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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  DE BARRO SOMOS (Cuentos de YULA RIQUELME DE MOLINAS)

DE BARRO SOMOS (Cuentos de YULA RIQUELME DE MOLINAS)

DE BARRO SOMOS

Cuentos de YULA RIQUELME DE MOLINAS

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay, 1998

 

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

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La vigorosa inventiva, la fecundidad literaria, la disciplina en el cotidiano trabajo artístico, la afabilidad toda modestia y cortesía, son cualidades literarias y morales de Yula Riquelme de Molinas. Agreguemos a éstas otras cualidades que en ella se manifiestan ejemplarmente: la puntualidad en sus múltiples actividades, la serenidad invariable y el desempeñarse como figura central de una familia numerosa, sin que esta multiplicidad de responsabilidades –las de esposa, madre, abuela- estorbe el cabal desempeño de cada una de ellas.

Poetisa, novelista y, sobre todo, cuentista, Yula Riquelme ha ganado premios nacionales e internacionales, año tras año, durante las últimas dos décadas. Imposible sintetizar en pocas líneas los méritos del libro DE BARRO SOMOS, en sus veinte cuentos. Elija el lector uno al azar, por ejemplo, LAS SEÑORITAS DE PÉREZ PIN.

Tracemos un veloz comentario: Ya en el título percibimos, anticipados, la ironía de las dos beatas puritanas, el dibujo de dos caracteres de una cursilería con pretensiones aristocráticas. Estímese la descripción de sus vestidos, el rico vocabulario con que los dibuja, la elocuente parquedad de los perfiles. Lo que a ambas hermanas escandaliza es la seducción del cura párroco por una vecina, mujer a quien ellas desprecian desde lo alto de su orgullo aristocrático. El lector verá a las dos hermanas –de comunión diaria- atracarse con un desayuno engullido nada aristocráticamente. El desenlace consiste en la ejecución de un plan que ellas consideran de ineludible justicia: las terribles puritanas envenenan a la pecadora que ha seducido al párroco.

Apréciese la limpidez del estilo, la claridad que nos pinta la autora, las escenas, la presentación de realidades artísticamente evocadas.

HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ


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“Yo criatura amasada con la tierra y el agua/ llevo en el pecho el viento y en la frente la llama”, nos dice Josefina Plá en los versos de un poema. Y es cierto, somos criaturas de barro, frágiles, vulnerables, tocadas con el fuego de la tentación. He reunido en este libro veinte cuentos que nos hablan de las debilidades del ser humano, de sus flaquezas, de sus errores.

No hubo en mí otra pretensión que la de transcribir páginas de vidas cotidianas, comunes, arrancadas al azar de entre las penurias de la humanidad. Por ese hay miedo, muerte, dolor. No se omiten culpas y traiciones. Pero hay también alegría, esperanza, amor…

Dejo con ustedes al HOMBRE. A la criatura que, solitaria en su yo, en su intimidad más recóndita, se mira en el propio espejo, recorre los acantilados de su existencia, naufraga y emerge… Emerge y naufraga … Mientras, el mundo gira, gira, gira … - Y.R.M. 



