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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  DIAGONAL DE SANGRE - LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

DIAGONAL DE SANGRE - LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

DIAGONAL DE SANGRE

LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY

Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO

Libro paraguayo del mes

Ediciones NAPA, Nº 27.

Prólogo: Clamor de los mby’a guaraníes/

El veterano de Rafael Barrett. El dolor paraguayo

Tapa: LUIS VERÓN

Asunción - Paraguay, Julio 1986 



Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES



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"No es esta una novela histórica sino una novela de la Historia". El protagonista es la Historia misma, en uno de sus momentos: la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza del Brasil, la Argentina y el Uruguay. Una y otra vez se plantean disyuntivas a la Historia, que al elegir en cada caso una alternativa, ésta resulta de consecuencias paradójicas y conduce inexorablemente el trágico desenlace. La Historia es la que da cimiento y andamiaje a este "ensayo novelesco por la forma e histórico por él contenido"; la Tradición y la Leyenda la complementan o la cuestionan o la contradicen.

La trama se teje en torno a las peripecias del mayor norteamericano James Manlove, veterano sudista de la guerra de secesión, que concibió la idea de armar, en los Estados Unidos, una flota de corsarios de bandera paraguaya, y viajó al Paraguay para solicitar patente de corso al Mariscal Francisco Solano López. Transcurre en París, Londres, Maryland, Washington, Nueva York, México, el Lejano Oriente, los países sudamericanos del Pacífico, Bolivia, Río de Janeiro, Uruguayana, Corumbá, Montevideo, Buenos Aires, Paraná, Corrientes, Asunción, las aldeas, campamentos y campos de batalla. Da una visión global de una época de viraje de la civilización europea, que está entrando de lleno en lo que será el mundo moderno, y ubica en tal contexto la guerra del Paraguay, "la primera guerra total de la historia moderna", según el especialista suizo en temas militares Jürg Meister. Manlove es testigo y se ve involucrado en el drama de un pequeño país que, aislado por el bloqueo y sin más recursos que los propios, enfrenta al mundo que se le viene encima, porque "en la Guerra Grande hasta Dios peleó contra los paraguayos".

El conjunto es un fresco en cuyo trasfondo se insinúan las realidades económicas, sociales e ideológicas que condicionan la tragedia común de pueblos valerosos que no se odian, ni tienen motivo alguno para agredirse, compelidos por fuerzas que no pueden do-minar ni comprender a la demencial tarea de atormentarse unos a otros. El libro es una indagación, una búsqueda de la verdad a un tiempo apasionada e imparcial, que da al lector los elementos para que saque sus propias conclusiones. Es también una narración amena y ágil, festiva por momentos, de un morangú pucú, de una larga leyenda creada por un pueblo superior a su destino.


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PRÓLOGO



Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero:

He aquí que lo elevo y te lo envío aquello que he escuchado

sobre nuestro lecho de descanso.

Busco fervor religioso en la casa de las plegarias,

canto, rezo, danzo,

me esfuerzo por alcanzar la condición perfecta.

Sobre tu inmensa morada terrenal,

aquéllos a quienes proveíste del emblema de la masculinidad,

aquéllas a quienes proveíste del emblema de la feminidad,

se esfuerzan en seguir permaneciendo sobre la tierra

y la tristeza de sus corazones

te cuento, para que la sientas, te la envío.

CLAMOR DE LOS MBY’A GUARANÍES

(Grabado directamente de los indios por Carlos Martínez Gamba,

y publicado en su versión original en guaraní  mby'a,

con su traducción al guaraní paraguayo y al español,

bajo el título CANTO RESPLANDECIENTE -

AYVU RENDY VERA, Ediciones del Sol, Bs. As. 1984.)



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EL VETERANO:

Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo; un viejo de pecho poderoso, de cabeza enhiesta como una venerable cumbre en que aparecen todavía las huellas del rayo. La roja faz es un amplio paisaje cruzado de armoniosos surcos, y coronado por un espeso bosque de cabello gris; las manos, que defendieron la patria y ahora plantan mandioca, son de color de tierra. El héroe camina ya con pesadez y es algo sordo, lo que ciertamente no le quita majestad. Es inculto y grande. Me interesa más que muchos doctores. Hizo toda la campaña, de Corrientes a Cerro Corá; tiene seis heridas. Habla poco y en voz baja. Para conseguir breves confidencias suyas sobre la guerra, el peor sistema es interrogarle. Hay que dejarlo solo, sin interrumpirle cuando al cabo se resuelve. Está lleno de vagas desconfianzas y remordimientos. Se diría que los espectros le escuchan. Es qué no se ha obedecido a López impunemente, y la sombra de aquel hombre siniestro, a quien se puede aborrecer, pero no achicar, oscurece la conciencia de los viejos y tal vez ha impregnado la sangre de los niños.

