sutil, profundo, racional, inmutable y eterno a partir de la imperiosa necesidad de preservar la vida y generar nueva vida cumpliendo un mensaje irresistible y necesario. Creced y multiplicaos. No se masturben demasiado. Hay que hacerlo con prudencia. 驴Hay que hacerlo? Claro. Los 贸rganos que no se usan se atrofian. Una verdad sublime.

Hay profesores degenerados, tron贸 el Mariscal, cuando un alcahuete le cont贸 los detalles de las clases del profesor a quien respet谩bamos disimulando su severidad acad茅mica. Porque con 茅l hab铆a que estudiar. No solamente estudiar. Aprender. Eso era lo m谩s dif铆cil.

El profesor de geograf铆a, materia incomprensible y sin l铆mites, parec铆a la pantera rosa. Muy alto y delgado, caminaba con un curioso balanceo de proa a popa como un velero oce谩nico a muchos kil贸metros de la costa. Pero el vaiv茅n marinero ocurr铆a en el aula mientras se paseaba incesantemente recitando su materia, sin preguntas ni respuestas, y sin compartir la informaci贸n. Desde luego que es imposible compartir el Aconcagua, el Himalaya o el oc茅ano 脥ndico. Nos arrojaba suavemente sobre nuestras cabezas, como la resaca que arroja restos valiosos que parecen desperdicios sobre una playa abandonada, la idea de que quien no conoce geograf铆a no puede saber nada de este mundo. M谩s vale ser plomero, electricista o chofer que pretender formarse para la hip贸tesis de una vida plena si no se sabe de geograf铆a, materia que tiene como objetivo el conocimiento del lugar donde vivimos, este complejo, maravilloso y poco respetado conjunto de materias s贸lidas, l铆quidas y gaseosas de las cuales depende la vida humana. Desaparece la geograf铆a y desaparece el hombre. Hasta la pr贸xima clase. Una mirada gris de aburrida indiferencia recorr铆a a ese conjunto de ignorantes, mediocres y salvajes, y con pena no disimulada, se marchaba del aula sin un comentario. Escrib铆a libros de geograf铆a. Era autor del texto sobre el cual se desarrollaba el programa. Nunca pude entender que alguien pudiera leer un libro de geograf铆a sin dormirse, o que no le cruzara por la cabeza la loca idea de cortarse las venas como consecuencia del tedio.

Reconozco que soy arbitrario. Lo mismo me ocurr铆a con las matem谩ticas, a pesar de las cr铆ticas acerbas del indio Larroca.

Hoy el mundo parece funcionar sobre esos conocimientos. Sobre todo a partir de que se sabe que aquellos datos que incorpor谩bamos como verdaderos son falsos, que la aritm茅tica ya no es la aritm茅tica, que la f铆sica que estudi谩bamos entonces constituye una reliquia arqueol贸gica evocada por nost谩lgicos. Como todo el conocimiento de las ciencias exactas es virtual, las ciencias exactas son tan precisas como los t茅rminos de una obra de ficci贸n aunque sin argumento, sin desenlace y con menos encanto.