CUENTOS YULA RIQUELME DE MOLINAS

 JAZMINES PARA EL TÉ

Amparado en la cara oculta de las cosas, el carnaval se fue. El baile de máscaras había sido cómplice de pasiones equívocas, quizá siniestras. Ahora, un colchón de serpentinas parecía ser el único saldo que dejara esa noche de lujuria. Sin embargo, guardaban una sorpresa los excesos de la fiesta: tendida cuan larga era sobre las cintas de papel, la bella dormía su fatiga de samba y de placeres. Se había disfrazado con un traje de colombina en raso fulgurante. Peluca rococó y tocando los bucles, ramito de jazmines. Velaban sus ojos antifaz de terciopelo negro con ribete de lentejuelas. El contraste hacía hermoso su rostro de harina. Encima del corpiño, lánguidamente, un abanico de plumas de color de rosa se agitaba con la brisa suave de la mañana. Aquello era deleite para la vista. Pero la placidez y el decoro finalizaban en el cinturón. Las faldas voluminosas y los miriñaques se replegaban más arriba de los muslos enseñando los calzones. A partir de allí, dos piernas provocativas se abrían al descuido... Así, bonita y descocada, la descubrieron el miércoles de ceniza las muchachas de la limpieza. Sin éxito la zarandearon para despertarla. Sólo el ramillete de jazmines rodó con la sacudida... Ellas lo recogieron del suelo. ¡Eran tan bonitas y perfumadas aquellas flores! Se las colocaron sobre el pecho y decidieron trasladarla a otro sitio. A un lugar donde, con sus grandes enaguas y ese extraño silencio en su risa pintada, no les entorpeciera la tarea. Ambas mujeres la tomaron de las manos y se la llevaron a rastras. La peluca de bucles primorosos se desprendió a medio camino, dejando en libertad una rotunda cabeza de hombre. Las barrenderas soltaron de inmediato a la Colombina y se miraron desconcertadas. Esto ocurre con frecuencia en carnaval, opinó una. Claro, los maricas aprovechan y se dan el gusto detrás de los disfraces, agregó la otra y se inclino para seguir con el acarreo. Su compañera hizo lo mismo y preguntó: ¿No sientes la rigidez de estos dedos?, parecen cada vez más fríos... Los dos se pusieron de rodillas y palparon a la Colombina. Estaba muerta. O muerto. Las limpiadoras se santiguaron y en ese momento llegó la policía. Cinco minutos después apareció la madre del difunto. Una llamada escueta y anónima les había dado aviso. Al enterarse de la desgracia, tanto los agentes como la madre, acudieron con rapidez al escenario de los hechos. El tumulto había alertado a los vecinos y se metieron a curiosear ellos también. Con desesperación la madre se abrazó a su hijo. A viva voz se lamentaba. Y se formó un corrillo en torno. Y la oyeron confesar su vergüenza: él era un muchacho raro... Yo lo sabía y lo aceptaba con amor. A medida que hablaba la pobre señora iba acomodando el amplio traje de fantasía. Y pudorosa, se lo bajaba hasta los botines de tacón de aguja. Y repetía machaconamente: sí, sí, él era así, pero no le hacía daño a nadie. Desde que vino al mundo fue un chico tranquilo, cariñoso, el mejor de mis cinco varones. Ya de pequeño había manifestado sus preferencias: jugaba a las muñecas con las nenas del barrio. Se ponía mis medias de seda, mi gargantilla de perlas. Yo me di cuenta enseguida y no se lo reproché. A mí me enternecían sus modales delicados. Siempre quise tener una niña. Por eso le seguí la corriente. Y me callé. Y disfruté de ese amor especial, distinto... ¡Nos comprendíamos tanto! Cuando los hombres de la casa iban a la cancha los domingos por la siesta, él y yo salíamos de paseo con rumbo desconocido. Terminábamos generalmente en un parque tomando sol. José María recogía jazmines para el té. Y contemplaba el vuelo de las mariposas. Y enhebraba collares de semillitas. Y escuchaba arrobado la algarabía de los pájaros. Y aspiraba el aroma fresco de la tierra... En su mundo diferente las cosas comunes tenían otros valores. Él era sensitivo, manso... Jamás imaginé que alguien pudiera desear su muerte. Hoy, con pocas palabras me demostraron lo contrario: Asesinaron a José María en la pista de baile del «CLUB SOCIAL», dijeron, y calló el teléfono. Todavía no lo puedo creer, reclamaba la madre. En eso, los agentes de policía atravesaron a los empujones el grupo de curiosos y taparon el cadáver con la sábana de lienzo que trajo un mirón. Que nadie lo toque hasta que venga el forense, fue la consigna del comisario. La gente se apartó comentando el suceso: afirmaban que los fanáticos del carnaval escondían sus instintos perversos debajo de las máscaras. Estaban convencidos de que en las volteretas de algún juego macabro, la Colombina había muerto por azar y no con motivo de un crimen pasional. Trataban de salvar la dudosa estima del hijo, y le abrieron a la madre una silla plegadiza al costado de la pista. La sentaron entre las serpentinas pisoteadas, le ofrecieron un vaso de agua. Al rato, se aproximó el juez para el interrogatorio de procedimiento. Sin compasión se hizo pública la vida del supuesto «travestí». Todos conocieron su intimidad. Todos... Los periodistas, la policía, los curiosos... Se supo que José María había cumplido los veinticinco en enero y que no siempre vestía ropa definida de mujer. Sólo en carnaval. Una vez al año. El resto del tiempo usaba camisolas de tejidos vaporosos, sandalias de dos correas, el pelo bien corto con vinchas a la bandana. Prefería las esencias exóticas: el ámbar, el sándalo... Quemaba incienso en su pebetero hindú. Bebía té de jazmines. Recitaba poemas de Rabindranath Tagore. Practicaba yoga y meditación trascendental. Cuando se lo permitían las actividades múltiples de su espíritu, trabajaba en la plaza ensartando abalorios. Fabricaba collares, aretes, pulseras... Allí tenía un amigo predilecto: Paco. Y algunos colegas en el negocio de la bisutería. Su clientela le hacía pedidos e intercambiaba saludos y charlas cordiales con él. Se lo quería en todas partes. Salvo su padre y sus hermanos, que a duras penas lo toleraban. A raíz de eso y para no incomodar a su familia, él se había marchado de la casa en diciembre, un poco antes de Navidad. Últimamente vivía con un doctor respetable, aunque demasiado posesivo. Hacía casi tres semanas que José María había desaparecido de sus lugares habituales. Sí, es cierto, recordó la madre. Ni siquiera me lo encontré en la plaza ayer, cuando fui a llevarle los jazmines. Pero allí estaba Paco. Me aseguró que por su intermedio podía enviarle mi hijo las flores que yo quisiera. Que él se las entregaría en propias manos. Que sin falta iban a verse en un baile, justo ese martes de carnaval. El martes fue ayer, ¿se dan cuenta? Y Paco me había hablado con tono desafiante. No se lo tomé a mal. Supuse que su problema era con el amigo nuevo. ¡Claro!, al doctor no le simpatizaban las relaciones ni el puesto de baratijas que José María tenía en la plaza. Y bueno, mi muchacho se las daba de muy complaciente y así andaban sus cosas... Tirando el pobre de un lado para el otro... Desde luego, José María procuraba congraciarse con todos. Nunca se exaltaba. Odiaba la violencia. ¡Quería solamente jazmines para el té! No entiendo la causa de su muerte, se cuestionó la madre en un susurro lastimero, lloroso. Y mientras ella enjugaba sus lágrimas y se aprestaba a continuar con el relato, de improviso, allá en el otro extremo de la pista, sobre la Colombina, se inclinaba sigilosamente el médico forense. Puesto que nadie se había percatado de su arribo, nadie se acercó a husmear. Y fue así como el doctor pudo tener a su entera libertad el cadáver de José María. Apresurado se dispuso a obrar: corrió de un estirón la sábana y apartó el ramillete de jazmines, volvió boca abajo el cuerpo inerte y extrajo el bisturí sucio de sangre. Lo limpió en el colchón de serpentinas. Lo escondió en el fondo de su maletín. Echó un vistazo a las personas que un poco más allá escuchaban el soliloquio angustioso de la madre. Complacido, verificó que aún no habían descubierto su presencia. Volvió a tender la sábana. Se irguió. Se fue hasta ellos. Debajo del lienzo, los jazmines perfumaban el cuerpo frío del amante del doctor. 

