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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY (Obras de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY (Obras de  GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ)

CURUZU CADETE: CUENTOS DE AYER Y DE HOY

Cuentos de GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

RP Ediciones y

Criterio Ediciones,

Asunción – Paraguay

1990



EDICIÓN DIGITAL

Autor/a:

RODRÍGUEZ ALCALÁ, GUIDO

(1946-)


Título (Enlace a la versión digital): 

CURUZU CADETE : CUENTOS DE AYER Y DE HOY


Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2000


N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), Criterio Ediciones, 1990.


Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA


 El libro tiene dos partes: «AYER» (cuentos del pasado) y «HOY» (cuentos contemporáneos). Hay poco o nada de original en los argumentos, que han sido tomados de libros de historia, reportajes y otros cuentos. El propósito no fue la originalidad sino dar un estilo propio al material ya existente.


**********************

AYER

 FACUNDO MACHAÍN

    Facundo Machaín se despertó sobresaltado por la visita del hombre sin cara que lo había visitado varias veces en su infancia de exilio y de recuerdos trágicos. La historia, tantas veces repetida por las mujeres de negro, se remontaba al año cuatro, cuando el coronel español José de Zavala, hombre de mayor valía en Asunción, tenía reunidos a sus confidentes para un asunto de particular atención: José Rodríguez França le pedía la mano de su hija, Petrona Zavala. El pretendiente, doctor en Teología de Córdoba, pasaba por servidor leal del Rey pero le rodeaba un halo negro de recelo y de murmuraciones. Indeciso, el coronel pedía el parecer de sus amigos y se lo dio, con su habitual franqueza, don Fernando de la Mora, diciéndole que el joven había perdido su carrera sacerdotal en Córdoba por el vicio de Sodoma. La expresión, en términos vulgares de de la Mora, fue apoyada discretamente por el Obispo con la frase que corrió de calle en calle y que costó al Obispo una sanción, años más tarde, cuando Rodríguez França se declaró Dictador perpetuo y Ser sin Exemplar: Del epiceno no gusta el Nazareno. Don Juan José Machaín, con quien casó la niña Petrona Zavala el año cinco, tuvo que purgar en la cárcel tantos años cuantos había estado casado con la pretendida del vengativo Dictador. Después de muchos simulacros crueles con cartuchos de salva, murió de una descarga de fusilería disparada a la cara por indicación expresa del verdugo. La hermana, que levantó el cadáver abandonado frente al Hospital, se apresuró a cerrar la caja para que los hijos no le vieran tan mal. Pero en pesadillas y en recuerdos la familia le veía siempre y Facundo Machaín nunca podía librarse de la cara destrozada del que fue su abuelo, que le volvió a visitar en una noche demasiado clara de octubre de 1877, cuando ya tenía más de 30 años y no era el niño inquieto a causa de las persecuciones familiares. Incorporado en el catre, Facundo tuvo que hacer uso de su convicción iluminista para recordarse que los sueños mienten. En sueños, el antepasado le decía padecemos en la misma celda, cosa evidentemente falsa, puesto que la cárcel vieja había sido reconstruida después de França, y al infortunio de la persecución repetida no debían sumarse las analogías de la superstición -del fatalismo. Facundo Machaín, doctor en leyes y estudioso de la lógica, no quería ser más que un preso político.

*     *     *

     La cárcel vieja, hoy patio del colegio La Providencia, era un cuadrilátero separado del barranco del río por un murallón alto y desnudo, perpendicular al murallón del flanco oeste, que limitaba el patio interno del presidio y terminaba cerrando el callejón sin salida de la calle Comuneros, que entonces se internaba unos cincuenta metros en lo que hoy es patio del colegio. Sobre la calle Comuneros daban la cocina, la prevención, las oficinas de guardia y la oficina del alcalde. Era una sucesión de habitaciones y hacía escuadra con la serie de celdas de la calle Caapucú (después Yegros), opuesta al predio del antiguo seminario (hoy museo). Los dos muros y el conjunto de piezas que hacían los lados sur y este del rectángulo encerraban un patio en donde había una segunda construcción: cinco celdas seguidas con techo de tejas y corredor, de estructura similar a la del resto del edificio, que ya era cárcel en tiempos del dictador Francia pero había sido modificado por la manía edilicia de López y, posiblemente, no había cambiado gran cosa desde 1860 en lo referente a construcción, aunque el trato a los presos se había humanizado bastante con la caída del segundo López, buen continuador de la tradición carcelaria de sus precursores. Como en toda cárcel había corrupción y  



