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LUCY MENDONÇA DE SPINZI (+)

  INTEMPERIE - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI


INTEMPERIE - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI

INTEMPERIE

Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI

 

 

LUCY MENDONÇA DE SPINZI : Nació en Asunción en 1932 y desde 1940 vivió con sus padres en el exilio. Regresó a Paraguay para contraer enlace y desde entonces se dedicó enteramente a criar diez hijos. Acompañó a su marido en actividades teatrales con las compañías de Héctor de los Ríos y Ernesto Báez, e inició como entretenimiento la actividad literaria en ese género. Así obtuvo su primer galardón con el Primer Premio de Obras Teatrales de Radio Cáritas en 1955, con la pieza "Los Desarraigados". Desde entonces su carrera privada en los géneros teatral, ensayo y cuento breve, se ha visto estimulada en diversos concursos que han hecho posible la publicación de algunos de sus trabajos. Mencionaremos solamente, además del ya anotado, de sus once galardones, el Premio Internacional de Ensayo de Radio Cáritas, convocado juntamente con el Instituto Paraguayo para la Integración de América Latina en 1988 con el ensayo sobre Rafael Barrett. Además, en 1987 la Editorial Criterio-Ediciones publicó un tomo de veintidós cuentos cortos con el título "Tierra Mansa y otros cuentos".

La actividad literaria sigue siendo así meramente privada y catárquica para quien, como ella, ha tenido que concentrar energías para la elemental supervivencia familiar mediante el oficio de escultora ceramista.

 

INTEMPERIE

Abro los ojos; todo está en orden, como me gusta: los muebles viejos, las lámparas, los frascos de lociones sobre la cómoda. Ahí, tendida sobre el gran lecho, siento sin embargo una amenaza, esa horrísona y familiar sensación de peligro inminente surgida, no del trueno sino del ominoso silencio que se cierne sobre mí, aislándome y oprimiéndome. Hago memoria: esta angustia incrustada en mis entrañas no es nueva; son el pico y las garras del buitre de Prometeo; es tan antigua esta angustia como los dioses, definitiva corno la muerte, tan sin majestad como el plato de lentejas de Esaú. Me niego a mirar hacia arriba, pero mis párpados se vuelven transparentes; entonces me los tapo con las palmas de mis manos y éstas, a su vez, se hacen traslúcidas. Veo, a mi pesar, el cuadrilátero del techo sin techo, ocupado por un retazo de noche negra, violácea, sin el consuelo de las estrellas. El espanto de la intemperie se traduce en un sollozo que desgarra mi garganta con un estertor. Me debato en la agonía; oscuramente comprendo que estoy soñando y despierto bruscamente, con los ojos secos y desorbitados.

 