 LAS SEÑORITAS DE PÉREZ PIN

 

El sermón del padre Miguel había desencadenado la tragedia. Con el porte de reinas ofendidas, Nicanora y Clotilde se retiraron de la iglesia. Lentes de oro enmarcaban el disgusto en sus miradas. Y hacían mohines de rancio abolengo. Y presumían de su virtud a cada paso. Y pisoteaban con rabia la escalinata de mármol. Y escapaban del pecado tomadas del brazo. Llegaron a la casa. Entraron por el portón principal. Resoplaron. Renegaron. Y ahora, llenas de gracia y desgracia, atravesaban el jardín rumbo a la cocina. El aire se impregnaba con el aroma del té de Ceilán y los scones recién horneados. Toña, la mucama, luego de alistar la mesa del desayuno, había salido al patio. Ajena al conflicto de sus patronas, se acopló alegremente a los quehaceres del jardinero. En dulce compañía se pusieron a quemar la hojarasca lejos de las alcobas. Como buenos servidores, cuidaban que el humo no mancillase la blancura de las sábanas de Holanda ni dificultara la quisquillosa respiración de las copetudas. Taconeando y protestando, las señoritas de Pérez Pin cruzaron de largo el parque. A causa del nerviosismo que traían de la iglesia, no se acordaron de admirar los rosales ni de controlar el veneno en los hormigueros. Caminaban precipitadas, aunque dueñas de absoluta distinción. Lucían vestidos antiguos de chorrera y blondas, pamelas con cintas en la copa y raso de tornasoles, joyas relumbrantes y sin embargo, iban sumidas en profunda oscuridad. A tal punto, que revoloteaban de aquí para allá sus rosarios de cuentas benditas sin percatarse de la irreverencia. Juntas empujaron la puerta de la cocina, atraparon al paso la bandeja de los scones calientes y avanzaron apresuradas con destino al comedor. Tenían puesta mesa de etiqueta. Sus nobles apellidos así lo exigían. El protocolo incluía vajilla de Inglaterra, flores y demás paqueterías. A pesar de tanta alcurnia, el apetito las apuraba inevitablemente a esa hora. Las dos eran cristianas de comunión diaria y el ayuno tempranero les alborotaba el estómago. De manera que, sin preámbulos, se sentaron a desayunar con los sombreros encajetados y las pecheras de organdí acorralándoles el cuello marchito. Al ritmo del parloteo, los manjares se deslizaban atropelladamente por la garganta. Como de costumbre, Nicanora llevaba la delantera, pero esta vez, de ningún modo, Clotilde se atrasaba. Una a la otra, olvidando el linaje, se sacaban de la boca las palabras, gesticulaban con aspavientos y abrían los ojos desmedidos mientras engullían scones y mermelada y se atragantaban con el té. ¿Cuál era el problema que así las trastornaba? Ni más ni menos, los dimes y diretes de un suceso totalmente inesperado. Todo empezó cuando el cura párroco, aprovechando su sermón de esa mañana, se despidió para siempre de los feligreses y de la iglesia. ¿Y cuál fue el asunto que lo llevó a tomar aquella determinación? ¡Oh catástrofe, el padre Miguel se había enamorado! Las murmuraciones corrían de banco en banco... A la sombra de los techos sagrados del templo rodaron los comentarios. Y se supo enseguida que una devota de su propia parroquia había sido la piedra del escándalo, la santurrona que lo sedujo irremediablemente. Esos traidores no alcanzarán el perdón de Dios. No lo conseguirían jamás, sentenció Nicanora enardecida y se limpió los labios con la servilleta de hilo blanco y bordados en punto cruz. Al mismo tiempo, Clotilde soltaba la taza vacía y con el dorso de la mano, secaba sus lágrimas de frustración. ¡Así sea!, remató ahogando un sollozo y se plegó al veredicto de Nicanora. Era evidente que ambas hacían suya la ofensa. Las señoritas de Pérez Pin, bajo ninguna circunstancia, aceptarían el idilio del Padre Miguel y de Maura Sánchez, la vecina de la casa de al lado. Sí, esa insípida mosca muerta que se codeaba con ellas tranquilamente. ¡Qué atrevimiento! ¡Se les había burlado en las narices de alto rango! Nicanora y Clotilde odiaban hacer el ridículo y más aún, con la plebe del barrio. Desde luego, también despreciaban la indecencia, propia de la gente sin categoría social. ¿De dónde había salido Maura Sánchez? Era una vulgar pensionista de inquilinato y, sin embargo, tuvo el descaro de tentar a un sacerdote. Entonces, muy firmes en su honorable papel de señoritas puritanas, Nicanora y Clotilde asumieron el compromiso de vengar la conducta de los descarriados. Y