El profesor de F铆sica era simp谩tico. A trav茅s de complicadas relaciones filos贸ficas e hist贸ricas explicaba la materia como si fuera una aventura. Me dec铆a: 鈥淰en铆 vos. Tenemos algo en com煤n. No nos gusta la f铆sica鈥. Entonces habl谩bamos de literatura. A帽os m谩s tarde fui compa帽ero de su hijo en la redacci贸n de un diario. El profesor me tra铆a libros de literatura francesa que yo le铆a durante la noche, en la media luz azul del ba帽o, despu茅s que tocaba la trompeta ordenando silencio. Esperaba que el oficial de servicio revisara la cuadra, me sentaba en el inodoro y me entregaba a las Flores del Mal o sufr铆a con Madame Bovary. Le铆a hasta las dos de la ma帽ana. Tocaba diana a las seis, de manera que no dorm铆a m谩s de cuatro horas, malsana costumbre que conservo hasta hoy. Tambi茅n me arruin茅 la vista con la p谩lida luz azul del ba帽o. Le debo a mi profesor de f铆sica el amor por la literatura. 驴De f铆sica? Nada. Igual que matem谩ticas. A veces se interrump铆a la rutina de mis lecturas nocturnas porque aparec铆a el oficial de servicio que cre铆a escuchar alg煤n ruido raro y ordenaba encender las luces. Deb铆amos ponernos en posici贸n de firmes delante de las camas. Si hab铆a un rumor de protesta la cosa se complicaba. Ordenaba enrollar los colchones y ponerlos sobre los hombros. La orden siguiente era salir al patio. Hac铆amos salto de rana durante media hora por lo menos. Entr谩bamos en calor, porque en invierno afuera hac铆a menos de cuatro grados bajo cero y apenas uno o dos grados m谩s adentro de la cuadra. Cuando el oficial cre铆a advertir alguna indefinible expresi贸n de fastidio, odio, resentimiento o cansancio, la v铆ctima elegida deb铆a continuar sometido a esta abominable vejaci贸n durante otra media hora. El cansancio era desesperante y el sabor de la arbitrariedad y la injusticia insoportable. Fue la primera vez que me pas贸 por la cabeza la idea de matar. Comprend铆 a Remarque. En 鈥淪in novedad en el frente鈥 se asombra de la cantidad de oficiales que mor铆an en la Primera Guerra Mundial baleados por la espalda.

M谩s all谩 de los horrorosos comentarios y proyectos nunca realizados, estimulados por esas expresiones de poder s谩dico, comunes en todos los ej茅rcitos, adquirimos resistencia y musculatura. Est谩bamos orgullosos. Indignados pero orgullosos.

Una noche de 隆cuerpo a tierra!, 隆carrera mar! con cinco grados bajo cero, un chico de la tercera secci贸n, de los m谩s fr谩giles por su tama帽o, peso y relativas condiciones f铆sicas, termin贸 con neumon铆a en el Hospital Militar. Los padres fueron informados que se hab铆an hecho ejercicios de rutina. Cuando lo dieron de alta un mes m谩s tarde, los padres supieron que la rutina era con el camis贸n de dormir, el colch贸n al hombro y descalzo, en una acogedora noche de plenilunio con cinco grados bajo cero.

El chico no volvi贸 al Liceo. Un oficial coment贸: 鈥淟a vida militar no es para los esp铆ritus fr谩giles鈥.


CUATRO

Mi vida en el Liceo no era buena ni mala. Era azarosa. Viv铆a una extra帽a relaci贸n entre la rutina que se repetir铆a al d铆a siguiente y la convicci贸n de que nada ser铆a igual. Esto produjo en los primeros a帽os una cierta angustia que se refer铆a a hip贸tesis concretas y posibles, sino a una sensaci贸n de soledad. Aunque parezca un poco rid铆culo me asalt贸 la convicci贸n de que era uno, y no pod铆a ser de otra manera y esa convicci贸n de ser uno, me imped铆a establecer una relaci贸n fluida con el medio porque ser铆a enajenar parte de mi personalidad, que no consideraba ni peor, sino distinta a lo que me rodeaba.

Ten铆a camaradas con los que compart铆a el programa de trabajo militar y de estudio ordenado por el colegio. La relaci贸n se limitaba a la tarea com煤n, no se prolongaba en la comunicaci贸n que deriva en la amistad. Con algunos establec铆 una relaci贸n de simpat铆a mayor que con otros, como ocurre en las etapas de la vida. Es dif铆cil este tema de la amistad que generalmente sobrevive en cuanto no la ponemos a prueba. Supongo que a ellos les ocurr铆a lo mismo. La diferencia era que yo no compart铆a las cr贸nicas familiares, ni los imaginativos relatos sobre las expectativas futuras de cada uno. Durante esos atisbos de relacionamiento m谩s profundo desfilaba una gama bastante convencional de vocaciones y certezas. Cada uno se sent铆a definido por su naturaleza y por un destino que se cumplir铆a inexorablemente.