Enciendo la luz de la mesita de noche. Jadeo y escucho el ronquido tranquilo, acompasando el sueño de mi compañero; la calma vuelve lentamente. Extiendo mi mano sigilosa y acaricio la suya con ternura cuidando no despertarlo. Afuera, el viento caprichoso desmelena la arboleda, arrancándole quejidos y lamentos. Permanezco en vela. Apago la luz. Oigo en el vidrio de la ventana, sobre la cabecera, una uña rascando insistente; cesa y vuelve a arañar, inquieta con cada acometida del ventarrón. Comprendo. Ya no consigo volver a dormir. Recuerdo. El rostro de aquel niño se borró, pero está presente su gesto agazapado acercándoseme hasta abalanzarse, hundiendo por fin, el puño cerrado en mi vientre infantil. Encogida de dolor, suplico con los ojos el permiso de mi madre para responder a la agresión. Desde su altura empírea, su mirada severa refuerza el mandato de no replicarás al ofensor. El fogonazo de la evocación se trueca en otro: mi prima María contoneándose, desafiante, caminando en mi redor con los brazos en jarras. Tengo prohibido contestar de palabra ni reaccionar con la acción. La ira impotente me tiñe la cara de rojo asesino y las lágrimas saltan como agua surgente. La última imagen de mi íntimo ritornelo es un pedido de auxilio a esa mujer que tanto me quiso, con tanto desvarío: no quiero salir de paseo con la prima María porque siento vergüenza de mí vestido de percal, al lado de su elegancia deslumbrante. Los ojos severos aluden a 'mi precoz orgullo, a mi vanidad, a mi envidia. Así aprendí a luchar contra la barahúnda de mis feroces emociones. Me refugié en mí misma e hice amistad con el tronco de los árboles, con la hierba menuda, con la textura de las hojas y los relieves de sus nervaduras, con los aromas vegetales infinitos, con los sonidos de los vientos arrullantes o iracundos, con el ojo impasible de la luna, con la forma imprecisa de las nubes. A veces me escondía bajo el toldo protector de un sarmentoso jazminero caído en un rincón secreto del jardín. Conocí el placer de la compañía de las cosas desapercibidas y el gozo de dar voz y música a los duendes y a las hadas del lejano norte, que poblaron mi mundo privado. Aprendí a conversar con mis pensamientos, me gratifiqué con el perfume de la tierra fecundada por la lluvia, con la fraternidad de seres diminutos, afanosos como las hormigas y perezosos como las lombrices blancas y rollizas. Me enamoré de las piedras carcomidas por el abrazo perenne de las edades y de los muros ennegrecidos por el olvido. Preguntaba a los pájaros, a las cigarras chirriadoras, a la sombra de las tapias vetustas, a las flores risueñas, cuál era mi lugar entre ellos. Quería empequeñecerme para habitar los subterráneos telúricos de los seres minúsculos. Me preguntaba: ¿Era yo tan mala como a veces me creía? Comencé a errar en los meandros de la autojustificación y dula autocondenación. Fui propensa a sentirme fácilmente culpable por todo y por nada, a buscar no ser rechazada ensayando una sonrisa desfallecida y estúpida. Era inútil. Alguien, siempre, procuraba ayudar explicándome que me faltaba algo que tenían mi prima Elba y mi prima María, tan alegres y dicharacheras; lo que lucían fulanita y menganita, tan encantadoras y graciosas. Acabé por recelar de las personas, por sentirme amenazada, y a atacarlas con exabruptos para no odiarme a mí misma. Desarrollé un oído, un olfato y un tacto de animal silvestre, interpretando los sonidos, los olores y las texturas como un ciego. Me habitué a leer, como en un código, las percepciones de mis sentidos: he ahí el lamento lejano del tranvía bamboleante en la quietud de la tarde; el arrullo de la tórtola llamando a su pareja en la siesta de plomo; el rebuzno de protesta del burro por el martirio de las árganas repletas; el olor de la tormenta acercándose, amenazante; el de las nubes preñadas de lluvia; el resplandor imperceptible del rayo lejano y la mueca sutil de unos labios finos enarcados por el desdén. Y se fueron bocetando mis sueños recurrentes en los subterráneos de mi ser, hechos de dudas, de pavor, de intemperie, de obsesión de interpretarlo todo sin conseguirlo nunca.

 

Volví a quedarme dormida. Al despertar en la penumbra protectora de las cortinas espesas, recordé que había vuelto a soñar. Andaba por callejas muertas, buscando afanosamente no llegar a destino. Si éste quedaba al norte, yo intentaba derivar hacia el sur, y cuando creía lograr mi propósito, allí estaba ese maldito cruce de caminos en que yacían, atrozmente mutilados, cuerpos y más cuerpos deshechos, sangrantes e inmóviles. ¡Oh, esos mis sueños recurrentes, fatídicos! Aprendí a leerlos, a ver sus mensajes de impotencia, de miedo al descampado, como en un códice implacable enterrado en mi archivo onírico.

 

Ahora me incorporaría y me enfrentaría a esas nimias necesidades cotidianas que son la basura del alma inmortal. Ya aspiraba el aroma del café recién hecho, ya escuchaba los pasos tranquilos del hombre con quien comparto los últimos cuarenta años. Armada de coraje, me dispuse a enfrentar el sol que muestra sin pudores la miseria de nuestra vida desvencijada, que amputa el sueño, que degüella la fantasía.

 

Nos sentamos juntos para celebrar el rito del desayuno con esas pequeñas manías que apaciguan tantas tormentas, que serenan los ánimos, que forman los eslabones de las cadenas que unen a los viejos más férreamente que la pasión juvenil. Mientras revolvía el azúcar, lo miré de reojo y, como siempre, se presentaron varios ángulos de observación como en un Picasso de la tercera etapa: uno mostraba al compañero unido a mí como la carne a la uña, ese joven barítono de las arias italianas al que un sino demente me soldó. Otro, al adolescente gentil a quien su madre inhabilitó para la simple lucha por la vida, ese muchacho ahora viejo, fláccido, tristón, más hijo mío que los que di a luz, más necesitado que yo de brújula. Soy un lazarillo ciego. Y ahí al que pocas pero persuasivas veces se subió al carro del- patriarca hebreo-romano y, con voces de mando y apremio de látigo y picana sutiles, me urgió a oficiar de buey de carga. También está el ángulo en donde veo al joven enamorado que quiso bajarme la luna y, por ignorar sus limitaciones, quedó desnudo bajo las estrellas. Y el último: el esposo que envejeció en mi regazo, muellemente instalado, ese esposo que siempre rechazó duramente todos mis desfallecimientos. Y sus hijos aprendieron la lección.

