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AMANDA PEDROZO
  EL YACARÉ - Cuento de AMANDA PEDROZO - Agosto 2013


EL YACARÉ - Cuento de AMANDA PEDROZO - Agosto 2013

EL YACARÉ


Cuento de AMANDA PEDROZO


De oficio yacaré y pinta de esas que hacen pecar sin falta a las mujeres, Bartolito se había librado ya demasiadas veces de la muerte segura en manos de algún papá celoso o un marido con sentido peligroso de la propiedad. Sería porque les caía bien tanto a los hombres como a las mujeres, aunque por muy diferentes motivos. Había extremado su arte a tal punto que aprendió, sabedor de que la simple observación de la naturaleza provee toda la artillería de sobrevivencia, a adormecer primero como hacen los murciélagos, para chupar después. A rondar la presa y dar el golpe cuando menos se espera, como los gatos; a encantar con la mirada como algunas víboras y desde luego, a arrastrarse artísticamente bajo cualquier cama de mujer para llegar al objetivo jugoso sin despertar a nadie más que a la interesada.

Y desde luego, sabía timbear, jugaba truco y retruco, vido y convido, solía chutar en la canchita con los muchachos y era el asadero oficial en todas las farras. Nadie preparaba como él el chimichurri ni enfriaba mejor la cerveza. ¿Cómo no le iban a querer?

Ni qué decir las mujeres. Pero él no aspiraba a novio, ni siquiera a amante tupido y aunque parecía proyecto de yerno de todos los karai del barrio, no calentaba la silla en la salita de ninguno los días martes y jueves, que son de visita obligada para ir palpando hasta donde se pueda la mercadería. Había llegado a ser yacaré casi por destino de hombre agraciado y porque llegó a la conclusión de que el amor es menos comprometido con todas que con una, que mujer de otro siempre es prudente, que donde cabe uno se requieren dos para ir aguantando y que hijo que nace en nido ajeno es preocupación de otro.

De oficio yacaré, Bartolito no precisaba el consentimiento de ninguna. Será porque no se topó jamás con mujer que gritase al reconocerle, pidiese socorro o le denunciase por violación. Como el mejor yacaré de oficio, preparaba previamente el terreno, eso sí. Medía, calculaba, aplicaba miradas de deseo urgente seguidas de palabras de azúcar para ir ablandando el corazón de la próxima. Pero nunca desmedidamente, sólo lo necesario para tantear cuánta resistencia encontraría a la hora de la verdad. Le hacía la corte un tiempo más largo al papá o marido de la elegida que a ésta. La mamá debía tratarle ya de “mi hijo” cuando se decidiera a concretar sus propósitos y con el papá o el marido debía ya ser tan socio como para llevarle del brazo a su casa tras una noche de borrachera. Se desafiaba a sí mismo, apostaba consigo mayores riesgos, más osadía, más obstáculos, lascivia, rapidez, más, más.

Pero a Bartolito le llegó su hora, como les llega a todos los yacarés de este mundo que se arriesgan por demás.

¿Cómo no le iban a querer? Es lo que dijo en su declaración al señor comisario, llorando por su honestidad en entredicho, y todo porque el papá de Armindita, la quinceañera a la que hizo bailar el vals esa noche (honor que le correspondía después del padre como amigo dilecto de la familia) le llevó a la comisaría atado y tras darle un tajo en la oreja izquierda.

Pasó así: esa madrugada se había arrastrado totalmente desnudo bajo la cama donde seguramente estaría durmiendo Armindita, todavía con su vestido blanco y soñando que bailaba con él. Es lo que le dijo al comisario que le escuchaba ya sin ninguna simpatía considerando que Bartolito era también habitué de su casa, todos sabían que eran socios de timba y tragos y últimamente su señora le andaba tratando de “mi hijo”, cosa que a él le parecía normal, hasta que pasó lo de Armindita y le oyó declarar que jamás entró a la casa del victimario a robar como decía en su denuncia el papá de la quinceañera, sino en su carácter de yacaré y que su único error fue calcular mal la distancia, por lo que fue a parar bajo la cama del viejo y no de la hija.

Como prueba de lo que decía, citó su desnudez. Si había ido a robar, ¿por qué se habría quitado la ropa? Es lo que repitió mil veces después, ya ante karai juez, pero de nada le valió que jurase a gritos que él no era ladrón sino yacaré, porque el papá de Armindita, el comisario y el juez mismo se pusieron de acuerdo en que era mejor y más decoroso para todos procesarle por ladrón.

Cuando las mujeres se enteraron, se valieron del guardiacárcel que a esa altura ya jugaba baraja con el preso, para hacerle llegar a veces comida, a veces postre y sin falta esquelitas de amor y consuelo. ¿Cómo no le iban a querer?



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25 AÑOS DE LA SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY

Editorial SERVILIBRO

Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Edición al cuidado de los autores

Con el apoyo de UNIVERSIDAD IBEROAMERICANO

Asunción – Paraguay

Agosto, 2013 (180 páginas)

 

 

 


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