Yo el 煤nico que no ten铆a certezas, ni vocaci贸n y dudaba seriamente de las inciertas previsiones del destino. Si hab铆a alg煤n destino, claro que deb铆a haber, no lo conoc铆a y carec铆a de lucidez necesaria para imaginarlo. Sab铆a lo que no quer铆a ser. No quer铆a ser militar ni sacerdote. Tampoco m茅dico, la sangre me impresionaba y cuando el profesor de anatom铆a mostraba fotos realistas sobre el interior del cuerpo humano me daban ganas de vomitar. No digo que toda la gente por afuera me pareciera mejor. Pero conoc铆a a ciertas muchachas que con seguridad carec铆an de h铆gado, de p谩ncreas, de est贸mago y de tubo digestivo, y si lo ten铆an, por suerte no se les notaba. S贸lo la parte exterior era valiosa y admirable. Las exhibiciones de mal gusto del profesor de anatom铆a no lograr铆an destruir la imagen que am茅 con entusiasmo durante mi adolescencia y mucho despu茅s, cuando la irresponsabilidad de la adolescencia se hab铆a convertido en un recuerdo excitante evocado amorosamente. La profesi贸n de ingeniero me estaba vedada. Nunca aprend铆 matem谩ticas, los logaritmos fueron siempre un jerogl铆fico indescifrable, mucho m谩s complicado que el griego, idioma que tuve que estudiar a帽os m谩s tarde. La f铆sica me resultaba aburrida, la geograf铆a me permit铆a pensar en otras cosas y leer libros que pon铆a debajo de mi escritorio, mientras el profesor, el tipo alto de ojos acuosos, pelado y con la figura de la pantera rosa, paseaba por el aula. Impregnado de geograf铆a miraba el techo como a las altas cumbres, hablaba incansablemente con Dios con voz mon贸tona, y condenaba la conducta de los hombres civilizados que se hab铆an propuesto destruir su amado planeta. Luego saludaba cort茅smente y se marchaba. La geograf铆a tampoco era para m铆.

Con el bondadoso Ra煤l Birabent, mi profesor de f铆sica y qu铆mica, hablaba de literatura. Compart铆a mi desprecio por las materias que ense帽aba. Sin embargo su actitud me determin贸 a interesarme por la f铆sica, no por la qu铆mica, que me pareci贸 demasiado complicada para mi cerebro. 鈥淯sted aprender谩 solamente lo que le interesa. Parece que la literatura le interesa. No est谩 mal. Yo descubr铆 un poco tarde que hubiera sido un buen profesor de humanidades鈥. Nos un铆an esas rec铆procas confesiones, que me permitieron obtener buenas notas en ambas materias. Tambi茅n en matem谩ticas merced a la colaboraci贸n del Indio, y geograf铆a, porque como ten铆a que continuar gozando de los beneficios de la beca, tuve que estudiar para conservarla.

Lo cierto es que me gustaba leer y le铆a todas las noches, porque durante el d铆a nuestra actividad estaba completamente programada.


CINCO

Ese primer a帽o en el Liceo transcurri贸 como una historia ajena. Me sent铆 un explorador extraviado en un mundo que no esperaba. No pod铆a obtener de la experiencia alguna consecuencia gratificante. Se supone que a esa edad es f谩cil hacer amigos. Sin embargo, en un medio hostil que deber铆a, por esa misma raz贸n, tornar m谩s f谩cil la amistad, metodolog铆a de solidaridad frente al enemigo innominado, se produc铆a una reacci贸n contraria. La agresividad del medio parec铆a incrementar la desconfianza entre nosotros. La m谩s insignificante relaci贸n entre un alumno profesor que pusiera en evidencia una simpat铆a particular, diferente a las relaciones relativamente normales que ten铆amos con los profesores, inclinaba a pensar que ese miserable traidor lograba la simpat铆a del profesor a costa de la comunidad.

Fui muchas veces el miserable traidor. Con respecto a otros carec铆 de la objetividad necesaria para interpretar que esa relaci贸n diferente entre profesor y alumno, pod铆a no ser la consecuencia de una conducta p茅rfida, sino el descubrimiento de cierta afinidad intelectual. No me interesaba aceptar como un hecho natural la interdependencia afectiva, que ocasionalmente se encuentra a lo largo de la vida entre profesores y alumnos que conviven en el mismo medio.