 

La mañana quieta, dorando las amadas baldosas carcomidas, parecía tan beatífica sobre mis reflexiones que tuve el impulso de emitir esos ayes de siempre, ecos que se repiten en el cuenco vacío del alma. Callé. Pensé en nuestra prole soberbia, autosuficiente. Una ira primordial fue tomando forma y cuerpo. Entonces engullí con prisa la pastilla de la mañana, aplacadora de los impulsos del Cromagnon con la farmacopea del XX.

 

Apreté los labios esperando el efecto y escuché:

 

-Ahora que estamos solos, que todos los hijos se fueron, me haré de un arma: el país se ha vuelto peligroso, la sociedad se volvió violenta.

 

Asentí. Si escapaba mi cólera, mi rancia indignación por todo y por todos, me expondría a algún sermón. Mis hijos, solícitos, acostumbraban exhortarme a ser razonable, a dejar el enojo, a deponer la ira y a perdonar, como manda la Fe. Y me sentía de nuevo ante mi madre decidiendo por mí, con ceño severo, haciéndome practicar una virtud extraña a mi voluntad de niña, de anciana.

 

-Sigo siendo la niña de cinco años, vapuleada -dije entre dientes.

 

Me miró interrogante. Se dulcificó y puso su mano sobre la mía.

 

-Mi pobre hija querida, estás muy cansada, muy presionada por los últimos acontecimientos. Siento no servirte de mucho. Nuestros hijos podrían...

 

-¡No!---casi grité-. Ellos nada tienen que ver conmigo; déjalos con su vida en paz. Me humilla su actitud.

 

-Ya sé, siempre fuiste una persona muy digna. Te comprendo. Yo estoy a tu lado; aunque no sirva de mucho.

 

Creí que tras sus palabras apaciguadoras había un reproche escondido contra aquello que -sospecho- él considera orgullo feroz.

 

Esa llovizna fina que hace murmurar misterios al follaje, que bruñe las baldosas roídas del patio interior, que lustra la noche con reflejos de gema, esa llovizna tranquiliza mi corazón. La casona deslucida quedó en pie, habitada por muchas ausencias y muchos rencores silenciados. Adivino voces perdidas, pasos idos, risas muertas, penurias no aplacadas todavía. Soy, por fin, dueña de mi casa, de mi ruina, de mi espacio, de mi lapso final. Acaricio con los ojos el follaje rebrillando de humedad y un escalofrío traspasa mi carne; me traslado a las habitaciones listas para ser ocupadas por dueños que nunca volverán. Todo es mío, ahora. Suelen regresar a veces, cuando hay que rendir un difícil homenaje a la vejez, o cuando la vida golpea, despiadada. Y siempre tengo el irresistible impulso de abrir mis entrañas resecas. Los quiero tanto. Pero no importa. Ahora todo esto es mío. Mi madre fue dueña de mi casa y de mis decisiones, mi esposo fue dueño de mi cuerpo y de mi fertilidad, mis hijos fueron dueños de mi savia y de mis tiempos. Lo que sobra es mío. Prepararé los colores y los pinceles, la arcilla y los hilos de bordar, los libros que no pude leer y las cuartillas intocadas cuando pase esta convalecencia. Hoy alguien se marchó. Todavía no llegó el momento. Aprendí -tarde- un principio de vulgar economía doméstica: lo que se da sin precio, no tiene valor. Tal vez sea demasiado tarde. Los viejos inquietamos a los jóvenes porque somos el espejo que refleja su futuro: no saben qué hacer con la melancolía. Tienen la tentación de meternos en un frasco de vidrio con formol y ponernos en una repisa, como un feto mal formado. Quieren extendernos un certificado, si no de defunción, de senilidad precoz, para no hacerse cargo de que aún vivimos y sentimos.