decidieron castigar aquellos amores sacrílegos. Y finiquitar el maldito episodio. ¿De qué modo? Ya se verá. Para meterse en la vida del prójimo, ellas se arreglaban solitas. ¡Desventurado el que no les caía simpático! Y si como en este caso, además de la gran vergüenza, provocaban su indignación, el trámite se ponía sumamente peligroso. Las dos tenían una facilidad extraordinaria para ciertas cosas... En un segundo vestían a los santos cada sábado por la tarde y desvestían sin reparo la honra del vecindario, amén de otras jugarretas que, obviamente, no figuraban en el santoral. Pero la verdad era que las aristocráticas señoritas de Pérez Pin estaban deprimidas, con el ánimo destrozado. Sufrían por la liviandad que imperaba en este mundo y, específicamente, en el seno sacrosanto de la parroquia. Con tal motivo, el desenlace debería llegar lo más pronto posible. Tomando en cuenta los códigos de la moral respetada fielmente por ellas, esa afrenta a las leyes de Dios constituía delito inapelable. Aunque por cuestiones de la burocracia, Nicanora y Clotilde no irían a recurrir a la Santa Sede, al Vaticano o al Papa. No. ¡Eso sería perder graciosamente el tiempo! Ellas se sentían obligadas a buscar una rápida solución. Ahora mismo. ¡Sin desperdiciar un solo minuto! Lo entendían así. Y así, dispuestas a todo, se unieron en un vistazo cómplice. Los pensamientos estallaban en sus cabezas de rizos enmarañados cuando a Clotilde le molestó el sombrero. Se lo sacó de un tirón. Hizo lo mismo Nicanora y agitó vigorosamente la campanilla de servicio. Atenta, la mucama entró en la casa y a pleno sol quedó esperando el jardinero. Todavía emocionada con los arrumacos de su galán, Toña recogió las dos pamelas y las colgó en el perchero vienés de la sala de las visitas, pero no volvió al patio. El ceño fruncido de sus patronas la había amedrentado y afanosamente se puso a restarle polvo y sumarle brillo a las estatuas y crucifijos que adornaban la mansión. Por su lado, las señoritas de Pérez Pin se exprimían los sesos persiguiendo un corte final para el romance profano del cura y la vecina. Y Ya cruzando el límite de sus quebrantos, vino la idea prometedora: con la última taza de té se acabó la incertidumbre. Entonces, Nicanora y Clotilde suspiraron a dúo y se miraron llenas de esperanza. Pese a que los nervios y el dolor no se aplacaban aún, ellas se levantaron de la mesa bastante recuperadas y subieron a los dormitorios del segundo piso. Con la ayuda de Toña, cambiaron los zapatos de tacones por las pantuflas de seda china. Se despojaron de sus alhajas y las depositaron en el joyero con dos vueltas de llave. Desabrocharon sus pecheras de gala, sus vestidos antiguos. Eliminaron con leche de rosas los afeites y las impurezas cogidas en la calle. Y para completar la operación, se quitaron hasta las enaguas y únicamente se dejaron encima el escapulario de la Virgen del Carmen. De inmediato, cada una cubrió su cuerpo arrugado con el negligé de satén color de malva y un toque de perfume francés detrás de las orejas. Así ataviadas, Nicanora y Clotilde bajaron las escaleras cuchicheando apenas para que Toña no se enterase del plan. Enlazadas llegaron hasta el secreter. Nicanora se acomodó en el sillón de cuero de Rusia y tomó la pluma. En los términos más afectuosos de su repertorio redactó la invitación. Clotilde ajustó sus gafas de oro y la leyó minuciosamente. Acto seguido, ambas firmaron la nota y la enviaron a destino por medio de Toña. La cita era para las cinco en punto de la tarde y a las cinco en punto se presentó la invitada. Las anfitrionas la saludaron con engañosa cortesía y la ubicaron exactamente en el sitio previsto. Después, se le sentaron una de cada lado y la ceremonia del té se puso en marcha... Clotilde alzó la tetera de porcelana inglesa y elegantemente, la inclinó sobre la taza de la vecina, la misma taza que contenía la solución del problema. Nicanora abrió el convite con palabras zalameras. La vecina se sonrojó de pura complacencia. Bebieron las tres. Charlaron. Y se fue la tarde sosegadamente... Al otro día, las señoritas de Pérez Pin regresaban de la iglesia. Se santiguaron sorprendidas por el acontecimiento trágico: frente a la casa de inquilinato, entre algunos curiosos que dificultaban la acción, dos enfermeros circunspectos depositaban en la ambulancia el cuerpo sin vida de Maura Sánchez.