RAFAEL BARRETT. EL DOLOR PARAGUAYO


*****

 EPÍLOGO


Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero:

he aquí que estoy preguntándote otra vez

cuándo hablarás de nuevo en tu morada terrenal imperfecta

y viviremos otra vez felices.

Clamor de los Mby'a Guaraníes

 

 

- I -

     Una noche de mayo de 1898 el poeta Francisco Bareiro regresó muy tarde a su casa. Como siempre en estos casos, había luz en el espacioso despacho y biblioteca que fuera de su padre Cándido Bareiro. La dejaba encendida George Bowen.

     El negro norteamericano había sido puesto en libertad cuando un destacamento aliado se apoderó de la fundición de hierro de Ybycuí, degolló a sus defensores y la destruyó por completo. En Asunción entró al servicio de Cándido Bareiro, que había regresado de Europa faltando un año para la terminación de la guerra, e intervenía activamente en la política con los auspicios de los brasileños. Bareiro falleció en 1880, en el ejercicio de la presidencia de la república. Su hijo Francisco creció al cuidado de George Bowen. El negro no había sido un dechado de virtudes en su juventud, pero le afligía el desorden de la vida de su joven amo. Esperaba a que Francisco estuviera de regreso de sus francachelas, y sólo entonces deslizaba su enorme mole encorvada por los corredores del caserón, hasta la piecita del fondo donde se encontraba su yacija de perrazo fiel.

     Amo y criado se querían entrañablemente. Según el Dr. Faustino Benítez, la muerte de George Bowen inspiró a Francisco Bareiro un bello poema que, como muchos de los suyos, quedó inédito y se perdió.

     Francisco Bareiro era física y temperamentalmente parecido a su padre. Abúlico en extremo, las veces que le confiaron misiones diplomáticas en el extranjero, hizo absolutamente nada, igual que su progenitor. Fue uno de los primeros poetas de la generación del 900, surgida de las cenizas de la Guerra Grande. Don Manuel Gondra, otro sabio, erudito e ilustre haragán, le escribió una carta que resultó ser un memorable ensayo sobre Rubén Darío. Don Manuel podía explayarse magistralmente en una carta a un amigo; pero, la sola idea de elaborar un estudio literario se hubiese disipado en un largo bostezo. ¿Para qué? ¿Para quiénes? A su alrededor se extendía un páramo erizado de cruces. Los que buscaban encontrarle algún sentido invocaban a los muertos y se hacía historiadores. Pero, ¿qué habían sido los muertos? ¿Héroes o víctimas de un déspota insensato?

     Hasta la última década del siglo, cuando el coronel Juan Crisóstomo Centurión, uno de los pocos ex becarios en Europa que había sobrevivido a la hecatombe, comenzó la publicación de sus «Memorias», no se había editado un solo libro acerca de la guerra escrito por un paraguayo.

     Quienes pudieron haberlo hecho habían sucumbido en la contienda, o habían estado ausentes, o había luchado contra su país. Algunos protagonistas que bosquejaron sus memorias no encontraron editor, y algunas de ellas permanecen inéditas hasta nuestros días. Los más prefirieron callar: no se podían explicar lo que habían hecho. Hubo quienes habiendo llegado hasta Cerro Corá venciendo penurias y fatigas, escribieron libelos difamatorios contra López para librarse del estigma de su propio heroísmo.

     Entre tanto, en los países aliados se publicaban centenares de libros que descargaban sobre el vencido el peso de su volumen. Las mentiras, las calumnias, las omisiones y exageraciones ahogaron por mucho tiempo las voces honradas de Juan Bautista Alberdi, Martin Mc Mahon, Eliseo Reclus, que defendieron al Paraguay en nombre de la verdad y la justicia, que sólo encuentra abogados en el desinterés.

     -Todos los medios son válidos y acaso insuficientes para luchar contra semejante enemigo -le había escrito el marqués de Caxias al emperador Pedro II.

     -La guerra del Paraguay ha terminado -decía Domingo Faustino Sarmiento-, por la sencilla razón de que hemos muerto a todos los paraguayos de diez años para arriba.