Nunca hubo un claro proceso de integraci贸n, y en cambio establec铆a diferencias. Nos alej谩bamos o nos acerc谩bamos mediante un proceso meramente intuitivo, y no como consecuencia de un an谩lisis objetivo de la conducta de los otros. Dec铆a: 茅ste me resulta simp谩tico aunque sea un atorrante, o tal vez por eso mismo, y aqu茅l desagradable porque tiene un rostro despreciable lleno de granos. Pura arbitrariedad. Hab铆a tambi茅n diferencias raciales. Los blanquitos, de origen alem谩n o jud铆os, formaron su propia comunidad. Eran voluntariamente excluyentes, separados por una firme relaci贸n de antipat铆a hacia nosotros los nativos, con o sin pigmentaci贸n (finalmente todos somos hijos o nietos de gringos), pero con una obvia cultura vern谩cula que nos diferenciaba. La diferenciaci贸n no era tan precisa si nos aten铆amos solamente al color de la piel. El hecho es que los blanquitos no mostraban inter茅s por vincularse con nadie afuera de su c铆rculo exclusivo. Muchas veces tuve la impresi贸n de que nos tem铆an, como si fu茅ramos animales ex贸ticos de los cuales pod铆a esperarse cualquier actitud desconcertante, o irremediablemente negativa. Esa conducta sectaria nos estimulaba a llevar a cabo diversas maldades contra los blanquitos. Pens谩bamos que eran nazis. A煤n los jud铆os, que nunca aceptaron que lo eran, por temor a ser segregados, no por nosotros, sino por los otros alemanes. Las maldades proyectadas que no se ejecutaban, se reservaban para el futuro. Lo cierto es que los alemanes constituyeron un est铆mulo. Eran buenos alumnos, estudiosos y disciplinados, lo cual introdujo una nueva diferenciaci贸n antip谩tica e insoportable que exhib铆an con cierto aire de superioridad. Por otra parte, contaban con la solidaridad y simpat铆a de los oficiales del ej茅rcito que nos gobernaban.

La mayor铆a de estos descendientes de los h茅roes de la independencia simpatizaban con los nazis. La guerra no hab铆a terminado y Alemania ocupaba casi toda Europa. Los oficiales asociaban su admiraci贸n por el irresistible avance de los tanques de Von Guderian sobre Francia, con los chicos que ellos supon铆an hijos del tercer Reich, aunque estos de aqu铆 no tuvieran nada que ver con los de all谩. Con el correr de los a帽os la admiraci贸n de los militares por Alemania ser铆a reemplazada por el sometimiento intelectual e ideol贸gico a los Estados Unidos, pa铆s que emergi贸 triunfante de la contienda. Lo cierto es que la prudencia de los militares los inclina a no tener afectos perdurables y prefieren alejarse de los perdedores. Admiran a los que triunfan. Este sentimiento, explicable y espont谩neo, dada la condici贸n de la naturaleza humana en general y de los militares en particular, los introduce frecuentemente en el error. Tienen la man铆a de equivocarse. Divorciados de los ideales, abrazan con pragmatismo a los vencedores, seg煤n los resultados transitorios de la lucha por el poder. Esta inclinaci贸n funcional y rutinaria puede conducirlos, sin sorpresa, a convertirse en disciplinados admiradores de la Rep煤blica Popular China. La disciplina fundada en el sometimiento a la autoridad que ocasionalmente ejerce el poder, constituye el fundamento de la estructura militar. De manera espec铆fica cuando ese poder est谩 fuera de las fronteras nacionales. El sistema autoritario que los militares proyectan a la pol铆tica, no contempla generalmente el respeto a los gobernantes elegidos por el pueblo, un monstruo indescifrable de mil cabezas.

De manera que en el conflicto dom茅stico con los blanquitos combatimos nuestra propia guerra contra los alemanes. Ganamos. Obtuvimos mejores notas sin apelar a ninguna trampa. Con esto no logramos que los jefes militares cambiaran la orientaci贸n de su simpat铆a, pero definimos ante los alemanes que sus prejuicios relativos a los nativos eran una fantas铆a. En el territorio del Liceo combatimos por ideolog铆as. Lo curioso es que muchos de mis compa帽eros, como el Indio, odiaba a los alemanes y participaron de la conspiraci贸n contra ellos, pero ten铆an simpat铆a por los nazis y se congratulaban de los 茅xitos de Alemania sobre franceses e ingleses.