 

LAS TRES MARÍAS

 

Ellas eran tres. Mis tres personajes cautivos de este cuento. Había muchas más por las calles del Señor... Pero a mí solamente me inspiraban estas féminas de ojos redondos y exaltados, siluetas rollizas, boquitas pequeñas y mejillas encendidas cual pétalos de rosa. Desnudas y agitadas se movilizaban entre mis apuntes como si yo las hubiese recortado de alguna reproducción barroca. Las tres parecían totalmente iguales. Nunca encontré la forma de diferenciarlas. Quizás eran hermanas o parientas entre sí o sólo amigas y el hecho de que vivieran juntas las igualó con el tiempo... Iban a misa todos los días a las seis de la tarde. Pasaban por mi casa bien agarraditas de la mano, ocupando íntegramente el ancho de las veredas. Charlaban sin cesar y tenían sus voces un extraño son de viejas canciones. Yo me largaba tras ellas para escucharlas y darle sentido a sus palabras. Pero eso era imposible: las tres hablaban al unísono y no se prestaban la menor atención. Cada una obraba por su lado. Ni siquiera interrumpían el parloteo de vez en cuando. Entonces, sólo quedaba en mis oídos el desgranar de un salmo entonado a tres voces. Desde luego, era inmensa la fascinación que ejercían sobre mi pubertad despuntando entre sueños voluptuosos... Poco importaba que supiese o no lo que ellas decían; total, yo podía inventar fácilmente el drama: ¡las tres compartían un amor imposible! Por eso eran iguales; hermanadas en la desgracia o en la dicha... Con el correr de la trama, ustedes llegarán a admitir que estoy en lo cierto, pero lo que nadie podría adivinar jamás es aquello de que las tres eran damas de muy antigua data. Cada mañana, al levantarse, se sacaban la costra gris de los años acumulados y se ponían el blanquísimo polvo de arroz guardado en la talquera de laca china, (la misma que usaba mi bisabuela) decorada con capullos de cerezo. Y se cubrían todas las arrugas. Y se imprimían idénticos lunares. Y se dibujaban un rostro perfectamente igual y después, cada una se perdía dentro de la otra. Y todas olvidaban quién era quién y se entregaban, sin más remedio, a amar al mismo hombre. Vivían a una cuadra -en línea recta- de mi casa, pero en la acera de enfrente. Yo podía verlas salir desde mi balcón sin ninguna dificultad. Por eso también podía escribir este cuento mientras las esperaba. Aunque mi verdadera obsesión era imaginarlas y para ello no necesitaba tenerlas a la vista. Es más, casi deseaba que permaneciesen dentro de la casa, pues temía que otro escritor se las apropiara. Diariamente las acompañaba a misa desde muy cerca. Cuidaba de que ninguno las incluyese en su cuento y por eso tuve que ponerles un nombre especial. Yo sabía que las tres se llamaban María. Pero resultaba de lo más insípido. Para figurar en esta historia deberían llevar un nombre atractivo, diferente y de ser posible, con cierto aire divino. Ellas tenían que estar de acuerdo con la atmósfera sacrosanta que las rodeaba. Y les agregué «de las Gracias». Sí, ¡a las tres! Y pasaban a las seis menos cuarto, todas las tardes, pero nunca en domingo. Usaban el mismo traje celeste, el misal y el rosario en las manos. ¡Ahí vienen! ¡Pasan ahora! Suelto el lápiz y salgo tras ellas. Voy despacio, sigiloso y pensando: ¿vestirían a todos los santos? Las tres María de las Gracias entran a la iglesia por la sacristía. Yo me siento en el último banco y me distraigo esperando como todos los días... Como hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestros pecados así como... ¡Y aparecen! Las tres por el costado del altar. Una al lado de la otra. Y avanzan con cautela, meneándose al ritmo pausado del órgano celestial. Y ponen cara de beatas y dan pasos de corista. ¿Saben ustedes que ellas vienen de engalanar imágenes sagradas? ¡Claro!, colocaron túnicas, mantos, cinturones de cordón de seda... Indudablemente, cepillaron también las alas de los ángeles y alisaron sus paños y rizaron sus bucles. ¡Qué tarea! Estarán extenuadas después de tanto trajín. Y todo porque quedaron solteras. Por amar al mismo hombre, ¡seguro! ¿Quién podría ser el galán? Si quiero un cuento importante tengo que crear un personaje de gran impacto. ¿Cómo quién? Como mi bisabuelo, ¡por supuesto! Él fue General de Infantería. En el comedor tenemos un retrato suyo de cuerpo entero. Lleva uniforme de gala, capa y espada. Yo no lo conocí. Murió en la guerra. Sí, mi bisabuelo es el hombre ideal para las tres María de las Gracias. Pero se casó con mi bisabuela y a raíz de eso ellas quedaron solteras. No sé si a mi bisabuela le hubiera gustado que se lo use al bisabuelo Timoteo como personaje de este cuento. Aunque eso ya no importa. Los dos están muy juntos en el más allá. Y en el más aquí, yo prometo cambiarle el nombre y nadie descubrirá de quién se trata. ¡Cómo se alarga esta misa! ¡El