     Terminada la guerra, se abocaron a la tarea de matar también su espíritu.

     Décadas después seguían temblando los Estados Mayores del Brasil y la Argentina. Era preciso impedir el resurgimiento material y moral de la brava república. Cándido Bareiro fue el principal ejecutor de esta política.

     Murió sumido en la desesperación, y dicen que en el remordimiento.

     Su hijo Francisco creció en un ambiente de odio feroz contra López. Todas las familias caracterizadas habían perdido algunos de sus miembros en los terribles procesos por conspiración. López estaba proscripto por las leyes. Fusilador de un obispo y de varios sacerdotes, estaba también excomulgado. Nada detuvo a aquel hombre tremendo, ni siquiera el temor al Fuego Eterno.

     Algunos de los que fueron sus soldados persuadieron al párroco de la iglesia de San Roque para que celebrase una misa por el descanso del alma del Mariscal. En el momento de la Consagración, el templo  y el altar fueron invadidos por hormigas negras y feroces que dispersaron a los fieles y pusieron en fuga al oficiante.

     López había sido un inepto, un loco, un asesino, un sádico, un ladrón, un cobarde, un libidinoso, un cornudo amancebado con una puta adúltera extranjera que excitaba sus bajos instintos en la concupiscencia para incitarle al crimen e inspirarle desaforada ambición. Al nombrarlo las damas se santiguaban rechinando los dientes. En cambio el pueblo, como temía Solano López, se había adueñado del alma del Mariscal. Se sentía victorioso más allá de la derrota. Cantaba su epopeya en guaraní:

Campamento, campamento,

allá en el Cerro Corá,

entre los montes oscuros

cordillera de Amambay;

ha muerto el Mariscal López,

la tricolor flameando,

no ha entregado su bandera

defendiendo al Paraguay.

     En ese clima moral contradictorio creció Francisco Bareiro. Hijo de un presidente de la república cuyos correligionarios continuaban en el poder, disfrutaba de envidiables privilegios. Como era un hombre de talento procuraron atraerle a la actividad política. Pero era difícil inducirle a realizar actividad alguna. Leía mucho para matar el tedio de vivir. Se sentía insatisfecho de sí mismo y de cuanto le rodeaba. Convencido de que nada podía hacer al respecto, no hacía nada. Las personas activas eran o muy necias o mezquinamente ambiciosas. Y él no era mezquino ni ambicioso. Quizá le hubieran movido el sentimiento del deber o un ideal generoso; pero, en su época, no había lugar para esas cosas. Sólo podía beber para aturdirse o buscar una mujer para sentirse vivo.

     El Paraguay era un error geográfico, un disparate histórico. Lo habitaba un pueblo de cretinos que se había hecho matar por obediencia a su verdugo; al cual, por añadidura, y en el colmo de la estupidez, después de muerto seguía venerando. Las ideas dominantes eran las del vencedor y de los expatriados. El Paraguay no tenía ideas. Solamente un vago, inexpresable sentimiento de orgullo que se insinuaba entre las sombras cuando Francisco Bareiro regresaba de los lugares del vicio. Entonces, a la luz de una lámpara que George Bowen dejaba encendida, escribía algún poema que nada tenía que ver con la inquietud que lo inspirara.

     Cuando Francisco era niño, George Bowen le contaba divertidas anécdotas de un tal James Manlove. Las mujeres de la servidumbre recordaban a un duende grandote, irascible y bonachón al que llamaban Mayomalo'ú. En el alma del niño se habían asociado vagamente ambas imágenes, mezcladas con las de Curupí, Pombero, Yacyiyateré, y las historias trágicas del tiempo del Monstruo Aborrecido que narraban las viejas copetudas.

     Las había atesorado y olvidado; hasta que esa noche, en la Casa de la Magdalena, inesperadamente la figura de James Manlove se había alzado ante él con aterradora realidad.

 

- II -

     La Casa de la Magdalena, también llamada Mansión de la Bruja y Aña-cuá, Guarida del Diablo, se encontraba en uno de los recodos más umbríos y acechosos de la Picada de Manorá, Sendero para Morir, en lo que es hoy la Avenida España, aproximadamente a la altura de la calle General Santos. Conservando el estilo de casona paraguaya, ostentaba en su interior un lujo asiático, en opinión de los rastacueros que la frecuentaban. Brindaba a la clientela una atención exquisita. Al raidaje popular le estaban reservados en los fondos, fuera de la vista de las personas expectables, una enramada de jazmines, una pista de tierra apisonada, ranchitos dispersos bajo la frondosa arboleda. La música y el jolgorio, las grescas y tiroteos del pobrerío añadían matices excitantes a la famosa mancebía de fines de siglo. Si bien era la Magdalena la que atraía a la clientela con su belleza legendaria, quien se ocupaba de que todo marchase a la perfección y el negocio resultase lucrativo, era una anciana vivaracha llamada Madame Biseau.