privilegios; privilegios a causa de la corrupción causada por la pobreza de los guardias, que por una cuestión de supervivencia recibían sobornos. La vigilancia sobre los presos políticos era más estricta que la ejercida sobre los comunes, por disposición; los políticos, sin embargo, eran gente de superiores recursos, con los que podían comprar excepciones de los guardias -como la de recibir visitas no registradas- y así pudo pasar la guardia la piqueta de acero que escondió entre su ropa doña Petrona Velazco, la novia del comandante José Dolores Molas. ¿Venalidad o simpatía? Más de un guardia-cárcel había servido bajo las órdenes del oficial de caballería que abordó acorazados con arma blanca y decapitaba a los cambá de un solo tajo. Pagados mal y tarde, los carceleros simpatizaban con el hombre a quien habían remachado grillos especiales, de acero reforzado, y a quien permitían mantener abierta la puerta de su celda, en la que no osaban entrar sin cuadrarse militarmente. Con el barreno de acero y unas cuantas bolivianas, unos delincuentes comunes habían prometido perforar el muro de la calle Caapucú para fugarse con el comandante Molas y con Machaín, pero, llegado el momento, los delincuentes huyeron abandonando a los otros compañeros. Después de la evasión, se redobló la guardia. La madre de un ministro, sin embargo, pudo meter en la cárcel, gracias a Petrona Velazco un ramillete de rosas para el doctor Machaín, que algunos querían ver como presidente; entre las flores venía escondida la nota de la matrona con la inscripción: Se trata de sangre, doctor.

     Ni temiendo ni ignorando la advertencia, el letrado escuchó, finalmente, las proposiciones de fuga que le hacía Molas. Le he de hacer presidente, doctor, repetía el militar al preso prevenido por su antepasado e insensible a la advertencia, aunque en Asunción era secreto a voces que pensaban matarlo.