Se trataba de enfrentamientos artificiales, sin justificaci贸n. Las diferencias y rivalidades raciales eran inventos necesarios para descargar la potencial agresi贸n de la adolescencia. En el Liceo, igual que en el pa铆s, todos 茅ramos descendientes de gringos, por eso los enfrentamientos no eran raciales, expresaban una cualidad que ten铆a que ver con la educaci贸n familiar. Los alemanes como los ingleses, conservan en la familia la m谩s severa tradici贸n, aunque sus hijos y nietos nunca hubieran estado ni como turistas en el pa铆s de sus ancestros. Una suerte de tilinguear铆a hist贸rica y cultural de la que no particip谩bamos los descendientes de otras razas o nacionalidades. Nuestro entrenador de rugby, con apellido y nombre ingleses, vestido como un aut茅ntico londinense, hablaba espa帽ol con un fuerte acento ingl茅s. Imagin谩bamos que era un ingl茅s t铆pico. Nacido en Buenos Aires, nunca hab铆a estado en Inglaterra. Lo supe a帽os despu茅s cuando lo encontr茅 por casualidad en la confiter铆a Richmond, donde se encontraba todas las tardes para el whisky con otros ingleses. Se levant贸 de la mesa y me salud贸 con la afectuosa discreci贸n de un gentleman. Le coment茅 que la semana siguiente viajaba a Europa y estar铆a un mes en Londres. Se mostr贸 conmovido y emocionado. Me dijo que nunca hab铆a estado en Inglaterra y viv铆a ese hecho como una gran frustraci贸n. No me pareci贸 rid铆culo. Pens茅 que era la raz贸n por la cual Inglaterra, despu茅s de haber perdido casi todas las guerras durante los 煤ltimos cien a帽os, continuaba ofreciendo la imagen de un imperio. El imperio estaba en cada ingl茅s o descendiente de ingl茅s instalado en cualquier lugar del mundo. Igual ocurr铆a con los jud铆os. Hab铆a argentinos jud铆os, rusos jud铆os, italianos jud铆os o norteamericanos jud铆os. La di谩spora no les hab铆a quitado su condici贸n de jud铆os. En cambio los nietos de italianos, espa帽oles, franceses o rusos, 茅ramos s贸lo argentinos. Sin aditamentos, ni religi贸n que implicara una uni贸n especial por su aceptaci贸n o negaci贸n, real o formal.

Al promediar el a帽o, un miembro de la comunidad alemana se separ贸 del grupo y se incorpor贸 al nuestro. Le parec铆a m谩s divertido. Era un atleta. Enorme, fuerte, inocente, inteligente, bondadoso y honrado. Hizo una buena relaci贸n conmigo y particip贸 en mi defensa durante la batalla con la cual termin贸 el 煤ltimo curso.

Los jefes de secciones, cadetes del segundo curso, se llamaban dragoneantes. Haber estado un a帽o en el Liceo les hac铆a creer que hab铆an conquistado la autoridad, la experiencia y el derecho de castigar impunemente y torturar a los b铆pedos impl煤menes de primero. En realidad, ellos y nosotros 茅ramos casi iguales. Diferentes por la estructura jer谩rquica que constitu铆a el sistema de orden de la instituci贸n. El respeto o el desprecio, la aceptaci贸n de la jerarqu铆a o el agresivo desconocimiento de la autoridad, eran consecuencia de valores personales, independientes de la ley gallinero. Seg煤n el viejo refr谩n la gallina de arriba caga sobre la que est谩 abajo. En este caso se trataba de pollos, era lo mismo. Para definirlo sencillamente. Si el cadete de segundo curso no era est煤pido, y mostraba una actitud inteligente, pod铆a contar con nuestro respeto y obediencia. Cuando era arbitrario, autoritario y tir谩nico, urd铆amos toda suerte de tramas justas o injustas, tendientes a revelar sus pecados frente a los oficiales y los cadetes de cursos superiores. Muchas veces los supuestos pecados eran obra de nuestra fantas铆a, pero nos sent铆amos liberados de cualquier sentimiento de culpa si el enemigo era derrotado. No siempre ocurr铆a as铆. Algunas veces perd铆amos la partida y el miserable de turno nos hac铆a pagar caro el intento de perderlo.