     La ilustre dama francesa llegó al Paraguay algunos años después del derrumbe del Segundo Imperio. Lo hizo en compañía de un príncipe polaco de apellido impronunciable, empeñado en encontrar el fabuloso tesoro que el Mariscal López había enterrado en la selva, matando luego a los que le secundaron en la tarea. Por aquella misma época, el general Lucio V. Mansilla coloca acciones en la Bolsa para explotar las no menos fantásticas minas de oro del Mbaracayú. La conquistada China Americana, ganada a la civilización y abierta al libre comercio, daba pábulo a toda suerte de especulaciones en las que cayeron no pocos incautos.

     Pero también se hacían buenos negocios, libres de los controles de un Estado despótico, celoso de la soberanía de un país de rústicos imbéciles dueños de su tierra. La turba de proveedores y mercachifles que llegaron con el ejército libertador ocuparon el vacío dejado por la clase dirigente fusilada en San Fernando. Los emigrados les dieron sustento político y doctrinario en nombre del liberalismo; héroes, arrepentidos les sostuvieron con la espada.

     Se especuló con empréstitos cuyo monto en efectivo fue a parar a los bolsillos de los gobernantes. Se transfirió el ferrocarril a los  acreedores ingleses. La antes orgullosa flota mercante nacional que construía sus barcos en sus propios astilleros y hacía flamear su bandera en el océano, fue reemplazada por empresas navieras anglo-argentinas que cobraban fletes abusivos. Los campesinos fueron despojados de sus tierras y reducidos de hecho a la esclavitud en yerbales y obrajes de inmensos latifundios transferidos a vil precio a empresas extranjeras en el negociado de las tierras públicas. Se compraron las joyas de las kyguá-verá, labradas por artífices, por papel moneda prontamente depreciado, para convertirlas en lingotes remitidos al extranjero. La fundición de hierro de Ybycuí, volada y anegada, alzaba en la selva el muñón calcinado de la chimenea de sus altos hornos. No se fabricaba un clavo en el país. Se cumplió el objetivo declarado del emperador Pedro II: el sistema que hizo posible a la excéntrica república enfrentar durante un lustro al mundo moderno confabulado contra ella, había sido destruido. El pueblo antes alegre y vigoroso deambulaba ignaro y paupérrimo. Sus cantos se entristecieron; los duendes jocundos e inofensivos fueron espantados por espectros. Y había un único culpable de los males del presente, del pasado y del porvenir: Francisco Solano López, el déspota insensato.

     Mientras el príncipe polaco acribillaba de agujeros la Diagonal de la Gloria, Madame Biseau, que le aguardaba en Asunción, descubrió en la Magdalena tesoros más tangibles y al alcance de la mano. El príncipe volvió solo a Europa, y contó allá tales embustes que inspiró a Emilio Salgari la novela «El tesoro del presidente del Paraguay».

     Era una joven salvaje, aunque de ilustre apellido. Siendo una criatura llegó a Cerro Corá llevada de la mano por una formidable mujer que se llamaba Doña Pilar Frutos de Recalde, y junto con sus parientas Conchita y Anita Cazal, las cuales, al igual que las hermanas viudas del Mariscal López, en el camino de regreso se hicieron de marido entre la oficialidad brasileña. Magdalena tenía quince años cuando se anunció solemnemente su matrimonio con el magnate francés Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville. La víspera de la boda se fugó con uno de los complotados en el asesinato del presidente Juan Bautista Gill. Galopó con su amante las guerras civiles que siguieron, hasta que él fue hecho prisionero y muerto, poco después, en la matanza de presos políticos perpetrada en la cárcel de Asunción el 29 de octubre de 1877.

     Rechazada por la alta sociedad, la Magdalena se refugió en la casona de Manorá, que le pertenecía por herencia. La convirtió en casa de huéspedes, todos extranjeros. Madame Biseau era una de sus inquilinos. 