*     *     *

     En aquella noche demasiado clara, Facundo Machaín oyó los pasos y las voces y el claqueteo de las armas. Se había dormido involuntariamente, decidió vestirse por si querían llevarlo. En la incertidumbre del momento que precedió el asesinato y en sucesión fantástica, se vio otra vez llevado a Buenos Aires y a Santiago, muy niño y entre mujeres asustadas, tratando de memorizar un catón escolar entre compañeros desconcertados por sus involuntarios giros en guaraní. Recordó la protección del maestro Bello, hombre de celo misionero, sin demorarse en la memoria de su cátedra de Leyes, que ya llevaba adentro. Ya doctor en derecho, pasó de la universidad chilena a un puerto sin comida ni justicia. Cuando comenzaba 1869, bajó del vapor Cisne y conoció la Asunción de la derrota y el saqueo. Por necesidad y sentimientos, se dirigió a una casa que, desde el exilio, se le representaba blanca y perfumada de jazmines. La puerta abierta le permitió llegar al patio donde las ausentes de la familia habían cultivado flores muertas y un trompa negro ensayaba un aire militar. Su repentina cólera provocó la hostilidad de los soldados brasileros, que lo respetaron sólo porque reconocieron en el gesto autoritario signos del poder. De la destruida casa de sus abuelos, el letrado pasó a la del finado don Vicente Barrios, donde los brasileros habían instalado su comandancia (frente a la cual, años más tarde, José Dolores Molas caería sobre un presidente). El Ministro lo recibió con cortesía y lo dispensó del requisito farisaico de presentar los títulos de propiedad -requisito malicioso, ya que los títulos se habían extraviado con los archivos, perdidos con la precipitada fuga del tirano López hacia las soledades que la desesperación le hacía buscar para la salvación ilusoria. Abandonada la Asunción, los ocupantes cavaron los jardines, levantaron los pisos, desmontaron los techos en busca de tesoros imaginarios sin encontrar casi nada de valor. La casa de Machaín no fue excepción, pero su propietario fue más afortunado que otros porque el comando brasilero le devolvió la posesión de la casa, aunque en los fondos de la misma, en las habitaciones destinadas antes a la servidumbre, permanecieron los soldados brasileros como huéspedes forzosos. Por las siestas, él trataba de no perder su disciplina de lectura, y a veces conseguía ignorar la música destemplada del trompa. No le sorprendió que el ejército brasilero opugnase su encumbramiento, dejándole el honor ridículo de pasar a la historia como el único presidente paraguayo que duró una tarde. Pero de aquel fracaso, por lo demás previsto, lo compensó la ceremonia de la Plaza Libertad. La levita raída de los Diputados orgullosos y pobres no aventajaba en mucho el poncho de los humildes, confusos por el español de los discursos, conscientes de los beneficios de terminar con la corvea, el diezmo y el enganche. Los pocos paraguayos presentes en la Plaza Libertad (no más de algunos centenares) rendían su homenaje a la soledad de la Ley en la villa ocupada por millares de soldados insolentes, macateros y rameras. Abolidas las leyes bárbaras del Rey y del Santo Oficio, el país se daba su primera Constitución. El 25 de noviembre aquel de 1870, Machaín se sintió colmado, aun sabiendo que la ocupación duraría varios años, como duraría varios años la tradición de violencia y de arbitrariedad que lo llevó a la cárcel. El que defienda a Molas será apuñaleado, fue la razón bien clara que le hicieron llegar, pero él asumió sus deberes de jurista para tomar la representación del procesado político. En medio de circunstancias trágicas y cómicas, terminó encerrado como su defendido y, como él, marcado para un crimen, que quizás venía ya por él en aquella noche clara del mes de octubre, con ruidos de cuchillos y de pies descalzos por los corredores de la cárcel pública.

     Los hombres se pararon frente a la celda de Machaín y comenzaron a golpear la puerta hasta que cedió la tranca que la abría desde afuera. Lo encontraron todavía en su camisa de dormir, y con un gruñido le indicaron que debía seguirlos, sin darle más explicaciones. Al abandonar la pieza que el corredor hacía más oscura, se encontró casi deslumbrado por la luna y entre los hombres armados, con mas aspecto de mazorqueros que de guardia-cárceles. (Tipos de la misma catadura habían aterrorizado la ciudad bajo la conducción del finado Juan Bautista Gill).

*     *     *

     -¡Apúrese que no tenemos toda la noche!- la voz autoritaria de Molas reprendía al cerrajero que trataba de librarlo de los grillos marcados con las iniciales JDM, sarcasmo del gobierno. El pobre cerrajero hacía lo humanamente posible, pero no podría terminar su trabajo antes del amanecer sin el aguafuerte que un guardia, por tontería o malicia, dejó caer del recipiente introducido por Petrona Velazco (ella también había distribuido las limas y las bolitas de cera a los demás conjurados). Todo salía mal: precisamente el día de la fuga se cambiaron la guardia y los cerrojos de las celdas; desapareció el aguafuerte, no se encontraron las llaves. Afortunadamente, se pudo reducir al jefe de la guardia y al alcaide, que parecían dormir plácidamente y a pesar de los rumores de evasión de los presos políticos, que recorrían la ciudad y determinaron precauciones especiales, y de los rumores del asesinato planeado por el gobierno contra Molas y sus compañeros de causa. Sin embargo, se perdió un tiempo precioso derribando las puertas a golpes por falta de llaves y se perdió la posibilidad de que Molas, montado, dirigiera las acciones contra el gobierno. ¡Seguro que los corría de nuevo!, se dijo el cerrajero, arrodillado a los pies del jefe y atareado con los grillos que no irían a ceder, los sableaba como en Trinidad. Más que rencor, sentía admiración por el hombre que lo había cortado en uno de los entreveros fuertes, el de Trinidad, cuando, con unos pocos jinetes, atropelló el cuartel general de Gill y dispersó dos batallones apoyados por artillería y caballos que no llegaron a obrar. El cerrajero, servidor de una pieza krupp entonces, ni tiempo tuvo de apercibirse cuando un golpe lo derribó por el suelo, desvanecido; la herida le privó de la ocasión de pasarse a las filas del vencedor, como sus compañeros, para marchar sobre Asunción. ¡Cómo iría a negarse a quitarle sus hierros, cómo no le daría, de poderlo, ocasión de usar el sable y el caballo del alcaide para atropellar la Policía! Pero, sin el ácido, no podía hacer milagros...