Nos esforz谩bamos por ganar espacio afirmando nuestra personalidad, ante iguales o superiores. No importaba salir lastimado, lo importante era continuar entero.

Durante el segundo a帽o, los fines de semana no viajaba a Mercedes y viv铆a en la casa de un pariente en un elegante petit hotel en la avenida Figueroa Alcorta. Era un primo pol铆tico de mi madre. Un t铆pico representante de la aristocracia vern谩cula que entre sus numerosas virtudes contaba la de tener una hija de mi edad, bella y simp谩tica. Mis fines de semana en libertad se enriquecieron con un romance inocente, que me permiti贸 atisbar el sorprendente mundo de los sentimientos, m谩s all谩 de las fantas铆as que hab铆a generado Josefina, la hija de mi pariente pol铆tico. No se parec铆a a Marita ni a Lola, viejas amigas que se preocuparon por despertar mi sexualidad durante la infancia. Parece imposible imaginar que cuando tuvieron lugar aquellos momentos tormentosos y excitantes, no hab铆a ingresado todav铆a al inconsistente per铆odo de la adolescencia. Estimulado por la melanc贸lica soledad del deseo, y mediante un esfuerzo de la voluntad recordaba en un imaginario retorno al pasado, los episodios que tuvieron lugar en el asiento trasero del auto de la abuela de Marita. La buena se帽ora fue ajena a la responsabilidad de haber aportado el escenario en el cual se desarrollar铆a el drama, o la comedia, de mi introducci贸n al sexo. Aprend铆 cosas inolvidables durante delicadas lecciones que abarcaban los recovecos m谩s interesantes de la teor铆a y la pr谩ctica de la relaci贸n er贸tica. Mis dos amigas se complementaban, sumaban pericia y entusiasmo, y se exaltaban en un final a toda orquesta. Viv铆 instantes inolvidables que siempre agradecer茅 a la amistad de esas muchachas compa帽eras de la escuela primaria. Sin embargo tuve siempre la extra帽a sensaci贸n de cumplir un rol secundario, frente a las actrices principales protagonistas del delirio. Muchos a帽os m谩s tarde, con m谩s experiencia de la vida, y en circunstancias no iguales, pero relativamente parecidas, pude entender lo que hab铆a pasado con nosotros en aquellas apasionadas siestas pueblerinas.

Josefina era de otro mundo, o as铆 lo imaginaba. No fue un error de mi parte. La experiencia exige desilusi贸n. De otra manera la vida carecer铆a de sentido. No tengo derecho a condenarla por no haber advertido que yo era el gran amor de su vida. No fue la primera ni la 煤ltima vez que padec铆 esa curiosa enfermedad sustentada por la desorientaci贸n y la soberbia. No es que Josefina hubiera respondido sin entusiasmo a mis sentimientos, propuestas o sugerencias. En realidad no respondi贸 a nada de ninguna manera. Tampoco dio la oportunidad de que hubiera propuestas, o sugerencias. Nunca se dio cuenta de mi existencia. Ten铆a mi edad, y a los catorce a帽os se piensa en hombres un poco m谩s viejos. Josefina cumpli贸 una funci贸n esencial en aquellos primeros a帽os de mi vida en el Liceo. Rob茅 una fotograf铆a de un 谩lbum enorme encuadernado con cuero de Rusia que adornaba el escritorio de su padre y la puse en

mi armario del Liceo. Me ayud贸 a vivir. Me ayud贸 a soportar injusticias y castigos. Fue la compa帽era silenciosa de mi soledad, entre los mil cadetes que integraban el alucinante territorio a trav茅s del cual deb铆amos acceder a la madurez. Josefina nunca lo supo. Luego de varias semanas de encierro por diversos castigos fui a pasar el fin de semana en su casa. Me mir贸 sorprendida, como si mi existencia fuera una curiosidad inesperada. Me present贸 un tipo alto, desagradablemente bien parecido e insoportablemente simp谩tico que para colmo fue muy gentil y me pregunto con verdadero inter茅s sobre mi vida en el Liceo. Relate un mont贸n de fantas铆as inveros铆miles para impresionarlo. A 茅l y a ella. Josefina observaba al tipo con ojos brillantes de admiraci贸n. Creo que no escuch贸 el relato de mis fantas铆as heroicas. Sal铆 de la casa ese mismo s谩bado a la tarde y regres茅 al Liceo. Mi vida carec铆a de esperanzas.