     Se hicieron muy amigas. La francesa enseñó a la paraguaya buenos modales, el idioma francés -indispensable para tratar con la clientela-, le reveló misterios del amor y le inculcó una cierta lucrativa ligereza de ánimo.

     Organizaron fiestas y tertulias, al principio nada más que para agasajar a huéspedes y amigos, quienes a su vez convidaban a sus amigos y clientes. Poco a poco estas reuniones fueron cobrando fama por el ambiente liberal, espiritual, exquisito, que reinaba en ellas. Concurrían con creciente asiduidad personalidades de la banca, el comercio, la política, la diplomacia, la cátedra y el foro a la que empezó a llamarse la Casa de la Magdalena.

     Se mostraban agradecidos y espléndidos. Los inquilinos fueron reemplazados por inquilinas francesas, rusas, españolas y unas muy pocas paraguayas debidamente adiestradas por Madame Biseau para que combinaran sabiamente el atrevimiento con la discreción, de modo de no privar a los caballeros del placer de conquistarlas.

     Se renovó el mobiliario. Fue adquirido un piano. Se contrataron músicos para amenizar las veladas. Al término de misión, el agente diplomático de los Estados Unidos John E. Bacon, que había resuelto felizmente el viejo pleito de la United States and Paraguay Navigation Co. con el Estado Paraguayo, donó un magnífico gramófono de enorme bocina de plata, que fue el primero que se conoció en el país.

     El viejo maniático Edward A. Hopkins divertía con su proyecto de abrir un canal de unión entre las cuencas de los ríos Paraguay y Amazonas e instalar en Asunción una línea de tranvías tirados por mulas. En las mesas de juego se aportaban fortunas. En los salones y salitas privadas se hacían pactos políticos; se intrigaba, se especulaba, se conspiraba. Corría el champaña. Por la Casa de la Magdalena hacía su entrada la belle époque al Paraguay.

     Acabó por convertirse en un prostíbulo. Como disponía de terreno en abundancia, amplió sus instalaciones y habilitó en los fondos un burdel para los pobres.


 

     La Casa de la Magdalena añadía a sus muchos atractivos la fascinación del misterio.

     Después del desaire que le hiciera su prometida, Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville se había retirado con su doméstico annamita y sus gatos amaestrados -tenía uno por cada signo del zodíaco-, a una solitaria mansión que mandó construir sobre la ribera del río, al pie del cerro Lambaré, a dos leguas de Asunción. Lo hizo, según se dijo, para entregarse por entero al cabalismo y a la magia negra.

     De vez en cuando, y siempre el 25 de agosto, fecha en que el diablo sale solo, enviaba a su sirviente a la Casa de la Magdalena con un bolsillo cargado de libras esterlinas.

     No era preciso despedir a la clientela. Bastaba anunciarles que el mágico francés vendría esa noche. Llegaba en un carruaje, trayendo en brazos a su gato de turno. Pasaba a Madame Biseau el sombrero de copa, la capa negra, el bastón y los guantes de cabritilla. La puerta se cerraba y no volvía a abrirse hasta la madrugada. Se corría la voz de que El Propio andaba de visita y toda la Asunción se santiguaba. Los perros olfateaban la inquietud de sus amos y llenaban la ciudad de aullidos lastimeros.

     Aquella vez, junto con el bolsillo de monedas de oro, Madame Biseau recibió una carta. M. Peralt traería invitados a cenar. Daba detalladas instrucciones acerca del menú y los vinos. La cena debería servirse en el patio, al aire libre, sin más iluminación que cuatro velas protegidas del viento por tubos de vidrio verde. A las inquilinas y sirvientas, mandarlas de paseo. De la atención de la mesa se ocuparía su doméstico.

     Los comensales serían tres huéspedes de M. Peralt recién llegados a Asunción: Lord Stapleton, René Tibourd y el capitán Erwin W. Kirkland, a quienes se agregarían, como invitados especiales, el poeta Francisco Bareiro y el joven historiador Faustino Benítez. Una de las cabeceras sería ocupada por M. Peralt, debiendo reservarse la otra para un invitado de cuya asistencia no estaba muy seguro. Rogaba a Madame Biseau y a la señora Magdalena que les hicieran el honor de acompañarles.

     Madame Biseau estaba hecha a los más delirantes caprichos de la clientela, pero esta vez se sintió desconcertada. Releyó la carta como un comandante de batallón que acaba de recibir una orden cuyo objetivo no comprende pero que debe cumplir de todos modos. No obstante, al sentir que el bolsillo pesaba más que de costumbre, le dijo al mensajero:

     -Dile a tu amo que todo se hará conforme a sus deseos.