     -Está marchando, doctor -dijo Molas cuando vio llegar a Machaín, escoltado por los raídos guardias que se habían pasado a la conspiración. Por reserva militar, no le informó que los presos y los carceleros se le habían plegado y que enfrentaban al gobierno en los alrededores de la Catedral. Tampoco le manifestó sus dudas acerca de la combatividad de los presos escapados, que quizás prefieran huir a enfrentar a los soldados del gobierno, carentes, por otra parte de moral. Tendría que ser una lucha de tiradores indisciplínados, imprevisible como la puntería mal dirigida. Solo que él, José Dolores Molas, ya la había comenzado y la terminaría sin correrse, como había sido su costumbre.

     -Pero usted debería irse ahora, doctor.

     Penosamente de pie, mientras le lastimaban trabajando en sus grillos, Molas le hizo ver la conveniencia de ponerse a salvo; al fin y al cabo, momentáneamente, dominaba la cárcel y, fuere cual fuere el resultado, quedaba suficiente tiempo para que Machaín se fugara tomando la dirección del bañado, donde no irían a encontrarlo.

     Machaín, aunque no era hombre de armas y estaba de más en el tiroteo, prefirió quedarse.

     Se retiró a su celda, con la certeza del fracaso (quizás movido de algún modo por el anuncio del sueño), tratando de explicarse su opción por el fracaso.

     No se consideraba necio ni obstinado pero se sentía comprometido. ¿Con qué? En los siete años de su regreso al país había visto la viabilidad del oportunismo. Si yo no hago, otro ha de hacer. Esa fue la explicación de un funcionario público a quien se reprendió su venalidad. Otro ha de hacer. Otro ha de ser, en opinión de cada cual, el defensor de la República soñada por los jóvenes liberales. Cada cual traspasaba el fardo al otro, para que el otro, a su vez, hiciera lo mismo y el suyo continuara siendo el país de perros y de mendigos hambrientos, de exiliados y de campos desiertos. ¿Tuvo sentido la eliminación del presidente Gill? Con el escopetazo que lo mató en la calle (frente a la vieja casa de Vicente Barrios), quedó el camino libre para sus sucesores, despóticos como él y reconocidos a los complotados, pero decididos a matarlos por un motivo práctico: castigar el tiranicidio. La sentencia la tenían dictada, y tenían el juez dócil dispuesto a suscribirla. Proceso, en sentido propio, no podía haber, pero Machaín asumió la defensa de Molas y los demás ejecutores del tirano. No había creído en el triunfo de la conspiración contra Gill. No creía en el triunfo de la conspiración tramada desde la cárcel. En ambos casos, creyó que le correspondía participar, sin haberse preguntado detenidamente por qué. No carecía de razón la temeridad de Molas, consciente de que Bareiro no podría reunir más de 200 hombres para la emergencia y de que los 80 de la cárcel, con determinación y atacando con sorpresa, podían imponerse. Pero la posibilidad del éxito, por lo demás incierto, no había sido lo determinante en la elección de Machaín; en el fondo, se había comprometido por reflejo, por un automatismo similar al que empujaba al comandante Molas a tomar partido cada vez que escuchaba la explosión de las balas, por reacción irreflexiva pero no desatinada. Podía satisfacer su conciencia casuística con argumentos válidos, pero no tenía razones para explicarse por qué aceptaba estar en el partido perdidoso. Quizás, se dijo, porque también hubiera preferido estar en una celda sin chinches, estar en ninguna celda, en algún país distinto, pero no tenía medios para modificar lo irreparable.