sermón no acaba nunca, hace muchísimo calor! Hasta el último banco no llega el viento de los ventiladores, y las tres pedigüeñas -indefectiblemente ubicadas atrás- se derriten de a poquito... (yo también). Sudorosas, con la bolsa de la limosna en el regazo, aguardan impacientes el momento oportuno. Por fin se lanzan las tres a los pasillos y en idéntico gesto, llenas de gracia, corretean con el monedero por delante. ¡Tan iguales como siempre! ¿Qué cosa pudo haber hecho Miguel Ángel (éste es mi bisabuelo con el nombre cambiado) para diferenciarlas? ¡Nada!, él nunca intentó distinguir a una de la otra. Se deleitaba con las tres al mismo tiempo. Las desvestía sucesivamente, ¡eso sí!, y luego, ¡a la cama! Usaban un lecho bien grande, con doseles de tul y sábanas de seda de color escarlata. Y perfumes exóticos. Y tapices de Persia en el suelo. Y en las paredes una serie de pinturas exhibiendo cuerpos desnudos y generosos. Todo, ¡para enardecer al general! Era una alcoba inmensa y seductora, ¡como las de antes! Allí se divertían cada noche. De esto hace largos años. Ahora, ya las tres Marías están muy viejas y muy fláccidas. Pero en aquel tiempo tuvieron que haber sido mujeres bellas, sensuales; con sus boquitas de caramelo y el pelo destrenzado. Probablemente, ostentaron grandes senos erguidos, cintura de mariposa, nalgas sonrosadas como la piel de sus mejillas actuales. Y el bisabuelo Timoteo, mejor dicho Miguel Ángel, las habrá disfrutado a sus anchas... Seguro que del gusto hasta se puso tan flaco y contento, que a nadie pasó por alto el cariz de sus andanzas. ¡Esta santa misa se tiene que terminar de una vez por todas! Estoy inquieto, siento como un ardor... ¿En la boca del estómago? No sé... Algo me quema. Tengo ganas de orinar. Estoy hambriento. Creo que me voy a dar un buen baño antes de la cena. O más bien, antes de acostarme, así duermo tranquilo y fresquito. Las tres María de las Gracias se bañan juntas, se enjabonan unas a otras y se cubren de espuma sus indecencias. Y se matan de risa haciéndose cosquillas. Y el bisabuelo las mira embobado y... ¡Por fin se acabó el sacrificio! Entonces, salimos a la calle al mismo tiempo y giramos en la esquina. ¡Claro!, mi bisabuelo Miguel Ángel viene con nosotros. Se ha integrado a las María de las Gracias. Ya en la Iglesia se unió definitivamente a ellas. Yo me retraso y como de costumbre, voy haciendo la guardia. Pasamos -de largo- ante mi balcón y cruzamos frente a la casa de las tres Marías. Se adelanta y abre los portones el gran Miguel Ángel. Díganme ustedes si no es un hallazgo el nombre que le puse al bisabuelo Timoteo. Por más general que haya sido, con su nombre de pila lo echaba todo a perder: ¡Timoteo, feo, feo! Qué vulgar, ¿no? Sin embargo, Miguel Ángel es otra cosa. ¡Ah! mañana tenemos clases de Artes Plásticas. Hay que entregar el trabajo sobre la Capilla Sixtina. Menos mal que casi lo he terminado. Bueno, continuo: Miguel Ángel está traspasando el umbral. Simultáneamente, ellas lo siguen bien agarraditas de la mano. Yo permanezco de pie frente a la escalinata. Nadie me invita a entrar. De modo que doy media vuelta, atravieso la avenida y desde la otra acera me pongo a observar las luces que se van encendiendo en el interior. Llegan a la alcoba. Aquella, la de los lienzos eróticos y el aroma de sándalo y todas esas cosas perdurables hasta hoy. Se desbordan mis ansias. De sopetón aparezco en el cuento y reviento por los cuatro lados al lado de los cuatro. Y me enloquecen las ganas de ver a Ro... ¡No, eso sí que no! Así cualquiera podrá enterarse de mis intimidades. En esta historia, la novia de mis sueños se llamará Patricia, como la única prima señorita que tengo. Con nombre cambiado, igual a los demás personajes de mi cuento. ¡Claro! ¿O piensan que hay otra salida? No señor, no quiero que nadie sospeche de quien estoy enamorado. Yo no me fío de la discreción de ustedes y, además, ella es todavía una niña tonta. Aunque supongo que alguna vez llegará a ser coqueta como mi prima. Y con un poco de suerte, cariñosa también. ¿De qué manera el bisabuelo se las habrá arreglado para seducir a las María de las Gracias? ¿Para enamorar a las tres sin perder el tiempo? A mí se me está poniendo difícil la conquista de Patricia. Me parece que estoy dando largas al asunto... Es tarde, en casa me esperan para la cena. Pero se me fue el apetito ahora que pienso en mi novia Patricia y en sus caderas angostas de chiquilina sin uso. ¡Cómo me gustaría estrenarla! Acostarme sobre su cuerpo y que juntos aprendamos los vaivenes del amor. Supongo que las tres María de las Gracias caminan bamboleando el trasero a causa de dichos vaivenes. ¿Andaría mi novia de esa manera, un poco más adelante, cuando ya hubiesen pasado los hombres y los años sobre ella? Para ese tiempo, ¡yo quiero ser el único