     El minúsculo hombrecillo reculó con reverencias y se esfumó mágicamente.

- III -

     Francisco Bareiro había estado muchas veces en la Casa de la Magdalena; Faustino Benítez, nunca.

     Igualmente sorprendidos e intrigados por la insólita invitación de Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville, que cada uno de ellos recibiera en lujosa tarjeta escrita en francés con letra clara y empinada, en la que se le encarecía que no faltase, no hubieran dejado de acudir por nada del mundo. Lo hicieron juntos y fueron los primeros en llegar.

     Les recibió un negro que hablaba con acento portugués; seguramente uno de los muchos desertores que se quedaron cuando el ejército brasileño, después de siete años de ocupación, se retiró del Paraguay.

     El portero se hizo cargo de sombreros y bastones. Y también de los revólveres, que los paraguayos de esa época siempre llevaban consigo. El español Rafael Barrett se burlaría de esta curiosa manía de personas de natural sosegado y sencillo, y se preguntaba si había en ellos una levadura de Tartarín de Tarascón.

     Faustino Benítez contemplaba deslumbrado los lujos de la sala, apenas entrevistos en su vida de estudiante pobre, hijo de una revendedora de la calle, cuando irrumpió Madame Biseau agitando las manos.

     -¡Oh mon cher ami! -gritó abrazando a Francisco Bareiro y besándole en la boca-. ¡Estoy encantada de que hayas venido!

     -Madame Biseau, ¿conoce usted al Dr. Faustino Benítez?

     La dama, que no había advertido la presencia del oscuro e insignificante jovencito, se le acercó para verle más de cerca con sus ojos miopes. No se esforzó demasiado en disimular su menosprecio.

     -No he tenido ese placer... pero, naturalmente, he oído hablar de su gran talento -dijo, incrédula, y adelantó una mano displicente para que se la besara. Faustino Benítez la estrechó.

     Pasaron al patio donde estaba dispuesta la mesa para la cena. Faustino Benítez conoció a la Magdalena. Se sentaron en sillones de mimbre, al pie de un farol. Sirvieron un aperitivo.

     Recordaba el Dr. Faustino Benítez que era tanta la fama de la Magdalena, que esperando encontrar algo conforme con la idea que se había hecho en sus lecturas de adolescente de lo que debía ser una mujer fatal, la «Salomé Paraguaya» le decepcionó a primera vista. Su trato era sencillo y familiar; la voz clara, ligeramente ronca. Mientras Francisco Bareiro bromeaba en francés con las señoras, Faustino, cuyo dominio de ese idioma no daba en aquel entonces para tanto, se dedicó a observar a la Magdalena.

     Era alta, espigada, sin exuberancias provocativas; no muy joven: le calculó unos treinta años, pero supo después que frisaba en los cuarenta. Vestía una blusa blanca de encajes y una falda oscura que le llegaba a los tobillos. No se pintaba los labios ni usaba coloretes; sus únicas joyas eran un par de aros y una pequeña sortija de diamantes. El rostro era triangular, de tez aceitunada y pómulos algo salientes; la boca grande y carnosa; los ojos de ese azul con reflejos verdosos que en guaraní se llaman tesa-pará, ojos color de mar. La negra cabellera le caía sobre los hombros.

     -De repente me di cuenta -repetía en la ancianidad-, que estaba en presencia de la mujer más bella que había visto hasta entonces, y hoy digo, que vería jamás. No es posible explicarlo. Más que una mujer era una Encarnación, una bandera; la nostalgia de una gloria perdida que condena a buscarla con desesperación, porque sin ella nada tiene sentido. Guido Boggiani la pintó danzando vestida con un typoi de tules transparentes. Al artista italiano le mataron los indios del Chaco, que hasta entonces habían sido sus amigos. Quienes contemplaban el retrato de la Magdalena sentían dentro de sí esos remolinos que de repente se forman en el río, y que, cuando se los advierte, ya es demasiado tarde para escapar de ellos y el único modo de salvarse es dejándose llevar por la vorágine. Alguien dijo que penetraba en el secreto de la fecundidad y de la muerte. Fue destruido por una devota imbécil que creyó que era la imagen de una sierva de Satán, porque los hombres le entregaban sus vidas y eran arrastrados a la perdición.