     Lo arrancó de su meditación la fusilería cercana. No podía saber que dos columnas gubernistas, marchando por las calles Caapucú y Comuneros se habían encontrado y que chocaron por error. Hubo un momento de confusión y gritos frente a la puerta de la cárcel.

*     *     *

     -Estoy aquí, llorando por lo que estoy viendo -dijo Machaín, condenatoriamente, al hombre que recorría la prisión con un farol en la mano, al asesino conocido como Marcos farol, que había reventado la puerta de la celda del preso Galeano para que lo concluyeran a puñaladas. También iluminó el murallón que bordeaba el barranco para descubrir a José Franco, que ya lo pasaba, y herirlo con el largo cuchillo que lo mató  de un golpe. Buscó la celda del italiano Scotto, ultimado en sus grillos, y ordenó a la soldadesca descargar sobre el comandante José Dolores Molas treinta golpes de fusil, machete y sable. Cuando Machaín abandonó su celda, la cárcel vieja estaba ya llena de sangre. Sin sorpresa, recibió la puñalada prometida y, en la brevedad de su agonía, comprendió que optaba por su propia muerte, entre las muchas que la dictadura le ofreció.


************

HOY


CURUZÚ CADETE

     Mire, vecina, cada cual tiene que encontrar el santo que más le gusta; al paí no le gusta que hable así, pero es la pura verdad. Debe ser que es cuestión de fe, y si una no le cree al santo al que le está rezando, el santo tampoco la va a escuchar. Y yo por eso luego no voy a dejar de rezarle a mi curuzú cadete, siempre se acordó de mí. Se acordó cuando se casó la nena, pobrecita, y ese primer hijo le vino con dificultad. Yo me fui a la capilla para comprar una botella de agua milagrosa, que les salvó la vida a ella y al bebé. Y después la hipoteca, ¡quién iba a decir que podíamos pagar! ¿Usted recuerda? Y, bueno, otra vez más se acordó de nosotros el espíritu del cadete Benítez, y yo no lo he de abandonar...

     Sí, ya sé que mucha gente dice que no vale, porque el capitán es inocente, ¿qué importancia tiene? Lo mismo era un santo el pobrecito, mejor de su promoción, y lo mataron con 17 años. ¡Hay que ser criminal! Claro, la gente se desilusiona porque, después de tantos años, la madre dice la verdad; lo mismo es santo. Y mucha gente ya dejó de visitarle, pero yo lo visito igual. Es una lástima, dice cierta gente, ¿cómo va a ser lástima? Viene a ser mejor: nadie se perjudica ahora. Y esas pobres chicas hasta se pueden casar... ¿se casaron ya? Mire lo que son las cosas, ¡ni sabía!

     Pero tampoco podía ser de otra manera, vecina, ¿recuerda? ¿Quién podía enterarse de lo que estaba pasando con el pyrague en la puerta? Encima salió la serie del curuzú cadete (Radio Comuneros, me parece) y todos le creíamos un asesino. Y la familia no tenía la culpa, desde luego, pero igual les tomamos antipatía. Incluso a las nenitas, unas chiquilinas así, pero les tornamos antipatía y en la escuela les decían de todo. Porque los chicos son malos. Parecen inocentes, ¡pero le puedo decir! Yo, que crié una docena. Y el más inocentito de todos, el más carita de ángel, ese era el peor; ese, precisamente, era de la misma edad de la menor, y una vez me vuelve a casa contándome la historia del capitán Ortigoza que le ahorcó al cadete. Y yo le pregunté de dónde sacaba eso y él me dijo en la escuela; resulta que hasta tenían la fotografía del diario... ¿o revista? Y allí el mitai se ligó un buen reto, porque nosotros no simpatizábamos para nada con el capitán Ortigoza, pero tampoco queríamos que nuestro hijo dijera cosas de esas, sobre todo porque les iba a repetir a las nenitas que al fin y al cabo son inocentes...