Durante ese segundo a帽o acosamos a los cadetes reci茅n ingresados con las mismas villan铆as de las que hab铆amos sido v铆ctimas. Observ谩bamos a los familiares los d铆as de visita para descubrir primas, hermanas o amigas atractivas de los b铆pedos impl煤menes a los cuales somet铆amos a diversos vej谩menes, hasta que logr谩bamos ser presentados. En caso contrario aplic谩bamos sanciones destinadas a castigar transgresiones imaginarias que no eran discutidas. As铆 es la vida militar. Hab铆a que aguantar injusticias, por lo dem谩s, sabrosas y divertidas. El 茅xito de la operaci贸n de sometimiento redundaba en invitaciones para el fin de semana y un inequ铆voco y generoso desprecio hacia quienes se hab铆an sometido blanda y especulativamente a la presi贸n. En mi caso las invitaciones ven铆an acompa帽adas de frustraci贸n, porque casi todos los fines de semana era castigado con diversos fundamentos originados en mi car谩cter, el cual me gener贸 muchos problemas, buenos y malos, a lo largo de la vida.

Durante ese segundo a帽o nos dividieron por especialidades. Infanter铆a, caballer铆a y artiller铆a. Yo recal茅 en el escuadr贸n de caballer铆a por azar y por vocaci贸n. Durante mi infancia viv铆 en el campo de mi abuelo en el norte de C贸rdoba. Luego nos trasladamos a diferentes destinos como consecuencia de la profesi贸n de mi padre. Era ingeniero y dirig铆a la construcci贸n de puentes y caminos. Las empresas cumpl铆an con los planes de desarrollo e integraci贸n geogr谩fica que proyectaban los gobiernos. A pesar de las discrepancias hist贸ricas e ideol贸gicas, radicales y conservadores coincid铆an, por diferentes razones, en una firme vocaci贸n por apuntalar el crecimiento de las regiones m谩s apartadas del pa铆s, y por supuesto, las que rodean la Capital. La familia acompa帽aba al jefe en sus mudanzas. El hecho es que vivimos en la estancia o en el interior del pa铆s, alejados de los centros urbanos. Aprend铆 a andar a caballo y a cazar, casi antes de aprender a caminar. La experiencia me sirvi贸 para entrar pisando fuerte en la caballer铆a. Montaba como un jinete consumado, condici贸n contra la cual se estrellaba el odio que logr茅 generar en la mayor parte de los oficiales, menos en uno, un salte帽o inteligente, que tomaba mis insolencias con buen humor. En realidad esas insolencias, que muchas veces consist铆an solamente en una mirada intencionada, eran dirigidas contra los otros, porque no hubiera sido tan tonto como para hacer objeto de mis iron铆as al 煤nico aliado posible. Me distingui贸 permiti茅ndome que montara uno de sus caballos cuando march谩bamos al campo de instrucci贸n, detr谩s del Liceo, donde exist铆a un viejo pol铆gono de tiro que ya no cumpl铆a esa funci贸n.