*   *   *

     Con mucho retraso llegaron a la Casa de la Magdalena Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville y sus huéspedes extranjeros. Eran tres viejos vigorosos; M. Peralt, espigado y cadavérico, sin sangre y sin edad como la muerte y el diablo. Tras los saludos y presentaciones se sentaron inmediatamente a la mesa, en una de cuyas cabeceras quedó un asiento vacío. La otra la ocupó M. Peralt. Se apagaron los faroles del patio; lució una espléndida noche estrellada y sin luna; cuatro velas brillaban como luciérnagas en tubos de vidrio verde. Se corporeizó el doméstico annamita, que ubicuo e imponderable, se ocupó del servicio.

     Madame Biseau se hallaba en su apogeo, feliz de evocar con René Tibourd, en presencia de nativos, los buenos tiempos en que ambos eran íntimos de la emperatriz Eugenia de Montijo en la corte de Napoleón III. M. Tibourd quiso saber por qué Madame Biseau se había quedado a vivir en Asunción:

     -¡Oh mon cher ami! ¡C'est un paradis le Paraguay quand il fait pas chauá!

     René Tibourd contó que había combatido en la batalla de Sedan y participado activamente en la Comuna de París.

     -¿Avec les communard?

     -¡Oui, Madame!

     -¡C'est une contradiction!

     -¡O une expiation! -replicó M. Tibourd-. Lo dijo Victor Hugo: el héroe del Aquidabán y el cobarde de Sedan. El mismo año en que murió gloriosamente López el Grande, capituló miserablemente Napoleón el Pequeño.

     Explicaba el Dr. Benítez que el calificativo de «grande» aplicado al Mariscal López era por lo menos un exabrupto en el Paraguay de aquellos tiempos.

     -Si el Loco del Aquidabán no lo hubiera sido tanto... comentó irónicamente Francisco Bareiro-, este país no hubiese sido destruido.

     René Tibourd, hombre de espíritu y experimentado cortesano, se dio cuenta de que había tocado un tema conflictivo.

     -¡Oh Monsieur, vuestro Mariscal era un romántico! -exclamó, echándose a reír-, y el romanticismo ha pasado de moda, como mi pintura.

     -¡C'est pas possible! -exclamó incrédula Madame Biseau.

     René Tibourd contó que a raíz de su participación en la Comuna tuvo que emigrar a Inglaterra algunos años. Por fortuna, su fiel amigo Lord Stapleton no permitió que pasase privaciones. De regreso, encontró que en París nuevas escuelas se enseñoreaban del ambiente artístico. Abandonado por la fama, había logrado sin embargo hacerse de un sólido prestigio, del que continuaba disfrutando a modo de consuelo. 

     -¡C'est dommage, mon cher ami! -le reprochó dolidamente Madame Biseau-. ¿Por qué un hombre de su genio no se puso a tono con los tiempos?

     -No se trata de eso. En mi vida de artista busqué solamente una cosa: lo que se oculta detrás de esa máscara cambiante que es el rostro humano. Quizás un imposible, pues la naturaleza es proteica y el retrato inmóvil. He creído, sin embargo, que ha de haber un instante fugaz, acaso único, en el que el ser y su imagen son una misma cosa.

     -Me ocurre algo parecido -confesó Francisco Bareiro-: los temas de mi poesía son miserables metáforas de lo inexpresable. Supongo que ha de ser más fácil para el pintor, que plasma directamente formas y colores, sin recurrir a las palabras, venales intermediarias que todo lo adulteran. Un veterano de la guerra me dijo que para cantar y pelear es preciso engañarse. Procuré seguir su consejo, pero, pasada la exaltación de la batalla, al releer mis poemas, me doy cuenta de que no he escrito más que tonterías. Entonces procuro reírme de ellos, reírme de mí mismo, para convencerme de que no me he vuelto loco. Insisto con la esperanza de encontrar una verdad, o por lo menos una mentira en la que pueda creer de buena fe. ¿Lo ha conseguido usted con la pintura?

     -Creo que una vez, pero no estoy seguro.

     Narró entonces lo ocurrido en París, treinta años antes, cuando pintó el retrato del Encargado de Negocios Cándido Bareiro en la Legación del Paraguay.

     -Es usted extraordinariamente parecido a su padre -concluyó-, le he reconocido antes de que nos presentasen.

     -Y yo debo decirle que el retrato que usted pintó se conserva en mi casa, en el mismo lugar donde lo dejó mi padre.