     Sí, y ahora me doy cuenta también, vecina; pobre mujer. ¡Y mire que se decían cosas, pobre mujer! Y es que andaba la otra de oficina en oficina, siempre tratando de averiguar algo del marido y le decían que sí, y le decían que no, y la tenían esperando horas en el patio de la cárcel, al sol, con la vianda en la mano, y después, cuando los demás ya habían hablado con sus presos, a ella le decían que no. Y así le tenían encerrado, y a veces hasta meses sin salir. Dicen que perdió la cabeza, puede ser, pero algo todavía no se sabe, vecina, por eso es que se fue a Venezuela, me parece, y no quiere volver. Algo tiene que haber para que el hombre no vuelva, porque fíjese que le tuvieron años preso, como 25... ¿cuántos? No, le agarraron en diciembre del 62. 8 de diciembre fue la muerte, eso me recuerdo bien, aquella vez justamente yo tenía una promesa. Y el 8 todavía no se supo nada, pero después, cuando comenzó la investigación, se dijo que había sido el 8, y a él le agarraron un poco más tarde, hacia fin de mes. Y después el ministro Insfrán contó la historia y mi marido dijo éste no me gusta. Mi marido, ¿usted recuerda?, siempre sospechó de los guiones rojos. Él, hasta su muerte, sospechaba. ¿Para qué la policía?, decía; en la casa ya no quedaban más que la señora y las dos nenas, pero igual estaba el pyrague anotando quién llegaba y salía y hasta quién pasaba enfrente. Tenés que ir, me dijo. Él decía que no se podía abandonar así a la gente, y yo le dije que sí, pero después no fui a la casa de Ortigoza, a visitar a la viuda.

     Viuda ya le decíamos porque la sentencia de muerte se dictó en agosto... Tiene que ser agosto, porque en agosto nos mudamos de casa. ¿Julio? No, creo que agosto porque nos mudamos en agosto y yo contenta de salir de la cuadra porque teníamos policía cerca que también nos vigilaba y yo por supuesto no me fui a verle a la pobre señora de Ortigoza, porque no quería comprometerle a mi marido. Demasiado mal la cosa andaba entonces. Recuerda cómo explotaron la bomba en Itay y le apresaron a... No me acuerdo, trabajaba con mi finado esposo en ANTELCO y eran muy amigos, pero al otro lo llevaron en la policía y lo jugaron todo mal. Yo recuerdo que mi marido vino asustado, a él también podían hacerle lo mismo; no era pues cuestión de arriesgarse de balde. Así que la pobre viuda se quedó sin mi visita, pero teníamos demasiado miedo: nadie en el barrio se atrevía a visitarle...

     Ni siquiera cuando habló el padre Arketa en la radio. ¡Te dije!, dijo mi marido, ¡yo sabía bien que el capitán no era! Pero nosotros más bien le creímos inocente al chofer Ovando; todos pensamos porque era un hombre ignorante y trabajaba para el capitán Ortigoza. Él siguió con su mala fama, y su familia también con su mala fama de él, y sin trabajo, y sin dinero, y esas pobres criaturas crecieron solas...

     ¿Mirta? No. Me parece que ese no era el nombre. Pero eran dos las chiquilinas, lindas rubitas... No. Una se quedó con su papá. Se fue con él, quiero decirle, ¿acaso no leyó el diario? A mi difunto esposo le hubiera gustado leer que se escapó.

     ¡Decidida la chica!

     Ella consiguió con el Monseñor, me contaron, que le traiga a la casa. Porque ya había cumplido toda su condena, 25 años, pero no le iban a soltar. Y el padre Arketa habló por teléfono otra vez, desde España, él estaba muy contento, dijo, de saber que ya salía de la cárcel, pero no salió. Y tuvo suerte, luego, de que no le mataron; ¡seguro que le fusilaban si no era por el padre Arketa!...

     No. Eso todavía no se sabe, vecina; eso todavía falta.