Este capit谩n intervino a mi favor cuando se descubri贸 un peque帽o e inocente esc谩ndalo protagonizado con la sobrina de una de las costureras. El esc谩ndalo, si as铆 puede calificarse un episodio natural hasta en una escuela primaria, fue iniciado por la envidia de uno de los blanquitos, que despu茅s recibi贸 lo que se merec铆a. Una paliza fenomenal aplicada sin ninguna moderaci贸n por mis leales, encabezados por el Indio y el alem谩n, que se hab铆a incorporado a nuestro grupo, se帽alado como traidor por los otros alemanes, y particularmente por el p茅rfido delator despu茅s de las trompadas. Encontr茅 a la muchacha en el cuarto de costura, donde hab铆a llevado una camisa para que me cosieran dos botones. Era obligaci贸n nuestra llevar a cabo esas reparaciones menores, pero hab铆a logrado que las gordas simpatizaran conmigo y me proporcionaban una ayuda, verdaderamente intrascendente, a espaldas de los reglamentos, y de la severa vigilancia de oficiales, dragoneantes y preceptores. Estaba de visita esta preciosa ni帽a que no ignor贸 mi presencia, como yo tampoco la suya. Conversamos y nos pusimos de acuerdo para vernos en el mismo lugar el viernes siguiente. Las costureras nos vieron conversar como dos ni帽os educados. No supieron de la cita. Tal vez la imaginaron cuando el viernes siguiente, precisamente cuando la muchacha estaba de visita, aparec铆 con una camisa correspondiente al uniforme de gala, con una manga rota. Ped铆 por favor que la repararan. Supon铆a que al d铆a siguiente, s谩bado, saldr铆a de franco porque no ten铆a castigos pendientes. Sal铆 con la camisa reparada y esper茅 oculto en el jard铆n que la muchacha abandonara el taller. Pas贸 a mi lado y la llam茅. Le ped铆 que nos escondi茅ramos en la cuadra, solitaria a esa hora en que mis compa帽eros se ir铆an gimnasia. Hab铆a pedido permiso para no concurrir a la clase de judo, alegando un dolor en la columna. Ten铆a una hora, s贸lo que el destino intervino injustamente malversando una buena hip贸tesis de deleite y frustr贸 mis mejores prop贸sitos. Apenas hab铆amos iniciado un coloquio de mayor intimidad alentados por nuestra ingenua inocencia, cuando entraron abruptamente a la cuadra el oficial servicio, un preceptor y un dragoneante de tercer a帽o. Se desencaden贸 la cat谩strofe. Preguntaron con incomprensible violencia, matizada con variadas amenazas, c贸mo hab铆a hecho para introducir una se帽orita en el Liceo. No buscaron explicarse c贸mo la hab铆a introducido en la cuadra. Esa respuesta era m谩s sencilla. La ni帽a lloraba. Los gritos furiosos del oficial me impidieron dar una explicaci贸n hasta que el preceptor le inform贸 al o铆do que se trataba de la sobrina de la costurera. El pecado culmin贸 con la penitencia. No sal铆 ese fin de semana, ni los fines de semana subsiguientes durante dos meses La inocente t铆a de mi inocente amiga fue sumariada. Una vez m谩s se puso de manifiesto la arbitrariedad de la justicia militar. La buena mujer no hab铆a tenido nada que ver con el episodio. Se le prohibi贸 que invitara a nadie al lugar de trabajo. El oficial me acus贸 de acoso sexual. Como se supon铆a que en el Liceo no pod铆a haber mujeres, salvo las costureras, denunciar la presencia de una intrusa pon铆a en crisis todo el sistema. Olvidaron a la ni帽a y dieron marcha atr谩s en la acusaci贸n de acoso sexual. Si no hab铆a objeto del deseo, no pod铆a haber acoso, de manera que fui castigado por un mont贸n de otras cosas reales o imaginarias. El dragoneante de tercer a帽o se divirti贸 con el episodio, y me se帽al贸 al villano delator. Finalmente hicimos justicia.


脥NDICE

UNO

DOS

TRES聽聽聽聽聽聽聽聽

CUATRO

CINCO

SEIS

SIETE

OCHO

NUEVE

DIEZ

ONCE

DOCE

TRECE

CATORCE

QUINCE

DIECIS脡IS

DIECISIETE

DIECIOCHO

DIECINUEVE

VEINTE

VEINTIUNO

VEINTID脫S

VEINTITR脡S

VEINTICUATRO聽聽聽聽聽聽聽聽

VEINTICINCO

VEINTIS脡IS

VEINTISIETE

VEINTIOCHO

VEINTINUEVE

TREINTA

TREINTA Y UNO

TREINTA Y DOS聽聽聽聽聽聽聽

TREINTA Y TRES

TREINTA Y CUATRO

TREINTA Y CINCO

TREINTA Y SEIS聽聽聽聽聽聽聽

TREINTA Y SIETE




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