culpable! No creo que me resulte difícil darle el gusto a Patricia. Noches atrás, cuando el bisabuelo Timoteo aún no era el protagonista de este cuento y yo me las tenía que arreglar solo, logré hacerme de mañas para satisfacer a las tres Marías. Y eso que con ellas me estaba iniciando. Pero, en fin, procuré ingeniarme y pienso que todas quedaron felices. Ahí fue cuando me inspiré con el nombre y decidí que valía la pena aceptar como amantes a estas tres diosas del Olimpo. Quedé ampliamente gratificado: por ahora, cuando me acuesto, aquellas escenas me visitan con suma generosidad. ¡Qué bien lucían las Gracias! Todas empolvaditas y fragantes de la cabeza a los pies. No importaba que por debajo estuviesen muy arrugadas. No se les notaba en lo más mínimo. ¡Por eso las amé tanto! Eran muy suaves, parecían de algodón, nubes de algodón parecían... se parecían a mi almohada, las tres... bien blancas y mullidas... las tres... síííí... Y el bisabuelo Timoteo volvió de la guerra sin morirse. Tres soldados venían tras él. Uniformados los tres. El porte afeminado pero el fusil al hombro. El bisabuelo estaba demacrado, flaco, gastado... Venía de librar arduas batallas y cayó desmadejado en la perezosa del patio. Sus escoltas quedaron de pie y apoyaron sus armas en el suelo. ¡A su orden mi General!, dijeron los tres a una sola voz y permanecieron inmutables por el resto de ese día. El bisabuelo roncaba empaquetado en sus galas militares. Nadie osó tocarlo. Las botas llenas de barro se fueron descascarando al secarse y se formó un montículo de tierra a su alrededor. Yo me acerqué despacio y miré a los tres soldados: dormían plácidamente apoyados en sus fusiles. Con los ojos abiertos dormían... Y eran iguales los tres. Iguales entre sí, e iguales a... ¡A las María de las Gracias! No, no eran iguales, eran ellas mismas. Ya estaban con el bisabuelo Timoteo desde entonces. Desde la guerra. Desde mucho antes que yo naciera... Y mi pobre bisabuela no se daba cuenta de nada, y las recibía en su casa disfrazadas de soldados. Pero a mí no me engañaban estas tres damiselas con apariencia de soldaditos de plomo. ¡Ni por más uniformadas y erguidas que se mantuvieran! Las María de las Gracias resultaban muy ingeniosas. Se colaban en todas partes... Hasta conmigo se metían. Tomadas de la mano ocupaban íntegramente el ancho de mi cama para después, muy apretaditas, confundirse en una sola. ¡Y hasta eran capaces de apoderarse del rostro de mi novia y de su cuerpo desnudo! ¡Eran capaces hasta de eso! Y si no fuese por... ¡Porque ya es hora de levantarme! ¡Qué sueño más real! ¡Por poco me tiran de la cama las tres desvergonzadas! Ahora mismo, antes de tomar el desayuno, voy a escribir este capítulo, no sea cosa de pasar por alto mi última aventura. Luego, una taza de rico café con leche y, ¡al colegio! Hoy tengo que entregar los dibujos de la Sixtina. Hace más de un mes que el profesor de Artes Plásticas está dale que dale con Miguel Ángel, ¡como si fuera que no hay otro a quien estudiar! ¿Algún día llegaremos a mi preferido? ¡Ya quisiera verme retozando en medio de las mujeres de Rubens, rellenitas y tentadoras. ¡Eso sería magnífico! Pero no hay nada imposible compañeros, todo se soluciona con la imaginación... Ustedes me comprenden, ¿verdad? Bueno, si salgo en este mismo momento, es seguro que en el camino me voy a cruzar con... ¡Con mi novia Patricia! Hoy la tengo que mirar con insistencia para que se entere de una buena vez de cuánto y cómo la quiero. ¡No!, pensándolo mejor, es preferible que aún no lo sepa. Se va a burlar de mí y lo comentará con sus amigas. O con las María de las Gracias. ¡Eso puede ocurrir! Hace unos días las vi a las cuatro charlando animadamente. Me pareció que se estaban confiando sus secretos. Hablaban despacito y me miraban de reojo. Fue el domingo de Pascua. Iban saliendo de misa de once. Esa vez, las María de las Gracias se pusieron sombreros, entraron a la iglesia por la puerta principal y permanecieron en primera fila durante toda la ceremonia. ¿Por qué? ¿No sería que estaban tratando de conquistar al Obispo? ¡Era elegante el tal Obispo! Bueno, vestido así, cualquiera resultaba elegante. Y como si fuese poco, además de tanto ornamento, el cura tenía una voz que arrullaba... Al menos, eso es lo que oí decir a las dos santurronas que cuchicheaban hincadas a mi lado. Yo debo intentar una voz arrulladora. Eso me hace falta para acercarme a Patricia. ¿Llegaré a tener la voz ronca y precisa de un hombre hecho y derecho? En ese caso, yo le hablaría a Patricia y la arrullaría con ardor infinito... Mi voz potente y cálida la penetraría para siempre y se extendería después más allá de su piel... Cruzaría la calle y se deslizaría en todos los oídos que quisieran escucharla: alcanzaría a las profesoras puntillosas. A las amas de casa. A las