     Pero usted ya vio que habló la madre del cadete Benítez en el diario y dijo que a su hijo le mataron en la cárcel... No dijo quién... Eso tampoco dijo el padre Arketa aquella vez, pero dijo que si le fusilaban iba a decir, porque el asesino se confesó con él... Y ahora veo que mi finado esposo tenía razón: al cadete le mataron en la policía y para disculparse le culparon al capitán Ortigoza. ¡Y pensar que nosotros tan contentos cuando le agarraron al pobre hombre con su chofer y los otros! ¡Vaya a saber qué les hicieron en la policía! Por eso ahora que se sabe la verdad la gente comienza a perder la fe y muchos no se van más a visitarle al oratorio del curuzú cadete. Pero como le dije, vecina, el cadete es santo igual; por lo pronto ya les está castigando a los que fueron...

     El primero fue ese gordo grande, ¿cómo se llamaba? Ese recibió un escopetazo. No era el único, seguramente, pero ya comienza a pagar. Y, con el tiempo, hemos de saber quiénes fueron para castigarles.

     Acuérdese de mí, vecina: el cadete no va a dejar la cosa así. ¿Usted creo que no le ayudó a la pobre familia? ¿De dónde o sino esa gente iba a sacar la fuerza? Sola, sin protección, con todos esos oficiales que la molestaban. Porque la señora era una mujer joven y no había capo que no quisiera propasarle... Igual no más la señora se comportó, educó a su familia... Ese fue un milagro del cadete. Y también fue milagro, acuérdese de mí, la libertad del capitán; el presidente no quería soltarle. Ese hombre, alguna vez, le va a contar a Dios por qué la tenía tanta rabia. Dicen que era cobarde, eso por lo menos me contó mi suegro, y que tenía miedo de que Ortigoza le mate si salía en libertad. Dicen que hubo un asunto de mujer. Yo no sé, pero se ensañó con él. Y le tuvo tantos años encerrado, y no le quería luego soltar, y fue milagro que al fin le permitió la prisión domiciliaria para hacerse atender por el médico, porque lo que quería luego era hacerle morir en la cárcel. Pero al final el Monseñor y los Derechos Humanos hicieron tanta fuerza y tuvieron que darle la reclusión domiciliaria.

     Y allí fue que la Mirta aprovechaba para visitarle a su papá y a veces no le dejaban entrar pero volvía todos los días, una vez y otra vez y hablaba con la guardia para pedirle que le dejen salir. Volvía con el doctor Saguier y el otro, Amarilla creo que es su nombre, un mozo de bigote que le entretenía al guardia, le iba conversando porque hacía calor y no tenían ni para hielo. Y entonces Amarilla se iba en la casa de al lado para traer un tereré y tomar juntos, y allí se fue enterando que los policías estaban todos descontentos porque no les pagaban su sueldo y recibían media ración si es que recibían y el hijo del Jefe era un puto y les quería atropellar...

     Al cabo de una, dos semanas ya tenían confianza, y entonces el Felino ya llegaba no más con su tereré y la Mirta entraba para saludarle a su papá normalmente. Un día llegan con la orden de que la Corte decidió que se ponga en libertad al capitán Ortigoza porque ya cumplió su condena. Entonces el oficial agarra su walkie-talkie y habla con el Jefe pero le dice que es mentira. ¡Intimídelo!, le dice. Y allí el oficial se pone el casco y le avanza al Felino, pero mientras tanto el doctor Saguier ya pasaba con su auto colorado y el capitán Ortigoza sube tranquilamente, sin que nadie le ataje...

     Y ese fue el milagro del curuzú cadete.

     ¡Nadie le atajó vecina! ¡Salió tranquilamente, caminando, al jardín de enfrente, pasó por la vereda, delante del guardia y se subió en el auto! Un hombre viejo, enfermo, y se escapó no más delante de la nariz de tres guardias. El Felino y la Mirta, tranquilamente, salen caminando, sin que nadie les ataje. El capitán Ortigoza, en el auto de Saguier, se metió en la Embajada de Colombia. Dice que quisieron tirotearles, pero no le iban a acertar nunca, vecina, el cadete no les iba a permitir. Incluso le ayudó a la Mirta a reunirse con su papá en la España y dicen que está muy bien, que no le falta nada.

     Ahora falta no más que el cadete nos diga quiénes y acuérdese, vecina, que el momento va a llegar.