     -Me complace saberlo, pues lo daba por perdido. Si usted tuviera la bondad de permitírmelo, me gustaría contemplar una vez más a la que creo fue la mejor de mis obras.

     -¡Naturalmente!

     La conversación derivó en las circunstancias en que fue pintado el retrato; la mediación de Lord Stapleton; el vivo e inexplicable interés en el Paraguay que se suscitó en René Tibourd; la visita a la Legación de oficiales sudistas, entre quienes se encontraba el capitán Kirkland; la incomprensible actitud de Cándido Bareiro; las tribulaciones de James Manlove. Cada cual aportaba sus recuerdos y sus opiniones. La cena terminó; las luces de las velas, próximas a extinguirse, vacilaban en los tubos verdes, dando a los rostros un brillo fantasmal. La Magdalena escuchaba con apasionado interés. Francisco Bareiro se sentía un tanto incómodo, como si le hubieran puesto en el banquillo de los acusados en lugar de otra persona. René Tibourd fumaba un habano, pensativo:

     -¿Cuál hubiera sido el destino de ese hombre, sin duda extraordinario, si el Encargado de Negocios del Paraguay en Francia hubiese apoyado su proyecto?

     -¡Nunca lo sabremos! -se defendió Francisco Bareiro.

     El capitán Kirkland mordió su pipa, acaso para contenerse:

     -¡Ese diablo de Jammy tuvo una genial idea! ¡Hubiéramos cambiado el curso de la historia del mundo!

     -No lo creo -replicó Francisco Bareiro, veladamente agresivo-, tenía muy mala suerte.

     -¡Oh la suerte! -murmuró Lord Stapleton, dando lumbre a la pipa.

     Las veces que M. Peralt tomaba la palabra, era claro, preciso; y vagamente irónico, como si se estuviera burlando de sus interlocutores:

     -El plan del mayor Manlove siguió siendo factible todo el tiempo que permaneció en el Paraguay. La última vez que insistió en llevarlo a cabo fue en ocasión de una visita que hizo al ministro José Berges, en febrero de 1868, cuando faltaban dos años para la terminación de la guerra. Supe por Madame Lynch que López volvió a interesarse en el plan de Manlove cuando ella fue a verle a Paso Pucú, inmediatamente después del bombardeo de la capital por la escuadra brasileña. Pero Manlove fue detenido a raíz de un incidente en apariencia fortuito, y luego acusado de conspiración.

     -¡Lástima de hombre! -se dolió Madame Biseau-, ¿qué fue de él?

     -Nada se sabe a ciencia cierta -intervino el joven historiador Faustino Benítez, con algo de pedantería-; se ha dicho que fue fusilado en San Fernando, pero no es verdad. He oído decir que se fugó o le dieron escapada. El caso es que desapareció sin dejar rastros.

     -Conocí al mayor Manlove en mi niñez -dijo la Magdalena, emocionada-. Le quise mucho. Me salvó la vida durante la epidemia de cólera.

     -Lo sé, mi pequeña -le dijo Peralt, con una ternura que en él resultaba algo patética-, por eso le hemos reservado un lugar de honor en nuestra mesa.

     -¿Es que entonces no ha muerto?

     -¡Quién sabe!; pero eso no le impediría acudir, si lo desea, cuando yo le he invitado. [358]


 

     El Dr. Faustino Benítez aseguraba que entonces todos vieron, fugazmente, la figura gigantesca de James Manlove, sentado en la cabecera, en traje de almirante.

*   *   *

     Francisco Bareiro entró al despacho que fuera de su padre, iluminado por la lámpara que el negro George Bowen había dejado encendida. De una de las paredes colgaba el retrato de Cándido Bareiro, pintado en París por René Tibourd. Se detuvo a contemplarlo largamente; hasta que, de pronto, se reconoció:

     -Como a padre te venero -dijo-, como a traidor te abomino.

     Y empuñando su revólver lo descargó sobre el retrato.

     La obra maestra de René Tibourd quedó dañada; por mucho que procuró, el pintor ya no pudo restaurarla.


***********

 

 ÍNDICE de la versión digital DIAGONAL DE SANGRE : LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

PRÓLOGO : Clamor de los mby’a guaraníes/  El veterano de RAFAEL BARRETT. El dolor paraguayo

PRIMERA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -/ - XIV -/ - XV -/ - XVI -

SEGUNDA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -/ - XIV -/ - XV -/ - XVI -/ - XVII -/ - XVIII -

TERCERA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -

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