jovencitas del barrio. A las prostitutas de la otra cuadra. Y ronca ya y extenuada reposaría por fin en las tres Gracias del Olimpo. ¡Qué manera tonta de perder el tiempo! Si no me apresuro no me encuentro con Patricia, y si no la veo, me siento morir. Desfallezco inexorablemente a lo largo del día y sólo me recupero a las seis menos cuarto, cuando pasan las tres Marías al pie de mi balcón; con sus caras empolvadas, sus boquitas de muñeca, sus... Bueno, sus senos derramados sobre la cintura... Pero cuando el bisabuelo Timoteo las desposó, ellas los tenían bien tiesos, ¡igual que pomelos verdes! ¿Qué digo? El bisabuelo jamás se casó con ellas. ¿Qué me pasa? ¡Ninguna de las María de las Gracias fue su esposa! Además, ustedes recuerdan que yo mismo se las presenté en mi cuento, ¿verdad? Aquello de la guerra y los tres soldados fue apenas un sueño... Y pasaban moviéndose al compás de las palmadas de todos los hombres, acodados en todos los balcones, todos los días a las seis menos cuarto, pero nunca antes. Ahí viene Patricia. Algo se me perdió entre las hojas de mi carpeta de dibujo. Estoy muy atareado en la búsqueda y tal parece que no la veo pasar... Sin embargo, el bisabuelo no pierde el tiempo y se larga tras ella. Va con los labios babosos y el uniforme verde bien almidonado. Y hasta lleva su espada, guantes y gorra. ¿Será posible? ¡Quiere conquistar a mi novia! Esto me sucede por invitarlo a mi cuento. ¡No, con Patricia no, viejito! A ella la reservo para mí. Yo te puse en esta historia para enamorar al trío de gracias. Ese es tu papel. No quieras abarcar más de lo previsto porque, si es así, morirás en la próxima guerra. ¡En la más próxima! Menos mal que me di cuenta a tiempo, de lo contrario, el bisabuelo se larga y se corta solo. Por eso hay que tener mucho cuidado al determinar el carácter del protagonista. Siempre se corre el riesgo -si no se lo define muy bien- de que se pasee por el cuento haciendo su santísima voluntad. Si quiero ser un buen escritor, eso es lo primero que debo controlar. Lo dijo la profesora de Literatura. ¡Ella es la más amargada de todas las profesoras! Pero es linda. ¡Muy linda! ¿Estará casada? Me gustaría ser su marido y consolarla. También podría ser su amante y amarla todos los días en la biblioteca. O después de la clase. O durante el recreo de los viernes (que es el más largo de la semana). O en el mejor de los casos, quizá ella sea una de «ésas». ¿Cuánto podría costarme la profesora de Literatura? ¿Alguno de ustedes me puede sacar de dudas? Yo no creo que Miguel Ángel tenga que pagar para divertirse con las María de las Gracias. Ellas son de lo más ardorosas. Pero son damas honestas. ¡Bien puras las tres! Lo que pasa es que están perdidamente enamoradas de mi bisabuelo. Sí, perdidamente enamoradas. Sólo por eso se entregaron... Y Patricia puede que sea muy fogosa sin que yo lo sepa. Ocurre que siempre la veo apenas. Ahora por ejemplo, metido en las páginas de mi carpeta de Artes Plásticas, acabo de perder la magnífica oportunidad de acercarme a ella. No entiendo por qué mi dibujo de la Virgen de Miguel Ángel se parece cada vez más a mi novia. ¡Pero claro, si todos saben que Patricia es virgen! ¡Yo también soy virgen! ¡Qué vergüenza! No quiero que nadie lo sepa. Por favor, no se lo comenten a mis amigos. Eso está en vías de solución: esta misma noche voy a espiar en el prostíbulo de madame Frufrú. Me dedicaré a observar atentamente y luego abordaré a mi vecina, la morocha de al lado. Se lo propondré... Total, si ensayo con ella, no creo que importe mucho. Esa chica se contenta con cualquiera. Sin embargo, ¡me gustaría lucirme! La morocha tiene sangre caliente, ¡conoce a los hombres! Además, con ese cuerpo tan grande y oscuro... ¡Dios mío!, no sé si me atreveré. ¡De una buena vez debo iniciarme con Patricia! A ella sí la voy a impresionar y nunca en la vida podrá olvidarse de mí. Esta misma noche tomaré lección teórica de tan bellas artes prácticas y mañana expondré definitivamente, ¡sea con quien sea y como sea! ¡Qué tanto! Estoy podrido de mis fantasías. Tengo que vivir la realidad. Eso me falta y no las tres remilgadas de la época de mi bisabuela, con olor a naftalina y traseros de gelatina. ¡Este cuento se acabó! No quiero terminar «eunuco» por obra y gracia de las tres monjas.


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*. El miedo/ El sol de Julián Montoya/ Jazmines para el té/ Las señoritas de Pérez Pin/ Ronda de los sentidos/ Vivir en La Gloria/ Azahares en el barro/ Un pecado original/ El mundo alucinado/ La casa del olvido/ Flor de agosto/ Perlas de invierno/ El perfil de Matilde/ La historia no tuvo final/ La petición de mano/ El patio de los mangos/ La rosa fugaz/ El aviso/ Angélica y Raimundo/ Las tres Marías

 

 

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