  LAS GUERRILLERAS

   -Se apagaron las velas -dice mi mujer.

     Será que se apagaron, porque otra vez nos caen las piedras sobre el techo, las piedras de las pobres ánimas enojadas.

     Mi mujer luego me dijo que iban a meterme en líos, pero yo tuve que ponerme mi cinto con revólver y presentarme a la Delegación de Gobierno. Guerrilleros, me dijo el comisario, y como soy colorado viejo me confió diez hombres. No es mucho lo que hicimos, porque de todo se encargó el ejército, pero de tanto en tanto teníamos que patrullar el monte. Una vez (la única), notamos un movimiento extraño para el lado de la estancia de don Julio. Un poblador vino para anunciarnos que había extraños para ese lado y fuimos hacia allá; efectivamente, había rastros de un fogón y huellas. Entonces informamos enseguida a mi general y ellos enseguida los agarraron. Después del tiroteo quedaron pocos, y entre los pocos unas dos mujeres. Una tenía su pronunciación medio argentina; dicen que era paraguaya y que vivía para allá. Abogada de la Plata. La otra tampoco parecía de acá; era una enfermera comunista.

     Así por lo menos me informaron, y enseguida pudimos conocerlas, porque pusieron su campamento cerca de mi casa.

     -Gracias a su ayuda Juan de Dios -dijo mi general Román. Dijo que ya estaba todo terminado, pero por las dudas no más se quedaban un tiempo más en nuestros pagos, operación de limpieza.

     Y así estuvieron un mes, bastante cerca de casa, y los soldados muy decentes con nosotros, debe ser que tenían órdenes especiales. Por la tarde, solían pasar para pedirnos agua, y entonces nos contaban que, cada día, solían espiar cuando las dos se bañaban en el arroyo. A mi mujer no le gustaba dos mujeres desnudas cerca de la casa, pero mi general decidió. Quería tenerlas limpias para dormir con las dos.

          -¿Qué pasó con los otros prisioneros? - preguntó mi mujer.

     -Los mandaron todos a Asunción, señora. (Era que no querían contestarle.)

     Y así pasamos tres semanas sin noticias, yo con miedo por los soldados cerca, pero se portaron bien. Cuando levantaron campamento, un suboficial nos dijo que mi general estaba agradecido y que si alguna vez pasaba por Asunción y precisaba algo que le avisara no más. Mi mujer creyó que se llevaron a las guerrilleras, pero enseguida sentimos los ruidos sobre el techo, como si nos tiraran piedras. Ha de ser que están enojadas, me dijo. Yo le contesté que no podía ser, aunque ya sabía bien que, al levantar campamento, mi general las mandó con los soldados que jugaron con ellas antes de colgarlas, pero no se morían rápido y entonces tuvieron que degollarlas. Te parece no más, le decía yo, que también sentía las piedras sobre el techo. Hasta que vino un chancho, un día, trayéndose en la boca la paleta de la abogada (la reconocí por la camisa). Entonces tuvimos que enterrarlas mejor, porque con el apuro las enterraron demasiado playo, bajo el lapacho del que las colgaron. No me atreví a poner una cruz de palo (se podía molestar mi general), pero les pusimos velas. El viento las apaga, y ellas vienen a despertarnos para que se enciendan de nuevo.

     -Ya ves que no debías -me dice mi mujer.

     Es cierto.

     Pero tampoco podía negarme a ser miliciano.


Enlace al ÍNDICE de la versión digital de CURUZU CADETE : CUENTOS DE AYER Y DE HOY en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

AYER : El negrito Pilar// Juliana// Las destinadas// Toro pichai// El peluquero// Braulio// Facundo Machaín

HOY : Curuzú Cadete// Las guerrilleras// La pareja Gómez// Condena// Investigación// Fragmentos de las memorias de una sindicalista// Juanchi// Casamiento de conveniencia// Peter// Los vecinos// Fiesta azul.


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- Declarado de Interés Turístico por la Secretaría Nacional de Turismo
- Doble Ganador de la Premiación del World Summit Award WSA