 

Apago todas las luces y me hago de una linternita de bolsillo. Ya hace días que nadie viene a contemplar el fastidio de la decadencia, casi plácida, de nuestra vida en común. Llaman, sí, por teléfono, esperando escuchar que todo está bien, gracias; que no hay nuevos achaques de importancia. Pero, desde ayer, la línea está dañada -todo se daña aquí. Estamos aislados en medio de la llovizna, envueltos en un viento monocorde y cansado de rodar. Estamos solos con las ranas regocijadas de lluvia en el estanque mohoso. Hasta nos sentimos aliviados en esta apacible tristeza. Me paseo en la noche observando los rincones de los corredores monacales, de los cuartos dormidos en inútil espera, contemplando los libros desliéndose, con un aroma de pápeles amarillos. Esos muebles pesados, de columnillas torneadas, de mesadas de mármol, fueron de mi abuela materna, lo mismo que la lámpara de cristal tallado, lo mismo que la salida de fiesta de bordado en richelieu, hoy hecha andrajos en una bolsa de tela apolillada, lo mismo que esa funda larga dé hilo, con iniciales y ojalillos primorosos. Ese álbum de preciosa caligrafía-que fue la de mi madre-, con su nombre en la tapa ennegrecida, guarda las poesías de su juventud, que hoy harían morir de risa a cualquier adolescente. Ese daguerrotipo de mil ochocientos ochenta y ocho fue de mi abuela paterna y la acompañó desde la cabecera de su cama, hasta morir: es el hermoso Joaquín, mi bisabuelo, el mercader moro portugués, donjuán y ricohombre de colonias. Me pregunto qué hacer con tanto tesoro propio y cachivache para los demás: ¿,Los cremaré, quizá, como a difuntos o los enterraré en fosa común? El inventario se ve bruscamente interrumpido. Olvido el olor de las cosas viejas, el color de los bronces y los cristales polvorientos y las voces del pasado. Mi cuerpo se pone rígido: escucho unos pasos cautelosos bajo la ventana. Sigo mi recorrido de luciérnaga sigilosa. Circulo por la casa en sombras; soy un felino; vuelvo a oír, bajo otra ventana, el murmullo de pasos sobre la alfombra vegetal. Mi marido duerme. Abro suavemente la cómoda y extraigo el arma. Sé cómo se usa, aunque nunca disparé un tiro. La preparo. Me desplazo silenciosa, aplicando el oído en las nueve ventanas y en las Ocho puertas exteriores de la casa, una por una. Cosme, el único de mis hijos que jamás me hizo un reproche, había dicho que estaría pendiente de nosotros, que llamaría cada noche por teléfono, que hay mucho riesgo en una vivienda retirada, con dos ancianos solos en un país de maleantes. Pero la línea está muerta desde ayer. Medito: amé a mi patria mientras la idealicé. Al miedo se suma la rabia. Sabía que ese hijo jamás me había defraudado, pero no podía recurrir a él. Maldigo entre dientes. Procuro serenarme y pienso que no es para tanto. Si realicé tantas proezas, podré bastarme a mí misma. Me siento valerosa: no necesito clemencia de nadie. No soy inválida ni estoy senil. Me repito que, si hace falta, dispararé. Escucho, con el arma en mano firme. El perro aúlla en el fondo de la quinta. Otra vez percibo ese susurro inquietante sobre la hierba húmeda, ese roce levísimo alrededor de la casa. Circulo por el perímetro interior con el revólver listo. No hay vecinos en los vetustos caserones de fin de semana. Ahora los pasos resuenan nítidamente sobre el piso de ladrillos del lavadero, tras la puerta del fondo. Quedo inmóvil en la oscuridad. Ahora se detienen. El picaporte se mueve suavemente, pero mi oído aguzado capta la fricción del metal. Me preparo, y a la altura en que puede estar la cabeza del merodeador, descerrajo tiro tras tiro hasta agotar el tambor. Retumba el grito espantado de mi esposo y yo, serena, con la certeza de haber hecho lo debido, enciendo las luces y abro la puerta. Sobre los ladrillos está Cosme, mi hijo, tendido, sangrando lentamente. Alcanza a decir, con un hilo de voz:

 

-Hay asesinos sueltos esta noche.

Areguá, 29, VIII, 94

 

Fuente:
VERDAD Y FANTASÍA
TALLER CUENTO BREVE
Dirección y prólogo:
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
© Taller Cuento Breve
QR Producciones Gráficas
Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas).





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